Simbolos religiosos y comunidad

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Símbolos religiosos y comunidad

El culto a las imágenes religiosas en Manzanares el Real (Siglos XVI-XX)

Roberto Fernández Suárez


Presentación

Este estudio pretende realizar un análisis de las manifestaciones religiosas en Manzanares el Real desde el siglo XVI hasta la realización de este trabajo, es decir en los primeros años de la década de los 80 del siglo pasado. En cada una de las etapas históricas que hemos considerado, se ha hecho hincapié en configurar el espacio religioso que estructuraba los diferentes focos sagrados mediante una red articulada entre las devociones locales y extra-locales. La situación analizada durante los siglos XVI y XVII demuestra que existieron imágenes religiosas que ejercieron distintos poderes de atracción hacia la comunidad de feligreses. En este espacio religioso local, está presente la iglesia parroquial donde se ubican las imágenes religiosas de carácter universal, controlando el clero su ritual y sus devociones. Complementario a la iglesia, se ubican dentro de los límites municipales unas ermitas que cobijan unas imágenes religiosas capaces de atraer a los feligreses en sus respectivas festividades. Todas ellas estaban amparadas por cofradías con estructura abierta, sin limitación de miembros. Dichas ermitas, de cierta forma, descentralizaron el control religioso del clero, formando un espacio donde la iglesia perdió peso en su poder institucional y normativo para dar cabida a otras manifestaciones religiosas orientadas hacia la cimentación de un vínculo entre símbolo sagrado y comunidad. La dicotomía entre iglesia parroquial y ermitas como focos diferentes de atracción devocional cuyas manifestaciones se pueden analizar como expresiones locales de religiosidad en contraposición a otras más universales. Dicha dicotomía articula el mapa geográfico religioso de Manzanares el Real y a partir del siglo XVIII se complementa mediante una nueva reorganización del espacio devocional. La iglesia parroquial incrementó su panteón con nuevas imágenes religiosas de carácter universal, sobre todo ligadas a la Pasión de Cristo, lo que acentuó su centralidad respecto a las manifestaciones devocionales de la comunidad. Las ermitas perdieron poco a poco la atracción de feligreses hasta llegar a una situación de abandono. Solamente sobrevivió la imagen que tenía más fuerza de atracción entre todas, la Virgen de Peña Sacra. El nuevo espacio religioso se construyó sobre la dualidad entre una iglesia parroquial fortalecida y la existencia de una ermita extramuros con fuerte devoción local y extra-local. El episodio histórico de la apropiación del culto de la Virgen de Peña Sacra por parte de una congregación madrileña irrumpió en esta configuración que se estaba gestando a lo largo del siglo XVII, forzando un nuevo diseño. La


estrategia local elegida fue la de buscar otra imagen para convertirla en patrona de la localidad. La imagen religiosa elegida fue el Santo Cristo que se convirtió en el Cristo de la Nave. Al ubicarse dicha imagen en la iglesia parroquial y realizar sus cultos en el interior de la población, indica un mayor control espacial por parte del clero que considera la iglesia parroquial el centro del espacio religioso local. Fue su modelo que forjó a lo largo del siglo XVII pero principalmente en el siglo XVIII. Pero el carácter peculiar de Manzanares el Real forzó un nuevo reajuste de su espacio religioso a partir del siglo XIX cuando desapareció la huella de la congregación madrileña. El culto a la Virgen de Peña Sacra volvió a manos de los locales y obligó a mantener la devoción de los feligreses en torno a las dos imágenes religiosas preferidas, la del Cristo de la Nave y de la Virgen de Peña Sacra. Mantener el culto patronal al Cristo de la Nave y reintroducir plenamente el de la Virgen de Peña Sacra supuso mantener ambos cultos, construidos sobre una dualidad de género y una racionalización de los grupos de edad. Dibujó un modelo de población local separado entre hombres y mujeres, entre casados y solteros como especialistas de ambos cultos. Hasta llegar la modernidad y los actuales tiempos de urbanizaciones, el espacio comprendido entre la ermita y la población era considerado masculino en la medida en que solamente los hombres del lugar lo conocían por cuestiones de labores de campo. Pero a pesar de ello las mujeres se apropiaron de dicho espacio en tanto que especialistas para tratar de perpetuar el culto a la Virgen durante los tiempos ritualizados de su fiesta. Inversamente, el espacio festivo del Cristo de la Nave corresponde a un ambiente urbano. Su hermandad que fue exclusivamente masculina domina un territorio más cotidiano. No vincula la imagen con su comunidad mediante un largo viaje procesional sino que lo reafirma en relación con la iglesia parroquial. El espacio femenino ocupó ritualmente las distancias entre ermita y parroquia, entre imagen de la Virgen y comunidad en un alarde de demostración de religiosidad local. Ésta quedó feminizada mientras el espacio centrado del núcleo urbano cuyo centro es la iglesia estaba controlado por el clero y los hombres como especialistas rituales del Cristo. La religión oficial se expresaba masculinizada.


Introducción

La Iglesia Católica Española fue el único estamento, según apunta Gerald Brenan, con capacidad para sumir una función integradora entre el pueblo español. Tuvo fuerzas suficientes para intentar normativizar las conductas de sus súbditos, forzando una incipiente homogeneización de acuerdo a cánones resultante de una política centrada desde la propia Institución. Objetivos que han supuesto y forjado un carácter genuino a tales empresas en relación a otras experiencias institucionales en las cuales el Estado llevó las iniciativas que condujeron a una progresiva (pero convulsa) política de unificación normativa en contra de todos los particularismos locales, reafirmando un poder que situaba en el centro institucional, dentro de un esquema jerarquizado, el polo de referencia. Mediante dicha política, la Institución eclesiástica entró en contacto con las comunidades locales con una clara función de integrar a sus habitantes en un marco jerarquizado que ofreció la posibilidad de creer en los dogmas universales propuestos para tales fines. El vehículo de tal acción institucional se debió, en gran parte, al control del uso del símbolo religioso como destino de las devociones de los feligreses. Bien es cierto es que desde los primeros siglos del Cristianismo existieron portadores exteriores de la sacralidad como las reliquias y más tarde los iconos y las imágenes religiosas que lograron focalizar la devoción de los fieles en determinados lugares, particularizados en el espacio, y controlados por la Iglesia. Las propiedades intrínsecas de los símbolos religiosos tuvieron por lo tanto consecuencias sociales de gran importancia. El espacio en el que viven y moran las poblaciones desde siglos se vio impregnado de símbolos que consiguieron atraer periódicamente a los devotos debido a sus características sagradas. Los efectos sociales conseguidos debido a la focalización de los símbolos religiosos en los que los habitantes se desplazaban periódicamente hacia dichos lugares de culto, rompiendo los ritmos de trabajo y de ocio habituales, así como el control sobre sus devociones y cultos estuvieron controlados por la Iglesia. Como recuerda Peter Brown, los siglos XI y XII marcaron un cambio drástico en la historia europea en el que sus poblaciones aceptaron


