Contar para seguir

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CONTAR PARA SEGUIR Adriana Bedetti Beatriz Bertea Enrique Catena Paula Condrac Celina Di Notto Pamela García Fernández Luciana Kees Ricardo Perren Coordinación: Susana Ibáñez

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Contar para seguir Antología narrativa del Taller de Espacio TODA 2020 93 p.; 14x20 cm. Compilada y coordinada por Susana Ibáñez. ISBN - 978-987-86-7959-4 1. Edición especial 2. Cuentos

Contar para seguir – Antología Narrativa Coordinación Editorial: Susana Ibáñez ® Adriana Bedetti, Beatriz Bertea, Enrique Catena, Paula Condrac, Celina Di Notto, Pamela García Fernández, Luciana Kees, Ricardo Perren. TODA Ediciones Santiago del Estero 3166 - (3000) Santa Fe Tel: +54 342 456-6821 www.todasantafe.com.ar mjorge@todasantafe.com.ar Edición especial: antología narrativa I Queda ahecho el depósito que marca la ley 11.723 Diseño de tapa y diagramación interior: Marcelo Jorge Habash ISBN: 978-987-86-7959-4 Edición Digital Argentina

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A Gustavo Farabollini

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SUMARIO Presentación ………………………. 09 Susana Ibáñez Hasta acá llegué ………………… 15 Celina Di Notto Hilo ….………………………………… 19 Paula Franco Noticias en el barrio …………… 25 Pamela García Martínez El astrólogo ………………………… 33 Beatriz Bertea El tedio del tiempo ………...…… 39 Paula Condrac Ni vos, ni yo, ni nadie ………… 47 Luciana Kees La trinchera ……………………….. 55 Ricardo A. Perren Brunobot ……………………………. 65 Enrique Catena Silvina ………………………………... 79 Adriana Bedetti

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PRESENTACIÓN Susana Ibáñez El taller de narrativa de Multiformatos TODA empezó a trabajar en junio de 2019 coordinado por el querido Gustavo Farabollini. Recuerdo que en esos días me contaba que estaba contento porque se abría un taller nuevo pero que a veces dudaba si podría con todo. Temía estar excediéndose y quedarse sin tiempo para escribir. “Si alguna vez por alguna razón no llego a dar una clase, Susana, ¿vos me reemplazarías? Yo te digo qué estamos viendo… Alguna clase suelta, nomás. ¿Vos podrás?”, me preguntó. Le dije que sí, que estaba cerca del Mercado, que con gusto. Al mes siguiente me contó que lo operaban y que necesitaba que me hiciera cargo de una o dos clases, que él volvería pronto. La vida decidió otra cosa y ya no pudo seguir en la coordinación. Algunos talleristas lo conocieron, otros se incorporaron en 2020, pero todos sabemos que estamos juntos gracias a su iniciativa y a su enorme poder de convocatoria. Entre los autores de esta antología, cinco fueron talleristas suyos. Es por eso que dedicársela es una forma de honrar su memoria y de celebrar la amistad que trasciende y permanece.

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En 2020 el taller se reunió solo una vez, la primera clase, el 14 de marzo. Aunque ignorábamos lo que pasaría en los meses siguientes, ya teníamos algo de temor. Recuerdo que les pedí que no compartieran las biromes porque se decía que el virus era muy contagioso. Después de eso seguimos trabajando de manera virtual, “encontrándonos” en videos o actividades en las fechas y a la hora previstas y completando las lecturas que se habían seleccionado antes de la pandemia. Hacíamos esos pequeños gestos de normalidad para sostenernos en uno de los momentos más difíciles de la historia de nuestro país: compartimos textos, pensamos consignas, desarrollamos proyectos, jugamos, leímos. Algunos talleristas dejaron el taller, llegaron otros. Hoy conforman un grupo sólido, talentoso y activo que comparte en esta antología el cuento que, a juicio de sus compañeros, es el mejor que han escrito este año. No todos los asistentes han querido publicar, pero todos han opinado y alentado a sus compañeros a hacerlo. En Contar para seguir encontrarán relatos que se inscriben en diferentes géneros y de los más variados estilos. Algunos fueron respuestas a consignas: hablamos de las formas del realismo y Paula Condrac escribió “El tedio del tiempo”; de jugar con la posibilidad de escribir cuentos que empiecen y terminen con la misma oración surgieron “Noticias en el barrio”, de Pamela García Fernández y “La trinchera”, de Ricardo Perren; en respuesta al desafío de escribir un texto con la frase “Me regalaron un robot”, Kike Catena escribió “Brunobot”; jugamos a inventar personajes sádicos y Paula Franco escribió “Hilo”. A la vez que trabajaban sobre consignas, cada tallerista desarrollaba sus proyectos personales, de los que hoy compartimos “Hasta acá llegué”, de Celina Di Notto, “Ni vos, ni yo, 10


ni nadie”, de Luciana Kees, “El astrólogo”, de Beatriz Bertea y “Silvina”, de Adriana Bedetti, estos dos últimos relatos que se refieren a las violencias que se ejercen sobre mujeres vulnerables. A esta altura resulta un lugar común decir que 2020 ha sido un annus horribilis, pero algunas cosas buenas nos ha dejado, entre ellas la posibilidad de seguir juntos, de escribir, de leernos. Va mi agradecimiento a TODA, que nos regala su hospitalidad y nos agasaja con esta antología, a los talleristas, que me enseñan con cada pregunta y cada texto que me envían, y a Gustavo por haber confiado en mí para reemplazarlo.

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HASTA ACÁ LLEGUÉ Celina Di Notto Hubo un tiempo en que yo soñaba mucho con la lluvia. Una madrugada desperté y pude ver a través de la cortina de agua la espalda de Juan Manuel. La última vez que lo vi terminé sola, sin abrigo, soportando una lluvia de madrugada delirante y bajo un farol amarillo. Fue en mi lugar favorito de la ciudad: una callecita de piedras grises en donde había un mural enorme con tonos turquesas y casitas del 1800. Un pasaje chiquito y de iluminación ámbar que a mí me gustaba recorrer de noche, de día, desde la esquina. Yo había querido regalarle ese juego de colores a sus ojos, esa lomadita del asfalto para jugar, pero él parecía estar en otro lugar. Esa noche había elegido dejarme, y lo hizo. Cuando empezaron a caer las primeras gotas sobre nuestro abrazo y yo estaba en mi propia película cursi de amor, miró al cielo para llenar de aire su pecho, me apartó y dijo: hasta acá llegué. Y se fue, saltando las comisuras de la calle donde se resguarda el agua, cubriéndose la cabeza con la mano como si le alcanzara. No miró hacia atrás y me quedé con el mareo de quien recibe una 15


bofetada que no ve venir. Pasé unos cuantos minutos estancada en la calle, mirando su línea zigzagueante con la esperanza de que un rayo lo hiciera volver. La lluvia era cada vez más feroz y el frío que sentía, negro. Me habían abandonado como se abandona un cachorrito, sin explicación ni corazón. La lluvia me enredaba el pelo, lo aplastaba y me golpeaba los hombros desnudos. El agua caía como una fuente hasta mis manos y se colaba por mi vestido a cuadros. Me inundaba los zapatos. Miré hacia una casita de puerta blanca y el alero de tejas rotas me pareció un consuelo fácil. Me dirigí ahí, queriendo demorar el remedio, intentando adaptarme a estar sola, revolviéndome en el rechazo. Noté que tenía el flequillo pegado a la cara, intenté apartarlo aunque ya no me interesaba ver nada. Sólo logré mojarme más. Escurrí mi vestido, intenté respirar hondo y la conciencia de tener piel de gallina me hizo volver a pensar en Juan Manuel. Y en la perversidad de la gente que abandona cachorritos.

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HILO Paula Franco Dejó que sonara “I put a spell on you” de Nina en la radio y siguió preparando sus cosas. Si había algo que le molestaba a Simona era no tener todo listo sobre la mesa al momento de comenzar a trabajar. Era como una instrumentista de quirófano, solo que ella practicaba otro tipo de cirugías. Acomodó el hilo sobre el paño rojo, las agujas, el libro. Se quedó mirando mientras repasaba en voz alta la lista de materiales. Tarareó mientras recorría la casa buscando una foto de él que la dejara sin aliento. “Tiene que haber una, yo sé que sí.” La casa tenía bastantes cuadros, aunque no tantos como a ella le gustaría que hubiese. Sin embargo, había una particularidad: en todas y cada una de las fotos estaba él, su amor de película devolviéndole una sonrisa no muy convencida del otro lado. En las paredes, en la mesita de noche, en la del living y hasta en la heladera, sostenida por un imán. En todo estaba él. Porque él era todo para Simona. —¡Acá estás! —dijo resoplando por el esfuerzo de bajarse de la silla que la había ayudado a llegar a lo más alto del placard. 19


Se dirigió a la cocina sin dejar de cantar porque si había una parte de esa canción que le gustaba era donde decía “Te amo de todas formas y no me importa si no me quieres, soy tuya ahora”. Él se había ido hacía unas semanas y desde ese entonces no había dejado de darle vueltas a la idea de traerlo de vuelta. No entendía el por qué de la ida, si después de todo ella vivía para él. Veía por sus ojos desde que el sol salía hasta que se ponía. Si hubo pistas no las vio, si él dejó entrever sus razones, las pasó por alto. Solo quedaba fresco en su memoria el recuerdo de verlo hacer un bolso, caminar por la casa recogiendo sus cosas y cerrar la puerta del frente sin voltear a verla ni una vez. Le quedaba la duda si a lo mejor, y si solo tal vez, el abandono se debía a haberla encontrado en una de sus cirugías. Es cierto, Simona había pensado que él volvería más tarde y que ella tendría más tiempo. Estaba tan enzarzada en el proceso que no escuchó el auto, ni la puerta ni la voz grave de su Daddy —como ella le decía—, llamándola desde la cocina, luego desde el pasillo y aún bajo el dintel de ese cuartito que era tan de ella y que parecía, inocentemente, un salón de estudio o de costura, lleno de libros, retazos de tela, hilos, agujas, fotos, muñequitos graciosos con botones por ojos. Flotaba en su mente el rostro de él, moreno y serio, desencajado por la sorpresa. El disgusto. El horror. Ahora que lo recordaba por enésima vez, se daba cuenta de que tal vez lo que lo asustó fue verla concentrada, en medio de un círculo de velas rojas, pinchando una y otra vez una muñeca pequeña, del tamaño de una mano, mientras repetía y repetía un verso en otra lengua. Justo al lado de la muñeca, descansaba la foto 20


de una mujer joven, bonita, de mejillas rozagantes y rulos rubios bien definidos. Era la imagen que la había perturbado por semanas desde que la encontró en el bolsillo interno del saco de su Daddy y no la había dejado dormir, atando cabos desde entonces. Todo había cobrado sentido al fin: sus llegadas tarde, el desinterés, el pánico que le daba que ella pudiera acomodar su traje sobre el respaldar de la silla, el aroma almizclado que desprendía su camisa, entre perfume desconocido y tabaco. Debe haber sido eso, pensó sonriendo mientras tarareaba una vez más la canción antes de que terminara. Pero como para todo hay un remedio y estaba convencida de que él solo estaba confundido y necesitaba un empujoncito para entrar en razón; apagó la radio y aseguró las ventanas. Apenas corrió las cortinas para asegurarse de que no había nadie en la calle y que una fina llovizna regaba el jardín. Encendió las velas, apagó las luces, puso la foto de su Daddy sobre la mesa y comenzó.

