MIRADA
Concilio Vaticano II: Legado doctrinal y pastoral
Nยบ 10 - DICIEMBRE 2012
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ÍNDICE 3
Editorial
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Algunos recuerdos personales del Vaticano II
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El contexto previo
S.E.R. Cardenal Jorge Medina E. Prefecto Emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos Dr. Pbro. Cecilio de Miguel M. Director de Pastoral, UCSC
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Antonio Bentué: Redescubrir el sentido
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Una mirada desde la Historia
Destacado teólogo de la PUC aborda desde la perspectiva filosófica el legado del Concilio Vaticano II Manuel Gutiérrez G. Licenciatura en Historia, UCSC
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Frutos del Concilio
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Agostino Molteni: Una lección maravillosa, pero desvirtuada Teólogo de la UCSC rescata el legado del Concilio y critica el reduccionismo al que fue sometido posteriormente
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Reseña de libros
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En el Año de la Fe
Dr. Juan Carlos Inostroza L. Director Instituto de Teología, UCSC
Paul O’Callaghan Universidad de la Santa Croce (Roma)
MIRADA es una publicación cuatrimestral de la Universidad Católica de la Santísima Concepción
Representante Legal: Dr. Juan Miguel Cancino Cancino. Comité Editorial: Jorge Plaza de los Reyes Zapata, Gonzalo Sanhueza Palma, Andrés Medina Aravena y Alfredo García Luarte Editor General: Alfredo García Luarte. Equipo: Carolina Astudillo Molinett, Alejandro Arros Aravena, Gretel Dettwiler Rodríguez, Olga Elgueta Adrovez, Aldo González Vilches, Rodrigo Ramos Catalán, Érico Soto Monsalve, Carla Toledo González y María Elena Zapata Burgos. Fotografía: Centro Fotográfico de la Dirección de Comunicación y Relaciones Públicas. Dirección: Caupolicán 491, Concepción. Teléfono: (41) 2345050 Fax (41) 2345051 Mail: comunicaciones@ucsc.cl
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Editorial
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a Iglesia celebra los 50 años desde el inicio del Concilio Vaticano II. Los celebra, ya que pese a las variadas interpretaciones que a lo largo de estos años han surgido de este encuen-
tro -muchas de ellas contrarias a la propia tradición de la Iglesia-, la gracia obtenida es abundante. Importantes iniciativas han surgido tras el Concilio: una renovación litúrgica, la consolidación del diálogo ecuménico, un nuevo Catecismo de la Iglesia y nuevos movimientos eclesiales, son sólo algunos de los frutos que es posible constatar en estos últimos 50 años. La relevancia de este hecho histórico nos invita a reflexionar sobre el mismo. Como Universidad Católica, queremos contribuir a esta reflexión y análisis, a través de ensayos y entrevistas que abordan diferentes aristas del Concilio, en las que el lector podrá comprender un poco más sobre la trascendencia de este importante acontecimiento de la Iglesia.
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ENSAYO
Algunos recuerdos personales del Vaticano II S.E.R. Cardenal Jorge Medina E. Prefecto Emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
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ue el Cardenal Raúl Silva Henríquez, a la sazón Arzobispo de Santiago, quien me manifestó su deseo de que el R.P. Egidio Viganó Cattaneo, salesiano como él, y yo, lo acompañáramos al Concilio Vaticano II. El P. Viganó era un sólido teólogo y brillante profesor en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Yo enseñaba también allí teología y se decía que poseía conocimientos canónicos por encima de lo usual, aunque nunca había hecho estudios especializados en derecho eclesiástico.
“Abrimos los sobres y nuestra sorpresa fue mayúscula al comprobar que contenían una comunicación del Cardenal Secretario de Estado, dirigida a cada uno de nosotros, en la que nos comunicaba que el Santo Padre Juan XXIII nos había nombrado “peritos” del Concilio”. Mirada/4
Partimos pues a Roma en un vuelo de Scandinavian Airlines, y recibimos hospedaje en una casa salesiana adjunta a la Parroquia romana del Sagrado Corazón, parroquia que había sido construida por San Juan Bosco, a petición del Papa Beato Pío IX, en las inmediaciones de la estación de ferrocarriles de Termini. El Cardenal Silva se hospedó en el departamento que había ocupado, muchos años antes, su hermano en religión, el Cardenal Cagliero, insigne misionero en la patagonia argentina, donde confirió el sacramento de la Confirmación a nuestra compatriota la Beata Laurita Vicuña. El P. Viganó y yo, nos alojábamos en una pieza del tercer piso del edificio, pero nuestro lugar de trabajo era el amplio escritorio del Cardenal Silva Henríquez, en el segundo piso. Para trasladarnos a San Pedro cada día, habían puesto a nuestra disposición un confortable automóvil, y recuerdo que el Cardenal Silva le daba al chofer, en cada ocasión,
una hermosa moneda de plata, de valor de 500 liras. Nuestro trabajo consistía en seguir, en la mejor forma posible, las labores del Concilio, informar al Cardenal Silva sobre ellas y preparar las intervenciones por escrito que él deseara leer en el aula conciliar. No teníamos acceso a las Congregaciones generales que se celebraban en la Basílica de San Pedro, y por eso el Cardenal solicitó para nosotros un permiso especial para poder asistir a ellas, el que era concedido por la Secretaría General del Concilio. Sin expresión de causa, el permiso fue denegado y nuestra fuente de información continuaron siendo los comentarios y anotaciones de los Padres que ellos nos transmitían. Una situación poco grata y que no facilitaba en nada nuestro trabajo, por carecer de fuentes directas. Recuerdo que en nuestro grupo de trabajo estaba también el P. Juan Ochagavía Larrain, s.j., quien tam-
bién colaboraba, con talento y fino sentido critico, en los quehaceres de apoyo a las responsabilidades del Cardenal Raúl Silva. En ese lugar de trabajo se redactaron varias proposiciones acerca de cómo destrabar algunas materias discutidas en el aula y allí también se redactó un documento, firmado por numerosos Obispos, que recomendaba la inserción del texto sobre la Virgen María en la Constitución sobre la Iglesia, y precisamente como su coronación. Su distribución en San Pedro le fue encomendada al P. Ives.-M. Congar, O.p., quien la aseguró en los accesos de la nave de la Pietá, y a mí, que la realicé en los accesos de la nave del bautisterio. Fueron momentos de tensión porque no faltaban Padres que consideraban la inserción como un menoscabo al honor debido a la Madre de Dios. Una vez decidida la inserción volvió la paz y nadie dudó que todos profesábamos un genuino amor y veneración hacia la Virgen “llena de gracia”. Ahora vuelvo un poco atrás. Un día, creo que fue un 29 de noviembre de 1962 (estábamos a fines del primer periodo de sesiones del Concilio), llegaron a nuestra residencia romana dos grandes sobres oficiales, dirigidos al P. Viganó y a mí, debidamente sellados con el timbre del Concilio, y con toda la apariencia de contener algo importante. Los abrimos en presencia del Cardenal Silva y nuestra sorpresa fue mayúscula al comprobar que contenían una comunicación del Cardenal Secretario de Estado, dirigida a cada uno de nosotros, en la que nos comunicaba que el Santo Padre Juan XXIII nos había nombrado “peritos” del Concilio. No recuerdo bien en qué circunstancias llegó un nombramiento similar para el sacerdote D. Daniel Iglesias Beaumont, del clero de Santiago. Junto con los nombramientos venía una finísima credencial, que yo usé alguna vez como pasaporte, en la que se acreditaba nuestra calidad. Nunca supimos el origen de estos nombramientos, sorprendentes luego de la negativa de la concesión de un permiso de mucha menor importancia.