definitivamente las normas de una jerarquía religiosa definidas en términos relacionados explícitamente en función de los contactos mantenidos con los símbolos sagrados. El Concilio de Letrán celebrado en 1215, por ejemplo, proclamó mediante unos decretos que proclamaban la autoridad del cura párroco respecto al laico porque solamente él podía usar los símbolos religiosos en el seno del espacio de la iglesia parroquial. De esta manera, el control de las imágenes religiosas en determinados lugares legitimados para el culto parte de personas en posesión de un status jerárquico relevante, hacía de los símbolos religiosos unos objetos cargados de significados altamente socializadores y eficazmente comunicativos de un orden jerárquico. Por otra parte, ha sido de gran importancia para este trabajo los estudios de Edith y Víctor Turner que nos proponen una visión antropológica complementaria a la que nos ofrece Peter Brown. Según dichos autores, todos los símbolos religiosos tienen un significado y un significante. Al ser el significante el “vehículo sensorialmente perceptible del concepto”, o sea la forma exteriorizante del símbolo, los Turner piensan que el significante del símbolo está conectado con dos polos sensoriales intrínsecos, los unidos orectico y emocional, mientras que el otro polo, el normativo, se percibe, más bien, mediante el significado del símbolo. Este polo normativo, según los autores, se relaciona sobre todo con los principios teológicos básicos de la Iglesia que intentan universalizar sus mensajes dogmáticos para todos los católicos. Mientras tanto, el polo orectico se materializa mediante la expresión de los fieles y más concretamente de los feligreses según criterios basados, en cierta medida, en particularismos intrínsecos. Lo universal y lo particular se verían entrelazados en la propia dinámica devocional. En definitiva, el vehículo privilegiado para comunicar, mediante un lenguaje simbólico, los dogmas teológicos de la Iglesia es la imagen sagrada considerada símbolo religioso. Mediante su eficiente mediación, los miembros de la institución eclesiástica ocuparon las comunidades locales, proporcionando a sus feligreses rituales religiosos que focalizaron a los creyentes en torno a imágenes cuyo poder de atracción reguló los tiempos sociales de las poblaciones.

El símbolo religioso como factor focalizador de las devociones.


Las imágenes religiosas comparten entre todas ellas un singular atributo: poseen un gran poder de atracción para los creyentes. Son objetos cargados de sacralidad, se objetivan en ellos los credos de la Iglesia universal, condensan los mayores dogmas religiosos. El efecto social, de carácter centrípeto, que surge de las cualidades sagradas de los símbolos, afectando a las personas en sus vidas cotidianas, transforma a las poblaciones que se ven estrechamente vinculadas a ellos.

El control de los símbolos religiosos

La Iglesia proporciona a las comunidades locales símbolos religiosos de carácter universal que considera oportuno, según el contexto histórico en el que se halla inmerso. La tendencia centralizadora que pretende controlar tanto a las imágenes como a sus rituales afines necesita considerar el espacio como un elemento factible de ser supeditado a la labor autoritaria del control jerárquico de la Institución eclesiástica. La Iglesia construyó a lo largo del tiempo un espacio propio, religioso y ritual, cuyo epicentro se halla en la iglesia parroquial donde los curas párrocos como especialistas de la liturgia manipularon los símbolos sagrados, excluyendo en ello a todos los demás.

La multivocalidad de los símbolos sagrados Los, al menos, dos polos de los símbolos religiosos que ya hemos definido anteriormente no son excluyentes ni permanentes. Su polo normativo, a pesar de ser uno de los modelos de comunicación más adecuado para transmitir las normas religiosas, está sujeto a cambios fundamentales como, por ejemplo, conflictos estructurales dentro de la Institución eclesiástica que pueden afectar a los propios modelos, traduciéndose en continuas renovaciones. Estos cambios, sin embargo, estuvieron siempre relacionados con la práctica que los fieles hicieron de los símbolos sagrados mediante el uso que se materializó en el llamado polo orectico. La importancia que


conlleva conceptualizar estos dos polos no se refiere el aplicar sin más las definiciones de los Turner y concretarlas mecánicamente sino revelar que estos dos polos expresan dos formas compatibles de expresión religiosa. Por otra parte, el polo normativo de la expresividad simbólica de las imágenes religiosas es la expresión de los dogmas de la Iglesia universal que intenta homogeneizar los preceptos católicos para todos los creyentes. El tipo de devoto a quien se dirige, se define por su adhesión a la doctrina, a su fe en la iglesia y en sus símbolos universales. El polo orectico, sin embargo, es canalizado a través de redes que conducen hacia particularismos locales. Uno de ellos, desde luego, es la vinculación de un símbolo universal con un lugar específico. Es como si el polo orectico del símbolo sagrado hubiera ganado terreno sobre el polo normativo como consecuencia de su particularismo local. El símbolo universal por el cual el devoto se halla totalmente homogeneizado en cuanto a sus conductas apropiadas se ve expresamente focalizado en un lugar específico de una comunidad local. Este espacio supone una descentralización del espacio religioso local, una renovada dimensión ritual donde la Iglesia pierde hegemonía en detrimento de expresiones devocionales locales.

La religiosidad local como movimiento apropiativo de los símbolos sagrados universales.

La Iglesia proporciona a las comunidades locales símbolos religiosos universales pero se apropian de algunos de ellos selectivamente según sus propias necesidades locales. El carácter intercesor de los santos y la Virgen María ante Dios es realzado, conduciendo hacia la normativización según esquemas de codificaciones locales, mediante rituales como formas externas de perpetuación. Las comunidades locales ven unidas su suerte a su vinculación con las imágenes religiosas con sus territorios propios. Los rituales no son analizados solamente como un “instrumento para el establecimiento de contextos fundamentales de tiempo, espacio y autoridad


dentro del cual las relaciones sociales y la identidad política están combinados", pero también como un modelo que asegura plenamente la perpetuidad del acto apropiativo por parte de la comunidad local de unos de los símbolos sagrados universales proporcionados por la Iglesia. Este acto apropiativo, sin embargo, no se realiza sin que se padezca una situación de tensión. Bajo nuestro punto de vista, esta tensión es susceptible de ser analizada según los siguientes criterios: • En las expresiones de la religiosidad local se ampara la manifestación de la apropiación de los símbolos religiosos universales como una de sus características más constante. • No hay razones para pensar que esta tensión sea permanente ni tenga carácter duradero. Según los contextos históricos determinados que analizaremos a continuación, puede haber compromisos entre ambas formas de expresar la religiosidad que pueden llegar a soluciones pactadas y por lo tanto positivas para ambas pero también hacia situaciones que llevan a reajustes, nuevos equilibrios etc… • La religión universal controlada por una jerarquía con grandes poderes, está sujeta a variaciones, producto de conflictos internos que se traducen por estrategias que condujeron hacia nuevos, cambiantes o desapariciones de símbolos universales dentro del panteón religioso local. En las relaciones entre ambas expresividades religiosas, se aprecia que lo que provoca generalmente disfunciones procede de los modelos universales de la religión oficial. Dichos modelos que surgen desde la centralidad del poder jerárquico generan nuevas situaciones que perturbaron el ya consolidado espacio devocional local. • La religión oficial proporcionó continuamente nuevos símbolos religiosos a las comunidades locales, todo ello provocado por un proceso de erosión y olvido o simplemente por una presencia sin continuidad que padecieron una vez instalados en las comunidades locales. Sin embargo, la apropiación local de las imágenes sagradas generó formas estratégicas (como por ejemplo las cofradías),


encaminadas a provocar las suficientes cimentaciones como para soportar el acoso del tiempo en la devoción. La perdurabilidad de las devociones hacia las imágenes religiosas de carácter universal, apropiadas por la comunidad local, es uno de las formas más efectivas de la religiosidad local. Ésta última no olvida a sus símbolos sagrados.

