Raquel. Un grupo de judíos logró llegar al país azteca durante los años de 1925
y 1926 y se abrió paso en un mundo plagado de antisemitismo. Entre los cansados inmigrantes llegados de Rusia, Polonia y de otras muchas zonas de Europa estaba mi abuelo Mendel Shapiro quien, a pesar de los muchos inconvenientes que tuvo que afrontar, llegó a esa nueva tierra decidido a ser parte de ella. Allí encontró la calma que ansiaba para silenciar los recuerdos del fuego, del dolor, del hambre y de la separación de su querida familia. También encontró a Mira, otra inmigrante rusa-judía, y se casaron; de esa unión nacieron dos bellas hijas, Clara y Malca Shapiro. Sin un solo centavo en el bolsillo, sin ayuda del gobierno, ellos sabían, sin embargo, que cuando una puerta se cierra se abre otra, y que su responsabilidad era buscarla en el camino que acababan de emprender. Fueron, sin discusión, unos padres ejemplares, personas de honor que hicieron lo posible para que el futuro de sus niñas fuera siempre brillante, definido, mágico, casi rosado a pesar de los duros golpes de la vida. Pero no pudieron prever que sus hijas iban a correr suertes disímiles, y no porque no las hubieran alentado por igual a estudiar, a ser honradas y a tener grandes aspiraciones. Clara nació el 28 de agosto de 1928: 28 del 08 del año 28. ¡Qué fecha! Fue la primogénita de Mendel y Mira. La alegría de los padres era enorme, pero a los cinco minutos les avisaron que la niña había muerto. Desesperado, mi abuelo insistió en verla y cuando retiró la sábana que cubría su pequeño rostro vio que aún movía los ojos. Corrió con ella donde los médicos que la revivieron. Así, Clara Jaya Shapiro nació ese día por segunda vez. Jaya significa “vida” y de ahí en adelante la llamaron Jayita. Mis abuelos sintieron el sosiego del alma y un momento oportuno para la reflexión: la vida, que parecía haber destinado a su niña a morir, le dio una segunda oportunidad. ¿La aprovecharía? *** Cuando crecieron las chicas sus personalidades y sus bellezas diferentes no hicieron sino fortalecer el cariño que siempre se profesaron la una a la otra. Ya para su adolescencia, Malca era suave, delgada y tímida; los libros absorbían casi todo su tiempo. Calmada y sensata, ante los inconvenientes solía detenerse y tomar un respiro para ver las cosas desde otra perspectiva. Su rostro delicado 15
revelaba curiosidad; tenía unos bellísimos ojos color miel y su pelo, que les hacía juego, caía ondulado cubriéndole la espalda. Cuando sonreía, ¡Dios mío!, era capaz de derretir un témpano. La hermosa Jayita, mi madre, al contrario de Malca, tenía un cuerpo vo luptuoso, pero el mismo cutis perfecto y suave y una boca carnosa. Cuando reía, dejaba ver unos dientes parejos y blancos; siempre llamó la atención de los muchachos, que la seguían con la mirada por donde quiera que pasara. Era una joven feliz y dicharachera, enamorada de la vida, que disfrutaba con intensidad su inocente juventud. La colonia judía de la ciudad la adoraba y tenía fama en el colegio de ser una alumna inteligente y juiciosa. Como nos contaba siempre riendo, su papá la llamaba “rebelde sin causa”, pero amaba y respetaba a sus padres y daba la vida por ellos. Aun así, sabían que cuando se proponía algo, hacerla cambiar de opinión era una hazaña casi imposible. Soñaban verla casada con un hombre bueno que aceptara su forma de ser, su carácter fuerte y decidido y su gusto por el tango y el baile. Jayita soñaba con viajar, conocer el mundo, enamorarse tan intensa y apa sionadamente como sucedía en las películas de Clark Gable, Humphrey Bogart y esos ídolos de Hollywood que la hacían suspirar. Cuando salía de las salas de cine, aún hipnotizada por los besos mágicos de la pantalla, decía a sus primas y amigas: “Chicas, vamos por ellos. El amor, la felicidad y el éxito nos están esperando”.
Jayita. Esa tarde había terminado cansada mis clases de mecanografía en la
academia. Los árboles ocultaban la luz del sol, pero los rayos que lograban filtrarse por entre las ramas parecían darle más luz a mi pelo, que en ese momento llevaba largo y caía ondulado sobre mis hombros, como era la moda. Me sentía enamorada de la vida y complacida con la ciudad donde había nacido y vivía una juventud tranquila y segura. El día empezaba para mí con alegría y así cerraba los ojos en la noche, pensando en mis dulces ensoñaciones, en un futuro que vislumbraba tan feliz como lo era mi presente. En la calma de mi casa, sentía a mis padres cerca, a mi hermana durmiendo en su habitación cerca de la mía, y pensaba que nada podría ser más perfecto. Esa tarde de 1945, justo al lado de la panadería de mis padres, lo vi. El tiempo se detuvo, pero mi corazón se desbocó en un frenesí interno que nunca antes había experimentado, una especie de miedo inexplicable. Unos instantes bastaron para confirmar que ese era el hombre con el cual soñaba, un espejismo hecho realidad que parecía salido de una película. Sin poder moverme lo miré de arriba a abajo: alto, guapo, imponente. Me estaba mirando a mí y esa mirada me robaba el aire, la calma, la seguridad, haciéndome enrojecer. ¿Quién era él? ¿Por qué me miraba así, con esos ojos que parecían tan amenazantes y a la vez tan seductores? Turbada hasta lo indecible, con una sensación que jamás había sentido, lo vi acercarse con paso decidido; irresistible, llevaba su cigarrillo colgado de los labios. 16
¡Dios mío! Ya estaba casi a mi lado. Mi primer impulso fue salir corriendo; pero pudo más la curiosidad y esa mezcla de atracción y miedo que el desconocido me producía: me quedé ahí clavada, no me moví y esperé. Él seguía con la mirada fija en mí, y pude ver el cigarrillo que se consumía cerca de su bigote bien cortado y cómo el humo subía lentamente por su rostro. Ese hombre alto y apuesto me dedicaba ahora una sonrisa traviesa; actuaba con una gran seguridad en sí mismo, que lo hacía más y más irresistible. Yo no sabía qué hacer; nunca olvidaré las primeras palabras que me dirigió: “¡Qué bella es usted!”