“Nuestro trabajo consistía en seguir las labores del Concilio, informar al Cardenal Silva Henríquez sobre ellas y preparar las intervenciones por escrito que él deseara leer en el aula conciliar”. Ya “peritos” del Concilio, entramos al día siguiente en la Basílica de San Pedro y nos ubicamos en el lugar asignado a los peritos, muy cerca del altar mayor de San Pedro. Allí estaban teólogos de gran nombre: el P. Henri de Lubac, s.j.; el P. Jean Daniélou, s.j.; el P. Kart Rahner, s.j.; el P. Ives-Marie Congar, o.p.; el P. Otto Semmelroth; Monseñor Gérard Phillips; el joven teólogo, Joseph Ratzinger, consejero del Cardenal Frings, Arzobispo de Colonia, y tantos otros cuyos nombres me es difícil recordar. Comenzaba la discusión conciliar acerca del proyecto de documento sobre la naturaleza y misión de la Iglesia. Ahora el P. Viganó y yo estábamos en mejores condiciones para informar al Cardenal Silva y a los demás Obispos chilenos que participaban en el Concilio, acerca de las vicisitudes y corrientes opinión presentes en los Padres. No recuerdo muy bien cómo me incorporé a la Comisión doctrinal pero sí tengo presente que eran miembros de ella sólo dos Obispos latinoamericanos, uno de ellos Mons. Marcos Gregorio McGrath Renault, c.s.c., panameño de nacimiento y a la sazón Obispo en Panamá. Le tocó una participación activa en la redacción de la parte introductoria de la Constitución pastoral Gaudium et Spes, y en esa época yo colaboré con él, hospedándome en la casa generalicia de su Congregación. El otro era Monseñor Luis Eduardo Henríquez Jiménez, venezolano, sacerdote de vastísima cultura teológica, y a quien le cupo la responsabilidad de ser el relator, ante el Concilio, del texto que introducía en la Iglesia latina el diaconado permanente.
En la Comisión doctrinal o teológica, hubo pronto dos cambios muy significativos. El primero fue el nombramiento de Mons. Gérard Phillips, destacado mariólogo y senador del Reino de Bélgica, como Secretario adjunto, cuya acción fue mucho más allá de ese titulo secundario, pues de hecho reemplazó al Secretario, P. Sebastián Tromp, s.j., teólogo que gozaba de la plena confianza del Presidente de la Comisión, Cardenal Alfredo Ottaviani, eximio canonista y exponente del ala más conservadora de los Padres conciliares. El segundo fue la elección del Obispo de Namur, Mons. AndréMarie Charue, de menuda apariencia y amable modo de ser, pero dotado de una fuerte personalidad así como de una admirable firmeza, capaz de equilibrar la poderosa influencia y sólido prestigio del Cardenal Ottaviani. Dos belgas, uno walon y el otro flamenco, que explican cómo el grupo belga, apoyado por Padres, teólogos y escrituristas alemanes, franceses, holandeses y algunos latinoamericanos, tuvo en el Concilio una gravitación tan considerable, y cómo el Colegio belga, ubicado en la Via del Quirinale fue un lugar de permanente encuentro y colaboración de muchos de los actores del Vaticano II. Mientras el P. Viganó continuaba ayudando muy de cerca al Cardenal Silva, yo compartía esa colaboración con el trabajo que Mons. Phillips me había asignado. ¿Por qué se fijó en mí, uno de los más jóvenes peritos? No lo sé, pero tal vez influyó el hecho de que yo hablara con cierta fluidez la lengua francesa y que, incluso, pudiera escribirla sin demasiados errores. La colaboración consistía en que luego de cada Congregación General, la Secretaría del Concilio nos pasaba, a cuatro peritos, nombrados por Mons. Phillips, las fotocopias de los discursos pronunciados ese día por los Padres en el aula. Cada uno de nosotros cuatro, debía hacer de cada una de las intervenciones del legajo que se nos había entregado, un breve resumen en latín de su contenido, en unas fichas de más o menos 10 por 6 centímetros. Al día siguiente debíamos entregarlas a Mons. Phillips, quien las estudiaba en su residencia del Colegio belga, para ir dando forma al texto provisorio de lo que más adelante llegaría a ser la Constitución Lumen Gentium. Debo decir que Mons. Gérard Phillips fue una de las personas a quien más se deben los logros del Vaticano II, sobre todo en el campo de la eclesiología. Era un teólogo excepcionalmente equilibrado, muy bien informado, con una connatural sabiduría para obtener acuerdos y limar asperezas, dotado de una riquísima experiencia parlamentaria como senador en su patria, la que le permitía orientar las discusiones sin perder de vista lo esencial, cediendo en lo que es irrelevante, y conduciendo el trabajo con firme gentileza o con gentil firmeza, de modo de llegar a la finalidad deseada. Cuando se discutía el proyecto del capítulo octavo de Lumen Gentium, sobre la Virgen María, Mons. Phillips, ya cansado por la inmensa labor realizada, me pidió una colaboración más delicada: la de ofrecerle un boceto de las respuestas que se darían a los Padres acerca de sus observaciones y proposiciones, trabajo que realicé lo mejor que pude y que Mons. Phillips me agradeció con su confianza y su leal amistad. En la Comisión doctrinal me cupo en suerte sentarme inmediatamente al Iado del P. Henri de Lubac, s.j., y pude así, apreciar toda la estatura intelectual de ese noble teólogo, dotado de un vastísimo conocimiento de los Padres de la Iglesia, humilde para exponer su pensamiento, sin rencor hacia quienes lo habían criticado y zaherido, amable, acogedor y bondadoso. Un día, cuando se discutían los varios textos posibles para llegar a una solución acerca de la suficiencia o no suficiencia de las Sagradas Escritura para conocer las verdades de la fe, con respecto de una proposición que afirmaba que “la Iglesia no obtiene de las Sagradas Escrituras su certeza acerca de todas las verdades de fe”, me dijo al oído, con una pizca de picardía: “yo quisiera saber si existe una sola verdad de la fe que pueda probarse por las solas Escrituras,
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Antes de finalizar la revisión del Código, comenzó un nuevo trabajo, para el cual el Santo Padre Beato Juan Pablo II solicitó también mi colaboración: se trataba de la preparación del Catecismo de la Iglesia Católica, en la que trabajé unos seis años, hasta su definitiva aprobación. Pericle Felici, excelente canonista y latinista eximio. Falleció de improviso, cuando participaba en una procesión, fuera de Roma, en honor de la Santísima Virgen María. Antes de morir, en esos días precisamente, dedicó a la Madre de Dios unos bellos versos en latín. Al Cardenal Felici lo sucedió un Obispo y Cardenal venezolano, Rosalío Castillo Lara, canonista competente y gran trabajador, que dirigió los trabajos hasta la promulgación del nuevo Código de 1983. Entretanto, el Papa Beato Juan Pablo II, me llamó al ministerio episcopal, teniendo a bien conferirme él mismo la Ordenación en el altar mayor de la Basílica de San Pedro. Ejercí ese ministerio durante ocho años en la diócesis de Rancagua, y otros tres en la de Valparaíso. Antes de finalizar la revisión del Código, comenzó un nuevo trabajo, para el cual el Santo Padre Beato Juan Pablo II solicitó también mi colaboración: se trataba de la preparación del Catecismo de la Iglesia Católica, en la que trabajé unos seis años, hasta su definitiva aprobación. Omito, en obsequio a la brevedad, los dos decenios durante los cuales fui miembro de la Comisión Teológica Internacional, cuyo eficientísimo Secretario y amigo fue el teólogo moralista de Lovaina, Mons. Philippe Delhaye.
con prescindencia de la Tradición”. Muchos años más tarde fue creado Cardenal de la Iglesia Romana y me explicó que no recibiría la ordenación episcopal, como lo había establecido el Beato Juan XXIll, para resolver un problema de susceptibilidades y precedencias, porque recibirla sería burlarse del episcopado, cuyo ministerio jamás ejercería. Cuando se publicó su nombramiento cardenalicio, el entonces Arzobispo de París, futuro Cardenal Lustiger, dijo con una fina observación, quizás no exenta de una pizca de ironía, que para muchos Cardenales la púrpura romana constituía un gran honor, pero que, en el caso del Padre de Lubac, era él quien honraba al colegio de los Padres purpurados y Príncipes de la Iglesia.
