Terciopelo imperio sept 2016

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TERCIOPELO Septiembre 2016 Imagen de tapa

Staff de TERCIOPELO

1802 - Mrs. Harrison Gray Otis retrato realizado por Gilbert Stuart. Óleo sobre

Directora editorial

panel de caoba. Reynolda House. Museum

Analía Yaker Valle

of American Art. USA.

Editora Imagen de contratapa

El ensayo del Himno Nacional en la sala de la casa de María Sánchez de Thompson. Pintado por Pedro de Subercaseaux. Óleo sobre tela. Colección Museo Histórico Nacional. Bs. As. Argentina.

Agustina Fornasier

Columnistas Bárbara Brizzi Alejandra Espector Andrea Castro

ISSN: 2250-7477 Editorial................................Pág 5 En cine…………………….Pág. 6 En historia………………....Pág. 10

TERCIOPELO es una revista de distribución online propiedad del CMT, “Centro de Moda y Textil. Estudio e Investigación”

En escena………………….Pág. 16 Se prohíbe la reproducción total o parcial del material publicado

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Editorial Por Analía Yaker Valle Directora editorial

¡La “dama antigua” es mentira! Sí, sí, así como lo lee. La vestimenta de las mujeres en cientos de revistas para chicos a lo largo de décadas es totalmente falsa. ¿A cuántas generaciones de nenas (entre las que me incluyo) nos han disfrazado para el 25 de mayo con el vestido de enorme falda circular y peinetón para el acto del colegio? Pues tanto el traje como el accesorio son un falso histórico. Ojo, no es que no hayan existido, de hecho así fue, pero no para 1810, ni para 1816; sino que corresponde a una mezcla entre 1830 (peinetón) y 1840-50 (falda circular amplia). O sea tenemos un desfasaje de unos 40 años en lo que a la apariencia femenina del periodo Revolución/independencia respecta. Fechas que precisamente coinciden con el marco temporal del tema de esta edición de TERCIOPELO. ¿Y qué importancia puede tener esto? Mucha, dado que la silueta femenina varió de forma tan evidente que se puede fechar de manera exacta todo el siglo XIX. Es decir, a través de la vestimenta de la mujer es posible fechar con un margen de error mínimo. No así con el traje masculino que fue prácticamente el mismo desde 1800 hasta 1850 en adelante. Con la autocoronación de Napoleón Bonaparte como emperador, y la creación del Primer Imperio francés, desde 1804 y hasta 1820 (o sea 25 de mayo de 1810 y 9 de julio de 1816 incluidos), fue el estilo Imperio el que rigió en lo estético. Y así fue llamado el vestido femenino durante esta época: vestido Imperio o corte Imperio. La silueta columnar, que lleva el talle bajo el busto y una falda de forma tubular hasta el piso, buscaba imitar la estructura de los trajes envolventes grecolatinos. Al igual que el calzado, llamado ballerinas, una variante de escarpín o chatitas si prefieren un término más actual, sin taco, e incluso con el cruce de las cintas entorno al tobillo como las sandalias de la Antigüedad. Dada la influencia española por el Virreinato, las damas porteñas sí usaron peineta…pero peineta pequeña. El peinetón curvo es de 1830, bajo gobierno de J.M. de Rosas; o sea, digamos que de todo el conjunto, sólo la mantilla es fiel a la época…ni que decir de los “famosos” paraguas. Qué más bien lo que había eran sombrillas o parasoles femeninos, artículos de gran lujo muy costosos. Y las evidencias están. Ahora, a un click de distancia. Les propongo el siguiente ejercicio: busque en Google Imágenes los siguientes títulos:  Acuarelas de Emeric E. Vidal 1816 – 1819 (agregue Iglesia de Santo Domingo, si quiere más datos).  El ensayo del Himno Nacional en la sala de la casa de María Sánchez de Thompson. Pedro de Subercaseaux. Óleo sobre tela. Colección Museo Histórico Nacional Ahí están. ¿Cierto? La verdad a un click nomás. Mujeres en la ciudad de Buenos Aires, vestidas estilo Imperio. Una imagen vale más que mil falsos históricos. Emeric Essex Vidal fue un navegante inglés que llegó a estás costas e ilustró, como muchos viajeros lo hacían, aquello que fue viendo al recorrer las calles de la Buenos Aires y Montevideo entre los años y 1818. De hecho la recopilación se llama: Picturesque Illustrations of Buenos Ayres and Montevideo. Subercaseaux pintó el cuadro que se puede apreciar en nuestra contratapa en y muestra con PERFECTO detalle a cada una de las damas presentes en sus más impecables vestidos IMPERIO. Ya desde finales del 1600s Francia se había convertido en capital central de la estética y todo el mundo (otros reinados y colonias) imitaban a París indistintamente de su realidad política. Lo mismo ocurría en el 1800. Quizás haya sido la mala interpretación posterior al cuadro realizado por Carlos E. Pellegrini en 1848, “Las fiestas mayas”, por las celebraciones del mes de mayo, claro está. Donde se observa a varias señoras con los peinetones y faldas amplias, moda de 1840-50. O quizás porque vivimos en un país que tergiversa hasta el más mínimo detalle en pos de una falsedad conveniente; o quizás porque “Imperio” implica tener que explicar qué fue el Imperio Napoleónico y para hacerlo hay que remitirse al cambio de modalidad de gobierno surgida de la Revolución impulsada por el pueblo francés y las ideologías de República y democracia de la Antigüedad, y también hemos vivido en un país en el que las ideologías de revolución han molestado a más de uno. Difícil ya encontrarle la punta al ovillo de este falso histórico. Pero estemos atentos a cuanto acto de colegio, casa de disfraces, programa de TV y conmemoración/festejo, aunque los Bicentenarios más importantes ya hayan pasado. Hagamos y tengamos una historia verdadera de una vez.