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NOTICIAS EN EL BARRIO Pamela García Fernández En un barrio, a no ser que pase una desgracia, siempre ocurre lo mismo a la misma hora. Solo varían los días. En este ocurría igual, y encima en esa cuadra vivía poca gente. Antonio era capataz de una obra que se había iniciado hacía unos meses y le quedaba todavía un tiempo de vivir ahí. Conocía la rutina de casi todo. Doña Meche, la Verdulera, sabía cada cosa que pasaba y si no lo sabía lo inventaba, porque atendía desde la ventana, que para ella era su periscopio. Conocía el Bar donde se juntaban a tomar el vasito de ginebra los obreros de la constructora después de terminar de trabajar. Veía a diario a una familia pequeña, el padre trabajaba de panadero y se lo veía muy poco, porque se iba temprano. También vivía en la cuadra un albañil flaco y alto. El tipo era el más vanidoso de la cuadra, y solo porque era el único que tenía auto. Pero el deleite de la cuadra era la muchacha nueva de la cuadra, al lado de la obra, una secretaria administrativa, que vivía sola y tenía un cuerpo que las mujeres del barrio envidiaban y los hombres disfrutaban mirar. Era una mujer atractiva y se movía por la vida como si el mundo fuera suyo. Parecía una de esas chicas que 25


aparecen en los figurines de las revistas de moda. Como venía de lejos, la gente de la cuadra decía cualquier cosa, siempre especulando sobre su misteriosa procedencia. Cuando el sol empezaba a caer por la tarde, el barrio se teñía de naranjas y morados. Los sonidos comenzaban a cambiar e incluso a bajar. Era en ese momento que Antonio cruzaba al bar, compraba una soda para su fernet y se sentaba con un plato de maní a disfrutar del trago, pero también se deleitaba observando a la vecina. Los muchachos del bar se sentaban en la vereda. Necesitaban ver cada movimiento de la vecina. El panadero, volvía de trabajar, paraba en el bar y se sentaba con el bolichero para hablar de las noticias que leía en diario. Siempre se decían lo mismo: —¿Tiene el diario de hoy? —preguntaba el panadero. —Acá está calentito, como el pan que sacó usted, hoy a la mañana —respondía el bolichero, que como no entendía mucho de noticias, el vaso de Gancia para el panadero venía de yapa. Doña Meche, se sentaba en la vereda, sacaba la mesita con el televisor y todo porque empezaba su telenovela. Según le había confesado a Antonio, estaba enamorada de Jorge Martínez, que no merecía a esa petisa mexicana, para nada, y después agregaba que le encantaría tener los ojos y el pelo de Verónica Castro. El albañil a esa hora y como si fuese un ritual, sacaba su Peugeot 404 rojo y se ponía a limpiarlo, mientras escuchaba un cassette de los Iracundos. Antonio llegó a creer que era el único que tenía. Con el tiempo descubrió que todas las canciones iban dedicadas directamente a la vecina nueva, que no sé si se daba por aludida, porque visitas y pretendientes no le faltaban.

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La vecina a esa hora se dedicaba a sus plantas y a sus libros. Regaba y limpiaba su jardín, en el cual no faltaban flores. Tenía un jazmín que perfumaba el ambiente. Terminada esta actividad se sentaba a leer, siempre libros. Casi todos los días recibía visitas, pero como ella no hablaba con nadie del barrio, nunca se sabía si eran hermanos, primos o festejantes. Una vez, hace unos meses, el albañil se acercó hasta donde estaba Antonio y le preguntó algunas cosas solo para entrar en confianza. Como hacían los lugareños, le preguntó su nombre, qué hacía acá en el barrio, si tenía familia. La verdad era mucho interrogatorio para la primera vez, así que Antonio se disculpó y entró a su casa. Y así pasaba la vida. Una tarde, cuando todos estaban afuera, pasó muy despacio un patrullero por la calle. Antonio vio que después de esto la vecina dejó de leer y entró a su casa. El albañil limpiaba su Peugeot rojo y hablaba con él acerca de ella. Le decía que era rara porque nadie sabía nada, ni dónde trabajaba, si tenía novio o marido, a lo que agregó en un tono burlón y machista: —Flor de cuernos, debe tener. —Tomó aire, miró hacia la casa de la vecina que ya no estaba sentada como siempre leyendo y prosiguió—: porque encima es pretenciosa. No sale con cualquiera. Cuando vi que se acercaban tantos, la invité a pasear en mi auto el domingo y tomar un helado. Me dijo que no, pero un día de estos compró una cerveza, agarro mi cassette de Los Iracundos y me cruzo a su casa. siguió diciendo el albañil. Pero un día, el silencio se rompió por el ruido de una sirena. Llegó la policía a la casa de la vecina. Ella los hizo pasar. Antonio notó que el albañil no estaba, pero la música de Los Iracundos 27


sonaba de fondo en su auto, que había quedado estacionado afuera. Mientras los policías estaban adentro llegó otro patrullero. De pronto sintieron gritos y el sonido de un disparo enmudeció toda la cuadra. Los muchachos del bar comenzaron a irse. El panadero no paró a leer el diario, fue directo a su casa. La única valiente fue Doña Meche, que apagó el televisor y desde la ventana, donde tenía una vista panorámica, observó todo con atención. Al otro día, cuando iba cayendo la tarde, la rutina del barrio era distinta. El Peugeot rojo había quedado estacionado afuera. Doña Meche, había cerrado la verdulería, porque por el susto del día anterior, se le había subido la presión. El bar estaba lleno, porque todo el mundo quería conocer el barrio de la vecina. El panadero no paró hoy tampoco en el bar, se fue directo a su casa. Antonio se sentó a tomar su fernet y le pidió el diario al bolichero, quien se lo prestó, pero le dijo que después le contará que decía de la noticia del barrio. La casa de la vecina estaba cercada por una faja de seguridad que decía “Investigación policial”. Había policías excavando en su jardín. Hoy la vecina no se sentaría a leer, porque estaba presa por asesinato. Antonio leyó en el diario que encontraron partes de cuerpos enterrados que habían sido descuartizados en el fondo del patio, en el jardín. Todos los hombres estaban descuartizados , había más de seis según leyó. También decía que la asesina era buscada por la policía, hace un tiempo. Tenía un modus operandi que era envenenarlo primero, después descuartizarlos y luego los enterraba, 28


sufría de misandria y que su última víctima había sido un vecino que intentaba tomar una cerveza en su casa. Antonio cerró el diario, prendió la radio para distraerse y escuchó justo que el operador anunciaba un tema de Los Iracundos, se llamaba, “Esa esquina”. En un barrio, a no ser que pase una desgracia, siempre pasa lo mismo a la misma hora.

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EL ASTRÓLOGO Beatriz Bertea

Me quedé pensando cuando escuché en la radio: hay que poner límites. Me acordé del Tito tirado abajo del camión que lo atropelló. Tuve que contar como diez veces lo que había visto.La mujer del Tito, la policía, el dotor, todos me buscaron: Porque sos el único testigo, decían. Me siguió dando gueltas en la cabeza, eso de los límites. A la mañana siguiente, me levanté temprano y con una pala de punta cavé una fosa alrededor de mi rancho. Sembré un cañaveral y me encerré. Después puse un cartel que decía: Acá vive un astrólogo. Se atiende de lunes a viernes de 4 a 8. Había heredado de mi abuela, que era una bruja verdadera, la capacidad de adivinar lo que la gente quería escuchar. Allá en el monte donde nací, los problemas que resolvía la vieja eran más fáciles: que caiga un aguacero, doñita, cúreme los bichos de este ternero, se me empachó el Pedrito. Pero acá en el pueblo la gente tiene otras pretensiones: quiero saber si mi marido tiene una amante, ¿me va a ir bien si me voy a Buenos Aires? 33


Yo los recibía los hacía sentar en la silla petisa. Lo primero era mirarles las manos. Cuando las tenían gastadas y con callos, les decía que veía piedras en el camino, pero que las cosas se iban a ir mejorando. Pero si las manos eran delicadas, me mandaba un discurso sobre viajes, un amor que los estaba esperando, inventaba lo primero que se me cruzaba por la cabeza. Después les pedía una colaboración, lo que pudieran. Yo nunca cobré. Algunos me dejaban huevos otros, plata. A mí me hacía falta la guita pa` comprar fiambre, queso y esas cosas, pero como no salía del cañaveral, me arreglaba con poco y nada. Un día cayó una rusita, de esas que parecen una mosquita muerta por lo insignificante. La hice sentar, le miré las manos y le dije: andá tranquila, vas a ser famosa, tu cara va a aparecer en la televisión. Ella abrió los ojos grandotes y se fue convencida de que iba a ser una estrella de cine. Todavía ahora no sé por qué se lo dije, pero estaba seguro de que iba a cumplirse. Me dejó unas tortas fritas porque plata no tenía, corrió las tiras de plástico de la cortina y se perdió en el cañaveral. Después me contaron que ajuera la esperaba el Negro. A ese también lo conocía de chiquito, de antes de encerrarme en mi contorno. Era retobao de pibe. Parece que era el novio y no le gustó nada que hubiera venido a verme. Pasaron casi seis meses sin que supiera nada de la rusita. Me enteré que se llamaba Micaela. Yo seguí con mis clientes adivinando el pasado, que casi siempre conocía, porque en el pueblo se sabe todo de todos. Después hablaba de un futuro que era justo lo que ellos querían escuchar. Una noche de invierno, el viento silbaba finito como alma en pena, las cañas se movían haciendo un ruido largo que asustaba 34


