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EL MATADERO MUNICIPAL Y la plaza de ferias de bogotá 1924-1934 Resignificación de espacios y memoria urbana Biblioteca Central Ramón Eduardo D’Luyz Nieto
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CARLOS ARTURO REINA RODRÍGUEZ
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Doctor en Historia énfasis en historia cultural de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Investigación Social I y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital. Docente de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Distrital. Autor de los libros: Bogotá, más que pesado, metal con historia (2009), Historia, memoria y jóvenes en Bogotá (2011), El rock iza su bandera en Colombia (2004), Historia, juventudes y política (2013). Coautor del libro Mundos y narrativas juveniles (2008). Director del grupo de Investigación observatorio de niños y jóvenes de la Universidad Distrital.
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Reina Rodríguez, Carlos Arturo El matadero municipal y la plaza de ferias de Bogotá 1924-1934 : resignificiones de espacios y memoria urbana. Biblioteca Central Ramón Eduardo D’Luis Nieto / Carlos Arturo Reina Rodríguez. -- Bogotá : Universidad Distrital Francisco José de Caldas, 2013. 195 p. : il., fotos ; 24 x 24 cm. Incluye bibliografía. ISBN 978-958-8832-24-1 1. Matadero Distrital (Bogotá, Colombia) - Historia - 1924-1934 2. Plaza de Ferias : (Bogotá) - Historia - 1924-1934 3. Biblioteca Central Ramón Eduardo D´Luis Nieto 4. Mataderos - Historia - Bogotá (Colombia) 5. Plazas de ferias ganaderas Historia - Bogotá (Colombia) 6. Planificación urbana - Bogotá (Colombia) I. Tít. 664.9029 cd 21 ed. A1429701 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Rector Inocencio Bahamón Calderón
Preparación editorial Editorial UD
Vicerrector Académico Borys Rafael Bustamante Bohórquez
Dirección Rubén Eliécer Carvajalino
Sección Biblioteca Enith Mireya Zarate Peña
Coordinación editorial María Elvira Mejía
Investigador Principal Carlos Arturo Reina
Corrección de estilo José Luis Guevara
Investigadores Concepción Ferro Luis Alí Ortiz Claudia Fernanda Villalba
Diseño y diagramación Cristina Castañeda Pedraza Ilustración de portada Trabajo mutuo, por Jimmy Ramírez Composición de la obra de
J. D. Rodríguez Impresión Kencer impresores Publicación Conmemorativa de interés general. La reproducción parcial o total en cualquier formato o medio; del presente libro, con fines comerciales, no está permitida. La presente edición es de caracter gratuito. La reproducción fotográfica y el grabado que ilustran el libro, como el contenido textual se ciñen a la ley de derechos de autor (Ley 30 de 1992) y al estatuto de propiedad intelectual de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas Acuerdo 004 de octubre 11 de 2012.
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CONTENIDO Prólogo
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Agradecimientos
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Introducción
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Parte I
HISTORIA, MEMORIA Y ESPACIOS URBANOS La memoria y la historia cultural. Aproximaciones metodológicas La historia cultural y los espacios urbanos La ciudad como texto El proceso “civilizatorio” en Bogotá en la década de los años 20
Parte II
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Memoria, mataderos y plazas. El Matadero Municipal en Bogotá: Una historia del olvido a la resignificación del espacio en la memoria El sentido de las plazas y los mataderos Los mataderos municipales en Bogotá El terreno de Paiba La estación del tranvía de Paiba La aduanilla de Paiba El Matadero Municipal de Bogotá La Plaza de Ferias La administración del Matadero y la Plaza de Ferias ¿Por qué recuperar la memoria de un lugar? ¿Por qué una biblioteca?
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Bibliografía
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Anexos
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Forma de manipular la venta de carne
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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PRÓLOGO
Memorias en sepia
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l color sepia tiene una suerte de potencia, memoriosa que se pone de manifiesto en el arte de la fotografía. El virado a sepia recupera para el blanco y el negro el contorno de las formas, el fulgor de los matices y la profundidad de los espacios, permitiendo que la imagen decaída o fatigada, desfigurada su presencia en borrosidades, renazca una vez más. En este trance la imagen adquiere un asomo de originalidad, o mejor, de originalidad, es decir, tanto de singularidad como de naturaleza primigenia: el sulfatado no solo encamina la imagen hacia el presente que la aprecia como reflejo renovado de algo que quizá no exista más, sino que la conduce peregrina hacia el pasado, hacia la materialidad que le dio origen, hacia las cosas antiguas que parecieran seguir existiendo. En la medida en que el arte de la fotografía fue difundiéndose por entre las gentes, la potencia memoriosa del sepia fue perdiendo la condición de mero recurso técnico para convertirse en parte de la estructura perceptual, cuando no en el color ontológico de los mundos idos. Porque en ciertas circunstancias pareciera como si los recuerdos, más aún, como si los mundos que habitáramos otrora, tuviesen por colores exclusivos a los sepias. Quizá en esto pensaba R.H. Moreno Durán cuando hablaba del color de la nostalgia.
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Si hay un mundo que pareciera tener por color ontológico el sepia este es el que discurre entre los años veinte y cincuenta del siglo pasado. Obvio que no fue este el color del mundo para quienes vivieron entonces, que quizá lo recuerdan en distintas gamas y tonos. Obvio también que no era este el único color que tenía la fotografía para representar al mundo: las técnicas fotográficas se habían hecho desde décadas atrás a la tricromía y a la placa de colodión pasada por anilina, pero el revelado en color era entonces un procedimiento cuasi científico, de laboratorio, que todavía debía aprender de las formas primitivas de la pintura, que fue el arte con el cual la humanidad se dio la potestad de replicar los colores. Aunque para finales de los años treinta surgieron las primeras técnicas de fotografía en color para uso masivo, ellas solo se popularizaron hasta los años sesenta. Por esto, buena parte del mundo fotografiado hasta el meridiano del siglo permaneció en grises como de daguerrotipo, en blancos y negros como de cámara vieja. Luego, cuando aparecieron los colores a plenitud, grises, blancos y negros fueron confinados a los destinos más disímiles: a las fotografías de los documentos de identidad, donde la ausencia de color vaciaría cualquiera de las diversidades que para ciertos estados tensionarían la condición ciudadana; también fueron confinados a los mosaicos de grado, donde los grises parecieran efluvios de la materia pensante de los recién graduados. Grises, blancos y negros son muy de las fotografías artísticas, que toman a las sombras por arcilla, es decir,
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por materia prima y por obstáculo para convertir una imagen mecánica en una obra de arte singular, un asunto que demanda un talento, una virtud, que es de cualquier manera un último acto de soberanía del ser humano sobre una máquina que con su tecnología se muestra cada vez más autárquica, cada vez más masiva. Los colores que antaño recubrieron nuestra ciudad parecieran sobrevivir apertrechados hoy en día en algunos de los edificios que fueron construidos en medio de las esporádicas bonanzas económicas sucedidas entre los años veinte y cincuenta. En los años veinte la bonanza corrió por cuenta de diferentes factores, entre ellos una revitalización del crédito que le permitió al municipio la contratación de distintas obras públicas con la célebre Casa Ulen, que no Nule como la de ahora —aunque no sobra recordar, sin pretender hacer una comparación descomedida, que así como la Casa Nule dejó en ruinas por años a la avenida Eldorado, la Ulen dejó durante largos meses reducida a trocha mal habida a la entonces avenida de La República, nuestra carrera séptima, todo porque no previó de manera debida el número de rieles indispensables para renovar el trazado del tranvía— Dos de las obras emblemáticas de esta coyuntura fueron el Acueducto de Vitelma y el Matadero Municipal de Paiba, las cuales fueron proyectadas y emprendidas desde los años veinte, dentro de la vieja preocupación por higienizar una ciudad que carecía de un buen acueducto, de medios eficientes para recoger las basuras, de un manejo idóneo de los víveres, en especial de las legumbres, las carnes y
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la leche, y que además tenía, como hasta hoy, un abrumador déficit de viviendas, sobre todo para las clases pobres. El impacto de estas obras fue determinante. Lo común en nuestros tiempos es señalar que el carácter determinante de estas obras procede de que estaban inscritas en un discurso de la higienización que pretendía galvanizar con una filantropía con presunciones de ciencia lo que solo eran viejas ideologías racistas de las elites bogotanas. También que la higienización apuntó a la moralización y la normalización de los pobres de la ciudad. O que la higienización introdujo unos dispositivos orientados a procurarle unos cuerpos dóciles al naciente capitalismo urbano. Con todo esto se puede estar de acuerdo, eso sí, mirando situación por situación, caso a caso: las economías del poder en nuestro país y en la ciudad, entonces como ahora, no han pretendido para sí la eficacia simbólica que puede demandar máxima obediencia con mínima resistencia, como se supone sucede cuando los regímenes logran su naturalización por intermedio, por ejemplo, de la universalización de la escuela. Por el contrario, en vista de las contradicciones protuberantes sobre las cuales se fundan estas economías en nuestro medio, que las hacen tan evidentes, es decir, tan poco naturalizadas o naturalizables, lo corriente es el uso redundante de la orden perentoria, la mano siempre a la fusta y la amenaza de fuete y, sobre todo, la violencia más descarnada, el asesinato del otro. Para ser sinceros, entre los años veinte y cincuenta los esfuerzos por
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moralizar a las gentes pobres fueron menos consistentes que los esfuerzos por deshacerse de ellas, por sacarlas a los extramuros, por no verlas más: eso fue evidente en los debates sobre la vivienda obrera y las mejoras públicas en los años veinte, cuando fueron recurrentes los llamados a desalojar a la gente del Paseo Bolívar; también lo fue en los incipientes programas de city planning y en el plan de obras para el IV Centenario a comienzos de los años treinta, que implicaron el arrasamiento de cinturones pobres en predios como el río Arzobispo y el trazado del Ferrocarril del Norte, donde hoy se encuentran el Parque Nacional y la avenida Caracas; también fue evidente en los primeros programas de renovación urbana acometidos en los años treinta y cuarenta en sectores como el circo de Toros, que llevaron a la demolición de los barrios obreros que estaban alrededor de la plaza de Los Libertadores frente a Bavaria; fue evidente también en el plan de obras para la IX Conferencia a mediados de los años cuarenta, que implicó proseguir los desalojos en el Paseo Bolívar, en la avenida Caracas y en los alrededores de San Diego. Por esto, guardando proporción en todo cuanto pueda ser dicho para que la Bogotá de los años veinte no sea una simple réplica tardía de la París de Haussmann, se puede señalar que el impacto de un acueducto o de un matadero fue determinante también por otras razones, quizá bastante más elementales. El acueducto concluido en los años treinta fue determinante porque mucha
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gente, no toda, tuvo por primera vez acceso a agua tratada, porque se bajaron las terroríficas diarreas que eran corrientes entre todos los que vivían en la ciudad, porque en consecuencia disminuyeron las epidemias y las muertes, porque se pudieron redefinir los espacios de las casas introduciendo sanitarios modernos, porque se pudo prescindir de las heces en los solares o en los pozos sépticos donde eran causantes de distintos males; inclusive, con lo poco o muy importante que sea, Vitelma permitió que los bogotanos se acostumbraron al baño. Que la gente no se muera por el agua que consume es de una importancia inusitada, aunque ello parezca nimio frente a todo lo que se ha dicho sobre la higienización y el control social. El matadero una vez puesto al servicio fue determinante porque se mejoró el tratamiento de las carnes que era calamitoso, porque se impusieron regulaciones en pesos y medidas para su venta, porque se establecieron controles de precios. Puede que el hueso poroso o el hueso carnudo no parezcan un asunto trascendente, pero habría que recordar lo que se conocen como bienes convulsivos, esos que cuando faltan, que cuando se escatiman o que cuando se encarecen encienden auténticas revoluciones. Entre muchos de los bienes convulsivos que pueden ser citados hay tres muy importantes: el pan, la manteca y la carne. Valga recordar que durante décadas en nuestro país, los gobiernos tuvieron especial cuidado con el costo de la carne, un indicador inmediato del siempre preocupante costo de vida.
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Entre los archivos hay registros fotográficos de los primeros tiempos de Vitelma y de Paiba, más del primero que del segundo. Del Matadero Municipal, levantado sobre la avenida Colón cerca al camino de montes, hay varias fotografías del maestro Gumersindo Cuéllar Jiménez. En unas aparece la edificación en la distancia, nunca del todo solitaria, en un gris tan plomizo como el cielo bogotano, aun cuando parece ser un día bastante soleado. En otras fotografías discurre la vida cotidiana, las reses colgadas, el trabajador izando las ancas del animal, las gentes rodeando al matarife con aire de sorna o de guachafita. Sí, en esas fotografías hay hombres que sin dejar de hacer lo que hacían cada día, dejaron un gesto a la posteridad que resulta suficiente no solo para hacer manifiesto un momento de la existencia que resulta irrepetible, las faenas de un matadero a mediados de siglo en Bogotá, sino también para garantizarle al registro fotográfico que capta ese momento la condición de testimonio, una huella de autenticidad, un rescoldo último de lo que Benjamin denominó el aura. Decía Benjamin: “En la expresión fugaz de un rostro humano en las fotografías más antiguas destella el aura por última vez.Y eso es lo que constituye la melancólica y a nada comparable belleza de aquellas”. Una fotografía en particular resulta llamativa: un hombre que alza el cuarto trasero de una res, un niño con mirada perdida, un hombre elegante de sombrero, el corrillo en bata que seguro desposta la res y la gente de ruana que quizá compra o vende el sacrificio: una instantánea de las faenas de
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un edificio que fue concebido lejos de pretensión distinta que la de ser útil para el sacrificio de reses. A comienzos de los años treinta coincidieron en la ciudad una recuperación económica sostenida y unas nuevas medidas de intervención urbana auspiciadas por los gobiernos municipales del régimen liberal. Las contradicciones de la sociedad urbana se mantuvieron, incluso aumentaron en intensidad, aunque el régimen pretendió morigerarlas. El municipio fue gestando o consolidando una institucionalidad pública para responder a diferentes demandas sociales, aunque ella operó más con una vocación caritativa o benefactora que como el resultado de auténticas políticas públicas de talante moderno. De este modo se extendió un tejido asistencial representado en gotas de leche, jardines infantiles, guarderías, escuelas, restaurantes escolares, cooperativas de consumo, sanatorios; inclusive se llegó a establecer una agencia funeraria pública por medio de la cual el municipio garantizaba los cajones para los menesterosos. Se destacan en medio de este panorama las inversiones que realizara el municipio para dotar a la ciudad de edificios escolares, como el famoso complejo escolar que se emplazara en el barrio Alfonso López y que, pese a todo, sobrevive aún. Sobrevive en sepia. A la par con este tejido asistencial orientado ante todo a las gentes trabajadoras y pobres se fue levantando un conjunto urbanístico más pensado para las burguesías en ascenso, que capitalizaron en sus barrios residenciales buena parte
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de las grandes inversiones públicas de entonces. Así, en los años treinta y cuarenta, como en otros momentos, se puso de manifiesto la contradicción estructural de la ciudad: un Estado que interviene de manera decidida en el diseño urbano favoreciendo ante todo la acumulación de las burguesías capitalinas, mientras palia apenas con asistencialismo la tragedia de los más pobres. Lo lamentable es que cuando quiere revertir este modelo solo encuentra a la mano la demagogia y el populismo, que no cambian en nada los términos de la relación. A mediados de los años cuarenta el clima político era crispado, tanto más con el retorno de los conservadores al poder. El Concejo de Bogotá para el año 1947 tenía en sus curules a Jorge Eliécer Gaitán, a Darío Echandía, a Antonio García, a Darío Samper, a Miguel Lleras, a Luis Tamayo y a Guillermo León Valencia, entre otros. Fue este Concejo el que aprobó el Acuerdo 10 del 5 de febrero de 1948, por medio del cual se creó el Colegio Municipal de Bogotá:“un colegio de enseñanza secundaria y gratuita para varones”,“que se organizará como externado e impartirá enseñanza según los planes oficiales”, “no establecerá discriminación por razón de filiación, credo religioso o partido político” y cuyos estudiantes serán seleccionados “por riguroso concurso entre los aspirantes de familias reconocidamente pobres, que poseyendo capacidades intelectuales adecuadas, comprueben carecer de recursos económicos para costearse su educación”. Tras los hechos trágicos del 9 de abril de ese año, el Concejo aprobó el Acuerdo 51
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del 7 de julio de 1948, por medio del cual se designó a la nueva institución como Colegio Municipal Jorge Eliécer Gaitán, “en memoria de quien tan hondamente se preocupó por la educación del pueblo”, y creó “el Departamento Politécnico del mencionado Colegio Municipal, destinado a la organización de carreras técnicas de corta duración, para quienes tengan el grado de preparación y reúnan los requisitos que establezca el Consejo Directivo...” Dos años más tarde, por medio de acta pública del 6 de agosto de 1950, el presidente de la República, el gobernador de Cundinamarca, el arzobispo de Bogotá y el rector del Colegio Municipal organizaron el Departamento Politécnico como universidad para carreras de corta duración, la cual obtuvo reconocimiento jurídico del Ministerio de Justicia por medio de la Resolución 139 del 15 de diciembre de 1950 bajo el nombre de Universidad Municipal de Bogotá Francisco José de Caldas. Se puede afirmar que entre los años veinte y cincuenta irrumpió una institucionalidad pública que, expuesta a la contradicción estructural entre las formas de acumulación urbana y el alcance de los derechos ciudadanos, fue de cualquier manera indispensable para garantizar unas mínimas inclusiones en la capital de un país donde campeaban feudos pringados en violencia. En los extremos de esta institucionalización estuvieron un matadero de los años veinte y una universidad de los años cincuenta, cuyos destinos posteriores fueron inseparables de la contradicción estructural que estuvo en sus orígenes: desprovistos de las
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condiciones para cumplir sus cometidos sociales y por lo mismo insuficientes para las demandas de una ciudad masificada a la fuerza. Siendo tan diferentes, hubo una coyuntura en la cual una institución supo de la otra. A finales de los años cuarenta, en medio de un momento de movilización laboral en el país y en la ciudad, los trabajadores municipales amenazaron entrar en huelga para reclamar mejores condiciones y garantías. Producto de la negociación entre el municipio y los trabajadores, el Concejo aprobó el Acuerdo 27 del 22 de junio de 1949, que en su artículo quinto rezaba: “El municipio concederá hasta nueve becas en la Escuela Industrial o en el Departamento Politécnico del Colegio Municipal “Jorge Eliécer Gaitán”, para obreros del matadero, de las obras públicas y del aseo, a razón de una beca por cada 150 trabajadores. Los becados recibirán sus salarios y prestaciones sociales durante los meses que asistan a las clases, previa presentación ante el personero municipal de los certificados que acrediten la asistencia a los cursos y la aprobación de estos para continuar disfrutando de la beca… Los sindicatos enviarán, dentro de los dos primeros meses de cada año, listas que contengan un número de nombres triple del de las becas que se vayan a proveer, para que el Alcalde escoja los favorecidos con cada beca”. Del futuro del acuerdo no se supo más. Con el paso del tiempo, las instituciones fueron cambiando, en algunos casos languideciendo, inclusive fueron desterradas de la memoria. Por su naturaleza,
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incluso por su manufactura, el Matadero Municipal no tenía el garbo de otros edificios emblemáticos de la ciudad, tan solemnes, tan propicios para ser enaltecidos como patrimonio. Por ejemplo, en el álbum que imprimiera la Sociedad de Mejoras y Ornato para conmemorar el IV centenario de fundación de la ciudad en 1938, no aparecen plazas de mercado, ni ferias, ni mataderos. Por sus páginas solo desfilan fotografías de iglesias y palacios de gobierno, de escuelas y universidades, de parques y bibliotecas, todos ellos ausentes de gente: no son fotografías que aspiran al valor de culto, ese que solo es posible en las imágenes con rostros, que son las que guarecen lo que queda del aura; por el contrario, son fotografías que aspiran al valor de exposición, que se consigue con las calles y los edificios vacíos, cual si fueran auténticos lugares del crimen, como dijera Benjamin a propósito de la obra de Eugène Atget. Para la mentalidad de las burguesías capitalinas en los años treinta, pero también en los cuarenta, los lugares con gente, en la febrilidad de sus funciones, pareciera faltar a la dignidad de lo reproducible. Hacerse a los lugares con gente, con miradas que increpan desde lo profundo de otro tiempo, que es como un más allá, es parte de la genialidad de los viejos fotógrafos bogotanos. Con el paso de los años el Matadero Distrital cada vez más repleto, cada vez más socavado: la absurda paradoja de la institucionalidad pública, que cuanto más responde a las demandas, es decir, cuanto más cumple sus funciones sociales,
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tanto más se deteriora en su capacidad de respuesta y tanto más expuesta queda a su liquidación de la mano de los gobiernos privatizadores. Obvio, todo hay que decirlo, a este deterioro hay que sumarle la conocida corrupción de la Empresa Distrital de Servicios, la vieja EDIS, que en una muestra increíble de paquidermia fue incapaz de mejorar las condiciones del edificio, lo que llevó a un primer cierre de las instalaciones en 1978. Aún así, todo parecía resolverse en 1982, cuando el matadero abrió de nuevo sus puertas asegurándose una prórroga de existencia que, no obstante, fue apenas breve. La incapacidad del matadero, la rapacidad sobre lo público y el ánimo privatizador de los gobiernos distritales de entonces llevaron a cerrar las instalaciones en 1993 y a clausurarlas de manera definitiva con la liquidación de la EDIS. El matadero se fue quedando sin gente, vacío, arruinado, como un lugar del crimen. La muerte del sepia. De cuando en cuando se supo algo de él, como cuando fue utilizado para conducir a los desarraigados por los programas de renovación urbana del centro de la ciudad. También se supo del matadero hace poco, cuando la Universidad Distrital Francisco José de Caldas adquirió los predios para su proyecto de ampliación de infraestructura. Se nos vinieron encima tirios y troyanos señalando a la universidad de torpedear las negociaciones entre el Ministerio de Cultura y el Colegio Mayor de Cundinamarca, que le permitirían al primero hacerse a los predios del segundo para la ampliación del Museo Nacional, entregando a cambio los predios del
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matadero. Columnistas de izquierda y de derecha se fueron lanza en ristre contra la universidad, casi que alegando la primacía del derecho a la cultura por encima del derecho a la educación, expresión, quién lo duda, de esas posiciones de clase para las cuales la cultura no pasa por la escuela, todo porque lo cultural se asume como capital incorporado casi que por los secretos de la herencia, siendo así tan de la naturaleza de los individuos como el apellido mismo. La miopía de estos críticos no les permitió ver que su invocación altruista del derecho a la cultura no fue sino el desconocimiento de que en una sociedad cualquiera, pero tanto más en una como esta, no hay derecho a la cultura que no pase, de manera casi que obligada, por la escuela –con todo lo que ello pueda implicar–. De hecho, los argumentos altruistas que utilizaron, por saludables o caballerosos que fueran con la cultura, no dejaron de parecerse a los que esgrimieran décadas atrás las burguesías capitalinas para definir los predios en los cuales se realizarían las obras del Parque Nacional y para justificar la expulsión de las gentes pobres al sur de la ciudad. Obvio que estas contradicciones estructurales no hacen parte todavía de la historia que narra el Museo Nacional. Vitelma y Paiba, nacidos de una misma coyuntura, fueron encaminados a constituirse en escenarios para la cultura: el primero como museo, el segundo como biblioteca. El desafío de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas para con Paiba es de una inmensa magnitud: siendo de las escasas instituciones que
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sobreviven a ese mundo en sepias, que pese a todas las críticas fue el precursor de una ciudad que hasta hoy demanda derechos, resulta indispensable que la universidad garantice para este lugar rostros, gentes, presencias. La aduanilla vacía puede ser uno de nuestros más grandes fracasos como institución: haría evidente nuestra insolvencia para vincular la educación y la cultura, esa correlación de derechos que debe guarecer cualquier institución democrática, incluso en contra de las posiciones dominantes en el espacio social urbano. Por esto, si para algo necesitamos la memoria en esta oportunidad no es tanto para recordar una historia fría sucedida hace ya bastantes décadas, sino para advertirnos de que somos herederos de una época en la que se consideró que las gentes tenían derechos, que estos derechos demandaban materialidades, que estos derechos dignificaban. Esta lección profunda es la que se encuentra en este maravilloso libro de mi amigo Carlos Reina, como pocos tan perspicaz para reunir los trechos entre un viejo matadero y una vieja, sí, una vieja universidad como lo es, luego de tantos años, la Distrital Francisco José de Caldas. Adrián Serna Dimas Antropólogo y Mg en Sociología. U. Nacional de Colombia. Profesor Universidad Distrital Bogotá, D.C. septiembre de 2013
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gradecimientos
Al doctor Inocencio Bahamón Calderón, rector de la Universidad Distrital. Al doctor Borys Rafael Bustamante Bohórquez, vicerrector Académico de la Universidad Distrital. A la doctora Enith Mireya Peña, jefe de la Sección de biblioteca de la Universidad Distrital. Al maestro Favio Rincón, profesor de la facultad de Artes de la Universidad Distrital, por el aporte fotográfico registrado en el libro. Al maestro Jimmy Ramírez, por la elaboración de un intaglio en papel fabriano, tomando como modelo el grabado en piedra del Maestro José Domingo Rodríguez. A la señorita Adriana Cuéllar, heredera de los derechos de autor de la Colección general del señor Gumercindo Cuéllar Jiménez, por la autorización para el registro fotográfico para ilustrar el libro. A la Biblioteca Luis Ángel Arango. Al Museo Nacional. Al Archivo de Bogotá. A la biblioteca de la Biblioteca de la Universidad Nacional de Colombia. A la Unidad Administrativa de Servicios Públicos (UASP). .
