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Libertad de todo

Libertad DE TODO Por Jaime Agudelo Granados Palabras: 3077

En estas cartas el autor ofrece una percepción acerca de un viaje de manera muy distinta a la que estamos acostumbrados. Enmarcada en lo que podría ser una literatura de viajes contemporánea, la subjetividad transita a través del frío y algo de orfandad para tocarle el rostro al lector y hacerlo un poco más consciente de la realidad al otro lado del mundo. Son ocho cartas, en nuestra revista hemos querido presentarlas por entregas, a fin de revivir la expectación de los distintos modos de publicación literaria en siglos pasados. Aquí, las tres primeras cartas.

CARTA 1:

Cordial saludo, queridos amigos y compañeros de oficina. Quiero compartir con ustedes, a partir de este momento, algunas impresiones de la vida diaria durante mi estadía en Rumania, un lejano, curioso y extraño país.

Bogotá- Frankfurt- Bucarest en Lufthansa. Tránsito corto en Alemania y viaje al aeropuerto internacional Otopeni de Bucarest. De ahí en bus a Baneasa, aeropuerto para vuelos nacionales. Luego de la espera normal, rumbo a Caras Severin, aeropuerto que sirve a Resita, ciudad a donde me dirijo a trabajar por cuatro meses. Otra vez en bus, casi una hora. Llegada a la plaza principal de Resita y caminada al hotel, pues no había más alternativa. Por fin, Rumania. Año 1987, terminando invierno.

Asignación del cuarto y desempacada de ropa y otras cosas que me pudieran servir en tan larga temporada: una grabadora con diez casetes, cuatro tarros de salchichas, uno para cada mes, confites de café colombiano, cigarrillos americanos infaltables, a pesar de que no fumaba, ¡pero lo mucho que sirve un cigarrillo aquí!, sobre todo para conseguir favores y amigos. Se mueren por ellos. Jabón de baño, ¿recuerdan que lo hablamos?

En mi cuarto hay televisor con encendido por tubos, como los de la casa de mis abuelos, con transmisión en blanco y negro, aunque en Colombia ya teníamos televisores con transistores, en colores, y muchos canales. Aquí solo un canal que funciona de 6 a 8 p.m. De 6 a 7 p.m. hay un programa que difunde el pensamiento político del régimen, el secretario del partido comunista reflexiona sobre temas económicos, sociales y, en general, sobre el gran bienestar que el Estado le da al pueblo. Otro día habla el ministro de Guerra, o el de Salud, y así, diario. De 7 a 7:30 p.m. es un programa musical: ópera, o un pianista, o un ballet y no más. Finalmente, de 7:30 a 8 p.m. hay un noticiero con lo más importante de la primera hora. Esta variedad de programación la disfruté tres o cuatro veces. No la volví a ver.

Desayuno por primera vez en el único restaurante que había en la ciudad, el del hotel: huevos fritos o revueltos, pan duro y con signos de llevar varios días desde su horneada. Era normal su color verde. En algunas oportunidades le quitaba la cáscara, pues estaba con lama, y me comía lo de adentro. Eso lo aprendí de gente en otras mesas. Café, sin leche, pues no había. No más.

Al regreso de la fábrica, almuerzo en el hotel, no sin antes preguntar por el menú. El menú consta de 14 platos de los cuales 12 no existen, y los otros dos se diferencian uno del otro por-

CARTA 2:

que los huevos vienen a la derecha o a la izquierda de la carne de cerdo. No hay pescado, ni pollo, ni res, ni nada más. La cena, igual: carne de cerdo y huevos.

Después de varios días tratando de degustar la comida del hotel he aceptado la invitación de almorzar en el restaurante de la fábrica. Muy sucios los platos, los cubiertos, al punto que solo tomé el jugo y el pan que lo acompañaba, con la excusa de que normalmente yo no almorzaba. Me parecía una delicia la comida del restaurante del hotel. No obstante, debía ir caminando al hotel un tramo bastante largo, como 3 kilómetros. Aún hacía frío.

Mi vida normal en Colombia no estaba acompañada de licor. En Rumania, un día, en la mañana, como a las 9, me ofrecieron en la fábrica algo de coñac. Obviamente dije que no, que yo no tomaba. Esa posición me duró una semana. Todos los días yo veía que los operarios, supervisor e ingeniero, recogían dinero para comprar coñac. Me dio pena con ellos, entonces, un día, yo puse todo el dinero para comprarlo para toda la sección, pues yo era muy adinerado, ya que el cambio oficial era 8 por dólar americano, y en el hotel ya me habían instruido cómo y dónde cambiar. Lo conseguía a 85 o 90 leus por dólar. Todo el mundo lo proponía, o sea, era fácil. Si algo requerían los rumanos aparte de la comida era el dólar. Con eso compraban en el mercado negro: VHS, tv. a color y otros electrodomésticos. Antes de terminar la mañana ya estaba a media caña, como popularmente decimos acá. La tarde era una tortura para trabajar, por el sueño.

Regreso al hotel en la tarde a mis oficios caseros: lavar la ropa toda con el mismo jabón que me bañaba. Cuando está seca la plancho con la mano. No hay ni lavadora ni plancha, ni una señora a quien pagarle para que lo hiciera. Por supuesto que esas labores iban acompañadas de la grabadora con mis casetes colombianos, y más coñac. Finalizo mis tareas elaborando el informe de trabajo del día y planeando el de mañana en la fábrica, que como ustedes saben es religioso en nuestro trabajo. También dedico rato a la lectura de libros que llevé. La lectura es lenta para tasar las páginas y no quedarme sin nada al final, lo mismo que los cuatro tarritos de salchichas que llevé y tengo marcados con fecha de consumo. Uno cada mes.

Recuerden que nuestra empresa decidió enviar a tres ingenieros a Rumania, al mismo tiempo, a ayudar a terminar unos equipos para el proyecto de energía de nuestra región, que los rumanos no habían podido terminar y cuyo atraso acumulado era y sigue siendo muy grande. Les digo esto porque lo más difícil es estar solo, ya que cuando llegamos a Bucarest nos separamos y viajamos a ciudades distintas, más o menos a una hora en avión de la capital.

Todos los días de la semana son iguales y monótonos. Nada relevante. Seguía el frío.

CARTA 3:

Empezó el clima a cambiar favorablemente, y comienzo a ir al parque principal de la ciudad en las tardes. Me siento en una banca a leer y a observar a la gente y las cosas, en general. Mi sentido de observación, pero más de desocupación, hizo que un día concentrara mi vista en el reloj de la iglesia y notara que cuando el segundero pasaba del segundo doce al trece, se devolvía, daba un salto, y luego continuaba adelante. Lo observé durante varios días. Ese descubrimiento, enorme para la humanidad, y, seguro, para el futuro de Rumania, me hizo mencionarlo en la fábrica y llenarme de orgullo, ya que nadie, viviendo allá, lo había notado. A tal punto llegó la situación que se propuso una comisión en la fábrica liderada por mí para visitar la iglesia y comprobar que lo dicho era así. Eso terminó en varias botellas de coñac y muchas felicitaciones de parte de ellos.

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