Narrativas en vilo 17 42

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Primera parte. Latitudes

Imágenes perturbadoras: visibilidad mediática, política visual y compromiso moral Jorge Iván Bonilla Vélez* Universidad EAFIT

Introducción En la última década, iniciativas provenientes de distintos sectores de la sociedad colombiana han venido desentrañando las dimensiones de la de­gradación humanitaria del conflicto armado interno, en un ejercicio de construcción de la memoria que ha buscado contrarrestar el protagonismo de los victimarios, romper el silencio producido por el miedo y hacer visible los derechos de las víctimas. En estas iniciativas es posible hallar una pregunta aglutinante: ¿por qué no vimos la barbarie?,1 o, en todo caso, ¿por * Este artículo es una derivación del trabajo de tesis doctoral del autor, titulada: “Imágenes perturbadoras: fotografía y conflicto armado en Colombia”. Uno de los primeros trabajos periodísticos que aborda esta dimensión es un informe especial de la revista Semana publicado el 8 de diciembre de 2007, con el título “La barbarie que no

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qué no reaccionamos ante ella? Para el informe ¡Basta Ya!, elaborado por el Grupo de Memoria Histórica (GMH, 2013), la efectividad de la violencia ejer­cida contra los civiles ocurrida en la etapa más crítica del conflicto, que este informe ubica entre 1996-2002, radicó en su alta repetición (en ámbitos locales y regionales), pero paradójicamente en su baja intensidad (en el ámbito nacional). Según este trabajo, las muertes selectivas, las pe­queñas masacres, las desapariciones forzadas, el desplazamiento “a cuenta gotas” y el terror “dosificado” correspondieron a repertorios dis­cretos y estratégicos de violencia que no obtuvieron resonancia en la opinión pública nacional, ni movilizaron el apoyo de esta, porque ade­más tampoco reunían los valores-noticia adecuados para obtener una cobertura periodística y un alcance narrativo en cuanto que eventos de significación nacional. De allí su silenciamiento, invisibilidad y ocul­ tamiento (2013: 31-108). El investigador francés Daniel Pécaut plantea una hipótesis similar. Al preguntarse por qué en sus momentos más críticos el envilecimien­to de la confrontación armada no generó una mayor reacción y movilización de la sociedad colombiana, este autor plantea la tesis de la “dislocación de la opinión pública”, que apunta a un doble movimiento: por una parte, al efecto de rutinización de las acciones ordinarias de violencia, ante las cuales la indignación ha adquirido relevancia en tanto la atrocidad ha tomado dimensiones desmesuradas, o cuando ha alcanzado un rasgo simbólico mayor (Pécaut, 2001: 227-256); y por la otra, a la dificultad de articular unos relatos colectivos de nación que se han sustituido por una narración discontinua y fragmentada de microrrelatos que se viven co­mo la historia de cada quien: familias, grupos y sujetos que lloran pri­ vadamente a sus muertos y hacen de sus duelos un asunto aislado, en sus entornos domésticos, alimentando con esto ese acumulado de rabias, dolores y tragedias que no alcanzan a tener una mínima expresión en la esfera pública (Uribe, 2003: 9-25). Sin embargo, que la atrocidad de la guerra haya respondido, ya sea a una baja intensidad en el ejercicio localizado del terror (Pécaut, 2001; Lair, 2003), o a una excesiva rutinización de la violencia contra poblacio­

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vimos”. Allí, la revista dice que “el salvajismo que acompañó la expansión de los paramilitares no ha podido ser completamente conocido ni explicado. Un equipo de periodistas de semana consultó sociólogos, politólogos y siquiatras para tratar de interpretar este capítulo negro de la historia de Colombia” (Semana, 2007: § 1).


nes vulnerables y periféricas a los principales centros urbanos (Gutiérrez y Sánchez, 2006; gmc, 2013), no significa que esta haya estado exenta de imágenes y relatos que interpelan nuestros límites y fracasos humanos como sociedad. Ese “por qué no vimos la barbarie” problematiza, más bien, el régimen de visibilidad mediante el cual hemos dado inteligibilidad a la atrocidad, con el que hemos alentado esferas públicas de deliberación y mediante el cual hemos promovido las implicaciones éticas y morales sobre los horrores de la guerra, de modo que esta no quede reducida a un “accidente”, a una “maldición” de lo que somos. Situación que, por cierto, plantea una paradoja: la de una guerra que estando tan “cerca”, porque ha sido librada en la misma geografía nacional, haya sido a la vez tan “distante” en los dispositivos de representación de su horror y, sobre todo, en el compromiso moral con las víctimas de este. Decir que “no vimos” la barbarie es afirmar nuestra distancia, a pesar de su proximidad. Estas consideraciones enmarcan el propósito de este ensayo. En pri­ mer lugar, me interesa problematizar el rol de la imagen, con énfasis en la imagen fotográfica, en acontecimientos que, como las guerras, nos enfrentan a la experiencia del sufrimiento, la vulnerabilidad de la vida y a la facilidad con que nuestro cuerpo puede ser quebrado, mutilado o aplastado (Butler, 2010; Linfield, 2010). En segundo lugar, quiero es­ bozar una breve discusión acerca de las razones por las cuales las imágenes gozan de tan mala prensa –al menos en el pensamiento occidental– para narrar e interpretar el horror. Por último, pretendo retomar un viejo de­ bate en torno a la tensión ver-actuar, esto es, acerca del compromiso de “hacer algo” –o “no hacer nada”– que pueden experimentar los ciuda­­danos del mundo cuando se enfrentan a las imágenes, las noticias o los reportajes de los medios de comunicación –con la televisión a la cabeza– que se refieren a las desgracias que viven los sujetos que habitan paí­ ses cruzados por guerras civiles, fracasos parciales o totales del Estado (Kaldor, 2010), o por situaciones de hambruna y desastres naturales (Moeller, 1999). Este es un texto que parte de Colombia; no obstante, mi propósito es salirme del “marco” nacional, con la esperanza luego de regresar, aunque ese retorno no sea explícito en los renglones que siguen.

Los dilemas de la imagen: narrativa y conciencia moral ¿Puede representarse la degradación, la atrocidad y la destrucción de lo humano a través de la imagen? Proponer este interrogante implica

