Mi nombre es Ana Adriana RodrĂguez Rubio con dibujos de Cecilia Zubieta
Este cuento se lo dedico a todas las personas que me enseñaron a amar las flores. Mis tías, hermanas y muy especialmente a una persona fundamental, la que me dio la vida y la que, desde que era una niña, me llevaba de su mano a contemplar y recorrer lugares que tengo grabados en mi memoria y en mi corazón. Para ti, mamá. Tu siempre niña, Adriana
Ana sabía cómo alimentar las flores y cómo cuidar de ellas. Ella las seducía con su voz, las acariciaba con sus manos. En ellas volcaba un amor casi maternal, las cuidaba del frío y del calor. No le importaba cuántas horas del día invertía o qué día de la semana era. Ella amaba cuidar de sus flores.
Tenía una especie preferida: los lirios holandeses. Es una flor en forma de estrella, que nace de un bulbo. Y que entre más grande sea y más puro sea su color es más apreciada por los que la cultivan. Ana se esforzaba para que sus lirios fueran los mejores en tamaño y color. Ana esperaba con ansias el momento en que abría la flor, la observaba. A veces el resultado la dejaba sin palabras.
Yo conocí a Ana un sábado por la tarde. Ella iba acompañada de otras dos mujeres y noté que al ir caminando se le cayó algo de su bolso. Era un espejo. Yo caminaba a escasos metros de ella y apreté más el paso para alcanzarla y devolvérselo. –Disculpa, se te cayó esto. Ella voltea y me dice: “¡Qué distraída no me di cuenta, gracias!” De nuevo me da las gracias y se va, pero antes voltea y me dice: “Mi nombre es Ana”.
Me llamó la atención su personalidad sencilla y rígida a la vez. Con vestido de flores, medias y zapatos negros de tacón bajo. Su pelo era negro obscuro y con mucho fijador, adornado con dos broches. Su tez blanca estaba acentuada por varias capas de maquillaje, y sus labios de color rojo. La vi subirse en un carro azul.
Pasaron quince días y casualmente nos volvimos a topar, esta vez comprando café. Ana pidió un kilo de café molido para llevar y se sentó a esperar su pedido. Al verme me invitó a sentarme en su mesa, y mientras tanto me contó que ella y sus hermanas asistían todos los sábados a la misma Iglesia. Yo le platiqué que trabajaba en una tienda de fertilizantes, que además quedaba a dos cuadras de ahí. Vi en su rostro un entusiasmo: “Pues desde ahora seré tu cliente porque desde hace tiempo quería probar con otro proveedor para mis plantas”.
Me explicó que una de las razones por las que quería cambiar de proveedor es que tenían que llevárselo a domicilio y que su casa estaba a las afueras de la ciudad. La semana siguiente la visité en su casa. Ella estaba en el jardín regando sus flores, su jardín era grande con una terraza en medio, cinco mecedoras y varios gatos alrededor.
Ya sentadas me comentaba que su día empezaba temprano y que lo primero que hacía era prepararse un café y salir al jardín, que revisaba cada planta, la regaba y la podaba si era necesario. A cada una
le ponía un cuidado muy especial. Ese día la vi con sus guantes sacar la tierra del costal, ponerle fertilizante, revisar cuidadosamente que estuviera libre de cualquier bicho que pudiera generar una plaga en alguna de sus flores. Se acercaba a cada una de ellas y percibía su olor. Ya sin guantes las tocaba, más bien las acariciaba, percibía su textura y en su rostro se dibujaba una sonrisa. Era tanto el amor que ella volcaba en sus flores que se me ocurrió preguntarle de dónde surgía este amor. Su mirada cambió.
Después de un largo silencio que me costó respetar, empezó a contarme de su vida. Ana se enamoró cuando era joven y era correspondida. Ellos se veían cada semana. No era bien visto citarse en su casa si no había una promesa de matrimonio de por medio, así que se veían cada sábado en el mismo lugar y en la misma banca. Un sábado no apareció. Ana se quedó sola esperando. No tuvo ninguna respuesta, ninguna explicación. Desde ese día, Ana decidió no casarse y comenzó a cuidar las flores. Me quedé escuchándola, las dos con lágrimas en los ojos.
Salí de su casa muy conmovida y quedamos de volver a vernos. Eso tampoco pasó… Me ofrecieron un trabajo en el extranjero que no podía rechazar, así que por mucho tiempo no supe nada de la vida de Ana. Después de cinco años volví a mi país, era mayo y fui a buscar a Ana, toqué la puerta de su casa, nadie la abrió.
Varias semanas después, casualmente me encontré al párroco de la Iglesia en donde Ana solía escuchar misa, me acerqué a él y le pregunté si sabía algo de ella. Se quedó unos segundos callado antes de contarme que Ana había tenido un accidente en carretera, y que había estado varios meses en el hospital muy grave debido a una lesión en su espalda.
–Ana, desde ese día, está postrada en su cama, con dolores tan fuertes que solo pueden calmarse con medicamentos que la mantienen la mayor parte del tiempo dormida. –Mañana mismo iré a verla. –Ojalá y tengas suerte. Ana no permite que nadie la vea, solo una señora que es la que se encarga de ella.
No me di por vencida, así que decidí probar suerte, pero esta vez tampoco la puerta se abrió. Me asomé por la reja a su jardín, ahí estaban sus flores, esperándola al igual que yo. Siempre la recordaré como cuando aquella tarde la conocí al devolverle el espejo que se le había caído de su bolso, y con una sonrisa en sus labios me dijo “Mi nombre es Ana”.
Autora: Adriana Rodríguez Rubio Ilustración: Cecilia Zubieta © Adriana Rodríguez Rubio y Cecilia Zubieta Ninguna parte de esta obra, incluidos el diseño de la cubierta e interiores, podrá ser reproducida, almacenada, comunicada públicamente o distribuida en cualquier forma o medio conocido o por conocerse, si no cuenta de manera previa y expresa con la autorización del legítimo titular de los derechos sobre la misma. Impreso en México.