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ENFOQUE DE AMENAZAS, RIESGOS NATURALES Y CAMBIO CLIMÁTICO
Dentro del debate internacional de los últimos 30 años sobre la gestión del riesgo de desastres, la discusión sobre la gestión del desastre se ha ampliado al estudio de fenómenos biofísicos, hacia una visión sistémica más compleja donde se reconocen relaciones entre diversas variables sociales y biofísicas, dentro de múltiples escalas de tiempo y espacio. Este abordaje, producto de una construcción social con diferentes visiones del fenómeno, permite analizar las características del riesgo anteriormente ignoradas, relacionadas con el carácter de complejidad e incertidumbre, generando una percepción más amplia del riesgo con nuevas estrategias para gestionarlo.
En las regiones de América Latina y el sudeste asiático, el riesgo empieza a ser analizado como un producto de procesos sociales particulares, donde influye de manera directa o indirecta en el modelo de desarrollo de cada sociedad. De esta manera, la identificación de la vulnerabilidad social empieza a ser una pieza esencial en el análisis del riesgo donde la pobreza, la desigualdad social, la segregación territorial, la falta en el acceso a la educación, la corrupción y las estructuras de gobierno, son variables a tener en cuenta con el objetivo de generar resiliencia y adaptación territorial, conceptos que empiezan a ser asociados a fenómenos como el cambio climático.
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Además, han surgido nuevas perspectivas de los sistemas de gestión donde hay una redistribución de responsabilidades, estableciendo acuerdos de cooperación entre múltiples actores. La antigua visión técnica y burocrática de la gestión del desastre, centralizada y dirigida por especialistas que intentaban actuar bajo la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad del riesgo, pretende ser reemplazada por sistemas de gestión donde la sociedad civil tiene una mayor participación y protagonismo en procesos de prevención y reducción del riesgo. Además, mediante la organización comunitaria, la sociedad civil pasó a tener un papel preponderante en los sistemas de alerta, la detección y reconocimiento de amenazas, la actuación durante la emergencia, la educación ambiental y la participación en sistemas de seguridad alimentaria, resultado de diferentes aproximaciones dentro del paradigma de la gobernanza del riesgo.
Según Klinke et al. (2013) la gobernanza del riesgo debe enfocarse a la planificación territorial a través de cinco fases:
1) Pre-evaluación del riesgo, que busca determinar la percepción del riesgo de la sociedad; indagar sobre los tipos de vulnerabilidad social, ambiental, política y económica; así como establecer las posibles amenazas y el grado de afectación que pudiera existir;
2) Evaluación interdisciplinar del riesgo, busca caracterizar a la sociedad tratando de establecer los diferentes tipos de actores y organizaciones sociales relacionadas con la gestión del riesgo, identificando posibles aliados, conflictos, intereses comunes, interdependencias y potenciales interacciones, tratando de establecer conexiones entre la comunidad científica, el sector de la tecnología, el sector público y el sector privado;
3) Evaluación del riesgo, enfocado a determinar la probabilidad de las amenazas y el nivel de impacto que tendrían sobre el estado de vulnerabilidad y el grado de exposición de la sociedad;
4) Gestión del Riesgo, donde se ponen en práctica las anteriores fases descritas incluyendo un plan de acción que permita enfocar la gestión del riesgo bajo el conocimiento del riesgo, reducción del riesgo y manejo de la emergencia.
5) Comunicación del riesgo, pretende encontrar espacios y canales de comunicación efectivos con la finalidad de producir participación y consenso de la sociedad civil en la toma de decisiones.
La gobernanza del riesgo es un concepto que empieza ser ampliamente discutido e implementado, sobretodo en ciudades, al mismo tiempo, que surgen nuevas investigaciones que evalúan la eficacia de este mecanismo institucional. Hasta ahora, los debates académicos giran en torno a analizar la relación entre la estructura político administrativa del Estado y la gobernanza del riesgo, tratando de identificar cuál es la organización administrativa ideal que debe implementar el Estado, en el ámbito de la gestión de riesgos, recalcando la importancia del desarrollo sostenible dentro de las ciudades (Iracheta, 2017).
