Sones de banda La tragedia de CaĂąete
12 de noviembre de 2006
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Sones de banda Colofón
La tragedia de Cañete
Editora: Sonnia Mendoza Gómez Coeditores: Margarita Rodríguez Serra / Fernando Gutiérrez Atala Fotografías: Daniel Tapia Valdés / SOF. Angelo Gellona Rodríguez. (Coyhaique) Colaboradora: Beatriz Chávez Jerez Diseñador: Jaime Veloso Muñoz Dirección: Escuela de Periodismo, Facultad de Comunicación, Historia y Ciencias Sociales Ucsc, Alonso de Ribera 2850, Concepción. Teléfono: 041-2345550/ 041-2345552 Correos: sfmendoza@ucscs.cl, mrodriguez@ucsc.cl, fgutierrez@ucsc.cl, dtapia@periodismo.ucsc. cl, bchavez@periodismo.ucsc.cl 2
Sones de banda Sumario
La tragedia de Cañete
Presentación 4 SG2 Aguilar Vargas, Rodrigo: La valentía sencilla de un soldado
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SOF Aranguz Rojas,Jaime: El hombre triste del corno francés
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SG2 Escobar Roblero, José: Un militar con alma ochentera
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SOF Miranda Pedreros, Jorge: El pentagrama de un veterano
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CB1 Rodríguez Muñoz, Rubens: A cabezazo limpio se abre paso a la vida
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SG1 Rosel Castro, Marco: Línea directa con el cielo le salva la vida
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SG2 Vivanco Paz, Bridoir: El mariachi del regimiento
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Sones de banda La tragedia de Cañete
Presentación
El Accidente de Quelén Quelén Ese domingo los habitantes de Cañete esperaban la música que animaría los festejos del aniversario de la tercera fundación de la ciudad. La primera fue a fines de 1557 y principios de 1558, cuando se la bautizó como Cañete de la Frontera, pero cinco años después se ordenó su despoblamiento. Luego de tres años -en 1566hubo una nueva tentativa de fundación que tampoco alcanzó a consolidarse en el tiempo. En ambos casos la Guerra de Arauco obligó a los españoles a huir con todos los bienes que pudieron transportar. El tercer y último intento se produjo el 12 de noviembre de 1868. Ésa era la fecha que se celebraba 138 años después. Al mediodía la Banda Instrumental del Regimiento Reforzado N° 7 “Chacabuco” de Concepción, invitada por la Municipalidad, tocaría para los ciudadanos algunas marchas, música clásica, adaptaciones más modernas y folclore. Además, el soldado
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Sones de banda conscripto Roy Reyes Chávez, tambor mayor del Regimiento y oriundo de la ciudad, sería declarado Hijo Ilustre con sólo 18 años. Pero nada de eso fue posible, la banda nunca llegó, pese a salir a las nueve de la mañana de Concepción con rumbo al sur. El domingo 12 de noviembre de 2006 en Cañete no hubo música ni distinciones, sólo duelo, angustia e impotencia. El destino de todos sufrió un vuelco funesto en el puente Quelén Quelén, en la entrada norte de esta ciudad. A las 11:35 horas, el bus particular que trasladaba a la banda instrumental enfrentó mal una curva, rompió la barrera de contención del puente y cayó al río Tucapel desde una altura de 15 metros, con todos sus pasajeros en el interior. El estruendo sólo finalizó cuando quedó sumergido de frente. Poco rato antes había comenzado a llover. Respecto de las causas del accidente, el Ministerio Público informó que por el deceso del conductor del bus Hualpén, Juan Macaya Macaya, no se pudo perseverar en la investigación. Tal decisión fue aprobada por el Juzgado de Garantía de Cañete. El desastre resultó absoluto, la única manera de mover el vehículo del lecho del río fue empleando maquinaria pesada. Fallecieron 19 personas, incluido el conductor, otro civil que era aprendiz de banda y 17 militares. Apenas se logró rescatar con vida a siete músicos y dos soldados, a quienes se trasladó a centros asistenciales de Cañete, Concepción y Talcahuano.
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Seis de estos músicos tocaban instrumentos de viento y el séptimo -percusionista- era buzo. La capacidad torácica desarrollada con sus instrumentos les permitió salir del bus, que se inundó en segundos. Mientras los sobrevivientes luchaban para recuperarse, la Municipalidad de Cañete declaró Hijo Ilustre a Roy Reyes Chávez en forma póstuma y el concejo municipal decretó duelo comunal en su honor. Más de 5 mil personas acompañaron su cuerpo en un cortejo masivo, a cuyo paso los cañetinos arrojaron flores y agitaron pañuelos blancos al compás de tres bandas de guerra escolares, desde la sede social de la población Carol Urzúa hasta la parroquia San Francisco de Sales y luego hasta el cementerio. El joven comenzó su servicio militar en abril de 2006. Gracias a su perseverancia y a una disposición del anterior comandante en jefe del Ejército, general Juan Emilio Cheyre, de incorporar a los soldados a las bandas de guerra, logró transformarse en el primer soldado conscripto en ser designado tambor mayor de la banda instrumental. En sus sueños se veía a sí mismo encabezando el desfile en el Parque O´Higgins bajo el soleado cielo de septiembre, siendo parte protagónica de una Parada Militar. Jamás imaginó que la Presidenta de la República, Michelle Bachelet, y el entonces Comandante en Jefe de la institución, Oscar Izurieta Ferrer, le rendirían honores a él y a sus compañeros músicos por
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morir en acto de servicio. Las dos autoridades acudieron a los funerales que se realizaron en Concepción y el gobierno decretó dos días de duelo en la región del Bío Bío. De Puerto Montt a Santiago hubo funerales: en Puerto Varas, Valdivia, Lota, Coronel, Chiguayante, Lirquén, Penco y Constitución. En todas estas localidades se dispararon salvas y se aplaudió a los que dieron su vida por brindar alegría. Pero el accidente de Quelén Quelén no es la única fatalidad que enluta al músico militar. La memoria institucional castrense da cuenta de otras dos tragedias que afectaron a bandas del Ejército. El 28 de febrero de 1931, doce músicos de la banda del Regimiento Reforzado N° 11 “Caupolicán”, con base en Tierra del Fuego (Porvenir), perecieron en el lago Llanquihue al zozobrar la lancha Moewe, después de impactar con el vapor Chile. Los uniformados regresaban a Puerto Octay luego de intentar una presentación ante los príncipes británicos Eduardo de Gales y Jorge de Windsor, quienes se alojaban en la ribereña mansión Centinela durante su visita al país. Su presentación resultó fallida por la apatía y distracción del príncipe Eduardo. En la historia del siglo XX, la pérdida más antigua relacionada con bandas de guerra ocurrió el 7 de julio de 1927, en suelo argentino, cuando en un accidente ferroviario perecieron 30 personas. Doce de ellas eran cadetes militares chilenos.
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En lo que se conoce como la Tragedia de Alpatacal, la delegación chilena iba a Buenos Aires para participar en la ceremonia de la Independencia Nacional Argentina y el centenario del prócer Bartolomé Mitre. Desfilarían el 9 de julio del mismo año junto a las escuelas militares de Uruguay, Paraguay y Brasil. No obstante, en la pequeña estación de Alpatacal, entre Mendoza y Buenos Aires, el convoy en el que viajaba la delegación chilena chocó con otro tren y se descarriló, los vagones se tumbaron, se aplastaron unos a otros y se incendiaron. Archivos periodísticos de la época dan cuenta que uno de los oficiales de la Escuela Militar del Libertador Bernardo O´Higgins, el mayor García, pidió instrucciones al gobierno chileno tras la catástrofe. El ministro de Guerra del gobierno del presidente Emiliano Figueroa, Bartolomé Blanch, le ordenó “cumplan la orden y su misión”, a lo que el oficial respondió: “Cumpliremos como soldados chilenos”. Así, los 120 cadetes y cinco oficiales que resultaron ilesos prosiguieron viaje a Buenos Aires y desfilaron con su estandarte y una banda de pitos y tambores, porque la banda instrumental quedó destruida. Estos sucesos dan cuenta de lo arraigado que tienen el sentido de servicio los músicos militares, y cómo protagonizan su propia
lucha para cumplir misiones de paz. Actualmente en el Ejército existen 30 bandas instrumentales y una Banda de Conciertos, en las que participan más de 800 músicos a quienes, a través de los perfiles periodísticos de los sobrevivientes de la Tragedia de Quelén Quelén -todos con algún tipo de secuela-, se les reconoce como un aporte escasamente difundido a la cultura nacional y regional.
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Ellos llevan una de las artes más preciosas a los pobladores de las distintas comunas, en particular de aquellas alejadas de los grandes centros urbanos y sin posibilidades concretas de acceso a estas actividades, estimulando un sentido de identidad positiva en toda la comunidad. Ellos, a su manera sonora, construyen patria donde otros ven sólo pobreza e ignorancia.
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Sargento segundo RodrigoAguilar Vargas
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Perfil
Sargento segundo RodrigoAguilar Vargas
La valentía sencilla de un soldado El contrabajo de la que fuera la banda instrumental chacabucana tenía 29 años cuando sobrevivió al accidente carretero que en 2006 diezmó a la agrupación, obligándola a reconstruirse casi íntegramente. Ahora, a los 38, con el cuerpo policontuso ya sanado y el alma en paz, siente una nueva valoración de la vida, agradece por las oportunidades que se le presentan y recuerda nostálgico a sus amigos perdidos, a su tuba, de la que sólo recuperó la brillante campana, y al episodio que hizo de él un hombre mejor.
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Sargento segundo Rodrigo Aguilar Vargas
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bre la puerta con manos firmes, asoma la cabeza y muestra los dientes, casi todos. La sonrisa cambia el rostro ancho y moreno, se desvanece el pelo corto, el porte rígido, la severidad del soldado. Está en su casa verde musgo, en una villa nueva de Temuco rodeada de cerros boscosos que exudan oxígeno. Está a salvo, en familia, con su esposa y sus dos hijos. En ese entorno afable él también lo es. Rodrigo Aguilar Vargas no se queja de nada, al contrario, cada día agradece por estar vivo, por poder contemplar a la Verito (Verónica Torres Lerdón, su mujer), por ver crecer a Jennifer (13) y a Daniel (10), por interpretar música con su hermano mayor en la misma banda, la del Regimiento de Infantería N°8 “Tucapel” de Temuco, su ciudad de origen y donde pidió ser trasladado luego de la tragedia. “Valoro cada segundo que tengo de vida porque Dios sabe por qué nos dejó a nosotros” dice en plural, como siempre lo hace cuando se refiere al accidente. Su cuerpo no muestra catástrofe alguna. La polera gris y las zapatillas de goma eva, apenas cubiertas por los jeans, no logran disimular los músculos fortalecidos ni el movimiento flexible de quien acostumbra a ejercitarse. Aunque al observarlo con atención, el dedo anular de la mano derecha muestra la última falange engrosada y torcida. Todavía le duele, lo que no le
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impide tocar la tuba, ese instrumento grandote que lo sedujo en cinco meses y que le exige gran capacidad torácica. Al andar tampoco se le notan las operaciones en la pierna, de la que inicialmente le sacaron pedazos y astillas de vidrio. Pero le siguió molestando, hasta que un año después le volvieron a extraer dos “recuerditos” que cada día se incrustaban más en el hueso de la pantorrilla. Es que él entró por la puerta y salió por la ventana del bus que llevaba a la banda instrumental del Regimiento Reforzado N°7 “Chacabuco” a Cañete. Se sentó atrás, en el penúltimo asiento, desde donde vio la película “Destino Final II”, pero a la entrada de Cañete se adormeció. “Estaba cerrando los ojos cuando sentí el estruendo, los saltos cuando el bus chocó con las barreras laterales del puente. Era una curva en bajada. Ahí desperté con los golpes”. Las paredes verde claro de la casa verde musgo se acercan, el ambiente se enfría. Mantiene la vista fija en una reproducción de la Última Cena, de Da Vinci, que cuelga justo frente a él. “Y ahí llegué a la mitad más o menos del bus. Volé para allá, volamos en realidad, volamos todos los que estábamos atrás”. Los ojos color castaña buscan otro objetivo, se centran en la estufa de combustión lenta que está en un extremo del living. “Y el bus en ese momento… se dobló, quedó encajonado en el río y el agua entró por el parabrisas, que se quebró. Entró de inmediato. Todos estábamos
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amontonados en medio, los que volamos hacia adelante… Se estaba llenando de agua y yo vi un vidrio quebrado en el lado derecho, pero fueron segundos antes de que se llenara. Empecé a nadar, a nadar en esa agua turbia con todo, entre asientos y lo demás. De milagro salí, salí, salí por uno de los vidrios rotos”. Con la brusquedad del impulso hacia adelante y el escape por la ventana se fracturó el dedo, se cortó la pierna en varias partes y sufrió contusiones múltiples. Pese a esto, el sargento Aguilar aún se sorprende de su buena suerte: no se quebraron todos los vidrios, sin embargo, pudo atisbar y luego -lo más difícil, dado que estaba prácticamente inconsciente- encontrar la ventana rota y nadar hacia ella sumergido en ese caos café rojizo. Otros salieron por la escotilla, pero la mayoría no lo consiguió. Él nunca pensó que le podría pasar algo tan fuerte ni que tocar la tuba le facilitaría contener la respiración el tiempo necesario para transitar de la muerte a la vida.
Sargento segundo Rodrigo Aguilar Vargas
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Una piedra para llorar Cambia de postura en el sillón de cuero negro, estira la pierna operada y levanta las dos cejas. Son gruesas, abundantes, como su valor. El brillo ocular anuncia lluvia, pero la contiene a punta de parpadeos. “Cuando salí iba otro colega adelante nadando a la orilla, yo lo seguí y nos quedamos en una piedra. Ahí recién empecé a ver lo que había pasado. Era un sueño, una pesadilla. Miraba el bus, el bus gigantesco en el río, sumergido, y escuchaba los gritos de los colegas al otro lado. Yo lloré, yo lloré porque… con mi sargento Aranguz lloramos ahí, porque… era terrible. No lo podíamos creer”. “Quedó la embarrá”, “auxilio” oía desde la piedra que compartía con Jaime Aranguz Rojas. Ese concierto destemplado e inarmónico de voces humanas de alguna extraña manera lo reconfortó, sus compañeros habían salido por el otro lado y él no podía verlos, pero sí escucharlos y aunque presentía pérdidas, eran pocas. Recuerda que algunos subieron como pudieron a la carretera para hacer parar a un vehículo, pero éstos no se detenían, dejaban atrás a los hombres ensangrentados. A él lo rescataron los bomberos de Cañete en un bote inflable, más de media hora más tarde. Fue llevado al hospital de esta ciudad, donde apenas vio a una enfermera le pidió prestado el celular y habló con su esposa: “Estoy bien Verito, pasó un accidente, pero yo estoy bien”.