A modo de conclusión
Terminado el Concilio, recuerdo que el eminente teólogo, P. Ives-M. Congar, o.p., ofreció una conferencia acerca de los trabajos y logros de esa gran asamblea eclesial. Y comenzó diciendo que el orden cronológico en que fueron aprobados los documentos había sido del todo significativo ya que el primer documento promulgado había sido la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, que es el corazón de la Iglesia, la fuente de su fecundidad espiritual y la meta a la que confluyen sus esfuerzos apostólicos. Y que el último documento promulgado había sido la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, es decir la finalidad apostólica de iluminar y purificar las realidades temporales con la luz del Evangelio, de modo que participe de los frutos de la Redención.
En 1996 el Papa Beato Juan Pablo II me llamó para ser su colaborador en la Curia Romana, en el cargo de Pro-Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los sacramentos, responsabilidad para que me habían servido como remota preparación, los casi cuatro decenios de mi vida que había consagrado a la enseñanza de la teología, especialmente en lo que se refiere a la doctrina católica sobre los sacramentos, así como los 11 años desempeñando el servicio episcopal en Rancagua y Valparaíso. Creo que la experiencia de haber estado efectivamente al servicio de una iglesia particular, como es la situación connatural de un Obispo, y en mi caso al de dos diócesis tan diferentes entre sí como son las que estuvieron a mi cargo, fue algo muy positivo cuando llegó el momento de servir a la Iglesia y al Papa en un cargo que, si bien es pastoral, como lo son las responsabilidades en la Curia Romana, se desarrolla casi permanentemente en una oficina y delante de un escritorio, sin mucho contacto directo con el Pueblo de Dios. Allí, en Roma, residí, incluso cuando ya había dejado el cargo de Prefecto, hasta que cumplí, en diciembre de 2006, la edad límite -ochenta años- para dejar cualquier responsabilidad en la Curia Romana, y decidí entonces volver a mi patria bienamada, donde ahora tengo mi residencia, esperando al Señor con serenidad y alegría.
Vuelto a mis trabajos de docencia de la teología, debí continuar prestando mi colaboración a la Santa Sede, por disposición del Papa Paulo VI, trabajando en uno de los grupos de trabajo, el que estaba encargado de revisar los cánones sobre los sacramentos, exceptuado el matrimonio. Allí me encontré con un destacado canonista belga, Willy Onclin, eficiente secretario, y bajo la presidencia del ahora Cardenal
Ahora, en el atardecer de mi peregrinación, ocupo las fuerzas que el Señor aún me concede, escribiendo algunos folletos catequísticos sobre los sacramentos y otros temas doctrinales, y prestando pequeñas colaboraciones sacerdotales, compatibles con mi edad y con mi salud la que, gracias a Dios y a los médicos, es aún bastante satisfactoria. M
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ENSAYO
El contexto previo Dr. Pbro. Cecilio de Miguel M. Director Pastoral UCSC
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l 25 de enero de 1959, el Papa Juan XXIII celebró la Eucaristía en la Basílica de San Pablo Extramuros. Después de la Misa sostuvo una reunión con los cardenales en la que con la paz que trasuntaba su figura les anunció sus deseos de celebrar un Sínodo para la diócesis de Roma y de convocar un Concilio para la Iglesia universal. Como quien no ha medido muy bien la envergadura de la obra en la que se embarca, les dice que les trae un “discorsetto”, cuya traducción indica algo que carece de la solemnidad que conlleva. Es cierto que les dice a los cardenales que se
El Vaticano I se vio interrumpido por la inseguridad que sienten en Roma los Padres conciliares con el avanzar de los ejércitos que venían consiguiendo la unificación de Italia.
trata de una ocurrencia de la que no pareciera estar ajeno el Espíritu Santo, al agregar que tal noticia no es tanto fruto de una improvisación, sino de una iluminación que había recibido de Dios. Es posible imaginar que la referencia a esa iluminación fuera producto de su humildad que le lleva a poner la causa de su proyecto en Dios, y cuyos precedentes estarían en algunas meditaciones que abren siempre el camino a la gracia. La noticia que se extendió como reguero de pólvora, llevó a algunos a preguntarse si se trataría de un verdadero Concilio, o de la clausura que el anterior no había tenido. El Vaticano I se vio interrumpido por la inseguridad que sienten en Roma los Padres conciliares con el avanzar de los ejércitos que venían consiguiendo la unificación de Italia. Ni Pío IX, ni León XIII se refirieron siquiera a la posibilidad de una clausura, pues las situación
de la nueva Italia no proporcionaba la seguridad suficiente para que los obispos de todo el mundo volvieran a reunirse en Roma gobernada por un rey excomulgado por la Iglesia y con un Papa considerándose el “prisionero” de Roma. Sí pasó por la mente de los pontífices Pío XI y Pío XII la continuación del Concilio, porque había surgido tal cantidad de problemas, sobre todo producto de las dos guerras mundiales, que la Iglesia necesitaba iluminar algunas áreas de las nuevas situaciones. Pero volvieron a ser las faltas de seguridades las que llevaron sobre todo a Pío XII a descartar la idea de concentrar al episcopado mundial para que aportaran ideas a una Iglesia que necesitaba iluminar, pero sobre todo de un mundo nuevo que requería ser iluminado. Varias razones pudieron catapultar el proyecto de Juan XXIII, que no
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pide pareceres, sino que comunica decisiones: el tener gran devoción a San Carlos Borromeo, que fue uno de los encargados de que no quedara en letra muerta lo decidido por el Concilio de Trento; el tema de la falta de unidad entre los cristianos golpea fuertemente al Visitador Apostólico de países en que los católicos no eran mayoría, como fueron sus tareas y contactos con los búlgaros y los turcos. Ya como patriarca de Venecia, de donde salió cardenal y no volvería pues quedó en Roma con el nombre de Juan XXIII, había escrito en una revista de las diócesis del Véneto, una directa insinuación sobre la conveniencia de un Concilio. Dicho anuncio produjo en la Curia del Vaticano recelo y desconfianza, pues algunos de sus integrantes pensaron en una reducción de influjo y poder, mientras que en algunos episcopados centroeuropeos se vio la gran oportunidad para que se recortaran ciertas prerrogativas de miembros de la Curia, muy convencidos de la perfección de la Iglesia como sociedad perfecta, cuando había que dar paso a una concepción más profética de la misma. Fue casi inmediato el ponerse a trabajar en los organismos del Vaticano que, ávidos de secundar los deseos del Pontífice, cuya visión de apertura choca con los definidos por él mismo “profetas de desventuras” y que emplean los calificativos bueno haciéndolo coincidir muchas veces con lo antiguo, y reservando el término malo para anexionarlo a lo nuevo; olvidando tantas veces que lo nuevo es bueno por bueno y no tanto por nuevo o viejo. Desde la Curia se preparó un ingente material realizado por comisiones que se formaron y dirigieron por la misma Curia. Al frente de la teológica estaba el cardenal Octaviani, quien intentó dominar el resto de la comisiones, las que no necesariamente estaban presididas por los más idóneos. En concreto, la de liturgia, en manos de un cardenal que estaba al margen del avanzado movimiento litúrgico italiano; eran muchos los teólogos y peritos que aparecían en terrenos ajenos a sus competencias, y que estaban dando a las temáticas un talante más jurídico que teológico; en el mismo nivel pastoral se resaltaba más el carácter defensivo y confrontacional que el diálogo. Dentro de la Curia, el cardenal Bea lideraba la corriente de mayor aperturismo. En la Curia comenzó un trabajo casi trepidante. Cinco meses después del anuncio papal, el Cardenal Tardini enviaba una carta a 2.593 personas -cardenales, arzobispos, obispos, superiores de órdenes religiosas, facultades de teología y universidades- que devolverían 1.998. Como dato comparativo a una solicitud similar hecha para el Vaticano I, respondieron 224. Con las respuestas enviadas, comenzó el trabajo de una Comisión Central que lideraba las diversas comisiones formadas y que consiguió resumir las propuestas enviadas a 16 esquemas. El trabajo se realizó desde mediados de 1960 hasta 1962.