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gradecimientos del autor
Al equipo de trabajo e investigación formado por Claudia Fernanda Villalba Castro, Luis Alí Ortiz Martínez, Concepción Ferro, así como a la doctora Enith Mireya Peña, Jefe de Biblioteca, por el apoyo y la invitación para formar parte de este proyecto. Al doctor en Historia Orlando Villanueva Martínez, por sus comentarios, críticas y recomendaciones; al candidato a doctor en Historia José Joaquín Pinto por la ayuda documental, en particular la correspondiente al siglo XIX; a los doctores en Historia Pablo Rodríguez y César Ayala, por el aporte conceptual que marcan el camino para la construcción de este documento; al profesor Adrián Serna y su aporte en el prólogo de este documento, al decano de la Facultad de Ingeniería Octavio Salcedo y en general a la comunidad de la Universidad Distrital. Por último, a mi familia, el gran apoyo de todo mi trabajo investigativo, Carlos David, Zuly Carolina, Luisa Fernanda y Gabriela.
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Zona industrial
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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n realidad no existen para la historia los tiempos pasado y futuro. Son presentes sucesivos, eso ya está dicho con suficiencia teórica. Lo advierte uno mejor en la historia política. Creo que la conciencia cristiana afectó la concepción del tiempo. Sus postulados nos hacen infelices porque hace que la gente viva entre el pasado y el futuro ignorando el presente. El historiador estudia presentes. El buen historiador es aquel que advierte en su propio presente el sabor y el olor de un cocinado que llamarán historia. CÉsar Ayala Diago. Doctor en Historia. Profesor Universidad Nacional de Colombia, 2013
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INTRODUCCIÓN
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ste trabajo nació gracias al interés despertado por la directora del Sistema de Bibliotecas de la Universidad Distrital, Dra. Enith Mireya Zárate Peña, así como por el equipo de esa dependencia formado por Claudia Fernanda Villalba Castro, Concepción Ferro y Luis Ali y Ortiz Martínez, así como por el apoyo de la Vicerrectoría Académica en cabeza del Dr. Borys Bustamante Bohórquez. La Universidad Distrital se inscribe en un proceso derivado de su lucha constante por el devenir histórico y la recuperación de la memoria, que mediante espacios como los del Ipazud Instituto de Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano han logrado hacer presencia en la ciudad. Esas luchas han estado marcadas por varios momentos. El primero, el de la historia de la institución nacida en una coyuntura particular de la vida bogotana a finales de la década de los años cuarenta, tiempo en el que se redefinió el desarrollo de la ciudad a partir de la reconstrucción de la ciudad después de los hechos del 9 de abril de 1948. La segunda, referida a la misión institucional de hacer presencia en el distrito capital, de contribuir al desarrollo de la ciudad y de permitir el acceso a todos sus habitantes al alma máter. Se trata de la universidad en la ciudad, y la ciudad en la universidad.
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Precisamente es la ciudad la que inspira este trabajo. Afirma Saldarriaga (2008) que las ciudades se construyen y se reconstruyen a diario en forma de espacios urbanos y edificaciones, convirtiéndose en cúmulo de fragmentos de tiempos distintos y de cada uno de ellos “Su memoria construida se forma con aquello que queda bien sea como permanencia, bien sea como huella e incluso como recuerdo” (p.111). Con la construcción de la Biblioteca Ramón Eduardo D`Luys, en los predios del antiguo Matadero Municipal, ubicado en la calle 13 con carrera 32, la Universidad Distrital dio inicio a un proceso mediante el cual reconoce el sentido histórico de esta edificación, a partir de su restauración y la presenta como un espacio renovado que se asume como la punta de lanza para la transformación del entorno de ese sector de la ciudad. Además de la renovación arquitectónica, está la posibilidad de generar procesos de transformación social y cultural de la ciudad. Se trató de un intercambio mediado por el interés de desarrollar la zona de su ubicación. Es un proceso en el cual la ciudad le entregó a la universidad las ruinas de una edificación que estaba condenada al olvido, que fue usada para las actividades de degüello de animales, que fue símbolo del proceso de modernización de una ciudad que estaba aquejada por los problemas de sanidad, desde finales del siglo XIX y que se presentó como una solución para estos.
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Con el crecimiento de la ciudad, el Matadero Municipal y la Plaza de Ferias fueran absorbidos por el avance del proceso de urbanización, el mismo que llevó a que su papel de regulador de las actividades cárnicas fuera quedando en el olvido. De los tiempos en que presidentes y embajadores la visitaron quedaron pocos referentes. Sobrevivieron, la chimenea, los cuartos fríos y blancos, manchados por el uso y el abuso de las actividades de esta industria, hasta que, moribundo, fue usado para distintas actividades, hasta casi su demolición. Es en ese momento en que la ciudad le entrega el lugar a la Universidad Distrital, la cual entiende y reconoce el valor histórico del lugar, y decide no solo mantener la estructura básica de la edificación, sino también realizar una transformación que llevó a que el lugar pasara a tener un nuevo uso, una nueva actividad, esta vez, la que la academia puede aportar a la construcción de la memoria y la cultura de un pueblo. Así, mientras la ciudad le entregó a la universidad las ruinas del antiguo Matadero Municipal, esta le entrega a la ciudad un espacio renovado, resignificado y transformado en un centro cultural articulado por medio del sistema de Bibliotecas de la Universidad Distrital.
Objeto y metodología de este trabajo Este libro tiene varios objetivos. En primer lugar, se busca una aproximación a una lectura multidisciplinar desde la historia cultural, pero observando parámetros
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amplios que cruzan senderos en los cuales se busca encontrar, por medio de fuentes primarias y segundarias, explicaciones que den cuenta de la memoria y que posibiliten la aproximación a otros núcleos de interpretación con el apoyo en los estudios de la memoria de los lugares. No se trata de la construcción de la historia del matadero, de su perspectiva arquitectónica o de su cronología en la ciudad, sino, más bien, este estudio corresponde al trazado de una ruta, donde el Matadero Municipal y la Plaza de Ferias se debaten en función de la memoria de la ciudad, de su entorno, los previos y posteriores a la construcción de este complejo. Es una excusa para construir una narrativa que se involucra con el pasado, como una complementariedad a otros estudios que sobre historia urbana se han realizado y como propuesta para el desarrollo de investigaciones más profundas. Por esta razón, el lector se va a encontrar en la primera parte con una aproximación teórica al ejercicio investigativo relacionado con el tema de la memoria, pero también con la historia cultural. Con esto se pretende dejar en claro, por medio de la relación con documentos primarios, las formas metodológicas como se pueden involucrar los estudios históricos respecto a lugares y personas en un contexto particular. Al mismo tiempo se realza el ejercicio del uso de material primario apoyado en crónicas, cuadros de costumbres, relatos de informes oficiales y crónicas urbanas en periódicos y revistas.
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En la segunda parte, el lector se encuentra con un hilo conductor referido a las plazas, las condiciones de higiene de la ciudad y la descripción desde las fuentes primarias de la década de los años veinte de la ciudad, complementada con datos estadísticos. En conjunto, se recurren a datos económicos de estudios previos, así como a la revisión de tesis relacionadas con el urbanismo, para brindar mayores elementos de análisis y de comprensión en el reconocimiento de la importancia de resignificar un lugar y, con ello, la memoria de quienes vivieron en los años veinte en su correspondiente entorno simbólico. Por otro lado, se trata de un primer trabajo en este sentido y como tal es un primer ejercicio de investigación. Para este trabajo sobre plazas, mercados y bibliotecas se tomó la perspectiva de la segmentaridad propuesta por Deleuze y Guattari, en la cual se resaltan tres aspectos. El primero tiene que ver con la llamada segmentaridad lineal, que representa los episodios o los procesos de las trayectorias de vida y, en este sentido, quizá se pueda concebir como la historia por excelencia —cuando menos desde el punto de vista del sujeto individual y grupal como la presente en el proceso escolar, o alguna actividad laboral o en una relación de pareja—. En este caso hablamos de la cotidianidad y desarrollo de la vida alrededor del mercado, de las plazas y las bibliotecas, así como de sus significaciones. En segundo lugar, la segmentaridad circular se refiere a los círculos o discos que se van ampliando respecto al sujeto y que se pueden esquematizar en los entornos personales (familia, amigos, escuela, etc.; los entornos regionales, pueblo,
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ciudad, país, etc.) y los globales (medios masivos de difusión y comunicación). En este caso nos referimos a la relación mercados, plazas, bibliotecas y las esferas políticas: Concejo Municipal, Secretaría de Hacienda, Congreso de la República, presidente. Por último, la segmentaridad binaria plantea siempre oposiciones duales como el caso de un país que incremente los niveles de instrucción, pero que al mismo tiempo ofrece menores oportunidades laborales. En este caso, la creación de mercados se plantea como forma de organización urbana y de mejora en las condiciones de higiene de la ciudad. Sin embargo, simultáneamente se convierte en un lugar que genera más desechos y foco de enfermedades. No fue posible desglosar cada una de ellas en el desarrollo del texto por lo que el esfuerzo se transmite al lector, como abrebocas de trabajos futuros.
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Panorama de Bogotá, costado norte
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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1 PARTE
Historia, memoria y espacios urbanos
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Panorama de Bogotá, costado suroriental
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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La memoria y la historia cultural
Aproximaciones metodológicas
Ya no hay necesidad de encantar el pasado. Bastante embrujado está ya el presente. Y así, a pesar de nuestro proclamado optimismo, nos agarramos de cualquier hechizo que conjure a los espíritus del futuro.
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Hannah Arendt
n el 2009, un grupo de intelectuales se reunieron, bajo la dirección del antropólogo Adrian Serna para escribir una obra que se puede catalogar como una de las primeras en enfocarse sobre la metodología para trabajar sobre el tema de la memoria en Colombia. Este libro fue titulado Memorias en crisoles: propuestas teóricas, metodológicas y estratégicas para los estudios de la memoria. De los nueve ensayos publicados en el libro, la mayoría de ellos se destacaron por realizar una construcción teórica hacia distintos temas, los cuales están vinculados con los conflictos nacionales. En conjunto, estas propuestas proveen de herramientas metodológicas para abordar el tema, lo cual constituyó el inició de la construcción teórica que sienta las bases para la producción de una argumentación propia, que deja de recitar a los clásicos sobre el tema. Esta es la razón por la cual el libro es importante, pues avanza en esa formulación y señala los elementos relacionados con la memoria y, en particular, a su vinculación con el espacio urbano.
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Serna y Gómez (2009) aseguran que las remembranzas de los conflictos urbanos son un lugar común para anecdotarios y eruditos, para historiadores y urbanistas, para sociólogos y antropólogos dedicados a la ciudad y a la vida urbana modernas (p. 47). En efecto, en la construcción de la memoria de un espacio, las fuentes directas inicialmente son aquellas que provienen, no solo de los documentos oficiales, sino también aquellos que han sido escritos, más como una forma de relatar las costumbres y las tradiciones de un momento histórico, que de aquellas especializadas en la descripción propiamente urbana. [...] Por medio de remembranzas fueron entresacados de la inexistencia, los jóvenes, las mujeres y todos aquellos que, siervos otrora del mundo antiguo, encontraron en la ciudad un universo de libertos y emancipados. También por medio de remembranzas se hicieron visibles por primera vez las vísceras del arrabal, del callejón o del antro, los confines últimos de la ciudad moderna donde las contradicciones consumían existencias concretas.(Serna y Gómez, 2009, p. 48)
Los espacios urbanos son reflejo de un momento, de un contexto, pero también de una forma de ver y entender el mundo que rodea a una sociedad particular: Son composiciones apresadas en los marcos sociales de la memoria, en esas referencias compartidas por un grupo, que, cambiantes en el tiempo, signan lo
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memoriable; por otro lado, son composiciones que, producto de estos marcos sociales, llevan sobre sí unas ideas, unos juicios, que comportan unas enseñanzas socialmente circunscritas. (Halbwachs como fue citado por Serna 2007, p. 42)
Pero además tienen un componente material que habla de una realidad. Una plaza de mercado puede ser considerada como un lugar construido simbólicamente, pero también tiene una estructura material; esta innegabilidad refleja la oposición binaria de lo que se es, en el mundo real, frente a las significaciones que el mundo social le ha otorgado. Para Duby (2009) es evidente que la historia de las sociedades debe basarse en un análisis de las estructuras materiales, pues sin ese vínculo sería imposible establecer cuáles fueron las características de las relaciones humanas, sus vínculos y jerarquías, pero también la naturaleza de sus problemas y conflictos. Sin embargo, agrega Duby, es importante centrar la mirada en los fenómenos mentales, pues estos influyen tanto como los fenómenos económicos y demográficos, porque no es en función de su verdadera condición que los hombres regulan su comportamiento, sino en función de la imagen que se hacen y que no es nunca un reflejo fiel. Se esfuerzan por conformar su proceder a modelos de comportamiento que son producto de una cultura y que en el curso de la historia se ajustan más o menos bien a las realidades materiales. (p. 67)
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Estas observaciones permiten entender cómo edificios destinados al sacrificio de animales para consumo humano, que dejan despojos orgánicos, en este caso, el Matadero Municipal de Bogotá construido en 1929, se pueden convertir en espacios destinados para otros fines, como la Biblioteca Central de la Universidad Distrital en 2013. En un mismo espacio, el territorio adquirió una connotación distinta, bajo el uso de la estructura básica de la primera edificación. Es conocido, que las ciudades crecen sobre las ruinas de su pasado, sobre las estructuras que desaparecieron o sobre los de aquellas que sobrevivieron al paso del tiempo y a los sismos sociales que las alteran. También es cierto que en el entramado de las mentalidades, las sociedades son las que optan por sepultar lo que consideran poco agradable y, en su lugar, sobre estos olvidos, construyen nuevos tejidos de recuerdos que hacen que un mismo espacio, un edificio o una plaza pueda tener diferentes significados en tiempos distintos. Reflejo de ello fue Bogotá después del 9 de abril de 1948. Ese cambio en la estructura espacial de la ciudad obligó al conjunto social a resignificar calles, edificios, lugares de encuentro, sentidos de ubicación y percepciones de la ciudad, bajo claros perfiles políticos. Por ejemplo, una vez asesinado el líder Jorge Eliécer Gaitán, el Concejo de la ciudad denominó calles, plazas y avenidas con el nombre del mártir, incluso, el recién fundado Colegio Municipal de Varones, a la postre, Universidad Municipal de Bogotá “Francisco José de Caldas” se llamó, desde julio
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de 1948, Colegio Municipal “Jorge Eliécer Gaitán”. Con el gobierno conservador de Laureano Gómez, la mayoría de estos lugares fueron rebautizados nuevamente con nombres de políticos de ese partido. Así que, por un lado, era claro que las formas de ubicación espacial tenían que cambiar, ser reemplazadas por otras, que, en muchos casos, implicaron levantar grandes moles de concreto y cemento como reflejo de la modernización causada por el interés de renovar lo urbano, pero también de dejar atrás, en el olvido, los hechos del 9 de abril. Por otro lado, significó otorgar un tinte político a cada obra que se construyó en adelante. Nunca antes la parcelación y urbanización de los predios tuvo tanta incidencia política como en los años posteriores a El Bogotazo. Cada gobernante quiso dejar su huella en la ciudad, refundando lugares, construyendo otros e instalando su nombre en la memoria colectiva de la población. Es así que el referente de desarrollo del general Gustavo Rojas Pinilla se materializó en las obras como la construcción de la calle 26, el aeropuerto El Dorado o Inravisión. El vacío espacial tenía que ser ocupado, así como el de la memoria, que esta vez otorgó la oportunidad para refundar lo ya fundado. En este sentido, conviene recordar a Walter Benjamin (2005) cuando incluye estos procesos de destrucción y construcción material en relación con el concepto de cultura; según él, a pesar de que la definición incluya la suma de bienes culturales, lo cual no haya sido siempre de tal manera, esto se expresa
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Estación del ferrocarril. Calle 13
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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en la forma como el clero “en la Alta Edad Media emprendió una guerra de exterminio contra los testimonios de la Antigüedad” (p. 470), expresión que se extendió en la conquista de América. Al parecer, la destrucción de cientos de edificios, que vistos a la luz de las fotografías pueden ser considerados como una pérdida irreparable del patrimonio cultural de la ciudad, obedeció a la necesidad de la modernización que aprovechó el caos de El Bogotazo para la construcción de nuevas edificaciones. Pero también representa la expresión de la mentalidad de una sociedad que, bajo la tutela de un gobierno conservador, amparado en una Iglesia anquilosada en siglos pasados, optó y quizás patrocinó la destrucción de plazas y edificios en aras del olvido y de la reconvención en torno a la moral, las costumbres y seguramente el bienestar de la sociedad. Era claro que las ideas del liberalismo eran tan nefastas como las de los comunistas y protestantes, a los cuales los sacerdotes de distintas parroquias señalaban de enemigos de la fe y que las persecuciones políticas, que caracterizaron el periodo entre 1948 y 1953, fueron más allá de la violencia desatada en los campos. Por esto, posiblemente, la destrucción de lugares, edificios y plazas sea reflejo de la forma en que el conflicto se trasladó a la ciudad, donde el enemigo fue la arquitectura de espacios, cuyas significaciones políticas antagónicas al gobierno de entonces había que sepultar. Desde luego, tras las ruinas de la ciudad antigua quedaron otras impresiones de esos lugares, como las memorias fotográficas y visuales de los documentos
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que los registraron antes, durante y después de los hechos de abril de 1948. La fotografía se toma el espacio de la memoria e inscribe su relato en la memoria colectiva para interpretar y reinterpretar, de acuerdo con el sesgo político, la idea del antes, durante y después. Walter Benjamin señaló que “la fotografía adquiere más importancia cuanto menos se toleran, a la vista de la nueva realidad técnica y social, las intromisiones subjetivas en la información pictórica y gráfica” (2005, p. 40). Quizás por eso en la actualidad importan más las fotografías del Bogotazo y el discurso que sobre los hechos violentos se ha tejido, que sobre los textos e imágenes que se pueden escribir y ver del mismo Gaitán. De esta forma se trató de modificar la memoria, sepultando el pasado con sus lugares y estructuras, y solo prevalecieron los relatos de quienes las conocieron en vida, de las fotografías y escasos videos que se lograron hacer de ese “antes”, y ese “durante”, porque en el “después”, ellas ya no existían más. Por esa razón, estos vestigios prevalecieron como documentos anecdóticos de un pasado destruido por la insensatez humana, esa misma que generó una ruptura generacional, que conserva la idea del antes y del después, pero que no acierta a entender sus razones, más allá de la destrucción de la ciudad y de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. A partir de los estudios de memoria, esos espacios cruzados por líneas de comunicación histórica empiezan a hablar, en la medida en que nuevas formas de
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interpretación de los espacios, de la memoria y de la historia surgen como formas de entender el presente, articular el pasado y generar procesos de memoria en torno a un legado que da sentido a lo existente en la actualidad. También están aquellos lugares que sobrevivieron a la catástrofe del Bogotazo, pero que se fueron quedando abandonados en una de las esquinas más recónditas de la memoria y del olvido, mientras sus estructuras se deterioraban con el paso inclemente del tiempo. Entre ellos estuvo el Matadero Municipal, que pasó de ser un edificio emblemático en la década de los treinta del siglo XX, a ser un problema urbano, del que nadie quería ocuparse. Por ello, la opción de muchos estuvo en destruirlo completamente o convertirlo un centro comercial, en un parque o, en el mejor de los casos, en la sede de una universidad.1
La historia cultural y los espacios urbanos Para campos más amplios como los de la historia cultural, estos planteamientos resultan muy apropiados, dado que este enfoque permite utilizar documentos que en otros momentos podían ser catalogados como escritos literarios con 1 La Universidad de Cundinamarca tuvo la intención de construir su sede en los terrenos que ocuparon el Matadero Municipal y la Plaza de Ferias, hasta el 2007. En 2009, la Universidad Distrital adquirió el predio e inició un proyecto de reforma manteniendo la estructura básica de la edificación, pero destinando su uso para la Biblioteca Central de la misma institución, en articulación con el Sistema de Bibliotecas del distrito.
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tintes, folclóricos y costumbristas que no podían alcanzar el nivel de documento histórico y, por ende, de fuente para una investigación. Como veremos más adelante, los cuadros de costumbres, los relatos de viajeros, así como las cartas oficiales, las crónicas de prensa y las fotografías ofrecen elementos de análisis que pueden ser constatados, comparados y utilizados como fuentes de reconstrucción de la historia y de la memoria; esta relación es importante para la historia cultural. Asimismo, este es un campo que tiene distintas directrices y donde se privilegian los discursos, las narraciones y “otras formas” de interpretar la cultura. Se desprende propiamente de la Escuela de los Anales, con la apropiación de otras lecturas relacionadas con las memorias, las imágenes y los discursos provenientes de distintos sectores sociales. Uno de los representantes contemporáneos es el historiador francés Peter Burke, quien estudia sobre lo que se puede considerar una nueva ampliación de los campos del territorio del historiador que incluyen temas que van desde los sueños, lo cómico, la memoria, los gestos, la música, el arte y la lengua, como formas que sirven para construir el sentido de un momento histórico. Es claro que los estudios sobre la cultura son amplios y que el concepto tiene distintas interpretaciones. No obstante, se trata de utilizar las formas mediante las cuales se plasmaron las percepciones de un momento histórico, en la vida de los habitantes de una población. Burke se pregunta “¿Cómo se puede escribir la historia de algo
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que carece de una identidad estable? Es algo así como intentar atrapar una nube con un cazamariposas” (Burke, 2000, p. 15). Todos los historiadores se enfrentan a este problema. Igualmente, Burke señala cómo Foucault y Buttetfield critican la construcción histórica al hablar de las “rupturas epistemológicas”. También indica que, por un lado, nos arriesgamos al hacer una historia lineal, imponer a nuestro objeto los esquemas del presente y, por otro, a no poder escribir nada en absoluto. El camino de la historia cultural es un “camino intermedio”, que permite plantear preguntas que se desprenden de las observaciones del presente, “que se ocupe de las tradiciones pero que deje margen para su continua reinterpretación, y que tenga en cuenta la importancia de las consecuencias no intencionales en la historia de la escritura histórica además de la historia política” (p. 16). Peter Burke, en efecto, aclara que es importante definir las líneas de los estudios de la historia cultural. El primero, que denomina como línea clásica, plantea un eje de carácter homogenizante, esta perspectiva está presente en los trabajos de Spengler y de Huizinga. Sobre ella se tejen críticas dado el sesgo que toman al pretender analizar y tomar elementos comunes olvidando los cambios y las “invenciones” de la tradición, que algunos historiadores, como Eric Hobsbawn, definen como propias de finales del siglo XIX y comienzos del XX, así como la limitación del concepto de cultura, que se restringe a lo erudito, incluso en interpretaciones marxistas o de clase. Esto, según Burke, se observa
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en algunos estudios sobre sectores populares, que contrasta con las propuestas de antropólogos y teóricos como Michel de Certeau y Pierre Bourdieu, quienes trabajan conceptos mucho más amplios. Burke agrega que además los estudios clásicos de la historia cultural fueron escritos por y para las elites europeas, pero que en la nueva historia cultural este referente ha cambiado, por lo cual no solo basta tener en cuenta la visión propia de cada tiempo, sino que además “aunque el pasado no cambie, la historia debe escribirse de nuevo en cada generación para que el pasado siga siendo inteligible en un presente cambiante” (p. 239). La historia cultural, por tanto, es también una traducción cultural del lenguaje del pasado al del presente, de los conceptos de los contemporáneos a los de los historiadores y sus lectores. Su objetivo es hacer “otredad” del pasado visible e inteligible […]. Podríamos tratar de adquirir una doble visión: ver a los individuos del pasado diferentes de nosotros (para evitar imputarles anacrónicamente nuestros valores), pero, al mismo tiempo, como nosotros en su humanidad fundamental. (Burke, 2000, p. 243)
La nueva historia de la cultura no es una estricta crítica a la unidad cultural, pero tampoco se trata de una fragmentación de la historia, sino de un diálogo en el que convergen nuevos campos discursivos en pos de una reinterpretación de la historia como disciplina y de las historias como discursos integradores de los actores sociales. En ese mismo sentido, el historiador español Miguel Ángel Cabrera (2001) observa
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Fábrica de hilados y tejidos Monserrate
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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que la nueva historia cultural entraña una nueva concepción de la acción social, en la cual, a diferencia de la historia social, la relación entre estructura y acción no es mediada. Esto se debe a que en la nueva historia cultural existe una mediación simbólica entre ambas. En la historia cultural, la cultura deja de ser considerada como una derivación funcional de las condiciones sociales o como un receptáculo de ideas. Por el contrario, se entiende como una instancia dinámica que suministra los principios generadores de prácticas distintas y que, en consecuencia, es un factor coproductor de las relaciones sociales. Esa cultura está presente en todos y cada uno de los habitantes de una población, así como en la producción material, edificios, plazas, bibliotecas y en la mediación simbólica que sobre ellos hacen sus usuarios. Para Cabrera (2001), las disposiciones culturales conforman una estructura cognitiva generada por experiencias anteriores y por medio de este dispositivo simbólico heredado es que los individuos aprehenden significativamente toda nueva realidad. Aunque, a la vez, el encuentro entre tradición cultural y nuevas situaciones sociales se resuelve siempre con un ajuste progresivo de la conciencia al nuevo contexto objetivo. Para la nueva historia cultural, el lenguaje es una instancia histórica específica, cuya mediación es la que genera tanto la objetividad como la subjetividad y la que define la relación que ambas entablan. No se trata de volver al subjetivismo, sino de adoptar un modelo teórico nuevo. Los individuos experimentan o entablan una relación significativa con el
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mundo social siempre a través de la mediación activa de un patrón categorial de significados o discurso; es la mediación de este último lo que dota de significado el contexto social, el que confiere experiencia histórica a los intereses y las entidades, y el que, en consecuencia, promueve, guía y otorga sentido a las acciones significativas. Dicho discurso, al proyectarse en la práctica, contribuye activamente a la configuración de los acontecimientos, los procesos, las relaciones y las instituciones sociales. Entonces los objetivos prioritarios de la investigación histórica han de ser el de identificar, especificar y desentrañar el patrón categorial de significados operativos en cada caso, analizar los términos exactos de su mediación entre los individuos y sus condiciones sociales y materiales de existencia y evaluar sus efectos sobre la configuración de las relaciones sociales.