El caso de Manzanares el Real: devociones a lo largo del tiempo

Para este estudio, voy a analizar las manifestaciones religiosas de la población madrileña de Manzanares el Real desde el siglo XVI hasta en la actualidad, basándome en varias propuestas teóricas, que ya se apuntaron en la introducción y que se anuncian a continuación.

Situaciones y contextos religiosos en Manzanares el Real durante los siglos XVI y XVII.

El espacio religioso local de Manzanares el Real tuvo a finales del siglo XVI una dimensión marcadamente estratificada de los focos sagrados. El análisis de las mandas testamentarias permite valorar el devenir histórico de las imágenes religiosas preferidas de los feligreses y, por lo tanto, posibilita formalizar los diferentes niveles que existen en esta dimensión religiosa de los símbolos religiosos. Un primer nivel corresponde a las devociones locales. Sin embargo, este estado se ve dividido en dos partes diferenciadas. Empezaremos por la situación de las devociones en el seno de la iglesia parroquial. El silencio de las mandas testamentarias de los locales respecto a las imágenes religiosas ubicadas en dicho espacio durante el siglo XVI permite valorar el mínimo interés de los testadores locales hacia dichos símbolos. Con los datos comparados con otras poblaciones cercanas a Manzanares el Real, se puede adelantar las siguientes conclusiones:


Pocas personas se enterraron en el seno de la iglesia. De ahí las mínimas referencias a altares. En todos los datos documentales analizados coincide la preponderancia del altar mayor cuyo titular es el de la parroquia. En esta zona serrana, por lo tanto, el siglo XVI fue un periodo en el cual la iglesia no permitió un desarrollo de altares a la altura de la devoción de sus feligreses. Tampoco fue un espacio generalizado de enterramientos. Solamente los testamentarios ubicaron su lugar de sepultura en un espacio privilegiado de la iglesia parroquial como puede ser el altar mayor o bien creando su propio altar. El templo parroquial, pues, fue el lugar cementerial de unos pocos durante ese siglo. Los demás se enterraban en el cementerio ubicado generalmente fuera del recinto parroquial como así consta en la actualidad con la presencia de lápidas delante del pórtico de la iglesia. En el caso de Manzanares el Real, el altar mayor cuyo titular era Nuestra Señora de la Nava y el altar colateral de Nuestra Señora del Rosario aparecen con cierta frecuencia en las mandas testamentarias a partir de 1580. Este periodo inmediatamente post-tridentino reforzó el carácter centralizador de la iglesia parroquial con otros símbolos universales como el Santísimo Sacramento y la Veracruz, vinculados a la liturgia Pascual. La Iglesia oficial, institución marcadamente homogeneizadora de conductas religiosas, expresó la liturgia de sus símbolos en el recinto sagrado de la iglesia parroquial, con la exposición de imágenes universales activada ritualmente en periodos clave del tiempo litúrgico oficial. Frente al silencio de las mandas testamentarias en relación al panteón devocional local de la iglesia parroquial, existió una explícita devoción de los feligreses a seres sagrados titulares de ermitas del pueblo, expresada en numerosas referencias documentales. A finales del siglo XVI, existían las ermitas a los santos Sebastián, Silvestre y Ana, a la Virgen del Campo, del Vado y Peña Sacra. Se desconocen los motivos por los cuales se construyeron dichas ermitas en tiempos anteriores pero es muy probable que unos de sus motivos fuera la existencia en el pasado de un desastre natural o epidemia padecidos en el pueblo que obligó a las autoridades locales a solicitar la intercesión privilegiada de dichas advocaciones ante Dios, único responsable de las desgracias de los humanos. Las ermitas ubicadas extrarradio de la población crearon un nuevo espacio donde destacaron como fuertes y atractivos focos de devoción para los locales. Vincularon una imagen religiosa con un espacio concreto y una práctica ritual acorde con el


compromiso de la comunidad local por mantener firmes dichas formas devocionales. El espacio de las ermitas fue el de los santos especialistas y de la Virgen con advocaciones locales, fue el espacio de la religiosidad local, des-centralizado de la iglesia parroquial. La religión católica oficial ya ha sido definida aquí como el producto de una política centralizadora de la Institución eclesiástica. No solamente controlaba el flujo devocional hacia las imágenes religiosas ubicadas en la iglesia parroquial sino también las devociones extralocales donde podemos percibir un ascendente importante de su política. La religión oficial no se conforma por controlar el ámbito local, considerándolo el único pertinente para los feligreses. Más allá del espacio parroquial, existieron otros focos de atracción que debían ser compartidos devocionalmente con otras localidades. Esta configuración plural procuró atenuar la sensación de fragmentación localista de las imágenes religiosas ubicadas en ermitas, obligando a los feligreses a percibir una nueva dimensión religiosa del espacio que iba más allá de sus propios límites territoriales. Esta dimensión extra-parroquial no era muy extensa puesto que los focos de atracción devocional no superaban los 50 kilómetros, podían considerarse como una zona comarcal de devoción. Existieron dos estrategias para conseguir la atracción de los feligreses hacia dicho focos extra-locales. El primero correspondía al interés de los creyentes en rebajar el tiempo de permanencia en el purgatorio. Para ello, era necesario acudir a lugares donde existían “altares privilegiados”, agraciados por concesión papal con indulgencias plenarias para aquellos que celebraban misas en dichos lugares. Hemos hallado, por ejemplo, interés de los feligreses de Manzanares el Real en los altares privilegiados del monasterio de San Lorenzo de El Escorial entre los años 1590 y 1610. Este tipo de atracción no estaba basado en poderes milagrosos de una imagen religiosa sino en la gestión eclesiástica respecto al temor de los feligreses al más allá después de la muerte. La segunda estrategia se centró en el poder de atracción de una imagen religiosa, amparado y divulgado por determinados frailes, custodios de dicho culto. Fueron los casos de la imagen de san Antonio ubicada en el convento franciscano de La Cabrera y de la Virgen de Valverde del convento dominico de Fuencarral.


La dificultad de mantener constante en el tiempo la devoción hacia una imagen religiosa más allá de los límites parroquiales tenía que ser compensada por estrategias encaminadas en crear un espacio religioso que fuera lo menos artificial posible. Los focos religiosos de atracción comarcal de fieles solían estar controlados por órdenes religiosas. Dichos grupos religiosos no permitieron que los locales se apropiaran del culto de dichas imágenes. Éstas no estaban estrechamente vinculadas con la comunidad local pero sí con los exclusivos poderes milagrosos de dichas imágenes que eran permanentemente exportados por el celo misionero de los frailes custodios del santuario. A pesar de esta intensa campaña de difusión, este espacio religioso extra-parroquial fue sumamente aleatorio, sujeto a contratiempos y modas pasajeras. La propia Virgen de Valverde será prácticamente olvidada por los feligreses de Manzanares el Real unos 50 años después de la creación del convento al igual que la imagen del Cristo del convento capuchino de El Pardo y del Cristo del convento de Rivas. Solamente san Antonio de La Cabrera se mantuvo presente gracias a una estrategia que posibilitó su perdurabilidad devocional. Consistió en crear una red expansiva de nuevos conventos que multiplicó la atracción a su imagen. Desde La Cabrera se dejó en manos de los franciscanos de Colmenar Viejo, a partir de 1630, la labor misionera cotidiana que convirtió a san Antonio de La Cabrera en una imagen religiosa con atractivo a lo largo del tiempo.