El anuncio de convocar al Concilio Vaticano II produjo en la Curia recelo y desconfianza, pues algunos de sus integrantes pensaron en una reducción de influjo y poder, mientras que en algunos episcopados centroeuropeos se vio la gran oportunidad para que se recortaran ciertas prerrogativas de miembros de la Curia. Mirada/8
Con pena hay que reconocer que el enorme esfuerzo realizado en dichas comisiones, formadas y dirigidas desde la misma Curia, no sólo no dieron fruto, sino que ninguno de los 21 concilios ecuménicos celebrados tuvo una preparación tan amplia y tan inútil. Liderando la posición que intentaba imponer el control estaba la comisión teológica presidida por el cardenal Octaviani y que intentó dirigir el trabajo de las demás comisiones.
Los detalles finales En la Navidad de 1961 el Papa entregaba una constitución en la que señalaba el año de comienzo del que más tarde sería denominado “el mayor acontecimiento que la Iglesia ha desarrollado en el siglo XX”. En los dos párrafos siguientes Juan XXIII indica el año y el lugar donde se desarrolla dicho evento; designa también quiénes serán los llamados “Padre Conciliares”. El tenor de los términos usados por el Pontífice, nos introduce en su función de Pastor Supremo a quien le corresponde la tarea magisterial, pues ésta se ejerce de manera extraordinaria en los concilios ecuménicos. “Por lo cual, después de oír el parecer de nuestros hermanos los Cardenales de la S. I. R., con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y nuestra, publicamos, anunciamos y convocamos, para el próximo año 1962, el sagrado Concilio ecuménico y universal Vaticano II, el cual se celebrará en la Patriarcal Basílica Vaticana, en días que se fijarán según la oportunidad que la divina Providencia se dignara depararnos”. “Queremos entretanto y ordenamos que a este Concilio ecuménico acudan, de dondequiera, todos nuestros queridos hijos los Cardenales, los venerables hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos Obispos, ya residenciales, ya sólo titulares, y además todos los que tienen derecho y deber de asistir al Concilio ecuménico”. En ellos aparecieron los principales fines que el Pontífice esperaba del Concilio; que no fuera uno en que abundaran las condenaciones, sino en el que se privilegiara la misericordia sobre la severidad y que ofreciera la validez de la doctrina en vez de renovar las condenas. Siguen impresio-
nando los términos del Magisterio solemne, donde no hay cabida para las opiniones o lo falible que es lo propio de las tareas. El 2 de febrero indicaría el Papa el día del comienzo del Concilio. En una fiesta de la Virgen, la Presentación, anuncia que será en otra fiesta de María cuando se dé el vamos. Y Juan XXIII seguía refiriéndose a inspiraciones que le llevaban al perfilarse de Dios sirviéndose de tantas realidades donde lo sobrenatural incursiona permanentemente en lo cotidiano del quehacer humano. Seguiría el Papa viendo el trabajo urgido de las comisiones, y fue tan bendecido por el mismo Pontífice dicho trabajo que hasta se les enviaron a los Padres los esquemas para que pudieran llegar al concilio con trabajo adelantado. Sorprendió en esta línea que a finales de agosto se les
Como buen conocedor de la Historia de la Iglesia, el Papa desea un Concilio más pastoral en el que se presente una visión de una Iglesia que acoja; y que ofrezca al mundo una eclesiología profética y pastoral que cuente más con el pueblo de Dios visto en su dimensión familiar. haga llegar el material preparado. De poco serviría: el Espíritu tenía muchas sorpresas esperando. Pero sobrecoge también la humildad de quien contará con la asistencia de Aquél en cuyo nombre actúa. Como buen conocedor de la Historia de la Iglesia, el Papa desea un Concilio más pastoral en el que se presente una visión de una Iglesia que acoja; y que ofrezca al mundo una eclesiología profética y pastoral que cuente más con el pueblo de Dios visto en su dimensión familiar. Fue muy significativo el mismo consejo dado en el discurso de iniciación del Concilio el 11 de octubre de 1962: “volviendo a casa, daréis una caricia a vuestros hijos y les diréis que es la caricia del Papa”. M
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ENTREVISTA
Antonio Bentué, teólogo:
REDESCUBRIR EL SENTIDO
C
on 42 años de trabajo en la Facultad de Teología de la
Pontificia
Universidad
Católica, entrega una visión filosófica acerca del legado e importancia del Concilio Vaticano II, y su aplicación en la sociedad a 50 años de su conmemoración.
Por Érico Soto Monsalve
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riginario del norte de España, Antonio Bentué llegó a Chile el año 1971, después de estudiar Teología en la Universidad de Estrasburgo (Francia). En un principio, serían sólo dos temporadas de permanencia, pero luego se casó y finalmente extendió su visita a nuestro país hasta ahora.
Como parte del cuerpo docente de la Pontificia Universidad Católica de Chile, dicta la cátedra de Teología Fundamental. Su área de análisis es la opción creyente, la razón y el diálogo interreligioso: por qué la creencia cristiana, y no budista o musulmana. Su libro “Dios y Dioses, historia de religiones”, cuenta recientemente con su segunda edición, que amplía su colección de literatura teológica. En esta entrevista, explica su interpretación y legado del Concilio Vaticano II, a través de la manera en que se erige con suprema importancia para el mundo católico. -¿Cuál es la vigencia que tiene el Concilio? -En el sentido teológico, es un concilio ecuménico, lo que llamamos el Magisterio Supremo de la Iglesia. Tiene que ver con la pregunta para comprender el significado de la revelación de la Escritura, que termina con la muerte del último apóstol, lo que está canonizado en el Nuevo Testamento. Luego viene la historia de la Iglesia post apostólica, con la escritura canonizada, y el espíritu sigue existiendo, aunque ya no hay nuevas revelaciones. El tema es cómo garantizar que el significado de esa revelación inspirada, no es traicionado después. Así surge la necesidad de ver criterios que den autenticidad a la palabra revelada. Dentro de esos, uno muy importante es lo que llamamos Magisterio: los que tienen la asistencia del espíritu, con un carisma especial que es el de la conducción del pueblo de Dios. No hay ninguno con más garantía que el Concilio.
“San Agustín decía que una fe no razonable, deja de ser fe. Nadie puede creer en algo que no es razonable de creer. La gente cree que es más heroica la fe, cuanto más absurda”.