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Permaneció dos días solo en una sala, ajeno al desastre, sin ver a nadie ni saber nada. Luego lo trasladaron al Hospital Naval de Talcahuano, allí estuvo cinco días más. Finalmente lo pudo visitar su esposa con los niños y sus padres. Además, la Presidenta Michelle Bachelet y el comandante en jefe del Ejército de esa época, general Oscar Izurieta Ferrer. Pero los honores no mitigaron la fuerza del taladro que se le encajó en el alma cuando se enteró de la muerte de sus amigos. Lo sentía dar vueltas dentro de él y mientras más pensaba, más le dolía. “Éramos nueve, nueve los que estábamos vivos, sólo siete de la banda”. Ahora la mirada deambula de la estufa al cielorraso y baja a un brazo del sofá. Por la boca brota la pena: “No fui a ningún funeral, estaba hospitalizado”. Aguilar enfrenta los hechos y acepta lo inevitable sin ostentaciones, con esa valentía sencilla que le permitió superar el trauma y reconstruir su vida, porque para el sargento segundo el episodio del accidente está superado, aunque reconoce que la marca del taladro quedará para siempre y que de repente, cuando menos se lo espera, aguijonea. ¿En qué pensaba mientras estaba en este proceso? En sus hijos, en su esposa, en los amigos perdidos. “Lo que más me afectó fueron los colegas fallecidos. Yo me miraba y estaba bien, había tantos fallecidos y me daba cuenta que a mí no me había pasado prácti-
Sargento segundo Rodrigo Aguilar Vargas
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camente nada”. De hecho, resultó el menos lesionado en el accidente. Mientras permanecía en la piedra tratando de asimilar que la dislocada pesadilla del bus en el río era realidad, su familia lo creyó muerto. El matrimonio vivía en el sector Collao y a Verónica ese domingo le llamó la atención ver gente correr por la calle, así que preguntó qué pasaba. Cuando los vecinos le contaron se imaginó lo peor y fue a pedir más información al regimiento. Lo único que se sabía en ese momento era que la banda había tenido un accidente grave, sin sobrevivientes. A los 25 años se sintió viuda con dos niños pequeños, hasta que él la llamó del Hospital de Cañete. El hermano mayor de Rodrigo Aguilar fue quien recibió el impacto del “sin sobrevivientes” en el Regimiento de Infantería N°8 “Tucapel” de Temuco, donde también es sargento segundo. Avisó a sus padres y éstos viajaron inmediatamente a Concepción. En el camino supieron que su hijo estaba vivo y que había llamado por teléfono, pero la angustia era inevitable. Para complicar más las cosas, casi se vuelcan porque al auto se le cortaron los frenos y la dirección no obedeció, así que antes de llegar a Los Ángeles debieron pedir un remolque.
Hay amores y amores “Nosotros somos tres hermanos, el mayor toca en la banda igual que yo; yo, que soy el del medio; y una hermana casada, ella es la menor” explica. A medida que habla la memoria retroce-
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de a un pasado cada vez más distante, el cuerpo se relaja y las paredes verde claro recuperan su sitio original. Su padre trabajaba en la pesca de centolla en Puerto Natales y viajaba a Temuco a verlos todos los meses, pero “nunca he probado la centolla” dice pícaro, con otra de sus sonrisas de dientes expuestos. Hablar de música lo transforma, la voz se vuelve cálida y las cejas se distienden sobre la mirada. Aparece el artista que hizo el servicio militar en el “Tucapel”, donde el jefe de banda le dijo: “Ya que tu hermano está aquí ¿te gustaría venir a aprender?”. Sabía un poco de flauta, así que derivó en clarinetista, con el obstáculo de que éstos abundaban, por lo que posteriormente le pasaron un barítono. No obstante, la relación con estos dos instrumentos, tal vez por tener nombres masculinos, no fue jamás equivalente a la que con el tiempo desarrolló con la tuba. A diferencia de los grandes amores de la historia, en sus inicios la partitura amorosa de Aguilar se escribió por compromiso. “A mí me ordenaron la tuba (de nuevo casi todos los dientes están a la vista), es que uno al final se acostumbra, pero no estoy arrepentido, aunque a nadie le gusta por grande y difícil de transportar”. A despecho de su tamaño -estirada podría medir alrededor de siete metros-, la tuba ofrece versatilidad sonora gracias a su tesitura de contrabajo. El suboficial Benigno Olea le enseñó, “era súper buen profesor, aprendí en cuatro o cinco
Sargento segundo Rodrigo Aguilar Vargas
meses”. Claro, estudió con la perseverancia de un pretendiente, dominó el flujo de aire y la vibración de los labios en la boquilla, hasta obtener todos los sonidos posibles y todas las felicitaciones. “Eso me motivó a no dejarla nunca”. Después de esta declaración formal ocupó la vacante dejada por el único intérprete de tuba de la banda, quien asumió como batuta. Decidió seguir los pasos de su hermano y quedarse en el Ejército, para postular a la Escuela de Suboficiales como músico. Cuenta que “al salir no había destinaciones a Temuco, lo más cerca era Concepción o Chillán. Yo preferí la banda instrumental, en ese tiempo del Cuartel General de Concepción”, con la fusión que se concretó después la banda pasó al Reforzado “Chacabuco”. En esta nueva banda aprendió a tocar bajo eléctrico para complementarse.
Siempre amigos Llegó de novio a Concepción y cuando dos años y medio después se casó se instalaron en una casa del sector Collao, más tarde en un departamento. Allí formaron una familia gigantesca con otros intérpretes de la banda, se reunían para los cumpleaños de niños y adultos, para las fiestas de fin de año o simplemente almorzaban juntos. Fueron siete años de camaradería inolvidable, en especial con Miguel Bustamante (el otro tuba), Alex Cárdenas (trompetista) y Alejandro Conejero (clarinete). “Con este último yo vivía compartiendo los fines de semana, cada
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uno con nuestras señoras y… Cárdenas era de Purranque, en Puerto Varas está sepultado”. Por lo mismo, la reincorporación a la actividad cotidiana fue difícil. Ni los 30 días de licencia que siguieron al Hospital Naval, ni el tratamiento sicológico que recibieron los sobrevivientes alcanzaron a prepararlo para una sala de ensayos vacía. “Fue súper complicado, hubo días en los que estaba solo ahí. De a poco llegaron unos cuatro o cinco cabos de la Escuela de Suboficiales porque la banda se iba a armar de nuevo, yo los recibí, les enseñé el sistema, la parte musical, los aconsejé…pero en realidad era bien triste la cosa, no había nadie”. La mirada vagabundea otra vez, busca los apretones de manos, las palmadas en la espalda, las caras cordiales de donde salían los saludos, las bromas, los apodos. “A mi sargento Bustamante le decíamos “Carliño”, por un ex tuba al que le decían así. A Conejeros, “Conejo” y a Cárdenas… hum… no sé cómo”. - ¿No se acuerda o no quiere contarlo? Se ríe, los dientes esta vez irrumpen con fuerza. - “Al Escobar le digo “Flaco” nomás (detecta la pregunta y la previene, como buen estratega militar). Le digo “Mi Amigo Max”. Y al Brido, que es más morenito, le digo “Colbún”, porque es de Colbún”. - Y a usted ¿cómo le decían? La risa es franca, con carcajada y todo, pero se resiste a que su sobrenombre sea público.
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La relación entre los sobrevivientes de la banda se mantiene. Siempre que pueden, los 12 de noviembre vienen a Concepción para asistir a las misas del Regimiento. “Hubo unos años que no fui, pero ahora voy. Ahí nos encontramos, excepto con los que están en Coyhaique, debido a la distancia”. Pero ellos no lo olvidan, pasan a visitarlo cuando viajan a ver a la familia, igual que sus compañeros de curso José Escobar y Bridoir Vivanco. “Con ellos vivíamos juntos allá en Concepción, nos conocemos y nos sabemos todas las mañas. Nos queremos porque llegamos desde jóvenes”.
Fidelidad En la existencia de Rodrigo Aguilar sobran las experiencias difíciles. De pequeño se volcó en auto con su papá y su hermano, el vehículo cayó a una zanja profunda y quedó al revés. “También pensé que me iba a morir, ese fue mi primer accidente grave, aunque no falleció nadie”. Además, un año y medio antes de Quelén Quelén la banda participó en ocho funerales de víctimas de la tragedia de Antuco, lo que para él “fue traumático. La gente estaba enojada y por ser militares nos decían de todo, el ambiente en el regimiento era súper complicado”. Por último, al día siguiente del terremoto de 2010 se presentó en su regimiento. No había comunicaciones, por lo que fue uno de los pocos
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que llegó rápido y las hizo de conductor para ir a buscar al resto. “Vi que mi señora estaba bien y partí al regimiento, estuvimos como tres días ahí y nos mandaron a Concepción por un mes. Me tocó San Pedro de la Paz, no dormíamos casi nada por el caos y los saqueos que hubo después”. Pese a esto, no dejaría el servicio. “Yo soy un agradecido del Ejército porque me ha dado todo lo que tengo. No me siento en deuda porque retribuyo, pero el hecho de estar en la institución vale la pena”. En este punto es firme, se trata de mucho más que un trabajo, es una forma de vida que lo gratifica íntimamente. Está convencido de haber elegido lo mejor de lo mejor, lo más hermoso del Ejército, la banda. “¡Qué bueno que existan!, es lo más lindo, porque nosotros siempre estamos relacionándonos. Estamos tocando, desfilando, actuamos en comunas o hacemos presentaciones de retreta interpretando música bailable, clásica, de todo. En los pueblos chicos sentimos el cariño de la gente, valoran a la banda. Es agradable hacerlos felices”. El artista bajo el uniforme se estremece, sabe que los músicos militares suelen pasar inadvertidos en las grandes ciudades, en los medios de comunicación o en los centros de poder, igual que su público predilecto. Lleva ocho años en Temuco. Se siente bien, sus amigos y colegas perdidos son irremplaza-
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bles, pero estar con su hermano y en un buen ambiente laboral “me compensan un poquito. Gran parte de mi recuperación sicológica fue gracias a que me vine acá. Eso hay que agradecerle a Dios, los caminos que se abren”. Se reconcentra, la mirada viaja hacia adentro para explicar que “uno como sobreviviente tiene los sentimientos de tristeza, de dolor, de los recuerdos que quedan. Se agradecen las conmemoraciones, que no se olviden de nosotros. Somos todos seres humanos y vivimos del recuerdo”. - ¿Se arrepiente de haber hecho ese viaje? - No, porque es trabajo. No le doy a nadie lo que pasó, pero no podría arrepentirme porque esas son cosas de Dios.
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Suboficial Jaime Aranguz Rojas
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Suboficial JaimeAranguz Rojas
El hombre triste del corno francés Un soldado sin su fusil no es nada y lo propio le ocurre a un músico sin su instrumento, reflexiona este amante de la poesía y de la prosa, quien desde pequeño quiso ser parte de una banda del Ejército. Con serias secuelas físicas que le impiden hoy formar, revela que en su vida hay un antes y un después de la tragedia de Cañete. “Me he vuelto más generoso”, dice.
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Suboficial Jaime Aranguz Rojas
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omentos de obscuridad es lo que - a casi 10 años de la tragedia del puente Quelén Quelén, en Cañete- ha vivido el suboficial Jaime Aranguz Rojas. Admite que más de una vez ha pensado en por qué él no sucumbió al golpe, a las heridas, a las frías aguas de ese lluvioso 12 de noviembre de 2006, cuando gran parte de sus camaradas, integrantes de la banda instrumental del Regimiento Reforzado N°7 “Chacabuco”, perdieron la vida en el lecho del río y algunos como él sobrevivieron a pesar de las fracturas y hematomas, pero con graves secuelas. Por entonces, felices y contentos, viajaban a Cañete. La ciudad estaba de aniversario y ellos, como en tantas otras ocasiones en distintas comunas, colegios, hogares de niños y de ancianos que los requirieran, harían vibrar con sus marchas, himnos y el show al que daban vida con los hits del recuerdo o de moda. A cambio, se nutrirían de nuevos y más aplausos. Aranguz se consuela pensando en que, quizás, el fallecido sargento segundo Wilfredo Rocha, sí lo tiene cumpliendo la misión que –en uno de los tantos sueños con él- le instruyó realizar. Y cuenta que en la escena el grupo se hallaba en una cabaña, en Antuco y, de pronto, todos -excepto él- subían a un jeep y se iban. “¡Tú no vas porque tienes que terminar de hacer la pega que te dejé!”, le decía Rocha. Posiblemente, piensa, que esa
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pega era formar a la nueva gente que se integró a la banda después del accidente carretero e imprimirle la mística del grupo al que llegó en 1993. Hoy, la banda instrumental del Regimiento Reforzado n°7 “Chacabuco” la dirige el suboficial Pedro Espinoza, quien salvó con vida. El día de la tragedia visitaba a su padre enfermo en Puerto Montt. “Éramos una familia al punto que si alguno de nosotros tenía un problema, se paraba al frente y lo exponía. Todos le dábamos consejos, conversábamos y lo ayudábamos”, refiere este músico de 44 años, casado y padre de Nicolás (21) y Benjamín (14), que ahoga más de un sollozo al recordar que –de alta, pero en silla de ruedas- regresó al regimiento; fue hasta la sala de ensayos y se enfrentó a la realidad. Imposible no evocar “lo que hacíamos, lo que conversábamos. Veía cada una de sus caras en los asientos vacíos. Fue una pena tremenda…”, dice, antes de sumirse en un largo y profundo silencio. El saxofón, que aprendió a dominar en el Liceo Carolina Llona de Cuevas en Maipú, su ciudad natal, era lo suyo aunque aprendió a tocar trompeta, clarinete y barítono. Hasta el día del accidente, sin embargo, tocaba el corno francés al igual que el fallecido sargento primero Carlos Aguilera Ceballos, con quien tenía un proyecto de instalarse con un restaurante cuando jubilaran. “Él se manejaba con los asaditos”, dice. Hoy, no pierde las esperanzas de concretar esa idea, pero de la mano de su hijo menor, Benjamín.
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Y cuenta que padre e hijos son capaces de llevar bien la casa; de limpiar y cocinar porque con su esposa Gloria Vivallos Barahona los han criado bien independientes. “Mis hermanos y yo fuimos muy sobreprotegidos; mi madre nos hacía todo, pero uno sufre cuando tiene que dejar la casa. Yo aprendí a cocinar en el Ejército”, dice, aunque ingresó a la institución pensando siempre en ser músico, su aspiración desde niño.
La carta Veinticinco eran los músicos del Chacabuco al mando del suboficial Guillermo Reyes Pineda, pero el día de la tragedia, sólo 21 fueron a Cañete a cargo del suboficial Jorge Miranda Pedreros. Al igual que Aranguz, todos eran egresados de la Escuela de Suboficiales con el grado de Técnico Nivel Superior Músico Instrumentalista con distintas menciones, excepto el soldado conscripto Roy Reyes Sáez (18)- tambor mayor de la banda de guerra del Regimiento- a quien
Suboficial Jaime Aranguz Rojas
ese día la Municipalidad de Cañete lo declararía Hijo Ilustre. Su familia es cañetina y su madre trabajaba en el edificio consistorial. En el accidente el joven falleció. “Roy Reyes sabía tocar porque era parte de una banda instrumental de Lota que dirige un ex suboficial de la Armada. Él quería ser militar; participaba con nosotros para aprender las formas militares y podía desenvolverse como músico sin ningún problema. Esa banda fue semillero de buenos músicos, muchos de los cuales están hoy en la Escuela Militar. Buenos músicos han salido de acá”, dice, en referencia a los 800 músicos integrantes de las 30 bandas militares hoy en el país. Tres cartas habían requerido la presencia de los chacabucanos en Cañete para aquel funesto día. Habían rechazado dos invitaciones anteriores porque el grupo tenía una presentación en Los Ángeles el viernes 10 de noviembre y estimaban que llegarían muy cansados para partir al día subsiguiente a Cañete, pero la tercera –cuenta Aranguz- venía del comandante en jefe de la III División de Ejército –todavía con asiento en Concepción-, en la que disponía que la banda tenía que asistir. “Me acuerdo de eso, porque el Willy (Rocha) expresó: “Dijimos que no y siguen insistiendo”. Aranguz no fue ese viernes 10 a Los Ángeles y junto a otros tres militares, se quedó para
organizar la despedida a Pedro Alegría que se iba destinado a Iquique. Le prepararon un asado y como nunca, todos se quedaron desde las 6 de la tarde hasta medianoche, momento en que el suboficial Pedro Espinoza y el fallecido Álex Cárdenas se retiraron para ir a tocar al ya desaparecido Restaurant Millaray. Con esas presentaciones, complementaban sus exiguas remuneraciones. El domingo 12, a las 8.30 horas, los convocados se juntaron en el cuartel y media hora más tarde partían a su destino. La prensa de la época consignó como causa basal del accidente “exceso de velocidad”, pero el hombre del corno francés se percató del cansancio del conductor Juan Macaya . “Cuando íbamos para allá, siempre, siempre, siempre parábamos a comprar tortillas y chuchitas (mariscos) en Laraquete. Las señoras se subían al bus y nos daban un poquito más. Yo vi bajar al conductor y volvió con un café; se había mojado el pelo, pero nunca pensé nada. Como estaba lloviendo, estaba helado y él iba solo en la cabina (del bus Hualpén), posiblemente pegó un pestañeo y pasó lo que tenía que pasar. Tal vez estaba cansado y como nadie le iba conversando, pegaría su (….)”. Tiempo después, otro conductor que los movilizaba casi siempre, le participó que a él lo mandaron a Osorno y que el reemplazante Juan Macaya había ido el sábado a Los Ángeles a una actividad; cuando volvió en la tarde,
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Suboficial Jaime Aranguz Rojas
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entregó su máquina y aparentemente asistió a un matrimonio. “Lo llamaron tarde para avisarle que iría con nosotros. Sacando cuentas, él se fue a su casa, y se levantó temprano porque el bus estaba impecable cuando llegó a buscarnos a las 8.30 horas”, dice, a modo de explicación de por qué pasó lo que pasó.