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En cine Por Bárbara Brizzi

La llegada al trono de Francia de Napoleón Bonaparte, a quien no le alcanzó con ser rey sino que se coronó emperador y no como un emperador cualquiera, sino como un emperador romano con corona de laureles incluida, llevó los ojos de la moda (en todo sentido) hacia la antigüedad clásica. O sea al fulgor de Grecia y Roma.

Ya desde mediados del siglo XVIII se había despertado el interés hacia los esplendores del pasado financiándose expediciones arqueológicas desde Francia, Italia, España, Alemania…Esto trajo aparejada una búsqueda hacia líneas más simples y equilibradas. La arquitectura, el mobiliario y la música tomaron estas propuestas antes que la indumentaria. Hubo que pasar por el gusto de María Antonieta por ciertas líneas más “sencillas” para los vestidos de sus escapadas pastoriles y por la Revolución Francesa y sus premisas de Libertad, Igualdad y Fraternidad para que la vestimenta acusara el golpe. ¡Y vaya si lo fue! Por primera vez en la historia del vestido femenino, después de la antigüedad clásica, las mujeres se deshicieron del torturante corsé que las oprimió durante siglos y las oprimiría, después por mucho tiempo más. Algunas películas dejan ver este cambio maravillosamente. Los films cuyos guiones se han basado en novelas de Jane Austen reflejan este período en toda su magnitud y con los conflictos femeninos en primer plano. Empezaremos por Orgullo y Prejuicio que la autora escribió entre 1796 y 1797, a sus 20 años, pero que no logró publicar hasta 1813. Posiblemente por esto y por un gusto personal del director Joe Wright, el vestuario que ideó Jaqueline Durran para esta producción presenta una cierta mezcla entre el estilo de fines del siglo XVIII y el de principios del XIX. Un bien equilibrado ajuste entre la vestimenta de los mayores, como siempre más afectos a conservar las premisas anteriores y la de los jóvenes que como siempre, adhieren más rápidamente a los cambios. Asimismo están bien definidas las diferencias de clases

a través de la vestimenta ya que la historia gira alrededor de las hermanas Bennet, sus padres y los candidatos a conquistar sus corazones. Por supuesto aparecen las imposibilidades de la “movilidad social” o sea los casamientos entre representantes de distintas clases se presenta como algo imposible pero, afortunadamente, el amor triunfará contra el orgullo y los prejuicios.

Orgullo y prejuicio (2005, Dir. Joe Wright)

Casi diez años antes, en 1996 se había estrenado otra adaptación maravillosa de una novela de Austen: Sensatez y Sentimientos, dirigida por el versátil Ang Lee.

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sociales El elenco, dicho groseramente, no tenía contra posible. Emma Thompson, que también hizo el guión adaptado por el cual recibió un Oscar, como la hermana mayor, seria y ubicada; Kate Winslet como la hermana más romántica e impulsiva; Hugh Grant como el candidato algo corto y tímido; el maravilloso Alan Rickman encarnando al reconcentrado de corazón tierno Coronel Brandon y el inefable Hugh Laurie (mucho antes de pasear su mal humor y su ácido sarcasmo por los pasillos del ficticio Hospital Universitario PrincetonPlainsboro) que, con un papel pequeño pero a su medida con sus comentarios siempre a punto daba ciertos toques de humor a la trama. En esta excelente producción también se hace hincapié en las diferencias de clase y la imposibilidad de mezclarse y la vestimenta es la vía perfecta para dejarlo bien claro. Varias referencias se hacen, con respecto a las “pueblerinas” hermanas Dashwood, confrontadas con otras jóvenes más sofisticadas y se mayor fortuna. El hecho de haber sido publicada en 1811 provoca que el exquisito vestuario ideado por la genial Jenny Beavan incluya algunos (pocos) personajes que visten de forma algo anticuada. Los trajes de los caballeros incluyen pantalones con portañola, o sea, sin bragueta y fracs y jaqués con un corte que hacen que los personajes masculinos luzcan algo desgarbados como lo hacían sus antecesores de principios del siglo XIX. También en 1996 se estrenó Emma, dirigida por Douglas Mc Grath y otra vez teniendo como base la pluma de Jane Austen. La historia gira alrededor de una joven que quiere actuar de Celestina sin darse cuenta de que la que necesita ayuda para saber de quién enamorarse es ella. Publicada en 1815 la ambientación y vestuario de la película, diseñado por Ruth Myers, corresponde plenamente a ese momento, o sea una moda imperio en todo su esplendor; más rico aún ya que la trama involucra a personajes de distinta condición social además de presentarse a los protagonistas en situaciones bien diferentes como relajados días de campo, fiestas pomposas y hasta haciéndose tiempo para algún deporte como el tiro al blanco con arco

Sensatez y Sentimiento (1995, Dir. Ang Lee) y flecha, actividad que transforma a la protagonista en una verdadera Cupido versión femenina tratando de dar en el centro del corazón de los elegidos.