La ciudad como texto Walter Benjamin (2005) en El libro de los pasajes explora una metodología para el análisis y la construcción de la historia de las ciudades, recurriendo a la literatura en particular a las obras de Baudelaire y Poe, desde donde examina la historia de una ciudad como París. En realidad de lo que se trata es de entender la ciudad como un texto, que dice, significa y simboliza las prácticas sociales y culturales, así
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como las calles y las plazas de la ciudad. De esta manera, la ciudad, a su vez, se convierte en un lienzo donde se pueden construir nuevas formas narrativas. Aranguren y Bustamante (1997) afirman que el hecho central es que [...] la ciudad y concretamente la cuestión urbana, aparecen como elementos constantes del movimiento histórico de la humanidad, y con el correr de los siglos, se convierten en factores determinantes para la organización estructural de la sociedad y la realización de la praxis humana y los diferentes sectores que esa abarca para construir el horizonte de lo humano. (p. 12)
Se trata de entender y configurar las formas y los esfuerzos para constituir espacios urbanos más habitables, más dinámicos y más humanos. Esta es una constante del mundo moderno, en particular de los procesos urbanos generados en las ciudades europeas, que finalmente terminaron siendo modelos de los procesos de transformación en Latinoamérica. Esos entramados están tejidos por la organización de la vida social atravesada por la producción material, la economía y la generación de campos culturales, que diversifican y amplían las zonas de habitación y calidad de vida de los ciudadanos que se inscribieron en el mundo moderno y en los procesos de industrialización a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.
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Aquello que les otorga a nuestros pueblos el carácter de ciudad viene a ser el inicio del proceso industrial especializado, pues este permitió la diversificación de la producción que escapó a los campos de extracción de materiales para la construcción, como el ladrillo y las tejas, la producción de vidrio y las que se podían obtener de las explotaciones mineras que en realidad no tuvieron un alto grado de industrialización en Colombia, por lo menos hasta antes de los años cincuenta del siglo XX. Ese proceso inició con la implantación de industrias en el país y permitió que los centros escogidos fueran aquellos cuya infraestructura permitiera, por lo menos en términos de plazo, construir lo necesario para incentivar la llegada de migrantes, la especialización de servicios y la adecuación de lugares, edificaciones para el uso adecuado que exigía la vida moderna despuntando el siglo XX. Los desarrollos tecnológicos generados en otras latitudes habían hecho que una ciudad instalara redes de energía eléctrica en los años veinte, un proceso tardío comparado con el acontecido en ciudades como New York o París, pero igualmente importante en la medida en que la implicación de la luz artificial pudo extender las jornadas laborales y acentuar las posibilidades de crecimiento económico. Esto se vería reflejado en la aparición de una clase obrera con empleos fijos, junto con una gran población flotante, que se fue vinculando de manera esporádica a distintas actividades bajo la figura de mercados informales. A partir de la incorporación de estos elementos a los pueblos, principalmente a
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Panorama de Bogotá, costado noroccidental
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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las capitales nacionales, las ciudades fueron asociadas y sujetas a la idea moderna de progreso. Esto quizás explique por qué una ciudad como Bogotá pudo pasar de una población censada en 1918 de 143.994 habitantes a tener, en 1938, un total de 330.312 habitantes, para una rata de crecimiento geométrico anual del 43 % y una tasa media anual de crecimiento de 44 % (Censo General de Población 5 de julio de 1838, 1942, p. 17). Lo anterior significa que, entre 1918 y 1938, la población de Bogotá se duplicó. También estas cifras tienen otra dimensión para la lectura de la ciudad, puesto que una urbe con 143.994 habitantes no es igual a otra ciudad, aunque ocupe el mismo espacio, que veinte años después tenga el doble de su población. De tal forma que aunque se esté haciendo referencia a la Bogotá de la primera parte del siglo XX, es posible que al utilizar rangos demográficos se pueda estar hablando de ciudades distintas. Si a ello se agregan los cambios políticos, económicos y culturales, es posible que estos datos se refieran a unidades comparativas que permitan explicar el porqué de una situación, hecho o acontecimiento, en determinado momento, y cómo esas condiciones generan unas convenciones culturales que alteran la lectura del espacio, de lo urbano y de la ciudad. Lo que a la ciudad del 1918 le preocupaba y se constituía en algo fundamental, para la de 1938, posiblemente, había quedado en el olvido.
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Así, en el caso del matadero, la discusión sobre la construcción de un edificio central fue tema durante varias décadas. No obstante, después de 1934, fecha de la inauguración de la Plaza de Ferias aledaña a este, no se vuelve a pensar en estos edificios, salvo para reglamentar normas de higiene y para ubicarlos administrativamente bajo la Secretaría de Hacienda municipal. El crecimiento de las poblaciones trajo consigo la especialización de la economía. William Paul McGreevey (1975) señaló, en 1870, que el 1 % de la fuerza laboral estaba ubicada en actividades que se podían catalogar como pertenecientes al sector manufacturero moderno y que un porcentaje mayor lo hacía en actividades artesanales. Para 1925, este sector había crecido al 3,4 %. El mismo estudio de McGreevey señaló que en 1925, la Cepal calculó que un obrero industrial era más del doble de productivo que un trabajador en la agricultura o en actividades artesanales (p. 304). El crecimiento que más llamó la atención de McGreevey fue el salto reflejado en las tasas de crecimiento entre el sector textil y el sector procesador de alimentos, “los cuales exhibieron ritmos de expansión más altos en el decenio de 1930 que en cualquiera de los decenios subsiguientes” (p. 305). Estos datos de crecimiento económico desataron la creación de mercados relacionados con las fundiciones, cuchillerías, producción de ferretería y en general con todo aquello que implicó el uso del hierro. Lewis Mundford (1961), en su
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estudio sobre la ciudad en la historia, agrega que en las ciudades donde se tejieron líneas férreas aumentó la densidad de población, en particular en los alrededores de las grandes estaciones, en particular, en aquellas donde la industria comenzó a desarrollarse. Por esta razón no sorprende que el desarrollo industrial de la ciudad siguiera la ruta natural de expansión vinculada a las cercanías de la Estación de la Sabana, donde se establecieron mercados de todo tipo y se ubicaron plazas centrales de abastecimiento, con líneas de tranvía, aduanillas de control de mercancías y depósitos de desperdicios en los potreros que correspondieron a la zona de Puente Aranda. Además, estas rutas de expansión permitieron congregar a “una vasta reserva de miserables en el margen de la subsistencia, o sea lo que con eufemismo, se llamaría el mercado de mano de obra” (Mundford, 1961, p. 13). La transición de Bogotá hacia la industrialización conllevó un crecimiento de infraestructura, que al mismo tiempo congestionó la ciudad y la llenó de nuevos habitantes, nuevos personajes, nuevas formas de significar los espacios y de entender el significado del sentido urbano como condición de vida social. En medio de estas transformaciones estaban las fábricas. Mundford (1961) señala que la fábrica es el núcleo del organismo urbano, porque a ella se supeditan aspectos como los servicios públicos, los barrios adyacentes compuestos por obreros e incluso el mercado informal o la prostitución. Las fábricas se ubicaron en
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los espacios que poseían condiciones adecuadas para el tránsito de sus mercancías y, por lo general, evitaron los núcleos tradicionales o históricos, en los cuales continuaron concentrándose las actividades de la administración gubernamental y cultural, así como las financieras. Además se ubicaron en cercanías de las riveras de canales o ríos, ya que se podían servir del agua necesaria para las labores de producción e higiene. Asimismo, estas áreas se constituyeron en zonas de desecho, que resultaban ser más baratas que las administradas por el Estado o el municipio, […] por sobre todo, el río o el canal desempeñaba aún otra función importante: constituía basural más barato y más conveniente para todas las formas de desperdicios solubles o flotantes. La transformación de los ríos en cloacas abiertas fue una hazaña característica de la nueva economía. Resultados: envenenamiento de la vida acuática, destrucción de alimentos, contaminación de las aguas en forma tal que no resultaban aptas para bañarse. (Mundford, 1961, p. 13)
Por esta razón, en Bogotá, ríos como el San Francisco o el San Agustín terminaron siendo canalizados en la década de los años veinte. Las chimeneas fueron también reflejo de ese proceso de industriali-zación. Estas producían emanaciones otrora desconocidas. Paradójicamente, eran el reflejo del progreso, al tiempo que llenaban los cielos con columnas de humo negro que cambiaron el color de los cielos sobre las ciudades; de forma que las
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industrias, cuyos desechos eran nefastos para la población humana, construyeron chimeneas donde se quemaban los residuos, lo cual multiplicó los efectos sobre el ambiente de la ciudad. En el caso del Matadero Municipal, esto significó un doble efecto de contaminación: por un lado, los desechos que caían a los canales y, por otro, el humo producto de la quema de desechos cárnicos, que elevaban al ambiente los olores de las quemas orgánicas. Todo sucedía al mismo tiempo que las máquinas de vapor del ferrocarril introducían el ruido, las columnas de humo y el tránsito de personas y mercancías que llegaba a diario a la ciudad, mientras la prensa registraba la construcción de nuevas redes ferroviarias en buena parte del país. A su vez, el parque automotor inundaba las polvorientas calles, lo cual obligó a la administración municipal a pavimentar la carrera 7a en el año de 1928 y hacer lo mismo con la mayoría de barrios del centro histórico. Todo esto sucedió mientras que la ciudad asistía atónita ante el despegue industrial que adolecía de todo control ambiental, puesto que, salvo algunas disposiciones de higiene, no se disponía de una legislación al respecto. Hasta ese momento, ciudad no significaba ambiente. De esta manera, el mundo industrial fue desplazando al mundo artesanal, que finalmente quedó restringido a enclaves urbanos tradicionales, a espacios ubicados en las plazas de mercado o a poblaciones urbanas más o menos cercanas, cuyo único sustento económico fue la especialización precisamente en eso que la ciudad dejó de lado: las artesanías.
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Samuel Jaramillo (1981) comenta que la concepción de ciudad era muy distinta a la que se tiene hoy y que, por ejemplo, calles como el Paseo Bolívar, a pesar de que son referenciados por distintas fuentes, no aparece en los mapas oficiales, puesto que, si bien este era una calle popular, no se percibía como una zona integrada a la ciudad: “era tan extraño el Paseo de Bolívar a las pautas de utilización del espacio de las capas dominantes, que inclusive no se le consideraba ciudad” (p. 72). Esto significa que a pesar de que un lugar exista en un conjunto de significación social, esto no implica que aquel esté integrado a este. Es decir, a los ojos de un observador externo puede ser parte del texto que en este caso significa ciudad, para los habitantes del momento puede ser precisamente lo contrario, la “no ciudad”. En ese sentido, ciudad podía significar lo que la clase dominante significaba y no lo que los académicos o los observadores desde el siglo XXI significamos. Asimismo, la vivienda se convirtió en un problema administrativo y social que pasaba por su calidad y la evidente diferencia entre los sectores dominantes y los sectores populares. José María Samper (1969) describió los tipos de casas y algunas de las características en Bogotá para 1896. Se cree que esas condiciones no variaron positivamente, en el sentido de una mejora de la calidad de vida, durante las décadas siguientes, sino hasta pasados los años treinta: El lujo privado se exhibe en casi todos los edificios. Fachadas de palacio para viviendas privadas, y estrechez en el interior son los principales caracteres de la
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Panorama de Bogotá
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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nueva edificación. Esta la ha exigido el considerable aumento de población, no obstante lo que en contrario dice la estadística. En la nueva casucha de los barrios apartados del centro, la fachada de piedra, recargada de adornos, hace lucir el mal gusto, y el alza extraordinaria del precio de las áreas y de los materiales de construcción, obliga a reducir el espacio destinado a las viviendas. En la parte central se reconstruyen las antiguas casas, pero dividiéndolas en dos o tres. En muchas de ellas las escaleras son sifones que no dan paso a los pianos, a los escaparates ni a los inquilinos demasiado voluminosos, de manera que todo ello hay que izarlo o bajarlo por medio de poleas o de andamios para que entre o salga por los balcones. (p. 148)
La vivienda se volvió un problema para las administraciones municipales, las cuales vieron cómo crecía la ciudad sin que existiera la posibilidad de garantizar una cobertura total de servicios públicos. El hacinamiento fue considerado y tratado por algunos como el reflejo de la pérdida de la identidad y de lo tradicional en la ciudad. Esos cambios, detectables solo a partir de las descripciones realizadas por meticulosos observadores de su tiempo, dan cuenta de cómo el texto de la ciudad se transformó. No se trató de una evolución o de una simple descripción, sino de la reconstrucción de imágenes mentales atravesadas por las miradas de quienes escribieron esos documentos, los cuales son vistos por el historiador como una especie de reencarnación donde se ve todo en primera persona.
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De esta manera, los cambios que se fueron dando en las antiguas casonas, como las que describe Eduardo Caballero Calderón (1987) en sus ya clásicas Memorias infantiles, habían iniciado su declive a finales del siglo XIX y seguramente eran pocas las que quedaban a fines de la década de los años treinta, sobre todo si se tienen en cuenta los datos de población referidos con anterioridad. Lo que se puede detectar es que se había iniciado el abandono del centro de la ciudad, por parte de los sectores dominantes, hacia la periferia norte y se empezaba a tejer el imaginario relacionado con el norte-rico y el sur-pobre, donde los sectores populares iban ocupando las zonas abandonadas por los más ricos. Julián Páez (1915), columnista de El Tiempo, realizó la siguiente descripción que da cuenta de lo anterior y que señala algunos de los grandes problemas que aquejan la ciudad hasta el presente: Antaño la familia pobre, por mucho que lo fuera, no carecía de ciertas comodidades esenciales a la vida de hogar; tenía su casita, pequeña y todo lo que quisiera, pero casita propia, en la cual los miembros de la familia gozaban de perfecta independencia y eran señores y dueños de hacer y deshacer a todo gusto y capricho, señoril, a la vez libre y sigilosa, independiente y discreta que constituye la santidad del hogar, la augusta grandeza del hombre. Ogaño, el crecimiento y desarrollo de la población, la septuplicación de los habitantes, la miseria que acosa a la mayor parte de estos, y las costumbres y necesidades de la vida moderna,
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que algunos han dado en llamar civilizada, necesidades y costumbres que anulan toda la libertad y matan toda discreción; ogaño, digo [sic], todas las cosas que he apuntado han dado al traste con los hogares pobres y han reducido a los que a tal gremio pertenecen, a llevar vida mancomunada, fraternal y de vecinos sin que entre ellos media el más leve interés común, sin que los ligue un afecto, sin que se conozcan siquiera. Las casas espaciosas de antaño, que aun no han sido reformadas, o subdivididas en cuatro o cinco casitas modernas, presentan hoy el servicio de hospederías, en las que, al capricho de arrendadores y mediante ligeras reformas, toda pieza, todo pasillo, todo rincón, todo corredor recibe el pomposo nombre de “departamento”. De modo que la antigua vida de hogar, sigilosa, cariñosa y dulcemente discreta, hoy está convertida en una vida “departamental”, en que el sigilo y la discreción, y sobre todo la independencia señorial del santo viejo hogar, son totalmente desconocidos. Pues bien: yo soy uno de los matriculados en esa vida departamental de que he venido hablando; vivo en un cuartucho de una de las más espaciosas casas de la antigua Santafé, en la cual tengo por colegas unos cincuenta individuos, fuera de gatos y perros, loros y ratas, pulgas y otros microbios a quienes no tengo el honor de conocer. (Páez, 1915, p. 3)
Las escenas de la vida cotidiana se ven reflejadas en la vida urbana de las primeras décadas en Bogotá. Páez se queja de que debe compartir su “cuartucho” ubicado en una casa donde viven más de cincuenta personas. Posiblemente haya una exageración en el número de personas, pero lo que se aprecia es que el inquilinato
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estaba tomándose el centro de la ciudad. Paéz habla de la presencia de gatos, loros, perros y ratas, así como del lloriqueo de varios niños y los gritos de regaño de las correspondientes madres. Esa sinfonía es acompañada por el diálogo de una vecina que se sorprende ante los precios de los productos que su criada ha comprado en la plaza de mercado:
— Una libra de papa, $ 4, dice la criada, — ¡Jesús santísimo! —Exclama la señora— — Un plátano, $ 7. — ¡Cristo bendito, ampáranos! — La libra de manteca a $36 — Santos apóstoles, defiéndenos!. — Una libra de arroz a $ 14 — ¡María Santísima, escúchanos! — Un gajito de cebolla $3. — ¡Santo ángel de mi guarda, ampárame! — Y este culantro, cominos y sal que compré $5. — ¡Mujer, me crucificas! (p. 3)
La escena refleja el pasado, aún presente en la cotidianidad urbana, aunque esta vez se encuentra cargada de una fuerte presencia en la mentalidad y retórica religiosa que se explica como una forma de retener la tradición y donde el aumento de
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Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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los precios no puede ser otra cosa que el sinónimo de la pérdida de lo bueno, de las costumbres, quizás hasta del camino de Dios. Adicionalmente, este cambio se asumió como una especie de castigo para lo cual se pedía la ayuda de santos y ángeles, como una especie de intercesores en los asuntos económicos de la vida en la ciudad y en particular de las actividades en plazas y mercados. Esta es una forma simbólica, mediante la cual el ejercicio discursivo de la remembranza religiosa amparada en la fe y las creencias se convierten en especie de exorcismo social para liberar al sujeto de lo que, a su vez, parece inevitable: el cambio de las relaciones sociales urbanas. En el inquilinato se viven los dramas de las viudas, de las madres cabezas de familia, de los niños huérfanos, de los arruinados y de los desposeídos que deben buscar la forma para pagar la renta y de conseguir recursos para comprar alimentos en los mercados. Las visiones románticas de la Bogotá de antes de 1948 se esfuman ante los relatos de la cotidianidad, que permiten escribir y leer otra ciudad. Ante estas historias, el historiador, antes de dar cualquier explicación, no tiene otra opción que dejar que los textos hablen por sí mismos, lo que equivale a que la ciudad se exprese por medio de sus habitantes y de sus interlocutores: Una anciana señora, que debió de pertenecer a la más alta estirpe santafereña, y que hoy se halla ciega y reducida a la última pobreza, vive en el cuarto vecino con su hija de unos diez y siete años. Este girón de hogar que madre e hija forman,
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santo, simpático y sigiloso, tiene una historia sencilla y conmovedora: la señora , a la muerte de su esposo, ocurrida hace unos diez años, quedó con dos hijos, un varón a quien no conocí, y la niña que la acompaña, ambos en edad tierna; viuda ya y reducida a la escases por la muerte de su esposo, se entregó por completo a la difícil tarea de mantener y educar a sus hijos, en la cual tarea perdió la vista hace unos cinco años; el varoncito, mayor que la niña, de carácter aventurero y alborotado, emprendió un viaje con el objeto de hacer algún negocio para lo cual obtuvo un préstamo, algunos dineros, de los que hicieron parte los pequeños ahorros de la familia, y al llegar a la primera ciudad que encontró en su camino, jugó y perdió lo que llevaba, y luego se dio un balazo. Hace ya tres años que esto pasó, pero la pobre madre lo ignora: ella cree que su hijo se encuentra trabajando con provecho en alguna ciudad de Norteamérica; de él recibe cartas y dinero por cada correo mensual, y está esperándolo para que el fin del presente año, porque él le ha ofrecido que vendrá. A todas las personas que visitan a la señora, les da con alegría las noticias que ha sabido de su hijo, les habla con entusiasmo de la bondad de este, de su formalidad, de su puntualidad; gracias a él y a sus auxilios mensuales, ella y su hijita no carecen de nada, pagan cumplidamente su vivienda y no les falta para comer. […] Entretanto la niña, el precioso ángel aquel, aprovecha que su madre duerme para escribir las cartas que de su hermano han de llegar, y sigue cociendo y bordando, dando clases de modistería y piano, a fin de que nada falte a su madre de poder seguir sosteniendo su celestial mentira. (p. 3)
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Las imágenes derivadas de la anterior descripción proyectan al mismo tiempo los temores y las angustias de quien las escribe, pues obviamente Julián Páez no hace este relato para regocijarse de su estado o para lamentarse de este, sino para evocar unas realidades que lo acompañan casi de manera fantasiosa. Durant (1981) dice, parafraseando a Bergson, que: “el tiempo del hombre es la posibilidad de contar su pasado y de premeditar su futuro, como también de novelar su actualidad”. ¿Quién no ve que hay abuso y perversión de la temporalidad? ¿Quién no ve que “contar”, “premeditar”, “novelar”, son actividades contribuyentes de la función fantástica y que escapan precisamente al devenir fatal? (Durant, 1981, p. 382)
Durant señala que la construcción de este tipo de memorias aparece a la luz de muchos observadores como incompatibles con la visión tradicional de la historia y del tiempo. No obstante, recuerda que la memoria es un acto de resistencia de la duración a la materia puramente espacial e intelectual: “la memoria y la imagen del lado de la duración y del espíritu se oponen a la inteligencia y a la materia del lado del espacio” (p. 382). En este caso, según Durant, la memoria, a pesar de que tenga tintes fantásticos, que pueden ser desde luego dramáticos, tristes o alegres, permite volver al pasado y tiene la autorización “en parte la reparación de los ultrajes del tiempo. La
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memoria pertenece al terreno de lo fantástico puesto que arregla estéticamente el recuerdo” (p. 383). Al pertenecer al campo de lo fantástico, permite ubicar en distintos tiempos una situación, de tal manera que una descripción leída a la luz de las condiciones de 1915, como la relatada anteriormente, puede ser entendida en el presente 2013 o en cualquier otro momento de la vida social de la ciudad. En este caso, la vivienda, el espacio, aparece como un lugar que es recreado, construido si se quiere, por la memoria de quienes lo habitan que son, finalmente, quienes lo significan y le dan sentido. Por otro lado, estaban las propiedades que se extendían más allá de los linderos de la ciudad y que constituyeron la Sabana de Bogotá, las cuales estaban habitadas por campesinos y hacendados en vías de extinción. Tomas Rueda Vargas 1936 afirmó que: [...] ninguna hacienda, permanece siquiera por dos generaciones en una misma familia. Cada cierto tiempo van pasando de los campesinos netos a los agiotistas, a los comerciantes, y sigue dando la vuelta sin que jamás se forme entre nosotros una verdadera clase campesina. (p. 165).