Destino final II “Sí. Yo tenía la mala costumbre -casi todos en realidad - de ponernos audífonos y hacer tuto, pero ese día íbamos viendo Destino final II. Yo no había visto esa película y estaba muy buena. Cuando terminó, mi sargento Rigoberto Vega dijo: “Capaz que choquemos”. “¡Oye viejo no digai leseras! - le contestamos-; Quédate sentado y tranquilo”. En seguida mi suboficial Jorge Miranda se paró y puso El Transportador II. Ahí ocurrió el accidente. Yo iba despierto. ¿Qué hizo el bus? Se sintió algo largo, pero fue corto. Primero fue un sacudón cortito, como que algo pasa. Nos fuimos hacia la izquierda, luego hacia la derecha y cuando íbamos hacia la derecha, vi unas ramas. Me puse en posición fetal, me agaché y me apreté. Siempre escuchaba los cuentos de los paracaidistas que cuando saltaban, se agachaban y apretaban. Pasamos la baranda y caímos a la entrada del puente Quelén Quelén. Cerré los ojos y sentí como que iba volando; luego, un golpe bien fuerte”, relata. Aranguz iba sentado al lado de Alex Cárdenas, quien dormía. Sintió un golpe y se pegó
en el hombro y luego otro más antes que el bus quedara tumbado en dirección al río; cuando volvió a abrir los ojos, estaba mirando hacia atrás. Su compañero de asiento ya no estaba a su lado y otros sangraban y no se movían. “No se escuchaba nada; miré hacia afuera y el vidrio
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estaba quebrado. Vi pasto y agua. Chuta, dije, caímos al agua y el bus empezó a deslizarse. ¿Cómo salí…? , no me acuerdo. De pronto me vi nadando, el pie derecho lo sentía raro y sin el zapato. Me acerqué a una roca – después vi que no estaba a más de medio metro de distan-
Suboficial Jaime Aranguz Rojas
cia del bus- pero nadar hasta ahí fue tremendo. Me afirmé, miré hacia la derecha y vi al Rubens Rodríguez con toda la cara ensangrentada. Me sentía así como cuando uno va corriendo y da lo último de sus fuerzas. Lo lógico habría sido que me hubiera arrastrado hacia la derecha, que me quedaba más cerca para que me sacaran, pero me dejé llevar por el agua hasta que encontré un hoyo y como pude, me senté. El empeine era una pelota grande. Pensé en que era una fractura y el brazo izquierdo no lo podía mover”. Desde su posición, Aranguz veía el bus al frente y al suboficial Aguilar quien, por el hielo del agua no sentía las piernas .Entonces se agachó y lo sentó a su lado.
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O Jonathan Reyes, pero no puedo decirle con certeza a quién se llevaba la corriente. Caímos a la parte más profunda del río; al otro lado, la profundidad no era más de 50 centímetros. En el Hospital de Cañete, adonde llegó con cuello ortopédico tras ser rescatado por los Bomberos, antes que a él y a otros cuatro músicos sobrevivientes los trasladaran a Talcahuano, Jaime Aranguz jura que escuchó hablar a Wilfredo Rocha, el mismo camarada con quien se ha soñado en innumerables oportunidades. En el Hospital Naval ya lo
“Lo que sí – a pocos les he comentado- es que yo vi pasar a alguien por el agua. Iba de espaldas, levantó la cabeza, me miró, cerró los ojos, bajó la cabeza y siguió. No supe quién fue. Su mirada fue “¡ayúdame!”, pero no podía hacer nada”. El experto del corno francés suspira y guarda nuevamente silencio. Luego, con un hilo de voz prosigue: “De repente me vienen esos recuerdos. Es triste no poder ayudar a alguien y eso lo voy a llevar para siempre”. -¿De verdad no se acuerda a quién vio pasar en el río? -Tengo la imagen, pero se me borró la cara. No sé quién era. No hay caso. Me dijeron que el cabo Guzmán había salido fuera del bus; Jorge Miranda también. Puede haber sido uno de los dos.
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esperaba su esposa y cuenta que a poco de entrar a pabellón, donde estuvo desde las 7 de la tarde hasta las 23.45 horas, le pidió a su esposa Gloria: “¡Preocúpate de estar con las viudas, porque yo no lo voy a poder hacer”, dice, todavía afectado por los recuerdos y porque a la luz de su relato, esposas y familias de sus camaradas eran también una partitura importante en la vida de estos músicos. “A ellas nunca dejamos de saludarlas en sus cumpleaños con un ramo de flores”, refiere y se refugia, una vez más, en un profundo silencio.
Suboficial Jaime Aranguz Rojas
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Aún así, desde sus nuevas obligaciones se las arregla para atender los requerimientos de la banda que ensaya “en una de las mejores salas que hay en el Ejército”, y que el grupo de 25 músicos armó cuando la modernización impulsada por el general (r) Juan Emilio Cheyre fusionó los regimientos Chacabuco y Guías, entre otros de Concepción y del país. Cuenta que se acomodaron en una cuadra de soldados del ex Guías, con baños para 100 hombres, instalaciones que rearmaron: cambiaron piso, revistieron paredes con cajas de huevos (aislante acústico), armaron clósets y colocaron puertas donde había que colocar. A punta de bingos, con el “Cachirupi” (Antonio Rojas Morales, de radio Punto 7 Concepción) como animador y un lleno total con más de 1.500 personas, juntaron recursos para terminar esa sala de música y comprar los instrumentos que faltaban, cuerdas y un amplificador.
A punta de bingos Bajo las órdenes del segundo comandante del “Chacabuco” trabaja hoy Jaime Aranguz, quien este año cumplió 26 años de servicio activo. Ya no puede formar (estar de pie) por las secuelas físicas del accidente y, por tanto, tuvo que alejarse de la banda. En el accidente se fracturó el omoplato izquierdo y el pie derecho que vive hinchado –“prácticamente me lo hicieron de nuevo”, dice- está expuesto a una artrosis severa degenerativa.
Hoy, Jaime Aranguz, mucho más gruesesito por la falta de ejercicios – “era el que hacía más barras”- vive el día a día. Su sensibilidad de músico militar sigue a flor de piel como también su afición por la lectura y la escritura de odas, pero siente que después de Cañete se ha vuelto mucho más generoso. Por eso, a Santa Cecilia, la patrona de los músicos, le pide por la unidad de la banda en la que ya no queda prácticamente nadie de sus antiguos camaradas. “Si hay unidad y se mantiene lo que nosotros logra-
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mos, será un ejemplo para todos, pero muchos viven su metro cuadrado; no comparten”, dice, convencido de que los arreglos que está haciendo en su casa, por ejemplo, que le han significado cuatro meses de trabajo y varias cajas de cerámicos apiladas en un rincón del comedor, lo habría logrado en un abrir y cerrar de ojos con sus antiguos camaradas. Es que si alguno se cambiaba de casa o tenía que pintar o hacer cualquier cosa, “todos íbamos a ayudarle. Éramos inseparables”. La pena infinita por la pérdida de 14 compañeros, a pesar de todos los tratamientos sicológicos que posibilitó la institución, le impidió por años visitarlos en los cementerios de Penco (6), Lota (2), Coronel (2), Santiago (1), Puerto Montt (2) y Concepción (1); celebrar su cumpleaños o el Día del Padre. “Encontraba injusto que me estuvieran haciendo un regalo en circunstancias que los otros niños ya no tenían a su papá”, resume.
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Sargento segundo José Escobar Roblero
Un militar con alma ochentera No guarda buenos recuerdos de su padre, pero a su madre la adora tanto como a sus hijos Maite y Cristóbal. Admite que de por vida agradecerá la generosidad del fallecido sargento segundo Rigoberto Vega Urra, pero dice que no le dieron las fuerzas para ir en su rescate al bus. En vez de eso, siguió el curso del río Tucapel hasta hallar al jefe de la banda, Jorge Miranda, aferrado a unas ramas y con la ayuda de civiles lo izó atándolo a un cordel. Como sus compañeros, estuvo a punto de sucumbir, pero le pidió ayuda a Dios y encontró la salida cuando ya se visualizaba en un cajón y a su mujer con su guagua recién nacida en brazos, velándolo. “Hasta el día de hoy guardo el piluchito con el que lo vi ese día”, dice.
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Sargento Segundo José Escobar Roblero
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uitado de bulla pero mal genio resultó ser el sargento segundo José Escobar Roblero. Lo hallamos en Coyhaique, bien contento con su nueva vida entre majestuosas montañas blancas y pardas, al lado de sus hijos Maite (4) y Cristóbal (9) y de su mujer Yeruphza Curimán Hauser, a quien conoció recién egresado de la Escuela de Suboficiales en una iglesia evangélica, en Concepción, y armaron su propia familia. No ha sido fácil la vida del “flaco” Escobar -como le dicen sus amigos sobrevivientes de la tragedia de Quelén Quelén-. Pero supo salir airoso de la pobreza, los duros castigos del padre en su infancia, las peripecias económicas de recién casado -“siendo un pollito aún”- y de una mala experiencia como instructor cuando acababa de ingresar a la planta del Ejército, después de un satisfactorio servicio militar en Angol. Tras 19 años en la institución, este saxofonista piensa que a pesar de todo no pudo quedar en mejores manos. “En el Ejército me cambió la vida”, dice bien orgulloso de su uniforme y de su juramento que, como egresado de la Escuela de Suboficiales con el título de Técnico de nivel superior, mención músico militar, hoy forma parte de la banda del regimiento N° 14 de Aysén al igual que Marco Rosel y Rubens Rodríguez, sus dos compañeros de infortunio en Cañete.
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Poco o nada hablan entre sí de aquel episodio que sepultó una de las mejores bandas militares del país. “Aquí he surgido un poquito más”, cuenta de su nuevo destino. Y es que aparte de un mejor sueldo, fuera de sus horas de servicio integra dos grupos musicales. “Por aquí hay pocos bronces”, dice, y su experticia como saxofonista le ha abierto puertas en el mundo civil. Así llegó a ser parte de Los Boogie Band (música de los 70 y 80), con quienes se presenta en el casino Dreams y de Los Mariachis. Y de esta experiencia como charro - por primera vez sonríe en las más de dos horas que conversamos- cuenta que son bien requeridos por sus atuendos y serenatas. En cosa de minutos logran que las parejas se abuenen, aunque también han vivido bochornos. En cierta oportunidad fueron contratados por un varón que, desde Santiago llegaba a limar asperezas con su pareja. Ellos iban a estar en un café y el grupo debía aparecer cantando y con un ramo de rosas para la joven. El personaje les pagó por anticipado. Ensayaron como correspondía y llegaron a la cita en los términos convenidos. Pero, “apenas la niña nos vio, se puso a llorar desconsolada. Nosotros cantábamos y ella le gritaba y representaba todas las canalladas que le había hecho. Toda la gente en el café nos miraba. Fue eterno. Al final, nuestro cantan-
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te le entregó las rosas a la niña y nos fuimos… No sé si terminó tirándoselas por la cabeza, pero la vergüenza que pasamos fue grande”.
Con un pie adentro y otro afuera De Collipulli y el menor de cuatro hermanos es este hombre de 37 años que se encoje entero con sólo recordar las palizas del progenitor. “Yo fui el conchito y la diferencia de edad entre los dos fue grande. Tenía más de 60 años cuando nací y no estaba ni ahí para andar jugando conmigo. Él nos miraba no más y teníamos que adivinar qué estaba pensando o si no era un chicotazo seguro. Fue castigador con los tres menores. A mi hermana mayor, hija de mi mamá, nunca le tocó un pelo y por defendernos ella lo enfrentaba”.
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Por entonces, y con apenas 19 años, tenía a diez o doce soldados a su cargo y debía instruirlos desde cómo se entalla la ropa hasta las formas militares. Dormía poco. Era el último en acostarse y el primero en despertar para levantar a sus hombres, acompañarlos todo el día y planificar la jornada siguiente. En el primer período “uno es el papá de los soldaditos. No puede despegarse de ellos. Después, sólo se les asigna un clase de servicio para toda la compañía, porque ya saben lo que tienen que hacer: levantarse, afeitarse y cuidar sus calcetines, que no se pierdan”. Tras el incidente con Mellado empezó a buscar alternativas, pero siempre al interior del Ejército. Un día cualquiera, caminando por las inmediaciones del regimiento, en Angol, escuchó música y se acercó a la sala de ensayos. Hasta entonces no se había percatado de esas instalaciones.
Aunque de pequeño Escobar se familiarizó con la música, entre sus planes no figuraba una carrera en este plano, pero el suceso con un conscripto de apellido Mellado, campesino, de escasos recursos y educación, decidió su destino en el
Ejército. Lo acusó a sus superiores porque “se me estaba pasando la mano con él” y lo dejó con un pie adentro y otro afuera de la institución. Con el tiempo agradeció al acusete de Mellado. “Como instructor no habría durado mucho…”, reconoce.
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Recuerda que en un momento salió el jefe de la banda y le preguntó qué hacía parado ahí. “¿Te gusta la música?” –le preguntó- y Escobar respondió que en la Iglesia Evangélica de su pueblo había aprendido guitarra, bajo eléctrico, batería y teclado. “¡Pero acá no puedes andar desfilando con guitarra!”, le advirtió su interlocutor; a lo que él contestó presto: “Mi suboficial, si usted me enseña cualquier otro instrumento, yo voy a aprender” y la respuesta fue: “¡Me gustaste; me gustó tu actitud!”.