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enfrentar varios dilemas. Por una parte, esto lleva a preguntar qué es una imagen de horror (García y Longoni, 2013: 19-35). ¿Una que basa su capacidad informativa e indicial en los cadáveres y la sangre, que por su realismo y crudeza bloquea cualquier posible lectura o significación? (Barthes, 1995). ¿O aquella otra que reclama su carácter fragmentario, polisémico y performativo (Didi-Huberman, 2004), y que, por lo mismo, obliga a interpretar su significado, más allá de la imagen misma, para inscribirla en los espacios sociales e institucionales por donde esta circula, así como en las condiciones sociales de su producción y recepción? (Taylor, 1998; Campbell, 2004). En otras palabras, ¿qué imágenes pueden ser más pavorosas: las que muestran los cadáveres, o aquellas que muestran, no la violencia en sí, sino la desolación y la tristeza sombría que esta provoca? (Linfield, 2010). Por otra parte, esto obliga a interrogar qué hacen los medios de comu­ nicación con la atrocidad cuando esta se convierte en acontecimiento no­ti­cioso: ¿bajo qué condiciones la trivializan, llaman a la denuncia, invitan a un compromiso moral del espectador con la víctima que sufre?; situación que, a su vez, implica problematizar si pueden las imágenes mediatizadas por las tecnologías de información y comunicación comunicar el horror de la guerra, hacerlo narrable y visible, más allá de la conmoción y la fasci­nación (Sontag, 1996, 2003). Además, esto permite indagar tanto por las consecuencias políticas que adquieren las representaciones de la guerra cuando estas acceden a la esfera pública, como por los límites de lo que puede ser dicho y lo que no debe ser mostrado en el dominio público (Butler, 2010), lo cual lleva a preguntar: ¿cuál es la arena cívica en que esas imágenes se difunden, critican y comprenden, pero, sobre todo, cuáles marcos de interpretación permiten la representación de lo humano y qué otros no lo hacen?2 Plantear, por tanto, si la imagen puede representar la atrocidad y la destrucción de lo humano es inscribirse en una perspectiva investigati­va de larga duración, que estudia el rol de la imagen en situaciones límite de la humanidad, como las guerras y las catástrofes de diversa índole Como lo plantea en este mismo volumen Sergio Villalobos-Ruminott, el asunto aquí no es abogar por hacer mejores imágenes o fotografías de la destrucción, sino repensar las pro pias “po­líticas de la imagen” que ponen en juego la cuestión misma del nosotros. En su ensa yo, Villalobos-Ruminott aborda asuntos similares a los aquí expuestos, aunque desde un punto de vista diferenciado. Véase el siguiente capítulo. 2

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(Sontag, 2003; Didi-Huberman, 2004; García y Longoni, 2013); que se aproxima a la naturaleza de la representación mediática de las guerras contemporáneas (Hallin, 1986; Cottle, 2006; Hammond, 2007; Kellner, 2010; Hoskins y O’Loughlin, 2010; Carruthers, 2011); que recalca la trascendencia del cuerpo en el análisis de las prácticas de violencia, terror y sufrimiento en este tipo de confrontaciones (Taylor, 1998; Campbell, 2004; Butler, 2010); o que considera que, en los estudios sobre las guerras, el deber de recordar, debatir y darle legibilidad a los traumas ocasiona­dos por estas implica también hacerlo por medio de las imágenes (Mitchell, 2009; Linfield, 2010). A esto alude precisamente Siegfried Kracauer, a propósito del mito de la Medusa en el que Perseo logra decapitar al mons­ truo sin mirarlo a los ojos, viéndolo a través de su reflejo en el escudo. Dice Kracauer: “La moraleja del mito es, claro, que no miramos ni podemos mirar los horrores reales, porque nos paralizan con un ciego terror; y que solo sabremos cómo son mirando imágenes de ellos” (Kracauer, citado por Huyssen, 2009: 23). Un cúmulo de reflexiones sobre el rol de la imagen en el Holocausto,3 la guerra de Vietnam, las campañas militares de intervención humanita­ ria de finales del siglo xx en Irak, Bosnia-Herzegovina, Somalia, Ruanda, Sierra Leona y Kosovo, al igual que en las denominadas guerras contra el terror de principios del xxi en Afganistán e Irak, han generado interesantes discusiones para explorar la cuestión de si hay una manera correcta de ver el horror y acaso inofensiva de documentar la violencia imperdonable (Linfield, 2010); y, por supuesto, para plantear debates en torno a la paradoja en que se mueve el público espectador de las imágenes de lo peor: en la toma de conciencia hacia aquello que no sabemos, o no queremos ver, pero que debemos ver, por una parte; y en la producción de la indiferencia frente aquello que de tanto ver genera cansancio, malestar y repulsión, por la otra (Rancière, 2010).

En los trabajos sobre el rol de las imágenes en situaciones límite de la humanidad, el Holocausto es un prisma a través del cual se suelen interpretar otros casos de exterminio, genocidio, terrorismo de Estado y violencia fratricida. Como bien afirma Andreas Huyssen, el Holocausto se ha convertido en un tropos universal del trauma histórico de las sociedades modernas en la medida en que este –sus imágenes, memorias, discursos y retóricas– se asume no solo como un índice de acontecimiento histórico específico, sino como una metáfora que se utiliza para comprender experiencias traumáticas que han tenido lugar en otros contextos locales, temporalidades lejanas y situaciones diferentes respecto del evento original (Huyssen, 2002: 13-40).

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Se trata de perspectivas en las que se pueden reconocer dos narrativas encontradas: una que sostiene que el poder de las imágenes que muestran las atrocidades de la guerra recae en su capacidad de permitir conocer mejor nuestra historia, de luchar contra el olvido y de generar mayores niveles de crítica democrática, ya que cuando el horror es lo bastante vivido lle­va a las personas a entender que la guerra es una insensatez (Taylor, 1998; Keane, 2000; Campbell, 2004); y otra que señala que el poder de las imágenes que muestran los horrores de la guerra descansa en hacer de esto un espectáculo para el consumo de masas: imágenes para ser de­­voradas por el espectador pasivo, a quien el horror le llega sin riesgos, como entretenimiento, a su sala de estar, sin ninguna obligación moral frente a las víctimas distantes (Enzensberger, 1994; Baudrillard, 1997). En su trabajo sobre la política visual de los nazis, la académica es­ta­ dounidense Susie Linfield plantea un debate interesante con los críticos que proponen no volver visualmente al Holocausto, que prohíben cualquier representación que nos sitúe nuevamente frente al horror del exterminio porque, según ellos, se trata de imágenes que, por una parte, conllevan a asumir la “mirada nazi” (Linfield, 2010: 69) –valga decir, a ponernos en la posición del victimario, dirigida a humillar y degradar a sus víctimas–, y por la otra, producen un acostumbramiento a la violencia por cuenta de la saturación de las imágenes horribles, repetidas una y otra vez.4 “¿Vemos esas imágenes de la misma manera en que lo hicieron los nazis? […] ¿Por qué no podemos ver esas imágenes de forma crítica y ac­tiva en lugar de asumir los valores fascistas que había en ellas, o caer en un adormecimiento de la conciencia como consecuencia de su reiteración per­turbadora?”, se pregunta Linfield (2010: 72). En esto Linfield no está sola. Sus preguntas coinciden con los interrogantes que se formulara Georges Didi-Huberman en la inter­ pretación que él hace de cuatro fotografías tomadas en agosto de 1944 en Auschwitz, las cuales hicieron parte de una exposición fotográfica mayor titulada “Memoria de los campos”, presentada en París en 2001. En su réplica a las voces que señalan que cualquier intento de imaginar

Para David Campbell, acusar a las imágenes de anestesiar la conciencia es olvidar un asunto importante: las imágenes no existen aisladas. Estas no solo están disponibles por su ajuste in­ tertextual –allí donde el título, la leyenda y el texto rodea el contenido de la imagen–, sino que son leídas en el marco de un contexto histórico, político y social. Véase Campbell (2004). 4