Esta anotación la hace Tomás Rueda Vargas desde la estancia de Santa Ana en Usaquén, en enero de 1935, luego de su viaje por Europa. En este escrito se quejó de ver cómo los antiguos campesinos que otrora vivían a orillas de pequeños ríos en la Sabana, que se levantaban con las gallinas y trabajaban hasta el último destello
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de luz solar, ahora deambulaban por las calles de la ciudad bajo unos niveles de indigencia, que señalaban la muerte de una forma de vida y la aparición de otra: [...] cuando regresé del exterior se había borrado del paisaje sabanero aquel motivo que encerraba tan fuerte sabor terrígeno. Los sobrevivientes del grupo fantástico de árabes, vegetaban tristemente en la ciudad. Enredadas en papeles, una a una, se fueron de sus manos las fincas hechas, cultivas, redondeadas con el sudor de la frente. Zarandeados por la Santa Hermandad de los acreedores, entraron y salieron por diversas oficinas, pusieron lenta, temerosamente, muchas veces en gruesos caracteres su firma honrada y leal, donde le señalaba el índice de un empleado bien vestido.Y al final, sin saber ellos como, ni porque, se encontraron desmontados, ambulando por las calles grises de la parroquia grande. Muchas veces les vi sentados en los bancos de los parques, encasquetado el coco hasta las cejas, haciendo con la punta del paraguas burgués, dibujos sobre la arena pulida del sendero artificial. (p. 169)
Es posible que la descripción de Rueda Vargas esté afectada por su viaje a Europa, y que la comparación con los paisajes de su visita y de su memoria puedan ser exagerados, lo que no impide al historiador tenerlo en cuenta en todo caso como un descriptor que posiblemente contiene mucha veracidad a pesar de ello. Lo anterior se puede contrastar con estudios posteriores. En términos de propiedad, en la década de los años treinta se percibió el efecto de la crisis económica
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mundial, que hizo que antiguos propietarios de grandes haciendas ganaderas en la Sabana perdieran sus propiedades a manos de acreedores, que básicamente estaban distanciados de las actividades agropecuarias, y que pensaron en destinar esos terrenos a procesos de parcelación y urbanización o a la venta a terceros. Esto “facilitó y aceleró el fraccionamiento de tierra periurbana con destino a nuevos desarrollos de vivienda” (Jaramillo, 1981, p. 74). Samuel Jaramillo (1981) agrega que un factor poco conocido en este proceso tuvo que ver con la aparición, en la década de los años treinta, de barrios como Las Ferias o la Estrada, “distantes 10 kilómetros del límite urbanizado cuando el casco central no llegaba a los 4 kilómetros” (p. 74). Lo mismo ocurría con Chapinero, un barrio distante 5 kilómetros del casco urbano central, el cual fue integrado mediante el suministro de servicios públicos y las líneas de tranvía, lo que a la postre facilitó el proceso de urbanización a su alrededor. De la misma manera, el consumo de materiales de construcción fue en aumento, en particular la producción de cemento, que según Carlos Díaz (citado por Jaramillo, 1981) se refleja en una proporción para 1928 del 5,9 % en todo el país, para 1937 del 74,0 % y en 1948 del 92,7 % (Jaramillo, 1981, p. 77). Desde luego, Bogotá era el principal mercado para este sector, y si esas cifras se analizan desde la reorganización del sistema financiero generada a finales de la década de los años veinte; la presencia de la misión alemana, y la integración al
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Centro de Bogotá
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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mercado en Wall Street de la Bolsa de Colombia en 1927, que permitió acceder a créditos paulatinos para la construcción, se entiende por qué se da el proceso de aceleración en el crecimiento urbano de la ciudad, en la década de los años treinta, aún a costa de la depresión económica mundial. Una cosa era construir viviendas y otra las condiciones que estas tenían. En muchos casos eran antihigiénicas, carentes de servicio de agua y de alcantarillado. En la prensa se repetían a diario pautas publicitarias relacionadas con el control de piojos, pulgas y ratas, al lado de la venta de cosméticos para la belleza y drogas milagrosas para tratar todo tipo de enfermedades. Estas pautas aumentaron después de 1918, cuando la peste española azotó a los habitantes de la ciudad. Esta será entonces una directriz en la significación de ciudad, relacionada con la higiene y la salud pública, mediante la cual los desechos humanos deberían tener un lugar específico tanto como los que se ocasionaban por el comercio de productos orgánicos en plazas y mataderos de la ciudad. Lo mismo ocurrió con sus habitantes quienes empezaron a desvelarse por la publicidad de los periódicos que describían otras realidades urbanas en el mundo, principalmente las europeas. Aspectos como la higiene y la belleza eran exaltados en ciudades como París, desde donde se referenciaba la naciente sociedad de consumo occidental que se vendía bajo el título de “moda”, y esa moda tenía sectores específicos. Los anuncios publicitarios se presentaban inicialmente
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como datos informativos y tenían la apariencia de ser artículos periodísticos que recomendaban y orientaban en temas de salud y moda, y que promocionaban productos de manera discreta. Esto se entiende en razón de las costumbres tradicionales relacionadas con la higiene, la estética y la moda. A pesar de que se tenían referentes acerca de las costumbres y modas en Europa, estas continuaban siendo sostenidas por rumores, ante la ausencia de revistas masivas y medios que pudieran llevar a hombres y mujeres una idea distinta. Por tanto, los anuncios se esforzaban en hacer las dos cosas: ilustrar acerca de lo que se consideraban como problemas para la salud y la belleza, como el acné, la piel o el cabello y, desde luego, vender. Uno de los sectores sobre los cuales se enfocó tal publicidad fue el sector femenino, que para la década de los años veinte empezó a integrarse a la población económicamente activa. Rowbotham (1980) afirma que por ejemplo “los cosméticos ya no se aplicaban secretamente. En los años veinte la moda dictaba que debían verse. Era como si las mujeres estuviesen obligadas a prepararse una máscara para hacer frente al extraño nuevo mundo masculino que estaban invadiendo” (p. 165) y lo más importante, los fabricantes de cosméticos eran generalmente mujeres. Esa proyección de imagen de feminidad, enmarcada en el uso de cosméticos, champú, medicinas y ungüentos milagrosos para perpetuar la juventud, fue proyectada desde la prensa, las revistas y el cine, con el objetivo
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de convertir la feminidad en un “espejismo accesible en el mercado, ocultando la miseria económica y sexual detrás de los millones invertidos y el aburrimiento y la frustración que continuaban en el mundo real, fuera de la sala de cine” (Rowbotham, 1980, p. 164). Al tiempo, la publicidad en general inicia el proceso del olvido de lo desagradable, nauseabundo, mal oliente y sucio que se podía sentir y ver en los muladares, las plazas y los mataderos. Para ser Bogotá una ciudad apenas un poco más grande que un pueblo en la década de los años veinte, sorprende la velocidad con la que sus gentes querían integrarse a ese proceso modernizador y civilizatorio, que en realidad la fue incorporando al mundo capitalista occidental. Por ello, para los “nuevos” ciudadanos de Bogotá, sucios y desagradables para las elites fueron también los campesinos, los indígenas, los gamines y los sectores pobres. Estos se convirtieron en parte de lo que había que obviar o quizás olvidar. Esto se daba sin mayor discriminación, porque en realidad aún no se evidenciaba una estratificación económica o cultural en función de la relación norte-rico y sur-pobre, pese a que en realidad existían unos sectores dominantes “cultos”, y otros que apenas se asomaban bajo la relación de “pueblo” y “popular” en relación con la idea de pobreza. Quienes se hicieron presentes en la década de los años veinte fueron los obreros; las mujeres trabajadoras, a pesar de que eran muy criticadas, y los niños de la calle llamados gamines. Asimismo, aparecieron problemas como los bajos salarios, el descontento social, las cifras de desempleo
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y las multitudes que se expresaban políticamente contra las administraciones, como el caso de las manifestaciones del 6 y 7 de junio de 1929, contra la llamada “rosca” política de la ciudad, que intentaban sacar de su cargo al alcalde Luis Augusto Cuervo.2 Ese proceso marcó también el decline del cachaco como expresión de la tradición del otrora pueblo y señaló la presencia de nuevos actores sociales como el sector de los estudiantes en la ciudad. Ellos se convirtieron en los sensores de la década, mediante los cuales fluyeron las discusiones en torno a la cultura, la política, la educación y las reformas administrativas y económicas. Los estudiantes de los años veinte serían a la postre los gobernantes de las décadas siguientes y los actores representativos en el texto de la ciudad.
Bogotá era, en palabras de Nicolás Bayona, un espacio gris: [...] en donde cada habitante al pasear analizaba sus diversiones y encontraba que no era un sitio deseable, pero nadie quería dejarlo. ¿Por qué? Pocos lo saben, todo kilómetro de ferrocarril y de carretera que se va construyendo sirve en un principio para una sola cosa: para traer a Bogotá las gentes que guardaban un camino fácil, nada más. Todos alabamos las cualidades mercantiles de lejanas comarcas. Nadie aspira a vivir en ellas. (1988, p. 377)
2 Al terminar esta manifestación, en las horas de la noche, se presentó un hecho que alteró la paz de la ciudad. Un grupo de estudiantes fue recibido con disparos por parte de la fuerza pública, lo que dejó como saldo la muerte de Gonzalo Bravo, estudiante de la Universidad Nacional, lo que generó el repudio general y la salida del alcalde y de su gabinete.
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Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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Como se vio anteriormente, los sectores obreros se fueron ubicando en frentes de ampliación urbana, particularmente en las zonas sur y occidental, rodeando los bordes industriales y las economías artesanales y de subsistencia. Allí fue naciendo la dicotomía clara en la representación del imaginario de pobreza y riqueza: el norte-rico y el sur-pobre que caracterizó a la ciudad en las décadas posteriores. Por otro lado, los grupos de ingresos fueron creciendo en la medida en que se iniciaron los procesos de industrialización, en particular a partir de los cambios y reformas impulsados por los gobiernos liberales desde 1930. Estos sectores se fueron ubicando en zonas próximas a la de los grupos más adinerados. También, los sectores obreros fueron constituyendo frentes de expansión hacia el occidente en torno a la zona principalmente conocida como Puente Aranda. De esta forma se crearon nodos populares compuestos por trabajadores llegados de distintas regiones del país. Poco a poco se empezó a observar que las zonas que abandonaban los ricos fueron ocupadas por los sectores medios ascendentes y luego por los sectores pobres, lo que llevó a que zonas otrora exclusivas fueran, a la postre, áreas marginales compuestas por inquilinatos y núcleos de pobreza extrema, como ocurrió con el barrio Santa Inés. También se estableció el barrio Teusaquillo y se inició el desplazamiento hacia Chapinero. En los años cincuenta, el sector de poblamiento hacia el norte fue El Chicó y hacia los años sesenta y setenta, los
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predios de la Pepe Sierra hacia el norte. Por el sur, Egipto, las Cruces, el 20 de Julio y la zona occidental cercana a Puente Aranda, con barrios como la Estanzulea y el Ricaurte constituyeron los barrios de los migrantes y sectores populares hasta la mitad de los años cincuenta. Posteriormente, el modelo de autoconstrucción impulsado por urbanizadores piratas contribuyó a expandir la ciudad sobre los bordes de la cordillera en las zonas sur oriental y en las cercanías a los municipios que poco a poco fueron anexados como Bosa, Usme y en el occidente Fontibón y Engativa. Otro aspecto importante tuvo que ver con la vida cultural de la ciudad. La vida nocturna era prácticamente nula a comienzos del siglo. Álvaro Tirado Mejía señala que fuera de visitar parientes y amistades íntimas, asistir a bailes en ocasiones especiales, hacer eventualmente una salida al teatro o participar en una celebración colectiva de fiestas religiosas, lo más común era que las familias se reunieran los domingos en la casa de los abuelos a compartir el almuerzo o ir en tren hasta Fontibón a comer gallina y si el paseo era más largo, el destino era el Salto de Tequendama (1989, p. 348). En el transcurso de las primeras décadas, las formas de concebir y emplear el tiempo libre cambian radicalmente a raíz de una serie de novedades importadas: el cine, los deportes, otros ritmos musicales como el tango y los bailes se fueron popularizando poco a poco. Paulatinamente tuvieron acogida los teatros, los
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circos de toros, los billares y los cafés que influyeron en la conformación del prototipo bogotano de esas décadas. Los cafés eran visitados por hombres, allí se bebía cerveza, gaseosa, ron, aguardiente o simplemente café. Estos tomaron tanto auge que desplazaron a las boticas, barberías, sastrerías, librerías y atrios de las iglesias como sitios de tertulia masculina. En estos lugares se hacían negocios, se intercambiaban ideas políticas y se hacían amigos y enemigos. Los cafés se extendieron por toda la ciudad, principalmente cerca de plazas y mercados. Los primeros cafés de la ciudad aparecieron a finales del siglo XIX a semejanzas de los que existían en Europa. Estos se convirtieron en espacios de sociabilidad para comerciantes, estudiantes, periodistas, artistas, escritores y políticos. Se hicieron célebres el Riviere, la Cigarra, el Automático o aquellos que se encontraban en hoteles como el Ritz, el Granada o el Continental. Almorzar en un restaurante era cosa que hacían pocas personas, no precisamente los de “ruana”. Los restaurantes más tradicionales eran La Gata Golosa y el Monte Blanco, que quedaban en la Avenida Jiménez con séptima, este último, era el lugar a donde se dirigía Jorge Eliécer Gaitán cuando fue asesinado el 9 de abril de 1948. Junto con los cafés llegaron también los estudiantes y, con ellos, los carnavales. Los festivales estudiantiles vinieron a darle un nuevo aire a una ciudad como Bogotá en la década de los veinte, pues esta había sido azotada por los efectos de la gripa española en 1918, la cual dejó cientos de muertos. Los estudiantes empezaron a
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tener una vida distinta, ya que los festivales se convirtieron en motivadores para una rutina en ciudades donde poco o nada pasaba. El estudiante asistía a los cafés, a los festivales estudiantiles y a cuanta agitación política se diera, pues, a diferencia de hoy, la música, los juegos, la vida nocturna estaba restringida en Bogotá y mucho más en las regiones. Escasamente los teatros y el recién llegado cine ofrecieron otras opciones para dedicarse a actividades distintas a las escolares. Los estudiantes fueron importantes para las políticas públicas de la década del veinte e involucraron a las autoridades civiles al punto de que el carnaval se convirtió en parte de la política pública de la época. Los festivales y los lugares que se dedicaron a los jóvenes masivos y ocuparon calles y plazas de la ciudad. En 1925 se inauguró la Casa del Estudiante y por la Ley 33 de ese año se estableció la Fiesta del Estudiante Colombiano (González, 2005). Además, se constituyó la avenida Plaza del Estudiante, hoy parque de los Mártires, y se amplió el Festival Estudiantil o Carnaval de los Estudiantes, en el cual los reinados, los desfiles y las actividades deportivas alteraban la cotidianidad de la ciudad. A pesar de la dinámica que estos eventos generaron, los detractores se ensañaban contra las fiestas y los carnavales: “en Bogotá toda celebración resulta fúnebre dado que somos un pueblo triste, callado, lúgubre, quieto. Somos un pueblo de cartuchos agonizantes” (El Espectador, 15 de septiembre 1921). Tal como ocurre hoy, las actividades estudiantiles venían acompañadas de disfraces, frente a lo cual la Junta del Carnaval advertía que:
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La Junta no responde de los deterioros personales que puedan ocurrir contra las personas que no usen disfraz en ese día, [...] o causar daño a aquellos individuos no estudiantes, que, por circunstancias especiales o por voluntad, no puedan disfrazarse en dicho día. (El Tiempo, 17 de septiembre de 1924, p. 3).
Algunos sectores conservadores, por su parte, criticaron los carnavales. Ellos hacían parte de la expresión que quedó encerrada entre el legado decimonónico y los nuevos tiempos; de igual forma, estos sectores quedaron plasmados en el choque generacional, lo que igualmente fue aprovechado por la publicidad en la prensa: “Guayabo estudiantil: El único antídoto, eficaz para antes del carnaval, para el carnaval y para después del carnaval: limonada ‘El Águila’” (El Tiempo, 17 de septiembre 1924, p. tercera 3). También lo hicieron quienes vendían ropa y otros enseres: “Para facilitar la compra de vestidos y corbatas para la fiesta del estudiante, concederemos hasta el presente de este mes, un descuento del 10 por 100 sobre los primeros y de 20 por cien sobre los segundos –Almacén del día” (p. 6). El historiador Marcos González (2005) indica que algunos planteles, como el Colegio San Bartolomé, prohibieron la participación de sus estudiantes en los regocijos estudiantiles bajo la amenaza de la expulsión si se disfrazaban, Otros colegios, como el Gimnasio Moderno de la mano de sus directivos, los señores Tomas Rueda Vargas y Agustín Nieto Caballero, apoyaban los eventos y
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cedían gratuitamente sus instalaciones para los actos programados. Por su parte los sectores más tradicionales llamaban la atención diciendo que los bogotanos eran gente que no sabían divertirse colectivamente y pedían moderación en el consumo de licor, así como el destierro de las fiestas de los estudiantes. La fiesta de los estudiantes se celebraba el 21 de septiembre.3 En esta fecha se organizaba un carnaval en el cual colaboraba la sociedad bogotana, las facultades y colegios, los diferentes clubs de la ciudad; este evento constituía un acontecimiento nacional. El torneo que precedía a la elección de las candidatas al trono del reinado estudiantil era uno de los episodios más interesantes de aquellos festejos, cuando las murgas recorrían la ciudad en abigarrada trashumancia, poniendo un toque de alegre entusiasmo a la preparación de los diferentes actos (El Tiempo, 27 de mayo 1941, p. 7). También elaboraron una bandera con los colores verde y blanco, “que se deposita ceremonialmente en una facultad diferente cada año y el himno del estudiante, símbolos que bajo las consignas de mejoramiento y de progreso circulan en los ‘cortejos estudiantiles’ de 1921, como imaginario de estas generaciones” (González, 2005, p. 109). En 1931 no se realizaron los festivales por motivos económicos, lo que generó una posición de editorialistas en la cual se aseguraba que el carnaval había 3
Esta fecha fue acogida en 1908 durante el Primer Congreso Internacional de Estudiantes Americanos en Montevideo (González, 2005, p. 109).
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Plaza central de mercado
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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muerto, afirmando que ese tipo de fiesta era ya un fracaso en todo el mundo, no solo por razones económicas, sino también por esa algarabía funambulesca, casi siempre antiestética de mascaras, la cual —según los críticos del carnaval— no respondía a los sentimientos modernos. El Tiempo, en su editorial, acusó a la fiesta estudiantil de diversión exótica que siempre degeneraba en bacanales; asimismo, la condenaba a no ser avalada por la juventud, para que no encontraran apropiado salir a la calles disfrazados de payaso para galantear mujeres que, muchas veces, escondían una fealdad espantable debajo de la mascarita (El Tiempo, 12 de julio de 1931). En 1933, los festivales estudiantiles contaron con la participación de los colegios y las universidades de la ciudad, algunas autoridades y la de Pericles Carnaval, el símbolo de la festividad, al igual que los tradicionales reinados y las murgas (Hay gran entusiasmo por la fiesta estudiantil este año. El Tiempo, 22 de junio de 1933, p. 12). En los años cuarenta se realizaron otros festivales y aunque fueron presentados como la continuación de los celebrados en los años veinte, estos no alcanzaron su impacto ni trascendencia. Los festivales estudiantiles dieron cuenta de la toma de los espacios públicos, pero también fueron parte de ese proceso de modernización cultural y espacial al que la ciudad se vio sometida. Después de abril de 1948, los carnavales desaparecieron y fueron reemplazados por festivales en cada universidad y finalmente por las llamadas semanas universitarias,
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que se realizan ahora en la mayoría de los claustros de educación superior de la ciudad. La similitud entre la desaparición de edificios luego de El Bogotazo y el final de eventos como el carnaval de los estudiantes marcan puntos comparativos que pueden tener relación con el giro político del país después de esa fecha.
El proceso “civilizatorio” en Bogotá en la década de los años veinte
José María Samper (1969) describe la ciudad en 1867: Las calles y plazas de la ciudad están infestadas de rateros, ebrios, lazarinos, holgazanes y aun locos. Hay calles y sitios que hasta cierto punto les perteneces como domicilio, y no falta entre ellos persona que, so pretexto de insensatez, vierta sin interrupción torrentes de palabras obscenas, que son otras tantas puñaladas dirigidas contra la inocencia del niño o el pudor de la mujer. (p. 10)
Agrega El estado de las calles es propia para mantener la insalubridad. El servicio o abasto de agua es tal, que las casas que deben recibirla bajarán pronto de precio como grabadas por un censo en favor de albañiles y del fontanero. El alumbrado exceptuando algunas las pocas calles del comercio, nos viene de la luna. En fin, la administración municipal es poco menos que nula, debido en mucha parte a que ella fue también despojada de sus cuantiosos bienes. (p. 11)
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Si bien Samper reconoce mejoras en los informes posteriores de 1897, también es importante observar que ese debate se daba no solo en Bogotá, sino también en otras ciudades del mundo y que este obedecía a los procesos de modernización que tuvieron que llevar a cabo ciudades como Londres o París. Esa discusión se centró, entre otras cosas, en el problema de la higiene y la salud pública, y con la crisis fiscal generada por el sobre endeudamiento del municipio, que ocasionó el cambio de varios mandatario locales en pocos años. Además, estuvo la discusión por la necesidad de construir un matadero central que reemplazara los existentes. La construcción de los edificios del Matadero Municipal (1929) y la Plaza de Ferias (1934) obedecen a una necesidad de la ciudad, que demandaba un emplazamiento fuera de ella para el tratamiento de las carnes, al mismo tiempo que se desarrollaban planes de modernización y se daban pautas de transformación de una cultura hasta ese momento muy provincial.