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Así, durante un par de meses, con 19 años, fue parte de la banda instrumental de Angol antes de partir a la Escuela de Suboficiales en busca de un título. En enero de 2000 se integró a la banda del Regimiento de Infantería N°7 “Chacabuco” la que conoció de oídas por sus compañeros de promoción. Todos le decían que era muy buena y Concepción, una ciudad espectacular para vivir. Una vez aquí poco duró soltero y sin compromiso. No tardó en convertirse en papá de Cristóbal. Como cabo ganaba $160 mil mensuales y sólo en pañales para su guagua gastaba 40 ó 50 mil aunque el Ejército le proporcionó departamento fiscal. Es un agradecido, por eso, del fallecido sargento segundo Rigoberto Vega Urra quien lo llevó con familia y todo a vivir a su casa nueva en el sector de Collao, en Concepción. Les pasó el segundo piso completo. “Ni siquiera nos pedía para comer, nada. Fue muy generoso. Vivimos varios meses y formamos lazos muy fuertes. No era un simple colega de trabajo. Nos levantábamos, nos íbamos juntos al regimiento, compartíamos allá, regresábamos y seguíamos conviviendo en la casa. Mi señora cuidaba a sus dos hijos, porque su esposa pasaba meses con sus padres en Santiago. Era todo lo que nos pedía hacer por él”. Pero sus problemas económicos siguieron estando ahí, igual que siempre. Una semana antes del accidente en el puente Quelén Quelén
, cuando su guagua tenía cuatro meses, había indagado adónde poder irse y un compañero le sugirió que eligiera Coyhaique o Punta Arenas para “afirmarse”. Decidido comenzó a hacer los trámites con sus superiores, pero “tuve puras negativas y hasta se me salieron las lágrimas cuando se lo conté a mi señora”.
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Prosigue: “¡Mire cómo son las cosas! Estaba en el Hospital Naval cuando llegó la Presidenta y el comandante del Ejército a saludarnos. Se fueron y volvió el ayudante de mi general Óscar Izurieta Ferrer y nos dice: ¿saben qué muchachos? Mi general les manda a decir que pidan lo que quieran y lo van a obtener. Incluso si se quieren
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ir destinados a otra parte, a cualquier parte de Chile, háganlo presente en los escalones que corresponden y nosotros nos encargamos del resto. ¿Sabe? Ahí me dije: ¡esta es mi oportunidad y así fue! El accidente fue en noviembre de 2006 y en febrero de 2007 yo estaba en Coyhaique”. La sicóloga Rosa Burgues, que los acompañó en el tratamiento, les había aconsejado que si podían cambiar de ambiente lo hicieran, que sería más fácil ambientarse en un lugar nuevo. Quedarse en la misma banda significaría empezara a hacer comparaciones con los nuevos que llegaran y extrañar a quienes habían partido.
“Me vi muerto en un cajón” El día del accidente, ese lluvioso 12 de noviembre de 2006, José Escobar fue el último de los sobrevivientes en salir del bus. Su amigo, el sargento Vega Urra y por el único que preguntaba en el hospital, sucumbió al golpe y al agua. A la memoria de Escobar sólo acuden flashes de aquel episodio y a sus ojos verdes infinita tristeza. Recuerda –y se inquieta mientras hurga en su mente- un silencio eterno mientras el bus Hualpén volaba puente abajo, el impacto contra una antigua estructura en el lecho del río, su espalda pegada al techo y su cuerpo deslizándose hacia delante de la máquina. Después agua, agua y más agua oscura mientras intentaba tomar aire y luchaba por encontrar una salida.
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No sabía por dónde salir. En su intento por librar con vida tocaba zapatos, pantalones, piernas de sus compañeros que, como él, también buscaban frenéticamente la salida. Cuando ya no le quedaba aire “me vi muerto en un cajón; vi a mi señora y a mi guagüita con un piluchito que hasta el día de hoy lo guardo…. Ya me estaba entregando porque no tenía fuerzas. Lo último que pensé fue: “¡Ya, Señor, ayúdame…!” ¿Sabe? terminé de pensar eso y vi una ventana chiquitita, pero lejos, muy lejos y con la última fuerza que me quedaba, me impulsé, la pasé, salí a flote. Respiré, respiré, respiré”, dice con un nudo en la garganta. Afuera del bus ya estaban sus colegas sobrevivientes. “Mi suboficial Aranguz estaba muy mal; cerraba los ojos y Aguilar le decía: “¡Ya po mi suboficial! si usted tiene hijos…” Le daba ánimo, pero él se quejaba de dolor”. Arriba, en el puente dos compañeros –Rodríguez y Vivanco- pedían ayuda a los vehículos que pasaban. No sabe cuánto tiempo más permaneció en el agua hasta que se acordó de la cabeza, de la nuca de alguien más bien, deslizándose río abajo y una mano intentando nadar. La imagen de quien resultaría ser Jorge Miranda, el jefe de la banda, se le quedó para siempre en la retina. Como pudo, relata, salió del agua, se refugió entre unos roqueríos y se quedó observando el bus sumergido. “Yo sabía que, a lo mejor, había colegas tratando de sobrevivir, pero sin encontrar la salida. Yo quería volver. Algo me
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El rescate En eso estaban cuando, en lo alto del camino vieron gente. Les tiraron una cuerda, “agarré a mi suboficial y lo amarré, pero él se quejaba… era una tortura subirlo así. Ahí supe que él no estaba bien. Lo sacamos como pudimos. Yo me fui caminando hasta salir del río un poco más abajo, como volviendo hacia el puente y vi tirado a mi suboficial Miranda. Recuerdo que le rompieron la camisa y no sé si le estaban haciendo un trabajo de reanimación, no sé… Lo vi y pasé. Había un vehículo particular y el conductor me dijo: “¡Vamos, lo llevo al hospital!”… Nooo, si estoy bien… “¡Vamos, lo llevo al hospital!”, insistió… y me fui del lugar del accidente. Después empezaron a llegar los colegas sobrevivientes y dos soldados”.
decía que tenía que ir, pero mi otro yo no me dejaba;,no quería tocar el agua. Entonces, me fui caminando por la orilla, buscando esa cabeza que había visto pasar. Yo sabía que estaba vivo porque movía su mano. Había una curva y cuando avancé, vi a mi suboficial Miranda afirmado a un árbol, desorientado. Estaba de pie. Me acerqué y me dijo: “¿Escobar, dónde estamos…?” Mi suboficial -le contesté- tuvimos un accidente; íbamos a Cañete”.
-¿Usted siente que pudo haber hecho más por sus compañeros? Sí… pienso que tal vez pude haber hecho algo, pero era tanto el terror que le tomé al agua en ese minuto que... Tenía dos posibilidades: haber ayudado o haberme quedado adentro. Cuando salí del bus, traté de mantener la calma y no llorar. Me duró hasta que me subieron al vehículo y me llevaron al hospital. Antes, todo era confuso… estaba en shock porque estuve a punto de morir. Aparte de una contusión a la cadera, este sargento segundo resultó casi ileso en el accidente.
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“Fui tocado por la varita del de arriba”, dice. La tristeza lo golpearía después, cuando volvió a la sala de música a sacar sus cosas del casiller, pues sabía que el de al lado lo ocupaba el fallecido cabo segundo Jonathan Reyes Aguayo. “Eso para uno es…está el nombre, pero no la persona”. A punta de terapia todos se fueron sobreponiendo. Con el tiempo, que cura todo, dice, cada uno de los sobrevivientes le fue buscando el sentido a esa experiencia. Y recuerda, en particular, la ceremonia de despedida que se le hizo a los fallecidos en la sala de música del regimiento de Infantería N°7 “Chacabuco” bajo la mirada atenta de la sicóloga Burgues. Así, poco después de la fecha fatídica, todos medianamente recuperados de sus penas y heridas, los siete músicos chacabucanos tuvieron que despedir en la sala de música a cada fallecido,verbalizando el mejor recuerdo o cualidad que atesoraran. “Con ese ceremonial uno quedaba un poco más tranquilo. Estábamos todos ahí y la sicóloga decía: “Le vamos a dar la despedida a Wilfredo Rocha”, al que todos describen como una persona excepcional por su sentido de humor. Entonces cada uno de nosotros iba y decía algo bueno. Rochita estaba ahí. O sea, lo imaginábamos sentado y lo despedíamos. Fue un momento complejo porque se nos caían las lágrimas, pero todos rescatamos lo positivo de quienes habían partido”.
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Una segunda catarsis colectiva ocurriría en enero de 2007 en el mismo lugar de la tragedia, en el puente Quelén Quelén, hasta donde viajó el grupo junto a la misma profesional. Llegaron allá, bajaron y cada uno por separado hizo una actividad que le pareciera importante. Así, el suboficial Miranda se reencontró con el control remoto que reposaba en su mano cuando sobrevino el accidente y José Escobar junto a Bridoir Vivanco rehicieron el trayecto de la caída del bus al lecho del río Tucapel: “Tomamos unas varillas y medimos la profundidad del río: 5 metros. Nos sacamos fotos y después de eso rehíce la ruta por donde salí, pero por arriba, o sea, por donde encontré a mi suboficial Miranda. Le saqué fotos al arbolito en el cual estaba apoyado. Todos quedamos más tranquilos. Después, la sicóloga nos contó que ella iba muy preparaba para hacer labor de contención en caso de que alguien se afectara. No pasó nada, todos estuvimos muy serenos”. -¿Será porque son militares y les enseñan más bien a ser fríos? No lo sé. No me lo había preguntado. La verdad es que después de ese accidente, la forma de ver la vida a uno le cambia mucho.
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-¿Usted cree que hay un antes y un después en su vida? Siempre fui un hombre ordenado, muy de familia, responsable. Uno creía que todo eso era como el 100%. Pero uno puede ser más… Hoy llego a mi casa, juego, disfruto -disculpe que me emocione, dice-, abrazo a mis hijos. Trato de aprovecharlos cada minuto, porque esta experiencia será para toda la vida y nadie me la va a poder quitar. -¿Hay momentos en que usted se quiebre o fechas que lo hayan marcado? La fecha del accidente. El resto del año también recuerdo a mis colegas, pero ese día puntual es de duelo. Incluso veo la hora -11.30 horas- y el recuerdo es más triste aún. Es que en ese grupo, nadie andaba con la cara larga. Nunca. -Y por acá ¿se le ha quitado el mal genio…? Sí, después del accidente ha bajado considerablemente mi mal genio. Antes iba muy al choque, era muy apasionado, pero uno entiende que no puede ir así por la vida. Cuando algo no me parece, lo digo pero más calmado. Ya estoy más viejo también.
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El pentagrama de un veterano Una trompeta anunció su destino. El sonido lo llevó de la ingeniería mecánica al Ejército, como músico militar. Batuta y paracaidista, todo en uno. Ahora es un veterano experto en bandas y en supervivencia, como lo demostró en noviembre de 2006, cuando fue uno de los siete músicos que lograron salir vivos, aunque con secuelas, del accidente que destruyó el mundo amable y romántico que la banda instrumental del “Chacabuco” había creado para sí.
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Suboficial (r) Jorge Miranda Pedreros
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ice arte” dice introspectivo. No hay duda, basta verle las manos. Los dedos largos, morenos, de yemas sensibles y movimientos voladores hablan autónomos. Cuentan que a los 10 años ya rasgueaban la guitarra, que después estiraron el acordeón, pulsaron las teclas del piano y acariciaron la mandolina. Eran las manos de un niño insaciable, buscaban música, música y más música. Ya maduro, su anhelo apenas disimulado es que todos se apasionen por ella tanto como lo hace él. “Hice arte -repite-, cosas modernas en las que vinculé a los músicos para que quisieran y amaran la música más que a ninguna otra actividad”. “
La cabeza entrecana, peinada con prolijidad, se inclina ligeramente hacia la izquierda antes de que la boca articule palabras. El gesto es repetitivo, como en los pájaros. ¿Tendrá oído de zorzal? Los ojillos vivaces, brillantes de oscuridad, y la fina nariz aguileña refuerzan la semejanza. A Jorge Sebastián Miranda sólo le falta trinar. Pero lo suple bien, el aleteo de su batuta puede hacer que una banda dé el tono preciso, o que un coro de mil voces suene como una sola. Sus inicios fueron en la iglesia evangélica a la que asistía con su familia, allí la música era como el pan, estaba en todas partes y seguía en casa. Cuando cursaba segundo medio, su madre (Ruth) le regaló una trompeta un tanto
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antigua, pero buena, una Hult alemana enfundada en mezclilla café. Como no tenía idea qué hacer con ella, intentó suplir su falta de experiencia recurriendo a un vecino que formaba parte de la banda del regimiento de Los Ángeles, la ciudad donde se crió. Pero al visitarlo para pedirle que le enseñara a tocarla, éste le explicó que era saxofonista. El inconveniente no lo amilanó, logró que le presentara a los trompetistas de la agrupación y asistió a los ensayos dos tardes a la semana, como aprendiz. En 1982, con su trompeta en la boca escribió las primeras notas en su pentagrama de músico militar. En 1983 entró al Ejército, consciente de las posibilidades que la institución ofrecía para alguien con inquietudes artísticas como él. Sus estudios en el Liceo Industrial A-65 de Los Ángeles recién le habían otorgado el certificado de Técnico en mecánica con mención en máquinas y herramientas. Con ese equipaje, al que sumó su Hult regalona, viajó a Santiago para postular a la Escuela de Suboficiales, “allí tuve que dar un examen de conocimientos de música y me aceptaron. Ingresé al curso, en cuatro semestres obtuve la carrera de Técnico en nivel superior con mención en músico instrumentista”. Con el título en la mano, ya estaba listo para integrarse a una banda y comenzar a vivir su sueño de adolescente. Esa era una buena opción para quienes querían ser músicos hace 30 y tantos años, enton-
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ces no existían tantas oportunidades ni orquestas infantiles y juveniles. “Hoy es fácil, si un niño quiere aprender música es cosa de llevarlo a una academia”. Las manos refuerzan las palabras, revelan el temperamento que la voz oculta. El pentagrama de Jorge Miranda comenzó a llenarse de notas. Después de la trompeta siguió con el fliscorno soprano o flügelhorn. A principios del siglo XIX este instrumento en Alemania lo usaban para dirigir las partidas de caza, después pasó a las bandas militares. Parecido a la trompeta, produce un sonido un poco más aterciopelado que ésta, más pastoso. Tras obtener el diploma de músico hizo un curso de jefe de banda y más tarde una capacitación para directores de orquesta auspiciada por la Fundación de Orquestas Juveniles e Infantiles. “Yo postulé como músico militar, era el único militar, y conocí a directores de todo el país, de Arica a Punta Arenas”. Además, en 2005 tomó un curso de dirección orquestal en la Universidad de Concepción, con el maestro argentino Luis Gorelik. De los 21 alumnos, sólo tres eran chilenos. Añora esos tiempos, la cabeza está inclinada unos 40 grados. “Siempre me relacioné con el mundo civil, con las orquestas. En nuestra sala de ensayos tuve a directores como Vladimir Simkin, cuando venía a dirigir la Sinfónica de Concepción. También a Víctor Hugo Torres,
Suboficial (r) Jorge Miranda Pedreros
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quien en la actualidad está en Sao Paulo”. Tener a Simkin con la banda constituyó todo un logro. Él ha trabajado con las orquestas más importantes de Rusia y ha dirigido en casi toda Europa, Japón, China, Hong Kong, República de Sudáfrica y México.
El nuevo Miranda “Me desenvolví en un ambiente donde la música es permanente, constante y vinculada no tan sólo al Ejército, sino también a la comunidad”. Hace una pausa, inclina la cabeza hacia la izquierda -como siempre- y se regodea íntimamente con lo de vinculación. Claro, le encanta, por eso estudió comunicaciones y relaciones públicas a los 47 años, después de su retiro. “Yo creo que tengo una habilidad innata, siempre me relacioné con el mundo civil, con las orquestas, generaba vínculos, conocía gente”. A los 50 años está reinventado. Para él “la posibilidad de tomar nuevos rumbos y abrir brechas es permanente”, como lo demostró al retirarse del Ejército en marzo de 2011. Ese mismo año ya estaba matriculado y estudiando. “Mi cambio fue dinámico y no me generó ningún inconveniente”. Sin olvidar su pasión más profunda, logró perfeccionar aquellas intuidas mientras aprendía defensa personal, manejo de armas o paracaidismo. Del cuartel saltó a maestro de ceremonias, moderador en debates, locutor radial, planificador de eventos, relator… Jorge Miranda no para.