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el Holocausto –la Shoah– es un empeño nefasto y voyerista, porque este fue un evento irrepresentable, sin testigos, sin imágenes, Didi-Huberman responde que “los gestos humanos fotografiados en agosto de 1944 por el Sonderkommando de su propio trabajo, de su inhumana tarea de muerte, esos gestos no forman, por supuesto, la imagen ‘integral’ del exterminio” (Didi-Huberman, 2004: 126). Para él, no hay una imagen total, una representación plena, capaz de reponer cabalmente lo sucedido (García y Longoni, 2013); lo que existe son fragmentos, desgarramientos, destellos; si la imagen fuese “total” habría que decir entonces que no hay imágenes de la Shoah, del momento del gaseado, de la escena del exterminio.5 Precisamente “porque la imagen no es total, por lo que es legítimo constatar lo siguiente: hay imágenes de la Shoah que, si no lo dicen todo –y aún menos ‘el todo’– del Holocausto, son de todos modos dignas de ser miradas e interrogadas como hechos característicos y como testimonios de pleno derecho de esta trágica historia” (García y Longoni, 2013: 102). Se trata de una imperfección de las imágenes que permite revisitarlas, regresar a ellas, indagar por un significado distinto al que inicialmente tuvieron, posibilitar que ingresen de nuevo al dominio público (Campbell, 2004: 63). A un asunto similar se refiere David Campbell cuando aborda el problema de la conciencia moral en situaciones de linchamiento. En su análisis sobre Without Sanctuary,6 una exposición y publicación fotográfica que tuvo lugar en los Estados Unidos en los primeros años de este siglo, y

La respuesta de Didi-Huberman apunta a un cuestionamiento mayor. Es la crítica a una idea de re-presentación que la considera como presencia cerrada, como repetición acaba­ da, que remite a su inmediatez, a su imposibilidad de ser algo más que una copia inmanen te de la realidad (Nancy, 2007). Esto es justamente lo que se puede apreciar en las discusio­nes sobre la memoria de los desaparecidos bajo la dictadura militar argentina (19761983), cuyos planteamientos guardan semejanza con el tropos del Holocausto, debido a la caracterización de los crímenes del terrorismo de Estado argentino como “masacres administradas” (Huyssen, 2010). Frente al debate hegemónico que plantea que en Ar­ gentina no existen imágenes documentales de los desaparecidos que hayan dado cuenta de las condiciones de reclusión, del momento preciso en que se torturaba o se ejecutaba a los detenidos, los académicos Luis García y Ana Longoni se preguntan sobre qué sería una fo­ to de la escena misma, de una desaparición en sí. Para ellos, “la idea de la ‘escena misma’, de la ‘desaparición en sí’ o su ‘representación directa’, lleva implícita la remisión a un régimen esencialista de la representación: un signo que indique una realidad, una imagen que reponga de manera transparente su referente, en este caso, el referente ‘horror’” (García y Longoni, 2013: 33). Por tanto, ¿no caemos en una cosificación de la imagen, reduciéndola a un cliché, a una representación, a un signo, cuando olvidamos que ella es una realidad más compleja, y que su modo de mirar no se limita a la mera alusión a un referente? (33). 5

El sitio web de esta exposición puede consultarse en: http://withoutsanctuary.org/

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que compiló 4.742 imágenes de afroamericanos sometidos a prácticas de crueldad y sevicia entre 1882 y 1968, Campbell se pregunta si es factible ensayar otras lecturas posibles de imágenes que en su momento no tenían nada de perturbador, al menos no para quienes pertenecían al bando “correcto” de los perpetradores (Campbell, 2004: 56-58). Como en el caso de los nazis, en las fotografías de linchamiento de los negros americanos no había lugar para la vergüenza, tampoco para la justicia; allí el fotógra­fo no era alguien distante, un foto-reportero profesional enviado a cubrir el acontecimiento, sino alguien que formaba parte del grupo que linchaba, lo que hacía más compleja su posición como espectador. Eran además imágenes populares. Y lo eran porque dramatizaban la división radical –racial y de género– sobre la que se apoyaba la supremacía blanca. Hoy, dice Campbell, esas fotografías son leídas en un contexto donde el racis­mo ha perdido apoyo, y al menos tiene cabida la vergüenza. Son imágenes que han ingresado de nuevo a la esfera pública y, justamente por eso, podemos preguntarles por un significado diferente al que alguna vez tuvieron; lo que por cierto habilita los asuntos de la traducción y la trans­ gresión cultural: las mismas imágenes pueden hacer un trabajo contra­ rio, precisamente porque han cambiado sus condiciones de recepción (Campbell, 2004: 63). Volviendo a Linfield, ella nos recuerda que entre 1936 y 1942 las imágenes de exterminio de los judíos fueron utilizadas por los movimien­tos internacionales de resistencia al fascismo para estimular la indignación y la reacción en contra de los asesinos.7 Los primeros foto-reporteros, escritores, intelectuales y activistas pensaban que el poder de las imágenes de sufrimiento y atrocidad radicaba en su capacidad para fomentar la conciencia moral y el repudio contra la guerra (Sontag, 2003; Linfield, 2010). Esta fue precisamente la creencia que llevó al Daily Worker, un diario comunista estadounidense, a publicar el 12 de noviembre de 1936 las imágenes de varios niños españoles muertos como consecuencia de un bombardeo nazi, en plena guerra civil. Ante la pregunta: “¿Por qué publicamos esta página?”,8 los editores del diario pensaban que esas

A este respecto, Linfield nos recuerda que desde sus inicios esas imágenes fueron consi­ deradas por los gobiernos occidentales como propaganda judía no confiable, por lo que no lograron el efecto deseado; y eso que se trataba de fotografías que todavía no habían entrado en la espiral de la reproducción y la saturación que los críticos suelen denunciar (2010: 72).

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La imagen mencionada puede ser vista en el siguiente link: http://goo.gl/u09JCc

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imágenes servían a un gran propósito: alentar la determinación contra el fascismo y defender la democracia. A diferencia de las fotografías tomadas por los nazis en los guetos y campos de concentración, que carecían del sentido universal de la vergüenza, que es uno de los principios básicos de la fotografía documental sobre personas a punto de morir, las imágenes como las del Daily Worker apuntaban a un efecto contrario: a la idea de que la exposición de los crímenes atroces conduciría a la memoria o la justicia (Linfield, 2010: 132). En parte, esta era la consigna que guiaba el trabajo de ese gran re­ portero gráfico llamado Andrei Friedman, más conocido como Robert Capa. Con una aclaración: si bien Capa pensaba que la guerra era una acti­vidad humana –no un desastre natural, ni un destino inevitable– que debía ser visualizada en términos humanos, tenía una aversión innata a fotografiar la impotencia absoluta y la humillación total de las víctimas de la guerra. Él no estaba interesado en el sufrimiento físico, las atro­ cidades, las batallas. Su propósito era re-personalizar la guerra a través de la ternura, la belleza, la determinación, la dignidad y las relaciones personales por fuera del campo de batalla, en lugar de deslumbrarse con el poderío de los ejércitos o la crudeza de las imágenes (Linfield, 2010: 175-202). No obstante, al igual que los editores del Daily Worker, Capa también creía que el poder de la imagen, aquella que representa las realida­des prosaicas de las personas atrapadas en la guerra, estaba en su capacidad para persuadir a los espectadores a tomar parte activa y apoyar las causas en contra del fascismo.