Emma (1996, Dir. DouglasMc Grath)

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La guerra y la paz (1956, Dir. King Vidor)

La guerra y la paz (1966, Dir. Serguei Bondarchuk

Otras dos películas más nos ubican perfectamente en esta época y son las dos versiones de La Guera y la Paz. Esta obra de Leon Tolstoi que se publicó como novela por entregas ilustra entre pasiones, desencuentros y escenas épicas, la invasión Napoleónica a Rusia y sigue haciendo las delicias de sus admiradores aun hoy con miniseries de gran suceso. La primera versión, estrenada en 1956 y dirigida por King Vidor contó con el vestuario diseñado por Maria De Matheis quien recibió una nominación al Oscar por su trabajo. El protagónico femenino en manos de Audrey Hepburn aseguraba el éxito del momento y su esbelta figura envuelta en las levedades de los atuendos Imperio le dio el realce necesario a la Natasha Rostova de ficción. La siguiente versión, de 1966, estuvo dirigida por Serguei Bondarchuck y para muchos cinéfilos fue una producción mucho más rigurosa que la versión ítalonorteamericana de la década anterior. Por supuesto se trata de una producción soviética y tuvo el raro honor de haber sido galardonada con el Oscar a mejor película extranjera en momentos de plena Guerra Fría. Los protagónicos estuvieron a cargo de Ludmila Savelyeva y Vyacheslav Tijonov y el diseño de vestuario en manos de Vladimir Burmeister, en colaboración.

La maravillosa Amada Inmortal por supuesto, también está ambientada en esta época de cambios. El trabajo de dirección de Bernard Rose, combinado con la maestría para el diseño de vestuario de época de Maurizio Millenotti dio como resultado, a mi juicio, una obra maestra digna de las composiciones de Beethoven. Gary Oldman le puso el cuerpo al compositor y ValeriaGolino, Isabella Rosellini y Johanna ter Steege a las tres posibles “amadas inmortales”. Basada en el epistolario de Beethoven, la historia romántica se mezcla con la música, el drama de la sordera y el temperamento apasionado del músico, que hace de este film un interesantísimo producto. El muy cuidado vestuario hace que los actores se vean tan reales como si pudiéramos viajar en el tiempo. La escena en que Valeria Golino se desliza por las escaleras con un vestido de foulard azul es memorable así como el detalle de presentarla, minutos antes, bañándose en una tina e, inmediatamente después de salir, colocarse el vestido de marras directamente sobre el cuerpo, como se solía hacer, sin mediar corsé ni nada similar. Los hombres también se lucen con sus abrigos con pelerina (una especie de sobre capa), sus galeras altas, sus pantalones calzados dentro de las botas y sus bastones más de adorno que de necesidad. En fin, una época de cambios que ha dado tela para cortar y celuloide para rodar.

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En historia Por Andrea Castro

Las dos damas sobre las que trata este texto fueron contemporáneas de dos momentos históricos bisagra que se sucedieron con diferencia de tan solo un par de décadas, tanto en Europa como en América

No es una novedad que las ideas revolucionarias que comenzaron a gestar los movimientos independentistas en América del Sur y del Norte, provenían directamente de las plumas y las acciones de los pensadores y padres de la Revolución Francesa. Que el pueblo francés se convenciera, gracias al trabajo educacional de hormiga que llevaron adelante los intelectuales parisinos, de que no era un pecado mortal oponerse a esa monarquía absolutista que, amparada en la certeza de que su poder provenía directamente de Dios, hacía lo que quería, gobernaba con serias deficiencias y se dedicaba a tirar manteca al techo de una manera obscena y descomunal, fue un terremoto social, político, económico y cultural devastador. Como casi todos los terremotos éste, además, produjo un tsunami que cruzó el océano y encendió la llama independentista del otro lado del Atlántico. Si los mismos reyes que decían ser nuestros dueños y padres fundadores, ahora estaban en jaque, ¿qué sentido tenía seguir rindiéndoles pleitesía? Como si fuéramos un puñado de jóvenes adolescentes, los americanos nos declaramos en rebeldía y comenzamos a cuestionar la autoridad paterna, espada y sable en mano. Mucha sangre corrió y muchas vidas jóvenes se perdieron a ambos lados del océano, pero el cambio fue inevitable para los dos continentes. Algunos hombres y mujeres se jugaron por la nueva causa y aceptaron los cambios, otros resistieron hasta límites inverosímiles sin resignarse a perder sus privilegios sociales y económicos. Entre todos ellos, Josefina Bonaparte y Mariquita Sánchez de Thompson –las dos damas que protagonizan este texto- pueden ubicarse no solo en continentes sino también, en veredas

también, en veredas diametralmente opuestas con respecto a la convulsionada época que les tocó vivir. Josefina Bonaparte (1763-1814) fue la primera que se las tuvo que ingeniar para sobrevivir en tan inesperadas circunstancias históricas. Muy pocos saben que María Josefina Rosa Tascher de la Pagerie nació en la isla Martinica, por ese entonces una próspera colonia francesa enclavada en las Antillas Menores. Rosa, como se la conocía