-¿Ha cumplido su objetivo? -Lo que está pendiente es lo que hay que hacer hoy para el pueblo de Dios: bajo qué criterio nos dejamos conducir. Y en igualdad de jerarquía magisterial, el magisterio último es el que hay que leer. Es un error interpretar el Vaticano II desde el I, como hace (Marcel) Lefebvre. Hay que leerlo desde el último. La importancia es que se trata del Concilio vigente, superior a todo lo que digan en el Vaticano. El documento de Santo Domingo, por ejemplo, nace por la impresión de que en América Latina se estaba atornillando al revés en algunas materias, y llega a decir que hay que ‘convertirse al Concilio Vaticano II’. Y aquellos aspectos de la conducción que no son coherentes, están mal. Habla de la conversión pastoral de la Iglesia y su coherencia con el Concilio Vaticano II. -¿Cómo enfrentó al tiempo y los cambios culturales? -Han pasado muchas cosas: el cambio tremendo que se produjo en la liturgia, dejar el latín y muchas cosas. El Concilio se dio cuenta que la celebración es del Pueblo del Dios, y éste tiene que comprender lo que celebra. Con el latín no entendía nada. Hay que ponerlo en la lengua del pueblo, como lo hizo San Jerónimo en el siglo cuarto, cuando dejó el idioma original y se perdió el griego. Lo fundamental de la celebración es la participación, por tanto hay que hacer las innovaciones que sean necesarias para que la gente realmente participe más. La liturgia no es para entretener a la gente, no pretende informar, pretende salvar la palabra. Y todo lo que es útil para eso, hay que hacerlo. -¿Qué obstáculos debió resistir? -Lefebvre es un caso. Pero yo creo que si la comunidad se siente interpelada por la palabra en latín, que siga así. Es relativo. Eso en el tema litúr-
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-¿En Chile cómo se ha manifestado el proceso? -Hay avances. En la liturgia se participa mucho más, sin duda. En el tema del Pueblo de Dios hay mucho pendiente, pues el poder eclesiástico clerical es muy fuerte. Ha habido reacciones, con mucha historia, en general. El sacramento normativo para la Iglesia es la visibilidad de Jesús y su visibilidad institucional. Pero todos somos Iglesia también, no solamente el Papa, pues la visibilidad tiene que corresponder a la de Jesús. No se manda sola. Y no se hace visible porque nos pongamos signos religiosos encima. Es la nueva alianza, no antigua, sin formalidades religiosas, sino que corresponda a un corazón de verdad. -El debate continúa… -El Vaticano I decía que la visibilidad radica en el Papa, pero ahí se quedó, porque los franceses invadieron Italia y termina el Concilio. Vaticano II dice que primero la Iglesia no es jerarquía, ni conducción, sino que Pueblo de Dios. La sacramentalidad primera en la Iglesia es el signo sacramental del bautismo, común a mujeres y hombres por igual. Y todos somos sacerdotes, profetas y reyes. El sacerdocio principal es el bautismal. Después dice que en este Pueblo de Dios de bautizados, hay un grupo que tiene carisma de Dios, con un sacramento especial de conducción, que es el del Orden, al servicio del bautismo. Y existe un capítulo que dice que el Orden no es poder, es servicio. -¿Qué interpretaciones hubo? -Desde el Vaticano II fue muy interesante, porque hubo un grupo de obispos, primero 40 y luego 400, sobre todo de América Latina, que crearon las catacumbas de Santa Domitila. Hicieron todo un compromiso sobre la forma de ejercer el episcopado: no tendrían propiedad privada, autos propios, no se harían decir señor ni obispo -solo padre-, no usarían joyas, con el fin que sólo se notara que son servidores. -¿Existe una postura en la enseñanza de la teología? -La teología es un grupo de cristianos que tienen el carisma de la inteligencia de la fe, de intentar ver lo que es la palabra revelada y lo que significa su tradición. Cómo, dadas las nuevas evidencias culturales que tenemos hoy, hacer que esa palabra pueda ser salvífica, en un concepto hermenéutico. La teología es un esfuerzo por creer que lo creído recibido sea razonable. San Agustín decía que una fe no razonable, deja de ser fe. Nadie puede creer en algo que no es razonable de creer. La gente cree que era más heroica la fe, cuanto más absurda. gico, aunque hay otras tres grandes constituciones. A nivel de información hay muchos errores en la Biblia, porque está encarnada en una cultura pre moderna, mal informada en muchos aspectos. Estamos mejor informados nosotros que la Biblia: en Astronomía, Física, incluso en Ética. La evidencia cultural del contexto bíblico era machista. Hoy, culturalmente, esa información debe ser corregida. Es lo que hace Lumen Gentium. La imagen era de que la Iglesia es el Papa, pero vino el Vaticano II que dice que la Iglesia primero es Pueblo de Dios.
-¿Cuál es el desafío de la Iglesia? -Necesitamos un plus de racionalidad, de sentido, para que sea más convincente el planteamiento. El poder vence, pero no convence. El desafío de la Iglesia es redescubrir el sentido, cambiando formas para que se vea mejor. La catequesis tiene que apuntar al sentido, no a domesticar. Porque grandes países católicos, por ejemplo en Europa, son hoy los más ateos, quizás porque se han sentido estafados, infantilizados con esta enseñanza. El desafío es cómo retomamos el camino perdido. M
Sigue el debate -¿Cómo ha evolucionado esa visibilidad de la Iglesia? -La visibilidad de la Iglesia es mediación, en la medida que corresponda a la visibilidad del Jesús de Nazaret que aparece en los evangelios. Cuanto menos la visibilidad de la Iglesia corresponda a la visibilidad de Jesús, más complicada se hace su sacramentalidad, que es un problema tremendo que tenemos hoy. A veces, a mucha gente le escandaliza y se pregunta qué hacer o qué cambiar para hacer más coherente esta situación. Es un tremendo desafío, que marcó intentos de reforma de Francisco de Asís, Martin Lutero o el Padre Hurtado. Hoy, el tema de la pedofilia por ejemplo, viene de lo mismo, de esa visibilidad que no permite a la gente fiarse.
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“Es un error interpretar el Vaticano II desde el I, como hace (Marcel) Lefebvre. Hay que leerlo desde el último. La importancia es que se trata del Concilio vigente, superior a todo lo que digan en el Vaticano”.
ENSAYO
Una mirada desde la Historia Manuel Gutiérrez G. Licenciatura en Historia UCSC
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l Concilio Vaticano II se desarrolla en un periodo histórico que algunos expertos reconocen como convulsivo y en una década que verá una serie de importantes hitos y procesos cuyas consecuencias directas vivimos hoy. No hay que olvidar que aquel acontecimiento se encuentra en la compleja coyuntura de Guerra Fría de la que no podrá desligarse y de la que en cierta forma estará condicionado.
de dos potencias extraeuropeas: EE.UU. y la URSS, lo que produjo un movimiento centrípeto al eje de estos dos países del resto del mundo, incluido el nuestro, y que polarizó el devenir histórico por más de cuatro décadas. Sin embargo, el Concilio Vaticano II, que es visto como un acontecimiento más de esta época, tuvo un alcance mucho mayor, más profundo, en el que las consecuencias fueron globales, superando las ideologías y muros del momento.
La destrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial dejó el panorama político mundial en manos
Por razones históricas obvias, la población de hispanoamérica recibió los beneficios y enseñanzas de este Concilio de manera más sensible que en otras partes del mundo, entendiendo que la población que consideraba al Pontífice Romano como su pastor superaba el 95 por ciento (en Chile era de 90 por ciento). Los medios de comunicación del momento impactaron en todo el mundo anunciando la convocatoria del Concilio en 1959, y el nom-
Las enseñanzas del Concilio son transmitidas con el defecto de la parcialidad de la política de ese entonces. Los fieles católicos se encuentran en una difícil postura que los llevará a contradicciones no solamente en lo íntimo, sino también en el de su actuar.
bre del Papa Juan XXIII quedaría ligado por siempre a este momento en muchas personas. Su muerte y su sucesor -Pablo VI- no afectaron su desarrollo, al contrario, lo potenciaron y ampliaron las discusiones dándolo por finalizado en 1965.
El panorama chileno En Chile, la situación política iba en lenta ebullición. El gobierno de Jorge Alessandri (1958 – 1964) es quien tiene que lidiar con una alta inflación heredada de la administración anterior y manejar una serie de conflictos que afectaban, todavía en pequeña escala, la vida del país. Comenzó en su periodo, una segunda ola de progreso material basado en optimizar la administración y potenciar el mundo privado. Aun así, Chile seguía siendo considerado pobre o subdesarrollado y ligado a la explotación del cobre. En ese entonces, la Iglesia en nuestro país se encontraba preocupada
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de la designación del nuevo Arzobispo de Santiago, cargo que tras la muerte del Cardenal José María Caro, en 1958, se encontraba vacante, y a la cual postulaban candidatos que de alguna manera representaban el sentir de ciertos grupos políticos de la época, situación muy propia de la Guerra Fría. Esto llevaría a una polarización de posturas que serían solucionadas con el nombramiento del Obispo de Valparaíso, Raúl Silva Henríquez, en 1961. De esta manera el nombre del nuevo Arzobispo de Santiago quedará intrínsicamente ligada a los nuevos tiempos de la Iglesia y al Concilio.
la integridad de la verdad evangélica. Es que en realidad, ningún suceso que llegase a nuestro país del exterior podía escaparse de una dicotómica visión ideológica imperante que a pocos años más nos llevaría a un choque fratricida. Por tanto, las enseñanzas del Concilio son transmitidas con el defecto de la parcialidad de la política de ese entonces. Los fieles católicos se encuentran en una difícil postura que los llevará a contradicciones no solamente en lo íntimo, sino también en el de su actuar.
La participación del Arzobispo, y luego Cardenal Silva Henríquez, despertó un gran interés en el medio local por el Concilio Vaticano II y los años en que éste participó fueron coincidentemente muy activos en política internacional y nacional, en particular con la elección del Demócrata Cristiano Eduardo Frei Moltava, como nuevo Presidente de Chile en 1964.
