Ese desierto que te ahoga, Egipto,
es el crisol de una sabiduría
subterránea y hermética.
Noches de los misterios, Osiris navegando
por el cielo de las resurrecciones,
y el silencio del Nilo
turbado apenas por el gangoso canto
de los sacerdotes, los que acunan la muerte
con intrigas.
Oro para los muertos, lino, trigo y perfume.
Resignación y arena para los que viven
sobre los restos pétreos
de aquella eternidad dormida en hipogeos,
aferrada a ciclópeos capiteles.
Triunfó un viento oriental como un alfanje
que segó tu memoria. El camello sestea
con mueca indiferente, amnésica,
sobre un campo de glorias. Ya no hay épicas
que inciten al arpista y el escriba consigne.
Hoy el templo es el zoco; el rito, el regateo;
los himnos rituales, cuchicheos,
risas, guiños, anecdotas...
el flujo de la vida resignada a vivir
sin la obsesión de la inmortalidad.
Hoy te basta la esperanza pequeña.
Te basta el pan, el agua, la paz para tus ocios.
Y, sin embargo, la Esfinge todavía persiste,
lanza desde Gizé