El desarrollo sostenible se enfoca en tres ejes principales, intentando alcanzar equilibradamente un progreso en aspectos económicos, sociales y medio ambientales (ONU, sf). Además, de forma concreta esta conceptualización de desarrollo está enfatizando la preocupación existente sobre el vínculo entre el desarrollo económico y social, y sus consecuencias sobre el medio ambiente (Gómez Gutiérrez & Díaz Duque , 2013). Considerado como eje rector al desarrollo sostenible, este tiene su aplicación en los núcleos sociales y políticos de los países y las ciudades, además, es considerado como una plataforma de transformación en las que se desenvuelve el ser humano y satisface sus necesidades (Ayala García, 2017). Por otra parte, la ciudad es considerada como un espacio complejo (Bernardi, 2009), por las relaciones sociales que se reproducen en esta, pues no solo alberga elementos ecológicos de una población sino también contiene experiencias, relatos y símbolos humanos, que nacen de las relaciones cotidianas entre la sociedad y el territorio, por medio de las actividades desarrolladas en la ciudad y por fuera de esta (Ayala García, 2017).
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El paradigma del desarrollo sostenible ha quedado plasmado en convenios mundiales como: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y el Marco de Sendái para la Reducción del Riesgo de Desastres 2015-2030, que están pensados para orientar una gestión del riesgo de desastres coordinada y articulada entre los distintos actores del desarrollo, y liderada por los gobiernos, para hacer frente a tales desafíos. La gestión del riesgo de desastres es una estrategia integral, cuyo objetivo final es minimizar el impacto y los efectos económicos y sociales de los desastres, por medio de la reducción de la vulnerabilidad social, al mismo tiempo que desarrollan capacidades de respuesta.
En este sentido, la Organización Mundial de las Naciones Unidas crea la Agenda 2030, que establece lineamientos innovadores para alcanzar la sostenibilidad económica, social y ambiental de los 193 Estados Miembros que suscribieron en el año 2015. Esta Agenda cuenta con 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, los cuales se presentan como herramientas de planificación y seguimiento para las políticas a nivel local como nacional de cada uno de los países (Naciones Unidas, 2018). Para el acelerado cumplimento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, especialmente del Objetivo 11, que busca “Lograr que las ciudades y los asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles”; y como metas de este objetivo las Naciones Unidas se ha planteado la protección a las sociedades más vulnerables; “De aquí a 2030, reducir significativamente el número de muertes causadas por los desastres, incluidos los relacionados con el agua, y de personas afectadas por ellos, y reducir considerablemente las pérdidas económicas directas provocadas por los desastres en comparación con el producto interno bruto mundial, haciendo especial hincapié en la protección de los pobres y las personas en situaciones de vulnerabilidad.”; en este mismo sentido define otra meta: “De aquí a 2020, aumentar considerablemente el número de ciudades y asentamientos humanos que adoptan e implementan políticas y planes integrados para promover la inclusión, el uso eficiente de los recursos, la mitigación del cambio climático y la adaptación a él y la resiliencia ante los desastres, y desarrollar y poner en práctica, en consonancia con el Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres 2015-2030, la gestión integral de los riesgos de desastre a todos los niveles”.
Si bien cada país es responsable de la formulación de sus políticas públicas que permitan alcanzar el desarrollo sostenible bajo la guía de los convenios mundiales, se reconoce la integralidad de los sistemas naturales, mas no se puede desconocer que la política pública nacional debe considerar el impacto más allá de sus fronteras, en este sentido, la incorporación de la gestión del riesgo de desastres a la planificación conlleva estos retos.
La planificación para el desarrollo reconoce la complejidad de interrelaciones entre los distintos elementos (procesos, instrumentos, instituciones y actores), las cuales plantean retos intertemporales, intersectoriales, interescalares y de articulación de múltiples actores (Máttar y Cuervo, 2017). Desafíos similares se presentan también en el ámbito de la planificación para la gestión del riesgo de desastres, ya que es una estrategia multisectorial de largo plazo, que implica la participación de distintos niveles de gobierno, del sector privado y de la sociedad civil. La integración de los procesos de planificación para el desarrollo y para la gestión del riesgo de desastres es un reto que los gobiernos nacionales deben afrontar. La gestión del La integración de ambos procesos busca garantizar que el progreso de la sociedad sea resiliente. La resiliencia se define como la “capacidad de un sistema, comunidad o sociedad potencialmente expuesto a amenazas para adaptarse, resistiendo o cambiando, con el fin de alcanzar o mantener un nivel aceptable en su funcionamiento y estructura” (Naciones Unidas, 2005). Lograr la resiliencia implica identificar el riesgo de desastres y diseñar y poner en práctica medidas para reducirlo (como mejorar la infraestructura, la planificación del uso del suelo y la protección financiera). Además, la reducción de la vulnerabilidad social, económica y ambiental, y el aumento de la capacidad de recuperación y el bienestar general de la población mediante un enfoque basado en los derechos, son los objetivos finales de la gestión del riesgo de desastres. Es necesario que los países integren sus políticas públicas para la gestión del riesgo de desastres, con los con los convenios internacionales, para facilitar la asignación de recursos humanos, técnicos y financieros y lograr estos objetivos.