Durante el gobierno de la Unidad Popular, las visiones y particulares interpretaciones, llevaron a ciertos grupos políticos, estudiantiles y otros líderes católicos a militar en las líneas de movimiento de izquierda e incluso extremistas, que con sus ejemplos confundieron a una buena parte de una población, no solo la de los más desvalidos, sino también a la misma clase media. Este impacto se verá luego de la crisis de 1973 en donde la Iglesia tendrá un rol complejo e injustamente criticado.
Sin embargo, el Concilio comenzó a ser verdaderamente cercano al concluirse en 1965 e incluso a aplicarse casi inmediatamente causando sorpresa y en algunos casos confusión. Esto es posible entenderlo en lo que muchos denominan el Pos Concilio y que hasta hoy en día sigue despertando acaloradas discusiones, no sólo en nuestro país sino en todo el mundo. En el discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los Cardenales, Arzobispos, Obispos y Prelados superiores de la Curia Romana, el 22 de diciembre de 2005 en conmemoración a los cuarenta años de la clausura del Concilio, cita unas líneas que grafica esta situación: “El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o por defecto la recta doctrina de la fe” (De Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524).
En una segunda etapa, las enseñanzas del Concilio son vistas con desconfianza, debido al carácter y militancias de las personas que las entregan. Esto significará una negativa respuestas a estos cambios por una gran parte de la población que incluso la asociara con una postura de izquierda. El Gobierno militar de entonces, comienza una sistemática desacreditación de las autoridades de la Iglesia, aunque tratando de no ofender al pueblo cristiano. La llamada Nueva Iglesia del Concilio Vaticano II se encontraba en el bando contrario. No debe extrañar el hecho del fuerte impulso y apoyo prestado a las “iglesias protestantes o evangélicas” y de la masonería durante la década de los setenta por parte del gobierno a cambio de apoyo político.
Enseñanzas del Concilio En una primera etapa, las enseñanzas del Concilio que comenzaban a conocerse en Chile durante la década de los sesenta, fueron utilizadas por distintos grupos políticos para sus propios fines coyunturales, desarmando
En una primera etapa, las enseñanzas del Concilio que comenzaban a conocerse en Chile durante la década de los sesenta, fueron utilizadas por distintos grupos políticos para sus propios fines coyunturales, desarmando la integridad de la verdad evangélica.
Finalmente, en una tercera etapa, podemos evidenciar que las posturas doctrinarias frente al Concilio se suavizan pero se mantiene la tensión de la Iglesia y el Estado que solo con la visita del Pontífice Juan Pablo II en 1987 logran ser aplacadas. En ese entonces las corrientes modernistas que habían desembocado en la llamada Teología de la Liberación se desmarcarán definitivamente de las enseñanzas conciliares arrastrando a un reducido número de fieles, sacerdotes y religiosos, confundiéndose finalmente en la política contingente. Más allá de los acontecimientos históricos que rodean al Concilio y el de sus consecuencias en Chile, sigue persistiendo la discusión en torno a lo bueno o lo malo de este acontecimiento. En el discurso citado anteriormente, el Papa nos explica esta situación: “Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la “hermenéutica de la reforma”, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino”. De cualquier forma, las consecuencias del Concilio en Chile, como en todo el mundo se encuentran aun desarrollando y será necesario otro tiempo para un análisis más certero. A su vez, se debe sopesar que el número de católicos disminuye importantemente en nuestro país lo que restaría -al Concilio- de un impacto nacional como en las décadas precedentes. Sin detallar los cambios en el ritual y en los sacramentos, es posible justificar la confusión sobre los cambios, pero por otra parte también la despreocupación del católico por formarse y el abandono de su vida practicante, situación que nos llama urgentemente a profundizar y entender de buena forma nuestra fe. M
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OPINIÓN
Frutos del Concilio
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as dificultades que han afectado la recepción adecuada de la enseñanza y propuesta pastoral del Concilio Vaticano II hay que buscarlas en varios factores. Intentaré referirme a algunos de ellos que pienso son relevantes para nosotros. En primer lugar, el proceso de secularización general de la cultura occidental, detectado por el Concilio y analizado de múltiples maneras, particularmente en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, “Gaudium et Spes”, se precipitó de una manera mucho más acelerada y violenta de lo que podría haberse previsto en el optimismo de reconstrucción y progreso de finales de años ‘50 e inicio de los ‘60. La revolución cultural simbolizada en el “mayo francés del ‘68” con sus banderas “Freud y Marx” y las “revoluciones” de los años ‘60 y ‘70 como expresión trágicamente visible de la así llamada “Guerra fría”, marcaron un contexto de debut de la enseñanza conciliar que hizo difícil una lectura integradora del Concilio por parte de muchos.
Dr. Juan Carlos Inostroza L. Director Instituto de Teología UCSC
La crítica de aburguesamiento y alienación lanzada a la religión, y particularmente al cristianismo por los así llamados “maestros de la sospecha” penetró profundamente los centros de enseñanza católicos. Lo mismo ocurrió con las propuestas teológicas, que acogieron e incluso adoptaron no sólo la terminología, sino también método y sistema de planteamientos utópicos intrahistóricos. De esa manera, con una conciencia acribillada por esta crítica demoledora, una inmensa muchedumbre de cristianos se abocó a la tarea de dar a la fe una relevancia social a cualquier precio. De esto, tampoco el clero ni el personal consagrado salió indemne. La consecuencia de ello ha sido la pérdida de identidad de la fe. Por otra parte, otros (mucho menos) conscientes de esa disolución se replegaron en una búsqueda intransigente de identidad eclesial, sustrayéndose a toda relevancia en la vida pública. Ambos extremos no han logrado una hermenéutica adecuada del Concilio. Con mucha razón se ha dicho que el Concilio Vaticano II es el C oncilio sobre la Iglesia. Los padres con-
ciliares abordaron el ser y la tarea pastoral y misionera de la Iglesia desde muchas dimensiones y con enorme profundidad. Con preclara doctrina situó el Concilio el ser de la Iglesia en impecable relación con el misterio de Cristo y de la Trinidad. La Iglesia no se predica a sí misma ni vive para sí misma, sino para Dios revelado en Jesús de Nazaret. La Iglesia es Pueblo de Dios, comunidad de hermanos que ora al mismo Padre como “Padre nuestro”, y como tal es signo de la unidad de todo el género humano. Por eso la Iglesia ha de evangelizar misioneramente el nombre de Cristo a todos los pueblos, llamados a ser uno en Cristo, sin perder nada de su múltiple riqueza expresión de la abundancia de los dones infinitos de Dios. Al mismo tiempo, la Iglesia es presentada como un pueblo “siempre necesitado de purificación”. El Concilio no olvida que el misterio del mal y del pecado tiene un poder y una fuerza descomunal, sólo vencible por la cruz de Cristo y la presencia santificadora y vivificante de su Espíritu Santo. En estos 50 años, hemos podido acoger importantes iniciativas conciliares. Hoy las valoramos con esa alegría humilde y sobria de la que nos habla Benedicto XVI: la recuperación de una Iglesia de comunión y con vocación reconciliadora, la renovación litúrgica, la consolidación del diálogo ecuménico, el nuevo código de Derecho Canónico, el nuevo Catecismo de la Iglesia, la conciencia de la colegialidad episcopal, innumerables iniciativas de formación del laicado, nuevos movimientos eclesiales, el resurgimiento del diaconado permanente para hombres casados, la conciencia misionera de toda la Iglesia, como lo exponía bellamente Paulo VI en su exhortación apostólica Evangelio nuntiandi: “Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (EN 15). Hoy el gran desafío es la nueva evangelización. Es impresionante la cantidad de documentos pontificios de diversa índole y peso que promueven la adecuada recepción e implementación del Concilio. Hoy somos invitados a acoger y comprender el Concilio Vaticano II en línea cordial con esa auténtica interpretación, y reconocer su inmensa riqueza doctrinal y pastoral como guía de esta nueva evangelización.