Los diferentes espacios devocionales de la parroquia de Manzanares el Real Esta población construyó su espacio religioso en torno a focos sagrados desde sus inicios como parroquia. El espacio primero fue la iglesia parroquial que ejerció desde sus inicios una fuerza centrípeta de gran intensidad. En ella iban los feligreses a bautizar a sus hijos, a casarse, a enterrar sus muertos, a rezar, a oír misas y recibir los sacramentos pero también a venerar a sus imágenes religiosas ubicadas en su seno. El silencio de las mandas testamentarias durante el siglo XVI sobre referencias a altares es revelador de una situación de total control de la institución eclesiástica respecto a dicha imágenes. Se hacen muy pocas referencias a ellas y las existentes eran representaciones de las figuras universales del mundo religioso católico.


Después de los estragos sufridos por la peste de 1599 en Manzanares el Real, la respuesta eclesiástica a dicha pandemia considerada como castigo divino fue la de multiplicar la presencia de imágenes sagradas para la devoción de sus feligreses. El Cristo del Sepulcro, san Roque, y algo más tarde, la Virgen de la Soledad y el santo Cristo crearon una nueva dimensión devocional y litúrgica en el seno de la iglesia parroquial. El ciclo pascual, así mismo, se vio cualitativamente aumentado con la introducción de dichas nuevas incorporaciones. Las mandas testamentarias, sin embargo, testimonian un aspecto importante que tiene que ver con la permanencia de los cultos a lo largo del tiempo. Las imágenes universales cuya devoción estuvo controlada directamente por el clero no perduraron. Penetraron en el ámbito devocional local con gran fuerza pero no se mantuvieron a lo largo de los años. Fueron imágenes cuya devoción estuvo sujeta a los tiempos históricos y a sus contextos de modas pasajeras.

La aportación de las cofradías en el mantenimiento de los cultos La creación de una cofradía para rendir culto a una determinada imagen religiosa fue un elemento clave de la apuesta de la institución eclesiástica para mantener vivo dicho culto. La Iglesia proporcionó a sus feligreses la posibilidad de crear cofradías controladas directamente por el clero. Fue una respuesta institucional a los cabildos existentes en las poblaciones desde tiempos pasados. A diferencia del estudio realizado por M.C. Gerbet sobre las cofradías de Cáceres, en Manzanares el Real, al igual que en Colmenar Viejo y otras poblaciones cercanas, poseía un territorio devocional desde al menos el siglo XV caracterizado por la presencia de cabildos de carácter abierto, centrados en perpetuar el culto a imágenes religiosas ubicadas en ermitas extraradio de la población. Cada año, entre el clero y el concejo, elegían a uno o dos mayordomos entre los feligreses con la misión de encargarse de controlar los ingresos y gastos generados por el culto a titulares de las ermitas así como de organizar y controlar los rituales que se realizaban anualmente. El carácter abierto del cabildo era un elemento importante ya que se le consideraba una devoción comunitaria con la posibilidad de que cualquier feligrés pudiera participar en su organización.


Ante esta situación, el clero prefirió apostar por un tipo de asociación religiosa cuyas características organizativas estuvieran plenamente controladas por la institución. Así surgieron cofradías cuyos estatutos tenían que ser aprobados por el Arzobispado de Toledo para ser sujetas a norma eclesiástica. Se fundaron en Manzanares el Real las cofradías del santísimo Sacramento, de la Veracruz y más tarde del Cristo del Sepulcro con importante relevancia ritual el jueves y viernes Santos, además durante el Corpus Christi. Dichas cofradías se organizaron según un nuevo concepto de disciplina interna, desconocido hasta el momento. El clero pretendió reorientar las diferentes actividades rituales de los viejos cabildos locales hacia un nuevo centro litúrgico realzado: la iglesia parroquial. Era preciso fomentar cofradías cuyo lugar operativo fuera la iglesia parroquial. Así mismo, la institución eclesiástica propuso la creación de cofradías cerradas con un número limitado de hermanos. A diferencia de los cabildos de carácter abierto, las cofradías cerradas permitieron afianzar un modelo ritual controlado por el clero. Por una parte, las cofradías remodelaron un espacio religioso considerado demasiado centrífugo para poder reorientar desde el centro importantes celebraciones rituales. Por otra parte, las cofradías de carácter cerrado supusieron una ruptura con los cabildos de tipo abierto. Las imágenes sagradas universales estuvieron sujetas a variaciones devocionales de cierta importancia. Para poder evitar esta aleatoriedad pertinente, el clero apostó por cofradías cerradas que intentaron evitar dicha variabilidad devocional. El carácter cerrado de estas cofradías permitió mantener el culto necesario mediante ingresos constantes que posibilitaron sustentar con garantía su devoción. Esta nueva política eclesiástica respecto a las manifestaciones comunitarias locales consiguió deteriorar un cierto equilibrio que se había mantenido desde tiempos pasados. A lo largo del siglo XVII, desaparecieron físicamente las ermitas de san Sebastián, santa Ana nuestra Señora del Vado, san Silvestre y algo más tarde la de Nuestra Señora del Campo, eliminando de cuajo sus procesiones colectivas que surcaban los caminos del territorio local. Solamente se mantuvo presente la ermita de la Virgen de Peña Sacra. Los últimos años del siglo XVII fueron testigos de una nueva configuración del espacio religioso de Manzanares el Real. Ante las


nuevas tendencias centrípetas que hacían de la iglesia parroquial el epicentro de los rituales religiosos en detrimento de la desaparición de los focos religiosos descentralizados de las ermitas, nos hallamos ante una situación diferente. La iglesia parroquial se convirtió en el centro de un nuevo espacio devocional con la única presencia de la ermita de la Virgen de Peña Sacra, alejada del centro pero íntimamente relacionado con él. El estudio de las cuentas de la ermita de la Virgen de Peña Sacra es revelador de esta reacción entre centro y periferia. En efecto, entre 1589 y 1606, sus ingresos y gastos eran muy similares a las de las demás ermitas del pueblo. Su tipología era la siguiente:

Ingresos Remanente del balance del año Rentas de dos censos (alquileres) Limosnas Mandas testamentarias Y en relación a los gastos: Gastos Pago de derechos parroquiales Arreglos de la ermita Los ingresos dependían de un factor aleatorio, las limosnas y las mandas testamentarias. No existían cuotas fijas y permanentes sino se imponía la variabilidad de la devoción local. Y en cuanto a los gastos, no se reflejó un interés por incrementar lo que pudiera estar relacionado con la propia festividad de la Virgen. A partir de 1662 hasta 1707, se introdujeron algunos cambios que hacen pensar en un aumento de la importancia de dicha imagen entre los feligreses y comarcanos. En las partidas de ingresos, se añadieron los siguientes conceptos:

Ingresos Limosnas por llevar las andas de la Virgen el 2º día de la fiesta


Limosnas por llevar a la Imagen en su ermita el 3º día de la fiesta Limosnas entregadas en una caja Limosnas por llevar el palio, el estandarte y el pendón En las últimas cuentas anteriores a 1707 se nos habla de devotos comarcanos (de Colmenar Viejo, Chozas de la Sierra, Miraflores de la Sierra, Fuencarral, Madrid…) que se acercaban a la festividad de la Virgen y entregaban limosnas en trigo, carneros y dinero a la Virgen.