Pensar con Sontag ¿Pueden las imágenes alentar la conciencia en contra de la guerra? Susan Sontag nos ofrece una mirada diferente a la anterior, esta vez caracterizada por la sospecha y la ambivalencia hacia la imagen fotográfica, a la que considera ausente de una narrativa coherente y, por tanto, carente de una posición moral a la que, no obstante, podría ayudar a consolidar o contribuir a crear. En su célebre ensayo Sobre la fotografía, Sontag afirma que las fotografías repetidas de los campos de concentración nazis terminaron por anestesiar la experiencia de la atrocidad, porque normalizaron lo terrible y pusieron el horror en los límites de la comprensión. “Si en el tiempo de los primeros fotógrafos de los campos de concentración nazis no había nada de banal en esas imágenes, hoy después de 30 años se ha alcanzado

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un punto de saturación”, decía Sontag tres décadas atrás (1996: 38). Es la tesis del efecto analgésico de las imágenes, según la cual cuando de eventos pavorosos se trata, la reiteración de aquellas conduce a la inmovilidad política o, peor aún, a la indiferencia. A esta situación algunos autores la han denominado “la fatiga de la compasión” (Moeller, 1999), que se refiere a esa incapacidad que tienen las imágenes de ofrecer respuestas éticas frente al sufrimiento del otro cuando la repetición se apodera de la representación. A Sontag le preocupaba la pérdida de capacidad de la imagen fotográ­ fica para motivar o enfurecer, esto es, para modificar nuestra valoración política de la guerra y actuar en consecuencia. En Sobre la fotografía, ella insistía en algo que se ha convertido en un lugar común (del cual ella misma, años después, ya no estaba tan segura de insistir): la fotografía ha hecho más por anestesiar las conciencias que por despertarlas.9 Se trata, por cierto, de una crítica que remite a un doble malestar. Por un lado, a la idea de que hubo una época dorada en que las personas de todo el mundo respondían con solidaridad, generosidad y honestidad al sufrimiento de los demás,10 virtudes que como consecuencia del bombardeo visual de las imágenes habrían quedado disminuidas apenas a lo momentáneo: a una

En Ante el dolor de los demás, la propia Sontag se encargaría de refutar su idea inicial del efecto analgésico de la imagen fotográfica, cuando advierte que se trataba de un argumento conservador que pretendía defender la realidad y sus pautas de juicio más auténticas, de la amenaza proveniente de la “sociedad del espectáculo” (2003: 126). Para Sontag, “el punto de vista propuesto en Sobre la fotografía –según el cual nuestra capacidad de responder a nuestras experiencias con renovadas emociones y pertinencia ética está siendo socavada por la incesante difusión de imágenes vulgares y espantosas­­– puede catalogarse como la crítica conservadora de la difusión de tales imágenes” (2003: 126).

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El filósofo francés Luc Boltanski recuerda que el malestar con el espectáculo del sufrimiento no es una consecuencia de las tecnologías de información y comunicación. Es un problema que surge en el momento en que la piedad se vuelve un asunto político: “los seres humanos siempre hemos estado confrontados con el dilema moral de saber que el sufrimiento ocurre allá afuera, pero no ser capaces de hacer algo al respecto” (1999: xiv-xv). Para este autor, la idea de que hubo una época dorada de la solidaridad plena guarda una estrecha relación con la parábola del buen samaritano (Lucas 10: 25-37). Si bien el viajero caído en desgracia que relata la parábola es un desconocido que no tiene definido su status (puede ser cualquiera), allí el paradigma de la acción es el de alguien que alivia el dolor humano del prójimo porque está cerca y lo asiste directamente, mostrando compasión. Esto es precisamente lo que lleva a Lilie Chouliaraki a preguntarse si la única posibilidad para ser auténtico en el compromi­so moral con el prójimo es cuando nuestra respuesta toma la forma de un sacrificio directo en la zona del sufrimiento, o cuando mostramos compasión cara-a-cara con el necesi­ tado (Chouliaraki, 2006: 205). 10

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desrealización del acontecimiento real; por lo que la suya no solo era una crítica a la fotografía en cuanto tal, sino a la posibilidad de actuar en un mundo donde la vida pública no está más supeditada a los intercambios cara a cara en un lugar compartido; un mundo amenazado por la “sociedad del espectáculo” (Sontag, 2003: 126): ese modo de relación social entre personas gobernado por las imágenes, esto es, por el prefijo del engaño, lo fraudulento, la apariencia: el seudogoce, la seudonaturaleza, la seudocultura, la seudorealidad, para ponerlo en palabras de Debord (1999: 33-73). Por otro lado, Sontag sospechaba del pecado original con que había nacido la imagen fotográfica: su defecto de no tener continuidad narrativ­a, de no ser escritura, de estar fatalmente asociada a lo fugaz y momentáneo (Butler, 2010: 95-144). En otras palabras, su carencia asociada a la transmisión de afectos y a la producción de sentimientos. Vacíos que han llevado a no pocos analistas a sospechar de la imagen que muestra hechos dolorosos y, en su lugar, preferir los conceptos, la palabra, el testimonio o la narración, como quiera que se trata de signos que no solo se enfrentan al desgaste del tiempo, sino que se erigen en una especie de pura, profunda y última verdad en contraste con la fugacidad y debilidad de las imágenes. Por eso, en Ante el dolor de los demás, Sontag (2003) hace una dura crítica a la idea según la cual el poder de las imágenes está en su capacidad de fo­mentar el repudio a la atrocidad o a la insensatez, puesto que no es lo mismo estar afectados por una imagen que ser capaces de pensar en el acontecimiento que la produjo. Para ella, se necesita algo más que conmo­ ción, en la medida en que ver no es comprender. Hace falta comprensión: algo que las imágenes no brindan por sí mismas (Sontag, 2003: 104). Siguiendo a Sontag, no es la conmoción lo que nos devuelve contra el crimen, el genocidio y el terror; es la conciencia de que el crimen, el genocidio y el terror son evitables lo que hace que las imágenes y los relatos alimenten nuestra conmoción, pero también nuestra comprensión (2003: 111-119). Y comprender, dice ella, conlleva un análisis de las consecuencias de una serie de eventos que se desplie­gan en el tiempo bajo estructuras narrativas relacionadas con un principio, un nudo, un desenlace (104-142). El malestar de Sontag contra la fotografía evoca las dudas fundaciona­ les del pensamiento crítico con respecto al efecto igualador –y degradante– de la cultura producido por las tecnologías de reproducción de la realidad en las emergentes sociedades de masas de finales del siglo xix y principios