a cualquiera. Golpearon las manos en la parte de atrás. Salí con un facón escondido entre las pilchas y me encontré con la rusita. Estaba asustada, había perdido una zapatilla, se tocaba la boca. Parece que se le aflojó un diente. Pensé. No le pregunté nada la hice pasar la noche estaba muy fiera pa’ ponerse a hablar ajuera. Me contó que el Negro había vuelto en pedo a la casilla. No sabía bien por qué se enojó. Empezó a las puteadas, se fue encabronando cada vez más. Cuando ella quiso cerrar la puerta, la empujó, le gritó que era una puta, que no servía para nada, que ni siquiera sabía cocinar. Después le pegó un puñete en la cara y otro en la panza. Entonces ella salió corriendo de la casilla y no sabía por qué enfiló pal cañaveral y acá estaba ahora. Yo no sabía qué hacer con esa pibita. Me decía que el Negro era bueno y ella lo quería, pero que cuando se chupaba se ponía loco. Que un poco de razón tenía, porque a ella siempre se le secaba el puchero, pero que iba a aprender a cocinar pa que el Negro no se enojara más. Le presté mi catre esa noche y yo me arrinconé en el piso con unas cobijas. Cuando aclaró, la desperté pa’ que se juera rápido. No quiero problemas con el Negro, le dije. Me enteré después que en el pueblo decían que la Micaela había desaparecido. Que el Negro andaba dando vueltas averiguando si la habían visto. Que no se sabía nada de ella desde la semana pasada. Justo cuando vino pa’ acá. Pensé, pero nunca dije nada. La madre de la Micaela fue a la policía. El comisario no le creyó la historia de la desaparición. Se habrá ido con algún tipo, le dijo. Y no la buscó. Yo tenía mala espina. El Negro ese era capaz de cualquier 35


cosa, pero tampoco dije nada. Una tarde cayó Doña Felisa a curarse la culebrilla. La siguió el Malacara, un perro que andaba siempre de vago por el pueblo. Se jué derchito pa’l cañaveral y empezó a torear desespera’o. Al principio no le hice caso. ¡Calláte, perro mugriento! le grité, pero siguió chillando como loco, iba y venía, se notaba que quería decirme algo. Ya se había puesto demasiado bravo. Fui a ver adónde había metido el hocico. Me siguió la vieja, de chusma que era.. Y ahí la vimos. Estaba la Micaela con el pelo enredado entre los troncos, quietita, con la pollerita embarrada, la cara vuelta a la tierra. Cuando vino el comisario le dijimos que no la habíamos tocado. Pobre gurisa, se notaba que la habían golpeado con un fierro en la cabeza. Ese día en todos los canales de la televisión estaba la cara de la rusita. De golpe me acordé de lo que le había dicho aquella vez. ¡Se cumplió mi profecía! Por un rato era famosa. Todos hablaban de ella. Ya pasaron como diez días y yo no puedo pegar un ojo. Toda la santa noche en vela. ¿Por qué no la ayudé? Si se notaba que tenía miedo. Capaz que la hubiera salvado. No quería meterme, claro. No es culpa mía que esté muerta. Si se lo hubiera contado a la madre. Si hubiera salido de mi contorno. Hoy me levanté temprano y le prendí fuego al cañaveral.

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EL TEDIO DEL TIEMPO Paula Condrac “Cuida bien tus estrellas mujer, y que nunca las pierdas” Judith, Silvio Rodríguez Un mal día de enero Merlina de La Cruz advirtió que había perdido las estrellas que iluminaban su pelo. ¿Adónde estaba ella, se preguntaba, adónde estaba ella que ni siquiera notó que perdía el brillo? Tal vez sería que ignoró las señales, sí, eso debe de haber sido. Seguramente fue opacándose de a poco… ¿Qué había pasado? La atormentaba que semejante desgracia hubiera sucedido en vísperas de su cumpleaños. Había nacido con estrellas y presumía de eso. Los comentarios maliciosos de sus vecinos la perseguían desde niña, pero nunca la habían alcanzado. Incluso las trillizas Robinson ya casi no la criticaban, cansadas de que sus ofensas no le llegaran a pesar de la potencia legendaria de sus tres lenguas simultáneas. Raros son ellos, cavilaba Merlina, y continuaba tejiendo atrapasueños, cultivando verbenas y pensamientos y leyendo los poemas de su padre. 39


Es que en ese pueblo nada se cuestionaba, todo era natural, como el sol al mediodía, como la luna a la noche y como los pájaros en las ramas. Como los vecinos en sus sillas, las vecinas en la iglesia y su madre en la ventana. El año anterior, o tal vez sería el anterior al anterior, nevó en pleno verano, y como si fuera poco nevó sin parar desde un enero hasta el otro, y la nevada paró el mismo día que empezó, pero del año siguiente. Los meteorólogos que arribaron desde La Capital a La Isla tratando de explicar el inusual fenómeno nunca pudieron entenderlo. Al cabo de un tiempo terminaron yéndose con más preguntas que respuestas, sin los bombos ni los platillos que los esperaban a su llegada, ni curiosos que los persiguieran, ni gitanas que les leyeran la suerte, ni mercachifles que les ofrecieran sus brújulas imantadas al Polo Sur. Se fueron sin pena ni gloria y arrastrando su par de fracasos, porque tampoco pudieron convencer a los vecinos de que el nombre de ese pueblo mediterráneo no obedecía a las leyes de la realidad, ni de la geografía ni de la ciencia, y que por ello sería razonable cambiarlo. Tantísima nieve convertida en agüita terminó siendo una bendición. Al paso del tiempo los árboles, las plantas y las flores habían crecido con total desmesura y la producción de frutillas, arándanos y frambuesas se había millonificado. La abundante cosecha inesperada le devolvió la prosperidad perdida al pueblo entero, y los vecinos pagaron y cobraron lo que se debían entre ellos y a los vecinos de otros pueblos y también al Banco Nacional. Las cuentas de todos quedaron saldadas, incluso las de la Comuna, que eran cuentas siempre al rojo vivo, y que Don Aurelio María Veriglio, eterno presidente de la junta vecinal, manejaba sin decencia ni 40


rendición, tal como había hecho con la herencia de su madre, de su mujer y de las hermanas de su mujer. A pesar de la escasa transparencia y también gracias a ella, Don Aurelio María había sido reelegido en el cargo tantas veces que ya nadie recordaba la cantidad exacta. Él encarnaba la naturaleza peculiar de sus votantes y sabía encontrar las palabras que luego rebotaban en las urnas, cosa que su eterno oponente, Don Silvio de La Cruz, poeta de la comarca, nunca había logrado. En las últimas elecciones, su fórmula “Honestidad y Coraje” perdió por paliza contra la de Don Aurelio María, quien personificaba el lema “Ría más y analice menos” Como si fuera poco, él aventajaba a cualquiera con su épica resurreccional, una especie de viveza criolla que se mezclaba con el curso de los acontecimientos y que siempre, de alguna u otra forma, le permitía volver de la muerte cívica para retomar el sillón comunal con estrechez de miras, holgura de votos y folklore propio. Más cerca estaba de perder, por más votos ganaba. Cuando esa práctica se consolidó en una tradición patriótica, los vecinos dejaron de dirimir sus diferencias al fútbol para asistir a esta novedosa forma de resolver los conflictos locales, que entre otros beneficios, les evitaba moverse de sus sillas. “Estamos esperando el milagro”, decían, refiriéndose no sólo a la solución de sus problemas, sino a la siguiente reelección de Don Aurelio María. Y por sentados que estuvieran era tanta la energía que ponían, que la profecía se cumplía sin márgenes de error. Cuando tras la desaparición del Dique de Diablo la popularidad de Don Aurelio María empezaba decaer a niveles históricos, la oportuna caída del alud de nieve sepultó los hechos que hacían pensar en su propia e inminente caída. Quienes antes lo acusaban de haber 41


robado el Dique, ahora le agradecían por la calle, y lejos de reprocharle los hechos de corrupción que terminaron con el susodicho dique en los fondos de su finca, le rogaban que se presente nuevamente como candidato, que no era necesario ese dique de porquería, que ya lo decía su nombre, y lo sindicaban como autor material del hecho providencial que había impedido el estancamiento de las aguas, atribuyéndole su escurrimiento y destacando su protagonismo cívico en el engrandecimiento de la economía local. Entonces Merlina de la Cruz volvió sus pensamientos a ella misma, y a su pelo, y a sus estrellas, y a su pregunta: porqué se habían ido, dejándola así, débil y deshabitada. Ella, que desde sus primeras memorias hamacaba rulos castaños a su paso, hacía girar las cabezas en las esquinas y detenía el tráfico y las miradas, ella se desconocía en el espejo sin sus estrellas. Ya no había brillos ni fiesta de flores ni de cintas, ni trenzas finas cayendo de costado en cataratas. Cuando empezó a sentirse rara, se asustó. Ni siquiera sus vecinos la saludaban por la calle. En realidad la saludaban, pero no por su nombre. Eso era inusual, porque todos, pero todos, se saludaban con el nombre y todos pero todos se conocían los apellidos, y también las historias que habían unido y separado a las familias por cuatro generaciones atrás, por lo menos. En realidad Doña Concepción de la Terra, la bruja del pueblo, recordaba y recitaba los nombres y las historias hasta ocho generaciones atrás, y nadie la contradecía, un poco porque sus recuerdos no sabían guardar lo inconveniente, otro poco porque tenía la virtud de crear pasados a medida del consultante y sobre todo porque a los isleños 42


les resultaba bastante cómodo unificar la memoria del pueblo en esa mujer enjuta que acababa de cumplir 147 años. O tal vez no la reconocían por su nombre porque andaban ocupadísimos contando billetes y votos, repartiendo adulaciones, comprando voluntades y armando otra elección fraudulenta. Últimamente sólo se levantaban de sus sillas para escribir en las paredes pintadas altisonantes a favor de don Aurelio María, con tanto celo en su empeño y firmeza en su determinación que acabaron por perder de vista que ganaría de todas maneras, sin necesidad de trampas ni de esfuerzos, porque no había candidato de la oposición, por la sencilla razón de que tampoco había oposición. Don Silvio, tras bendecir las estrellas de su hija y con la promesa de un pronto retorno, se había ido a La Capital poco tiempo después que los meteorólogos, con la esperanza de encontrar respuestas a ciertos acontecimientos del pueblo, a los que su entendimiento no hallaba sentido ni explicación. Al anochecer del último día de enero, Merlina de la Cruz notó que Pacheco, el perro de la casa ya no saltaba a su paso, ni ladraba sin aparente motivo. Ya no me reconoce nadie, pensó, y alcanzó a abrazarse a los atrapasueños que estaba tejiendo cuando una fuerza descomunal la eyectó del pueblo. Se asomó a un foso inmenso y pudo ver que La Isla descendía, completa, con los vecinos en sus sillas, las vecinas en la iglesia, Don Aurelio María en la Comuna y su madre en la ventana. Una pequeña luz retornaba a su pelo mientras La Isla se hundía para cumplir el destino de los pueblos que pierden sus sueños, agotados por la dictadura de la mayoría y consumidos por el tedio del tiempo. 43