Estos argumentos permiten relacionar tres aspectos iniciales, los cuales fueron parte de la discusión en la ciudad, principalmente entre 1924 y 1934, pero que son parte de la herencia del siglo XIX. El primero, Bogotá se estaba convirtiendo en una ciudad en vías de entenderse como capital, con todos los pro y contra de las ciudades occidentalizadas. Esos cambios generaban transformaciones en la infraestructura de servicios públicos, adecuación y pavimentación de vías para los automóviles, instalación de redes eléctricas y telefónicas, ampliación e integración del sistema ferroviario con el país, implementación de pistas de aterrizaje para los vuelos
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esporádicos, de aerolíneas como la Sociedad Colombo Alemana de Transporte Aéreo SCADTA, la necesidad de ampliar la cobertura educativa y de tener unos mínimos de seguridad ciudadana, además de contar con un sistema de hospitales y servicios de atención prioritaria, entre otras cosas. También estuvieron los cambios socioculturales, que llevaron al ciudadano del común a entenderse como parte de una nueva estructura urbana que estaba modificando sus tradiciones y sus costumbres. La modificación del espacio urbano llevó consigo la necesidad de resignificar las prácticas sociales y culturales de la población, ajustándola a realidades para las cuales, no estaban educados. Como vimos antes, el casco urbano pasaba de ser entendido y significado bajo la figura parroquial centralizada de control, propia de un pueblo tranquilo con una herencia colonial, a una ciudad en crecimiento, cubierta por el ruido de los automotores, las nubes de polvo de las calles sin pavimentar, los olores fétidos producidos por los mercados, los mataderos y los caños que se habían convertido en muladares, así como las basuras en descomposición que eran arrojadas a las calles y alcantarillas. Asimismo, albergaba una clase política que trataba de acomodarse a las nuevas condiciones y necesidades de la ciudad y que hasta la década de los veinte, la había administrado como si se tratara de un pueblo del siglo XIX. A pesar de que las estructuras tradicionales se mantenían, al mismo tiempo eventos de impacto social con orígenes externos, fueron obligando a la población a tejer nuevas formas de sociabilidad más horizontales. Así, las
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viejas formas del poder político sostenido sobre ejes de sociabilidad vertical no pudieron mantener el control total, ante situaciones que, claramente escaparon de sus manos, como la generada por la epidemia de 1918. La gripe española dejó al descubierto las condiciones de higiene de la ciudad, así como la incapacidad de las autoridades para controlar una epidemia favorecida por las condiciones sanitarias de la ciudad. Un reflejo de lo que ocurrió ese año lo ofrece el diario El Tiempo en el balance que hace la Dirección Municipal de Higiene: “Defunciones de los últimos 7 días: día 18, seis; día 19, catorce; día 20, siete; día 21, treinta y cinco; día 22, setenta y uno; día 23, cincuenta y ocho; y día 24, ayer, ciento tres” (El Tiempo. 25 de octubre de 1918, p. 2). El informe advierte que se escogieron solo los fallecidos cuya muerte se relaciona directamente con la gripe, pero que no se incluyen aquellos que lo han hecho por enfermedades derivadas de la gripe que según el periódico habían superado la cifra de 121. Las condiciones eran las peores, pues los fallecidos debieron ser amontonados en los corredores del anfiteatro y el cementerio. La descripción del funeral es por demás cruda sobre todo cuando de los pobres se trata: Los dos únicos hoyos abiertos para que sirvieran de fosa común a los pobres que no tienen ni un peso para pagar la honrosa concesión de que les abran hoyo a parte, serán más que llenados con las dos carretadas de cadáveres de adultos que iban a enviarse del Hospital en las últimas horas de la tarde. (p. 3)
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Existen diversos trabajos que han hecho énfasis en el tema, pero lo importante tiene que ver con la obligación que tuvo la administración municipal y el Gobierno nacional para adecuar la infraestructura completa de la ciudad, y prepararla para eventualidades como esta. A pesar de las numerosas víctimas, un año después apenas se registra la noticia y solo se hace mención a ella en las pautas publicitarias que vendían remedios y bebidas “preventivas” para la enfermedad. Es importante resaltar la capacidad que tuvo la gente de la ciudad de ese entonces para olvidar, puesto que el tema de la gripe en la práctica pasó a un último plano y solo se recuperó años después cuando los académicos indagaron sobre lo acontecido aquel año. No obstante, conviene recordar, como lo dice Todorov (2000): [...] la memoria no se opone en absoluto al olvido. Los dos términos para contrastar son la supresión (el olvido) y la conservación; la memoria es, en todo momento y necesariamente, una interacción de ambos. El restablecimiento integral del pasado es algo por supuesto imposible. (p. 16)
En efecto, aunque no se vuelve a citar el problema de la gripe, ni a los fallecidos, ni las condiciones de salud pública de la época, su presencia está en las obras que se construyeron posteriormente, así como en las políticas públicas que reorganizaron, por ejemplo, a las plazas de mercado como a los hospitales y los
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centros hospitalarios. Recordar las fechas implica de alguna manera “encarar las cuentas con el pasado” (Jelin, 2002, p. 54) y esa era una lucha que las autoridades de la época no estaban dispuestas a dar. Después de haber soportado los efectos de la muerte de cientos de personas en 1918, por causa de la epidemia de gripe, mejorar la infraestructura sanitaria; las condiciones de higiene de plazas y mataderos; la adecuación de un acueducto eficiente; la pavimentación de las avenidas y calles centrales, y la implementación del alcantarillado, que implicó canalizar a los ríos San Francisco y San Agustín, fue una prioridad de las administraciones en los años veinte. Además, como bien afirma Luis Ospina Vásquez (1974), entre los años de 1922 y 1926, operó un cambio fundamental en el estilo de la vida política debido a que la administración de Pedro Nel Ospina (1922-1926) dio un vuelco al país en materia de obras públicas y se dio una transformación en las prácticas y sistemas fiscales, y en el régimen monetario-bancario, impulsada por las disposiciones de la Misión Kemmerer. Ese cambio se extendió a todos los sectores de la vida nacional (p. 417).Todo ello se empezó a llevar a cabo gracias a los empréstitos logrados por el municipio y al oportuno plan llamado Bogotá Futura, que en realidad generó más expectativas que realidades, así como con la presencia de arquitectos como el austriaco Karl Brunner. Estos procesos de modernización fueron postergados hasta pasada la mitad del siglo XX.
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Otro aspecto importante tuvo que ver con ese proceso de cambio que Norbet Elias (1994) denominó como proceso “civilizatorio” y que el historiador Fernand Braudel (1971) definió en relación con “espacios, tierras, relieves, climas, de vegetaciones, especies de animales, prerrogativas dadas o adquiridas y todas las consecuencias que esto tiene para el hombre: agricultura, ganadería, alimentos, casa, trajes, comunicaciones, industria” (p. 25). En sus palabras, las civilizaciones son continuidades y se representan en obras de teatro, indumentaria, alimentos o lugares, entre muchos otros. Por eso, pensar en la modernización de la ciudad implicó un pensar en la ciudad y en lo que significaba para todos sus habitantes. Además, pesaba el hecho de que la ciudad era considerada como la de mayor tradición hispánica en el país, donde el cachaco era, a su vez, sinónimo de la expresión cultural más civilizada, aún a pesar de que personajes como Laureano Gómez en 1928 dijeran que Colombia tenía pocas posibilidades de llegar a ser una nación civilizada debido a la mezcla de razas y a las condiciones climáticas y geográficas (Urrego, 2002, p. 63). Precisamente el historiador Miguel Ángel Urrego añade a este comentario que “el bogotano se impone como el paradigma para el conjunto de la nación. Sus virtudes son exaltadas permanentemente, especialmente su dominio del lenguaje, su cultura, refinamiento, y virtudes morales” (p. 63). Es importante resaltar que las condiciones de vida de Bogotá a principios de siglo no fueron únicas ni exclusivas de ella. Fabio Zambrano advierte frente
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al desarrollo de las ciudades en el mundo occidental que “todas las ciudades —al menos en Europa hasta el siglo XVIII y en Colombia hasta bien entrado el siglo XX— son fundamentalmente morideros” (Zambrano, 1996, p. 137). Lo que le da el componente dinámico es el tránsito de gentes. Pero ellas deben estar motivadas por algo, es decir, la ciudad debe tener algo que atraiga y ese no era el caso de Bogotá en las primeras décadas del siglo XX. De allí que la inauguración de la Plaza de Ferias, el 8 de julio de 1934, fuera un acontecimiento que involucró al Presidente de la República, a las autoridades locales, el Ministro de Comercio, el Embajador de Ecuador, y representantes de las regiones ganaderas del país. Asimismo, el éxito de esta feria garantizó la llegada de nueva gente que trajo oxígeno a las costumbres locales, “sin las contribución de sangres nuevas, sin el control de un espacio para extraer gentes, las ciudades habrían decaído y serían incapaces de compensar por sí mismas los decesos con los siempre escasos nacimientos, condición que cambia muy recientemente” (p. 137). El otro aspecto es la construcción de los lugares para los cuales fueron encargados ingenieros y arquitectos. Silvia Arango (1996) señala que: Todo arquitecto sensible que construye un espacio tiene como referencia los hechos anteriores con los que se encuentra, esto es, un contexto urbano que no es indiscriminado, sino un conjunto jerarquizado de ejemplos. Saber elegir esos ejemplos, saberlos ver, saberlos sentir, es la manera como un arquitecto responsable
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diseña al interior de la ciudad. El arquitecto no crea, no inventa, no saca de la nada; recrea, reinterpreta, reproduce, relee y en este proceso de acumulación continua, la ciudad va haciéndose con la historia. (p. 151)
De ese proceso dan cuenta algunas de las fotografías que recrearon las actividades del Matadero Municipal. Saldarriaga (1996) comenta que “al igual que el álbum familiar, la iconografía de la ciudad muestra implacablemente el paso del tiempo. Es, en cierta medida, un registro de esa dimensión inasible, imposible de evadir” (p. 158). En efecto, la arquitectura no está desconectada de su entorno inmediato y no tan inmediato. La construcción del matadero corresponde al que en 1927 se construyó en Madrid, España, y a los que en París y otras ciudades se habían edificado en esa misma década. Al mismo tiempo fue una forma de pegarse a la corriente modernizadora del mundo, guardando las proporciones del contexto de cada una de ellas. Un último referente, pero quizás sea el más importante, tiene que ver con el cambio en las costumbres, en particular, las relacionadas con la alimentación y el consumo de carne. Este aspecto, que en apariencia resulta insignificante, representa la materialización de elementos sociales y psíquicos. Norberth Elias (1994) reconoce que la relación en el consumo de carne en la Edad Media se movía sobre la clase alta, que consumía gran cantidad de estos alimentos, y la clase baja, cuyo consumo de carne era muy reducido por causa de la miseria.
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En Bogotá, este consumo había seguido la misma tradición española, aunque en un nivel de diversificación de las carnes más amplio, pues, a diferencia de los siglos anteriores, la carne de cerdo y de oveja apareció en la dieta de los bogotanos desde tiempos coloniales, lo cual señala una masificación en el consumo de carnes. En ese entonces: [...] solo tenían acceso a ellas, las familias acomodadas de la capital, mientras que la gente del pueblo y los indígenas compraban las vísceras y los despojos de vaca; otras piezas como “el lomo y la lengua, las patas y la cabeza, el tuétano, las criadillas, los sesos, el hígado y la sangre de res que era más barata y del gusto tanto de los indios como de los españoles”. (Restrepo, 2009, p. 27)
Esta tendencia empezó a cambiar a principios del siglo XX cuando los hogares fueron desplazando la labor de degüello a profesionales en ello; de esta forma se alejaron los olores, la sangre, el degüello, en últimas, la muerte del ganado, algo que pasaba por desagradable. El propio descuartizamiento no desaparece, puesto que, evidentemente, si se quiere comer el animal, preciso es descuartizarlo previamente. Lo que sucede es que lo que se ha hecho desagradable de ver, se realiza ahora entre los bastidores de la vida social. (Elias, 1994, p. 164)
La venta de carnes finas para el consumo de los sectores acomodados se realizaba en carnicerías centrales, mientras que las carnes de segunda y los
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desechos se hacían en locales improvisados a las afueras de los mataderos y plazas de mercados. En todo caso, el precio de la carne, aunado a la dificultad para traer el ganado hasta Bogotá, contribuyó a que el consumo de carne tuviera un tinte social que en muchos casos aún se mantiene.
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1I PARTE
MEMORIA, MATADEROS Y PLAZAS El Matadero Municipal de Bogot谩: una historia del olvido a la resignificaci贸n del espacio en la memoria
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Actividades en el Matadero Municipal en 1933
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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Eyl sentido de las plazas los mataderos
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l Matadero Municipal no solo ha sido un lugar, un edificio, un sitio de reunión, sino también un referente para el olvido y la memoria. Su desarrollo representó el interés por modernizar a la ciudad, pero también su historia manifiesta el declive de este hasta llegar al abandono. Un lugar que pasó a ser un “no lugar” (Auge, 1993), donde la palabra “matadero” quedó en la memoria de muchos de los habitantes de la ciudad, mientras el lugar se fue deteriorando hasta casi llegar a las ruinas. El matadero fue, alguna vez, sinónimo de la modernización de la ciudad y de lucha contra las condiciones insalubres en las que se vivía en la ciudad a principios del siglo XX. Posteriormente, empezó a ser olvidado, su administración fue encargada distintas entidades hasta que finalmente fue cerrado a principios de los años noventa. De allí pasó al olvido por más de veinte años. En sus antiguos salones y oficinas se refugiaron malandrines, desplazados y toda suerte de desarraigados. También fueron llevados por cuenta de la Alcaldía Mayor de Bogotá, en 2007, algunos de los habitantes del antiguo sector del barrio Santa Inés, conocido como El Cartucho e incluso, en 2010, se llevó a cabo un Torneo de Paint Ball llamado precisamente así: Torneo El Matadero 2010.
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La Plaza de Ferias y el matadero se habían convertido en lugares para el olvido y para los olvidados, a pesar de que su fachada conservaba el nombre que se podía observar más allá del muro blanco con el cual fue encerrado, como para evitar que la ciudad llegará a él o para evitar que el lugar renaciera de nuevo. En todo caso, estos dos lugares seguían siendo de la ciudad. Eran lugares que las autoridades municipales o distritales habían decidido dejar en el olvido. Posiblemente en la mente de muchos no eran más que las ruinas de unos edificios rodeados de un potrero con algunos escombros. El matadero pocas veces fue de la gente bogotana, como lo fueron las plazas de mercado donde sí existió una integración con la ciudad. Quizás por eso a la ciudad poco le importó abandonar este lugar y dejarlo a su suerte, hasta que en 2009, la Universidad Distrital decidió recuperar ese espacio, devolverlo a la ciudad como referente histórico e integrarlo a la ciudad, ella, para que hiciera uso nuevamente del lugar, pero esta vez como uno donde la cultura se expresa mediante la colección de la biblioteca de la universidad de la ciudad. Jelin (2002) señala que además del olvido de las fechas, se encuentran las marcas dejadas en el espacio, en los lugares, y que estos, a su vez, son escogidos por distintos actores para ser recordados, para ser marcados en la memoria colectiva. Sin embargo, también existen “fuerzas sociales que tratan de borrar y de transformar, como si al cambiar la forma y la función de un lugar, se borrara de la memoria” (p. 54).
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Las formas como quedan registrados los lugares están referidas por las placas conmemorativas, los monumentos y otras marcas que han dejado actores oficiales y no oficiales en un lugar. Cuando se decide convertir un edificio, un lugar, un monumento, para habilitarlo como un museo, un centro cultural, o una biblioteca en este caso, es porque esto ha sido “fruto de la iniciativa y la lucha de grupos sociales que actúan como ‘emprendedores de la memoria’” (Jelin, 2002, p. 55). Esos emprendedores se pueden hallar en un movimiento social o en un grupo de arquitectos que apoyados institucionalmente realizan tal labor. Agrega Jelin que : [...] hay entonces luchas y conflictos por el reconocimiento público y oficial de esos recordatorios materializados, entre quienes lo promueven y otros que lo rechazan o no le dan la prioridad que los promotores reclaman. Y está también la lucha por el relato que se va a transmitir, por el contenido de la narrativa del lugar. (p. 55)4
Otro aspecto importante tiene que ver con lo que hay que recordar frente al lugar en cuestión. Barbero (1981) afirma que en Bogotá las plazas nombran un 4 Un ejemplo de ello fue el que se encontró el autor y el grupo de investigación de esta obra, con el equipo que hizo las reformas del edificio del Matadero, puesto que el grupo de arquitectos e ingenieros reclamaban para sí, no solo el crédito, que obviamente tienen como reformadores del espacio y del patrimonio cultural, sino que además exigían su exclusividad. Cuando se reconoció que la naturaleza de los dos trabajos eran complementarios, pero no iguales, entonces el equipo de arquitectos e ingenieros reclamaron que la primera publicación fuera la que ellos, como diseñadores urbanos, habían realizado previamente. Finalmente se accedió a que existiera una publicación oficial correspondiente a la obra que se iba a inaugurar, y que posteriormente, fueran presentadas las reflexiones del presente documento.
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lugar o remiten a una fecha histórica. En las plazas de mercado se dan relaciones casi de carácter familiar. Existe un gremio que maneja a su vez una jerga y que puede resultar ajeno o extraño a quienes no están familiarizados con él. En primer lugar están las plazas como lugares. Allí existe una presencia, una intención humana para reunir y congregar a las personas. Además, en las plazas hay movimiento y esto significa vida. La plaza es un lugar de vitalidad, aunque, en ocasiones, los productos que se ofrecen sean o representen lo contrario. Es un lugar de congregación donde gente de todas las condiciones asiste para ver y adquirir mercancías, pero también para establecer formas de sociabilidad relacionadas con ella, vinculada a las costumbres y las tradiciones del paso, de lo local y de lo regional. Las plazas encarnan el deseo de la existencia histórica del espacio manifestado en las prácticas culturales que sobre él se ejecutan. Esas prácticas van de la mano de las formas “civilizatorias” (Elías, 1994), que caracterizan a las sociedades occidentales y que se evidencian en la búsqueda de mejores condiciones de vida a partir de la construcción de un aparato político que garantice la satisfacción de necesidades básicas como el abastecimiento de comida, condiciones de aseo e higiene pública, así como condiciones adecuadas de infraestructura económica y cultural. El grado de movilidad en una plaza suele ser por lo general elevado, aunque esto difiere de su uso. El cambio de ese uso, generalmente, ocasiona cambios
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negativos en el entorno y un deterioro del espacio público que rodea la plaza. Las plazas de mercado en Colombia son, en su mayoría, el reflejo de lo que eran en España y estas a su vez de lo que significaron estos lugares durante la Edad Media. Diana Baquero (2011) señala que el uso de estas plazas estaba condicionado por los tipos de actividades y los tiempos de actividad económica y social. Por ejemplo, la feria era una actividad de carácter ganadero, aunque podía involucrar distintos tipos de actividades; tenía una periodicidad anual y una duración de quince días. En ellas, las fiestas de toros se convirtieron en parte de las costumbres de los pueblos que en muchos lugares siguen siendo similares. Henry Pirenne (1985) afirma respecto a las ferias en la Edad Media que eran [...] lugares de reuniones periódicas de los mercaderes de profesión. Son centros de intercambios sobre todo, de intercambiar al mayoreo que se esfuerzan en traer hacia ellos, fuera de todo a consideración local, el mayor número posible de hombres y de productos. (p. 76)
Por lo general, esas ferias tuvieron un radio de acción muy limitado y en el caso de Bogotá se inscribió al centro del país. Como la Plaza de las Ferias estaba diseñada para ser utilizada durante las exposiciones periódicas, su importancia no dependió de la ubicación ni de la cantidad de población, pues aunque la asistencia fuera amplia, la clientela real era más bien lejana. Al parecer la Plaza de las Ferias de
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Bogotá era utilizada con el objeto de proporcionar algunos recursos por cuenta de la asistencia de público, que era atraído de manera momentánea ante la escasa oferta de atracciones en la ciudad. También estaban los mercados semanales, lugares donde los habitantes de las ciudades se abastecían con productos provenientes de otras regiones. Esa dinámica generó una regulación de la vida cotidiana de las zonas de producción en todas las escalas, tanto en los latifundios como minifundios, y donde el mercado semanal era la oportunidad de comprar y vender mercancías, productos básicos de la canasta familiar, así como enseres de todo tipo, bienes muebles o inmuebles y semovientes. El objeto de los mercados locales consiste, en efecto, en proveer la alimentación cotidiana de la población que vive en el lugar donde se celebran. Por eso los mercados son semanales y su radio de atracción es muy limitado; por eso, se concreta su actividad a la compra y venta al menudeo. (Pirenne, 1985, p. 76)
En Bogotá, el Matadero Municipal funcionaba como punto de abastecimiento para los grandes compradores que ponían las carnes en las llamadas famas o carnicerías, ubicadas en las plazas y los barrios en toda la ciudad. En el matadero no se vendía al menudeo, por tal razón aparecieron en los alrededores carnicerías que vendían la carne al consumidor minoritario. De esta manera, mientras al matadero llegaban los transportes cargados de ganado para el sacrificio, en la cuadra siguiente, hacia
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Manejo de la carne
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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el oriente, se ubicaron los locales donde realmente podían llegar las amas de casa a comprar la carne del día o la semana. Como el funcionamiento del matadero era de lunes a sábado, la actividad prácticamente no cesaba, pues allí también se guardaban algunas reses llegadas de otras regiones de la Sabana, mientras aguardaban ser sacrificadas el lunes en la madrugada. En la cuadra de las carnicerías pequeñas se ubicaron también las tiendas de productos como los granos, legumbres y hortalizas, de tal manera que se estableció con el transcurso de los años un mercado informal de venta de productos traídos del campo en plena calle, situación que se mantuvo hasta el cierre del Matadero Municipal. También se ubicaron sitios para la venta de licor y de abarrotes y algunos pequeños hoteles de mala muerte. El mercado era la oportunidad para que el campesino, el comerciante de carne o el visitante esporádico se encontrara con sus similares y compartieran al tono de músicas, bebidas alcohólicas y de juegos populares, narraciones personales acerca de la política, el trabajo, la noticia de la semana o el precio de los productos del mercado. Esto ocurría realmente en la mayoría de pueblos del país También era el lugar del ruido, las voces, las ofertas y los negocios. Es el lugar del piso húmedo, escombros, desperdicios, olores y colores. Es lugar de comidas fritas que llaman al hambre, mientras otros olores repugnantes se entremezclan con las hierbas, inciensos y velas que se suelen vender aún en muchas de las plazas.
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La plaza era el lugar donde la gente se aglutina para comprar, observar y donde también los amigos de lo ajeno hacen de las suyas. Allí no hay nada empacado. Todo se ofrece de manera natural y se envuelve en hojas de papel. Todo está en la calle y todo se vende. No hay precios fijos, se pude regatear, en el matadero no. Con la construcción de plazas de mercado y de mataderos se aumentaron las actividades comerciales, así como el número de personas que se dedicaban a ellas. Además, al mercado acudían a comprar los habitantes del entorno, así como aquellos que se sentían atraídos por las ventajas de las exenciones de impuestos. Así, era común que durante el día de mercado, la casa de la moneda registrara una gran actividad económica por las numerosas actividades de cambio. Muchos de esos mercados se hicieron a campo abierto, en especial, los que generalmente tenían actividades semanales, mientras que en otros se construyeron edificios, para los cuales existió una regulación de actividad diaria. En el caso de los mataderos, su naturaleza los obligó a que su actividad se concentrara en edificios construidos para tal fin, mientras que a su alrededor se destacaron los mercados abiertos que dependían indirectamente del matadero.