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del xx, que comenzaron a ver en la fotografía lo que el poeta Charles Baudelaire ya había denunciado: la fascinación de “la vil multitud de contemplar su propia imagen trivial” (Baudelaire, citado por Linfield, 2010: 14), esto es, la falta de imaginación del hombre masificado, someti­ do además a la desconcentración y la distracción de la mirada (Kracauer, 2008: 51-65). Sontag, como otros críticos contemporáneos –Barthes, Ber­ ger y Sekula­, entre otros– fueron influenciados por los primeros crí­ticos modernistas, escritores, artistas e intelectuales, que si bien veían en la fotografía un invento liberador y revolucionario que había contri­buido a la expansión del campo visual de la vida urbana (Simmel, 1986: 5-10) y, en palabras de Benjamin, al aplastamiento de la tradición y la desa­ cralización del mundo, sospechaban de las consecuencias que este efec­to democratizador tendría para la autenticidad del arte (Benjamin, 2013); o en todo caso, veían con desconfianza la habilidad de las técnicas de reproducción mecánica para embellecer –estetizar– la violencia totalitaria y movilizar a las masas en torno a los proyectos fascistas de entonces. Es un malestar que, por cierto, hace parte de un cuestionamiento mayor: es el reproche que se le hace a la tecnología de ser la responsable de que el mundo ya no sea directamente accesible (Chouliaraki, 2006). En su interior hay una vieja preocupación –que excede a las guerras– en torno a la (in)autenticidad de la imagen en la construcción de la verdad, a la (in)capacidad de las tecnologías para proveer formas verdaderas de compromiso moral con el prójimo (Boltanski, 1999) y a la disputa entre pa­labra e imagen, generalmente zanjada en favor de la primera, que ha prevalecido en el pensamiento occidental, “partiendo de la prohibición bíblica de tallar imágenes, pasando por Platón y su alegoría de la caverna, y llegando hasta la moderna desconfianza hacia los medios masivos de comunicación, considerados intrínsecamente engañosos y manipuladores” (Huyssen, 2009: 15). Para esta preocupación, la tecnología distorsiona la autenticidad del evento representado; dice promover la proximi­dad cuando en realidad fomenta la distancia (Debord, 1999). Y con esto, es una concepción de la visibilidad, mediada por tecnologías, la que se pone en evidencia, pues para esta perspectiva el problema ético de la mediación tecnológica radica en la incapacidad que tiene el espectador –aquel que mira– de conectarse físicamente con el ‘otro’ distante y, por tanto, de asumir con respuestas éticas su acto de mirar, pero, sobre todo, de actuar frente a los horrores de la guerra.

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En Ante el dolor de los demás, Sontag deja entrever algunas grietas que no estaban en sus reproches iniciales a la fotografía. Allí desautoriza sus afirmaciones iniciales con respecto al efecto analgésico de aquella: “la gente no se curte ante lo que se le muestra –si acaso ésta es la manera adecuada de describir lo que ocurre– por la cantidad de imágenes que se le vuelcan encima. La pasividad es lo que embota los sentimientos” (Sontag, 2003: 118). Por tanto, “el hecho de que no seamos transforma­ dos por completo, de que podamos apartarnos, volver la página, cambiar de canal, no impugna el valor ético de un asalto de imágenes” (2003: 136). Según esta perspectiva, si bien “las fotografías no pueden crear una posición moral”, sí pueden ayudar a consolidarla; “y también pue­den contribuir a construir una en ciernes” (Sontag, 1996: 35). Las imágenes son entonces “una invitación a prestar atención, a reflexionar, a aprender, a examinar las racionalizaciones que sobre el sufrimiento de las masas nos ofrecen los poderes establecidos, ¿Quién causó lo que muestra la foto? ¿Quién es el responsable? ¿Se puede excusar? ¿Fue inevitable? ¿Hay un estado de cosas que hemos aceptado hasta ahora y que debemos poner en entredicho?” (Sontag, 2003: 136).

Viejas guerras, nuevas guerras: euforia tecnológica y régimen visual Considerada como la primera guerra televisiva, Vietnam es otro punto de re­ferencia importante para esta discusión, porque existe la creencia de que la excesiva sobreexposición de los cuerpos muertos y las imágenes de sufrimiento en las pantallas de la televisión y en las portadas de los dia­ rios minó el apoyo del público norteamericano a la guerra11 (Hallin, 1986). A este respecto, hay estudios que muestran cómo, después de la guerra de Vietnam, los sectores con liderazgo político y militar abrazaron la firme creencia de que en las democracias occidentales la aversión de la opinión pública a las víctimas civiles, así como el cubrimiento informativo centrado

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En su análisis sobre el impacto que las imágenes fotográficas y de televisión causaron en el debate público norteamericano luego de la ofensiva del Tet, en 1968, David Culbert (1998) sostiene que el dramatismo de estas imágenes fue importante, porque le restó po­der narrativo a las élites político-militares sobre qué historias contar, alentando otras miradas, en el público, sobre la guerra.

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en los horrores de la guerra, eran razones más que suficientes para explicar por qué las personas se devuelven contra esta (Hallin, 1997; Carruthers, 2011). Bajo las consignas: ¡No más Vietnams! ¡No más cuerpos muertos ni imágenes de sufrimiento!, las nuevas guerras libradas a partir de los años noventa del siglo xx se van a caracterizar por un novedoso gerenciamiento políticomilitar, cuyo acento recaerá en la desdramatización de las consecuencias humanas de la guerra, esto es, en hacer de esta una empresa tecnológica, sin sangre, en la que predominará el análisis estratégico de la “velocidad”, la “precisión” y la “distancia”, asociadas al consumo público de una “guerra sin horror” (Baudrillard, 1991; Ignatieff, 1999; Montanari, 2000; Hammond, 2007; Mitchell, 2009). En algunos de estos estudios, la pregunta por el cuerpo se ha cons­ tituido en un eje fundamental para alentar una discusión sobre la po­lítica de la imagen en la guerra, como quiera que esta nos confron­ta en tanto criaturas corporales. Régis Debray, por ejemplo, afirma que mientras la de Vietnam fue una guerra en imágenes, porque se veían los vietnamitas y americanos de pie, cara a cara, de espaldas y en situ en el escenario de la confrontación, la del Golfo Pérsico fue una guerra “visual”, y por eso mismo invisible, sin huellas en el cuerpo humano, puesto que allí primó, no el plano ético, sino el plano económico de las tecnologías “inteligentes” que mataban a distancia (Debray, 1994: 256). Máquinas, no hombres, estaban envueltas en la guerra, con lo cual soldados y civiles se podían disociar de la materialidad de la guerra, del horror de la muerte. Las cámaras de video instaladas en los aviones, los misiles y en las bombas de alta tecnología le permitían al espectador, como lo recuerdan Susan Carruthers y Harun Farocki, ver a través de la posición de las armas, esto es, ocupar el lugar de ser agencia de la muerte (Carruthers, 2011: 276) a través de una serie de “imágenes operativas” que no estaban hechas para informar, sino para hacer parte de una compleja operación tecnológica: prescindir de los propios seres humanos (Farocki, 2013: 28). Perspectiva que comparte William J. T. Mitchell. Si, para él, conme­ morar Vietnam ha llevado implícito el recuerdo de “la cobertura televisiva de los cuerpos caídos en combate, de los innumerables ataúdes cubiertos con banderas, las masacres, las atrocidades, los entierros masivos y las imá­genes singulares, como la de la niña vietnamita desnuda con su carne en llamas por el napalm” (2009: 344), el objetivo narrativo que