Gastos Derechos de procesión al cura y sacristán Dinero al ermitaño para la lámpara de la Virgen Tablado para las comedias y fiestas que se hacen en la villa en honor a la Virgen Lámparas de la Virgen que se gastan en Madrid Todo nos hace pensar en una intensidad de los rituales durante la festividad de la Virgen que se reflejó en un aumento considerable de sus ingresos. La festividad tomó mayor importancia que en tiempos pasados. Dicha relevancia nos hace pensar que estamos en presencia, en dichos años, del proceso de creación del culto de la Virgen de Peña Sacra en patrona de la localidad. El símbolo universal de la Virgen María pero con el calificativo de Peña Sacra que tiene más bien connotaciones específicas, quedó apropiado por los locales cuando se pretendió convertir su culto en patrona de la localidad. En efecto, el proceso de patronazgo de una imagen religiosa está relacionado con la vinculación de un símbolo sagrado de carácter universal con características estrictamente locales mediante su apropiación. En el nuevo espacio religioso local que resultó de las transformaciones sufridas durante el siglo XVII, la religiosidad local necesitaba un contrapunto formal que se adecuara al dispositivo creado por la Iglesia, un compromiso a dos bandas en la que cada parte reconocía su ámbito y su participación.

Suspensión de patronazgo local y apropiación extra-local


A finales del siglo XVII y primeros del siglo XVIII fue años testigos de un nuevo proceso en el panorama devocional de las localidades de la sierra. El espacio religioso se ve enriquecido por un nuevo foco de atracción, la imagen patronal. En muchos casos, se refiere a la Virgen María, como en Colmenar viejo como Virgen de los Remedios, Virgen del Espinar en Guadalix de la Sierra. Se convierten en patronas de sus respectivas localidades en una posición inmejorable como intermediaria privilegiada ante Dios. En el caso de Manzanares el Real, todo se vio truncado en esos años. En 1707, en el libro de cuentas de la ermita, ya no aparecen reflejadas el estado de las cuentas. En 1747, el visitador eclesiástico confirmaba esa fecha y al preguntar al cura esta ausencia de cuentas, éste respondió: “haberle sido muy difícil el practicar diligencia alguna sobre este asunto por haber sido los mayordomos de esta ermita forasteros y ignoróse quienes lo habían sido en algunos años. Y respeto a la congregación, la que se compone de diversos vecinos de la villa de Madrid…”. Este documento nos habla de una congregación de Madrid que a partir de 1707 se hace cargo de los cuentas de la ermita de la Virgen. Ya en 1683, existieron intentos para llegar a esta situación de apropiación. Las ordenanzas de la hermandad madrileña de la Virgen de Peña Sacra revelan que en dicha fecha ya se elaboraron y aprobaron sus primeras reglas. Pero se reconoce más tarde, en 1723, “se hicieron otras arreglándose a ellas en lo principal pero añadiendo o quitando lo que fuese conveniente…”. Este mismo documento revela que existieron dos intentos antes del definitivo de 1723. El primero en 1683 y el segundo en 1734 aunque el germen del interés por extraños a esta localidad por apropiarse del culto a la Virgen ya parece proceder desde mediados del siglo XVII cuando acudían desde Madrid devotos a la Virgen. ¿Quiénes eran estos congregantes madrileños? Lo único que se puede decir es que eran laicos y como dicen los documentos “personas notables de la villa de Madrid”. Los varios intentos para constituirse en hermandad oficial y poder realizar sus actividades reflejan ciertas dificultades para asentarse y parecen vinculadas a ciertos problemas para introducirse en Manzanares el Real. Dichos intentos estuvieron vinculados, en primer lugar, con el convento de san Felipe el Real y más tarde con el de la santísima Trinidad Calzada de Madrid.

Patronazgo conventual de Madrid


Una hermandad necesita de una imagen religiosa para poder celebrar sus fiestas. En el caso de una ciudad como Madrid, además de las diferentes parroquias, los conventos se atribuyeron este privilegio de proporcionar imágenes sagradas a diferentes grupos sociales de la capital. Pero todo tiene un límite entre las imágenes existentes y las necesidades grupales por conseguir una imagen para su culto, un colapso entre necesidad de crear cofradías y disponibilidad de imágenes para ello. El convento de san Felipe el Real admitía en su seno tres tipos de cofradías. En el primer caso, la imagen religiosa se halla en la iglesia del convento pero sin culto colectivo. En un momento determinado, se crea una cofradía que se hace cargo de su cuidado así como de celebrar su festividad. Por ejemplo, a mediados del siglo XVIII, dicho convento se hizo con una imagen de santa Rita ya que consideraron que había mucha devoción en Madrid a dicha santa que ya tenía imágenes propias en otros conventos de la capital. El segundo caso se centra en las motivaciones de un grupo determinado de personas que pretende establecer y fundar una hermandad con una imagen religiosa determinada. Sería el caso de los indianos mexicanos residentes en Madrid que tenían devoción a la Virgen de Guadalupe de México y Santiago respectivamente. Finalmente, el tercer tipo se centraría en el caso de una hermandad ya consolidada que solicita su ingreso en el convento para poder realizar sus actividades. Solían proceder de otros conventos, parroquias o colegios imperiales, lugares habituales de sede de cofradías. Sin embargo, estos tres tipos de cofradías que existieron en el seno del convento de san Felipe el Real debían estar sujetos a unas idénticas reglas que dictaba el órgano rector del convento y eran las siguientes: • El convento proporcionaba a la hermandad solicitante una capilla o un altar para colocar a su imagen. • La hermandad estaba obligada de celebrar tres días antes de su propia festividad una misa cantada en el convento, pagando por ello. • El convento dejaba el altar y su púlpito correspondiente a la disposición de la hermandad para sus necesidades litúrgicas. • El convento prestaba todo su apoyo para que la festividad de la cofradía salga lo más beneficiada posible. • El convento proporcionaba a la cofradía un lugar adecuado para celebrar sus reuniones.


• El convento obligaba a la cofradía que celebrara tres misas al año, pagando por dicho servicio. • La cofradía se comprometía a entregar al convento 300 reales para sufragar los gastos derivados de la fiesta de la cofradía más 220 reales durante el resto del año. • Si no se cumplen estos requisitos el convento podía expulsar a la cofradía.

De estas normas, destacaremos la primera de esta lista. Según la misma, se entiende que la cofradía poseía su propia imagen, lo que no era el caso de la hermandad madrileña de la Virgen de Peña Sacra. Era imprescindible que una cofradía se organizara en torno al culto de una imagen. Por ello la imagen religiosa era un referente imprescindible para que existiera una cofradía. La necesidad de formar parte de un grupo de devoción y culto como elemento básico de la sociabilidad grupal era tan importante que podía provocar la necesidad de poseer su propia imagen religiosa cuya producción estaba controlada en exclusiva por la Iglesia. Esta necesidad asociativa que podía existir en función de los intereses propios de un determinado grupo (su peculiar idiosincrasia, la competencia interesada con otros grupos, rendir culto a una imagen con fuerte atracción devocional etc…) debía necesariamente unir su destino con una imagen religiosa. Y cuanto más poderoso era el grupo de individuos con necesidad de asociarse (así era el grupo fundador de Madrid de la hermandad de la Virgen de Peña Sacra), más se necesitaba una imagen religiosa potente y atractiva. Dicha necesidad hizo que se buscaran imágenes religiosas atractivas en Madrid y si no las hubiera (lo que parece que así ocurriera debido a la gran competencia existente), se buscó en otros lugares cercanos a la capital imágenes religiosas que tuvieran cierta relevancia. La necesidad de buscar imágenes religiosas atractivas fuera de la capital, como consecuencia de la competencia existente entre hermandades y grupos sociales determinados en busca de reconocimiento social, tuvo un antecedente en esta parte de la sierra. Según el cura párroco de Hoyo de Manzanares, en 1786, la imagen de la Virgen del Hoyo “ha sido bastante célebre y de mucha devoción para los pueblos comarcanos, singularmente en el siglo pasado y hasta cerca de la mitad de éste. En Madrid, se erigió una congregación o cofradía compuesta de muchos vecinos y algunos de ellos muy distinguidos y títulos de Castilla que venían todos los años a rendirle