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en los años que vivió en América, era descendiente directa de la nobleza francesa que había llegado al Caribe para enriquecerse con las plantaciones de caña de azúcar y a costa del trabajo esclavo. A pesar de su noble cuna y de haber sido educada en un colegio de monjas, los modales de Rosa dejaban mucho que desear y su madre la trataba directamente de salvaje. La solución a este problema y a los avatares financieros de la plantación de caña de la familia Tascher llegó de la mano del adinerado vizconde Alejandro de Beauharnais, caballero con el cual casaron de sopetón a la rebelde Rosa en 1779. Su propio padre la llevó a París para entregarla a la familia del vizconde que, unos meses antes de la boda, se encargó de pulir a la joven criolla para convertirla en una dama digna de la nobleza parisina y de su nuevo título de vizcondesa. Luego del nacimiento del primer hijo, el matrimonio se fue complicando debido a las largas ausencias del vizconde, que en general tenían que ver con sus numerosas relaciones paralelas, y los eternos celos que paradójicamente el noble manifestaba por su mujer. Cuando su segunda hija Hortense nació de manera prematura, una de las amantes de Alejandro lo convenció de que esa niña sólo podía ser el fruto de una relación ilegítima. Créase o no, el vizconde puso a Josefina y a sus dos hijos de patitas en la calle y los tres terminaron refugiados en una abadía. El estallido de la Revolución Francesa complicaría aún más la vida de esta mujer que terminaría en la cárcel acusada por el denominado Reinado del Terror de realizar actos contrarrevolucionarios al intentar ayudar a una prima, además de seguir siendo considerada vizcondesa, porque nunca se había divorciado de su marido. En 1794 Alejandro de Beauharnais moría guillotinado. Pocos días después un golpe de estado terminaba con el Reinado del Terror y Josefina salía de prisión con la firme decisión de sobrevivir como sea al torbellino social y político que sacudía a toda Francia por esos años. Viuda, a cargo de dos hijos, y con el estigma de pertenecer a la nobleza desde la cuna, Josefina echó mano de toda su rebeldía y “salvajismo” de antaño para escalar posiciones y llegar a lo más alto del poder. Refugiada en la casa de su cuñada Fanny, poco a poco comenzó a destacarse en los círculos de poder, en los cuales su belleza y estilo empezaron a marcar una época. En una reunión en lo de Teresa Cabarrús, aristócrata española a quien había conocido en

prisión, Josefina finalmente coincidió con el hombre que cambiaría su vida: el por entonces general Napoleón Bonaparte que tenía seis años menos que ella. El corso quedó prendado de su belleza desde el primer momento en que la vio y no dudó en cortejarla. Josefina, que nunca lo amó realmente, también quedó prendada…de su meteórica y ascendente carrera política y militar, por lo que a los pocos meses de haberlo conocido se casó con él, un 9 de marzo de 1796. Como ya sucediera con su primer marido, el general marchó lejos de París a los pocos días del enlace, además de repetir infidelidades y celos patológicos. La diferencia sin embargo, radicó en el hecho de que el corso, la amó con locura y, a pesar de los eternos desplantes y caprichos de Josefina, la coronó Emperatriz de Francia en uno de los actos más fastuosos que vivió el país luego de la Revolución.

Coronación de Josefina. Jacques-Louis David. Museo del Louvre

A partir de ese momento la criolla se desquitó de lo lindo y mientras su marido guerreaba sin cesar para adueñarse de toda Europa, ella se sumió en un espiral de lujos y gastos excesivos imparables, coleccionando en el castillo de Malmaison, propiedad que adquirió en 1799, ropas, joyas, obras de arte y muebles lujosísimos. El castillo era una finca destartalada que Josefina restauró gastando su propia fortuna, igualmente Napoleón montó en cólera al enterarse de cual había sido el precio inicial de compra: unos 300.000 francos que la Emperatriz esperaba que su marido pagara con el dinero obtenido por su campaña a Egipto. El castillo se transformó en el más bello y curioso jardín de Europa: incluía un invernadero calentado por una docena de estufas de carbón, un

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antológico jardín de rosas, 200 plantas exóticas traídas desde todo el mundo, y en especial desde su añorada Martinica, canguros, cisnes negros, cebras, gacelas, avestruces, antílopes, llamas y hasta una foca. Emulando a María Antonieta, Josefina creó su propia granja exótica aunque, a diferencia de la última reina absolutista de Francia, pudo mantener su propiedad aún tras divorciarse de Napoleón, quién luego de seis años de “amor” y convencido de que nunca le daría un hijo varón que pudiera heredar el trono, la repudió a comienzos de 1810. Josefina había aprendido la lección y esta vez no se quedaría en la calle, conservó Malmaison y recibió una pensión de 5 millones de francos al año: ese fue el precio que tuvo que pagar el corso para poder casarse con María Luisa de Austria y tener a su ansiado hijo varón, quien fue coronado años más tarde como Napoleón II. Josefina mantuvo su vida lujosa cuatro años más, ya que el 29 de mayo de 1814 falleció a causa de complicaciones con un resfrío. Napoleón supo de su muerte mientras estaba desterrado en la isla de Elba, allí le dijo a un amigo: “verdaderamente amé a mi Josefina, pero no la respeté”. Tras el desastre de Waterloo Napoleón vivió en Malmaison, gracias a la generosidad de su hijastra Hortense, hasta decidir qué haría tras esa derrota final. A pesar de sus numerosos amoríos, de su repudio, y de su posterior divorcio, las últimas palabras del Emperador en la isla de Santa Helena fueron: “Francia, el ejército, Josefina”. Las vueltas de la vida y de la historia quisieron que el hijo de Hortensia llegara a ser Napoleón III. María de Todos los Santos Sánchez de Velazco y Trillo, más conocida como Mariquita Sánchez de Thompson, nació en 1786 en uno de los hogares más prestigiosos del Río de la Plata. De fuerte carácter y convicción, sería una de las primeras mujeres criollas plenamente activas en la política de estas tierras, una sagaz cronista de su época, y una defensora de la urgente necesidad de educación para las mujeres, algo que por aquellos años era bastante extraño. Su arrolladora personalidad se manifestó tempranamente: todavía no tenía quince años cuando en 1801 se enamoró y comprometió con su primo Martín Thompson, contra la opinión de sus padres. Su amor y tenacidad la llevarían a protagonizar uno de los juicios de disenso más famosos de la época.