En estos 50 años, hemos podido acoger importantes iniciativas conciliares. Hoy las valoramos con esa alegría humilde y sobria de la que nos habla Benedicto XVI Mirada/15
ENTREVISTA
Padre Agostino Molteni, teólogo
UNA LECCIÓN
MARAVILLOSA, PERO DESVIRTUADA
A
50
años
del
mayor
encuentro ecuménico del siglo XX, el académico del
Instituto de Teología UCSC rescata sus legados, critica el reduccionismo al que fue sometido posteriormente, y repasa mensajes de Benedicto XVI sobre la lección del Concilio. Por Carolina Astudillo Molinett
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ue el XXI concilio ecuménico de la Iglesia Católica, y marcó un hito no sólo en ella, también para la historia del siglo veinte. No obstante, en esta entrevista el sacerdote, teólogo y académico, Agostino Molteni, expone una visión crítica, señalando que el legado del Concilio Vaticano II ha sido desvirtuado, incluso intencionalmente.
- El Concilio Vaticano II fue uno de los hechos históricos más importantes del siglo XX para la Iglesia Católica. ¿Qué cambios de forma y, especialmente de fondo, se dieron al interior de ella? -Los Concilios anteriores eran convocados normalmente para solucionar un problema de doctrina o del contenido de la fe que se estaba desvirtuando. El Concilio Vaticano II, en cambio, se convocó no desde el punto de vista dogmático. El Papa Juan XXIII llamó al Concilio para hacer resplandecer la fe, en un mundo que estaba cambiando. En su discurso inaugural, habló de “aggiornamento”, o “actualización”. Esta palabra, que era clave para comprender el Concilio, fue posteriormente mal entendida. Como dijo Benedicto XVI, la “actualización” se entendió como si la Iglesia tuviera que adecuarse a los tiempos. La Iglesia, y esto me parece que fue un cambio negativo, muchas veces -no siempre-, se adecuó a la mentalidad dominante.
“El sacerdote no es el jefe que manda sobre los laicos. El sacerdote antes que nada tiene que vivir la fe, sólo viviendo la amistad cristiana puede ser para los otros alguien significativo”.
-Siempre se nombran los cambios litúrgicos cuando se habla del Concilio Vaticano II… -Además están los cambios litúrgicos, que también influyeron. Joseph Ratzinger, antes de ser Papa, publicó libros en los que fue muy crítico de esta reforma. Tal es verdad que él, en sus textos, desea que la Iglesia vuelva a celebrar de cara a Cristo. Pero todos dicen que este era “el” cambio en la misa, que antes era vuelta hacia el crucifijo y en latín. Inicialmente el Concilio quiso resolver cómo la Iglesia puede estar dentro del mundo moderno, científico, tecnológico, que progresa a alta velocidad. Pero hoy el problema es, como dijo el Papa en “Porta Fidei”, que los cristianos han dado por supuesta la fe, han perdido el gusto por la belleza de la fe, se han preocupado demasiado de las consecuencias políticas, culturales y sociales del cristianismo, pero en el fondo se han adecuado al mundo. Y esto no es culpa del Concilio, sino de lo que después interpretaron de él. -¿Quiénes? -El Concilio fue manipulado por un grupo de intelectuales teólogos que intentó desvirtuar su significado. El Papa declara, en “La lección del Concilio” (L’Osservatore Romano, 14 de octubre 2012), que muchas publicaciones no ayudan en nada a entenderlo, al contrario, lo desvirtúan. A mi parecer, la verdadera novedad del Concilio fue decir que la revelación de Dios es una persona: Cristo. El Cristianismo es un acontecimiento, que se vive en la Iglesia, por lo tanto, la novedad no consiste en una doctrina, o valores morales, sino en el encuentro con un hombre. Después del Concilio, estos intelectuales dijeron que la revelación era “palabra”, “palabra de Dios”, se redujo al máximo, a un libro, a la Biblia. Ahí se perdió la novedad del Vaticano II. Por eso el Papa convoca hoy al “Año de la Fe”. -¿Con qué respaldos y obstáculos se encontró el Papa Juan XXIII al convocar el Concilio? -Los participantes se preguntaban qué harían en este Concilio. Este fue el problema inicial. El Papa Juan XXIII señaló que lo que quería era volver a mirar a Cristo, porque la Iglesia “estaba cansada”. A pesar de que las iglesias estaban llenas de gente, se dio cuenta que la fe estaba cansada, y creyó necesario convocar a los obispos para que la fe volviera a ser la “perla preciosa” y a mirar la belleza de Cristo, la liturgia, la Iglesia y la relación con los otros. -¿El Concilio provocó cambios no previstos al interior de la Iglesia? ¿Éstos contribuyeron o no con los objetivos iniciales? -Yo creo que el Concilio Vaticano II es una lección maravillosa, pero lamentablemente, como dijo Pablo VI, el humo de Satanás entró a la Iglesia.
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-¿Y por qué fue más fuerte este mal? -Yo creo que la corriente que quiso desvirtuar al Concilio Vaticano II contaba con apoyo de poderes anticristianos fuertísimos, de la mentalidad dominante. -A su juicio ¿es la “actualización” un concepto compatible con la tradición? -Cuando se dice “tenemos que ‘modernizar’ la Iglesia” yo no sé qué significa esto. La Iglesia no es de uno. Esto es de personas que piensan que la Iglesia la construyen ellos, no Cristo. Y se moderniza la fe si se la deja actualizar por Cristo. El Vaticano II dice en Lumen Gentium, que la luz de los pueblos es Cristo, no la Iglesia. Es la luz de Cristo la que brilla sobre la Iglesia. Antiguamente se usaba la imagen de Cristo como sol, mientras la luna es la Iglesia. La luna, como la Iglesia, no tiene luz propia. Es Cristo quien nos hace fascinantes, actuales y contemporáneos de los hombres. El problema no es que exista relativismo, nihilismo, ateísmo... es que los cristianos no desean vivir de la gracia de Cristo. Si vivieran de ella, cualquier hombre, ateo o relativista, encontrándolo, puede ser asombrado por la belleza de Cristo. Es Él el que actualiza a su Iglesia, y no la Iglesia la que se adecúa al mundo moderno. -¿Cuál es el principal sello en la formación sacerdotal tras el Concilio? -Yo pienso que fue la indicación de que no se puede ser sacerdote si no se vive la comunión cristiana. El sacerdote no es el jefe que manda sobre los laicos. El sacerdote antes que nada tiene que vivir la fe. Solo viviendo la amistad cristiana puede ser para los otros alguien significativo. El sacerdote es un cristiano que ha recibido el bautismo y como todos los cristianos debe vivir la fe. Y tiene una función, que es celebrar la Misa y perdonar los pecados. Es un simple “administrador” de los bienes de Cristo, que no son de su propiedad, son de Cristo. ¿La crítica de Benedicto XVI va a remecer esa situación? Soy optimista. Cristo, si quiere, hace nacer 50 santos mañana. Por eso el Papa dice ¿Por qué se preocupan de las consecuencias culturales, sociales y políticas? Todos en la Iglesia moderna reducen el Cristianismo a obras, y no miran la fe. La dan por obvio. La fe es una relación con un Tú, con un acontecimiento que atrae, que es Cristo. Es como la relación entre un esposo y una esposa. No se puede dar por obvia la relación. Hay que pedirla. El Concilio Vaticano II dice que no se debe cambiar ninguna parte de la misa. En ella se dice “El Señor esté con ustedes”, esto es una petición. ¿Cuántos han cambiado esto por “el Señor está“? Cuando uno dice “está”, la fe es presupuesta. En la fe, se puede sólo pedir. Si Cristo está presente, cambia la humanidad. Si los cristianos no cambian, es porque le ponen obstáculos a Cristo. M
“El problema es que los cristianos no desean vivir de la gracia de Cristo. Si vivieran de ella, cualquier hombre puede ser asombrado por la belleza de Cristo. Es Él el que actualiza a su Iglesia, y no la Iglesia la que se adecúa al mundo moderno”.
