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El hombre que respiraba demasiado. José María Hernández Pérez
El hombre que respiraba demasiado
José María Hernández Pérez
Hoy era uno de esos días tranquilos y sin importancia o por lo menos eso me parecía a mí, yo me levanté sin demasiada energía, me dirigí hacia el baño y me lavé la cara, el agua fría me devolvió hacia la realidad y me despertó un poco más (lo necesitaba), me di una ducha rápida pero esta vez con agua caliente que me supo a gloria. Me puse mis vaqueros Lois, mi camisa azul de cuadros, y desayuné 2 tostadas con mantequilla con mi mermelada preferida (la de frambuesa). Me dirigí al trabajo como llevaba realizando desde hacía más de 20 años, era médico de un pequeño consultorio local situado en un pequeño pueblo de la región de Borgoña llamado Martailly-lès-Brancion.
Abrí la puerta del consultorio y en reloj de la pared marcaban las 8:00h de la mañana, no había nadie fuera, por lo que supuse que sería de nuevo un día sin sobresaltos, en una aldea perdida de la mano de Dios. Mi quehacer diario era poco o nada estresante, es más podía no ir a trabajar si quería, porque allí todos nos conocíamos y realmente el tiempo no importaba. Si había cualquier “urgencia” me buscaban y se intentaba solucionar, aunque afortunadamente eras muy escasas las veces en las que tenía que actuar con premura. Eran casi la una del mediodía, hacía sol y la mañana se había pasado atendiendo a Maurice que se había realizado un pequeño corte en un brazo mientras recogía leña y escuchando a Annette con sus numerosos «achaques de la edad». Me disponía a salir cuando una mano empujo la puerta y de repente apareció un señor de unos 40-50 años de edad, con barba de varios días, pálido y aspecto un poco demacrado, le costaba caminar y respiraba apresuradamente. Me acerqué y le dije: —Buenas tardes señor. ¿Puedo ayudarle? —Le pregunté preocupado. —¿Es usted el médico, verdad? —Si efectivamente, soy el médico de la aldea —Respondí mientras asentía con la cabeza.
—No me encuentro bien, me falta el aliento y necesito respirar muchas veces para que me entre el aire —Dijo el paciente entrecortadamente. —¿Padece usted de algunas enfermedad importante? —No que yo sepa. —¿Desde cuándo le sucede esto? —Si le digo la verdad no lo sé con exactitud…, pero desde hace una semana… la cosa ha empeorado —Respondió el paciente con preocupación.
Me acerqué le ayudé a sentarse, cogí su mano y tomé su pulso. Estaba rítmico y con pulso normal. Cogí seguidamente el fonendoscopio y lo ausculté. —Coja aire por favor.
No encontré anormalidades en la exploración salvo una taquipnea y “hambre de aire”. —Le voy a realizar algunas exploraciones básicas.
Cogí mi pulsioxímetro y comprobé con la saturación de oxígeno era de 96%. —Que raro, pero que bueno a la vez —me dije para mis adentros.
Le realicé un electrocardiograma con un obsoleto pero efi ciente aparato que estaba en el consultorio desde mi llegada a aldea. —Está bien. No hay arritmias y no se ven alteraciones importantes —Le dije al paciente. —Entonces… ¿Por qué me siento tan cansado? — Me preguntó dubitativamente. —Ahora mismo, si le soy sincero no encuentro una explicación posible, si bien ha sido una exploración básica —Le explique al paciente. —Creo que sería buena idea que lo remitiera a Mâcon para que le echaran un vistazo mejor en el hospital. —Pero… ¿usted no es el médico? —Me preguntó sarcásticamente. —Sí, lo soy, pero no lo puedo saber todo y además, no tengo los medios necesarios para realizarle los estudios oportunos que aclaren el motivo de su disnea —Le explique amablemente. —No estoy muy seguro…, la verdad es que esperaba que usted me solucionara el problema… o por lo menos lo aliviara —Me dijo apesadumbrado. —Creo que lo mejor sería que me vaya…, si no puede ayudarme estamos perdiendo el tiempo los dos —Dijo cogiendo aire profundamente. —No me parece buena idea, si se encuentra mal, sería una temeridad irse, podría ocurrirle algo grave —Le dije con fi rmeza. —Creo que correré el riesgo... —Me afi rmó el paciente.
El paciente se levantó se dirigió a la puerta y salió por ella, su respiración aumentada a cada paso que daba. Me levanté rápidamente y le seguí, abrí la puerta pero al salir afue-
ra, el paciente había desaparecido, miré a un lado y a otro de la calle y ni rastro. —Es imposible…se lo ha tragado la tierra —Me dije en voz alta.
Pregunté a varios vecinos y personas que me encontré recorriendo la aldea, pero nadie lo había visto, hasta que llegué a la última casa color amarilla pajiza de doña Agnés que estaba en la puerta. —Hola buenas tardes Doña Agnés, ¿Ha visto pasar a un señor de unos 40-50 años un poco desaliñado que parecía estar enfermo? —Le pregunté con preocupación. —No Doctor. ¿Se le ha escapado un enfermo? —Me dijo sonriendo. —Pues parece que sí. Ha venido a verme por un problema en la respiración pero se ha ido sin poder ayudarle —Le explique con cara de resignación. —¿Por qué no pasa adentro y se toma un poco de queso y un vaso de vino Doctor? En la calle hace calor y a ese enfermo, me da que se ha ido…pero no sabemos a dónde —Me dijo amablemente.
Entré en su casa, la verdad es que era la primera vez que entraba, Doña Agnés no era paciente habitual y era un poco reservada en sus cosas, vivía sola pero parecía feliz. Me senté en una silla cerca de la chimenea y tomé resuello. Doña Agnés apareció con un plato con queso en una mano y un vaso de vino en la otra. Le di las gracias y comencé beber el vino, de repente comencé a toser mucho y casi me atraganto, señalando una foto colgada en la pared en la que se podía ver el retrato de un hombre. —¡¡Es ese, ese es el enfermo que se ha escapado de mi consulta!! —Le grité. —Ese no puede ser Doctor —Dijo Agnés negando con la cabeza. —Estoy completamente seguro —Le afi rmé. —Doctor creo que se equivoca, ese es mi marido que murió hace más de 20 años a casusa de un fallo respiratorio —Me dijo mirándome de forma nostálgica. —Pero, si…era él lo juro…. —le dije ya un poco asustado y desconcertado. —Doctor creo que debería irse a casa y descansar un poco. Creo que el calor y el cansancio le han jugado una mala pasada —Me dijo Agnes mientras me acompañaba hacia la puerta de salida de su casa.
Me fui a casa con una sensación extraña de miedo, obnubilación y desasosiego. Al llegar al consultorio tropecé con el escalón y caí al suelo golpeándome la cabeza, del resto no me acuerdo. Me desperté varias horas después, miré mi reloj y marcaba las 5:55 h de la mañana, me encontraba en la cama y estaba empapado de sudor, no entendía nada, ¿había sido una pesadilla?, el silencio y la oscuridad lo cubrían todo a excepción de mi jadeante respiración.