En estas batallas judiciales los novios buscaban que las autoridades dieran el consentimiento que los padres se negaban a dar a los hijos menores de 25 años que querían contraer matrimonio con quien se les diese la real gana. A las jóvenes criollas de buena familia se les imponían matrimonios no deseados para salvaguardar tanto su pureza de clase, como el patrimonio económico de sus padres, gracias a la Real Pragmática sobre Hijos de Familia, ley real que regía en todas las posesiones españolas desde 1778. Mariquita, a pesar de su compromiso, ya estaba destinada por su familia a pasar el resto de su vida al lado de un rico comerciante emparentado por el lado materno, don Diego del Arco. Cuando Thompson, alférez de Marina, fue trasladado primero a Montevideo y después a Cádiz, gracias a las influencias del padre de Mariquita, la joven presentó una declaración ante la autoridad competente de su voluntad de casarse con él. La respuesta a tremenda osadía fue encerrarla en un convento hasta que comenzó el juicio de disenso, promovido por el propio Thompson a su regreso a Buenos Aires. Mariquita le escribió una muy atrevida carta al virrey Sobremonte, que hoy se considera histórica, contándole su caso, mientras su madre, doña Magdalena, le escribía por su cuenta al escribano mayor del virrey declarando que se oponía a la boda porque los Thompson pertenecían a un estrato social más bajo que el suyo y porque su hija era una joven incauta e inexperta que se había dejado envolver por alguien interesado en utilizar su dinero en diversiones, entre otras cosas. El trámite fue saldado a favor de la pareja el 20 de julio de 1804, al dar el virrey Sobremonte su permiso para la boda contra la voluntad paterna. Mariquita escribirá años más tarde en sus memorias: “El padre aparece como figura principal del

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arreglaba todo a su voluntad. Se lo decía a su mujer y a la novia tres o cuatro días antes de hacer el casamiento; esto era muy general. Hablar de corazón a estas gentes era farsa del diablo; el casamiento era un sacramento y cosas mundanas no tenían que ver en esto, ¡ah, jóvenes del día!, si pudieras saber los tormentos de aquella juventud, ¡cómo sabrías apreciar la dicha que gozáis! Las pobres hijas no se habrían atrevido a hacer la menor observación; era preciso obedecer. Los padres creían que ellos sabían mejor lo que convenía a sus hijas y era perder tiempo hacerles variar de opinión. Se casaba una niña hermosa con un hombre que ni era lindo ni elegante ni fino y además que podía ser su padre, pero hombre de juicio, era lo preciso. De aquí venía que muchas jóvenes preferían hacerse religiosas que casarse contra su gusto con hombres que les inspiraban aversión más bien que amor. ¡Amor!, palabra escandalosa en una joven el amor se perseguía, el amor era mirado como depravación”. Con semejantes antecedentes no es de extrañar que el matrimonio tuviera una participación destacada en los acontecimientos públicos que les tocarían vivir al poco tiempo. Mariquita tuvo una activa colaboración en la defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas y luego abrazó con fervor la causa revolucionaria. Desde 1808, se hicieron famosas las tertulias de su casa de la calle Unquera, más conocida por todos como “del Empedrado” o “del Correo” (actualmente Florida al 200). En ellas se daban cita varias personalidades destacadas de la ciudad y se trataban temas que iban desde la literatura hasta la política. Aunque todos sabemos de memoria que en su salón se interpretó por primera vez el Himno Nacional, Mariquita nunca mencionó el episodio en ninguno de sus escritos posteriores. Hoy se cree que la anécdota se debe más al cuadro pintado por Pedro Subercaseaux en 1910 y que está basado en las “Tradiciones Argentinas “de don Pastor Obligado. El pintor se refirió a la obra en sus memorias y escribió: “Se trataba aquí de representar el ensayo del Himno Nacional Argentino. En el salón de la chacra, tapizado de rico brocado amarillo, hice que se agruparan mis personajes; unas cuantas señoritas jóvenes vestidas a la moda ‘imperio’, junto a las cuales representé a San Martín, Pueyrredón, y unos cuantos hombres más. Al clavecín aparecía el que acompañaba el canto de doña Mariquita Thompson, la que debía