. Recordé entonces los consejos de mis padres sobre no hablar con extraños en la calle; por eso, lo único que atiné a decir, entre emocionada y molesta, fue que no lo conocía y que no podía hablar con desconocidos. Saqué todas las fuerzas que pude, seguí mi camino y lo dejé allí parado pero de un salto volvió a ponerse a mi lado. Creí que se me iba a estallar el corazón de la emoción. Tal vez por eso caminé con paso acelerado, hasta que sentí un golpe eléctrico: una mano cálida, pero firme, que me apretaba el brazo. Lo rechacé con fuerza, como si se tratara de una garra, con el rostro arrebolado por la turbación ante aquel fresco desconocido que se había atrevido a tocarme. Era una mezcla de rabia y de curiosidad, en el fondo yo quería saber quién era, pero recordé de nuevo la advertencia de mis padres sobre los riesgos que corríamos las adolescentes que caían en las estrategias de galantería de los hombres. Casi escuchaba sus voces: “¡Cuidado, Jayita! El mundo está lleno de peligros”. Volví a emprender la fuga. Llegué a la panadería de mis padres donde el dulce aroma de los pastelillos y el pan recién salido del horno me hicieron recordar el hambre que traía, y, por un momento, olvidar al hombre de la mirada cautivadora. Pasé el alto mostrador de los pasteles y me interné por un pasadizo largo hasta llegar a los hornos en donde se cocían lentamente los bollos de pan, los strudels, las rosquillas de chocolate y los bizcochos de mil sabores. Vi a mi padre moliendo la masa y a mamá dándole distintas formas, ayudada por dos jovencitas de pelo largo muy negro, y por el muchacho que cargaba los canastos. Mamá nos contaba a mi hermana y a mí que había comenzado a elaborar panecillos en la casa donde vivían y papá a venderlos puerta a puerta en el vecindario. Así habían empezado y, ahorrando centavo a centavo, llegaron a alquilar el negocio y con los años lo convirtieron en la panadería más deseada de San Juan de Letrán, en el centro comercial de la ciudad de México. Después empezaron a vender jugos naturales de zanahoria y naranja. Papá decía que poco a poco iba a ampliar sus horizontes. ¡Mi queridísimo papá! Amaba a los gatos, tenía una pequeña bodega para guardar los sacos de harina y las manzanas, y allí cuidaba a sus felinos, que le eran muy fieles y no permitían que los ratones se arrimaran a los costales y a las frutas. A mi hermana y a mí nos encantaba ver cómo les tiraba pedacitos de 17
carne; los gatos grandes y sus crías brincaban ansiosos por saborear ese delicioso manjar. Boter Play, la primera gata que tuvo, se sobaba insistentemente entre sus piernas; hasta que él no le daba una caricia ella no se movía de su lado, y cuando él lo hacía, ella ronroneaba feliz. Papá, su sola presencia infundía respeto en la gente. Había nacido en Ucrania, en una colonia agrícola judía, en la que se dedicaba a cultivar verduras, a cuidar vacas y a otros trabajos de campo. Sus manos fuertes y callosas reflejaban años de duro trabajo. ¡Siempre trabajando! ¡Yo lo adoraba! Mi padre abandonó el horno tibio para convidarme a una galletita de mem brillo; esas galletas y las de jalea eran mis preferidas. —Y bueno, ¿cómo te fue hoy en los estudios? ¿Aprovechaste el día? —Sí, papá, me fue muy bien…−atiné a contestar. Yo estaba tan sumida en mis pensamientos que no me di cuenta de que mamá me miraba quién sabe desde cuándo. —Hola, mamá –sonreí–. Estaba por ahí en la luna. —Sí, lo sé, hija; como siempre. Ven y prueba mi strudel, está calentito. –Sabía que era una delicia. De mi madre siempre admiré su bello pelo rojizo, como fuego, que hacía hermoso contraste con sus ojos verde esmeralda. Mi hermana y yo siempre quisimos haberlos heredado. En aquella época la ciudad estaba llena de hombres ensombrerados y muy bien puestos; las mujeres iban vestidas, en esos días de primavera, de trajes ligeros de colores enteros de una sola pieza, y en sus cabezas no faltaban los sombreros, adornados con plumas; se usaba llevarlos coquetamente inclinados encima de la frente y dejar suelto un bucle travieso. Pero mi madre era muy sencilla: ataviada con un vestido color blanco o beige, llevaba su infaltable collar de perlas como único adorno. Cuando salí de la observación de mis padres, me asaltó el recuerdo del en cuentro con el galán... ¿Quién sería? No dije nada y preferí esperar a la cena de los golubtres, un manjar ruso que mamá hacía con mucho amor, para no olvidar la tradición. Quería guardar para mí ese secreto, pero sabía que terminaría por contárselo a mi familia. Jamás tuve reservas con mis padres; por eso espera ría a la cena y darme un tiempo para saborear aquel encuentro. Sonreí con el pensamiento, me le había escapado y quizá jamás lo volvería a ver. Algo dentro de mí gritaba: “¡Cuidado, Jayita, la vida es demasiado seria para jugar con ella!”. Pero en aquella época yo no podía más que vivir lo que la vida misma me proponía. Por lo regular me iba a casa a hacer los deberes; encendía la vieja radio pa ra entretenerme con los acordes latinos de un algún bolero, pero la sola idea de encontrar de nuevo a ese hombre, no sabía por qué, me atemorizaba y me aturdía. Decidí esperar en la tienda a mis padres que en una hora bajarían la pesada cortina metálica, dando gracias a Dios por ese día que terminaba. Me enfrasqué en la lectura de un periódico arrugado que había por ahí, esperando a 18
que pasara el tiempo. Vaya, ¡qué día!; aún se veía un pedacito de un cielo azul intenso; era el esplendor de la primavera, en el jardín de enfrente ya se podían ver las primeras azucenas, las rosas, las amapolas. La brisa las movía suavemente, eran de una belleza delicada y acariciaban el alma. Al mirar los últimos rayos del sol volví a pensar en él. ¿Quién era? Una cosa tenía casi segura: no era mexicano, era un extranjero, seguramente turista; pero, ¿por qué no podía arrancarlo de mi mente? Era como si ese hombre estuviera dotado de una fuerza personal enorme, parecía alguien de larga experiencia en la vida, era mayor que yo, eso era seguro. De pronto me sobresalté con lo que ni se me había ocurrido pensar: ¿sería casado?, ¿tendría novia? Bueno, en la cena lo comentaría con mis papás. Ellos sabrían aconsejarme; seguramente me llamarían la atención por haber detenido el paso ante un extraño, pero quería expresar mis sentimientos en voz alta. Luego le contaría a Leila, mi prima predilecta, compañera inseparable de travesuras. De reojo vi que papá tomaba una rica jale y la envolvía con todo cuidado. Tenía una gran virtud: el amor por su familia. Mi mamá ya se había sacado el gorrito blanco de la panadería para cambiarlo por otro, verde aceituna, que combinaba con su pelo rojizo tan rebelde; desistió de su intento de sujetarlo y salimos hacia nuestro pequeño y acogedor apartamento. Llegamos a nuestro hogar, limpio y confortable; un olor amado inundaba todos los rincones. Corrí a mi habitación a quitarme los zapatos rojos de tacón alto que siempre usaba para ayudarme a disimular mi baja estatura: apenas superaba el metro con cincuenta y cinco centímetros. Los guardé con mucho cuidado en su caja de cartón, después de haberles pasado un paño para quitarles el polvo acumulado. Era muy cuidadosa con mis pocas pertenencias; sabía del gran esfuerzo que hacían mis padres para comprarlas. Me quité el vestido blanco bordado con florecillas rojas, colgué el cinturón de charol que hacía juego con el bolso y los zapatos y, con delicadeza, me dispuse a desabrochar cada botón del liguero que sujetaba las medias de seda, tratando de evitar que un solo hilillo se corriera y las convirtiera en basura; eran carísimas y yo misma las lavaba con un jabón suave. Luego tomé una ducha reconfortante para aliviar el cansancio del trajín del día. Ya con mi ropa de casa, me puse las pantuflas y me dirigí al comedor pensando en la manera como les contaría a mis padres el encuentro con aquel desconocido que tanto me inquietaba. No entendía por qué razón no podía sacarlo de mis pensamientos. Terminamos de cenar y papá se levantó lentamente para pasar a la sala y esperar allí su humeante taza de té, que mamá preparaba tan bien. Puse unas galletitas sobre un plato y lo seguí. Aquellas veladas que recordaré hasta el final de mis días eran momentos felices, entrañables. Malca pocas veces se nos unía, siempre tenía un libro entre las manos y se retiraba a leer en su habitación, además el té no le hacía mucha gracia. Mamá llegó con su pequeña bandeja de plata, que se había ingeniado para sacar de Rusia junto con otras pocas pertenencias. Parecía que la sala se iluminaba 19