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NI VOS, NI YO NI NADIE Luciana Kees Suena el despertador del celular y maldigo el insomnio recurrente y despiadado que me robó horas de sueño. Me incorporo y me siento en el borde de la cama. El cuerpo me pesa toneladas, la columna se me curva como un paréntesis. Mis ojos juguetones se abren con dificultad, pero se cierran otra vez y quedan pegados varios segundos. Los brazos me cuelgan inertes como dos guirnaldas de navidad. Decido levantarme antes de volver a quedarme dormido. Laura se fue hace más de seis meses. Laura me dejó hace más de seis meses. Y nunca fui bueno con las rupturas. La casa que compartíamos es ahora mi guarida y nadie volvió a entrar desde que me abandonó. Creo que no llegamos a entendernos, aunque compartimos más de una década juntos. Y de un día para el otro, se fue. En la cocina me agobio decidiendo el desayuno. No soy bueno tomando decisiones, nunca lo fui. Pongo agua en la pava estirando así tener que tomar la decisión final, ¿mate o café? Tengo que elegir rápido, buscar la taza o la bombilla. Mate o café. Y 47


cuando abro la alacena una caja azul oscuro de té en hebras me disipa las dudas. Laura, sé que dejaste con intención maligna esa caja de infusión sabor frutos del bosque que compraste en el super chino. Colocaste sobre mí la difícil tarea de esquivar cada día tus pertenencias tácticamente esparcidas por toda nuestra casa. Continúo con la preparación del desayuno y meto medio cuerpo en la heladera, busco un frasco de mermelada, dulce de leche o manteca. Lo único que encuentro es medio limón, un paquete de salchichas abierto y otro de masitas de agua. Resignado, agarro las masitas húmedas y de repente resuenan en mi cabeza las últimas palabras que me dijiste antes de irte: “Gero, ni vos, ni yo, ni nadie merece continuar una relación en la que ya no hay amor”. Desde que me abandonó no he pasado un solo día sin pensar en ella. Nunca fui bueno para las despedidas, menos cuando son intempestivas y sin aviso. Me pregunto si ella no me habrá dado indicios que no supe descifrar o si hay otro, porque siempre lo hay. O si hay otra. Por entretenerme en mis pensamientos, el té se enfrió y hace más de cuarenta minutos que no me muevo de la silla. La silla donde se sentaba Laura. ¿Dónde estará ahora y con quién? Me como una masita insípida y blanda. No cierro los paquetes abiertos. Nunca fui bueno con los cierres. Empiezo a dudar de la última conversación que tuvimos. No sé lo que respondí o si emití algún sonido. Laura, ¿no éramos acaso la pareja perfecta? Todos nuestros amigos halagaban nuestra relación y yo respondía contento que sí, que nos llevábamos muy bien. Vos te quedabas callada y ahora entiendo el motivo…

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Todos los proyectos que teníamos juntos se quedaron detrás de la puerta que cerraste al irte. Y también me quedé yo, esperándote o esperándonos. Y sé que no vas a volver, pero no quiero admitirlo, porque ni vos, ni yo ni nadie debe vivir en pausa esperando un incierto. Y no puedo dejarte ir, porque si lo hago una parte de mí quedaría sepultada en el pasado mediato que cerraste con cadena. Te llevaste todas tus cosas y dejaste las nuestras. Todo lo que compramos proyectando juntos: la cama, la heladera, la mesa de algarrobo del living, que elegiste vos, con las sillas haciendo juego, que son tan pesadas como mi existencia después de tu abandono. Pusiste un punto final sin consultarme. Laura, ¿no podías acaso decirme lo que pasaba? Calculo que no, que todo fue repentino, incluso para vos. El reloj marca las doce. Pasé más de cuatro horas pensando en vos. Pasé más de seis meses pensando en vos. Frente a la computadora intento trabajar, concentrarme. Y en un descuido tipeo tu nombre y lo borro, como vos borraste lo nuestro. Pero sé que estás ahí, acechando mis recuerdos, aferrada a mi pasado. Nunca fui bueno para… Vos tampoco fuiste buena, Laura. No, no lo fuiste. Hiciste bien en dejarme, en terminar lo nuestro. ¿Qué era lo nuestro? ¿Fuimos más que dos individuos alguna vez? Siempre te interesaste por vos misma. Tus problemas, tu familia, tu trabajo. Pero aun así me sorprendió tu decisión de abandonarme. ¿Y yo? Nunca había tiempo para mí. Mejor que te fuiste, Laura. Y espero que no vuelvas. Aunque no pude avanzar en el trabajo, decido cortar y prepararme el almuerzo. Milanesas con ensalada de tomate y lechuga. Hace más de diez días que el menú es el mismo. No me 49


importa. Nunca fui bueno cocinando ni eligiendo. Nunca elegí bien, o no hubiera estado con vos. Ahora me toca decidir entre freír y hornear esa lámina congelada que desprende pan rallado como pequeños granos de arena y ensucia toda la mesada. ¿La rapidez del aceite caliente en la sartén o el cuidado de mis arterias? Lanzo sin reparo la milanesa al aceite hirviendo. ¿Para qué cuidarme si ya no estás conmigo? Dos de la tarde y me voy al patio a despejarme. Ya no duermo la siesta desde que no estás. Dormir acurrucados unos instantes era mi parte favorita. Después te dabas vuelta porque tenías calor y yo te apoyaba una mano en la espalda para sentir tu piel tibia. Respiro hondo para que el aire puro barra todos mis recuerdos, esos recuerdos que te nombran como ecos y me desgarran el alma. Y te amo y te odio por haberme abandonado. O quizás el que te abandonó fui yo, no lo sé. Ni vos, ni yo ni nadie… La fina capa de sudor que me generaron esos minutos en el patio intentando no pensarte me pone incómodo. Sabés que no me gusta andar pegoteado, que siempre odié el calor. Decido pegarme una ducha y en la bañera veo la vela lila de lavanda que te dejaste. Olías a lavanda, Laura, todo de vos olía a lavanda. Agarro la vela y la pego a mi nariz, aspiro fuerte y unos minúsculos pedacitos de parafina me provocan un estornudo y una puteada. Laura, ¿te olvidaste la vela o la dejaste para que nunca pueda olvidarme de vos, para que cada vez que entre al baño la vea y te recuerde? Siempre te tengo presente, Laura, aunque la vela no esté todo el tiempo ante mis ojos.

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Las gotas de agua helada que chocan contra mi cabeza y recorren mi cuerpo me devuelven la sensación de estar vivo. Sí, estoy vivo, pero estoy sin vos, Laura, y eso es lo mismo que estar muerto. Cierro los ojos y pienso que el agua barrerá todo rastro tuyo y se lo llevará por las cañerías. Ya no quiero recuerdos nuestros, no los necesito. Si te llevaste todo y no me dejaste nada, Laura. Deberías haberme dejado mi rutina, mis ganas de seguir. Pero te llevaste todo. Me seco y me veo los pies, ese dedo gordo, largo y deforme que tanta gracia te causaba. Y me enojo con mi dedo, que me gustaría amputar y con él, el recuerdo de tus carcajadas. Lo que más extraño es tu risa sin decoro, porque te reías de todo y de todos. Y eso era lo que más admiraba de vos. No sé si alguna vez te dije todo lo que me gustaba de vos. Nunca fui bueno con los piropos. Las horas avanzan lento. Otro día más que llega a su fin, que culmina. Como nuestra relación, Laura, la que vos terminaste ese jueves nublado de abril. Seguramente ya la habías terminado mucho antes, pero no tenías las agallas para enfrentarme y decirme a la cara que lo nuestro estaba muerto. Desparramado en el sillón del living hago zapping buscando una película de acción. Me doy cuenta de que preferiría estar mirando El diablo viste a la moda, apoyado en tu pecho y sintiendo el latido de tu corazón. Me paro de golpe y arranco de la pared un cuadro con una foto nuestra. La saco y la rompo en varios pedazos. Me arrepiento, Laura. Sigo siendo impulsivo. Ese recuerdo nos conservaba juntos y felices. Me arrepiento e intento rearmarla, sin éxito alguno. Ese papel está tan roto como yo.

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Me salteo la cena. El estómago se me cierra por las noches. Estarías contenta si vieras los kilos que bajé, esos kilos de más que siempre me remarcabas. A mí también me molestaban muchas cosas tuyas y no te las decía, Laura. Porque te amaba. O te amo. Deambulo por la casa evitando volver al cuarto, ese espacio que en su integridad es nuestro. Siento tu olor persistente y empalagoso. En tu lado de la cama, el colchón aún conserva tu silueta, tu hermosa silueta. Y creo ver tus sombras. Luego entiendo que no estás, que elegiste irte. Me quedé en una casa inundada de recuerdos y vacía, tan vacía como yo. Una casa que ya no es un hogar. Apoyo mi cabeza en la almohada sabiendo que otra noche, como hace más de seis meses, un batallón de recuerdos vendrán a invadirme los pensamientos. Porque te llevaste todo, pero aún conservo la remota y efímera posibilidad de que vuelvas.