cuadro”. La primera observación a las palabras del artista tiene que ver con el hecho de que Mariquita era una excelente arpista, por lo que es mucho más probable que ella haya estado detrás del clavecín tocando el instrumento que cantando en el frente de la sala como se la ve en el cuadro. La segunda, que tendría que ser leída por varios editores de revistas infantiles y maestras que organizan actos escolares, tiene que ver con el estilo imperio al que alude Subercaseaux. Al igual que en París, las damas de Buenos Aires dejaron de lado por esas fechas el estilo español, para volcarse al estilo afrancesado que se había impuesto luego de la Revolución Francesa y en claro acto estético de diferenciación en relación al período monárquico que acababa de fenecer. A las orillas del Río de la Plata no solo llegaron las ideas revolucionarias, también llegó esa nueva estética despojada y austera que cambió corsets y armazones de faldas, por largas túnicas semitransparentes de talle alto y mangas globo. Las porteñas las adoptaron y las combinaron con pequeñas peinetas y mantillas, en un gesto de rebeldía y espíritu libertario que fue mucho más simbólico que frívolo. Es un error garrafal seguir vistiendo de damas antiguas con amplios miriñaques y peinetones a las mujeres de mayo, ya que esa moda recién recalará en el país hacia 1840, cuando Juan Manuel de Rosas comience a mirar hacia Inglaterra y el estilo victoriano se imponga como novedad por estas costas. Como Mariquita vivió 82 años podemos verla ataviada de ambas formas: al estilo neoclásico en el cuadro de Subercaseaux, y al estilo victoriano en el famoso daguerrotipo que nos la hizo conocer realmente antes de su muerte.

Daguerrotipo, 1854

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Si bien lo del estreno del himno puede ser una leyenda, lo que sabemos con seguridad es que en esas tertulias hombres como Juan Martín de Pueyrredón, Nicolás Rodríguez Peña, Bernardo de Monteagudo, y Carlos María de Alvear, entre muchos otros, tejieron y destejieron alianzas políticas, en la formación de asociaciones públicas como la Sociedad Patriótica, o secretas como la Logia, que tuvieron relación directa con los hechos de la Semana de Mayo y en las cuales ella contribuyó activamente. Mariquita Sánchez se convirtió así en una referente inevitable de las mujeres de la elite rioplatense. Como vecina de los sectores más pudientes en tiempos ilustrados tuvo acceso a la educación y las lecturas, sin necesidad de convertirse en monja, como hubiera ocurrido en épocas anteriores. No cabe duda de que supo sacarles provecho, y sus cartas, recuerdos y demás escritos muestran una personalidad excepcional. Sin embargo, no hay que olvidar que en muchos aspectos no dejaba de ser una fiel exponente de su clase social. Por ejemplo, en lo que se refiere al “orgullo de casta”, como lo puso en evidencia en sus proyectos educativos, en los que siempre conservó el criterio de diferenciar a los sectores de elite de los populares. Así, estando al frente de la Sociedad de Beneficencia, mantuvo escuelas separadas para niñas “blancas” y para niñas “pardas”. En cambio, tenía puntos de vista mucho más avanzados a su tiempo en lo que se refería al matrimonio y el papel de la mujer en la familia. Por ejemplo, en una carta a su hija Florencia, en julio de 1854, decía: “¿Quién diablos inventó el matrimonio indisoluble? Es una barbaridad atarlo a uno a un martirio permanente”. Ella no tuvo la necesidad de divorciarse de Thompson porque Martín murió en 1819 en el viaje de regreso de una misión diplomática oficial a Estados Unidos. Son conmovedoras las cartas con interminables recomendaciones que envió Mariquita para que se resguardara la salud de su marido y se intentara por todos los medios traerlo nuevamente al país. Afectado por una rara especie de demencia, debilitado y enajenado, Martín llegó a embarcar pero falleció en altamar. Mariquita se derrumbó y un año después, siguiendo las prácticas de la época que no veían bien a una viuda rica relativamente joven, –algo extraño en ella que demuestra hasta qué punto la había afectado la muerte de su gran amor-, se volvió a casar con el representante consular francés en Buenos Aires, Jean Baptiste Washington de Mendeville, con quien tuvo tres

hijos más. Fue un matrimonio curioso que, de hecho, concluyó en 1836 cuando Mendeville fue destinado como cónsul en Quito: Mariquita y sus hijos se quedaron en Buenos Aires y nunca más se volvieron a ver. Una vez más la dama se salía con la suya consiguiendo una independencia socialmente aceptable. Por temor a ser perseguida se exilió en Montevideo entre 1839 y 1843, algo curioso ya que Mariquita tenía una antigua amistad con Rosas, con quien se tuteaba, algo infrecuente fuera de las relaciones familiares. La correspondencia entre ellos muestra mucha confianza. Así, el Restaurador la trata de “francesita parlanchina y coqueta” en una carta de 1838, cuando los reclamos franceses anuncian el inminente bloqueo, a la cual Mariquita contesta: “No quiero dejarte en la duda de si te ha escrito una francesa o una americana. Te diré que, desde que estoy unida a un francés, he servido a mi país con más celo y entusiasmo aún, y lo haré siempre del mismo modo, a no ser que se ponga en oposición de la Francia, pues, en tal caso, seré francesa, porque mi marido es francés y está al servicio de su nación. Tú, que pones en el “cepo” a Encarnación si no se adorna con tu divisa, debes de aprobarme, tanto más, cuanto que, no sólo sigo tu doctrina, sino las reglas del honor y del deber. ¿Qué harías si Encarnación se te hiciese unitaria? Yo sé lo que harías. Así, mi amigo, en tu mano está que yo sea americana o francesa. Te quiero como a un hermano y sentiría me declararas la guerra. Hasta entonces permíteme que te hable con la franqueza de nuestra amistad de la infancia”. Mariquita es, como dije al principio, la otra cara de la moneda de una misma época. En una carta a su segundo marido señalaba: “En el diario que he llevado he escrito mil ochocientas sesenta notas. Sin contar cartas particulares. Te puedes imaginar si es broma, a más cuarenta actas: esto es trabajo de cabeza y pluma”. De manera magistral ella supo volcar por escrito sus recuerdos y dejar una completísima descripción de la vida virreinal y post revolucionaria en Buenos Aires.