con su presencia, su hermosa sonrisa y su pelo rojizo. Luego de poner la bandeja sobre la mesa de centro con las tres tazas blancas, decoradas con flores amarillas pintadas a mano, se sentó y nos sirvió el té caliente, aromático y dulce, como el ambiente de ese momento. Una vez acomodados, mi padre preguntó: —¿Nu? ¿Qué es lo que ocupa los pensamientos de mi hijita? Papá era paciente en extremo, sabía escuchar y nunca interrumpía un relato. Ningún hijo podría aspirar a mejor oyente o amigo. Buscaba en mi mente cómo empezar con algo razonable que no los alterara demasiado, pero las miradas an siosas de mis viejos no me dieron tiempo. Con la mayor indiferencia que pude, como quien no le da mayor importancia al asunto, dije: —Hoy conocí a un muchacho al salir de la academia. —¿Cómo? –preguntaron al unísono. —¿Quién es?¿Cómo se llama? Su ansiedad me hizo sentir nerviosa e insegura; me dirigí despacio al ventanal: la noche era cálida, las estrellas brillaban; sentí que mis mejillas ardían y sabía que eso quería decir que estaba sonrojada, como si me hubieran agarrado con las manos en la masa. Era desconcertante. ¿Por qué no podía hablar de ese encuentro con naturalidad y sin tanta vergüenza? Me volví con toda la calma que pude y les conté todos los detalles, pero callé la toma del brazo; nunca supe por qué. Hablar siempre da buen resultado; sentí como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Mi madre sonrió tranquila y mi padre suspiró; quién sabe qué pensaban que iban a escuchar. —Creo, hijita, que tu aflicción es por los momentos difíciles que pasaste por ese encuentro –comentó papá, casi en un susurro–. Fue una buena idea no haber continuado esa conversación. Nunca se sabe qué clase de personas caminan por las calles. Mamá sirvió otra taza de té, me acarició la mejilla con mucho amor. —Eres muy bonita, en eso tu desconocido no se equivocó. Papá se levantó. Era la hora de rezar antes de dormir. Siempre lo hacía: era un fiel creyente en Dios y siempre sacaba su tales y su yarmulke y se mecía hacia atrás y hacia adelante mientras murmuraba las oraciones; desde que tengo uso de razón así lo recuerdo, concentrado y devoto; también en las Altas Fiestas, Rosh Hashaná y Yom Kipur, a las que no permitía que faltáramos; las niñas ayunábamos durante veinticuatro horas desde los doce años y los varones desde los trece. A veces Malca y yo hacíamos trampa, cuando no podíamos aguantar el hambre. Al día siguiente era sábado, el día de descanso. Mis padres, por respeto al mandato de Dios, no abrían la panadería y, por fortuna para mí, no había clases. No pude menos que sonreír pensando en que dormiría hasta el mediodía. En esa época feliz, yo era campeona en dormir, me encantaba. Con un a gute nacht nos despedimos. Ayudé a mamá a llevar la tetera y las tazas a la cocina y camino de mi pieza la oí trajinar y poner todo en 20
orden. Al llegar a mi alcoba miré la cama cubierta por las sábanas blancas almidonadas y la colcha estampada de flores silvestres; pensé que no podía haber felicidad mayor que entrar en ella. Prendí la lamparita de noche y me puse a leer una novela que llevaba ya por la mitad, pero la buena intención fue superada por los recuerdos de mi desconocido que se negaban a dejarme en paz. Disfruté de una pequeña dosis de felicidad dejando correr la imaginación más de la cuenta, como se deja uno llevar por el encanto mágico de una ensoñación. ¡Dios mío!, qué pensamientos absurdos. Apagué la luz sin haber leído ni una sola página y decidí eliminar de golpe aquellos besos imaginarios. “¡Es el colmo!”, me dije. No sé cuándo me dormí oliendo el perfume de las margaritas y las violetas que mamá había colocado en mi mesita de noche. Un tenue rayo de luz se filtró por la persiana. Traté de ignorarlo para seguir durmiendo, pero no pude. “¡Qué raro! ¿Qué hora será?”. Miré el reloj de pulsera que marcaba las nueve de la mañana. ¡Qué increíble! Era sábado, el día de entregarme a un sueño delicioso y no lo podía lograr. Aquel rayito de luz parecía gritarme: “¡Levántate, perezosa; mira qué bello día!”. Corrí las cortinas de mala gana y me encontré con un cielo admirable. Qué fabulosa variedad de tonalidades de azul, el sol entibiaba el ambiente, el nuevo día parecía gritar: “¡Arriba!”. Me dirigí al comedor en donde se encontraba mi padre con su periódico en ídish; mi madre tejía un suéter que ya iba muy adelante; me miró asombrada por encima de los lentes. —Jayita, ¿tú despierta a estas horas? —Buenos días, mamá. –Los rayos del sol entraban por las ventanas de la sala y se reflejaban en las figuras de cristal que adornaban el salón–. No sé, pero no tengo sueño; comeré algo y vuelvo a la cama. La vieja radio ya estaba encendida y dejaba oír un bello vals que me arrastraba, en mi imaginación, a los brazos de ese desconocido; las luces diminutas danzaban silenciosas conmigo, mi quimera se desbordaba hasta que oí la voz de mi madre que me sacó de la magia del Danubio azul, ese vals de Strauss que me hacía deslizar al compás de la música. —¿No comes tu tostada? El té se enfría. La miré con enojo por haberme sacado de mis ilusiones secretas, pero tomé el té caliente y comí la tostada con dulce casero de fresas. Había decidido ir a la casa de mi prima Leila. Necesitaba salir y, sobre todo, conversar con ella. Desde pequeñas fuimos inseparables, así seguimos en el colegio; crecimos unidas y nos hicimos señoritas. Ahora necesitaba compartirle mi inquietud. Seguro me haría un montón de preguntas llenas de ¿y por qué?, ¿y cómo? Pero tal vez con su serenidad y madurez me ayudaría a sacarme a ese hombre de la cabeza de una vez por todas. 21
