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A pleno pulmón. Marta Navarro Colom
A pleno pulmón
Marta Navarro Colom
Verdes, amarillos, negros, azules, rojos… Todos los tenía en mi escritorio, y todos podían servir para marcar en el calendario el “día X”. Podía escoger el verde como color de esperanza, esperanza hacia una nueva vida. O amarillo, brillante como el porvenir que yo buscaba. Quizás el negro sería el más adecuado, ya que anunciaba el luto al que me iba a enfrentar. O azul, como el cielo libre de humos y de partículas contaminantes. Al fi nal, decidí marcar ese día en ROJO, como un semáforo que te hace parar y en el momento de parar te hace recapacitar, darte cuenta de lo que vas a hacer, de lo que vas a dejar atrás.
Escogí el día y busqué por mi casa todos los calendarios en donde marcarlo; tenía uno sobre el escritorio, otro colgado en la cocina, y también lo marqué en mi agenda, la típica agenda anual que compraba año tras año y donde anotaba ¡tantas cosas!, unas importantes y otras banales. Del círculo rojo salía una fl echa hacia el lateral donde escribí las palabras, tantas veces nombradas y tantas veces negadas y silenciadas: dejar de fumar.
Quedaba un mes hasta la fecha, sabía lo que tenía que hacer. Un tiempo atrás ya había hablado con una especialista sobre los pasos a seguir. —¡Quiero dejar de fumar! —dije con un hilo de voz. —Creo que ha llegado el momento y no sé por dónde empezar.
Mi cuerpo se iba hundiendo poco a poco en la silla, era como si me encogiese, como si perdiese un halo protector. —¡Buena decisión! —contestó con una voz amable, y comprendió que yo tenía miedo, miedo a lo desconocido, a no poderlo conseguir, al sufrimiento y al vacío.
Siguiendo sus instrucciones, apunté todos los cigarrillos que fumaba cada día, que no eran pocos, cuándo lo hacía y dónde, si tenía algún hábito o alguna rutina que hacía siempre que fumaba, o quizás al revés, si fumaba siempre que hacía algo...
Y fui tomando conciencia de lo que fumaba, y fui tomando conciencia de lo poco consciente que era cuando fumaba.
No paraban de venirme recuerdos, situaciones, anécdotas, como cuando mi padre me cogía a escondidas el paquete de tabaco y enrollaba en uno de los cigarrillos un papelito donde, con una letra que intentaba no parecerse a la suya escribía “no fumes” y fi rmaba con un garabato; camino del colegio, cuando encendía el primer cigarro del día me encontraba su nota y pensaba ¡tampoco fumo tanto, todos mis amigos lo hacen, cuando quiera, lo dejo!; esto último el mayor de los engaños.
Se iba acercando el día, el borde del precipicio estaba más cerca y el vértigo era cada vez más grande.
Ahora, hoy, doce años después de ese día X veo ese precipicio como uno de esos toboganes largos y serpenteantes en los que, cuando te lanzas, empiezas a descender despacio y poco a poco vas cogiendo más velocidad hasta que llega el fi nal, y cuando llega se produce una explosión de sensaciones, de colores, de emociones, que inundan una nueva vida, una vida en la que yo decido y en la que puedo decir a pleno pulmón: “¡Sí se puede!”.