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RESEÑA DE LIBROS
Litigación oral para el proceso penal
Autor: Waldo Ortega Jarpa Año: 2012 Editorial UCSC y RIL Editores
Con la entrada en vigencia el año 2000 de la Reforma Procesal Penal, se abrió paso de manera ineludible en Chile una nueva disciplina en el ámbito jurídico: la litigación Oral. Desde el comienzo del milenio a hoy, la litigación oral ha tocado las puertas de todas las reformas que siguieron a la procesal penal, en distintas disciplinas jurídicas de fondo, manifestándose como fundamental una valla que quien quiera litigar adecuadamente deberá saltar para mantenerse vigente. En absoluta sintonía con esta realidad que se impone con premura, el profesor Ortega nos entrega esta obra, en un esfuerzo delicado e íntimo, donde generosamente deposita el cúmulo de experiencias acopiadas en los casi nueve años que ejerció la litigación penal desde la trinchera de la Defensa Penal Pública. Los hitos fundamentales de la litigación son por todos conocidos, sus reglas fundamentales no han sido creación de ningún autor chileno, son milenarias y provienen en su mayoría de la tradición jurídica anglosajona. Por eso el mérito de esta obra está dado desde cómo el autor, debidamente preparado, ha aprendido de sus propias experiencias, acuñando métodos y procederes de una gran riqueza para quien empieza en estas lides. Cada una de las etapas del juicio oral está adecuadamente tratada, acabada con ejemplos, poniendo el énfasis en la figura del Defensor, pero sin descuidar, aunque sea por antagonismo, la figura del persecutor penal. Encontrará el lector una obra que se basta a sí misma en cuanto al tema que propone y que nos atrevemos a decir es útil, en lo fundamental, incluso para quienes incursionen en la litigación oral en disciplinas distintas al Derecho Penal. Marcela Cartagena Académica Facultad de Derecho UCSC Jóvenes, política y compromiso. Un camino de santidad y perfección
Autor: Presbítero Hernán Enríquez Rosas Año: 2012 Ediciones Jaris, Colección Ensayos y Ciencias Sociales
En este libro, el autor escribe sobre los aspectos necesarios que debe considerar quien, siendo católico, se anima a consagrar su vida al servicio público. Lejos de proponer el manual del político exitoso, el Padre Hernán ha descendido a las profundidades de la antropología para sostener que la dimensión religiosa del hombre es una parte consustancial a su ser y que, por tanto, toda opción política tiene como referencia o criterio de juicio la fe. Y esto que ya es bastante trasgresor para nuestra época posmoderna, caracterizada por el pensamiento débil, resulta aún más radical cuando el Padre señala que finalmente la política es un camino de santidad y perfección. El autor no sólo invita a un compromiso político de los jóvenes, sino además que éstos sean capaces de mantener sus convicciones al punto de apostar la vida por la verdad y el ejercicio de la libertad, superando así el riego de ir más allá de lo establecido. Sin embargo, el libro no es el manual del héroe, que incluya las veinte formas de inmolarse en una barricada, sino más bien sistematiza los aspectos cotidianos que facilitan y hacen fructífera la vida pública de los católicos. Para que aquello ocurra, nos dice el autor, debe haber una profunda transformación en personal. Cualquier revolución pasa por cambios sustantivos en la estructura moral de la persona, en su ethos, en su forma de ser. No se trata simplemente de cambiar el escenario social sino de algo previo, más estable y radical: cambiar al hombre. Dr. Rodrigo Colarte O. Instituto de Teología UCSC Felices los Analfabetos
Autor: Presbítero Agostino Molteni Año: 2012 Centro Cultural Charles Péguy, Concepción El libro del Padre Agostino Molteni es un texto en verso que muestra la “felicidad de los analfabetos”, que sin necesitar títulos, ni pergaminos, gozan de una felicidad que nace de una relación con la realidad, que no censura nada, y que es maestra de vida. Sentencia y mirada que el autor aprendió de su padre, “zapatero remendón”, a quien está dedicado el libro. La llamada felicidad de los analfabetos tiene “colores de primavera, sabores invernales, olores familiares, canciones ancestrales, danzas populares, músicas artesanales, fiestas patriarcales, ceremonias rituales, solemnidades sacramentales” (pág. 19). Es una razón cargada de una tradición en donde se privilegia la vida en todas sus dimensiones. Esta obra es una interpelación, una demanda, a las formas en que nos enfrentamos a la vida y especialmente a la valoración que hemos otorgado al conocimiento académico. Y el autor nos exhorta “que universidad no rima con felicidad”. Según mi opinión otra frase que expresa bien el sentido del libro es la siguiente: “felices los analfabetos que acogen las cosas como una revelación” (pág. 22). Por lo anterior, es un libro recomendable, bello, con notas de reclamo y crítica; pero también con imágenes y con una certera cuota de humor. Sugerente en éste el año de la fe, que el Santo Padre Benedicto XVI nos llama a profundizar. Diego Mundaca Instituto de Teología UCSC
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OPINIÓN
En el Año de la Fe
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o debería ser tan difícil creer. Y aún así, muchos no creen. O bien creen poco y mal, creen en cosas no dignas de fe. Decía Chesterton una vez que quien no cree en Dios acaba creyendo en cualquier cosa. Quizá podemos decir que no debería ser tan difícil creer. Y esto por tres razones.
Paul O’Callaghan Universidad de la Santa Croce (Roma)
Primero, porque creer, fiarse, es natural para las personas. Sin aceptar lo que los demás dicen, sin abrirse, no es posible vivir, o pensar, o amar. La razón humana sin la fe funciona tan mal como la digestión sin el alimento. Segundo, porque la visión del mundo ofrecida por la fe cristiana es extraordinariamente rica, unitaria, bella y gozosa. Explica no sólo cómo están y cómo funcionan las cosas, sino por qué existen, qué sentido tienen, hacia donde se dirigen. Y tercero, quizá sobre todo, porque la fe es un don de Dios. Ciertamente requiere humildad, un corazón bueno y confiado, pero no es el fruto del esfuerzo humano, porque lo genera Dios en el corazón del hombre que se abre a la revelación de su amor. Pero si es así, ¿por qué en estos momentos experimentamos ‘una profunda crisis de fe’, como ha dicho Benedicto XVI al anunciar el Año de la Fe? Pienso que es el mismo Papa quien responde mejor a esta pregunta, concretamente en su encíclica Spe salvi de 2007, en la que explica la inseparable dinámica de la fe y de la esperanza. Hablando de la esperanza de vivir para siempre en el cielo, se pregunta: “¿De verdad queremos esto: vivir eternamente? Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en
la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable”. Por definición se cree lo que no se ve, aunque exista. Y si no hay una vida después de la muerte, que sea de algún modo una continuación mejorada y trasformada de esta vida, ya no tiene sentido el creer. Basta vivir sin fe, con una modesta y pasajera ética no-trascendente, determinada por factores mundanos, tangibles, finitos, calculables. El creyente, por el contrario, se dirige a la vida eterna. Y estar con Dios para siempre no es fuente de aburrimiento interminable. Todo lo contrario, pues se trata de participar en la misma vida de Dios, plenitud de vida y de felicidad. El cristiano no considera el cielo como un modo de evadirse de la vida terrena y dura, sino como su destino último que se anticipa en medio de esta vida. Por esta razón escribió san Josemaría: “Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra” (Forja, 1005). Está claro que el destino del hombre, el único destino posible, es la gozosa comunión eterna con Dios y con los hombres en el cielo. Y esta promesa llena la vida de sentido, de fuerza, de vitalidad. Con esta esperanza, la fe queda plenamente justificada. Volvamos a la pregunta del principio: ¿es fácil creer? En parte lo es, porque se trata de un don de Dios que ilumina y llena de vida al hombre en la tierra con la promesa y el gusto de la vida eterna. En parte no lo es del todo. Porque requiere del hombre la confianza –en Dios, en los demás– y la confianza necesita la capacidad de arriesgar, de abrirse a los demás, de hacer lo que no se ve del todo. Y luego porque la vida de fe requiere la disciplina de un esfuerzo ético, que libere el alma de la esclavitud de la gratificación inmediata, y deje que la vida de Dios en el hombre puede desarrollarse en plenitud.
“Sin aceptar lo que los demás dicen, sin abrirse, no es posible vivir, o pensar, o amar. La razón humana sin la fe funciona tan mal como la digestión sin el alimento”.
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