religiosos cultos el domingo después de la Natividad de Nuestra Señora (…). Tiene muy buenas alhajas de plata, oro, vestidos de la Virgen e iglesia de los que la mayor parte son donaciones hechas a dicha imagen y se han apropiado los congregantes y no sé a que título (...). Más de treinta años ha que no vienen a celebrar la fiesta como estaban obligados por sus constituciones (…). En fin esta santa Imagen no percibe utilidad alguna de los fondos que tiene, ni se sabe en qué se invierten (…). A cargo de la congregación está el cumplimiento de una memoria de una misa rezada cada año que se ha de celebrar el día de la fiesta en el altar de Nuestra Señora (…) que aparece cumplida solo hasta el año de 1754 y de contribuir anualmente al mayordomo de iglesia con 48 reales para invertirlos en cera que arda en dicho altar lo que nunca se ha cumplido”. Destacaremos del texto anterior dos aspectos importantes. El primero es que el culto de la Virgen del Hoyo era importante en la comarca y en segundo lugar, los cofrades de Madrid eran personas ilustres y principales, dos condicionantes que se analizaron anteriormente como prioritarios para entender la apropiación de imágenes religiosas en el siglo XVII en Madrid. Además, la apropiación de un símbolo religioso local por parte de una hermandad de Madrid no implicó, en el caso anterior de la Virgen del Hoyo, su hurto sino el control de su ritual y reorientar los ingresos generados hacia las arcas de la congregación.

Las incidencias de la apropiación En el caso de la hermandad de la Virgen de Peña Sacra, sus ordenanzas aclaran sus objetivos: “Asistir a su ermita con aceite para la lámpara que continuamente está ardiendo, cera, ornamentos y vestidos con todo lo demás necesario para el culto de Nuestra Señora, reparar la ermita y casa hospicio que a expensas de dicha congregación se ha fabricado así para albergue de los ermitaños como para las demás personas que van a visitar dicha santa Imagen…”. Esta congregación pretendió controlar todas las actividades que generaban el cuidado del ritual: estar presentes en sus festividades, proporcionar todos los elementos necesarios para su culto y cuidar además del descanso de sus devotos madrileños. Según su primera ordenanza, todas las reuniones de la hermandad se han de celebrar en el convento de san Felipe el Real, cumpliéndose de esta forma las normativas al respecto como vimos anteriormente. Por otra parte, todas las reuniones debían estar presididas por un crucifijo o la imagen de la


Virgen de Peña Sacra. El deseo de los cofrades por tener la imagen a su disposición no parece haber sido una realidad ya que el estudio de los libros de consulta de dicho convento no indica la presencia de esta imagen ni de esta cofradía en dicho lugar. En su ordenanza nº 13, se dice que todos los hermanos han de desplazarse a Manzanares el Real para asistir al culto y procesiones de la Virgen. Consistía en bajar a la imagen desde su ermita en procesión y colocarla en la iglesia parroquial el domingo de la Pascua de Espíritu Santo, celebrando una misa cantada. Todos los congregantes, por la noche, tenían que cantar una salve en la iglesia con velas encendidas y al día siguiente, el lunes, celebrar otra misa cantada en la iglesia con una procesión posterior por las calles del pueblo. Finalmente el martes, de madrugada, devolvían la imagen a su ermita donde se celebraba la última misa, en honor a todos los hermanos y volver a continuación a Madrid. Podemos comprobar que en todos estos rituales los congregantes de Madrid eran los que se comprometían directamente en recoger a la imagen y procesionar con ella, excluyendo en ello a los demás devotos locales. En relación a la ordenanza nº 18, se estipula que, a expensas de sus beneficios, se construyera una casa hospicio pegada a la ermita para cobijar a los congregantes de la capital. Para sufragar dicha obra, se instalaron cepos en la ermita y diferentes lugares de Madrid para recoger limosnas que les permitiera edificar un lugar de descanso para los devotos madrileños. Sus necesidades particulares cambiaron la fisionomía de la primitiva ermita. La necesidad que tuvo esta hermandad de Madrid del siglo XVIII por poseer una imagen religiosa con suficiente atracción devocional y poder con ello competir con otras congregaciones así como cumpliendo con las normas dictadas por el convento que le permitiera ubicarse en un lugar adecuado para celebrar sus cultos, todo ello condicionó el modelo de apropiación del culto a la Virgen de Peña Sacra. En relación al anterior caso de apropiación, la de la Virgen del Hoyo, se repitió una serie de conductas como las del desplazamiento de los devotos locales como especialista del ritual, mantener y reformar las condiciones materiales del culto, controlar sus ingresos etc… pero diferenciándose por cambiar los tiempos rituales en función de sus necesidades así como apartar al cura párroco con la presencia de sus propios sacerdotes. El visitador eclesiástico nunca controló las cuentas de dicha hermandad madrileña, siempre ausentes cuando se hallaba en la iglesia del pueblo para revisar cuentas.


Accidente y crisis En 1769, celebrando la festividad de la Virgen en la localidad, debido a un accidente fortuito, se quemó la iglesia parroquial. Según los informes, un altarero a sueldo de la hermandad perdió el control de las velas y todo prendió fuego. Al final del incendio, la iglesia estaba sin torre, techumbre ni imágenes. El ánimo de los feligreses estaba por los suelos ante esta desgracia mientras el cura reclamó a la hermandad financiar la reconstrucción el templo. No fue así y su reforma definitiva tuvo que realizarse con el dinero de la parroquia y de los feligreses sin participación de la hermandad madrileña. El declive quedó patente en el informe realizado por el cura párroco de Manzanares el Real en 1784: “La imagen que existe en dicha ermita no es la original, unos dicen que la original se quemó cuando sucedió el incendio de esta parroquia, estando celebrando la fiesta de esta santa Imagen. Otros son de sentir que la original es la que tienen los congregantes (que aunque pocos) existen en Madrid”. Los pocos cofrades madrileños después del accidente testimoniaron la muerte de esta hermandad mientras que la sensación local ante el incendio y pérdida de la imagen original se centraba en una acusación manifiesta de robo.

Nuevos patronazgos Los feligreses de Manzanares el Real se quedaron, desde mediados del siglo XVII hasta mediados del siglo siguiente, sin la posibilidad de convertir a la Virgen de Peña Sacra en su imagen patronal, en la preferida de todas las existentes como así lo deseaban. Ante esta imposibilidad provocada por la apropiación de la hermandad de Madrid de su culto, los locales tuvieron que dirigir su mirada hacia otra imagen para convertirla en patrona de la localidad. Las mandas testamentarias son testigo, de nuevo, del auge devocional hacia la imagen del Santo Cristo, imagen relacionada con la Pasión y sacada en procesión por la cofradía de la Veracruz en Semana Santa. Como afirma W. Christian, en esos años también hubo apropiación local de imágenes universales de Cristo. En el caso de Manzanares el Real, fue una necesidad surgida por la imposibilidad de contar con la Virgen de Peña Sacra. Se mantuvo su culto Pascual pero se le aumentó con tres días de culto en septiembre, a una imagen con una advocación añadida. Según informe del cura párroco de 1899, “El santo Cristo de la nave es de especial devoción


para el pueblo que por su hermandad a la que pertenece la mayoría de los feligreses. Le consagran todos los años una función religiosa. Empieza ésta el día 13 de septiembre con vísperas cantadas, el día 14 con misa solemne, procesión y sermón, vísperas en la forma del día anterior y misa y procesión de la misma manera que el día 15 que termina”. El Cristo de la Nave se convirtió, durante el siglo XIX, en la imagen patrona de la localidad, imagen ubicada en la iglesia parroquial, en el centro del espacio religioso local a diferencia de la Virgen de Peña Sacra en su ermita.