Mi querida prima era una verdadera belleza europea: alta, delicada, rubia y con unos ojos tan azules que intimidaban, aún más cuando se enojaba, pues se volvían del color del acero. En nuestro grupo de amigas sabíamos que tenía la preferencia de cualquier hombre guapo que se nos arrimara; en los bailes, era la primera en salir a la pista. Pero eso sí, se hacía respetar, y por esa razón sus padres le tenían mucha confianza. Yo me sentía muy afortunada por tener una prima y amiga como ella. Cada gesto y palabra suyos tenían para mí un profundo sentido; la escuchaba con extraordinaria atención, todo en la vida, ya fuera triste o alegre, parecía tener solución para ella: sabía escuchar con calma, pero era un fatal error interrumpirla cuando empezaba a dar sus consejos. Mi hermana y yo respetábamos y admirábamos su sorprendente tranquilidad; con un gran sentido de la realidad decía que si era hermoso soñar, era más hermoso aún llevar los sueños a la práctica, o al menos intentarlo. Me despedí de mis papás y de la pequeña Malca y salí en busca de aquel apoyo fraternal. Vivía a pocas cuadras de nuestro apartamento, así que caminé por un sendero sinuoso que acortaría el camino. Al estar en la libertad de la calle, escuchar el trinar de los pájaros, sentir el calor suave de los rayos de sol, ver los árboles y aspirar el aroma de las flores, sonreí; realmente me sentía otra esa mañana. Toqué la puerta, aquella puerta que tantas veces se había abierto para mí, y salió la tía Mashe, hermana de mi madre, tan parecida a ella: tenía los cabellos rojos como el cobre, hermosos de verdad; mi padre decía que las mujeres rusas eran las más bellas del mundo. Con una sonrisa cordial se hizo a un lado para abrirme el paso, la besé y entré a la sala donde Leila estaba tirada en el sofá, todavía con su bata y sus pantuflas, hojeando un figurín de modas. Cuando me vio entrar levantó una ceja, gesto característico en ella. —Hola, chaparrita, ¿qué te trae por acá a estas horas? —Quiero contarte algo que me tiene inquieta; necesito que me ayudes a entender qué me pasa; tal vez es una tontería, pero no puedo sacármela de la cabeza. –Sonrió con esa sonrisa suya contagiosa. —Bueno. ¿Qué te parece si te tomas un vaso de jugo mientras me ducho y nos vamos a dar una vuelta? –No me hice repetir la invitación. Mientras lo sorbía, empecé de nuevo a llenarme de sueños y de ilusiones. Cuando apareció Leila, después de casi cuarenta minutos, quedé tan admirada como su propia madre: parecía arrancada de una revista de modas. Lucía un bello vestido blanco con estampado en tonos de azul, turquesa y verde. La correa nacarada hacía juego con los zapatos y la cartera. Los tacones la hacían más alta y esbelta. Creo que su apariencia perfecta se debía a que siempre fantaseó con ser actriz y hacerse millonaria en el negocio del espectáculo, pero ese sueño no lo realizaría: se había enamorado perdidamente de León, un muchacho muy guapo que cumplía con las expectativas y exigencias de cualquier joven judía afortunada. 22
El sol ya calentaba fuerte cuando salimos a la calle, la luz era intensa. Nos dirigimos al bosque de Chapultepec casi sin hablar, dedicadas a disfrutar del paisaje. Vi el gran ángel que nunca dejaba de fascinarme: era impresionante, no había turista que no se llegara hasta el lugar para admirarlo. A veces, cuando ocurría un fuerte terremoto o un temblor de tierra, lo que era frecuente en nuestro querido México, el bello ángel parecía balancearse con furia, aterrorizando a las personas que se encontraban alrededor, pero no caía. Llegamos al bosque dispuestas a gozar de aquel paseo. Cuando éramos niñas, nuestros padres nos llevaban allí a ver a los animales y después a disfrutar del palacio encantado con sus espejos mágicos. Compramos para cada una un cucurucho con palomitas y un sabroso jugo de jícama, que estaba frío, a punto para ese día caluroso. Nos encaminamos al lago y alquilamos una pequeña embarcación para alejarnos del bullicio. Una vez instaladas, empezamos a remar con calma y nos adentramos en busca de la paz del lago. Un rayo dorado se reflejaba en nuestros cabellos; éramos conscientes de que Dios nos había dotado de un precioso color de pelo. Las aguas verdes empezaron a tomar un tinte azul oscuro matizado de verde claro y los acordes festivos de los mariachis, que paseaban en sus balsas nos elevaron más el ánimo; seguimos avanzando hasta llegar lejos de la orilla. Mientras bebíamos el jugo y saboreábamos las palomitas de maíz, Leila se bajó el ala del sombrero para cubrirse los ojos del sol. —¿Y qué, prima?, ¿qué es lo que te pasa? Esa era Leila. Había nacido con el don de comprender el alma humana. Le conté con detalles aquel misterioso encuentro y no me interrumpió hasta que terminé mi historia, entonces me respondió muy seria: —Mi querida, estás enamorada de un desconocido que es muy probable que jamás vuelvas a ver. Despierta y olvídalo; eres bonita, encantadora, alegre, algún día llegará tu príncipe azul. Aunque el comentario tenía mucho de verdad me sentí aturdida, y sin saber por qué las lágrimas se deslizaron por mi rostro. —No me preguntes por qué, pero tengo el corazón congelado de miedo. –Me atrajo hacia sí pasando su brazo por encima de mis hombros con un afecto inmenso. —Chiquita, disfruta la vida hoy que puedes. Nadie sabe lo que el destino nos está cocinando, pero una manera de hacerle el quite es dejarnos llevar por lo que venga, y afrontarlo en el momento preciso. ¿Para qué preocuparnos por el mañana sin haber terminado el día de hoy? Vamos, levanta ese ánimo y rememos hacia el centro, disfrutemos la música y este día tan bonito. Ya verás, mañana te reirás de ese “encuentro”. Sus palabras fueron consoladoras. Pero, el destino me enviaba señales de luz roja y ¡no las vi! 23
*** Era lunes. Me levanté con pereza, pero ¿qué podía hacer? Tenía que ir a mis clases, me esperaba una prueba de contabilidad y confiaba en poder pasarla, aunque no estaba muy preparada. Sentí el trajín de mis padres disponiendo el desayuno frugal: un té, una tostada delgada y el infaltable jugo de naranjas. Después de besarlos, me senté al lado de mamá; enfrente se sentaba Malca, mi dulce y delicada hermanita, tan difícil para la comida: que esto no le gustaba y que lo otro, tampoco. Mis padres solían decir que teníamos que ser unidas, pues siempre la familia es la única dispuesta a tendernos una mano y ellos no iban a durar siempre. Esas palabras significaban mucho para mí; tanto poder ejercieron en mi vida, que más tarde les inculcaría a mis hijos esos mismos valores, para que a su vez los transmitieran a los suyos y nunca se rompiera la cadena. Me despedí prometiendo que, si salía temprano, iría a ayudarlos un rato en el negocio. A esa hora los tranvías pasaban llenos, lo que estaba bien, pues disfrutaba caminar y poner orden a mis ideas. Recordé la conversación con Leila; tenía razón, debería olvidar ese encuentro y ser realista. Crucé la plazoleta con su pasto salpicado de margaritas blancas y minúsculas violetas silvestres de un azul intenso. Me hubiera gustado entonces saber pintar para capturar su belleza, pero yo no tenía dotes de artista. Cerca de la Academia me encontré a varias de mis compañeras. Todas sa bíamos que el examen era muy importante: ese año nos recibiríamos de secre tarias y mecanógrafas y de ahí a tomar vuelo hacia el mundo del trabajo. ¡Cómo pasaba el tiempo! Ya era el último año y me entusiasmaba la idea de emplearme en una oficina. Cuatro horas demoró el examen; los profesores, severos, se