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se inaugura con la operación Tormenta del desierto es justamente “desescribir” Vietnam, borrar la huella del cuerpo, eliminarlo del campo de percepción. Y esto mediante la proliferación de imágenes abstractas, ge­ neradas por el cartografiado electrónico de las “bombas inteligentes” que hacen de las víctimas objetivos alcanzables –targets–, sin rostro humano (344-346). Guerras sin cuerpos muertos, atrocidades o lágrimas para el público, cuyo eje narrativo comenzará a formar parte del régimen de verdad oficial que se instalará desde entonces en la esfera pública global (Kellner, 2010: 211-243). Esta concepción de la esfera pública como régimen visual de la euforia tecnológica tiene consecuencias mayores. Una de ellas es la aclimatación de lo que Paul Virilio llama una “estética de la desaparición”, que consiste no solo en el ocultamiento de la dimensión humana de la guerra, asimi­lada a máquinas, mapas, simuladores y videojuegos, sino en la desaparición de los cuerpos heridos y muertos, convertidos en fantasmas especulares (Virilio, citado por Taylor, 1998: 159). La otra es la atracción que esto genera en los públicos proclives a la guerra de mantener un perímetro protector que les permita permanecer a distancia del sufrimiento y, por tanto, eximirse de los sentimientos de duda, ambivalencia y complejidad moral frente al horror (Stevenson, 1998). Como afirma la investigadora británica Margot Norris, “cuando la censura reduce la muerte a fantasmas de especulación, ésta deja de ser una ‘evidencia’ capaz de servir como lugar de debate ético y se convierte en figuras imposibles de verificar y localizar, por tanto, incapaces de servir a cualquier operación intelectual más que la de determinar la imposibilidad de su realidad: son fantasmas” (Norris, citada por Taylor, 1998: 179). Ahora bien, ¿qué sucede cuando desplazamos la mirada hacia la proliferación de imágenes amateurs que hoy habitan el ciberespacio y compiten con las imágenes profesionales de los medios de comunicación e instituciones de poder para dar cuenta de la realidad? En su análisis de algunos documentales, fotografías y películas sobre las guerras más actuales que han acudido a la “textura” borrosa, inestable y desenfocada de las imágenes amateurs, el académico español Ángel Quintana se pregunta por el efecto de verdad que hay en este tipo de imágenes –in­ nobles– tomadas con videocámaras domésticas; pero, sobre todo, por la subjetividad que se pone en juego en la iconosfera contemporánea de

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la guerra: “¿cómo puede construirse una ficción cuando la narrativa se ha fragmentado y la falsa objetividad informativa ha empezado a tamba­lear frente a las nuevas formas de subjetividad que convierten un conflicto político en un auténtico calidoscopio de imágenes?” (Quintana, 2011: 175). Ante la inquietud sobre quién, mediante qué estéticas y por qué canales se ha mostrado lo que ha ocurrido en las últimas guerras y levan­ tamientos civiles en el mundo, el concepto de imagen amateur es útil, porque permite desestabilizar formas de censura tradicional impuesta desde “arriba”, así como regímenes de verdad propios del modelo profesional de la objetividad periodística. A este respecto, Quintana sostiene que las imágenes domésticas, sin ninguna pretensión artística, producidas a partir de pequeñas videocámaras, pueden funcionar en tiempos de conflictividad social y campañas militares como un gesto de contrainformación, capaz de retar al punto de vista oficial provenien­te de las imágenes fabricadas por el poder mediático-político-militar y, por tanto, de proponer al espectador otras formas de ver, por ejemplo, las guerras (Quintana, 2011: 177). A propósito de la guerra de Irak en 2003, este autor sostiene que esta “acabó convirtiéndose, también, en una curiosa batalla entre la información periodística tradicional y las nuevas formas de subjetividad generadas por la red” (2011: 170). ¿Son las amateurs imágenes moralmente superiores? La pregunta sirve para plantear una paradoja. No son únicamente los ciudadanos de a pie, los afligidos y los vilipendiados los que en la actualidad desafían con sus pantallas móviles y sus cámaras ligeras el régimen de verdad oficial del periodismo y el poder. También el torturador, el militar, el asesino, el insurgente y el terrorista se convierten ellos mismos en “video artistas”, en autores y documentalistas de la realidad. A esto se refiere Susan Sontag al analizar el giro que se produce en la fotografía de guerra cuando la representación del horror deja de ser monopolio de los reporteros gráficos y se enfoca en mostrar a los verdugos junto a las víctimas, como fue el caso de los soldados-fotógrafos de Abu Ghraib.12 Desplazamiento que,

Como hemos visto, este fenómeno de dar a conocer fotografías en las que los perpetradores posan junto a sus víctimas no es nuevo. Como Campbell lo recuerda, hace parte de una práctica racista, sexista y colonialista atroz que fue muy común desde finales del siglo xix hasta mitades del xx, denominada “fotografía de linchamientos” (Campbell, 2004).

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según Sontag, señala “un cambio en el uso de las imágenes: menos objeto de conservación que mensajes que han de circular, difundirse” (Sontag, 2004: § 9) y, por tanto, enviarse por correo electrónico a los demás, que fue justamente lo que hicieron los soldados convertidos en fotógrafos de la prisión. En Abu Ghraib, sus perpetradores no supusieron nada condenable en lo que mostraban las imágenes. La pretensión de que las fotos circula­ ran y que muchos las vieran, tenía por desgracia algo más detestable: todo había sido divertido. Para Sontag, la revelación de estas fotografías por distintos canales de difusión alentó, no obstante, la controversia pública sobre la política oculta de la “guerra contra el terror”, como también fuertes reacciones del gobierno Bush para detener el peligro de imágenes no autorizadas, capaces de desafiar el poderío moral de esa nación. “Las fotografías –sostiene Sontag– hicieron esto ‘realidad’ para el presidente y sus funcionarios. Hasta entonces solo hubo palabras, que resultan más fáciles de encubrir, y más fáciles de olvidar, en nuestra era de reproducción y diseminación digital infinitas” (Sontag, 2004: § 20). A un asunto similar se refiere Michael Ignatieff cuando cuestiona el régimen visual que hay en los videos amateurs subidos a internet por gru­ pos terroristas que muestran en directo, y sin edición, la decapitación de sus víctimas, en el marco de un desplazamiento de cámara que pasa de ser “testigo” a “instrumento” del horror. Según Ignatieff, estos videos de la humillación retributiva han entrado en un mercado de la violencia que busca reducir el umbral humano de la repugnancia: si nada es repugnante, todo está permitido. De este modo, el horror termina en una pornografía del horror, mientras que el disgusto moral, que es el primer paso para quebrar la voluntad de continuar la pelea, acaba como una víctima más de la venganza. Para este autor, justo aquí está la diferencia con Abu Ghraib, pues lo que este caso mostró fue que “la voluntad de la democracia es­ tadounidense para cometer la atrocidad en su defensa, está limitada por la repugnancia moral, arraigada en dos siglos de instituciones libres. Esta capacidad de repugnancia sostuvo la protesta popular que con el tiempo nos sacó de Vietnam” (Ignatieff, 2004: § 20). Con respecto a esta distancia crítica del sujeto planteada por Ignatieff se pronuncia el investigador John Taylor (1998) en un trabajo dedicado al cuerpo del horror en las campañas militares de finales del siglo xx. Para