Los mataderos municipales en Bogotá
Los lugares para la venta de carnes, así como los lugares de sacrificio de los animales que las proveían fueron temas que se debatieron de manera permanente
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a lo largo de la historia de la ciudad, debido a la estrecha relación con la higiene y la salubridad pública. La historia de los mataderos y las carnicerías van de la mano de los procesos de transformación urbana, de tal manera que la implementación de uno o la eliminación de otro implican no solo el interés de la población y sus autoridades por regular las condiciones de higiene de estos lugares, sino también reflejan el ánimo de transformación urbana y de modernización de Bogotá. Cecilia Restrepo comenta que las carnicerías surgieron con la llegada de la vaca a Santafé y agrega que : El negocio de la carnicería era complejo y difícil pues no solo implicaba vender la carne sino que esta actividad venía de una larga cadena de pasos que dificultaba algunas veces su desarrollo satisfactorio, su evolución iba desde el momento en que se nombraba el abastecedor, se traía el ganado a la capital su mantenimiento en potreros y dehesas, luego el proceso de degüello y la distribución y venta del producto. (2009, p. 27)
La descripción que hace Restrepo es importante, porque señala que los mataderos tenían tres tipos de habitaciones: una, el desnucadero donde se sacrificaban las reses; el picadero, donde se cortaba la carne, y el cuarto del sebo, donde se almacenaba la materia prima para hacer velas. A finales del siglo XVIII existían tres carnicerías en la ciudad: la carnicería de San Victorino, la del barrio Las Nieves y la del barrio Santa Bárbara
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Durante el siglo XIX, el debate estuvo de la mano de las condiciones de higiene, tema que fue discutido por las autoridades de la época. A finales de este siglo, el crecimiento de la ciudad había hecho que la demanda de carne iniciara un aumento y, con ella, la necesidad de crear lugares para el sacrificio de las reses, su comercialización y venta. Mediante el Acuerdo número 25 de 1886 se aprobó la construcción del matadero público. En 1888, se concretó su construcción, esta vez en el sector del barrio de San Victorino cerca de las carnicerías del sector. La conveniencia de ubicar un lugar tan importante en términos de lo que implicaba el sacrificio de los animales y los desechos de estos y en cercanías de áreas residenciales, instó a que se escucharan voces en contra de esta ubicación. Ese año, el contratista de la construcción, Nicolás Vargas, publicó un documento titulado “El Matadero”, donde expuso una serie de razones para defender la obra que él contrató con el municipio, el 19 de junio de 1888. El contrato especificó la construcción de un matadero municipal para la venta de carnes de ganado mayor y menor en el barrio San Victorino, en parte de un terreno que colindaba con el río San Francisco. En ese mismo documento se específica que el edificio debía contar con una extensión de 1050 varas cuadradas, equivalente aproximadamente a 738 m2. En ese terreno se construirían varios edificios con las siguientes características:
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[...] irán distribuidos los salones de la siguiente manera: uno para inspección de carnes, otro para oficina de apartado, dos para ovejas; dos para marranos o cerdos, siete para ganado mayor, y dos para preparación de menudos. Estos salones podrán tener más o menos dimensiones de las que están estipuladas en el plano, según necesidades de la matanza, una vez que estén en el servicio, pero siempre amoldados al área general del servicio. (Vargas, 1888, p. 22)
El contrato describe las características del edificio que otorgan, a su vez, una visión de los requerimientos para este tipo de obras: 4º Vargas V. se obliga a construir por el centro del edificio, un acueducto de cal y canto o ladrillo y cal, completamente sólido, y por lo menos con las dimensiones de la alcantarilla que se está haciendo en la calle 2da al Norte (antigua de San Juan de Dios); bien entendido que el piso de tal acueducto será de losas de piedra labrada, puestas en forma artesonada, para que así la corriente de agua mantenga en perfecto aseo el edificio. Los pisos serán en losas de piedra labrada y llevarán la forma artesonada, de manera que la sangre y despojos de los ganados que se maten, vayan al centro, y de allí, por los orificios suficientes, al acueducto 5º Vargas V, hará construir a sus expensas, una cañería que el aseo de la matanza, y hará colocar en los puntos más convenientes de cada salón las llaves que se necesitan para proveerse del agua con que deben asearse las carnes. (Vargas, 1888, p. 22)
Además, el edificio contaba con otro espacio destinado al depósito de las carnes, el menudo, el sebo y la manteca. Allí también se ubicaba el almacén de venta. Al
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igual que el resto del edificio, las paredes eran de adobe y las columnas estaban compuestas por ladrillo y cal, cubiertas con madera y teja. Estas especificaciones seguían los parámetros generados principalmente en España. Adicionalmente, se hacía énfasis en la necesidad de ubicar a los mataderos en las afueras de las ciudades, debido a las condiciones de salubridad (Vargas, 1888, p. 22). Era importante que estos lugares, insalubres por su misma naturaleza, estuvieran fuera el centro de las ciudades, ya que el Código de Policía lo prohibía, debido a las emanaciones y residuos producto de las actividades de los mataderos. Además, a las autoridades de sanidad les preocupaba la calidad de las carnes y, sobre todo, el que los animales sacrificados en los mataderos fueran sanos y bien preparados para el consumo. Un tercer aspecto tenía que ver con la renta que el fisco sacaba del derecho llamado de degüello, el cual no podía regularizarse y dar sus verdaderos rendimientos, si la matanza de los ganados no se hacía en un establecimiento público, sometido a la inspección de las autoridades (Vargas, 1888, pp. 3-4) Con la construcción del Matadero Público se prohibió, “bajo pena de multa la matanza de ganados y el expendio por mayor de carnes, menudos, manteca y sebo en bruto en lugares de la población distintos del matadero mencionado”. ( Registro Municipal. 20 de agosto de 1886 no 291) También se ordenó que las carnes, el sebo, la manteca y los menudos que se introdujeran a la ciudad para
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Edificio del Matadero Municipal
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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la venta por mayor se expendieran solo en los locales del matadero. Pero si se introducían para venderlos al menor, podrían expenderse en cualquier punto de la ciudad, siempre que el vendedor “conserve el local con el aseo y demás condiciones requeridas para la higiene” lo que tácitamente facultó la apertura de carnicerías “a donde bien tengan” (Registro Municipal, 20 de agosto de 1886, no. 291). No obstante, al parecer hubo problemas en el contrato de construcción del matadero por lo que, en 1892, el Concejo Municipal de Bogotá contrató a la Casa Judicial de Gutiérrez & Escobar para que representaran los intereses de la ciudad: [...] en el juicio que este se propone entablar para obtener la desolución [sic] del contrato 19 de junio de 1886, sobre construcción y establecimiento de un Matadero público en la ciudad, que fue aprobado por el Acuerdo de la Municipalidad, número 25 del mismo año de 1886. (Acuerdo número 13 de 1892)
Un año después, el Concejo Municipal encargó a la Junta Central de Higiene de realizar un informe acerca de las condiciones del matadero público. El informe revela las condiciones nauseabundas del lugar y sin exageraciones describe el pésimo estado del tratamiento de las carnes en la ciudad: Desde que se entra al edificio del matadero llama la atención, en primer lugar, el excesivo desaseo de los pisos y de las paredes. Los pisos están formados de
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piedras mal labradas, muy mal unidas entre sí, de tal manera que entre ellas se ven espacios profundos de algunos centímetros de anchura; en estos espacios se introducen la sangre, el estiércol y el agua sucia. La infiltración de todo esto por debajo de las piedras hace imposible el aseo de los pisos. Esta sangre y los demás residuos que allí penetran sufren su natural descomposición. Es sobre ese piso siempre sucio donde se despresan las reses, y la carne se pone, necesariamente, en contacto con un pavimento impregnado de sustancias en completa putrefacción. Las paredes están cubiertas en casi toda su extensión con una capa muy antigua y espesa de sangre, grasa y estiércol que al entrar en descomposición, forman con los restos orgánicos que quedan en el piso, un verdadero foco de infección. Y como si esto no fuera suficiente, se ha agregado a estas piezas otro foco de infección quizá más poderoso. Por el centro de esos departamentos pasa una alcantarilla que recibe las aguas sucias de los pisos, y que está alimentada por las aguas del río San Francisco después de que este ha recibido todos los desagües de los comunes de la ciudad. Esta alcantarilla comunica ampliamente con todas las piezas en que se mata ganado, de manera que la carne y las personas que despresan la res, están expuestas durante varias horas a las fétidas emanaciones de la alcantarilla. […] El agua que de que se hace uso es del Acueducto y en cantidad que podría bastar para el aseo; pero está tan mal distribuida, que es insuficiente para el lavado de los pisos. Esa cantidad de agua bastaría si se tuviera un depósito central del cual partiera en tubos para los salones, de manera que todos se pudieran lavar a un mismo tiempo; […]. Los corrales en que se encierra
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el ganado y de donde se saca para darle muerte, están muy mal situados; se hallan en un plano más bajo que el de los salones; el ganado tiene que subir por un plano inclinado que favorece la resistencia que naturalmente tienen las reses, y estas tienen que sufrir el maltrato consiguiente. Los departamentos en que se han destinado el depósito de las carnes están en las peores condiciones imaginables y se hallan en un estado desaseo increíble. Las piezas son muy pequeñas y de techos muy bajos; el piso no puede lavarse aunque se quisiera por estar mal enladrillado y tanto este como las paredes están cubiertas de una espesa capa de residuos orgánicos en descomposición. No hay absolutamente ventilación alguna y por consiguiente es fácil y activa la putrefacción y queda en las condiciones más favorables para descomponerse ella también rápidamente. Las columnas de madera, las cuerdas de que se suspende la carne, y los bancos en que esta se coloca, son de aspecto repugnante por su desaseo, y exhalan, como todas estas piezas, un olor insoportable. No encontramos un salón apropiado para la preparación de los menudos, operación que vimos en las salas en que se mata la res y con el mayor desaseo. Esta preparación exige que se haga en un local especial, con mucha agua y con un piso impermeable.Tampoco encontramos un salón para hacer la inspección y separación de carnes, pues el lugar que para este objeto se ha destinando apenas un tramo del edifico casi completamente abierto y en la situación más lamentable de desaseo y con toda clase de incomodidades. No hay allí mesas ni útiles, ni nada que pueda facilitar esta importante operación. El desaseo de este sitio depende en gran parte de que el piso es de ladrillos muy malos y muy mal colocados, entre
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cuyos intersticios se introducen la sangre, las aguas sucias, los excrementos, etc., que entran luego en descomposición. Falta también un depósito para el sebo y la manteca; el sebo se guarda hoy en los mismos locales en que se guarda la carne. Recordando las malísimas condiciones de estas piezas se comprendería la grave falta que se comete hacinando en ellas las carnes y el sebo; esas piezas reducidas y herméticamente cerradas son el sitio de rápidas fermentaciones, como se puede uno convencer al observar la alta temperatura de estas piezas y los gases fétidos que de ellas salen al abrir las puertas. Tampoco encontramos en el Matadero un local adecuado para el depósito de cueros, local indispensable aunque estos no hayan de permanecer allí más de dos o tres días. Puede decirse que no existen salones para el ganado menor, que son muy necesarios; pues los que se han destinado para estos son tan pequeños e incómodos que no se han podido usar para ese objeto, según ha informado el señor Inspector. Hay muchos otros defectos en el Matadero, pero son de menor importancia y fácilmente se pueden remediar. […] En concepto de la Junta Central de Higiene, el Matadero público de Bogotá no tiene las condiciones que deben tener los establecimientos de esta clase. Tal como se halla hoy el Matadero público, es un foco de infección que amenaza seriamente la ciudad. sr. presidente Pablo García Medina. (Revista de Higiene, 1893)
En carta anexa Pablo García Medina, presidente de la Junta Central de Higiene, en carta del 9 de diciembre de 1893 señala además de todo lo anterior, que “La Junta conceptúa que el municipio debe proceder a construir, en lugar apropiado para
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ello, un matadero que tiene el objeto a que se destinan estos establecimientos” (Registro Municipal, 9 de diciembre de 1893 No. 1004). A pesar de ello, no se construyó ningún nuevo edificio y la única decisión que se tomó fue la de expedir una resolución con una multa de $20 pesos si el administrador del matadero no realizaba las adecuaciones necesarias. En 1897, el Concejo de Bogotá aprobó la construcción de un nuevo matadero público ubicado en la zona de Tresesquinas, esto era en la carrera 13 con calle primera donde se unen los caminos a Usme y Bosa5 y encomendó para su estudio al presidente de la Junta Central de Higiene, Pablo García Medina. García, entre otros conceptos, señaló que “los mataderos públicos están colocados entre los establecimientos incómodos e insalubres y, por consiguiente, peligrosos para la higiene, especialmente en las poblaciones de consideración”. (Revista Médica, 8 de abril de 1897, p. 1). En el informe se citan algunas de las características que debía tener un matadero: 1. Que esté situado hacia uno de los límites extremos de la ciudad, y mejor aún, completamente fuera de ella; 2. Que esté aislado de toda habitación; 3. Que esté colocado en punto de donde lleguen a la población los vientos que la dominan;. 5
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Esto corresponde hoy a la Avenida Caracas con calle primera.
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4. Debe estar circuido [sic] de altas paredes y rodeado de árboles que formen una cortina protectora; 5. Que tenga agua en profusión y buenos desagües para el completo avenamiento de esas aguas, las cuales deben conducirse a una corriente de agua que las arrastre rápidamente; 6. Que los edificios se construyan de manera que reciban mucho aire y que este se renueve fácilmente. (García Medina, Pablo Revista Médica, 8 de abril de 1897, p. 1)
En el informe, García Medina señalaba que el sector de tresesquinas era el adecuado al encontrarse en los cruces de dos caminos y que además había suficiente espacio para construir además una plaza de eventos y unos corrales. De esta forma, se sentó la idea de que al lado del edificio central del matadero debían construirse una plaza de eventos relacionados con la ganadería. Gracias a ese concepto, el Concejo Municipal de Bogotá, mediante el Acuerdo número 10 de 1897, acordó abrir un concurso para la construcción del respectivo matadero. Para ello abrió concurso para ingenieros y arquitectos, los cuales tenían plazo de cuarenta días para presentar los planos, costos y materiales del proyecto. Los recursos serían tomados de la base de renta producida por el mercado de carnes, el matadero vigente y el producto mensual del impuesto directo atrasado,
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Depósito de carne
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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cedido al municipio para las obras públicas, además de 20 .728 que le adeudaba el departamento de Cundinamarca, y $6200 pesos del presupuesto aprobado para tal obra. Además: [...] los materiales que resulten de la demolición de los actuales edificios de tresesquinas los destinará la Junta de Obras Públicas para la construcción del nuevo Matadero, así como los pavimentos de piedra del actual que puedan quitarse sin prejuicio del buen servicio. (Registro Municipal, 11 de junio de 1897, no. 757)
No obstante, la construcción jamás se llevó a cabo pese a las buenas intenciones del Concejo Municipal, más bien lo que se decidió fue, mediante el Acuerdo número 16 de 1900, la reparación del Matadero Público existente (Registro Municipal. 15 de enero de 1901, no. 862). Es de suponer que con el receso provocado por la Guerra de los Mil Días, este y otros temas relacionados con la salud pública quedaron relegados a un segundo plano. También es posible, como sugiere Gilbert Durant (1981), que en razón a que estos espacios forman parte del olvido, ya que resultan ser la cloaca, “vientre de la ciudad donde cristalizan las imágenes de repugnancia y del espanto”, y desde luego vinculadas al olfato “refuerzan el carácter nefasto de las imágenes del intestino-abismo” (p. 111), connotaciones que tienden inexorablemente al olvido. Además del llamado que hizo la Junta Central de Higiene, hubo otros estudios que señalaban lo mismos problemas. En el estudio que el médico veterinario Federico
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Lleras realizó para obtener su tesis en la Universidad Nacional en el año de 1899, describe el origen, el tratamiento y el consumo de las carnes de Bogotá, así como las condiciones de higiene de estas, detecta que el ganado llegaba de Zipaquirá, Ubaté, Chocontá y de algunos pueblos del oriente de Cundinamarca como Choachí, Fómeque, Usme, Ubaque y Cáqueza. Por lo general, estos ganados eran denominados como sabaneros, para diferenciarlos de los calentanos, los cuales, debido al viaje desde pueblos como Girardot o Tocaima, generaban desconfianza entre los carniceros locales. Gracias al maltrato y las condiciones higiénicas de su traslado, el ganado calentano era ubicado en potreros, como los de La Estanzuela, con pastos escasos, irrigados por ríos como el San Francisco, que en su momento era el vertedero de desechos de la ciudad (Lleras, 1899, p. 11). Una vez en el matadero, las reses eran ubicadas en corralejas. Posiblemente, la descripción de Lleras pueda ser similar a la que se daba en otros mataderos en el país: Son corralejas descubiertas, sin pavimento e inseguras. El piso, sobre todo el invierno, se transforma en un pozo de lodo que, mezclado con las deyecciones de los animales, despiden mal olor. Las puertas son talanqueras que permiten que las reses se escapen fácilmente, accidente peligroso no solamente para las personas que transitan por las calles vecinas. (1899, p. 14)
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Las piezas de matanza quedaban en pisos elevados en un plano inclinado, para que la sangre pudiera escurrir. El método utilizado en nuestro matadero para el sacrificio consiste en la sangría, practicada en la parte inferior del cuello, en el origen de la gotera yugular, abriendo al mismo tiempo, la confluencia de las yugulares y carótidas. La muerte se produce rápidamente. Este método nos parece bueno y nada tenemos que objetarle. (p. 15)
Por lo demás, señala Lleras que las condiciones eran pésimas, que la limpieza del menudo se hacía de manera manual y que los desechos quedaban apozados debido a las condiciones del suelo y a que las alcantarillas que conducían al río San Francisco se tapaban con frecuencia, lo cual generaba emanaciones por cuenta de la descomposición de los restos orgánicos. No había ventilación alguna y los cuartos eran además de oscuros, con pisos irregulares lo que impedía el aseo adecuado “en caso de que se quisiera hacerlo” (p. 16). Por último, Lleras aconsejó en su tesis que era necesario la construcción de un nuevo matadero, que reemplazara al de San Victorino y que contara con mejores condiciones de higiene. En 1912, nuevamente se presentó una exposición del Concejo Municipal de Bogotá ante el Congreso, donde ellos señalaron que los mataderos que existían
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“no tienen las condiciones que se exigen en una población medianamente civilizada” (p. 5). Agrega el informe que: [...] hace mucho tiempo se proyecta la construcción en esta ciudad de un matadero público que venga a reemplazar, con ventajas higiénicas y de comodidad para los ciudadanos que negocian en ese ramo, el derruido edificio que en las márgenes del río San Agustín, lleva el nombre de Matadero; se han levantado planos, se han discutido sin cesar sobre las dimensiones, desagües, sanidad, etc., del edificio en proyecto; pero la verdad que el viejo permanece en pie, atenuados sus gravísimos inconvenientes por la persistente y tenaz labor del municipio en mejorarlo, gastando para ello ingentes sumas que quedan siempre mal representadas puesto que se invierten en reparar una cosa que no admite otra solución que abandonarla para hacerla íntegramente de nuevo. (Exposición de motivos, que hace el Concejo Municipal de Bogota al Congreso de 1912, pp. 17-18)
Era claro que el problema de salubridad derivado de la ausencia de un matadero moderno generaba inquietud entre los cabildantes y seguramente entre muchos de los habitantes de la ciudad. Aún así la solución se postergó doce años más.
El terreno de Paiba
La decisión de construir un nuevo matadero fue tomada en 1924. Para ello se debía pensar en la ubicación. Como se trataba de un nuevo edificio que además debía
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contar con las más modernas condiciones higiénicas, también se debía ubicar en un lugar estratégico y al tiempo central, para el acceso tanto de los compradores, como de los comerciantes que traían el ganado a la capital. Por aquel entonces, el potencial polo de desarrollo se situaba al occidente de la ciudad, toda vez que además allí se ubicaba la estación de trenes de La Sabana, y que además en sus inmediaciones se habían ubicado algunos edificios de carácter comercial, que reunían a importadores y distribuidores de mercancías. Además, estaba atravesada por la antigua carretera a occidente, que comunicaba a la capital con Honda, y desde allí con la costa norte a través del río Magdalena. Por su parte, los trenes estaban en pleno desarrollo, y su crecimiento dependió en buena medida de la importancia que fue tomando la ciudad. De allí que los terrenos ubicados hacia esta zona se constituyeron en polo de desarrollo en la década de los años veinte. Así que, el viajero, con lo primero que se encontraba en esta ruta, era con los terrenos conocidos como Paiba. La historia de Paiba está ligada al desarrollo de la actual calle 13 y a la historia de los terrenos que se extienden hacia el occidente de la ciudad. Lo que hoy forma parte de las localidades de Puente Aranda, Fontibón y Kennedy correspondía a los terrenos del cacique capitán Techotivá (de allí viene el nombre de Techo). El cacique fue expropiado y las tierras pasaron a manos de los jesuitas y de allí a varios dueños de los que se destacaron tres heredades: la que el Colegio del Rosario compró y que se denominó como Techo Tintal; la de Techo Capellanías,
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cerca al pueblo de Santiago de Hontibón (Fontibón), y la de Techo de los “Jorges” o de Aranda, situada a lado y lado de los ríos Fucha y San Francisco. En medio de esta última estaba la Carretera a Occidente. Esta avenida tuvo por nombre inicial, Calle Honda, la cual empataba con la calle de la Alcabala, entre la carrera 10 y carrera 14 y el camellón de San Victorino. De allí en adelante vino a llamarse Avenida Colón, ya que a la altura de la Estación de la Sabana fueron colocadas las estatuas de Colón y la Reina Isabel. Sobre esta avenida se ubicó el primer cementerio público llamado La Pepita. Más abajo estaban los predios de Gorgonzola, La Estanzuela, Paloquemado y Paiba. La palabra Paiba no se encuentra en el diccionario de la Real Academia ni en otro alguno; existe como apellido y posiblemente existió dentro del lenguaje chibcha. No obstante, el presbítero José Ignacio Perdomo recuerda un origen etimológico ligado a la tradición oral: “cierto extranjero compró estos terrenos y les puso una tabla nombrándolos: Pays Bas. Los chinos bogotanos leían deletreando: P-a-i-b-a y así se quedaron con el nombre de Paiba. Aledaños se encontraban, unos muladares que el mismo dueño denominó Sans Façon” (Perdomo, 1972, p. 108). Comenta la investigadora y filóloga Miryam Prieto (2006), que posiblemente ese extranjero era de origen belga, ya que si bien la palabra no existe en el español, si lo es en el francés y significa Países Bajos que junto con Sans Façon “sin forma”, fueron dos de los nombres que puso el dueño de esos terrenos por ahora anónimo. En ese mismo lugar, las Hermanas de la Caridad fundaron su noviciado.
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Despresamiento de las reces
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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Además, en esta zona se instaló el reformatorio de menores, llamado Cárcel de Menores de Paiba que albergó a los jóvenes delincuentes de las primeras décadas del siglo XX.
La estación del tranvía en Paiba
En este lugar funcionó una estación del tranvía municipal, cuyo paradero estaba una cuadra abajo de la Estación de la Sabana, donde además funcionó un lote para guardar los tranvías municipales (Baquero, 2009, p. 163). Esta misma información aparece en los planos de las rutas del tranvía, lo cual significa que el nombre de Paiba era utilizado para una zona bastante amplia del occidente de la ciudad, que iba desde la Estación de la Sabana hasta la zona donde se construyó el Matadero Municipal. A finales de los años veinte, la ruta del tranvía fue extendida hasta la estación que quedaba frente al Matadero Municipal Público. Baquero (2009) explica que: [...] esta nueva transferencia que se hacía al edificio nuevo de la municipalidad ubicado en la carrera 32 con calle 13, tenía la función de comunicar a las distintas personas que laboraban en este centro y de desplazar la mercancía representada en carnes hacia los lugares de distribución en el casco urbano. No era una línea que
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movilizara pasajeros como tal, pues la zona era prácticamente despoblada, pero con esta nueva extensión se ponía el precedente para que en los alrededores se gestaran grupos de urbanización. (p. 139)
Por medio del Acuerdo no. 20 de 25 de mayo de 1934, en el artículo 2 se aprobó la “prolongación de la línea del tranvía de la calle 13 hasta la calle 20, barrio de ‘La Margarita’”, la cual seguía la carrera 32, que partía del Matadero Municipal y [...] brindaba accesibilidad a este único barrio emplazado en la periferia centrooccidental, sin embargo, con el nombre expuesto de “La Margarita” no se conoció en los mapas de Bogotá, sino con el de barrio “Cundinamarca”, ubicándose precisamente sobre todo el eje del Ferrocarril de Cundinamarca. (p. 155)
Los tranvías tuvieron diferenciaciones particulares de acuerdo con las zonas que visitaban. Estas se distinguían por llevar franjas diagonales de colores en el frente para que aquellos que no sabían leer, los borrachos y los miopes pudieran ubicar fácilmente la ruta. Entre los distintos principales estaban el azul, que indicaba San Cristóbal; el Amarillo, para Chapinero, y el Blanco, para Paiba (Samper, 1973, p. 36). Es importante reconocer que los cambios urbanos eran necesarios y que la legislación sobre la canalización de los ríos que rodeaban al centro histórico de la ciudad benefició la ubicación y la construcción del nuevo matadero. Los ríos
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San Francisco y San Agustín fueron sepultados mediante el Acuerdo 10 del 8 de marzo de 1916, con lo cual se cambiaron las condiciones sanitarias de la ciudad. Se desecharon los puentes y se unieron las zonas que estaban separadas por los causes de los ríos, los cuales se convirtieron en grandes avenidas que siguieron los cursos fluviales canalizados. El arquitecto Omar Enrique Martínez (2010) identificó, en su estudio sobre la transformación urbanística en la zona de Sans Façón y la Sabana, varias zonas de parcelación relacionadas con Paiba. La parcelación refiere a la transformación del suelo rural en urbano de una unidad territorial. Martínez toma como base los planos de 1913 en adelante, con lo cual revela la importancia en el desarrollo de la ciudad de la zona de Paiba: Unidad Paiba Se localiza, al costado occidental de la Estación de la Sabana y sobre el eje de la Avenida Cristóbal Colón, su función inicial, es la de alojar la estación y el depósito de los tranvías de Paiba. Esta unidad, se caracteriza por, comenzar, tan solo con dos manzanas rectangulares y alargadas, en el sentido del eje de la Av. Colón. Parcelación Paiba: las manzanas, construidas, para Paiba, no conforman como tal un barrio por el momento, su trazado apenas muestra dos manzanas, de forma rectangular con un área aproximada cada una de 7200 m2 y frentes de 120 x 60 ml, con un solo predio, en cada manzana; al compararlas con las manzanas primarias del núcleo urbano, representa ½ unidades, es decir que en proporción
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las manzanas Paiba, ocupan la mitad de una manzana colonial. Urbanización Paiba: La urbanización identifica, la construcción de las carreras 19-20 y 21 las cuales parten de la Av. Colón en sentido sur-norte, para desembocar al respaldo de la manzana en la calle 14, la cual no cuenta con ninguna continuidad vial, más que las mismas carreras. De momento no podría señalar las vías de Paiba como una malla vial; sería posible decir que se encuentran construidas las vías que rodean las dos manzanas. En conclusión estas vías cuentan con una conexión tangencial, al eje de la calle 13 o Av. Colón. Edificación Paiba: no existe ninguna evidencia, del tipo de edificación construida en estas dos manzanas, sin embargo, a partir de su función como depósito y estación de partida del tranvía, que se sospecha, que no debió ser una edificación, con grandes rasgos arquitectónicos. (Martínez, 2010, p. 99)
La aduanilla de Paiba
Desde el siglo XVIII, el Imperio español había establecido varios tipos de aduanas: las generales, las de importación y la exportación, las aduanillas y las marítimas. Las aduanillas eran entendidas como lugares y como impuestos. Como lugares donde se pagaban impuestos de importe de mercancías; en términos coloniales, el impuesto de la alcabala. Este tipo de aduanas servía para verificar que los viajeros no llevarán más cosas de las que habían declarado, caso contrario serían presa del comiso. Así como se llevaba a cabo el registro del ingreso de las mismas a una ciudad o región.