En la actualidad ofrece cursos con código Sence a conductores profesionales, es que tiene licencia de casi todas las clases, letras y números imaginables. De las profesionales clase A1 y A2, hasta las clase F. Su F1 impacta, parece la superlicencia de fórmula 1, pero no, en Chile es
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especial para vehículos de las Fuerzas Armadas, policías, Gendarmería y Bomberos. Los remanentes de vivir 27 años como militar afloran al menor estímulo. No sólo se aprecian en la cabeza indespeinable o en la mesura de la actitud y de las palabras, también en que el
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aspecto protocolar de la convivencia le fascina, así que para completar los conocimientos de su nueva profesión, en 2013 hizo un curso en la Academia Diplomática Andrés Bello, del Ministerio de Relaciones Exteriores. “Soy observador y tengo un ojo clínico en eso. Cuando voy a ceremonias detecto las falencias y detalles y advierto dónde uno podría aportar”. Reconoce que su pasado militar le da una “postura distinta frente al trabajo, a la responsabilidad, a la innovación y al cumplimiento de tareas”, lo que le ayuda a disciplinarse para conseguir metas y alcanzar satisfacciones. “En términos sociales me siento bien, cómodo, me gusta lo que he hecho, mis logros, y me gustaría lograr mucho más”. Mientras obliga a los dedos a encadenarse unos a otros para que no delaten la intensidad de sus aspiraciones, cuenta que entre ellas destacan “potenciar lo que hago en el área de las comunicaciones y las relaciones públicas. Un profesor me está diseñando un logo corporativo que me identifique. A continuación quiero construir una página web y luego tener una agencia de asesorías comunicacionales, especialmente en el ámbito de ceremonial y protocolo”. Hay perseverancia debajo de la piel. No es evidente, pero ahí está, invariable, definitiva. Es la perseverancia del veterano, esa que le permitió a su cuerpo seguir viviendo.
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“Flaco, ¿qué pasó?” Llegó tarde al asado del viernes 10 de noviembre de 2006, con el que despidieron a un compañero que sería trasladado a Iquique. “Aunque era asado, le dábamos formalidad: usábamos mantel blanco, vajilla, todo. Veníamos 10 de Los Ángeles, donde tocamos en una cena importante reforzando a la banda de allá”. Los dedos permanecen reprimidos en las palmas sudorosas, negados al tacto del exterior. “El cabo Cristián Mena llevó una cámara y grabó. En algún momento se le ocurrió que cada uno dijera algunas palabras…Yo tengo ese registro…Las últimas palabras de los fallecidos están ahí, guardadas”. Deja la cabeza inclinada hacia la izquierda por un rato largo y revive los recuerdos en secuencia cronológica: termina de escuchar la grabación del viernes. Le toca ir a cargo de la banda porque el director titular tuvo que ausentarse. Vuelve a vestir uniforme, a tomar café con el chofer (Juan Macaya), a hacer formar a su gente para repasar detalles. De nuevo se acomoda en el primer asiento y ve subir a los músicos al bus. Juan Macaya pone una película en el DVD, ubicado en el tercer asiento, y deja otras a mano por si desean cambiarla. Oye su propia voz pidiéndole al chofer que inicien el viaje. Reclina el asiento y se adormece un poco. En el puente Llacolén se da cuenta que les habían puesto Destino Final II, no puede verla bien
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desde su ubicación, pero siente un pinchazo en el estómago y le cruza la idea loca que es un anuncio para ellos. Desecha el pensamiento y se duerme. Pasado Curanilahue la película termina y ponen Cementerio Palpito II. Despierta con los garabatos, pide el paquete de discos y la cambia por El Transportador II. Se queda en el tercer asiento, al lado de Carlos Aguilera, con el control remoto en la mano (todavía lo conserva). Dormita. “Ahí me encontró el accidente. Yo veía la señalética de la carretera entre las cortinas que separaban la cabina del conductor, que estaban levemente corridas. El bus zigzagueaba, veía la señalética que pasaba rápido, más rápido… los cerros…Fueron segundos”. ¿Cuántas veces se repetiría mentalmente esta rutina torturante? No sabe, muchas, demasiadas. Después de ella viene el vacío, la nada. “Soy el único sobreviviente que no tiene registro de ese espacio, de cuántos minutos fueron…”. Las manos, al fin liberadas, siguen explicando lo que su cerebro aún no termina de asimilar. Van hacia abajo para dar cuenta de la caída, se elevan al indicar el nivel del agua que subía y subía, señalan el techo del bus, las rutas de escape, las orillas del río. Al reconstruir los hechos le contaron que uno de los músicos salió por una ventana, otro rompió el parabrisas con la cabeza y el resto salvó por la escotilla. Sin embargo, lo único que
Suboficial (r) Jorge Miranda Pedreros
sabe de su milagro personal es lo que le dijo su compañero José Escobar, que 100 metros más abajo lo encontró en estado de shock, parado en la saliente de un muro de roca en el río. “No tengo idea de cómo me subí ahí, no había nada, ni siquiera una rama de la que agarrarse”. “José, el que me pilló, dice que yo lo mencioné, que le preguntaba ‘Flaco, ¿qué pasó? ’, pero yo tengo eso borrado. Sí me acuerdo de la respuesta: ‘Mi suboficial, tuvimos un accidente”. José Escobar pidió ayuda y llegó un lugareño, quien subió a la carretera, hizo parar una camioneta y consiguió una cuerda. Con ella Escobar lo amarró y tiró de él hasta sacarlo. Conoce el lugar porque se lo mostraron después. “Lo más probable es que en unos tres o cuatro metros bajo el agua haya tenido la capacidad de sobrevivencia y de salir a flote nomás…”.
Los retazos se unen La conciencia le volvió, abrió los ojos y vio la cara de Escobar sobre la suya. Tardó unos instantes en darse cuenta que los gritos desgarradores provenían de su propia garganta, que el dolor intenso que los causaba era de su cuerpo maltrecho. “Llegaron los Bomberos y me cortaron la ropa para sacármela, estaba con principio de hipotermia. Me cubrieron con frazadas y los del Samu me pincharon. Escuché la palabra morfina”. Otro largo periodo de oscuridad.
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Medio despertó en el Hospital de Cañete, todo entablillado, y en esta ocasión escuchó gemidos ajenos y algo de “¡urgente al Regional!”. De nuevo el vacío piadoso. Leves e intermitentes estados de conciencia le permitieron percatarse de estar en una camilla, de un helicóptero, del movimiento de la camilla. Diagnóstico en Concepción: traumatismo pulmonar severo, fractura de clavícula derecha y de húmero izquierdo, posible fractura de pelvis, contusiones y luxaciones múltiples. Pasó un mes y una semana en el Hospital Naval y casi un año de terapia antes de reintegrarse a su banda. El lunes a mediodía recién se enteró de lo que había pasado el día anterior, nadie le decía nada. Pese a esto, consiguió una radio pequeña y sintonizó la Bío Bío, donde leyeron la lista de fallecidos. El duelo lo llenó entero, lo desbordó y siguió creciendo sin control posible. “Cada nombre que empezó a salir fue como una clavada en el corazón. Ese fue el momento más difícil y doloroso para mí…No podía creer que quienes habían salido conmigo esa mañana ya no estaban”. Necesitó de testigos para comprender su propia historia, su pena negra y, pese a ella, sus ganas de seguir dándole sentido a la existencia. Ahora sabe, gracias a las sesiones grupales con el sicólogo, que dio ánimos a sus compañeros en el Hospital de Cañete, que casi muerto les decía: “¡Vamos a salir adelante!”. También sabe
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a quién agradecerle el poder estar con Margarita (su esposa) y sus hijos. Entre muchas otras, hay dos personas esenciales, José Escobar, por supuesto, y la doctora Alejandra Pedraza. En esa época ella era una médica joven que pertenecía al Servicio de Salud de Cañete. Pasó en su auto poco después del accidente y paró. Con la frase “permiso, yo soy médico” se abrió paso, evaluó a los heridos y acompañó al más grave, Johan Parra, quien tenía pérdida de masa encefálica. “Él se estaba muriendo y ella se quedó con él, hablándole. Le tuvo la cabeza entre las manos hasta que llegaron los de urgencias. Ella lo entregó y se fue, no le dijo nada a nadie, se fue nomás”.
Suboficial (r) Jorge Miranda Pedreros
“Yo creo que la vida de Johan dependió de ella. Le hablaba, lo animaba con el fin de que no se fuera. Lo instaba a que luchara y lo consiguió”. Estos retazos los incorporó a la memoria por un bombero de Cañete y por su compañero Jaime Aranguz. Desde que los oyó se dedicó a buscarla por Chile, hasta que la encontró en un pueblito sureño cercano a la frontera con Argentina. La doctora Pedraza visitó a la banda una sola vez, la sorprendió en la sala de ensayos. “Estaban todos mis músicos allí, los nuevos y los sobrevivientes. Ella entró, vio los rostros… Se emocionó mucho. Nos contó un poco… Yo le sigo los pasos”. Si él no estaba preparado para lo que le ocurrió, su familia menos aún. ¿Cómo se enteraron? “Mi mamá supo porque la llamó, no sé si mi hermano o alguien”. Se vinieron de inmediato. Margarita Valdebenito, su esposa, estaba en casa de su padre. La llamó un hermano desde Melipilla: ¿Maggi, estás viendo las noticias? Noo. ¿Y mi cuñado? ¿Jorge dónde está? Anda trabajando en Cañete, con la banda. Enciende el televisor. “Fue un caos. Mi hijo menor, Jorge, estaba pequeño y quedó muy afectado. Tomaron el vehículo y partieron en dirección a Cañete con la
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radio encendida”. Escucharon que lo trasladaban en helicóptero al Hospital Regional, así que dieron la vuelta y lo esperaron allá. Nazaryh y Belén, sus hijas mayores no lo pasaron nada de bien.
El arte se hace con alma En el Hospital Naval lo visitó la Presidenta Michelle Bachelet y otras autoridades, como al resto de los sobrevivientes. Ella se instaló al lado izquierdo de la cama y al frente estaba el comandante en jefe del Ejército, Oscar Izurieta Ferrer. “La Presidenta me tomó la mano y me dijo: ‘Usted mi suboficial, cómo se siente’. Me nació del alma contestarle: Presidenta, me siento bien…Recuerde que soy soldado, y un soldado cae, pero luego se pone de pie y continúa la marcha. Lo único que siento es que una de las mejores bandas del sur de Chile haya quedado reducida a tan sólo siete músicos”. Izurieta dio orden para que buscaran personal en todas las otras bandas del país para traerlo a Concepción. En febrero comenzaron a llegar los primeros músicos y en junio de 2007 la banda instrumental del “Chacabuco” ofreció el concierto de apertura, pese a las dificultades para reponer los instrumentos. Supuestamente la Intendencia apoyaría con la mitad de éstos, más adelante lo haría con un bus especial para trasladar a la agrupación, pero desfilaron dos intendentas por la región y “nada de lo que dijeron
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sucedió, el Ejército asumió solo. Todo se dilató y murió, era pura fantasía”. Si bien la banda volvió a tocar, nunca fue la misma. La mística original se fue con los fallecidos. No hubo más fiesta de gala con las señoras para Santa Cecilia (22 de noviembre), ni ramo de flores para la esposa que estaba de cumpleaños, entregado por dos músicos uniformados. Todo cambió por “la ausencia de la gente que tenía una sonrisa, una postura, un comentario grato y sus talentos como músicos. Sin duda los nuevos también son talentosos, pero no logré encontrar nunca la conexión que tenía con los anteriores. Nos conocíamos desde hacía muchos años. Después no había fiato, esa amistad…. Era algo muy especial lo que teníamos”. Alcanzó a dirigir esa banda alrededor de tres años. Las manos no le paran, parece dirigir de nuevo. ¿Qué significa ser un músico uniformado? El músico, sin dejar de ser soldado, es un artista. Nosotros, a todas las habilidades debemos incorporarle el arte, y el arte se hace con el alma. El himno del Músico Militar -de Andrés Lillo- nos identifica a todos. Hay una parte que me hace pensar, dice: Oh patria querida, vibras de amor, son tus hijos artistas y guerreros, son soldados de arte puro y valor.
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A cabezazo limpio se abre paso a la vida El joven ex integrante de la banda chacabucana atribuye a las enseñanzas de su abuelo Rupercio el amor por el Ejército y su sobrevivencia en la tragedia de Cañete. Quería ser comando, pero el destino dijo otra cosa y hoy, además de percusionista, se mueve con soltura en la sociedad coyhaiquina compartiendo su interés por el Instituto O´higginiano y la Liga Protectora de Estudiantes. En Fiestas Patrias 2015 recibirá el premio Ilustre Municipalidad de Coyhaique y aunque “la medalla no hace al hombre”, sabe cuánto ha aportado en los casi 10 años que lleva avecindado en esta ciudad, partiendo por poner en escena La Pérgola de las Flores. Una osteocondritis aguda y perturbadora, sin embargo, lo tiene en ascuas.
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Cabo primero Rubens Rodríguez Muñoz
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L
a edad de Cristo crucificado -33 años-tiene este músico militar de raíces sureñas y nombre de pintor europeo por voluntad de su abuelo paterno, Rupercio Rodríguez. Avecindado desde hace nueve años en Coyhaique, ahora es integrante de la banda del Regimiento N°14 Aysén, donde es percusionista. La música en el Ejército no era lo suyo; al menos nunca se lo había propuesto, porque de pequeño le gustaba jugar a los comandos. Por entonces se arrancaba al campo del abuelo en Osorno y con una mochila a cuestas, cuchillos, un pan y un jugo se entretenía con sus amigos imitando a los soldados. Y es que don Rupercio era admirador de la disciplina del Ejército, dice bien orgulloso del abuelo campesino que lo marcó a sangre y a fuego en su carácter, en su forma de ser y de pensar y hasta en cómo entender a las mujeres. Con dos matrimonios fallidos y un tercero que va viento en popa, asegura que la figura patriarcal tenía toda la razón. “Él me enseñó que la vida tiene sus tragos amargos y dulces, los primeros cuesta sobrellevarlos al principio, pero pasan”, resume de su vida amorosa, que lo ha hecho padre de Javiera Catalina (12), de Matías (10) – a quien casi no ve, aunque se comprometió en el Tribunal de Familia a buscarlo cuando sea más grande y pueda decidir por sí mismo- y
del pequeño Rubens, de 8 años. Salvo por fotos, ninguno de los hermanos se conoce entre sí. Con el menor comparte excursiones a las montañas de Coyhaique, pesca en los bravíos cursos de agua de esa ciudad fría pero hermo-
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sa, y hasta en las tablas cuando representan La Pérgola de las Flores. Es la familia que estaba esperando construir, dice bien serio con su mujer Solange Utreras
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todos integrantes del grupo folclórico “Pioneros Tehuelches”. “Me gustaría que alguna vez pudiéramos hacer esta representación en el Ejército….”, acota, en medio de la vorágine de ideas que se le ocurren. Por ahora también es rescatista de la Cuarta Compañía de Bomberos de esta ciudad blanca, bien blanca que crece al pie de la montaña, y que actúa como tal en la Piedra del Indio - un impresionante perfil humano rocoso en medio del río Simpson, que registra un alta tasa de suicidios. “Esta zona es hermosa, pero vivir 10 años o más aquí hace que las personas tomen malas determinaciones”- amén del alcohol y la contaminación que agudizan las rutinas de la gente, explica, mientras baja la ventanilla de su jeep. En esa fría mañana de principios de agosto, de menos 5 grados , pero con el sol en lo alto en Coyhaique sólo se escucha el trinar de los pájaros y del agua abriéndose paso entre los roqueríos.