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Taylor, los límites acerca de qué imágenes mostrar están configurados no solo por el debate público, sino por las directrices del “buen gusto” y la decencia, como quiera que se trata de signos de la civilidad y el miedo, de la compulsión y la prohibición. Para este autor, lo problemático de anteponer la repugnancia en nombre del “buen gusto” estriba en que esto puede convertirse en una coartada para fomentar el silencio moral y la amnesia histórica, que pelechan cuando esas imágenes no son vistas o reproducidas, esto es, no son objeto de controversia pública (Taylor, 1998: 157-1929). Desde este punto de vista, el reclamo no es a que cese la atrocidad, sino a que se haga efectiva una ecología de la imagen del horror y el sufrimiento: más estética, domesticada y prudente. Así, de lo intolerable en la imagen se pasa a lo intolerable de la imagen (Rancière, 2010: 85-104). ¿No hubo acaso una época en que los productores y editores de las imágenes perturbadoras eran más prudentes, más profesionales, con un mejor “gusto”? Según Taylor, no es que las imágenes fueran más prudentes; había más tolerancia a lo monstruoso, aunque la imaginería fuera menos mediatizada. Y se pregunta: “¿Qué significado tiene para la civilidad que las representaciones de los crímenes de guerra fueran siempre delica­ das, de­corosas y educadas? Si la impudicia es fea, ¿qué es la discreción en la cara de la barbarie?” (Taylor, 1998: 196). De ahí que interpretar la pa­­sividad de los espectadores solo como un producto de la imagen, sin tener en cuenta la economía reguladora del “gusto”, es dejar de lado el conjunto de prácticas que restringen o posibilitan el poder relativo de las imá­genes, es descartar de tajo el sistema de autocensura sobre el que se levantan las condiciones de la mirada en las sociedades contemporáneas, construidas sobre las bases del “gusto” y el “decoro” (Campbell, 2004).

La polis de la imagen Dos elementos se pueden cotejar de lo hasta ahora dicho. Primero, la di­ ferenciación que existe entre la política de la visibilidad cuando se pasa de guerras con una alta presencia tecnológica, como son las protagoniza­das en las campañas aéreas militares de carácter multinacional, a guerras de proximidad, en las que la cercanía entre el perpetrador y la víctima abre más cruelmente las compuertas al uso del terror y a la sevicia corporal, en una relación frente a frente. Segundo, la confirmación de que la experiencia contemporánea del horror y el sufrimiento está cada vez

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más mediatizada, por lo que no siempre es posible actuar de manera compasiva con el prójimo distante.13 Lo primero es lo que invita a preguntar por la intensidad de la atrocidad, la humillación y la depravación contra la población civil –sobre todo contra las mujeres y los niños– que caracteriza a los conflictos bé­ licos, luego del fin de la Guerra Fría y, en consecuencia, problematizar los cambios tanto en la representación visual como en la naturaleza misma de la guerra, la violencia y la política en las sociedades que vivimos. ¿Qué hay en el corazón de los conflictos armados contemporáneos, la mayoría de ellos librados al interior de los Estados? John Keane tiene para esto un nombre: él las llama “guerras inciviles”, no solo porque difieren pro­ cedimentalmente de las guerras convencionales, sino porque su propósito es dañar la “ecología de la personalidad humana” y erosionar nuestra capacidad de actuar de manera solidaria con los que sufren (Keane, 2000: 109-151). De ahí las múltiples formas en que los combatientes actúan sobre el cuerpo humano con el fin de derrotarlo, humillarlo, violarlo, quebrarlo, mutilarlo; y de ahí también las diversas maneras en que estos buscan arrancar, por ejemplo, a los niños guerreros de cualquier universo mo­ral, familiar y social reconocible, desorientarlos a través de las dro­gas, la humillación y el terror para que aprendan a deleitarse infligiendo do­lor, convirtiéndolos en perpetradores, a pesar de que también son víctimas. Se trata de guerras terribles donde, como dice Bernard Henry-Levy, ni siquiera las víctimas tienen el recurso del “débil”, esto es, el recurso de decirse a sí mismas que están luchando por una nueva Ilustración, por el triunfo de la democracia o por la derrota del imperialismo (Henry-Levi, citado por Linfield, 2010: 137). Esto ayuda a entender por qué nuestro malestar con los reporteros gráficos contemporáneos que muestran el horror, la crueldad y la desolación de una manera tan descarnada y poco correcta. ¿Pero acaso hay una manera correcta? Por eso, etiquetar a los foto-reporteros de las nuevas guerras simplemente como pornógrafos, voyeristas o aves de rapiña, es evadir las preguntas inquietantes que sus imágenes plantean acerca de la naturaleza

Esto, por supuesto, nos lleva a la temática del humanitarismo, en cuanto asunto que tiene que ver con la sensibilidad y la compasión frente a las desgracias ajenas. Una genealogía crítica de las narrativas humanitarias y su fuerte dependencia colonial se puede cotejar en el ensayo de Luis Fernando Restrepo, incluido en este mismo volumen.

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de estos conflictos y sobre lo que significa para nosotros mirar lo que no queremos ver, pero deberíamos ver. Como afirma Linfield, a diferencia de Robert Capa, los reporteros actuales no van detrás de las buenas causas como luchar contra el fascismo; a muchos de ellos les ha correspondido vivir una época caracterizada por la fragmentación de las causas políticas y humanitarias, que no van siempre en la misma dirección, y por un uso creciente de la violencia, menos atado a los objetivos políticos de la libertad, la igualdad y la solidaridad (Linfield, 2010: 205-231). Lo segundo es lo que ha llevado a autores como Luc Boltanski (1999) y Lilie Chouliaraki (2006) a problematizar si la autenticidad del compromiso moral solo ocurre cuando la respuesta del espectador to­ ma la forma de un desplazamiento directo a la zona del sufrimiento, o cuando se muestra una compasión cara a cara con el sufriente. Inquietud que para ambos estudiosos conlleva a reconsiderar las formas que adop­ta el compromiso moral cuando la acción es una “acción a distancia”, esto es, cuando esta aparece descorporizada y deslocalizada de los lugares físicos de interacción compartida. Situación que, por supuesto, pone en juego la concepción clásica de la visibilidad pública basada en el modelo dialógico del ágora griega (Habermas, 1982), cuyo énfasis originario en la cercanía física y el contacto directo ha sido determinante para asu­mir la autenticidad de nuestra responsabilidad moral frente aquellos que sufren los infortunios de la vida, a partir de una ética de la proximidad que exige presencia física y compasión directa con el que sufre. Frente a esto, lo que emerge es un espacio de aparición mediatizado que libera la visibilidad de sus propiedades espaciales y temporales, expandiendo con ello el campo visual de la acción y el compromiso moral hacia sujetos, hechos y situaciones que desbordan las coordenadas presenciales del aquí y ahora (Thompson, 1998). No obstante, que la polis de la imagen invite a entrar en relación con otros que están distantes, no quiere decir que siempre tolere los cues­ tionamientos éticos que estos hacen, ni le permite al espectador con­siderarse a sí mismo como hablante que responde al horror del que es testigo. Por tanto, como afirma Roger Silverstone, la mera aparición del otro en estado de crisis no basta para creer que estamos plenamente comprometidos con él, ya que el efecto puede ser contrario: llevar a la negación y la indiferencia, por lo que no hay que confundir la conexión