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LA TRINCHERA Ricardo A. Perren De golpe desapareció ante nuestra mirada. Ya hacía un mes que esperábamos en este pozo, cada uno en su posición, durmiendo de a ratos, turnándonos con las guardias. La tierra en Puerto Argentino estaba siempre congelada, nosotros estábamos en los montes, en las afueras. Cuando cavamos esto que ni trinchera es, la pala se doblaba. Seguimos ayudándonos con nuestros cascos; después de sacar esa capa de tierra húmeda tuvimos que retirar las piedras con las manos para poder hacer un hueco que nos llegara hasta la cintura. Hacía mucho frío, el barro era permanente porque filtraba el agua desde debajo de la tierra, los pies se congelaban porque los borceguíes que teníamos no eran impermeables. Pusimos los pocos sacos de arena y tierra seca que conseguimos para apoyar las ametralladoras; solo para eso alcanzaron, y a veces ni para eso. Nos dijeron que íbamos a quedar en la historia como los que recuperamos las islas. No era soldado conscripto, soy militar, pero como ellos, tampoco decidí venir. Unos días antes me habían ascendido a teniente; tengo un grupo de soldados a cargo pero me 55


siento igual que ellos, con las mismas incertidumbres, con los mismos miedos, la misma hambre, el mismo frío y ninguna certeza. Antes que desembarquen los ingleses, durante ese mes de tensa espera, tratábamos de mejorar los pozos, buscábamos en los alrededores piedras y tierra seca, aunque después se terminaba mojando todo, por la humedad que brotaba de abajo y el rocío helado que era permanente ya llegando el invierno. Al principio hacíamos tres comidas diarias, luego dos y al final una. Tomábamos mate cocido al comenzar el día, que era muy corto en esa época del año –amanecía como a las nueve o diez de la mañana y oscurecía a las tres de la tarde. La comida se repartía al mediodía y luego alrededor de las cinco de la tarde. Después algunos descansábamos hasta las cuatro de la mañana y otros hacían guardia por turnos. En nuestro grupo, además de soldados conscriptos había un sargento primero con el que he conversado muchas veces. Se llamaba Américo Taborda y también era de la ciudad de Santa Fe. Me contó que se había casado recientemente, después de seis años de convivencia y una nena de cinco años. Lo hizo cuando se enteró de que iba a ir a las islas, para dejar cerrada esa situación. Como si supiera. Él nunca creyó que iba a poder volver a ver a su familia. Estaba convencido de que iba a morir allá. Me decía que cuando no le tocaba hacer guardia y podía tirarse en el pozo inmundo que casi siempre se inundaba, soñaba con ellos, con su señora y la nena a la que en esos sueños siempre la veía en el jardín con su chalequito pintor; también con su madre, había fallecido de cáncer hacía justo un año. Me contaba que a veces soñaba con su padre también, que era jubilado ferroviario. A él lo soñaba cuando lo acompañaba de 56


chico a hacer trámites a la estación, volvían en un tren local y bajaban cerca de su casa en una parada que había en barrio Guadalupe. Se repetían esos sueños. A veces gritaba dormido y nombraba a su padre, a su madre, a su familia. Hablaba dormido con su hijita. Nos pidió que no lo despertáramos cuando estaba soñando, que era su alivio cuando pasaba eso, que se sentía acompañado por ellos, como si estuvieran acá. Decía que era su momento de felicidad en el día. Durante ese mes nos creímos eso de que los ingleses no iban a venir, que nos iban a dejar la isla. Que aguantemos, nos decían, que el sacrificio físico no iba a ser otra cosa que el frío y el hambre que estábamos pasando, y después vendría la gloria. Como si fuera poco el sacrificio, por otra parte. Solo Taborda descreía de eso. Él siempre estuvo convencido de que los ingleses iban a venir y que nos iban a masacrar a todos. Nosotros lo veíamos psicológicamente cada vez peor porque ya no aguantaba más y quería que se terminara todo. Después las noticias empezaron a ser contradictorias: decían que habían desembarcado en la Bahía San Carlos, que estaba desguarnecida. También nos enteramos de que habían hundido el Crucero General Belgrano. A partir de mayo, a un mes del desembarco, pasamos del silencio expectante a sentir las bombas, veíamos a ver aviones ingleses en vuelo rasante por encima nuestro. En la trinchera se escuchaban llantos, algunas conversaciones, por ahí también alguna risa nerviosa. Los bombardeos se empezaban a sentir cada vez más cerca, así siempre de noche. La noche se hacía de día con el resplandor de las bombas que explotaban y parecían venir de todas partes. Los

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aviones ingleses barrían con sus reflectores nuestras posiciones y nos obligaban a agacharnos. Queríamos salir corriendo, pero no teníamos adonde. Queríamos salir de las trincheras pero el enemigo estaba ahí, aunque todavía era invisible. Sabíamos que estaba muriendo gente y que nos podía tocar a nosotros, pero también sabíamos que no teníamos que movernos de ahí, que teníamos que quedarnos en los pozos, que eran nuestras casas. El sargento Taborda nos decía que no aguantaba más estar en la trinchera, que si pudiera salir de allí y caminar un rato todos los días como al principio al menos sería otra cosa. El mismo silencio que antes nos permitía descansar a los que no estábamos de guardia empezó a ser una tortura. ¿Por qué había tanto silencio a veces? Nos daba miedo asomarnos porque imaginábamos a los ingleses buscándonos en los alrededores. Hasta que llegó esa noche. Era fines de mayo, yo hacía la guardia; de pronto empezó el bombardeo por tierra, aire y mar y se hizo contínuo. Durante horas cayeron bombas y sentíamos el tableteo constante de la metralla. Taborda dormía y nosotros sabíamos que soñaba porque cuando pasaba eso hablaba, a veces gritaba, y nosotros lo dejábamos. El bombardeo se hizo infernal, sin descanso, y cada vez más cerca. Piedras y barro volaban por los aires y nos caían encima. Taborda escaló el pozo gritando: “¡papá, esperame, no alcancé a subir al tren!” y empezó a correr por entre las bombas que caían al lado de él. No pudimos detenerlo. Corría y gritaba, mientras pedazos de tierra saltaban a su alrededor. Nos lo quedamos mirando con

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media cabeza por encima del borde de la trinchera. Veíamos su silueta recortada en el fuego que iluminaba la noche. De golpe desapareció ante nuestra mirada. ** En estos días me estoy acordando de ese mes y medio que estuvimos en el archipiélago. Dicen que la historia se repite… ¿Será por eso que me estoy acordando? ¿O por la cercanía de la fecha en que se conmemora el desembarco? Será un recuerdo este año en que estamos en cuarentena por el coronavirus en silencio, sin actos, sin palabras alusivas en palcos armados a tal fin. Al igual que en esos momentos, sabemos que el enemigo está afuera aunque no lo veamos y que lo mejor que podemos hacer es quedarnos en nuestra trinchera, que hoy es nuestra casa. Vivo con mi señora, mis dos hijos y un hermano que desde hace seis meses está con nosotros. Vino del Chaco por un trabajo que le prometieron. No se dio ese trabajo, así que puse un negocio y él lo atiende. Lo atendía, ; ahora no puede porque la actividad no está entre las excepciones. Está desesperado, no porque necesite algo material—el negocio venía bien y le permite aguantar un tiempo—, pero no soporta más el encierro. Me hace acordar al sargento Taborda. Hace muchos años nosotros también queríamos salir de esa trinchera, de ese pozo, pero sabíamos que no podíamos si salíamos nos íbamos a encontrar con el enemigo. —No es conveniente, Mariano, que vayas a ese asado —le digo—. Pensá en vos, en nosotros. —No pasa nada, Juan, son exageraciones —me dice mientras se afeita. 59


—Lo que pasa es que vos no te preocupas por enterarte de ninguna noticia, no lees ni un diario, no escuchas radio, vivís en una nube de pedo. —Es preferible eso y no estar como ustedes, asustados, encerrados. Además, ya estaba pensando volverme a Chaco. Allá por lo menos en el pueblo donde vivimos con los viejos tengo aire puro. No entiendo cómo pueden estar acá encerrados en esta casa, escondidos como en una trinchera —me dice, como sabiendo lo que yo estaba recordando—, así que no te hagas problemas, que ya tengo la valija hecha. Mañana temprano uno de los muchachos del asado que tiene un camión que reparte alimentos sale para Chaco y yo me voy con él. —Te repito que preferirías que te quedes en casa, que no te arriesgues. Afuera hay un enemigo que no vemos, pero es muy peligroso. Yo puedo bancarte hasta que termine esto y seguimos después con el negocio. —No, mirá, Juan, no aguanto más este encierro. Gracias por todo. Vos pusiste todo el capital, yo no quiero nada. Me dijo este amigo del camión que va a hablar en la empresa para que me tomen de camionero cuando termine todo este quilombo. Alza la valija del piso. Tengo ganas de contarle que hace treinta y ocho años yo también muchas veces no aguantaba más el encierro en el pozo y porque aguanté estoy acá, pero me di cuenta de que no iba a entender y que ya estaba decidido. —Como quieras, saludos a los viejos —le digo en cambio. Nos damos un abrazo. Él les da un beso a mi señora y mis hijos y lo vemos irse con su valija. Me da la sensación que después

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de esa noche no lo vamos a volver a ver, tal vez por el recuerdo de Taborda. Nos quedamos mirรกndolo desde la puerta de casa. Afuera es de noche, su silueta llevando la valija se recorta bajo el reflector de la esquina. No hay nadie en la calle, ni caminando, ni se ven autos. Dobla hacia el oeste por Salvador del Carril, se da vuelta justo en la ochava y levanta la mano. De golpe desaparece ante nuestra mirada.

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BRUNOBOT Enrique Catena La expresión que compuse cuando rompí el papel de regalo debió ser impagable. En estas circunstancias lo más lógico hubiera sido recibir un perro o un gato, pero mi mamá, siempre humanizando a las mascotas, dice que un pobre animalito no tiene por qué soportarme y que ni los perros ni los gatos vienen a este mundo para hacer sentir mejor a los humanos. —Además —agregó—, ahora que la yegua de María se fue, este aparato por lo menos te limpia la casa. Comentarios como este suelen provocar en mi hermana una reacción involuntaria, un gesto fugaz pero muy elocuente que mi mamá acostumbra a ignorar por completo. Yo la miré para darle la ocasión de que nos recuerde a los presentes que los hombres también pueden barrer, pero ella se limitó a sonreír y explicó que aquel artilugio de diez centímetros de altura y anatomía circular estaba diseñado para aspirar los pisos, pero su propósito más noble es que yo no me sintiera tan solo. Nos reímos. María fue mi pareja durante casi siete años. Se mudó conmigo en enero y se marchó hace tres semanas con todas sus 65


cosas, a excepción del cepillo de dientes y la taza de Charlie Brown. Al parecer antes de abandonarme ya estaba saliendo con un tal Bruno. De todas formas, ella se justificó desvergonzadamente enumerando cinco razones, una más absurda que la otra. Que soy un inmaduro, que nunca presto atención, que no quiero tener hijos, que no me ama y que no separo la basura. Sí, porque María se ponía violeta cuando yo tiraba un papelito o una cáscara de manzana en el cesto equivocado. Y la causa no era su compromiso con el medio ambiente, como ella solía decir, sino su manía por el orden y la limpieza. Dedicaba gran parte de su tiempo libre a higienizar, acomodar, desinfectar, clasificar y sistematizar todo lo que podía. Sin duda alguna, ella se hubiera enamorado de mi nueva aspiradora parlanchina, así que, haciendo gala de mis aptitudes para la ironía, bauticé a mi nuevo sirviente Brunobot. Según el mensaje de la caja, la nueva adquisición me facilitaría la vida de tal forma que sería dueño de una felicidad exorbitante. Aunque sospechaba que no iba a ser el caso, debo decir que mientras abría el empaque me sentía bastante entusiasmado. El manual explicaba con detalle todas sus funciones. Aparte de aspirar, Brunobot contaba con un sistema de inteligencia artificial que me permitía controlarlo por voz o a través del teléfono celular. Tenía incorporados Wi-Fi, una cámara fotográfica de alta resolución y linterna de led. A mi orden, reproducía música, me daba el pronóstico del tiempo o me contaba un chiste. No quiero ni pensar en el dineral que les habrá costado. Una pena, toda esa plata malgastada hubiera alcanzado de sobra para una escoba nueva, una palita y al menos dos años de alimento balanceado para perro.