Acevedo, una educadora de párvulos tomecina que lo siguió hasta los confines del mundo por puro amor. En la obra de Isidora Aguirre Tupper y musicalizada por Francisco Flores del Campo, ella representa a una de las “viejas cuicas” devotas de Pierre, le “peluquier”; el niño Rubens
a uno de los estudiantes revolucionarios con pancartas y todo y él, a don Carlucho, el pintor. “Yo le doy mi sello a la actuación”, cuenta con entusiasmo de las presentaciones que realizan tres veces al año en distintas ciudades de la región de Aysén, junto a un grupo de 23 personas,
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“Chalao Rodríguez” le llaman sus ex compañeros sobrevivientes de la banda del Regimiento Reforzado N° 7 “Chacabuco” de Concepción, pero él ni se inmuta puesto que se reconoce como un hombre alegre, extrovertido y bien seguro de sí mismo. “Sí, soy demasiado hiperkinético, hiperactivo y demasiado extrovertido. Mi mente siempre está trabajando, a lo mejor no pienso tanto en la música, pero sí en por qué
Cabo primero Rubens Rodríguez Muñoz
descubrieron ese planeta, por ejemplo. Siempre estoy en otra…”. Y tan en otra está que, en estos días de septiembre, el cabo primero Rubens Rodríguez Muñoz recibirá la medalla Ilustre Municipalidad de Coyhaique por su apoyo permanente a la comunidad. De seguro que el abuelo Rupercio estaría más que satisfecho, pero él filosofa: “Una medalla no hace a la persona”. Folclorista, rescatista, miembro del Instituto O’higginiano y colaborador, junto a otras 80 personas, de la Liga Protectora de Estudiantes que financia la universidad a siete alumnos en Santiago, Valdivia, Temuco y Concepción le ocupan su tiempo libre. ¿Te gustaría apoyar? –le preguntaron sus amistades civiles que en Coyhaique lo saludan con deferencia esté con quien esté, y él no dudó en sumarse a la iniciativa. “Estoy cómodo acá, ya me ambienté, y con todo lo que entrego, mantengo mi mente ocupada…”
Cicatrices del alma Unas cuantas cicatrices aún son visibles en el rostro de este joven que azota con ritmo el tambor y los platillos en sus presentaciones. No estaba en sus planes ser músico militar. En realidad, como bombero que es desde los 12 años, le llamaba la atención la Medicina. “Yo estaba para enfermero”, dice, pero en la Escuela de
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Suboficiales del Ejército, después de su fallido paso por Gendarmería, decidieron otra cosa y terminó siendo percusionista en el Regimiento de Infantería N°9 de Chillán y luego en el “Chacabuco” , en Concepción, donde fue parte de la siniestrada banda cuando iba de camino a Cañete. Tenía 22 años. En esta banda –coincide con otros sobrevivientes- también se compartía con las esposas. En ese entonces “yo estaba con mi ex señora; conversábamos cuando los matrimonios estaban mal. Independiente del problema, los más antiguos daban apoyo psicológico, económico o una palabra de aliento. Se hablaba sin tapujos. Esa es una de las cosas que extraño harto. Incluso cuando teníamos diferencias entre nosotros mismos, conversábamos y seguíamos siendo los amigos de siempre. Nunca hubo malas intenciones de perjudicar a otro. Eso lo hacía todo diferente, porque había un sentimiento pleno”, evoca echado para atrás, pierna encima en su lugar de trabajo, en la Sala de Música del regimiento, y fijándose en los apuntes de su entrevistadora: “Tiene la letra igual que yo; yo sufría de dislexia y nadie me entendía la letra. Todo lo daba vuelta….” -¿Y esas cicatrices le quedaron del accidente? Sí. Ese día por razones especiales o del destino, no lo sé, no me fui adelante con el conductor; siempre estaba pendiente que no faltara nadie,
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que todos subieran o si el conductor tenía que retroceder yo me iba atrás y le indicaba. Ese día no sé por qué me senté al medio del bus. Salimos contentos de la unidad como siempre nos molestábamos entre nosotros y nos reíamos; todo lindo hasta que llegó el momento. Yo nunca duermo en los buses, tampoco ese día. Dicen que algunas personas tienen capacidades diferentes al resto y yo veo los riesgos; veo cosas que quizás otros no ven...” Al igual que otros sobrevivientes de esta tragedia, este joven militar relata que de camino a Cañete, en Laraquete, donde bromeaban con las vendedoras de tortillas y “chuchitas” (mariscos), el conductor del bus bajó a mojar-
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se la cara y luego prosiguieron el viaje. Todos habían vuelto a quedarse dormidos hasta que el conductor colocó la película Destino Final II. Todos bromeaban y decían: “¡Mira ese se quedó sin cabeza…!” y así”. Como él ya la había visto, los comentarios no le causaron mucha gracia. Terminada aquella, el jefe de la banda a cargo colocó una nueva película. Habían pasado pocos minutos cuando Rubens Rodríguez advirtió que los árboles pasaban muy rápido hasta que sintió un vacío y el golpe final. Milésimas de segundos después, mientras sus amigos estaban inconscientes y el bus se llenaba de agua, se percató que los asientos se cortaron con el impacto, se corrieron y se apretaron adelante y él estaba atrapado de pies y manos. Su gran reloj Casio estaba enganchado en la rejilla del asiento delantero y un fierro de cortina atravesaba uno de sus brazos.
A cabezazos con el parabrisas No dudó este músico con nombre de pintor francés en forcejear para zafarse, porque el bus se estaba llenando muy rápido con agua: “Logré sacar el brazo izquierdo (con reloj y todo de la rejilla) y ocupé el derecho, que estaba más maltratado ya que recibí el golpe en el hombro y en la caja torácica, y me saqué el fierro para poder salir. Empecé a golpear el parabrisas con la cabeza porque estaba atrapado. No sé cuántos cabezazos le puse al parabrisas hasta que se
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Cabo primero Rubens Rodríguez Muñoz
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la magnitud del accidente. Pasaron segundos y no veía a nadie. “Yo fui el primero en salir”, dice, agradecido de haber aprendido artes marciales desde los 12 años y a bucear, técnicas de sobrevivencia que hoy le agradece a su abuelo y le inculca al pequeño Rubens. Desde su posición en la roca, cuenta que vio salir al suboficial Miranda. Nadaba con un sólo brazo por la orilla del río que se lo llevaba hasta quedar atrapado en la rama de un árbol con la mitad del cuerpo en el agua. Después vio salir a otro colega, pero no lo pudo distinguir y luego al suboficial Arangus. “Ahí fue cuando vi una mano y saqué a un soldadito; creo que era un soldadito porque no me acuerdo realmente. Vi esa mano y saqué a alguien y atrás venía Vivanco. Ahí dije que iría a pedir ayuda y empecé a escalar hasta que llegué arriba, al puente”.
rompió. No sentí ruidos en ese momento porque estaba sordo; creo que fue por el golpe. Me quedaba poco aire para poder salir… tomé un poco más del que quedaba en el techo, aguanté la respiración, me hundí por el sector del parabrisas y salí”, cuenta bien emotivo. Una vez en la superficie, se agarró de una roca que halló al lado del bus. Estaba sin zapatos y comenzó a trepar. Se quedó sentado mirando
Junto con él subió el sargento segundo Bridoir Vivanco. Aún ensangrentado y con la piel del rostro hecha colgajos, cuenta que sólo tenía en mente avisar a alguien para que fueran a rescatar a sus colegas. “Si yo hubiese sabido que lo mío no era tan grave, yo mismo los saco… Yo tenía conocimientos para bucear, pero estaba tan mal; vomitaba sangre y eso podría significar un órgano reventado, tal como se ve en las películas…”. Una vez arriba, en el puente Quelén Quelén, relata que los conductores pasaban de largo, tal vez porque no querían
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verse involucrados o su aspecto y el de su compañero intimidaban. Se acuerda sí que pasó un taxi marca Lada y le pidieron al chofer que llamara a emergencias; le explicaron que pertenecían al Ejército, que habían sufrido un accidente, sus amigos estaban adentro del bus y había que salvarlos. El taxista sacó un celular Nokia, bien antiguo, pero no tenía cobertura. Partió, entonces, a buscar ayuda en su autito. “Con Vivanco nos quedamos ahí; nos pusimos al medio de la carretera, pero nadie quería parar hasta que un vehículo nos llevó al hospital y nosotros le pedíamos que por favor se fuera despacio. Del taxista nunca más supimos”. El sargento segundo Vivanco lo apuntaló al llegar al hospital, porque él estaba desvaneciéndose, pero sin perder el conocimiento. Al verlos, cuenta, la gente que se hallaba en emergencias quedó en shock: los jóvenes músicos que deleitarían con sus ritmos durante el aniversario de Cañete estaban irreconocibles; muertos de frío y rogaban al personal que salvara a sus amigos que estaban aún en el río. “Mi cursito Aravena – les decía- vayan a buscar a mi cursito Aravena…”.
Inmortal con el recuerdo De Coronel era el cabo segundo Cristian Aravena Vásquez, soltero y con poca suerte con las mujeres, como relata este percusionista. Habían sido compañeros en la Escuela de Suboficiales, campeones para hacer maldades, pero bien
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amigos. Se cuidaban las espaldas y a cada uno se le ocurrían tremendas “chivas” cuando se quedaban dormidos y no aparecían a la hora en la sala de música donde ensayaban. Hospitalizado como estaba, Rubens Rodríguez no fue a su funeral; tampoco lloró por la partida del resto de sus compañeros, pero hasta el día de hoy lamenta el fallecimiento de “mi cursito, mi compañero de curso. Él me cuidaba mucho”. En noviembre de 2006, su mujer tenía siete meses de embarazo. Una noche, Soledad dormía y él estaba despierto; habían colocado una malla en el cielorraso para protegerse de los zancudos y aquella comenzó a moverse como condenada. Entonces, Rubens le habló a lo que cree que era el espíritu de su amigo: “Curso, si erei tu, no movái más esta lesera, porque me está dando miedo. Y dejó de moverse. Yo sentía que era mi curso. Curso, le dije… perdóname si no te pude ayudar; te extraño, ¿por qué te fuiste?; siempre me protegiste y te pido que lo sigas haciendo....” Hecho el mea culpa a su compañero de marras, Rubens admite que estalló en un llanto incontrolable. “La Sole estaba durmiendo y no despertaba; yo me condenaba llorando y lo único que le pedía a mi cursito era que siguiera protegiéndome. Siempre te recordaré como si estuvieras presente –le dije- y siempre lo hago. Converso de él como si estuviese vivo y lo hago
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inmortal con el recuerdo. De ahí como que me liberé. Después pasaron cosas que yo creo que fue él nomás quien intercedió cuidándome. Hasta el día de hoy lo sigue haciendo”. -¿Usted siente que en el accidente mismo no se acordó de él? Él se quedó adentro del bus. Lo que pasa es que fueron milésimas de segundos… pero la mayoría estaba inconsciente. -¿Le pesa no haber ido en su rescate? En esas condiciones no creo que el cuerpo me hubiese dado. Quizás si hubiese ido, no estaría aquí hablando con usted. Traté de hacer todo lo posible: pedir ayuda, que nos ubicaran, que se dieran cuenta que éramos hartos. La unidad de emergencia del Hospital de Cañete colapsó, no estaban preparados para tantos pacientes. Recuerdo que me dieron calmantes para el dolor, me prohibieron que me viera o tocara la cara porque estaba cortada; tenía colgajos. Me acuerdo que había una ambulancia. Recién había llegado de Concepción por otra cosa y en esa misma me mandaron pa’ Conce.
Un agujero más grande Aparte de sus heridas en el rostro y brazo derecho, Rubens Rodríguez partió a Concepción con un par de costillas rotas, fractura de clavícula derecha, caja torácica inflamada y diagnóstico grave: osteocondritis aguda y perturbadora.
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Al interior de la ambulancia, una paramédico monitoreaba las máquinas hasta que éstas empezaron a saltar y ella se asustó. Canchero, Rubens Rodríguez se muere de risa hoy al recordar el diálogo: ¿Qué te pasa…?, le preguntó la paramédico. ¡Estoy que me hago pipí, señorita…! ¡Pero te vas a tener que aguantar hasta que lleguemos a Concepción, porque no tengo nada como para que puedas orinar! No voy a aguantar, le respondió. ¡Ah, pero tengo un suero de esos de a litro…!, se acordó ella. Rodríguez cuenta que la funcionaria hizo parar la ambulancia, abrió un agujero en el envase, botó el suero a orilla de camino y le ordenó: “¡Ya, aquí vas a hacer pipí!”. Él le retrucó que el orificio tendría que ser más grande. La respuesta de la paramédico no se hizo esperar: “¡Estái todo cagao y seguís bueno pa’l webeo!...”.
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“Ella se reía mucho del episodio –porque tuvo que hacer el hoyo más grande-. Me contaba cosas de ella y me trató de sacar de…bueno, eso se llama la sicología del accidente. En Bomberos, la ocupamos mucho con los pacientes. Llegué más tranquilo al Hospital Regional; me sacaron radiografías porque no me habían monitoreado y me derivaron al Hospital Naval de Talcahuano, donde estuve hospitalizado poco más de una semana”.
tiempo de mirar al cielo, ver el clima, contemplar a la Sole que dormía, su guatita; le hablaba y regaloneaba a mis conejitos que tenía en Concepción. Mi percepción de vida cambió en un 100%. Cuando uno está a punto de perder la vida, se da cuenta de lo que tiene; frente a este tipo de traumas, uno disfruta cada detalle, cada milésima de segundo, cada respiro… y si no lo aprovechamos ahora, no lo aprovechamos nunca.
En ese establecimiento, este cabo primero siguió haciendo de las suyas. Es que ser hiperactivo –dice a modo de excusa- “parece que es más fuerte. Llegó un momento en que yo mismo me hacía curaciones y los médicos se enojaban. Al cuarto día hacía flexiones de brazos, sentadillas y los médicos no entendían cómo teniendo fracturas de costilla y clavícula, además de la cirugía andaba haciendo tonteras: visitaba a los enfermos, echaba la talla con las enfermeras, compartía con mis amigos que estaban en las otras salas; cuando me pillaban, me retaban y me mandaban a acostar”.
El aterrizaje de Rubens Rodríguez y de su familia en Coyhaique no fue por un factor económico, donde los militares incrementan en un 105% más sus remuneraciones. Admite desconocer que ganaría un poco más. Quería –dice- alejarse del ruido de la ciudad, de la suciedad, del consumismo y como le gustaba la naturaleza y el frío, se decidió a la oferta del alto mando del Ejército, no sin antes pensar si su nueva compañera, Soledad, lo seguiría hasta este rincón del país.
-¿Cuándo nació Rubens, su tercer hijo, ya estaba mejor o ese niño le ayudó a recuperarse…? Mire, después del accidente hay un cambio radical en mi vida. Yo era de los que vivía la vida nomás y no me preocupaba de nada, pero después del accidente la percepción de vida, de mi persona, desde el momento en que yo abría los ojos por las mañanas era diferente. Me daba el
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Y concluye: “Yo siempre dije que si esta mujer que ahora está a mi lado me amaba de verdad, me seguiría para todos lados y así ha sido. Dejó todo: su familia, su trabajo, sus amistades. Y aquí estamos los tres…”.
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Línea directa con el cielo le salva la vida Llevó la melodía del clarinete al regimiento de Aysén, en Coyhaique, donde espera quedarse un par de años más, ahorrar para la educación universitaria de sus hijos y regresar al lado de su Pao, en Talcahuano. Salvó casi sin un rasguño, rescató a un soldado, pero no le dieron las fuerzas para volver al bus por su gran amigo Álex Cárdenas. “A lo mejor si se hubiera sentado conmigo…” – repite- hoy estarían riéndose juntos, pero se consuela con el consejo de Alan durante el funeral. “¡Tranquilo papito, todos los tíos están durmiendo ahora…”, le dijo el niño de 7 años. A él todavía le saben a bálsamo las palabras de su primogénito.