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con la cercanía, la cercanía con el compromiso, la visibilidad con la responsabilidad. Esto es así en la medida en que la distancia no es solo una categoría material o geográfica, sino moral (Silverstone, 2010: 258). Asumir la distancia como un concepto moral lleva entonces a preguntarse por el grado adecuado de proximidad imprescindible para nuestras relaciones mediatizadas, de modo que se pueda estar cerca, pero no demasiado cerca, para no caer en la empatía banal y sentimentalista con el otro; y se pueda estar lejos, pero no demasiado lejos, para no acabar viendo al otro más allá de los límites humanos. ¿Qué imágenes son las apropiadas para la representación de las con­ frontaciones armadas? El hecho de que muchas de las imágenes de la guerra rompan el tabú, aquello que no se debe mostrar, lleva a que la tarea de los medios de comunicación consista en definir una política de la atención que elabora una construcción de la guerra, sus horrores y sus víctimas, como elementos de una cierta distribución de lo visible. Como afirma el filósofo Jacques Rancière: “no vemos demasiados cuerpos sufrientes en las pantallas […] Lo que nosotros vemos, sobre todo en las pantallas de la in­formación televisada, es el rostro de gobernantes, expertos y periodistas que comentan las imágenes, que dicen lo que ellas muestran y lo que debemos pensar de ellas” (2010: 97), pues al contrario de lo que propone la falsa querella contra las imágenes, el sistema de información no funciona por el exceso de estas; “funciona seleccionando los seres hablantes y ra­ zonantes capaces de ‘descifrar’ el flujo de la información que concierne a las multitudes anónimas. La política propia de esas imágenes consiste en enseñarnos que no cualquiera es capaz de ver y de hablar” (97). Rancière tiene razón. Las imágenes no crecen como hongos en los medios de comunicación. Estas hacen parte de un sistema tecnológico de producción y distribución que no funciona por la abundancia, sino por su regulación, por su mediatización, valga decir, por los modos en que los géneros y los formatos mediáticos construyen una determinada visuali­ dad o, si se prefiere, un régimen de visibilidad (Chouliaraki, 2006). Los foto-reporteros y los periodistas se inscriben, por tanto, en una compleja organización de producción de noticias que disciplina su trabajo y define los criterios de noticiabilidad: no solo qué hechos terribles cubrir y traducir en imágenes, sino cómo hacerlo y por cuánto tiempo (Moeller, 1999; Carruthers, 2011). Y “si el horror es banalizado, no es porque veamos

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demasiadas imágenes de él”. Lo que vemos es “demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos incapaces de devolvernos la mirada que les dirigimos, demasiados cuerpos que son objeto de la palabra, sin tener ellos mismos la palabra” (Rancière, 2010: 97). El tratamiento de lo intolerable es entonces “una cuestión del dispositivo de visibilidad, por lo que el asunto es saber qué clase de humanos nos muestra la imagen y a qué clase de humanos está destinada” (2010: 102). Sobre este aspecto se pronuncia Judith Butler cuando se pregunta: ¿qué vidas son susceptibles de duelo y cuáles no lo son? ¿Qué vidas me­ recen ser lloradas y cuáles no? Para Butler, la manera como respondemos al dolor de los demás depende, en gran parte, de cómo se comunique la norma diferencial de lo humano mediante marcos visuales y discursivos –que responden a normas sociales y políticas de carácter amplio– que rigen el límite de lo que se puede llorar y es posible llorar (Butler, 2010: 95-144). Así, el borramiento de la representación pública de los nombres, imágenes y narraciones de aquellos que han sufrido las tragedias de la vida, pero son considerados apenas humanos tiene, para Butler, un costo ma­yor: el de desrealizar los efectos de la violencia porque si la violencia se produce contra seres irreales, entonces no habría ningún daño posible, ningún debate posible, ninguna crítica posible por cuanto se trata de vidas ya negadas (Butler, 2006: 60). Las imágenes perturbadoras nos recuerdan entonces que no es el número de muertos o de cadáveres, sino el proceso de destrucción lo que nosotros deberíamos tratar de comprender (Linfield, 2010: 98). Nos invitan a acercarnos a nuestras tragedias, no solo como un hecho histórico, sino como una experiencia humana que no conocemos, no queremos conocer, pero deberíamos hacerlo. Nos convidan a trastornar la lógica dominante que hace de lo visual la parte de las multitudes y lo verbal el privilegio de unos pocos (Rancière, 2010: 103). Por tanto, la pregunta no es cuántas imágenes soportamos como sociedad, sino qué tanto estas imágenes ayudan a comprender el presente y el pasado; pero, ante todo, qué espacios de debate son posibles para abordarlas, cuestionarlas y comprenderlas. Y para hacer esto se requiere que los espectadores vayan más allá del marco de la fotografía, de modo que sea posible comprender la compleja realidad en que estas han tenido lugar (Butler, 2010; Linfield, 2010).

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¿Qué significa mirar a Memuna, una niña de cuatro años, a quien soldados del ejército del Frente Unido Revolucionario de Sierra Leona le mutilaron su brazo izquierdo durante la guerra civil en ese país?, se pregunta Susie Linfield, a propósito de lo que implica ser solidario con los demás. Mirar a Memuna,14 dice Linfield, es apreciar lo que la imagen no muestra, es decir, observar el retroceso de Sierra Leona, inmersa en el paroxismo de la crueldad que ha tenido lugar a la vista de un mundo indiferente. Es detenerse en el precio del colonialismo, en el fracaso de tantos regímenes poscoloniales allí. Implica contextualizar su desfiguración dentro de una realidad más amplia a la que estamos acostumbrados. Significa, continúa ella, examinar la política del ejército del Frente Unido Revolucionario para quien la violencia no es un arma anticolonial, sino un fin en sí mismo. Se trata de una solidaridad parcial y sin gloria, que no se desarrolla dentro de la imagen: esta depende de nuestra inmersión en el mundo fuera del “marco” de la fotografía. Para entender la insinuación de la sonrisa que hay en el rostro de Memuna hay que viajar lejos de la imagen con la esperanza de regresar (Linfield, 2010: 147). Al fin y al cabo, lo que está en juego no es solo la querella sobre cuánta autenticidad ha perdido la esfera pública para actuar de manera responsable frente a la violencia y el horror por cuenta de una mediatización que nos devuelve una imagen deformada del otro que sufre a distancia. El reto es examinar las características, paradójicas e imperfectas, que allí adquiere nuestro compromiso moral: las formas de experimentar la acción y el discurso, de mantener viva la memoria individual y colectiva, de encontrar remedios contra la indiferencia, de evaluar si la violencia se justifica o no. Esto implica poner en aprietos la idea según la cual la imagen es un peligro porque simplemente perturba o fascina, como si las re­presentaciones de los actos de incivilidad, guerra y destrucción fueran “textos sin fisuras, que absorben en todos los casos la atención de quien las contempla, y disuelven a la audiencia en la nada” (Keane, 2000: 147). Quizás el obstáculo no sea que las historias visuales no tengan nada de contar porque carecen de narración y explicación. La dificultad, más bien, son nuestros problemas para ver, escuchar y comprender.

La imagen puede ser vista en el siguiente enlace: http://goo.gl/LRJhsz

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