paseaban entre las filas de alumnas. Parecía haberme invadido una paz inexplicable, me sentía positiva y estaba realmente convencida de pasar las pruebas. Me había relajado al ver las preguntas y me había entregado en cuerpo y alma a responderlas. Las chicas empezaron a entregar sus hojas y yo decidí dar el último vistazo a mis pruebas para estar más segura de que estuvieran bien. Me levanté y entregué el examen. Me puse la chaqueta y salí hacia el baño a dar un retoque a mis labios y de allí dirigirme a la panadería para ayudar a mis padres. El estómago ya me daba alarmas de hambre y añoraba un jugo bien frío. Fue emocionante salir de las pruebas finales de la Academia. Las tensiones del estudio quedaban atrás, y tendría un poco más de tiempo para mis aficiones, como leer un buen libro, disfrutar de una película, tener un poco más de vida social. En fin, no faltarían actividades para pasar los días que me demorara en conseguir un buen empleo. Pensando en eso, entré a una tienda de libros usados; tomé al descuido uno un poco ajado, Fragmentos del ayer. Era de un novelista desconocido, pero su título me gustó. Pagué y seguí adelante; 24
el olor de las enchiladas y los tacos de los negocios callejeros me enloquecían, tenía de verdad mucha hambre; pero la comida con mis padres y Malca era algo sagrado; aguanté un poco más. Crucé la calle. Ya estaba a unos cuantos pasos. Entré eufórica, contenta, dispuesta a contar a mis padres que su querida Jayita había pasado los exámenes con éxito. Entonces levanté la vista y lo vi. Aunque estaba de espaldas lo reconocí en el acto: el hombre de la mirada cautivadora. Me quedé paralizada. El corazón me palpitaba con tanta fuerza que yo misma podía oír sus latidos. Allí estaba, tranquilo y seguro de sí mismo, un tanto arrogante, con una taza de café en una mano y un cigarrillo en la otra. Quise salir corriendo pero mi madre ya me había visto. Era tarde, demasiado tarde. —Jayita, acércate. Ven a conocer a un turista judío colombiano. Muy lentamente él se dio vuelta y nuestras miradas se encontraron. En su rostro creí ver una mueca de sorpresa. Esbozó una sonrisa… Mi rostro ardía; seguramente estaba roja como una manzana, el ambiente parecía pesado; me faltaba el aire. No tenía nada qué decir, no sabía qué hacer; ni siquiera podía fingir una sonrisa, mi mente parecía haberse quedado en blanco. La voz de mi madre me sacó de aquel estado de confusión. —¿Jayita? —Hola, mamá. Buenas tardes. –Apuré el paso para irme detrás del mostrador, quería esconderme, perderme en el interior del negocio, pero mamá insistió. —Ven, meidale, quiero que conozcas al señor Alex, que está de paseo en México. No había caso: era la cita con mi destino.
Raquel. Después de la Primera Guerra Mundial la vida en Polonia era difícil,
especialmente para los judíos: en la historia del pueblo semita aparecía de nuevo la amenaza de un exterminio; tendencias fanáticas y criminales surgían por doquier. Además, la economía era desastrosa, la lucha por la supervivencia y el sufrimiento se hacían insoportables y nadie preveía un futuro mejor. La guerra había sido pavorosa y dejaba en el aire su aliento macabro. Polonia parecía marcada con sangre. Fue así como grupos de judíos decidieron dar el paso más difícil de sus vidas: dejar su país natal y viajar a otras tierras para poder ofrecer un futuro a sus hijos y cimentar los valores de su cultura, sobre los que tendrían que construir una nueva vida. Mis abuelos paternos, Isaac y Lian, casados y ya padres de cuatro hijos –Martha de once años, Alex de siete, Berta de cinco y Dina de tres–, tenían una fábrica de dulces en Varsovia, pero para entonces era ya imposible conseguir azúcar; tenían la suerte echada: la quiebra era inevitable. No era tiempo de hacer balances para darse cuenta de lo que se dejaba ni de lo vivido: querían que algún día sus hijos se sintieran orgullosos de sus padres por haber tenido el valor de dejar todo y comenzar de nuevo. 25
Vendieron cuanto pudieron, el abuelo Isaac trabajó muy duro para aumentar las ganancias y ahorraron cada centavo; sabían lo que se avecinaba y querían defender a su familia a capa y espada. Algo era seguro: saldrían de Polonia a cualquier precio. Un poco antes de abandonar el país, Berta cayó víctima de la aterradora epidemia de gripe que asolaba la zona en la que vivían. Todos los esfuerzos por salvarla fueron vanos; la niña entregó su alma al Creador. Fue un duro golpe para toda la familia; pero especialmente para la abuela Lian, quien lloró amargamente la pérdida de su hija; se había entregado al dolor y nada parecía interesarle. Esto complicó más aún la salida de Varsovia. La situación empeoraba. Ya no se conseguían comestibles y sus otros hijos podrían correr la misma suerte de la niña. Fortalecieron la decisión. Los vientos helados les hicieron entender que era necesario coser ropa de abrigo para los niños y para sí mismos: lo importante por el momento era resistir la aterradora temporada invernal. Tendrían que ponerse firmes en el intento de encontrar nuevos horizontes. Habían vivido suficiente la horrenda experiencia de la corrupción polaca. Era claro que allí no estaban a salvo, tendrían que darse esa segunda oportunidad y rogaban al Todopoderoso que les ayudara a encontrar una nueva luz tras la cual seguir. Después de varios meses de trabajo y ahorro, decidieron que era hora de marchar hacia las montañas, que atravesaron a pie con los niños pequeños, para llegar a la frontera. La tarea no fue fácil; era un viaje sin guía y con poca comida. Durante el extenuante recorrido imploraban un poco de sol para calentarse los huesos. El abuelo llevaba a Dina a sus espaldas, la abuela cargaba una vieja maleta con pocas pertenencias, Martha y Alex la seguían sin quejarse. Así fue como, con poco dinero, mucho esfuerzo y ganas de vivir, después de ese tremendo recorrido en un invierno infernal, la familia Bizler, con un grupo excepcional de judíos, llegó al puerto de Hamburgo para embarcarse hacia América del Sur. Luego de la larga y penosa travesía que duraba tres meses, unos se quedaron en Venezuela, otros en Perú y a ellos les tocó como destino la tierra colombiana. Allí, sin conocer el idioma, sin familia ni amigos, tuvieron que empezar de nuevo, solos y con tres bocas que alimentar. Se establecieron en la ciudad de Manizales; con el poco dinero que tenían alquilaron un cuarto con dos camas, una mesa y dos sillas. Ese fue el principio de una historia larga e increíble. La esperanza los alentó para seguir adelante y los sacó poco a poco de terribles aprietos. *** Los abuelos Lian e Isaac habían dejado atrás, muy lejos, su mundo y su cultura; ya en el nuevo país deberían descubrir a golpes su nueva identidad, aprender un idioma que les era completamente ajeno, entender las extrañas costumbres de 26