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La primera semana transcurrió sin sobresaltos. Brunobot funcionaba muy bien, y más allá de que algunos rincones de la casa le resultaran inalcanzables, hacía un trabajo irreprochable. Es vergonzoso decirlo, pero la verdad es que yo disfrutaba vilmente de darle órdenes y más aún de propinarle una patadita inofensiva cuando circulaba cerca. Si no hubiera tenido la pésima idea de apodar a la aspiradora con el mismo nombre que desde hacía tiempo resonaba en mi cabeza para atormentarme, las cosas habrían sido diferentes. Recuerdo que fue un martes. Esa mañana estaba de mal humor. La noche previa me había desvelado reordenando fotos de cuando María y yo estuvimos de vacaciones en el sur. Fueron dos semanas increíbles. Todo salió según el itinerario, de no ser por la espera interminable para abordar el ferry que nos llevaría desde Punta Delgada en el continente, hacia Bahía Azul en la Isla Grande. Un viento terrible se empeñaba en no dejarnos cruzar el estrecho y el paso estuvo cerrado nueve horas y media. María, siempre preparada para cualquier tipo de contingencia, nos entretuvo leyendo una biografía de Magallanes. Quedamos fascinados por las memorias de Pigafetta sobre la proeza del portugués. Cuando al fin subimos al ferry, encontramos una mesa libre y nos sentamos a comer. Coincidimos en que era la peor pizza que probaríamos en nuestra vida, pero como teníamos mucha hambre, también estábamos de acuerdo en que la comeríamos de todos modos. Masticábamos sin desalentarnos, pero no pasaba nada, la masa no quería ceder. —Esta pizza no nos puede ganar —le dije con la boca llena. Nos reíamos como tontos.

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Revisando el álbum titulado “El fin del mundo”, encontré una foto de María sosteniendo un vaso de cerveza. Estaba bellísima. Todavía tenía el pelo largo y seguía usando los lentes de marco rojo. Me gustaban mucho más que sus anteojos nuevos, más discretos y aburridos. Sonreía espontáneamente. Después de tomar la fotografía, ella se quedó en silencio, me miró con ternura y levantó su copa. —Quiero brindar —dijo. Hizo una pausa para tomar coraje; no se le hacía fácil expresar sus sentimientos. Aguardé con impaciencia un instante y haciendo una terrible lectura del momento, la interrumpí con mi mejor interpretación de un marinero, o quizás de un pirata. —¡Por Fernando, Fernando de Magallanes! —exclamé. María me miró con ojos neutros y negó apenas con la cabeza, reprochándome la torpeza con la que le arrebaté su inspiración. Se rió. —Si, por Fernando también, pero sobre todo por nosotros. Solo en la penumbra de mi habitación, observando aquella foto, me sentía bastante idiota. No podía comprender por qué María y yo no estábamos juntos, pero seguro era por mi culpa. Al día siguiente me preparé el desayuno de mala gana y activé a Brunobot. Le pedí que me contara un chiste. No lo podría citar, pero me acuerdo de que contuve la risa. Esa tarde, al llegar de mi clase de gimnasia, me encontré con una gran cantidad de tierra desparramada en el comedor. A todas luces, Brunobot había arremetido contra una maceta hasta tirarla al suelo. Me causó gracia imaginar la situación y lamenté no haber estado presente cuando se

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disputó la contienda. Está claro que hubiera apostado por mi sansevieria. A los pocos días sucedió de vuelta, y esta vez no me resultó chistoso. Irritado, programé a Brunobot a través del celular para que se hiciera cargo de su imprudencia, pero desobedeciendo mi directriz, resolvió que era más interesante estacionarse debajo de la cama, justo en el centro, donde era imposible alcanzarlo sin dislocarse un hombro. Este tipo de comportamiento errático empezó a ser cada vez más usual. En varias ocasiones, por ejemplo, lo sorprendía en la cocina girando como lo haría un niño que juega a marearse. Con la precisión que solo tiene un robot, dibujaba en el piso una circunferencia perfecta de unos dos metros de diámetro, y rotando también sobre su eje, se desplazaba a velocidad constante hasta quedarse sin pila. Aunque su coreografía, a diferencia de la de un infante, estaba calculada matemáticamente, la sensación de estar contemplando a una criatura libre y despreocupada era la misma. La mugre del suelo ya no era su prioridad. Lo que ahora le daba sentido a su existencia era sacarme de quicio. El ruido de los enérgicos topetazos que Brunobot se daba contra cualquier cosa que osara cruzarse en su camino ya era parte del sonido ambiente de la casa, por eso quizás recurría a otras estrategias. Tirar con fiereza de los cables de la computadora era una forma muy efectiva de exasperarme. Cabría suponer que al menos de a ratos seguía haciendo su trabajo, pero yo estaba convencido de que simplemente paseaba sin rumbo definido. Deambulaba por ahí cual autito chocador y solo fingía limpiar si yo me encontraba presente en la sala. Un disparate.

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Al principio eran reflexiones triviales y no le dedicaba a este asunto más que un pensamiento esporádico. En esos tiempos, cuando no estaba martirizándome con fotos de María, me la pasaba enfrente de la computadora trabajando. Ese despreciable bicho rastrero, sin embargo, encontraba métodos cada vez más creativos para molestarme, y de manera gradual empecé a obsesionarme con la ridícula idea de que lo hacía a propósito. Descubrí que de modo inconsciente ya no lo ponía en funcionamiento para que aseara los pisos, sino para confrontar. Esperaba alguna de sus provocaciones para mandarlo a hibernar y demostrarle mi autoridad. Cierta noche me desperté sobresaltado. Miré el reloj, era de madrugada. Por un instante no pude reaccionar. Me costó un par de segundos caer en la cuenta de qué era lo que sucedía. Respiré profundo. Ya había ocurrido antes, pero en aquella otra oportunidad eran las cinco de la tarde y no me importó en absoluto. Mientras bajaba las escaleras, agudicé el oído y advertí que se trataba de Luis Miguel. Era uno de los intérpretes favoritos de María. Muchas de sus canciones estaban en mi lista de reproducción, pero no reconocí la que sonaba a través del parlante de Brunobot. Cuando ya estaba cerca y logré escuchar lo que decía la letra, me quedé inmóvil. Petrificado. Sentí cómo de repente me invadía una rabia hasta ese entonces desconocida. Mi ahora declarado adversario estaba quieto, en el medio de la sala, desafiándome. No hice caso al primer impulso, que era el de patear a ese miserable pedazo de hojalata con todas mis fuerzas. Intuí que eso era lo que pretendía de mí y no pensaba dejar que se saliera con la suya. Además, estaba descalzo, así que me senté en los escalones, traté de bajar mi ritmo cardíaco y escuché resignado el resto de la canción. 70


se amaban, se adoraban me interpuse en sus caminos suavemente como niebla como lobo ante su presa sutilmente la aceché. Cuando terminó, Brunobot volvió a su estación de carga y yo a la cama. Me quedé despierto el resto de la noche. ¿Había sido mi imaginación? ¿Me estaba volviendo loco o en verdad un electrodoméstico tenía intenciones claras de torturarme? Si de algo me sentía seguro, era de que tenía que deshacerme de él. Pero no podía quitarle la batería sin más. Quería venganza. Me habían humillado. María, su nuevo novio y la maldita aspiradora. Era la primera vez que le dirigía la palabra desde que nos separamos. Le envié un mensaje de texto, en el que la saludaba del modo más lacónico y desinteresado que pude, para hacerle saber que había olvidado su taza. No mencioné el cepillo de dientes porque supuse que ya se habría dado cuenta. Acordamos que pasaría a las seis de la tarde. Mi plan era sencillo. Aparte de deshacerme de sus cosas, que me la recordaban cada vez que abría la alacena o me cepillaba los dientes, quería hacerle saber que ya estaba enterado de su infidelidad y echarle en cara su traición. Como broche final, María sería testigo del dramático salto mortal que ejecutaría el homónimo de su pareja. De esa manera, estimaba que para las siete de la tarde se habría cerrado de una vez y para siempre ese capítulo infame de mi vida. El instructivo explicaba dónde se encontraban los sensores de Brunobot para detectar desniveles en la superficie. Mientras los anulaba con cinta de aislar, me carcomía la culpa. Era un artefacto muy caro. 71


—Al fin y al cabo, es algo material y mi salud está en juego —murmuré. ¿Y si todo había sido un delirio? Empecé a sospechar de mi cordura. Durante unos segundos consideré desistir, así que me obligué a rememorar el episodio de la noche anterior. «Se amaban, se adoraban». —Vendrías a ser como el microondas o la tostadora, no tenés sentimientos. Me sorprendí diciendo esto último en voz alta y esperando una respuesta. Nada. El que calla, otorga. El timbre sonó a las seis en punto. Yo había terminado de ordenar y limpiar la casa una hora antes; la dejé impecable. Por supuesto, sin la ayuda de Brunobot, que se encontraba desactivado en el primer piso. Al ponerlo en marcha, después de hacer su modesto recorrido por mi habitación, saldría al corredor, donde a un par de metros lo aguardaba su irremediable destino. Observé a María a través de la mirilla. Sostenía su teléfono con ambas manos y escribía un mensaje de texto que sin dudas era muy extenso, o al menos eso quería aparentar. Me quedé quieto y en silencio por un momento que quizás se prolongó demasiado, y abrí la puerta tratando de dar la impresión de que había olvidado que ella vendría. Cuando la invité a pasar me preguntó si estaba seguro. —Si claro, estoy seguro. —Permiso —dijo al cruzar el umbral, lo cual me pareció casi ofensivo. Guardó su celular en el bolsillo, se aproximó y nos saludamos con un beso. Tenía puesto un perfume que no reconocí. —¿Y qué tal? —pregunté. 72