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En escena Por Alejandra Espector

Napoleón Bonaparte, a pesar que no era una persona demasiado afín a lo musical, sin embargo asistía muy frecuentemente a la ópera y al ballet. Tanto es así que en determinada ocasión comparó a la reina de Prusia y a la emperatriz de Austria con los personajes de Armida y Medea respectivamente, personajes ambos de obras líricas de Gluck y Cherubini, que en ese momento figuraban en el repertorio operístico.

Durante ese período había tres teatros líricos en París, la Académie Royale de Musique (Ópera de París), el Opéra-Comique y el Théâtre-Italien. En 1791 la Ópera de París funcionaba en un edificio que había sido edificado en forma rápida y económica y que estaba situado la calle de la Loi (posteriormente fue cerrado en 1825 y demolido en 1827). Este teatro, a pesar de sus grandes dimensiones siempre fue considerado como una construcción provisional. De hecho, su administración sufría cambios constantes por la muy frecuente indisciplina del personal y por los caprichos de las divas. Tanto es así que en 1807 Napoleón dice refiriéndose al mismo “Si esto no termina, les mandaré un buen militar que los hará marchar a toque de tambor”. Por otro lado también el Ballet de la Ópera de París, (compañía que dominó el ballet del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX) formaba parte del Théâtre National de l'Opéra siendo sus artistas quienes desarrollaron las técnicas de ballet clásico.

A partir de la Revolución Francesa la situación de la Ópera de París era muy mala. Se le había cambiado el nombre a “Teatro de la República” y no sólo sus espectáculos servían al “fervor del pueblo” sino que su economía estaba casi en bancarrota. El público frecuentaba más el teatro que la Ópera. En

ópera, de las 150 butacas junto a la orquesta, sólo 20 habían sido pagadas, y las 200 personas que ocupaban las butacas laterales tenían entradas de favor. Pero Napoleón, como había hecho en su momento Luis XIV, comprendía bien que un teatro de ópera y ballet grandioso favorecería no

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1802, para una función de sólo la reputación de su gobierno sino que también acrecentaría el prestigio cultural de Francia. Por eso, siendo él mismo un excelente administrador, dio orden de rescatar, mantener y engrandecer al Teatro de Ópera: “Para la Ópera, bótese el dinero por las puertas que luego entrará por las ventanas”. Se daban funciones tres o cuatro veces por semana. Las representaciones comenzaban a las seis de la tarde, sin un horario de finalización ya que las escenografías monumentales junto a la maquinaria necesaria para manejarla y los frecuentes cambios, exigían entreactos de larguísima duración. Gran parte del espectáculo era que la escenografía causara sensación a través del exotismo de las producciones, remitentes no sólo a la antigüedad greco-latina sino a diversas geografías y períodos, ayudados por nuevos recursos técnicos como la luz de gas, que comienza a utilizarse en la Ópera en 1822.

Pero Napoleón quería un control absoluto sobre la Ópera de París. Así, a partir de 1802, la institución pasó a depender de él, quien a la par de un director artístico, cada lunes aprobaba personalmente el repertorio. La ópera se convirtió en otra herramienta política tal como lo era la publicación oficial del Imperio, « Le Moniteur », que muchas veces él mismo redactaba. Todas las decisiones de repertorio y programación estaban cuidadosamente seleccionadas. Por ejemplo, tras su casamiento con María Luisa de Austria, se programó « Alceste » de Gluck, en la que se agregó un pasaje para anunciar el nacimiento de un futuro heredero. Desde la instauración del Imperio, la Ópera de París,