esos lugares e inventarse algún modo de subsistencia; se transformaron en dos personas muy estrictas con sus hijos, en especial Lian, no solo por las dificul tades que había vivido hasta llegar a Colombia, sino que traía en el alma el dolor de su hijita muerta y una rabia ciega con Isaac, quien no quiso escuchar su deseo de adherirse a las esperanzas sionistas y unirse a un grupo para viajar a la Tierra Prometida. Pero ya en Colombia, el país que los acogía, no había lugar sino para la lucha del día a día, todo era como una danza loca. A pesar de los tiempos difíciles, esa tierra significaba una promesa. Era necesario ordenar las vidas, buscar inmediatamente algún oficio, evitar errores para poder cumplir la ambición de encontrar un futuro mejor para sus hijos. Las soluciones para sus problemas tendrían que encontrarlas a como diera lugar. En Manizales tuvieron que meterse a la vida del lugar, buscar aliados e incursionar en el comercio para encontrar cómo sobrevivir. Isaac y Lian, a pesar de la inevitable distancia que se había creado entre ellos, dedicaron sus mejores esfuerzos para abrirse camino, dejaron de lado todo lo que no fuera trabajar por el futuro; las manifestaciones de amor entre ellos y para los hijos dejaron de existir. El trabajo se les presentó en la compra y reventa de telas; así pudieron en un principio contratar en su casa a una profesora para que los niños aprendieran el español. Luego enviaron a Martha y a Dina a estudiar en un colegio de monjas católicas, pues la colectividad judía no llegaba ni a veinte familias, en aquella época no existía un colegio para sus hijos. A Alex, mi padre, el segundo de los hijos y único varón, lo enviaron al Colegio Villegas en Buga, en donde vivía una familia judía que habían conocido. Pensaban que allí podrían controlarlo mejor, ya que ellos estaban dedicados a encontrar la estabilidad para la familia y su hijo desde siempre fue rebelde y llevado de su parecer. Era un internado de disciplina estricta y a los alumnos los castigaban también físicamente. Siempre lo recordó como una de las peores etapas de su vida. Después de tres años de estar allí, enfermó; mis abuelos lo sacaron y lo llevaron a Manizales, donde continuó sus estudios como externo en un colegio de la localidad. Mientras tanto, reunieron suficiente dinero para abrir un almacén de ropa y alquilaron una casa con dieciséis habitaciones que subalquilaban a estudiantes y a oficinistas. Así lograron un extraordinario adelanto en la consecución de sus metas económicas, en la búsqueda de logros materiales. Creo que en esa búsqueda a mis abuelos se les olvidó que sus hijos también necesitaban sentir que eran amados, sentir su cariño. Pero no había tiempo para eso. Para la década de los años treinta, ya Medellín era una ciudad en pleno desarrollo y con una vocación textilera muy interesante; por eso decidieron trasladarse allá y dejar Manizales. Los chicos se hicieron adolescentes, Dina y Martha conocieron en esa ciudad a sus respectivos maridos, pero Alex se desbocó 27
en una vida desordenada. Era un excelente trabajador que ya a los diecisiete años manejaba su propio almacén y, como era tan guapo, también un Don Juan empedernido que destrozó los corazones de muchas mujeres. Quizá necesitaba buscar así el amor que nunca había tenido de sus padres, pero cuando lo conse guía ya no le alcanzaba o simplemente lo despreciaba.
Gabriela. Nací en una vereda de Santo Domingo, en las montañas de Antio-
quia en el año 1922. Mi familia era muy humilde, gente del campo, y crecí jun to a mis cinco hermanos. Teníamos una tierrita y una casa sin nada de lujos. No teníamos camas, solo esteras para dormir. Yo vine a conocer muebles de verdad en el pueblo y donde mis abuelos, que tenían una finca grande y más comodidades. Los hijos debíamos trabajar parejo, aun siendo niños, desde que amanecía hasta la noche. Cuando cumplí dieciséis años solo pensaba en cómo haría para salir de esa pobreza y ayudar a mi familia. Soñaba con irme algún día a la ciudad. Quería trabajar, tener lindos vestidos y zapatos de “verdad”, ropa interior como la que había visto en una revista vieja en el almacén del pueblo, que la dueña me dejaba mirar; yo pasaba ratos hojeándola, soñando con un mundo muy diferente, como el que mostraban esas imágenes de casas limpias y elegantes, de mujeres bonitas y tan bien vestidas. Entonces pensaba con mucha tristeza en mi mamá, que siempre estaba tra tando de barrer el piso de tierra de mi casa; ella cocinaba lo que había, lavaba muy bien la ropa y planchaba con su pequeña plancha de carbón, siempre callada, jamás la oí quejarse, aunque de vez en cuando la pillaba llorando por ahí, calladita. Pero si se daba cuenta de que yo la estaba mirando, ahí mismo se limpiaba las lágrimas y me sonreía… Me parecía verla patentico moverse en las noches, sin que la sintiéramos, alumbrándose con una lámpara de petróleo, solo para revisarnos y para acomodarnos las cobijas de retazos, hechas por ella misma, para que no nos diera frío. Luego se recostaba también y caía rendida al lado de su querido viejo, que ya roncaba por el cansancio de un día más de trabajo tan pesado. Quería mucho a mis papás, adoraba a mis hermanitos. Por eso cosía y recosía su ropa, pues yo había aprendido a remendar muy bien con mi abuela; me encantaba coser vestidos con la tela barata que mi mamá compraba en el pueblo; también cosía y remendaba para los vecinos y así ganaba algunas monedas que daba a mis papás para ayudar con algo en la casa. Pero eso sí, guardaba en secreto alguna que otra moneda en una cajita de lata; ese era el ahorro que me sacaría de esa vida para empezar otra mejor, fuera del monte y de la casa pobre en donde vivíamos tan apretados. Aquella noche, cuando tomé la decisión, miré con lástima a mis hermanos menores que se habían tenido que ir a dormir con una arepa y una tasa de aguapanela con leche como última comida del día. No quería más esa vida. 28
Necesitaba irme a la ciudad a buscar futuro. Los chismes que había en la vereda sobre las muchachas que se iban a la ciudad y regresaban con un niño en brazos me asustaban; pero yo estaba segura de que no caería en esos cuentos de los hombres, tenía una meta fija y la iba a lograr. Tendí mi estera en el suelo, me trencé el pelo y caí rendida. Pensé en la cajita que se estaba llenando monedita por monedita. La tos de mi papá me sacó de los sueños. Hacía frío esa noche. Quería a mi familia pero yo esperaba más de la vida: al otro día tendría que hacer los oficios y bajar a buscar costura al pueblo, necesitaba más plata. ¡Plata! Cerré los ojos y al fin me dormí soñando con toallas, una cama con colchón y sábanas. Era como una paloma libre y volaba, volaba… Me levanté muy temprano, tenía que bajar al río a traer el agua para lavarnos y poner a hervir la aguapanela para el desayuno. Mi hermano ya había traído la leña para el fogón, mi mamá preparaba la mazamorra y la masa para las arepas. Mi papá estaba ordeñando la vaca. El día estaba gris y amenazaba con largar un aguacero