—Había olvidado lo difícil que es convivir con mi hermana —me respondió, haciendo un gesto sarcástico—. ¿Y vos cómo estás? —Bien —mentí—, trabajando bastante. —Ella paseó con su mirada y la sostuvo por un instante en el centro de mesa, una cesta repleta de naranjas, bananas y peras. Yo me dispuse a encender la pava eléctrica y añadí —: Tratando de comer más fruta. ¿Te puedo ofrecer algo para tomar? —Un té negro estaría bien —dijo, al tiempo que se sentaba del lado de la mesa que solía ser el suyo—. ¿Trabajo freelance o para alguna empresa? —Una editorial. Me encargaron diseñar la portada de dos libros, estoy entusiasmado. Más tarde te muestro el proyecto y me das tu opinión. Me arrepentí inmediatamente de haber dicho eso. María siempre tenía buen criterio para juzgar mis trabajos y era habitual que yo recurra a ella para que me diera su punto de vista, pero eso era antes. —¿Tu familia? —pregunté. Ella compuso un breve monólogo donde sintetizaba los dramas cotidianos que debía soportar gracias a su hermana y su padre. Yo hice mi mejor esfuerzo para quedarme callado y no asesorarla con mis consejos de pseudo psicólogo. «Eso era antes», pensé. Mientras preparaba la infusión, se produjo un silencio que auguré como interminable, pero María lo interrumpió de la forma que menos hubiera imaginado. —Te extraño —dijo. No podía creer su hipocresía. Hice de cuenta que no escuché su confesión, pero no pude disimular mi voz afectada 73


cuando pregunté si ya le había contado acerca de mi nueva aspiradora. —La llamo Brunobot. ¿No te parece un nombre original? En seguida tomé conciencia de cada uno de mis movimientos y no sabía qué hacer con las manos. Estaba furioso. La miré fijo a los ojos, pero no percibí ni un solo gesto que delatara el estado de conmoción que yo pretendía ocasionarle. —¿Por qué Brunobot? —Es un nombre compuesto. Bot por robot y Bruno en honor al tipo por el que me dejaste. Esta vez sí se hizo evidente su consternación, pero el gesto de su cara no parecía reflejar vergüenza o culpabilidad, sino más bien una profunda decepción. —No conozco a ningún Bruno —dijo, en un tono de voz acorde a su expresión. —Sí, claro. —Y yo no te dejé. Los dos llegamos a la conclusión de que queríamos cosas distintas. Nunca entendí por qué razón mi idea de adoptar una mascota no podía coexistir con el proyecto de traer vida al mundo. Siempre consideré tener hijos, solo que aquella vez que charlamos sobre el tema fui algo imprudente y no elegí muy bien las palabras. Lo mismo sucedió en esta nueva oportunidad. En vez de hablar con franqueza, expuse un argumento un poco más frívolo y ordinario. —Seguro que Bruno quiere lo mismo que vos. Cuando discutíamos, María tenía la virtud de no perder la cabeza bajo ninguna circunstancia. Yo, por otro lado, me revolcaba afanoso en mi propia estupidez con cada oración que salía de mi 74


boca. En ciertas circunstancias, no tenía sentido tratar de tener una conversación coherente conmigo. Ella se levantó de la silla y tomó sus cosas. Fue recién entonces cuando me di cuenta de que tal vez me había apresurado en sacar conclusiones. Me incorporé, y en el mismo instante en que un halo de lucidez descendía sobre mí y me instaba a dejar mi orgullo de lado, también descendía Brunobot, con la misma majestuosidad. Fue una caída espectacular. Precisó de solo tres o cuatro escalones para llegar al suelo y terminar tendido exactamente entre María y yo. —Parece que mi amante se suicidó —comentó ella. Decidida, dio media vuelta y se marchó. Yo me quedé boquiabierto. La aspiradora no daba señales de vida. Tomé asiento y me bebí el té. Fue un consuelo pensar que al fin y al cabo todo había salido según el plan.

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SILVINA Adriana Bedetti Los círculos grises ascendían unos segundos y luego se diluían en el aire de la noche. Sentada en el borde de la ventana de su oficina, como le gustaba llamar a ese lugar, la Negra fumaba su veinteavo cigarrillo. Todavía faltaba un rato. Después tendría que tomar una decisión. Desde donde estaba podía ver las mesas en la vereda del bar de abajo. Siempre los mismos clientes, gente de por ahí escapando de la humedad del verano santafesino que impregna los cuerpos y las almas. En una mesa cuatro tipos tomaban cerveza y reían. “Están pasados”, pensó la Negra, que reconoció en ellos a los que, en patota y con el alcohol suficiente, se atrevían a cualquier cosa. —Como los Ayala —dijo torciendo la boca hacia un lado. Los Ayala, sin proponérselo, definieron su vida. Vino a su mente el recuerdo de una casilla de bloques y chapa con dos habitaciones y un agujero inmundo en el piso que hacía de baño, en el barrio de Alto Verde. Vivía allí con su madre y 79


dos hermanos mayores. Nunca supo quién fue su padre. Apenas sus hermanos tuvieron edad para meterse en líos con la policía, se fueron y los reemplazaron los maridos de su madre. Ella le decía que los llamara tíos y los atendiera bien, porque gracias a ellos comían. Y como no podía ser de otra manera, cuando cumplió diez años, uno de esos tíos interrumpió su infancia. El tío Abel venía todas las tardecitas. Se sentaba con su madre en el patio a tomar unos mates y al oscurecer destapaban un porrón frío. Y después otro y otro más. Para cuando les llevaba el pan y el salame que le habían mandado a comprar a la despensa, los dos estaban borrachos. Comían y seguían tomando. Después se iban a la pieza y descolgaban la cortina que hacía de puerta. La Negra los escuchaba reírse y gemir sobre la destartalada cama cuyas patas hacían más ruido que ellos. Ella dormía en la cocina. En un rincón, le habían puesto una parrilla de madera y varias frazadas viejas que hacían de colchón. Una noche escuchó a su madre y a su tío pelear un buen rato. Después todo quedó en silencio y ella se durmió. La despertó el aliento a alcohol de su tío encima de ella. El le sonrió y le metió la mano en los calzones. Ella se paralizó, no supo qué hacer. Muchas veces había visto que le hacían eso a su madre y se había preguntado qué se sentiría. Ahora sólo sentía miedo y pensó que si no se movía y le permitía continuar pronto la dejaría en paz. El siguió tocándola y metiéndole los dedos mientras con la otra mano se masturbaba. La niña vio cómo el tío explotó y descargó toda su porquería sobre su improvisada cama. Sobre lo único que era suyo, su pequeño mundo, su refugio. Satisfecho, el hombre se durmió allí mismo y ella pasó el resto de la noche en una silla en el patio. 80


El tío repitió su travesura otras veces y ella aprendió a quedarse quieta y dejarlo acabar. ¿Qué otra cosa podía hacer? Si se negaba o empezaba a gritar, sería peor. Él dejaría a su mamá, ella se pondría como loca, le gritaría como siempre que era una inútil, una porquería que no servía para nada. Sería la responsable de que se quedaran sin comer. Por suerte, el tío Abel desapareció de sus vidas sin que fuera culpa de ella. La policía lo detuvo cuando robaba un supermercado del centro. Hubo otros tipos, pero a uno no le gustaban las niñas y el otro prefería las mujeres bien pulposas, no una negrita de mierda sin curvas de mujer, como le dijo a su madre cuando ella, totalmente borracha, se la ofreció. Tenía trece años cuando se cruzó con los Ayala, dos hermanos de dieciocho y veinte años. Se habían mudado hacía poco y participaban en todos los robos, transas y peleas que ocurrían en el barrio. Eran más de las doce de la noche cuando su madre borracha le gritó que fuera a la despensa a comprar porrón. Ella y sus tíos nunca tenían suficiente. Atravesaba un terreno baldío cuando los hermanos la vieron pasar. Se rieron y comenzaron a gritarle —¡Negrita mugrosa, vení que te vamos a enseñar! “Esos están otra vez borrachos”, pensó, y con la audacia de sus pocos años, se paró en el medio del descampado y los insultó con todas las palabrotas que sabía. Se abalanzaron en su dirección y la Negra corrió lo más rápido que pudo. Pero la alcanzaron, la agarraron de los brazos y el pelo y la arrastraron hasta unos matorrales. Le dieron unas trompadas para que dejara de gritar y resistirse. Después todo fue más fácil para ellos. Se turnaron para violarla. Por momentos, el dolor de sus músculos desgarrándose la 81


dejaba inconsciente. Se reían, la pateaban, la escupían y otra vez la violaban. Pasaron varias horas. No recordaba cuántas había estado en el suelo frío casi sin conocimiento. El dolor de los golpes y las heridas fueron haciéndose más fuertes. Tampoco recordaba cómo hizo para levantarse y llegar hasta la casa de Juan, el hijo de un hermanastro de su madre. Juan tenía treinta años e intentaba ganarse la vida como chofer en una empresa que hacía fletes entre Santa Fe, Rosario y Buenos Aires. Él le dijo una vez que le tenía cariño porque le recordaba a una hermana suya que murió cuando era chico. La acostó en su cama, le quitó las ropas ensangrentadas y lavó los cortes en la cara. Le insistió varias veces para ir a un hospital. Ella no quiso. Allí con Juan se sentía segura. Prefería el dolor físico al miedo que sentía de salir a la calle. El puso hielo sobre los moretones, le dio calmantes y se quedó cuidándola el resto de la noche. —Negra, tenés que ir a la policía —insistió a la mañana siguiente—. No podés dejar que estos se la lleven de arriba. Tienen que pagar por esto. Yo te acompaño a hacer la denuncia, vamos y les contamos lo que te hicieron. Ella se negó. No quería revivir el miedo y el dolor que había sentido esa noche. No quería contarle a un desconocido las veces que la habían desgarrado y manoseado, cómo habían puesto sus miembros dentro de su boca obligándola a golpes a succionar. No, otra vez no. Cuando se sintió mejor volvió a la casilla. Mientras le contaba entre sollozos a su madre lo que le había pasado, ella la interrumpió. No quería saber nada de todo eso, ya bastante tenía con 82


sus cosas. La mujer le dijo que su marido de turno se había mandado a mudar cuando se enteró de que estaba embarazada, así que tendría que arreglárselas como pudiera. Ella no tenía con qué mantenerla y no quería tener nada que ver con los Ayala que, al fin de cuentas, le hicieron eso por no quedarse callada. Era culpa suya. ¿Cuántas veces le había dicho que si era sumisa la pasaría mejor? No, su madre no la recibiría otra vez. Mirándola con su desprecio habitual le dijo que juntara sus cosas y se fuera. Los hombres abajo en el bar se levantaron repletos de alcohol y entraron en el edificio desde donde la Negra los observaba. Silvina, pensó. Mi nombre es Silvina. Es un nombre lindo, me gusta. Casi nadie sabe que me llamo así. Encendió otro cigarrillo y entornó sus ojos. Su primer cigarrillo… ¿Cuándo había fumado su primer cigarrillo? Fue después de que se fue de Alto Verde. Juan le dio plata, la subió al camión y la dejó en la casa de una amiga suya en Rosario. Empezó limpiando casas y después de un tiempo hizo las mismas tareas en un bar, en ese mismo bar que veía ahora desde su ventana. No muy convencido, Enrique, el dueño, le había dado trabajo a esa pobrecita de piernas flacas, piel oscura y ojos achinados que hablaba comiéndose las eses. La negrita trabajó bien y mucho. Ganó confianza y comenzó a pararse sacando las tetitas hacia afuera, con el mentón levantado y mirada desafiante. En esa postura se sentía más segura. Aprendió a hablar mejor mientras su cuerpo iba redondeándose. Cuando cumplió quince años Enrique le propuso un ascenso.