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n uno de los últimos asientos del bus Hualpén, a pocos minutos que ocurriera el accidente carretero en Cañete ese domingo 12 de noviembre de 2006, el sargento primero Marco Rosel Castro cavilaba y en silencio conversaba con Dios gracias a quien cree está milagrosamente con vida. Libró apenas con una herida en la pierna y el dedo anular izquierdo quebrado el que, apretando los dientes, puso en su lugar después de rescatar a uno de los soldados que los acompañaban en el viaje. Atravesaba por problemas económicos y matrimoniales y por eso acicateaba al Hacedor. Un poco abrumado por revelar detalles de esa experiencia que guardaba con tanto celo, inicia su testimonio con un “ ¡mire, le voy a contar la verdad…! “ y expresa lo que le decía: “¡Puta! ¿por qué no me ayudai…?¿por qué no haces algo por mi matrimonio, por las deudas que tengo? ¡Dame una prueba si es que de verdad existes…!”. No habían pasado ni tres minutos de ese monólogo cuando ocurrió la tragedia. “Me dejó vivo por eso, creo. Desde entonces, creo mucho en el tata Dios…” -¿De verdad no iba mirando la película El Transportador II como todos sus compañeros? -No, estaba complicado; no me salía nada bien y por eso le dije a Dios: “Si tú existes, dame una prueba y me la dio”.
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La vida comenzó a sonreírle más rápido de lo que él mismo imaginó en Coyhaique. Ése es su nuevo lugar de destinación desde 2007, tras el ofrecimiento que le hiciera el entonces comandante del Ejército, general (r) Óscar Izurieta Ferrer cuando visitó a los sobrevivientes en el Hospital Naval junto a la Presidenta Michelle Bachelet , aunque el distanciamiento con su esposa Paola y sus hijos Alan (16); Gerson (14) y Giannina, de 11 años, su regalona, lo abrumen un tanto. La familia lo acompañó en tierras sureñas hasta 2013, año en que falleció su suegra Betty Burgos Garcés y la Pao –como le dice a su mujer- decidió volver a Talcahuano y cuidar a su padre Luis Orellana Bustos. Más bien, agrega, decidieron el regreso por el colegio de los hijos y los estudios superiores del primogénito Alan y él, de tanto en tanto – como esta vez- viaja a reencontrarse con los suyos en vacaciones de invierno. Alegre, más bien casero y nada de bueno para las fiestas se declara este experto en clarinete que integra hoy la banda de la Cuarta División de Ejército con base en el Regimiento N°14 Aysén en Coyhaique. A fines de año ascenderá a suboficial, aspira a quedarse unos dos años más en el sur y terminar su carrera en Concepción pero no antes de cumplir 35 años de servicio. Ya tiene 25. “Me estoy sacrificando para que no tengamos tantos problemas con los niños cuando entren a la universidad. Eso es lo primordial”, dice.
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Ahora sí puede incrementar su cuenta de ahorro, pues en el sur percibe un 105% de zona. Al momento del accidente, su sueldo no superaba los 180 mil pesos y su esposa lo triplicaba. Por eso pudieron construir una casa en Villa Perales, al lado de la de su suegro y que hoy arriendan. Él y sus camaradas Rubens Rodríguez y José Escobar están en el mismo grupo instrumental de Coyhaique, pero nunca se han contado cómo fue la experiencia de cada uno en el accidente aunque el resto de la banda sí conoce pormenores. “¿Será porque no queremos recordar todo lo que lloramos, todo lo que sufrimos? No queremos recordar, creo yo”. Y cuenta que para el Día de la Infantería, cuando interpretan el Himno del Chacabuco –Pasa el regimiento /hijos de la gloria/ Pasa el Chacabuco- recuerda a sus camaradas caídos y llora a mares. Lo mismo le ocurre el día de su cumpleaños, cuando lo reciben con el Cumpleaños Feliz, su himno preferido y el del Ejército y, en la conmemoración de la tragedia cuando se realiza también, al igual que en Concepción, una ceremonia. Es difícil ver a un militar llorar –le digo- y él responde: “Sí, pero hemos llorado harto, sobre todo en el funeral de Wilfredo Rocha, Alex Cárdenas y Carlos Aguilera. Yo hablé y les pedí que me disculparan, que me perdonaran porque no pude sacar a otra persona, a uno de ellos. No tuve las fuerzas para volver a meterme en el bus y sacar
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a alguien más….”relata este hombre de 44 años, a quien pese a los años transcurridos, todavía se le nubla la mirada.
Silencio sepulcral Se acuerda bien este suboficial del momento del accidente. Y como todos los sobrevivientes, evoca que el bus se fue a la izquierda y luego a la derecha antes de saltar y caer estrepitosamente al lecho del río Tucapel, en el puente Quelén Quelén. En cosa de segundos, el agua lo inundó todo y con las cortinas cerradas, la obscuridad era total. “¡Afírmense h…!” dice que gritó a sus camaradas antes de volar del asiento y azotarse contra uno de los televisores. Recuerda que no perdió la conciencia, pero sentía que el agua helada iba subiendo. Entonces tomó aire, se sumergió y divisó un reflejo de luz
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proveniente de un agujero al lado del baño. “Por ahí tengo que salir”, se dijo y avanzó hasta poder respirar nuevamente; cuando lo logró, comenzó a gatear entre los asientos y se acercó hasta un soldado que se quejaba: “No me acuerdo cómo se llamaba el soldadito, pero cuando lo quise tomar de un brazo, me garabateó, me gritó que lo soltara, estaba todo quebrado. Ya –le repetí-salgamos de acá. En eso estaba cuando apareció el sargento segundo (Bridoir) Vivanco. Estaba desorientado. Le expliqué lo que nos había pasado y que teníamos que salir por el techo del bus. Vivanco se subió a los asientos; de ahí al techo y sacamos al soldado –él nos daba las gracias por dejarlo vivir- y luego subí yo”. Una vez a salvo, cuenta que se hincó en la parte superior del bus, miró hacia adentro y todavía se sobrecoge con el silencio sepulcral. No se escuchaba nada. “Puede que alguien estuviera boca abajo y yo podría haberlo dado vuelta y reanimado. Hasta hace un tiempo me cuestioné mil veces por qué no lo hice, por qué no me dieron las fuerzas. Esa interrogante me seguirá hasta el día de mi muerte….pero es que uno salió tan machucado, como si lo hubieran apaleado 20 mil veces”, agrega a modo de excusa. Con los dos sobrevivientes pasaron del techo a una roca y desde allí divisó a tres soldados amontonados unos sobre otros. Se percató, entonces, que el que estaba más abajo, con-
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vulsionaba, lo sacó hacia un lado y lo masajeó para hacerlo reaccionar sin conseguirlo. “Ahí me empezó a doler el dedo; me miré la mano y le di el tirón; se me estaba pasando un poco el dolor cuando llegó un civil. Constató el deceso del soldado que intenté ayudar, me preguntó si tenía frío y me pasó su chaleco. Eso me abrigó. Luego llegaron los bomberos, me pusieron en una camilla, nos metieron adentro de una ambulancia y al hospital”. En una de las salas del Hospital de Cañete, ya estaban José Escobar, Jaime Aranguz y Rubens Rodríguez. Con un ¿quién vive? se saludaron y preguntaron a las enfermeras por el resto de los colegas de la banda hasta que apareció un sacerdote, le ofreció un teléfono para llamar a su casa y marcó. Lo atendió su cuñado Luis Orellana que estaba saliente de turno de una pesquera y dormía. Le dijo que habían tenido un accidente, que estaba bien, pero que nada sabía de Wilfredo Rocha. ¡Ah, ya! –respondió al otro lado de la línea el joven- y siguió durmiendo, mientras su esposa Paola se enteraba por su mamá y ésta por una hermana de Rosel –cuyo esposo también es militarde lo acontecido. En la familia del sargento reinaba la incertidumbre y el desconcierto, pero todos le reconocían sus buenas condiciones de nadador que aprendió de pequeño en la piscina olímpica del regimiento, en Talca, donde vivió hasta los 8 años. Y esperaron.
Sargento primero Marco Rosel Castro
Por intermedio del sargento segundo Wilfredo Rocha Narváez, Marco Rosel conoció a su esposa Paola Orellana Burgos , prima de Silvia Ruiz Rivas y a quien desposó el malogrado músico militar. Y cuenta que “el Willy” se ofreció llevarlo al mall a pagar una cuenta en Almacenes Paris y, de paso, regalarle puntos para su lista de novios. “Vamos –me dijo- y aprovechamos de saludar a mi prima Paola. Pasamos y fue un flechazo de primera con la gorda. Llevaba pololeando 9 años con otra niña; fue difícil salir de eso. Nos gustamos, pero como estaba pololeando, no hallaba cómo decirle. Me dijo que pasara a saludarla otro día y fui al día siguiente. La invité a un café y le conté. Pasaron dos meses antes que me decidiera a ponerle fin a la relación”, pero reconoce que se valió de una triquiñuela, cuando la antigua polola no fue a verlo durante tres días, para finiquitar el compromiso. Con su Pao pololearon un año; se pusieron de novios y se casaron. Recuerda que en la época estaba vigente la Declaración Historial de Personal (DHP) que, en el fondo, significaba investigar a la polola y a toda la familia por eventuales problemas económicos, políticos y/o judiciales. Si hubiese existido un tío con uno de aquellos problemas, la institución no habría visado el matrimonio. “Gracias a Dios, la Pao estaba limpiecita” y con altos y bajos – lo que más le gusta son las reconciliaciones, admiteya cumplieron 18 años juntos.
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El día del accidente, las primas pasaban el día juntas y esperarían a que sus maridos las recogieran para regresar al hogar en la tarde. Enteradas de lo ocurrido, las mujeres planearon trasladarse a Cañete y en el camino, sin percatarse por cierto, se cruzaron con las cuatro o cinco ambulancias en que trasladaban a los heridos hasta el Hospital Naval, en Talcahuano. Cuando llegaron a su destino y se impusieron de la magnitud del accidente, un primo carabinero que las acompañaba, le dijo a la esposa de Rosel: “Tranquila, porque el Marco está vivo, pero el Willy está muerto! Las dos lloraban; una porque su esposo estaba muerto y la otra porque el marido estaba vivo…” Ella había confiado en sus buenas dotes de nadador y no se equivocó. Por eso, con los ojos puestos en el pasado, Marco Rosel reflexiona: “Uno tiene que darle gracias a Dios por todo lo que nos da y disfrutar a concho a sus familias, decirle a la esposa cuánto uno la ama y lo mismo a los niños. Yo creo que aprendí a hacer el bien sin mirar a quién”, dice, tras admitir que con el apoyo de profesionales del Ejército ha podido superar su terror a viajar en bus, aunque ello le costara un año y dos meses. -¿Usted siente que en su vida hay un antes y un después de Cañete? -Sí. Antes del accidente no veía las cosas como ahora: pienso, razono que puede pasar esto o lo otro. A los compañeros de acá (Co-
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yhaique) los hago ponerse el cinturón de seguridad en los viajes. Y como tengo grado, los puedo mandar. Antes, con 35 años, era más cabro. Tomaba la vida muy light, a lo que viniera. Ahora no, se piensa, se cuida la vida, si se puede dar un consejo bien, se da. No era un hombre de fiesta, no tomo ni fumo. Recién llegado a un regimiento, a uno le dan la bienvenida y en esa bienvenida uno tiene que sacar los grados que están al fondo de un copón. Uno se lo tiene que tomar, son las tradiciones. En tres o cuatro ocasiones me he borrado, pero no más. Fue en la bienvenida de cabo primero, de cabo segundo y cuando me casé siendo cabo primero. Nunca me nació beber. Con mis amigos y amigas escuchábamos música y si ellos bebían, yo los cuidaba, pero no fui de ir a pub, a bailar, soy súper casero.
Hijo de tigre Marco Rosel reconoce que la vocación por la música la heredó de su padre, el también jefe de la banda del regimiento Reforzado N° 7
Sargento primero Marco Rosel Castro
“Chacabuco” en la década de los 90, Cristóbal Rosel, a quien iba a ver y escuchar a la Unidad. “Tú llegas y yo me voy”, le advirtió su progenitor poco antes de su retiro, cuando el joven músico egresaba de la Escuela de Suboficiales. “No quiso que estuviera a su cargo; decía que con él yo iba a tener muchas regalías y él quería tratarlos a todos por igual”. Así, incluso antes de las postulaciones –“no quería que llegara a dar la hora a la escuela”-hizo que aprendiera a leer música durante dos años con un profesor de la Sinfónica de Concepción. “Aprendí a leer partituras y a sacarle sonidos al instrumento. Con 17 años, ya estaba en la escuela y como sabía tocar, no me costó mucho avanzar ni adaptarme a las formas militares porque me crié dentro de un regimiento con mi papá. Es una ventaja ser hijo de militar porque uno sabe a lo que va, pero igual lo tratan como a cualquier otro”.
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A Rosel siempre le gustó la forma y el sonido del clarinete que, dice, es muy parecido al violín. Es difícil aprenderlo , pero como tiene mucha digitación –al igual que la flauta y el flautín- puede reemplazar el sonido del violín en una orquesta sinfónica. Fiel a su estilo, cuenta que si en las antiguas bandas instrumentales no había platillero, el que llegaba atrasado debía encargarse. Así aprendió a tocar caja y platillo que a nadie le gusta, porque duelen los brazos. “Estuve una semana en eso hasta que un día Wilfredo Rocha llegó atrasado. Te toca, le dije. Estuvo tres meses en eso. Luego, a Jaime Aranguz le pasó lo mismo. “Ah, qué bueno –dijo- me saqué este cacho”, pero al día siguiente se volvió a quedar dormido y le tocó de nuevo. ¡Cómo nos reíamos!”
Y de la risa a la tristeza Fueran donde fuesen, Marco Rosel y Alex Cárdenas compartían asiento. Pero en ese viaje a Cañete, el fallecido Cárdenas venía de tocar en el Restaurante Millaray, tenía sueño y no quiso sentarse al lado de su amigo parlanchín y bueno para echar la talla y reírse. A lo mejor, “si hubiésemos ido juntos, habríamos caído al mismo lado y lo habría podido rescatar. No lo sé, pero siempre me hago esa pregunta”, dice, bien conmovido por el destino de su amigo sepultado en Puerto Montt. Eso le significó asistir a terapia durante tres meses,
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hasta que la sicóloga los llevó al lugar del accidente, en Cañete, a enfrentarse con los recuerdos. A esa comuna de la provincia de Arauco nunca más ha vuelto. -¿Puede describir lo que sintió? -Pena, mucha pena, nostalgia. A mí tendría que haberme pasado lo mismo que a mis colegas: haber muerto. Pero no falleció. Y le da vueltas a las palabras de consuelo de su hijo Alan, de entonces 7 años, cuando en el funeral de los además compadres Wilfredo Rocha y Carlos Aguilera –sepultados en Penco- ante las lágrimas que le mojaban su rostro, le decía: “¡Tranquilo, papito, si ya estás aquí y todos los tíos están durmiendo….!” En sueños, cuenta, los ha visto bien, riendo como siempre y jugando a la pelota. Lo llaman a sumarse al equipo, pero piensa que aún no es la hora de integrase al equipo en el Más Allá.