de esos que caían en la montaña. Fui a la letrina que quedaba afuera de la casa y me miré en el pedazo de espejo que mi mamá mantenía colgado de la pared de bahareque. Todo el mundo decía que yo era bonita y yo lo sabía: era alta, ni gorda ni flaca y estaba muy orgullosa de mi pelo y de mis ojos negros que tanto admiraban. Me eché el viejo chal en los hombros y salí por una pendiente muy parada para llegar al río; todavía estaba oscuro y, así los hubiera oído desde niña, los ruidos del monte me asustaban. El viento fuerte me hizo estremecer de frío, pero seguí adelante lo más rápido posible antes de que se soltara la tormenta. Me gustaba mucho el paisaje de mi tierra, sobre todo cuando empezaba a clarear, la salida del sol iluminando los bordes de las montañas. Regresé cargada con las dos ollas pesadas y unas botellas, segura de que cuando llegara, el fogón estaría listo para hervirla, el olor de las arepas ya habría levantado a los niños que irían a la escuela: los maestros seguirían enseñando los principios morales, las tablas de multiplicar y a leer. Cosas que yo nunca pude aprender porque a mí no me quisieron mandar a la escuela; mi papá pensaba que las mujeres no necesitábamos saber nada más que los oficios de la casa, para casarnos y ser buenas mamás y buenas esposas. Pero no todo era trabajo y tristeza; también había días alegres, como cuando había fiestas en el pueblo, especialmente para las muchachas de mi edad. Los papás no nos quitaban los ojos de encima, pero podíamos dar una vuelta por la plaza, acompañadas de otras muchachas, y a veces los muchachos nos decían: “Se me apareció la Virgen” y cosas así. Y a veces había “academia” en las fincas vecinas, y era cuando llevaban músicos y todos cantábamos y, hasta de pronto, lo dejaban a uno bailar alguna pieza, un bambuco, con un señor o con uno de los muchachos. Ellos estaban bien arregladitos, con su ruana limpia y casi siempre en abarcas o cotizas, porque zapatos no se veían en el campo por esas épocas. 29
Tal vez nunca aprendí a leer ni a escribir; pero sí había aprendido las enseñanzas que mi mamá nos dio y las lecciones de Catecismo del cura que todos los domingos nos juntaba en la iglesia, dos horas antes de la misa, para hacernos aprender todas las oraciones y contarnos historias bonitas de Jesús, de la Virgen María, de los apóstoles y de los viejos de antes, como Noé y Moisés. Hablaba de la moral, de los pecados y del buen comportamiento que debíamos tener; también del deber de ser honrados y de trabajar con resignación. Nos decía que con valor, bondad y decencia cualquier persona podía llegar lejos en la vida. Recuerdo bien la tarde de 1938, cuando resolví irme. La decisión era muy difícil y me sentía como atontada; no pude dormir en toda la noche: se me revolvían en la cabeza y en el alma la esperanza de cambiar de vida pero también el terror hacia lo desconocido. De una cosa estaba segura, pasara lo que pasara no me iba a quitar, eso lo juraba. Yo era la única responsable de mi futuro y de mi vida. Estaba llena de un fuego, de unas ansias por tener un futuro mejor que no veía claro, pero que sabía que ahí estaba, a la vuelta de la esquina y en el que confiaba porque era muy jovencita. Ahora que tenía fuerza y juventud era el momento, saldría a mi lucha encomendada a mi Dios y a la Virgen del Carmen para que me guiaran y no me dejaran caer. Ese día, antes de que amaneciera, guardé las monedas recogidas en mi caja de lata, mis pocas cosas las metí en un costal que había arreglado como bolsa, bajé a pie la falda que daba a la carretera y esperé a que pasara el único bus de escalera que atravesaba ese pueblo de Dios por esas épocas. Me llevaría a donde me empujaban mis sueños. La despedida de mis hermanos había sido rápida, apenas se estaban des pertando, pedí al Ángel de la Guarda que no los desamparara, ni a ellos ni a mi mamá tan trabajadora y resignada. Siempre, siempre nos repetía con fe: “Mañana, hijos, mañana será ese día”. Muy bien, mamá, para mí había llegado ese día. Se lo conté cuando apenas clareaba. Ella no lo podía creer, pero no trató detenerme; con firmeza, y ganas de llorar, me dijo: “¡Si se va, no vuelve!”. Con esas palabras en mi cabeza tomé mi atado y me fui cuesta abajo. Cuando volteé para mirar por última vez hacia mi casa, la vi echándome la bendición; ella sabía que a su hija no la paraba nadie. Vi a mi papá partiendo leña, el sudor le pegaba la camisa a la espalda; con el pesado sonido de los hachazos persiguiéndome corrí por el camino, en mi ida, la gran ida hacia lo desconocido. El destartalado aparato fue bajando por la loma traqueteando; olía a cebollas y gallinas, a verduras, ese olor que nunca olvidaría; iban al mercado. Atrás iba quedando mi tierrita y la vieja casa con los recuerdos; y mi familia, mis papás y mis cinco hermanos. También pensé en los abuelos; me habían mandado a vivir con ellos un tiempo para liberarse de mí cuando estaba niña, porque decían mis papás que yo era una muchachita muy inquieta y que no podían domarme. En 30
medio de las lágrimas que rodaban por mi cara recordé que ni siquiera había ido a despedirme de ellos, que tanto habían hecho por mí. Me esperaba ¡Medellín! Allá era donde yo había decidido que sería capaz de triunfar contra viento y marea; usaría mi talento para la costura, era una habilidad, un don que el Señor me había regalado. Ya amanecía, el cielo se ponía rojo. Me sequé las lágrimas de un manotazo. Me acomodé lo mejor que pude en mi puesto del bus, sobre mi talego de ropa, y me dormí. Eso era, solo dormir y no pensar, dormir… *** El frenazo del bus de escalera me hizo despertar, Dios mío, habíamos llegado. Estaba como ensonsada. Y, ahora ¿qué? En ese momento me di cuenta de lo sola que estaba, empecé a temblar de miedo, yo no conocía esa ciudad tan grande ni a nadie que pudiera recibirme. Llevé la mano al pequeño crucifijo que colgaba de mi cuello, lo apreté con fuerza y le pedí a Dios que me acompañara en cada paso que iba a dar en esta aventura. La emoción por este viaje se había vuelto terror y desconfianza. Empecé a bajar los escalones del bus y de repente me llené de una paz en el alma y de una seguridad que no podría explicar ahora; pensé en mi mamá, la sentí cerca y recordé sus consejos. Había llegado en el bus hasta el centro de Medellín; me pareció bonita la ciudad, la gente estaba apurada, y vi hombres muy elegantes de sombrero, muy bien vestidos, como en las revistas... pero también había gente como yo, humilde, que trabajaba, que cargaba bultos, que empujaba carretas. ¡Y vi carros!, tan elegantes, el tranvía, edificios de hasta cinco pisos. ¡Así que esta era la ciudad! Sentí una punzada de hambre; abrí mi talego y saqué un pedazo de panela, eso me mejoró el ánimo. Entré a una cafetería que olía a aliños y a cerveza. Le pedí a una señorita que si podía usar el baño y me dijo sin mirarme que estaba al fondo. En el baño, que olía a orines, me lavé la cara y tomé un poco de agua de una llave oxidada; no quería gastar la poquita plata que tenía; ya vendrían días mejores. Al salir del baño me encontré con una muchacha más o menos de mi edad que lloraba, acurrucada en un rincón, y se tapaba la cara con un chal viejo. Me acerqué a preguntarle qué le pasaba, si podía ayudarla; me miró y me sonrió con la sonrisa más bonita que yo había visto en mi vida. —Muchas gracias señorita... pero no creo. —¿Cómo se llama usté? —Carmen. ¿Y usté? —Gabriela. —Pues... me vine de mi casa... y ahora no sé qué hacer… 31