en los argumentos. Pero aún de ese modo, Napoleón consideraba que todavía había un grave impedimento a su control absoluto ya que las frecuentes intrigas de cantantes y bailarines obstaculizaban todo el tiempo el buen funcionamiento del Teatro. En una oportunidad de pelea muy ardiente entre dos “primas donnas” amenazó: “¡Decidles a esas pequeñas gentes que se conduzcan de acuerdo con su rango. Si no, voy a poner a la Ópera bajo la disciplina que yo aplico en mi ejército! “. Sin embargo y pesar que este tipo de disputas eran mucho más fuertes y dramáticas entre los cantantes de ópera fue a partir de un escándalo proveniente de la compañía de ballet la que le dio a Napoleón la excusa para reorganizar todo a su propia manera. Los ballets eran mucho más populares que la ópera y arrastraban a un público más numeroso. En ese momento había tres bailarines muy famosos: Vestris, Duport y Gardel. Generalmente los bailarines - al Igual que los cantantes líricos que introducían variaciones y vocalizaciones en sus arias - agregaban movimientos nuevos y piruetas a cada uno de sus pasos variando las coreografías para su lucimiento personal. Esto provocaba discrepancias exasperadas que a veces terminaban en peleas violentas, no sólo tras de escena sino también entre sus claques. En 1807 durante la representación del ballet “El retorno de Ulises”, por causa de una rivalidad interna, fue saboteada una maquinaria de la escenografía, y la bailarina Mademoiselle Aubry cayó durante un vuelo fracturándose gravemente un brazo. Napoleón, muy enojado, desde el campo de batalla mismo, despidió a los directores del teatro y nombró al conde de Rémusat, “hombre de confianza” y a la vez propiciando la creación de un nuevo reglamento para la escuela de ballet donde se exigían condiciones muy estrictas que debían poseer los aspirantes tanto naturalmente, así como de “buena conducta” y “moral”. Pierre Gardel, bailarín, coreógrafo y maestro de ballet, era también uno de los “hombres de

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principalmente, se convierte entonces en un núcleo propagandístico controlada por una dura censura confianza” de Napoleón que manejaba la escuela. Muy preocupado con la relevancia de la técnica, nombró en 1807, a Jean-François Coulon responsable de la clase de perfeccionamiento. Coulon fue uno de los grandes maestros de la época, y entre sus más famosos discípulos figuró Geneviève Gosselin. Todas estas modificaciones, reglas y exigencias, bajo la tutela de Gardel y el patrocinio de Napoleón fueron provocando que el estilo y la técnica desarrollaran un ballet más expresivo, que utilizaba menos la pantomima y abarcaba desde nuevas piruetas de un virtuosismo progresivo hasta un cambio fundamental de la posición de base. Ya en 1796 en el ballet "Céfiro y Flora" de Charles-Louis Didelot, los bailarines se paraban sobre las puntas de los pies pero sostenidos por alambres. Una maquinaria de escena elevaba a los bailarines sosteniéndolos de manera que les permitía estar en sus puntas antes de dejar el piso. Al público le fascinó esa ligereza y condición delicada, provocando que los coreógrafos buscaran otras maneras de incorporar las puntas al ballet. También hay que tener en cuenta que durante el Directorio. el zapato de tacón había sido reemplazado por el escarpín o zapatilla de suela plana. Al ser usada en el escenario para danzar se comenzó a endurecer la punta para facilitar la postura de “demi-pointe” o media punta. Los pies se elevan entonces en “demi-pointe” hasta ser llevados al extremo en 1813, cuando Geneviève Gosselin se eleva por primera vez sobre sus puntas en sus zapatillas flexibles que habían sustituido totalmente al alambre.

Geneviève Gosselin no sólo logró la proeza física sino que generó un nuevo estilo elegante y expresivo. Lamentablemente murió a los 27 años en 1818. En 1820, otra bailarina, discípula también de Coulon, Amelia Brugnoli. también bailó en puntas pero recién con la aparición en escena de Marie Taglioni, la crítica vio la reencarnación de Gosselin. Marie Taglioni , cuya presentación en l'Académie Royale de Musique de París tuvo lugar en 1827 y alcanzó la categoría de primera bailarina en 1829, introdujo al ballet las zapatillas de punta reforzada. Su padre el coreógrafo Filippo Taglioni fabricó en forma artesanal y casera la primera zapatilla de punta que no era más que la zapatilla de satén modificada con una plantilla de cuero y las partes de los lados y los dedos muy endurecidas con zurcidos para ayudar a mantener su forma.

La crítica la ensalzó: “puntas magníficas; un perfecto sentido del equilibrio; una ligereza de mariposa sostenida por una musculatura de acero; anulación del peso y del espacio por medio del salto; facilidad en elevar las piernas a mayor altura que la cadera; gracia y candor….” Con este calzado la bailarina se convirtió en un ser inmaterial, etéreo, ligero, inalcanzable. A partir de este momento se iniciaron muchas innovaciones técnicas y virtuosas femeninas, que pusieron en un primer plano la figura de la bailarina y empezaron a relegar al bailarín como soporte o porteur completando el pas de deux, También el vestuario permitió mayor libertad de movimiento. El vestido de ballet se aligera y,

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adecuándose a la moda femenina, se convierte en un vestido liviano, vaporoso y transparente de muselina y gasa semejante a una túnica griega, insinuando las líneas del cuerpo y en el que los adornos se simplifican. Al descubrirse las piernas cada vez más también se introducen las medias o mallas color piel para cubrirlas. Sin embargo fue también Marie Taglioni, quien ya durante el Romanticismo, en la obra “La Sylphide” estrenada en la Ópera de París en 1832, establece la estética propia de la bailarina romántica, a través del” tutú”, diseñado por Eugéne Lami, Su traje consistía en un corpiño ajustado de escote bote con mangas cortas muy finas y fruncidas, y con una falda vaporosa, acampanada y semitransparente que le llegaba hasta media pantorrilla y estaba construida con capas superpuestas de tarlatán, muselina y gasa. Portaba ligeras zapatillas de satén color rosa, medias mallas de color rosado claro y unas pequeñas alas situadas en su espalda. Su objetivo era representar una sílfide, ser fantástico y etéreo.

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