Imágenes patronales, dualidad ritual y complementación de género. La devoción actual en Manzanares el Real.

“La Virgen de Peña Sacra a la que todos los fieles de la villa tributan el homenaje de su especial devoción costeada por la cofradía de hermanas a la que pertenecen la mayoría de las feligresas. Se dedica todos los años a una función religiosas en la pascua de Pentecostés. El sábado por la tarde se conduce procesionalmente la vendida Imagen a la iglesia parroquial donde se cantan vísperas con la mejor solemnidad posible. Al día siguiente, misa solemne, sermón y procesión con vísperas por la tarde. El lunes de Pascua por la mañana temprano con acompañamiento del vecindario y de muchos forasteros que subastan los brazos de las andas por llevar la Imagen, se lleva a la ermita. A la salida del pueblo, se coloca en su sitio destinado al efecto y el párroco dirige una corta exhortación al pueblo y una plegaria a la Santísima Virgen que todos arrodillados oyen con emoción y religioso fervor. En la ermita se canta la misa y por la tarde después de rezar el Santo Rosario vuelven todos a sus hogares”. Esta información del siglo XIX se parece mucho a lo que actualmente se celebra en dichas fiestas. Pero con la salvedad de que el cura nos habla de una cofradía compuesta por hermanas solamente que son la mayoría de las feligresas del pueblo. Es decir que todas las mujeres se convirtieron en especialistas encargadas del culto a la Virgen. Dicho informe relaciona dicha cofradía pero no existe ningún documento que acredite tal condición como hermandad legalizada por el Arzobispado (solamente desde hace unos 15 años hay constancia de un libro


de actas), no existe rotación de cargos etc… Esta cofradía se caracteriza más bien, tal como dicen los informantes, por su función especializada de los pormenores del culto a la Virgen durante los días de su fiesta. Todo ello estaba canalizado y controlado por unas mujeres (siempre de las mayores). Pero esta situación cambió a finales de los años 70. Hasta dicha fecha, la organización interna de la hermandad se componía de una secretaria, una tesorera, una cajera y una camarera. Estas cuatro mujeres controlaban la hermandad. No había renovación de cargos sino que eran puestos vitalicios. Cuando fallecía una de ellas, elegían a su sucesora sin hacer participar a las demás hermanas. Esta jerarquía interna basada en una gran experiencia en los preparativos del culto de la Virgen se estrechaba en su parte más elevada en torno a dichas cuatro mujeres. Las demás hermanas respetaban sus decisiones porque se basaban exclusivamente en la experiencia acumulada. Esta diminuta cúpula de mujeres mayores fue la mejor garantía de perpetuación de una tradición, de unas prácticas religiosas y de unos cultos especializados a la Virgen de Peña Sacra. Entre las cuatro, repartían las tareas a las demás, eran las únicas personas en poder vestir a la imagen de la Virgen en su ermita, la víspera de las fiestas, excluyendo a todas las demás. Solo ellas tenían una llave de la caja donde se depositaba el dinero de las limosnas. Ellas mismas hacían las cuentas y se las entregaban al cura párroco. Igualmente, la secretaria cobraba los recibos de las hermanas unas semanas antes de la fiesta y las demás de dicha “directiva” controlaban las cantidades de dinero que se entregaban durante las diferentes pujas. Tanto los ingresos como los gastos que controlaban estas mujeres demostraron que la festividad de la Virgen era el epicentro donde convergían todas las transacciones económicas generadas por su devoción. Solamente existían dos tipos de ingresos: los generados por las cuotas anuales que siempre fueron de pequeñas cantidades (1.000 pesetas al año en esos años) y las que corresponden a las limosnas que se entregaban sobre todo durante la festividad de la Virgen. Y en cuanto a los gastos, en un pasado no muy lejano se dedicaban en pagar a la orquesta que tocaba el lunes de la “función”. Los músicos forasteros dormían y comían en casas de varias hermanas, turnándose cada año para acogerlos en un intento de rebajar los gastos de la hermandad. En cuanto a su estructura interna, la hermandad aceptaba a todas las mujeres de la localidad con devoción a la Virgen con la condición de estar casadas, quedando excluidos todos los varones y las mujeres solteras.


La devoción a la Virgen de Peña Sacra mediatizó toda una vida de mujer de Manzanares el Real. Su presencia era permanente durante todas las etapas de su ciclo de vida, siendo el momento más importante durante el paso a mujer adulta, con responsabilidades, es decir una mujer casada. A partir de ese momento, de su nuevo status social adquirido, se podía convertir en una especialista ritual al ingresar en la hermandad. Ya desde niña, cuando las pandillas se formaban para los juegos infantiles, unos de los más peculiares era alejarse un poco de la población y una vez cerca de una piedra que tenía forma de pie y llamada “el pie de la Virgen”, (ver mapa) colocaban flores en el suelo delante de dicha piedra, ubicada así mismo cerca de la llamada piedra de la Virgen, lugar apropiado donde la imagen de la Virgen descansa antes de entrar y salir de la localidad en las procesiones entre la iglesia y la ermita. A partir de los 15 años, la joven podía ingresar en una asociación de mujeres solteras, las Hijas de María con devoción a la Inmaculada Concepción. Este culto mariano fue fuertemente impulsado desde la Iglesia a partir de finales del siglo XIX para fomentar el culto a María entre las jóvenes generaciones. Dichas jóvenes tenían que prepararse para la vida activa de feligresa, barriendo la iglesia, preparando altares en vísperas de festividades, velar al Santísimo Sacramento el Jueves Santo con los hermanos del Cristo de la Nava… El carácter oficial de este culto a una imagen universal implicaba un fuerte control de esta asociación de mujeres laicas entorno a los símbolos dominantes de la Iglesia oficial. Se realzaba el polo normativo del símbolo sagrado. Pero el contexto local impregnaba a esta asociación un carácter emocional y propio. Las Hijas de María estaban tan vinculadas con la hermandad de Peña Sacra como una hija con su madre. El polo orectico del símbolo religioso universal estaba entrelazado mediante un engranaje generacional que preparaba, al mismo tiempo que una buena Hija de María, una futura buena hermana de la hermandad de la Virgen de Peña Sacra. El otro grupo excluido de esta hermandad era el de los hombres. Sin embargo, son los encargados de proporcionar hermanos a la cofradía del santo Cristo de la Nave. Solamente los hombres casados podían pagar su cuota y ser miembro de pleno derecho. Ya hemos comentado que dicha imagen se considera patrona de la villa y a su cargo se halla esta congregación. A diferencia de la hermandad de Peña Sacra, la del Cristo de la Nave se considera protagonista de dos acontecimientos rituales. El primero de ellos se refiere al cuidado de los hermanos respecto a los preparativos de Semana santa y Corpus Christi como es velar al Santísimo el Jueves y Viernes Santo,