Por otra parte, los procesos de evaluación de planificación territorial, deben implementar el uso de indicadores para medir el avance en las metas acordadas, con el fin de conocer la gestión de riesgos de desastres que ejecutan los países y en lo posible optimizar dicha gestión. En la Agenda 2030 para el
Desarrollo Sostenible, se propone un número de indicadores para hacer un seguimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS); entre ellos, los referidos a desastres. La comunidad internacional está haciendo esfuerzos para que los institutos nacionales de estadística puedan estimar estos indicadores a fin de monitorear sus propios avances (en cuanto a las metas nacionales) en relación con la gestión del riesgo de desastres.
La gestión del riesgo de desastres se incluye dentro los componentes que estructuran a los planes de ordenamiento territorial. El componente general del PDOT establece los objetivos, estrategias y contenidos estructurales de largo plazo, donde se identifican y localizan las acciones que se efectuarán sobre el territorio, así como las políticas de uso, ocupación, aprovechamiento y gestión del suelo y de los recursos naturales.
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Además, el componente estructurante define la clasificación de suelo urbano y rural, aquí se destacan las políticas, acciones, programas y normas para el desarrollo físico territorial, por lo cual, se debe incluir la delimitación geográfica, los polígonos de expansión urbana, las áreas de conservación y protección de los recursos naturales, paisajísticos, así como la identificación de las áreas expuestas a amenazas y riesgos naturales. En este punto es importante recalcar que, en la clasificación del suelo urbano, se deben gestionar y definir los polígonos para incluir los programas y proyectos de relocalización de asentamientos humanos ubicados en zonas de riesgo de desastres.
El ordenamiento territorial es una variable de la acción pública, fundamental para resolver los conflictos del uso del suelo, que han transformado las condiciones naturales del territorio, afectando principalmente la biodiversidad, la cual se ha visto disminuida por el inadecuado uso y ocupación del suelo, así como los aprovechamientos intensivos como monocultivos, o urbanizaciones dispersas, generando graves impactos ambientales como por ejemplo la alteración de la dinámica de las cuencas hidrográficas, como eje estructurante de los ecosistemas. A esto se suma la pérdida de cobertura vegetal producto de la deforestación, como factores de incremento que de riesgo de desastres naturales.
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Según lo menciona Becker et al., el ordenamiento territorial hace parte del diseño de una estrategia político administrativa por parte del Estado, con el objetivo de lograr una articulación entre los intereses de la población, las instituciones y el territorio. “En otras palabras, se insiste en considerar el ordenamiento territorial como una condición para garantizar que la descentralización cumpla con los objetivos de alcanzar bienestar social, legitimar el sistema institucional y promover la productividad económica” (Becker et al., 2003). Desde este punto de vista, se considera al ordenamiento territorial como el conjunto de mecanismos legales y políticos, para generar mayor autonomía y alcanzar el desarrollo económico y social de forma mancomunada entre los entes territoriales; recalcando el papel que tienen los gobiernos locales hacia la consecución de este objetivo. Esto legitima las acciones que cada gobierno local, ejecuta para aprovechar y dinamizar las variables sociales, económicas, ecológicas y políticas propias de su entorno, permitiendo desarrollar ventajas comparativas y competitivas específicas o en conjunto.
Recapitulando, desde la Constitución del Ecuador (2008), el territorio es considerado como una dimensión fundamental para el desarrollo económico y social. Desde entonces, la Constitución brinda mayor legitimidad democrática a los entes territoriales, permitiendo ampliar las relaciones políticas entre la sociedad y el territorio que habita.
Dentro de la acción urbanística relacionada con la gestión de riesgos de desastres, la determinación de los diferentes tipos de amenazas y vulnerabilidades, y fenómenos globales como el cambio climático, es una estrategia que permite mitigar las amenazas a desastres naturales a las que se ven expuestas la sociedad. Así mismo, se debe priorizar la conservación y la sostenibilidad de los ecosistemas como recursos estratégicos que sustentan la relación equilibrada entre la sociedad y la naturaleza.
Por lo cual, se debe entender al ordenamiento territorial como una función pública para la acción administrativa y la planificación; y, en este sentido, la gestión de riesgos de desastres naturales se convierte en una de las líneas de acción fundamentales para garantizar el desarrollo territorial.