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Perfil
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El mariachi del regimiento A los 14 años partió como guaripola en su liceo de Colbún, a los 35 su aspiración secreta es llegar a ser jefe de la banda instrumental del Chacabuco. Su versatilidad le permite tocar “Cielito Lindo” y “Que te Vaya Bonito” vestido de charro, con chaquetilla corta y sombrero alón bordado con brillos. Pero “El Toque de Silencio”, ese tema desgarrante que lo apasiona casi tanto como “A mi Manera”, lo interpreta de uniforme, con el alma en la boca y los ojos mojados. Por él y por los que quedaron en Quelén Quelén en 2006.
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is papás me pusieron el nombre de mi abuelito” dice casi al inicio de la conversación. Mientras habla las largas piernas se le enredan al sentarse, aunque los jeans le quedan holgados. Las encoge, las estira, las dos juntas o por separado. Largas manos, larga nariz. Se ve esbelto todo vestido de azul. Sin uniforme es fácil imaginarlo como un guerrero de otro tiempo. De la mirada calma, de pozo oscuro, emana ese romanticismo que llevaba a los hombres medievales a combatir por amor. Lo mismo hace la voz, baja, hacia adentro, reconcentrada para no mostrar los sentimientos volcánicos de su interior. Mirándolo bien, Bridoir le calza perfecto, no podría existir más armonía entre nombre y sujeto. No lo sabe, pero en Francia un castillo del siglo XII se llama igual que él. En esa época todo caballero debía llevar, como parte de su atuendo, una espada y un cuerno para alertar, convocar a la tropa, llamar para que bajasen el puente levadizo o ubicar la caza. Bridoir en Concepción habita en un tranquilo condominio de Collao. Es más pequeño y también más acogedor que el castillo francés. En vez de espada porta arma de fuego y reemplaza el cuerno por su versión evolucionada, la trompeta, aunque sus funciones en el Ejército sean más o menos parecidas.
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Pasa sus noches rodeado de mujeres, con Carmen Orrego (su esposa) y sus dos hijas, Dafne (10) y Alexia (7). Sus días, en cambio, están reservados para el mundo masculino del cuartel y la intimidad tibia de la sala de ensayos, en la que 30 varones comparten desde hace tres años con una compañera percusionista, la única música militar de la banda instrumental del Regimiento Reforzado N° 7 “Chacabuco”. Comienza la jornada a las 6:15 horas y a las 7:10 sale de casa con sus mujeres, deja a las pequeñas en el colegio y sigue al regimiento junto a Carmen, quien trabaja allí como administrativa. Los dos ostentan el grado de sargento segundo. ¿Quién manda a quién? Difícil saberlo. Además, a él parece no importarle si tiene la trompeta cerca. Los lamentos metálicos, brillantes y femeninos de ésta lo absorben por completo. Con ella olvida todo, vuelca lo que lleva dentro, expresa alegrías y sinsabores. “Es como una terapia porque se pasan los malos ratos, los problemas, mejora el ánimo” explica animado. Después de formarse los músicos acuden a la sala de ensayos y a las 9:00 horas la banda ya está tocando, hasta las 11:00. Un descanso de 15 minutos y a seguir, hasta la colación, a las 12:30 en punto. Disponen de una hora para almorzar en el casino. Durante la tarde repiten la rutina, aunque periódicamente les dan descanso por unos días, para no afectar su capacidad auditiva.
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Un as bajo la manga Pero no siempre fue así. Hubo unos años, cuando aún no conocía las notas volátiles de los vientos, en que veía el futuro a ras de tierra. En el liceo de Colbún, comuna de la que proviene, estudió Técnico Agrícola, hizo la práctica y se tituló. “Ese año me tocaba el servicio militar, pero lo postergué. Ese mismo año postulé a la Escuela de Suboficiales y quedé. Mi título nunca más lo ejercí, trabajar el campo es súper sacrificado”. Pese a esto, considera que es bueno “tener algo bajo la manga”, una alternativa. Sin embargo, el liceo le abrió espacios para atisbar lo que hoy es. El establecimiento tenía una banda de guerra y a los 14 años un profesor
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se fijó en este estudiante alto y responsable, así que le dijo: “Bridoir, sabes que necesitamos un integrante para la banda…”. Hubo muchos postulantes, pero la disciplina inculcada por la familia primó. Empezó como guaripola o tambor mayor. Mientras desfilaba hacía que el bastón de mando ejecutara danzas imposibles en el aire, y también disfrutaba con las marchas que le marcaban el ritmo. “Aparte de eso no incursioné en la música, siempre quise, pero no se me dio la oportunidad”. Ahora no la dejaría por nada. Siente que tuvo una suerte inmensa al entrar a la banda instrumental del Chacabuco. “Mi vida en torno a ella ha sido espectacular” afirma convencido. En la Escuela de Suboficiales aprendió barítono en un año. ¿Por qué ese instrumento? “Mire, la verdad es que me lo eligieron porque allá la instrumentación es limitada, así que los que sabían tocar algo tenían asegurado instrumento”, a diferencia de los que no sabían nada. Le costó, pero aprendió bien y le gustó. “Es bonito el barítono, sí”. Ya en la banda -en el año 2000-, lo cambiaron a trompeta y quedó seducido, tal vez por el esfuerzo. “Me costó mucho, mucho la trompeta, porque la embocadura de los dos instrumentos es muy diferente: una es más grande y la otra es pequeña”. Para dominarla, por iniciativa propia se financió seis meses de clases con Miguel Galdámez, profesor de la Or-
questa Sinfónica de Concepción. Más tarde toda la banda hizo un curso de perfeccionamiento en el conservatorio. Le agrada superarse a sí mismo, por lo que estudia y ensaya, ensaya y estudia, en el regimiento y en su casa, todos los días y casi todas las noches. “Prefiero perfeccionarme en un instrumento. La trompeta ya me conquistó”. Eso no le impide incursionar en el fliscorno alto, al que está descubriendo con embeleso.
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A su manera
Su forma de ser, de decir y de hacer las cosas vuelve a evocar el viejo castillo del siglo XII. El guerrero ya tiene una pierna más tranquila, pero la otra se encoge y se estira sin miramientos. Es que le han operado dos veces el tobillo y sigue con molestias. Se le cortaron los ligamentos. Además, en octubre vuelven a operarle el hombro dañado y su corazón tampoco termina de cicatrizar la pena. Todas son viejas heridas de guerra en tiempo de paz.
Sargento segundo Bridoir Vivanco Paz
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Lo que el cuerpo rememora a cada instante, la mente lo encerró con candado en el arcón de las malas vivencias. Quiere creer que perdió la llave, pero a veces tropieza con ella. Cuando la tapa se abre el agua se agita en los ojos de pozo, como si la quebrara una piedra. Al accidente que sufrió junto al resto de la banda en 2006, en el puente Quelén Quelén, lo denomina “cosa del destino”. Tenía 27 años, una esposa y una hija pequeñita cuando abordó el vehículo hacia a Cañete. Se sentó en el séptimo asiento. Llovía. Llegaron al puente y no tiene noción de nada más, hasta que salió del bus. No sabe por dónde ni cómo. “Lo único que recuerdo es que estaba dentro del agua, en el fondo, y como que desperté y reaccioné. Sólo veía agua, traté de salir. Cuando salí vi hartas cosas que…”. Se traga la voz, no le gusta hablar del episodio. Le duele como si fuera la primera vez. “Cuando yo salí de ese bus lo primero que hice fue darle gracias a Dios porque no iba a dejar a mi hija ni a mi señora. Uno nunca piensa que le puede pasar eso. Salí a la superficie, salí del río y… había muchos heridos. Subí a la carretera, pedí ayuda, pero pasaron vehículos y no paraban… Yo andaba con la ropa toda rota, sin zapatos. Al rato se detuvo un taxi y se acercó una doctora. Más tarde supe que era doctora. Yo le dije que no bajara, porque andaba con tacos y estaba muy resbaloso. Igual bajó”.
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Detrás de él venía Rubens Rodríguez muy mal herido “se había cortado toda la cara, pero hizo parar un furgón escolar y yo le dije al conductor que lo subiera, que se fuera con él. Pero en ese momento le vino un vahído. El señor me dijo que subiera yo también, porque no podía manejar y cuidarlo al mismo tiempo”. Lo acompañó y los dejaron a los dos en el Hospital de Cañete. Llegó con hipotermia, contusiones múltiples y fracturas. Le sacaron radiografías y allí lo dejaron. “Empezaron a traer a los demás. Yo estuve siempre consciente y vi todo eso, pero no dimensioné la magnitud de lo que había pasado”. Nunca imaginó que habían sobrevivido tan pocos. “Pensé que los otros estaban igual que yo. Son tan rápidos los accidentes de tránsito”. No quiere seguir con el tema, no está dispuesto a revivir el trauma, no cree en las terapias sicológicas ni en nada. Para él lo mejor sería olvidar, meter todo al arcón y tragarse la llave. Al mismo tiempo sabe por experiencia que es imposible, que el pasado existe en su cuerpo largo, en su mente disciplinada, en su alma de artista. “Esos recuerdos siempre van a quedar; para mí van a ser muy importantes en mi vida”. Es su forma de cohabitar con el dolor. Como cantaba Frank Sinatra en ese tema que a Bridoir le gusta tanto: “Mi historia muestra que asumí los golpes / Y lo hice a mi manera”.
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Nostalgia, más que una canción Siempre extraña a los antiguos amigos. “Todos muy buenas personas, los vínculos eran estrechos y conocíamos a las familias”. Con los colegas actuales también el trabajo es grato, pero “son cosas diferentes. Cuando ingresé a la banda nosotros éramos los más chicos. Para mí ellos eran personas de experiencia, con sus familias formadas. Nos enseñaban cosas buenas, nos
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orientaban por el rumbo que debíamos ir, nos aconsejaban. Todo eso lo voy a recordar… ¡No lo puedo creer!... Me dio nostalgia...”, dice bajito. Calla. La emoción contrae la voz y desborda por los ojos. Es una emoción calma, profunda, larga, como es él. “Con la banda antigua había periodos en que pasábamos el mes completo fuera, trabajába-
mos de lunes a lunes, salíamos a las comunas. Es muy grato porque uno se siente acogido, se nota el cariño de la gente”. Ya no salen tanto, tampoco pide consejos. Está al otro lado, él los da. Es de los mayores y el único que queda de la agrupación que desapareció en 2006. En el Hospital de Cañete lo mantuvieron sin informaciones sobre los demás. Cuando “supe la gravedad del accidente me sentí muy mal, estuve mucho tiempo muy mal y nunca quise ir a un sicólogo porque encontré que no… Pero la institución puso uno, de ahí nunca más porque no me gusta recordar eso, no me gusta volver atrás, aunque siempre me acordaré de todos. Para mí fue muy muy fuerte”. Hasta esta entrevista nunca quiso hablar con la prensa ni con nadie sobre el tema. Estuvo unos días hospitalizado y llegado el momento conversó con el doctor. Le explicó que necesitaba ir a los funerales e insistió hasta conseguir que lo autorizara. Asistió al de Jonathan Reyes y al de Rigoberto Vega, dos de sus más cercanos. Aguilera, Coliñir, Mora, los nombres brotan espontáneos, de verdad los añora todos. A la nueva banda llegó después de que terminara su licencia. Le tomó tiempo adaptarse, la juventud de los músicos hace que todo sea diferente, incluso las bromas. Antes los compañeros le decían “Colbún”, ahora es “mi suboficial”. Pese
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a ello se siente contento, los actuales “también son muy buenas personas, me ayudaron harto a salir adelante; no son los mismos, pero tienen cualidades similares a los otros”. Ama lo que hace, disfruta el ambiente, la camaradería, la pasión compartida por la música.
Amor de uniforme Le gusta “A mi Manera” porque fue uno de los primeros temas que interpretó en la banda. Luego “lo toqué en el concierto de apertura de la banda nueva -en 2007- y me emocioné, porque lo hice pensando en mis camaradas…”. Otro de sus favoritos es “El Toque de Silencio”. Lo ha interpretado en algunos funerales de los de Antuco y también para civiles. Conoce la historia. Cuenta que nació por la muerte en combate de un oficial. Su padre le encontró en un bolsillo una pequeña partitura que había compuesto y la tocó en el sepelio. “De ahí El Silencio para todos los militares que fallecen”. Sus inclinaciones son variadas: Frank Sinatra, música clásica, de todo. Hace poco forma parte del grupo Mariachi Monterrey de Concepción. Este folclor, que en 2011 fue inscrito por la Unesco en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, requiere canto, cuerdas y trompeta, lo que logran con una cantante -esposa de un integrante de la banda- y otros colegas chacabucanos. Lo pasa bien en esto, ha ido a cumpleaños, aniversarios y otras fiestas familiares.
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Esta actividad adicional también requiere estudio. Le entregan las partituras y las ensaya en su casa, después de cumplir la jornada en el regimiento. Lo que rechaza son las trasnochadas, por lo que evita participar en orquestas, en cambio con los mariachi se desocupa temprano. Tiene 35 años y lleva 17, más de la mitad de su vida, en el Ejército. Espera durar lo que más pueda, hasta cuando el físico se lo permita. Por las secuelas del accidente cada vez se le dificulta más practicar deporte y le cuesta hacer el paso regular, pero lo hace igual porque lo satisface. -Después de todo lo que ha pasado ¿qué le gusta tanto del Ejército? En realidad no sé cuál es el gusto que le tengo a la institución. A lo mejor es el uniforme, me gusta vestirlo, y sobre todo en la banda. Yo he logrado muchas cosas aquí. Cuando conocí a mi señora estaba de uniforme. Siempre he dado las gracias porque Dios me ha dado la oportunidad de salir adelante. Uno se acostumbra tanto, el estilo de vida es diferente. A lo mejor es la música lo que me tiene aquí, no sé. -¿Se ha imaginado sin la banda? Ahora no. Es que no todas son iguales, pero yo tuve la suerte de llegar acá. Banda, orquesta y coro, todo eso tiene esta banda.
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Tocar y enseñar, ese es su sueño. Anhela dirigir la banda algún día y, después del retiro, formar bandas escolares, ojalá en Colbún, aunque sin vivir allá. Experiencia tiene, estuvo un tiempo trabajando en los Salesianos. Con Jonathan Reyes y José Escobar armaron la banda del colegio, que todavía funciona. Dos de sus alumnos ahora son músicos de Carabineros. “Uno de ellos se me acercó y me dijo que quería aprender trompeta. Yo le anoté las notas en un papel y le pedí que a la clase siguiente las trajera aprendidas. Lo hizo. Tiempo después, cuando nosotros ya no estábamos ahí, postuló a la orquesta Sinfónica Juvenil de Concepción y lo aceptaron. Fue becado. Un día llegó al regimiento a darme las gracias”. Este episodio no pretende dejarlo atrás, se siente satisfecho. Aprecia ser útil, a las perso-
Cabo primero Rubens Rodríguez Muñoz
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nas, a la institución, al país. Sobre ese principio de servicio apoya su patriotismo. Sin embargo, preferiría que sus hijas estudiaran en la universidad en vez de seguir la carrera militar, aunque no descarta la idea. “Ellas decidirán más adelante, yo no las llevo por ningún rumbo. Sólo quisiera que fueran profesionales y se sientan tan realizadas como yo me siento”. Las piernas del guerrero Bridoir por fin se han apaciguado. Los ojos profundos y calmos se llenan de ternura. Ven el futuro de las hijas, su vejez junto a Carmen. Ven a la gente, a los alumnos, a su público. Siente gratitud hacia todos ellos por lo que le hacen sentir y retribuye a su manera: “Cuando uno va a tocar a un colegio trata de interpretar, de hacer sonar su instrumento para que ellos se encanten, así como uno se encantó”.
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septiembre de 2015 Escuela de Periodismo Departamento de Lenguaje y ComunicaciĂłn Informativa
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