Fabiola Hanssen Carrión
La pelota César Augusto Bejarano Rojas
Odio todo de mi vida. Detesto mi cara al reflejarse en el espejo, detesto mis dientes sobresalientes y mal diagramados. Aborrezco mi sonrisa que no termina de encajar, que se queda como a medio cargar. Mis músculos son entre hueso y poca carne, mi estatura tampoco ayuda, ya que soy tan pequeño como el respeto que la vida me tiene. Y mis ánimos siempre son los mismos: un suspiro tras suspiro que se esconde en el odio de haber nacido. No heredé buenos genes, ni buen genio. De pequeño, fui el último al que escogían para cualquier cosa, excepto para burlarse; ese era el único momento en que siempre estaba por encima. Así que terminé andando solo, aprendí a comer solo, a ir al cine solo, a hablar más conmigo mismo, a leer a las personas a través de mi ventana. Y así fueron mis días, mis años, hasta que por accidentes de la vida el bus en el que viajaba me terminó dejando en un barrio de la loma, a donde por voluntad propia jamás hubiera accedido. Y siendo tan pequeño como soy, el conductor no reparó en mí. Maldije mi existencia y mi mala suerte. Maldije a mis padres, a quienes se mofaron de mí en la escuela, en la secundaria y en el trabajo. Maldije el aire que recorría mis pulmones, hasta que conocí a Felipe, un niño de unos 7 años, moreno, que me saludó con una sonrisa que casi me deja ciego una vez me bajé del bus. —Perdone, señor, ¿me puede pasar la pelota? ¿De qué pelota estaba hablando este pequeño adulto? Se sentía extrañamente raro decirle pequeño a alguien que no fuera yo. Observé a mi alrededor y me di cuenta que había una botella de agua, vacía, casi a mis pies. Me miró y asintió. Esperé que me estuviera tomando el pelo. Seguí buscando una pelota. Nada. Solo había esa botella, casi aplastada por completo.
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