acompañar a Cristo en procesión el Viernes Santo, llevar el palio en la procesión del Corpus. Se incluye el cuidado hacia los hermanos enfermos y todo lo relativo a la defunción de los cofrades y sus familiares directos. Los hermanos de Cristo de la Nave eran y son unos especialistas locales de los rituales de la muerte. Cuando fallece un hermano, a su mujer o sus hijos menores de edad (el hijo casado se convierte en nuevo hermano) se les acompaña desde su casa hasta el cementerio, celebrando una misa de cuerpo presente en la iglesia parroquial y asistir a su entierro. Dichas actividades entroncan con las antiguas cofradías del Santísimo Sacramento y de la Veracruz tales como existían en Manzanares el Real desde el siglo XVI. Sin embargo, con su paulatina decadencia y desaparición total, dicha hermandad del Cristo de la Nave asumió estas competencias específicas. Pero también las correspondientes a la festividad del Cristo de la Nave. Una semana antes del 14 de septiembre, celebran una junta donde se eligen los cargos que van a desempeñar sus funciones para la fiesta. Son un presidente, un tesorero y un secretario. Esta organización corresponde a una etapa reciente de su historia ya que en el pasado, al igual que la Virgen de Peña Sacra, no existía una hermandad controlada por el Arzobispado. Los cargos anuales actuales están estipulados por ordenanzas desde 1943 para evitar malas prácticas anteriores. En el pasado, las mismas personas se mantenían en el cargo durante toda su vida, convirtiéndose en hermanos especialistas. Las funciones del presidente se centraban en elaborar la lista de hermanos que debían asistir al velatorio del santísimo, nombraba a los hermanos que consolaban al enfermo y “levantaban” al cofrade difunto, acompañándole hasta el cementerio. Actualmente ya no ejerce tales funciones. El tesorero se encarga de hacer las cuentas de los ingresos y gastos de la hermandad, entregando el dinero al banco con la supervisión del cura párroco. Y el secretario prepara las listas de los hermanos para el pago de las cuotas anuales. En cuanto a los ingresos y gastos de dicha hermandad, se observa que los ingresos generados procedían de dos ámbitos: de las cuotas de hermanos y de las pujas de la fiesta aunque en la actualidad solo proceden de limosnas. En cuanto a los gastos, no todo se va en sufragar los generados por la festividad del Cristo. También existen gastos relacionados con aspectos concretos como especialistas en entierros y funerales. Este carácter especialista marca el propio ritual de la festividad del Cristo de la Nave ya que en su finalización, después de la misa mayor, se realizan los pagos de las cuotas anuales en los soportales de la iglesia parroquial.


La condición para ser hermano, hasta hace unos 10 años, era la de estar casado al igual que la hermandad de la Virgen. El carácter adulto y masculino confirma el protagonismo de un grupo de edad de la localidad como especialistas en rituales religiosos y gestores en preparativos mortuorios. A finales de la década de los años 70 del siglo pasado, las dos hermandades sufrieron cambios drásticos. El nuevo cura párroco fue el detonante de esta situación, eliminando las diferentes pujas que se realizaban en las procesiones. Mermó una fuente de ingresos importante para dichas cofradías dejando como ingresos las cuotas de hermanos y las siempre fluctuantes limosnas. También hubo cambios en la organización interna. La del Cristo sufrió reorganizaciones de sus ordenanzas en 1943 y 1970 cuya base habían sido las de la Veracruz, haciendo hincapié en la rotación de cargos. La tradicional cúpula de la hermandad de la Virgen se vino abajo con las nuevas reformas que obligaron a respetar cambios en los cargos directivos. Ya no era tampoco imprescindible estar casado o casada para poder entrar a formar parte de las dos cofradías. El reclutamiento tradicional por exclusión quedaba apartado y era substituido por otro basado en la apertura y abierto a todos los vecinos. Todos los años, por Pascua de Pentecostés, se celebra la festividad de la Virgen de Peña Sacra. Unos pocos días antes de la baja de la Virgen desde su ermita al pueblo, unas cuantas hermanas suben a vestir a la imagen. Este preparativo había sido función exclusiva de la cúpula tradicional. Dichas cuatro mujeres mayores vestían a la Virgen con el mayor secreto posible, a puerta cerrada, excluyendo a todas las demás. Este monopolio preparativo se veía reafirmado cuando el primer día de la fiesta, solamente dichas cuatro hermanas bajaban a la Virgen en andas. Entregaban, eso sí, la imagen al resto de la población que espera a las afueras de la villa, cerca de la piedra llamada de la Virgen. Actualmente, el acto de bajar la imagen estaba acompañada por unas 15 personas. El sábado de dicha festividad, al bajar la imagen, se van añadiendo personas a la pequeña comitiva con múltiples paradas y acompañada de la presidenta de la hermandad con una caja donde los devotos depositan sus limosnas. Una vez entrando en las urbanizaciones periféricas, se realiza la primera parada a petición de una devota que entrega una limosna delante de su casa. Al acercarse a la piedra de la Virgen, cuatro mujeres cogen los brazos de las andas con cierta determinación, lo cual demostró que estaban cumpliendo una promesa según me corroboraron los informantes. Sobre su piedra, la Virgen es recibida por la población y el cura pronuncia unas palabras de


bienvenida. Acto seguido, se llevan las mujeres la imagen en procesión hacia la iglesia parroquial. Al segundo día, el domingo, se celebra una procesión por las calles del pueblo, después de misa mayor, mediante el mismo recorrido que se hace con la procesión del Cristo de la Nave. Y finalmente, el lunes de dicha Pascua, se llevan a la Virgen a la piedra, a media mañana, donde se la despide. La vuelta a la ermita se realiza por el mismo camino que la bajada de su ermita, con la diferencia que, al subir, la Virgen está acompañada por muchas personas de ambos sexos, con mayores muestras exteriorizadas de devoción como el ir andando descalzas o coger las andas. Se realiza, también una parada delante el molino, cantando la salve de la Virgen tal como lo tenían solicitado los antiguos molineros. Una vez instalada en su ermita, se celebra una misa con la presencia de la Virgen y desde hace algunos años se celebran igualmente unos bautizos. Al finalizar el acto, cerca de las 14 horas, la gente vuelve a bajar al prado donde se celebra la comida campestre. Finalmente, a partir de media tarde, se oficia en la ermita una última misa con rosario e himnos a la Virgen. Estos recorridos procesionales vincula la Virgen, ubicada en los límites periféricos de la localidad, con su comunidad. La presencia de la imagen entre los feligreses se debe a un grupo de mujeres, cada vez mayor, participando en la bajada de la Virgen. Este proceso festivo de tres días tiene pautado los diferentes momentos en los que el clero, la comunidad y los especialistas rituales poseen su espacio y tiempo controlados. El segundo día siempre ha sido considerado por el clero como el más importante de la fiesta, celebrándose la misa mayor en la iglesia parroquial. En contraposición, el primer y tercer día vinculan la imagen con su comunidad sin mediación aparente del párroco. Apreciamos, pues, la interrelación entre dos maneras de participar en actos religiosos, los centrales controlados directamente por el clero donde los feligreses tienen una posición secundaria y los momentos más periféricos en los cuales la posición del clero queda desdibujado e incluso ausente, ocupando un lugar preponderante los especialistas laicos y locales de la hermandad.



BIBLIOGRAFÍA:

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ARCHIVOS CONSULTADOS: • Archivo Diocesano de Toledo • Archivo Diocesano de Madrid



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