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También funcionaron como lugares de control para los viajeros y, en la práctica, buena parte de los pueblos en Colombia las tenían. Esto, según Gómez (2004), fue una dificultad para la unificación de los gravámenes impuestos a los comerciantes, lo que motivó la creación en octubre de 1878 de la Cámara de Comercio de Bogotá. Como impuesto, perteneciente a la Real Hacienda, tenía que ver con el derecho que se pagaba por usar los puertos o bodegas de almacenamiento. Como impuesto no perteneciente a la Real Hacienda se refería al cobro de derechos de internación de un tipo específico de mercancías a un poblado específico, por tanto, hacia parte de las rentas y los arbitrios destinados a los gastos locales de cada municipalidad. Estos se mantuvieron después de la independencia, hasta las primeras décadas del siglo XX con la misma diferenciación, es decir, las rentas de propios y árbitros no entraban a ser parte de las rentas de la nación. Después de la década de los años treinta, las aduanillas fueron suprimidas y en su lugar se centralizó la recolección de impuestos que se empezaron a transferir al Gobierno central; esto es, impuestos como el degüello, el timbre nacional y el papel sellado. También se transfirieron los gastos de educación, milicia, justicia y gobiernos departamentales lo que generó un déficit en los municipios. La aduanilla estaba constituida por un edificio que contaba de dos habitaciones y un recibidor, donde se ubicaba un recaudador, y varios guardas, que
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residían en el edificio y que eran quienes autorizaban el paso de los viajeros una vez cancelado el respectivo impuesto de viaje y de las mercancías que pasaban por estos puestos de control. Las aduanillas entregaban una guía, que era la autorización para el paso respectivo y el documento obligatorio para ser presentado en las demás aduanillas a su paso. Estas guías tenían una vigencia de ocho días y solo funcionaban en un solo sentido. En el caso de los productos de exportación y del ganado, esta guía tenía una vigencia de treinta. Los honorarios de estos trabajadores se obtenían del 15 % del total de los ingresos, lo que lo convirtió en una especie de reten vial que generaba importantes dividendos en la medida en que el tránsito de viajeros aumentó. Además, la aduanilla manejaba una relación de cuentas de cada mes, cuadros estadísticos y copias de las diligencias de visita, lo que servía de control para las autoridades aduaneras, políticas y militares. Aunque siguió funcionando durante las primeras dos décadas del siglo XX, cayó en el abandono y olvido producto del crecimiento de la ciudad hacia el sector occidental, convirtiéndola en algo inoficioso ya que al ser incorporada por la ciudad, dejó de pertenecer a la Junta de Carreteras y Caminos, que era la entidad que recogía sus recursos. Además, se vio afectada por la implementación de los ferrocarriles y la apertura de carreteras en distintas direcciones, lo que la llevó a competir con las Aduanillas de Usaquén, Chapinero, La Violeta y La Concepción. Es importante resaltar que la aduanilla de Paiba era la primera en el
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Edificio en construcción
del Matadero Municipal
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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tramo Bogotá-Honda y que además de Paiba estaban las aduanillas de Chicuasa, El Molino y Albán. Las aduanillas se hicieron obsoletas cuando se introdujeron otros medios de transporte de mercancías, distintos a los terrestres. Posteriormente la Junta de Caminos se incorporó al Gobierno central y las aduanillas pasaron a ser conocidas como retenes, que a la postre dieron origen a los peajes actuales, liberando el paso de mercancías para el viajero común, aunque manteniendo los de carga de mercancías.
El Matadero Municipal de Bogotá
Los predios de Paiba fueron adquiridos en 1918. Su aprobación quedó registrada en el Acta del Concejo Municipal, el día 6 de diciembre, y su ratificación se dio al año siguiente. En 1924 se decidió la construcción del nuevo edificio y, bajo el empréstito generado por el municipio, se inició su construcción dos años después. La demora tuvo que ver con la concesión y desembolso de los recursos. Mediante el Acuerdo número 45 de 1924 del Concejo Municipal se aprobó un empréstito por $10.000.000 otorgado por la firma neoyorkina Dillon, Read & Co. para atender varios requerimientos de infraestructura de la ciudad. En ella aparece la construcción del Matadero Municipal de Bogotá:
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El Concejo Municipal de Bogotá en uso de sus facultades legales y Considerando 1º Que es urgente necesidad pública para el municipio de Bogotá el ensanche y terminación del acueducto municipal, la construcción y equipo del matadero público municipal, la extensión de los tranvías municipales y construcción de su planta de fuerza eléctrica, la mejora de las plazas de mercado público y la construcción de viviendas para obreros y edificios para escuelas públicas. (El Empréstito Municipal de Bogotá, 1924, p. 5)
El empréstito fue realizado con el respaldo de las escrituras públicas y los balances de las empresas municipales de la época como la Empresa del Tranvía, el Acueducto y la Plaza Central de Mercado. El proceso de renovación era bastante ambicioso, y los recursos aprobados correspondían a grandes sumas para la época, lo que generó que tras ellos, surgieran todo tipo de rumores acerca de la administración de estos y de la terminación en los tiempos establecidos de las obras correspondientes. El documento del empréstito contiene una descripción detallada de las obras, de los lugares y de las características de los edificios existentes en la ciudad, lo que lleva también a que se pueda hacer una radiografía mental de las características de la ciudad por aquel entonces, en particular frente a lo que plazas y mataderos se refiere: La Plaza Central de Mercado: Situado este edificio entre las calle diez (10) y once (11) y las carreras décima (10) y undécima (11) de esta ciudad (p. 35); la Plaza de
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Mercado Las Nieves, ubicada entre las carreras novena y décima y las calles veinte y veintiuna; la Plaza de Mercado de Chapinero, situada en el ángulo que forma la carrera catorce (14) y la calle sesenta y dos (62)” (p. 369); el Matadero Central, situado en el barrio de San Victorino, al occidente de la carrera Caldas; está dividido en dos secciones, en la primera de las cuales se hallan las oficinas, el anfiteatro y los depósitos de carne, y en la otra, los salones de matanza, y las corralejas. Hubo esta finca el municipio de Bogotá por compra que de ella hizo al señor Nicolás Vargas V., según escritura número mil once (1011) de fecha veintitrés (23) de agosto de mil ochocientos noventa y cuatro (1894), otorgada ante el notario primero de Bogotá”; el Matadero del Barrio de Chapinero, que fue edificado en el año de mil novecientos doce (1912) por cuenta y con fondos del municipio de Bogotá, según consta de las declaraciones protocolizadas por medio del instrumento número setecientos setenta (770) de veintisiete (27) de mayo de mil novecientos diez y nueve (1919), de la notaria tercera de este circuito en terreno de propiedad del municipio comprado a The Chapinero Company y The Bogotá CU y Railway Company por medio de escritura número novecientos cuarenta y nueve (949) de fecha siete (7) de diciembre de mil novecientos diez (1910), de la notaria tercera de este circuito. (p. 38)
La descripción anterior permite establecer las ubicaciones y disposiciones de plazas y mataderos. Sin embargo, la que más sobresale es la que refiere a las características del Matadero Municipal y la Plaza Central de Carnes de San Victorino,
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construida a finales del siglo XIX y derribada en los años cincuenta para construir la actual carrera 10ª. También estaba el edificio de la Plaza de Mercado de Carnes formado por cuatro pabellones construidos por cuenta del municipio y con fondos de este, según consta de las declaraciones protocolizadas por medio del instrumento público número 874 de fecha del 9 de junio de 1919 (p. 39). En los planes de inversión de ese préstamo, la construcción del matadero municipal estaba en segundo lugar después de la adecuación del acueducto (p. 211). De esta manera, a partir de 1925 se inició la construcción de la nueva sede del matadero municipal en los predios de Paiba. De tal manera que el vínculo con el desarrollo del comercio de la ciudad fue permanente. Se decidió construir el nuevo matadero municipal en los predios de Paiba, por ser este un lugar central y de fácil control para la entrada de las carnes a la ciudad. La construcción fue contratada con la firma norteamericana Ulen & Company y se inició en 1926 bajo la supervisión de la Secretaría de Obras públicas y la Junta Municipal de Sanidad. Ese mismo año se construyó la torre del crematorio de basuras. Este había sido un problema que se había debatido en varias ocasiones por el cabildo de la ciudad. El problema de las basuras estaba relacionado con la necesidad de construir un matadero. En la sesión ordinaria del día 6 de abril de 1926, el Concejo Municipal aprobó la construcción de dos incineradores, uno ubicado en los predios de Paiba, y otro, en los predios del basurero del norte, de propiedad de don Nemesio
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Camacho, presidente de la Junta de Saneamiento. La construcción estuvo a cargo de la casa Hugo Stones (Registro Municipal. Abril 1926, No 153, p, 427. En 1929, con el Acuerdo número 7, se autorizó a la Junta de Saneamiento de Bogotá, la utilización de los hornos crematorios de toda la ciudad para incinerar la basura. Esta disposición incluyó el que se encontraba en predios del Matadero Público. Posteriormente mediante el Acuerdo número 27 de 1929, se destinó la zona aledaña al edificio del matadero, en lo que después sería la Plaza de Ferias, como botadero público. El artículo dice “destinase el servicio del Aseo del municipio la parte del lote anexo al Matadero Público”. Además agrega que La secretaría de Obras Públicas procederá a edificar en aquel lote, los garajes adecuados y suficientes para guardar allí, tanto los vehículos de tracción mecánica, pertenecientes al aseo, como los destinados al uso de las autoridades municipales, frente a estos garajes, que constituirán una estación de servicio, se instalará en la vía pública, en lugar conveniente, la bomba de gasolina que haya de suministrar combustible para todas las máquinas del servicio municipal. (Registro Municipal, No. 186, septiembre de 1926, pp 4247-4248)6 6 En la constatación de datos, la revisión de documentos y la verificación con los mapas históricos de la ciudad, se encuentra que en efecto, la estación de servicio de gasolina se construyó frente a las instalaciones del edificio del Matadero, y que en la actualidad sigue funcionando bajo la administración de la compañía Texaco. La estructura de la zona de administración de esta estación siguen siendo al parecer la misma que se construyó a principios de los años treinta.
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También se reglamentaron los impuestos de carnes así como se dio paso a una organización de la administración de las plazas donde el Matadero Municipal empezó a ser tenido en cuenta pese a que no había sido terminado. Mediante el Acuerdo número 35 de 1926, se estableció el impuesto de degüello para todas las plazas de la ciudad, salvo la del Matadero Público, el cual quedó pendiente a su terminación y apertura. Una vez realizada, el impuesto de degüello se centralizó en el Matadero Municipal (Registro Municipal, Septiembre 8 de 1926, No. 25, p. 649). La necesidad de mejorar las condiciones higiénicas de las plazas se puede ver en el informe que entregó el Concejo Municipal el 23 de noviembre de 1926. Este describe las deficiencias en los servicios básicos de las plazas de mercado; se establece además que se considera que la Plaza Central seguiría siendo la principal de la ciudad y que el Matadero no la reemplazaría. Aún así, el desaseo de la Plaza Central era evidente: En verdad algo desastroso, los pisos, las escaleras y paredes infunden asco y vergüenza. Aún cuando las condiciones de esta plaza sean del todo anormales porque el mercado se está haciendo en las calles y estas tienen pavimentos detestables, desiguales, llenos de hoyos en donde con el verano se amontona el polvo y en invierno se forman charcas de lodo. (Registro Municipal, noviembre 23. No 43. p. 1024)
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Costado norte del edificio por la calle 13
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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Estas condiciones se replicaron una y otra vez en las demás plazas y eran reflejo de lo que difícil que resultaba acostumbrar a la población a las normas de higienes. Finalmente eran actividades que poco habían cambiado con el tiempo y frente a las cuales tampoco había mayor referencia en los diarios. Por tanto, era de esperar que estas condiciones se repitieran en el nuevo Matadero Municipal. Aún así desde un comienzo se trató de establecer una administración que velara por la higiene del edificio. No obstante, se dejó por fuera a los pequeños vendedores y distribuidores de carnes que se ubicaron a sus alrededores, en establecimientos aledaños, en espacios ubicados sobre los costados del matadero y en la acera pública. Se estima que la fecha de terminación del edificio central del Matadero Municipal, fue en 1929, tres años después de la construcción de la chimenea central de todo el complejo. Tuvo diversos problemas para su terminación ya que se vio envuelta en los escándalos presupuestales derivados de la crisis financiera de la ciudad, de la quiebra de la Ullen Company, la cual tuvo que abandonar el país dejando varias obras inconclusas y a los cambios de administración municipal que posiblemente llevaron a que posiblemente esta fuera otra de las razones por las cuales el edificio no tuviera una inauguración propiamente dicha. El 1º de mayo de 1929, la construcción del edificio fue descrita como “el desastre del matadero”. En el artículo publicado por El Tiempo, el alcalde de la
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ciudad, Luis Augusto Cuervo,7 se manifestó como enemigo del proyecto, el cual visitó por esos días en compañía del secretario de obras públicas: [...] y le dio la impresión de un packin-house particular, pero en ningún caso de un establecimiento para los fines con que fue instalado. En su opinión, el matadero no podrá satisfacer las necesidades de una ciudad que como Bogotá, consume 130 reses diarias cinco días a la semana y alrededor de unas 200 los días sábados. Agrega que el sistema entronizado en el nuevo matadero es demasiado lento.
Asimismo, el Secretario de Obras Públicas dijo que “el fracaso del matadero se debe al Concejo del año 26 que aprobó los planos sometidos por la Ullen sin tomar nota de las deficiencias que tenían” (El Tiempo, 1929, p. 16). Las plazas y los mataderos fueron parte de la vida cotidiana de la ciudad. Eran importantes para la urbe, aunque en el estudio se aprecia que la celebración de contratos no especifica acto alguno de inauguración. Entre 1928 y 1938 se inauguran toda suerte de obras en la ciudad y en el país. Estas fueron reseñadas por la prensa de la época como acontecimientos importantes, ya que se trataba de carreteras, ferrocarriles, servicios públicos como el teléfono o la electricidad. Todos tienen que ver con mejoras en la vida cotidianidad de las personas; sin embargo, en la revisión de prensa no se hallaron referencias a un acto de 7
Este alcalde tuvo que dimitir luego de las manifestaciones realizadas el 8 de junio de 1929, que trajeron como consecuencia, la muerte del estudiante Gonzalo Bravo.
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inauguración distinto al que se llevó a cabo con la Plaza de Ferias en 1934, con motivo de la feria exposición de ese año. Como el Matadero Municipal tenía una administración distinta a la Plaza de Ferias, no se puede tomar la fecha del segundo como la fecha de inauguración, dado que incluso en las noticias el lugar no es mencionado. Este dato es importante toda vez que en distintos documentos se habla de 1929 como fecha de inauguración del matadero, acto del que no existe constancia escrita. Además entre 1925 y 1934 pasaron por la alcaldía doce burgomaestres. Solo en 1929, la ciudad tuvo cinco alcaldes, con lo cual se puede ver una inestabilidad administrativa. Sin embargo, es destacable que en el periodo de construcción de la obra (1926-1929) estuvo en la Alcaldía el señor José María Piedrahíta, de tal manera que este alcalde merece el reconocimiento de la obra a pesar de que fue acusado de ser el culpable de la crisis de las finanzas municipales. Este alcalde tuvo que dejar su puesto debido a la presión política de liberales y conservadores que lo acusaron de corrupción. Lo cierto es que la ciudad en la práctica se encontró en la bancarrota debido al pésimo estado fiscal lo que obligó a la supresión de cientos de empleos en todas las dependencias municipales (El Tiempo, 16 de abril de 1929, p. 10). Ante esos y otros hechos, ningún alcalde se atrevió a inaugurar una obra que estaba sometida por el escrutinio público relacionado con la malversación de fondos.
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El Matadero Municipal inició labores en octubre. Estos lugares destinados al sacrificio de animales, por lo general contrastaban con las plazas. En ellas convergían las fiestas, las ventas, el ruido, el bullicio, las corridas de toros, los juegos de azar, las bebidas alcohólicas, las comidas tradicionales y los bailes. Eran espacios de intercambio, de jolgorio y en últimas eran los lugares donde el pueblo se encontraba por múltiples razones. El matadero no era una plaza, por tanto no se acostumbraba inaugurar esta clase de edificaciones. Los mataderos eran los lugares opuestos a las plazas. Eran lugares para el olvido, donde la sangre y los residuos de los animales se confundían con los olores nauseabundos provenientes de los canales de sacrificio y de las heces de los animales, olores y sensaciones que no se querían recordar. El único dato que da cuenta del inicio de funcionamiento del matadero es el que se menciona en el Registro Municipal, a propósito de la creación del cargo de administrador para este, mediante el Acuerdo número 19 de agosto 30 de 1929. Allí se menciona que el administrador contaría con un sueldo de cuatrocientos pesos, y que este debía proceder a elaborar un plan completo de la organización de las dependencias a su cargo, en el lapso de un mes, momento en que se planeaba su apertura. (Registro Municipal, 18 de septiembre de 1929, No. 165, p. 4305) A partir de octubre el matadero contó con una planta de personal compuesto por un administrador, un jefe técnico de matanza, un jefe de
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mecánica y encargado del refrigerador, un cajero pagador y expedidor de guías, un contabilista, un recibidor de ganado, un entregador de carnes, un almacenista, un jefe de balanza o pesador, un recibidor de ganado menor, dos ayudantes de veterinarios, un mecánico para la caldera, un fogonero y un portero. Todos sumaban una nómina de veinte mil trescientos pesos (Registro Municipal, 24 de julio de 1930. No. 173, p. 4316). También fue en octubre de 1929 cuando se instaló la placa que decía “Matadero Municipal”. Esta impronta fue fundamental, ya que se convirtió en un referente de ubicación para los habitantes de la ciudad. Fue su emblema y su marca. Esta no tenía nada de excepcional, salvo por el hecho de estar marcada en letras grandes que podían ser leídas a la distancia. El letrero se convirtió en una especia tótem simbólico que sirvió para mostrarle a la ciudad la naturaleza de las actividades del lugar. Era tan claro, que al mismo tiempo el blanco de su composición simbolizaba la limpieza y la renovación. Esta marca fue capaz de permanecer en el tiempo y de otorgar a la sociedad bogotana, la capacidad de dar sostén al recuerdo, a la presencia de una actividad vital, pero trágica al mismo tiempo, y que sirvió como soporte para la construcción de una identidad espacial en un punto específico de la ciudad. En tiempos en los cuales las direcciones eran confusas, el letrero grande y amplio ocupó el lugar de hito espacial de ubicación, que permaneció más allá del cierre de sus actividades. Sirvió para la ubicación de
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los mercaderes, muchos de ellos analfabetas que interpretaban en la fría placa, el mensaje de la actividad del lugar. Esa placa contrastaba con otras de origen publicitario, mucho más coloridas. Esta era una placa sobria y sin mayor adorno, que cumplió su propósito fundamental.
La plaza de ferias
Anexo al Matadero Distrital, mediante el Acuerdo 58 de 1932, se decidió construir la Plaza de Ferias, destinada a los eventos de exposición ganadera de la Sabana. Era común que los pueblos y las ciudades realizaran exposiciones de estas características. En particular, en las zonas rurales se convertía en una forma de competencia entre ganaderos y hacendados que presentaban sus mejores animales ante una serie de jurados expertos en la materia. El hecho de que se fundara una plaza para este tipo de actividades en Bogotá revela la importancia del sector ganadero y la presencia de una clase económica vinculada a actividades agropecuarias que seguramente se entrelazaban con otros de carácter industrial, en particular, con aquellas que empezaban a desarrollarse al occidente de la ciudad. El motivo de su construcción permite inferir un vínculo entre los sectores políticos y los sectores agropecuarios, para quienes este tipo de actividades representaban cierto carácter de clase y cultura, que también puede ser interpretada como
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parte de la herencia del siglo anterior. En la medida en que la ciudad creció y se industrializó, este tipo de actividades pasaron a un segundo plano y la Plaza de Ferias perdió todo su interés. Aún así, el lugar tuvo un diseño moderno y se ajustó a unos parámetros no observados en otras plazas similares en el país. Una descripción publicada el 31 de diciembre de 1933 ofrece una idea de las características de esta: Construida en un lote de propiedad el municipio, situado entre las calles 12 y 13 y entre las carreras 31 y 32, en una extensión de 10.0000 metros cuadrados, esta plaza tiene la capacidad para 1800 cabezas de ganado. La obra fue proyectada por el personal técnico de la Secretaría y ejecutada en parte por contratos celebrados con distintas entidades y en parte por la administración directa del municipio, se inicio en el mes de abril del año que termina y está prácticamente terminada. La plaza está dotada de servicios de alcantarillado, acueducto, bañadera, báscula, etc., y de todas las dependencias propias de esta clase de construcciones. En el centro se ha formado una pequeña plazoleta donde parten en forma radial los camellones para el tránsito del público de manera que todos los negociantes tienen un obligado punto de reunión en el quiosco situado en el centro de ella, donde funcionará el bar. Las oficinas de la administración se establecerán en un pequeño edificio localizado cerca de la báscula y de la entrada del ganado para facilitar su inspección y la bañadera está colocada de manera que puedan bañarse las reses antes de pasar a los corrales. El edificio del quiosco sobre el que está
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colocado el tanque se construyó de concreto armado y presenta una silueta de estilo moderno con un gran balcón circular construido en voladizo desde el cual se domina toda la plaza. Los pavimentos de los corrales y de los camellones destinados al tránsito de ganado, son de cemento y los de los lugares transitados por el público, son de asfalto. El costo de la obra fue presupuestado en $78.788 pero debido a la construcción de algunas obras accesorias, ascenderá a $90.000. (El Tiempo, 31 de diciembre de 1933, p. 21)
También se aprobó la construcción de un mercado de carnes en el matadero de Paiba, que tenía por objeto dotarlo de un edificio adecuado para despresar las reses provenientes de la Plaza de Ferias, en condiciones higiénicas (El Tiempo, 31 de diciembre de 1933, p. 21). La obra estuvo proyectada desde la administración del alcalde de Bogotá, Luis Patiño Galvis, y se terminó durante la administración de Julio Pardo Dávila. Los planos y la dirección de obra estuvieron a cargo de los ingenieros Francisco A. Cano y Miguel Rosales. Sobresale el hecho de que antes de la construcción de la Plaza de Ferias, la carrera 32 no existía y fue construida en 30 días, justo antes de su apertura (El Tiempo, 7 de julio de 1934, p. 13). El 8 de julio de 1934 fue inaugurada la Plaza de Ferias, con la presencia del alcalde de la ciudad, Julio Pardo Dávila, y el presidente de la República, Enrique Olaya Herrera. La fundación fue registrada como uno de los últimos actos de gobierno del presidente Olaya y da cuenta de la importancia para la ciudad:
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Asistencia a la feria
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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Desde las nueve y media de la mañana de ayer las vecindades de la Plaza de Ferias se encontraban colmadas de gentes, ansiosas de conocer la realización del ejecutivo municipal. La carrera 32 y la calle 13, en un largo sector estaban ocupadas por automóviles y coches. La empresa del tranvía estableció un servicio especial de carros hasta el matadero y los buses de la sabana prolongaron su recorrido hasta el mismo lugar. Puede calcularse, sin exageración, que a las once de la mañana habían penetrado a la plaza más de tres mil personas. Por desgracia la junta organizadora no tuvo en cuenta esta enorme afluencia de público y por tal razón la entrada al recinto se complicó de manera extraordinaria. Esto trajo por consecuencia que, cerca de las once de la mañana, la policía fuera atropellada y una incontenible avalancha de gente, no menos de 500 personas, irrumpiera en la plaza sin la respectiva invitación y la boleta de entrada. A las once y cinco minutos de la mañana llegó el excelentísimo señor presidente de la República. La policía hacía guardia de honor y la banda comenzó a tocar el himno nacional. El automóvil avanzó hasta que estuvo al pie del quiosco. (El Tiempo, 9 de julio de 1934, p. 1)
Otro cronista describió en la sección de columnistas lo siguiente: La exposición agropecuaria: En la nueva Plaza de Ferias de Bogotá se instaló la exposición agropecuaria, que con tanta diligencia y acierto venía preparándose desde hace varios días. El acto de ayer se constituyó en un certamen de la más auténtica cultura, en el cual se reunieron, en manifestación de larga influencia patriótica, varias fuerzas de
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trascendencia esencial en el futuro de la república. Un resultado de rica influencia optimista debe tener en la economía nacional la celebración de exposiciones de esta naturaleza, donde se puede apreciar extensamente el progreso que la industria va desarrollando entre nosotros y se estimula discretamente el esfuerzo de los hombres de trabajo, que ajenos a la política laboran eficazmente en la construcción de la grandeza de la patria. […] Por otra parte, la Plaza de las Ferias reúne las condiciones indispensables de comodidad y de buena presentación. Es una mejora urbana que Bogotá reclamaba insistentemente y que constituía una necesidad impuesta por el progreso sostenido de la ciudad. (El Tiempo, 9 de julio de 1933, p. 5)
También el secretario del Ministerio de Agricultura señaló que era un gran esfuerzo de la ciudad al construir la Plaza de Ferias y que era un estímulo para el resto del país. El evento fue todo un éxito. Seguramente las rentas de la ciudad se beneficiaron ya que el precio de la entrada fue de veinte centavos e ingresaron cerca de 15.000 personas a la exposición. Ochocientos animales concurrieron a la exposición desfilando por orden de razas en torno al quiosco central. También el alcalde dio la orden para que la entrada fuera gratis para todos los colegios y escuelas que se presentaran en comunidad (El Tiempo, 10 de julio de 1934, p. 15). Posteriormente se reglamentó el uso de la plaza, estableciendo que el único lugar para la compra y venta de ganado en Bogotá era ese lugar.
