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La pelota. César Augusto Bejarano Rojas
La pelota
César Augusto Bejarano Rojas
Odio todo de mi vida. Detesto mi cara al refl ejarse en el espejo, detesto mis dientes sobresalientes y mal diagramados. Aborrezco mi sonrisa que no termina de encajar, que se queda como a medio cargar. Mis músculos son entre hueso y poca carne, mi estatura tampoco ayuda, ya que soy tan pequeño como el respeto que la vida me tiene. Y mis ánimos siempre son los mismos: un suspiro tras suspiro que se esconde en el odio de haber nacido.
No heredé buenos genes, ni buen genio. De pequeño, fui el último al que escogían para cualquier cosa, excepto para burlarse; ese era el único momento en que siempre estaba por encima. Así que terminé andando solo, aprendí a comer solo, a ir al cine solo, a hablar más conmigo mismo, a leer a las personas a través de mi ventana.
Y así fueron mis días, mis años, hasta que por accidentes de la vida el bus en el que viajaba me terminó dejando en un barrio de la loma, a donde por voluntad propia jamás hubiera accedido. Y siendo tan pequeño como soy, el conductor no reparó en mí.
Maldije mi existencia y mi mala suerte. Maldije a mis padres, a quienes se mofaron de mí en la escuela, en la secundaria y en el trabajo. Maldije el aire que recorría mis pulmones, hasta que conocí a Felipe, un niño de unos 7 años, moreno, que me saludó con una sonrisa que casi me deja ciego una vez me bajé del bus. —Perdone, señor, ¿me puede pasar la pelota? ¿De qué pelota estaba hablando este pequeño adulto? Se sentía extrañamente raro decirle pequeño a alguien que no fuera yo. Observé a mi alrededor y me di cuenta que había una botella de agua, vacía, casi a mis pies. Me miró y asintió. Esperé que me estuviera tomando el pelo. Seguí buscando una pelota. Nada. Solo había esa botella, casi aplastada por completo.
Se la lancé con la mano, con miedo a acercarme a él. Por alguna razón sentía que esos ojos tan negros podían ver a través de mi alma. Sonrió nuevamente y se alejó, pateando la botella en medio del brusco asfalto.
Cuando me di cuenta, lo estaba siguiendo. Había algo en ese pequeño que me causaba, por primera vez en la vida, algo, algo que no sabía cómo poner en palabras. Quería saber a dónde iba, por qué jugaba con esa… basura, por qué parecía tan… feliz. No conocía ese sentimiento, y sabía que nadie lo era, aunque lo pretendieran hasta los huesos. Pero jamás había visto una sonrisa que terminara de complementarse, que terminara de abarcar todas las mejillas y entrecerrar los ojos. ¿Se estaría burlando de mí?, ¿de mi estatura?, ¿de mi cara?, ¿de mis delgados músculos? Podría ser eso.
Cuando fi nalmente se detuvo, y pude volver a meter en mis pulmones la respiración que se me había caído, el pequeño estaba intentando meter en medio de dos enormes piedras la botella. No tenía sentido. No solo por estar jugando solo, sino que además eso no se podía considerar ni una mediana cancha.
Me quedé de pie, justo detrás, intentando entender cómo podía seguir manteniendo esa sonrisa y soltando más de una vez lo que parecían unas risas. ¿Estaba intentando convencer a alguien? Observé alrededor pero no veía a nadie más. Me estaba intentando convencer a mí de algo tan sinsentido?
Permaneció así durante casi una hora, durante la cual bien podía meter la botella o no, pero parecía ni reparar en su falta de puntería. ¿Cómo era eso posible?
Luego, cuando terminó y accedió a hablar conmigo, lo entendí.
Eso era lo que signifi caba ser niño, lo que la injusta vida me arrebató. Eso signifi caba la alegría, lo que jamás sentí. Hasta ahora.
Ahora éramos dos pequeños (al menos en estatura) intentando meter un gol. Ahora comprendí lo que era sonreír.