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—¿No te gustaría dejar de limpiar pisos, Negra? —le dijo una tarde mientras ella lavaba una pila de vasos y platos. —Y sí. —Varios de mis clientes habituales te tienen ganas. — Entrecerró los ojos y la observó —. Dicen que les gustaría probarte. Esa declaración no la tomó por sorpresa. Hacía rato que se había dado cuenta de las miradas que arrastraba su culo, pero había elegido ignorarlas. —Vos sabés que mis chicas están muy bien cuidadas y protegidas. Te estás poniendo linda, vas a tener muchos clientes y si te sabés administrar podes hacer una diferencia. A mí no me hace falta alguien que limpie el bar. Necesito gente allá —le dijo señalando con la mano hacia arriba. Allá arriba, en las habitaciones. Esos cuartuchos de dos por dos, con olor agrio a sexo y transpiración, donde las chicas de Enrique pasaban sus días y noches. De espaldas y con las piernas abiertas al que pague. El recuerdo de los Ayala la aguijoneó. –No —le susurró bajando la mirada. —Pensalo, Negra. Yo puedo enseñarte el oficio y después seguís vos solita. Soy un tipo cariñoso y te voy a tratar bien. Te doy unos días. El negocio del bar no da mucho y si no aceptas mi propuesta no puedo tenerte más acá. Se desesperó. No podía volver con su madre. Hacía años que no sabía de sus hermanos. No podía pedirle ayuda a Juan otra vez, ya bastante había hecho. No tenía adónde ir ¿Qué iba a hacer? Esa noche, una de las chicas de Enrique se acercó y le ofreció su primer cigarrillo.

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–Tomá, te ayuda con la tristeza. No te preocupes, no va a ser tan difícil y al final te acostumbrás. Su entrenamiento fue duro. Algo dentro de ella debía haberse roto cuando los Ayala la violaron. Le dolía cada embate de Enrique y le repugnaba cada cosa que le pedía que le hiciera. Una noche después de su clase, se cruzó con una de las chicas de arriba. Al verla llorar, la mujer le tomó la mano y le dijo que era bueno que fuera él quien la iniciara porque era muy considerado y las trataba bien. Si le obedecía no tendría problemas. —No le lleves la contra, si no la vas a pasar mal —le aconsejó. Unos días más tarde se trasladó al primer piso de una de las tantas plazas en las que se quedaría por tres semanas. La primera jornada la dejó al borde del vómito y el desfallecimiento. Después de cumplir un turno de diez horas le dolía todo el cuerpo. Estaba tan lastimada que debió sentarse sobre hielo para calmar el dolor y la hinchazón de la entrepierna. Con el tiempo el furor de los clientes habituales por la nueva se aplacó, ella se acostumbró y ganó experiencia. Aprendió a descubrir los gustos de los que venían siempre. En esa jungla, la fauna era variada. Estaban los que la trataban bien. Llegaban, se desvestían en silencio, se sacaban las ganas en las posturas más comunes, se vestían y se iban. Algunos se demoraban charlando de sus cosas. Otros venían con la película porno en la cabeza, listos para probar todo lo que en su casa le negaban. Y estaban los que venían a descargar su furia y frustraciones en ella. Esos, a los que les gustaba el sexo duro, hiriendo porque de esa forma se sentían poderosos. Esos eran los peores. Nada de lo que ella hiciera los conformaba. Le gritaban y la trataban de puta estúpida. Si, en esos 85


momentos ellos tenían todo el control, eran poderosos. Se sentían más machos aunque el cuerpo no siempre le respondía como ellos hubieran querido. Y cuando eso sucedía la insultaban más, como si ella fuera culpable de que no se les parara. La Negra Silvina se alejó de la ventana, tomó un vaso y se sirvió un poco de agua. Dentro de ese cuartucho el calor era insoportable. Sus ojos se detuvieron en el osito de felpa que estaba sobre la mesa. Llevaba un año trabajando en el piso de arriba cuando descubrió que estaba embarazada. A los dieciséis iba a tener un hijo, vaya uno a saber de quién. ¿Cómo iba a hacer, dónde lo iba a criar? ¿Enrique le permitiría tenerlo allí con ella o la echaría? Se miró en el espejo y se imaginó con panza. Una sonrisa asomó en su cara. Enrique se enfureció cuando se enteró. Le dijo que era su culpa por no cuidarse y le descontaría de lo que ganaba lo que costase librarse del problema. Unas semanas después, la llevó a una casa en las afueras de Rosario. La hicieron pasar a una habitación con olor a lavandina, le dieron unas pastillas y la acostaron en una camilla. Cuando despertó, el dolor en los ovarios le indicó que el “problema” había desaparecido. En la esquina, un auto frenó haciendo chillar los neumáticos. Miró la hora. Aún le quedaban unos minutos más. Después tenía que decidirse. Pero era un paso hacia lo desconocido. Suspiró contrariada. Si tan sólo no hubiese reaparecido Juan. 86


Todo cambió la noche que él entró al bar buscando algo más que una cerveza. Al principio no lo reconoció. Estaba más viejo y lo recordaba más alto. Fue inesperado para él verla allí. Le había perdido la pista hacía años. Le dijo que siempre pensaba en ella y se preguntaba cómo podría encontrarla. —¡Que distinta a la nena que vi la última vez! —le dijo abrazándola—. Estás más linda y muy cambiada. Ahora sos una mujer. Ella le contó sobre sus tiempos en casas de familia y de lavacopas. Después de un rato de charla terminó confesándome que, al final, no le quedó más remedio que unirse a las chicas de Enrique. Él no había hecho mucho. Vivía en el mismo lugar, tenía el mismo trabajo y una amiguita en cada parada. —Sin compromiso, ¿viste? —le explicó. A ese encuentro le siguieron otros. Pronto pasaron de la amistad al sexo. Ella le avisaba cuando la iban a cambiar de plaza y él trataba de ir a verla donde estuviera y pagaba para poder pasar un rato juntos. Una mañana, Silvina se descubrió ansiando su llegada. Sin notarlo al principio, había empezado a necesitar sus visitas y ahora lo extrañaba. A Juan le pasaba lo mismo. Fue él quien la ilusionó con escaparse juntos a Paraguay. Ella jamás se hubiese atrevido a aspirar a semejante cosa. ¡Si sólo servía para trabajar de puta! Juan no pensaba así. Veía en ella una determinación y una fuerza de voluntad poco comunes. Y se lo decía cada vez que se veían. Pero era una gota de agua en el océano. Durante tantos años le habían dicho que era tan poca cosa que Silvina con sus dieciocho años no se reconocía en la mujer que le describía. 87


El no se rendía. Le prometía una familia, un hijo que no pudieran quitarle antes de nacer, una vida juntos. En esos momentos se atrevía y soñaba que algo así pudiera ocurrirle. Después la dominaba el miedo y se decía que nunca podría dejar eso. Sabía que si la encontraban la matarían. Además ella no sabía hacer otra cosa. ¿Él la iba a mantener para siempre? ¿Y si se cansaba de ella y la abandonaba, adónde iría? Aquí estaba segura, tenía algunos pesos, techo y comida. Las chicas la apreciaban y se había convertido en la favorita de Enrique. Durante un tiempo Juan insistió, paciente. Pero unos días atrás le había dicho que era la última vez. Estaba cansado de pagar para verla. Él por primera vez en su vida quería tener algo con una mujer, y esa mujer era ella. Pero nada podrían construir viéndose cada tanto en algún cuartucho. Tenía que decidir si la próxima vez que pasase por allí se irían con él. Otro cigarrillo brilló sobre sus labios. Abajo seguía el ruido y la música. Allí arriba el aire se volvía fresco a medida que avanzaba la noche. La Negra miró el bolso que estaba a un costado de la cama. Si, irse de allí era lo mejor. En otro lado podría tener un hijo y darle una buena vida. Ahí eso no sucedería jamás. La última chupada al cigarrillo la hizo toser. Demasiado fuerte, pensó, o demasiados puchos juntos. Miró la hora, las cuatro de la madrugada. Juan debía estar esperándola a la vuelta de la esquina. Habían arreglado que durante su descanso entre clientes, ella saldría por la ventana del baño que daba al techo de la casa de al lado. De allí llegar a la esquina era fácil. A esa hora no había demasiados clientes, Enrique estaba en el bar y las chicas trabajaban. Con un 88


poco de suerte nadie la vería. Caminó hasta la puerta y regresó a la ventana. Sintió miedo, miedo de que la descubrieran con Juan escapando y la mataran, miedo a la vida que le esperaba con Juan en un lugar desconocido, miedo de vivir escondiéndose. Porque Enrique la buscaría, no pararía hasta encontrarla. Unos golpes en la puerta y la voz de una de sus compañeras la devolvieron al presente con un sobresalto. –¡Negra, tenés un cliente! Silvina, la Negra, se puso de pie y se acomodó la pollera roja que apenas le tapaba los calzones. Pateó el bolso debajo de la cama y meneándose como le habían enseñado unos años atrás, caminó hacia la puerta.

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