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Es importante señalar que durante los años veinte, Bogotá contó con una feria de exposición agropecuaria que tuvo lugar en 1928 en el Bosque Calderón Tejada. La segunda se realizó en julio de 1934, durante la inauguración de la Plaza de Ferias, anexa al Matadero Municipal. Tomás Rueda Vargas realizó una crónica extensa titulada “En los corrales de Paiba”, donde describe los tipos de ganado, las ganaderías participantes y las instalaciones de la Plaza de Ferias, la cual califica como magnífica donde “se pueden hacer las exhibiciones con comodidad y economía imposibles de obtener cuando había que acudir a armar barracas inadecuadas en terrenos particulares” (Rueda, 1936, p. 188). Anotó Rueda que la mayor parte de la exposición constó de ganado importado con una participación mínima de ganado criollo y que a pesar de los esfuerzos de criadores, como don Heliodoro Díaz, los premios fueron entregados a los poseedores ocasionales y no a los criadores que habían dedicado grandes esfuerzos para presentar a los mejores ejemplares. Respecto a los caballos de paso, señaló que aunque llegaron a ser muy importantes en muchas labores cotidianas, su precio había disminuido con la llegada de locomoción, por tanto, el número de ejemplares. Bogotá había tenido anteriormente otras ferias y exposiciones. La más memorable fue la que se hizo en 1910 con motivo de la celebración del centenario de la Independencia y que contó con numerosos pabellones de exposición
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que recreaban la historia del mundo, así como dejaban lugar para algunas representaciones de la cultura local. No obstante, estas no lograron ser tan populares como las que se vinculaban a las actividades del campo, cosa que los habitantes de la ciudad, por ese entonces conocían muy bien, ya que las zonas rurales estaban “a la vuelta de la esquina”. Comenta Walter Benjamín (1982) que, en el caso de París, estas exposiciones y ferias se hicieron como una forma de expresión de la industria nacional. En Bogotá, el 1o de enero de 1930, el diario El Tiempo expuso el desarrollo industrial de la ciudad mostrando algunas imágenes del Matadero Municipal, aunque no hizo mención de ella salvo en los pies de foto. Dice Benjamin que: [...] surge el deseo de “entretener” a las clases trabajadoras, y se convierte para ellas en una fiesta de emancipación. Los trabajadores, como clientes, están en primer plano. El marco de la industria de recreo aún no se ha constituido. La fiesta popular lo establece ( Benjamin, 2005, p. 42) .
La administración del matadero y la Plaza de Ferias
El matadero y la Plaza de Ferias empezaron a ser olvidados al poco tiempo de ser abiertos al público. El olvido al que nos referimos tiene que ver con aquel que se da no por la ausencia de una memoria, sino por lo que produce el lugar,
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olores, impresiones visuales desagradables, ausencia de higiene, que obligan a que la población decida olvidarlo la mayor parte del tiempo. Solo se recuerda para el uso vital para el que fue destinado: abastecer de carnes a la ciudad. Por tanto, su presencia se diluye tanto en los diarios como en las referencias de cronistas, fotógrafos e ilustradores. Solo algunos como el fotógrafo Gumercindo Cuéllar, se interesan por realizar impresiones acerca de este lugar. En los momentos en que estos edificios aparecen en los diarios, sus noticias tienen que ver con las reorganizaciones administrativas que tuvieron estos lugares en el organigrama de la Secretaría de Hacienda hasta 1958. Señala Flórez (2009) que desde 1927, la Secretaría de Hacienda fue la que se encargó de la administración de las plazas de mercados incluido el matadero y las Plazas de Ferias. Asimismo, ese año se elaboró el reglamento de plazas de mercados el 21 de abril de 1927. Flórez realizó una investigación en la que vinculó al matadero y a la Plaza de Ferias como unidades administrativas distintas desde 1928 (p. 46). También se mencionan las plazas de ferias, lo cual indica que antes de la Plaza de Ferias de 1934, existieron otras que no son determinadas por su ubicación; es posible que también hayan sido temporales. A partir de 1933, la Plaza de Ferias y el Matadero Municipal aparecen como dependencias sujetas a la Secretaría de Hacienda, pero separadas entre sí. Esto significa que el matadero y la Plaza de Ferias funcionaban de manera independiente a pesar de compartir
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el mismo terreno, por tanto, no se puede asociar la inauguración de la Plaza de Ferias con la del matadero8, como lo señala Flórez en su investigación. La Plaza de Ferias y el Matadero Municipal continuaron dependiendo directamente de la Secretaría de Hacienda hasta 1952, cuando ambas quedaron bajo el control del Departamento de Bienes Municipales. Esta nueva dependencia de la Secretaría de Hacienda desaparece en 1954, y nuevamente Plaza y Matadero quedan como dependencias directas de esta secretaría hasta 1958, cuando dejan de pertenecer a esta entidad y son vinculadas, mediante el Acuerdo 76, a la Empresa Distrital de Servicios Públicos (EDIS), creada también bajo esta norma. Flórez señala: “Para la secretaría de Hacienda esto representó un claro viraje de la administración: de un tema de rentas y contribuciones, las plazas y el matadero de la ciudad se convirtieron en una problemática de higiene y salubridad pública” (p. 136). De esta manera, después de sesenta años, el matadero volvió a convertirse en un asunto relacionado con el motivo que le dio origen: las condiciones de higiene y salud. El olvido nace precisamente por la naturaleza administrativa que se le dio. Por un lado, se estableció como un centro para el tratamiento de las carnes, pero 8
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Flórez (2009) señala que el Matadero Distrital fue fundado en 1934 y que la ceremonia de inauguración contó con la presencia del presidente de la República, el ministro del Ecuador y el alcalde de la ciudad, mientras que los discursos de protocolo corrieron por cuenta de Gonzalo Restrepo, Francisco Florero Aguilero y Enrique Ancizar, en representación del Gobierno nacional, de la Junta Organizadora de la Exposición y del Cabildo de la ciudad, respectivamente” (p. 136). Esto último es cierto, aún cuando lo que se fundó en realidad haya sido la Plaza de Ferias.
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no logró su objetivo en la medida en que el crecimiento urbano fue alejando a los clientes del lugar. Los consumidores prefirieron ir a las plazas locales cercanas a los barrios, que dirigirse hasta la zona del matadero, la cual, con los años, adquirió por completo el carácter de zona industrial. Este aspecto es importante, puesto que en la medida en que los productos fueron acercándose a los lugares habitacionales, los habitantes fueron dejando en el olvido a ciertos lugares, con los cuales establecieron exclusivamente relaciones referenciales para la ubicación o movilización en la ciudad, aunque no necesariamente en relación con el uso. Por esa razón no sorprende la reacción de la EDIS cuando el 22 de marzo de 1978 se anunció el cierre del matadero: la entonces gerente de esa empresa aseguró que no haría falta, ya que en él solo se sacrificaba el 15 % de la carne que se consumía en la ciudad, por lo que no apeló la decisión. Las razones tenían que ver con el hecho de que las condiciones del lugar no garantizaban la calidad de las carnes y: […] la Secretaría de Salud encontró que el matadero no es higienizable, que es muy difícil hacer reformas locativas, pues sus instalaciones por efecto del tiempo de servicio no lo permiten. Los inspectores de salud encontraron, además, problemas de fallas técnico-sanitarias, de magnitud tal que el Matadero distrital constituye en las condiciones actuales un serio peligro para la salud, tanto de trabajadores que laboran en el mismo como de los consumidores de carne que allí se procesan. (El Tiempo, 1978, p. última C)
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Industria de la carne
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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El desinterés llegó a tal punto que la EDIS le solicitó al Departamento de Planeación Distrital que estudiara la finalidad para la que podían ser usados los terrenos en donde se ubicó el matadero (p. última c). Finalmente su cierre definitivo llegó con la liquidación de la EDIS y con él su abandono.
Por que recuperar la memoria de un lugar?
¿
¿Por que una biblioteca?
Sencillamente porque allí estuvieron nuestros antepasados, porque son parte de la historia, pero también del presente. Allí se estableció la práctica vital de degüello, para la alimentación y el crecimiento de una urbe que lo olvidó. Este lugar fue saqueado y llenado, a su vez, por toda suerte de escombros y objetos materiales olvidados de la ciudad. Allí fueron llevados cientos de vehículos de la Empresa Distrital de Buses, a principios de los años noventa, donde trolebuses y articulados de vieja data fueron a oxidar sus últimos años de servicio. El matadero era el lugar donde iban a morir las cosas que la ciudad ya no necesitaba. Solo crecía maleza por doquier, tanto como el abandono y el olvido. En 2005 también llegaron los indigentes sacados de la zona del sector conocido como El Cartucho. El matadero se convirtió por algunos meses en el “vividero” de los desposeídos y desarraigados del antiguo barrio Santa Inés. Posteriormente se fueron y entonces nuevamente el lugar pasó a ser objeto de disputas entre quienes buscaban una nueva sede para
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la Universidad de Cundinamarca y la Universidad Distrital, al final fue esta última quien finalmente se quedó con el predio en 2009. La Universidad Distrital es la que inicia la labor de recuperación del lugar, de los edificios, pero sobre todo como institución que tiene entre sus funciones, recoger la memoria de la ciudad y restaurar para ella lo que el tiempo y el olvido aparentemente se han llevado, porque: [...] no hay pausa, no hay descanso, porque la memoria no ha sido “depositada” en ningún lugar; tiene que quedar en las cabezas y en los corazones de la gente. La cuestión de transformar los sentimientos personales, únicos e intransferibles en significados colectivos y públicos queda abierta y activa. (Jelin, 2002, p. 56)
Las bibliotecas son una expresión de la necesidad de guardar la memoria y de preservar lo que podemos llamar el acumulado cultural de una sociedad. Además, son lugares, en el sentido de la espacialidad, pero también de las construcciones simbólicas. Organizan, direccionan y les presentan a sus usuarios múltiples posibilidades para que el sujeto sea, se signifique, pero también se halle ante su entorno y ante sí mismo. Las bibliotecas son lugares de memoria, de encuentros y desencuentros donde no solo está consignado el conocimiento, sino también formas de las cadenas de comunicación que un sistema ofrece para que una sociedad se reconozca.
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Anteriormente las bibliotecas formaban parte de sistemas cerrados que restringían su uso a estudiantes y versados en diferentes temas. Hoy son sistemas abiertos, integrados a la ciudad, con múltiples posibilidades de intercambio de información y, por tanto, de expresiones de carácter cultural. Las bibliotecas son repositorio de la memoria escrita, oral y audiovisual, pero también, como en el caso de la Biblioteca Ramón Eduardo D´ Luyz, por su carácter de ocupar un edifico histórico, ella misma es memoria viva en la ciudad y representa parte de esas luchas por la memoria de los lugares, que arquitectos, urbanistas e historiadores sostienen en común. Se trata de una apuesta por los procesos de resignificación espaciales en la ciudad. Así como otros espacios han quedado en el olvido, este es recuperado para tejer sobre sí mismo, la posibilidad de ser usado para un fin muy distinto al inicial. Se trata de reconocer un espacio donde la muerte reinaba, a uno donde el tránsito del conocimiento se entreteja con la vida de los usuarios de la biblioteca.
A manera de conclusión
Todorov (2000) señala que existe una especie de culto a la memoria. Este libro no ha pretendido rendir culto a tal tendencia, sino, por el contrario, configurar un cuadro que demuestre que los lugares también son susceptibles de ejercer
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una fuerza en pos de la reconstrucción de la historia de una ciudad y de la resignificación de sus espacios, sin que esto implique necesariamente tener que olvidar. También se han tratado de usar elementos propios de la historia cultural, para traer al presente una serie de elementos que dan sentido a un lugar como el matadero. La historia se encarga de limpiar la arena que ha ingresado por las ventanas abandonadas de la edificación y de su entorno, mientras aporta elementos para su resignificación en el presente bajo la consigna de que no puede habar tal proceso si no se conoce su pasado y las urdimbres que lo acompañaron. Cuando se modifica un espacio, con el transcurrir del tiempo, se modifica la memoria que sobre él se tiene. Lo mismo ocurre con sus referentes positivos y negativos. Un lugar, a diferencia de las personas, deja unos trazos visibles en el espacio. Aún en las ruinas, subsisten los fantasmas de la cultura, fantasmas que, como afirma Zizek (2002), son fundamentales para reconstruir el significado de un conjunto social, pues sin ellos no tendría mucho sentido la vida humana, ya que esos vacíos son los que alimentan las diferentes formas de narración, los recuerdos que aparecen como presencias en los deseos nostálgicos de un pasado que, en el imaginario colectivo, pudo ser mejor que el presente. El matadero antes de su reconstrucción era una especie de espacio vacío, prohibido para la mayoría, encantando y hechizado, por los más oscuros temores, en el que el colectivo proyectaba sus deseos nostálgicos, sus recuerdos
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distorsionados. Ese vacío empezó a ser llenado, reconfigurado espacialmente y resignificado social y culturalmente por la presencia de la universidad. Pero no basta cambiar el lugar. Se trata de agregarle nuevos elementos, que en realidad, no son tan nuevos. Se trata de traer lo que había, para que se haga presente y se constituya en parte del tamiz que reescribe el uso funcional del lugar. La biblioteca encarna la labor de la memoria, no del olvido. No se trata de un cementerio de libros, sino un lugar donde estos cobran vida a la luz de la memoria, de las prácticas culturales y de la historia hecha en el presente. Este edificio no contó con una inauguración formal, por tanto, tampoco existió una integración completa en el imaginario colectivo. Es importante entender el significado de los “bautismos sociales”, frente a los cuales estamos acostumbrados en la sociedad occidental. Estos no solo reflejan la entrada en el mundo social de las personas, sino también de los objetos y lugares que acompañan la vida humana. Esas “fechas” marcan, generan hitos, puntos de recordación en el tiempo. Cuando se adolece de esas marcas, cuando son imprecisas, cuando no se establecen claramente, tampoco se incorporan por completo al grupo referencial humano que lo rodea. Por tanto, tampoco importó su muerte como vimos anteriormente. No era un tema que movilizara al común de la gente, no fue un lugar tan representativo para la memoria de la población bogotana, salvo por el nombre.
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Cosa distinta ocurrió para el mundo de la arquitectura. Diversos documentos consultados señalan en reiteradas ocasiones que el edificio del Matadero Municipal fue el reflejo de la industrialización y la modernización de la ciudad, en particular, porque llamaba poderosamente la atención su elevada chimenea. De esta manera, también se puede realizar una aproximación a otro punto fundamental: es posible que aquello que la arquitectura puede catalogar como un edificio importante, tenga ante sí el problema de la memoria social no instalada en el lugar. Es probable que en el caso del matadero, se asista a ese fenómeno. No se trata de buscar una negación en el lugar. Se trata de ver que el lugar lo hacían las gentes y las relaciones que estas generaban en torno a la carne, fundamentalmente, pero también en torno a otras actividades. Una vez que esta gente abandonó el lugar, este empezó a quedar en el olvido, y se convirtió en apenas un referente de ubicación para la zona aledaña a la carrera 30 con calle 13. De allí que fueran los arquitectos, recuperadores del patrimonio material, quienes apostaran por esta obra. No obstante, la obra por sí misma no recupera la memoria. Esta debe ser reconstruida, traída y referenciada hasta el presente de la mejor manera posible, con todas las variables y las versiones a que haya lugar. Por eso, este documento solo expresa una versión de las muchas que se pueden hacer. Otro aspecto no menos importante tiene que ver con la resignificación. Significar es una cosa, pero resignificar implica reescribir sobre lo que hay. El
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problema viene cuando el vacío es tan grande, que apenas se registran unas marcas en la columna del discurso. ¿Cómo podemos resignificar lo que no es lo que parece? ¿Qué significa realmente la palabra “matadero” para las generaciones actuales? La exposición de este texto quiso mostrar algunos de esos procesos, procedimientos y las condiciones en las que se laboraba en estos lugares. No obstante, es posible que al hacer tal cosa, también haya caído en la trampa del discurso que estableció al matadero como un problema de higiene. Ahora sabemos al llegar a estas conclusiones que también hay una historia administrativa y seguramente habrá una arquitectónica y otras más con respecto a las relaciones comerciales, los precios, la carne, el transporte, el mercado, las comidas, y que todas ellas forman parte de ese entramado de la memoria. También habría que indagar por las posibilidades de encontrar lo contrario; es decir, lo pintoresco del lugar, lo atractivo, lo que podía convocar a la los habitantes de la ciudad a cosas agradables, lo cual posiblemente también se daba, aunque dada la naturaleza de la actividad comercial que en el matadero se llevaba a cabo, es posible que descubrir esos elementos formen parte de una labor investigativa todavía más profunda y laboriosa. Por ello, cobra importancia la inauguración de la Plaza de Ferias. Ella atrajo y convocó a personalidades y personas del común. A ella llegaron desde los escolares hasta los diplomáticos. Era la contraparte del matadero. Era el edifico
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donde rebosaba la vida de los animales, mientras su vecino rebosaba en todo lo contrario. El eros y el thanatos ubicados el uno junto al otro, pero separados por un muro. Quizás esa sea otra razón para la memoria y el olvido. ¿Qué recordamos? Y ¿qué preferimos olvidar? Vida y muerte. Al final, ambos, matadero y Plaza de Ferias terminaron convertidos en uno solo. La administración los unió en 1960 y solo prevaleció el matadero. No se volvió a hablar de Plaza de Ferias y con ello empezó la agonía del lugar. Otras plazas de otros mataderos surgieron para sepultar al ya moribundo lugar de referencia. Y como en los grandes mitos, cual ave fénix, acudió una diosa de la sabiduría, una Athenea, para dar vida a un lugar, y para marcar una nueva ruta en la memoria de la ciudad.
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Ferias
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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Otros documentos
Registro Municipal 1886, 1893, 1897, 1901. Acuerdo número 13 de 1892. Decreto Número 107 de Diciembre 15 de 1914 (1914) Por el cual se reglamente el Ramo de caminos del Departamento. Bogotá. Imprenta Municipal Revista de Higiene. (Septiembre 1893). Número 45. Revista Médica. 1897. El Tiempo. El Tiempo. (1 de mayo de 1929). El Concejo investiga las finanzas municipales. El Tiempo. p. 16.
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El Tiempo. (9 de julio de 1934). Inauguración de la Plaza de Fe. El Tiempo.(1978). La EDIS acepta el cierre del Matadero. p. última C. El Tiempo. (9 de julio de 1933). La exposición agropecuaria. p. 5. El Tiempo. (10 de julio de 1934). La Exposición Pecuaria fue clausurada hoy. p. 15. El Tiempo. (17 de septiembre de 1924). La fiesta de los estudiantes. p. 3. El Tiempo. (12 de julio de 1931). La muerte del carnaval. El Tiempo. (31 de diciembre de 1933). Las obras publicas de Bogotá en 1933. p. 21. El Tiempo. (16 de abril de 1929). La supresión de empleos en el municipio de Bogotá. p. 10. El Tiempo. (7 de julio de 1934). Mañana inaugura la Plaza de Ferias el presidente Olaya. p. 13. El Tiempo. (25 de octubre de 1918).Todas las últimas noticias. Las defunciones. Los servicios sanitarios. p. 2.
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Ferias
Fuente: colección general del señor Gumersindo Cuéllar, derechos de autor autorizados por Adriana Cuéllar, Biblioteca Luis Ángel Arango.
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Anexos
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AMÓN EDUARDO D’LUYZ NIETO
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icenciado en Ciencias Topográficas de la entonces Universidad Municipal. Nació en Barranquilla, el 2 de febrero de 1925. Hijo de Pedro D’Luyz y Carlina Nieto. Realizó sus primeros estudios de la mano de su señora madre doña Carlina, ya que ella formó una escuela de barrio en su natal Barranquilla y allí comenzó su camino académico. En 1945, llegó a Bogotá y se vinculó con el Instituto Agustín Codazzi; en esa época inició sus estudios de Ingeniería Civil en la Universidad Nacional de Colombia, pero por circunstancias de la vida término matriculándose en la nueva facultad de topografía de la hoy Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Amante consumado de la astronomía y la geometría, incluyó en su cátedra las prácticas de métodos de levantamientos cartográficos, midiendo ángulos y tiempos de las estrellas para encontrar el posicionamiento del observador, tal vez aun sin saberlo cimentando las bases de los actuales GPS. Humanista por excelencia; cree firmemente en la educación con calidad y con corazón. Es un lector de obras filosóficas, en especial, le tiene gran estima al escritor español Alfonzo López Quintas quien ha dejado una huella bastante profunda con sus ideas anticapitalistas.
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El 25 de octubre de 2011, el Consejo Académico de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas emitió la Resolución No 068 “por medio de la cual se otorga reconocimiento académico a la vida y obra de un docente de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas”. En esta se destaca la obra académica del profesor Ramón Eduardo D’Luyz Nieto, en pro de la educación del país primero como licenciado en Ciencias Topográficas luego como profesional de topografía destacado del Instituto Geográfico Agustín Codazzi y posteriormente como docente de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas; además de su contribución al reconocimiento y la aprobación del programa de Ingeniería Catastral y Geodesia ante el Ministerio de Educación Nacional y el Icfes. Este homenaje en vida como profesor emérito le valió el honor de que la nueva Biblioteca Central de la Universidad Francisco José de Caldas lleve su nombre para la posteridad.
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umersindo CuÉllar
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ació en Tinjacá Boyacá en el año de 1891, fue el menor de nueve hermanos, al parecer sus padres se mudaron a Bogotá con toda la familia, cuando Gumersindo tenía alrededor de cuatro años; su ámbito familiar estuvo influenciado por las letras y el arte. En su vida adulta se dedicó al comercio, actividad que ejerció hábilmente en su almacén “El Regalo de la carrera 8 entre avenida Jiménez y la calle 14, acera occidental, donde vendía artículos varios, desde bicicletas hasta cámaras fotográficas y postales de sus propias fotografías”.9 La prosperidad económica le permitió construir una casa en el barrio Teusaquillo y desarrollar el oficio de fotógrafo por gusto que recoge según apreciaciones de Silvia Arango: “como un coleccionista, los aspectos gratos y memorables que su dedicación le permite ver y apreciar, es decir, comprender.”10 Su afición por la fotografía dejo un hermoso legado para nuestra memoria y patrimonio documental representado en un archivo de 2190 fotos sobre diferentes aspectos de la vida material de 1925 a 1955,
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ARANGO, Silvia. Gumersindo Cuéllar y la fotografía de arquitectura. Boletín Cultural y Bibliográfico. [en línea]. 2012 vol. XLVI, no 83. pp. 5-13. Disponible en Internet: <http://admin.banrepcultural.org/sites/default/files/bcb_-_83_-_conservacion_de_la_memoria.pdf>. ISSN 0006-6184 10 Ibíd
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representada en edificios, vestigios del desarrollo industrial, paisajes, urbanismo y actividades de aquellos años entre otros temas de interés. La Colección Cuellar Jiménez se encuentra disponible en la Biblioteca Virtual de la Biblioteca Luis Angel Arango del Banco de la Republica. La conservación y divulgación de este registro, permitió evocar en el caso del presente libro, el uso y diseño del espacio del antiguo Matadero Distrital hoy restaurado para dar cuenta del pasado junto con nuevos significados del presente.
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Pro-piedad privada
Foto tomada por Favio Rincón Fotografía sobre una intervención realizada por Valeria Pineda dentro del performance, Los Santos mueren antes, presentado en Bogotá en el VII Encuentro Hemisférico de Performance y Política. Año 2009
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FAVIO RINCÓN Maestro en Bellas Artes con especialización en Grabado y Magister en Educación. Vinculado al proyecto curricular de Artes Artes Plásticas y Visuales desde 1992, su trabajo creativo gira principalmente alrdedor de la pintura, el grabado artístico y la fotografía.
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EL MATADERO MUNICIPAL Y la plaza de ferias de bogotรก 1924-1934 se terminรณ de imprimir en Kencer Impresores en junio de 2014 Bogotรก, Colombia
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