Solté una carcajada; ella me miró como aterrada con sus ojos castaños; vi que era muy bonita y muy joven. —Eh Ave María. ¿De qué te reís? ¿De mi dolor? —¡No!, no, es que ahora somos dos. Me sentí más segura, ya éramos dos, nos apoyaríamos la una a la otra. Apreté otra vez mi crucifijo. Nos sentamos en una banca fría, como de piedra; alrededor había palomas que comían maíz que algunas personas les tiraban. Carmen tenía hambre y tampoco se animaba a tocar sus pocos ahorros. Abrí nuevamente mi talego y le di el último pedazo de mi panela con media arepa; se los comió a la carrera, sacó una botella de vidrio, de esas de aguardiente, en la que había llevado agua y las dos tomamos. Carmen tenía quince años, vivía en un pueblito muy cerca del mío, eran diez hijos de un padre borracho que golpeaba a su mamá cada vez que se le ponía enfrente, y una noche, apestando a licor, había tratado de aprovecharse de ella. Desesperada, corrió a la cocina y lo golpeó varias veces en la cabeza con lo primero que encontró, lo dejó medio muerto y salió corriendo para la casa de su tía; ella le prestó unos pesos para que escapara lo más lejos posible. Subió a la escalera que iba a Medellín y aquí estaba. Paró de hablar un momento para limpiarse las lágrimas con un pañuelo sucio que traía guardado en el escote. Había estudiado por la noche en la escuelita del pueblo hasta segundo grado, a tropezones, pero sabía leer, lo que ya era algo. Quería ofrecerse como planchadora o lavadora de ropa, pues eso era lo que mejor sabía hacer. Era seguro que nos quedaríamos juntas, ambas habíamos andando un difícil camino. A mí me pareció Carmen muy valiente; ahora tenía a alguien en esta ciudad y me sentí capaz de todo. Averiguamos con la gente del parque en dónde podíamos dormir. Una señora, que cuidaba a unos niños muy lindos y bien vestidos, nos dijo que cruzáramos la calle y que por allí podríamos encontrar un sitio decente y seguro para nosotras. Alquilaríamos juntas una pieza y luego recorreríamos la gran ciudad en busca de trabajo. La seguridad y la calma volvieron a nosotras. Nos habíamos jurado: todo, menos volver al pueblo. Hacía rato había pasado el mediodía. Estábamos cansadas y con hambre en esa ciudad tan grande, mirábamos sus carros y edificios, las plazoletas con sus fuentes con agua, la gente, parecíamos hechizadas. Dos muchachitas montañeras, eso era lo que éramos. Hacía sol y el viento era frío. Seguimos adelante con un miedo espantoso al cruzar las calles, no sabíamos por qué nos llenaban de insultos esos señores groseros, pero tendríamos que andar rápido antes de que anocheciera. —Parecemos dos cabras perdidas –me dijo Carmen con su sonrisa tan franca–. ¿A dónde vamos? ¿No sería mejor preguntar en algún almacén por aquí? No era mala la idea. Entramos a un café donde sonaba a todo volumen la música de una pianola. Alrededor de las mesas había hombres y mujeres que reían duro, las botellas de cerveza se juntaban, el olor a sudor y a trago era horrible. 32
Las dos sabíamos que en nuestros pueblos había sitios así, pero ninguna de las dos había entrado nunca; eso no estaba permitido. Yo tenía un espíritu fuerte, jamás fui vergonzosa. “Hoy no –me dije–, hoy no me dejo derrotar”. —Buenas tardes, señor. Decidida, me arrimé al señor robusto que estaba parado del otro lado del mostrador, con la camisa sudada. No sé por qué sentí miedo de él. —Buenas tardes, mamita, ¿pa qué soy bueno? —Señor, ¿sería tan amable de decirnos dónde podemos buscar trabajo? El hombre salió de detrás del mostrador y con mirada descarada y grosera nos invitó a tomar una cerveza, con la promesa de que ya nos encontraría trabajo. Nos miró a las dos de arriba abajo y nos empujó a una mesa que estaba chorreada de cerveza. Hacía calor. Sentí arcadas y rabia al mismo tiempo. Sin decir una palabra tomé a Carmen del brazo y echamos a correr. Más adelante vi que Carmen se paraba ante una vitrina y miraba un cartón en el que había algo escrito. Me acerqué preguntándome qué le había llamado tanto la atención. —Gabriela, aquí buscan una planchadora –me dijo, y se rió como una niña. ¡Qué increíble! Entramos las dos, cansadas pero sacando fuerzas quién sabe de dónde; apreté mi pequeño crucifijo rogándole que no nos abandonara. Una señora madura nos recibió muy atenta y amable, presentí que ante nosotras se acababa de abrir una esperanza. —A ver, niñas, ¿qué se les ofrece? —Trabajo, mi señora –dije sin pensarlo dos veces. Era una señora muy querida; nos sonrió y nos dijo que nos sentáramos en dos banquitos que tenía en el local. Nos sirvió limonada de una jarra, estaba tibia pero la tomamos de un trago. —Y bien, señoritas, ¿de dónde vienen? Después de preguntarnos sobre nosotras nos aclaró que la vida en la ciudad no era fácil, pero que con decencia y trabajo podríamos sobrevivir. Carmencita, como yo la llamaba, dijo que podría entrar mañana a primera hora para empezar a planchar. Acordaron su salario, y luego me miró a mí. —Y usted Gabriela, si es buena costurera, creo que le tengo un trabajo. Es en el almacén de ropa de un polaco que está en la esquina; es un señor muy cascarrabias y exigente, pero si sabe coser, no habrá problemas. No podíamos de la alegría: trabajo y cerca la una de la otra; ahora solo nos faltaba alquilar una piecita para las dos, para empezar a escalar nuestra montaña. Doña Tina, nuestro ángel, nos mandó a una casa que no quedaba lejos, en la que una viejita alquilaba piezas con dos comidas al día a un precio bajo. Le dimos las gracias y nos despedimos con la promesa de que al día siguiente me llevaría donde el señor polaco. Salimos y nos dimos cuenta de que empezaba a anochecer; 33
todo nos parecía ahora más hermoso, la ciudad ya no era tan asustadora, y hasta nos dimos cuenta de que había árboles y que estaban llenos de pájaros. Preguntando llegamos a la pequeña casa de huéspedes. Nos recibió una señora muy mayor que se veía fuerte y sana. Nos pasó a un saloncito muy ordenado. Nos pidió limpieza, pago puntual y no llevar, por ningún motivo, hombres a su casa. Nos mostró la pieza en la que había dos camas de hierro con sábanas blancas y dos toallas. Luego nos mostró también en dónde quedaban la cocina, pequeña pero limpia, y un baño. Por primera vez en mi vida iba a bañarme en uno con baldosines, como decían que había en las casas más ricas de mi pueblo. Nos dejó solas en la que ya era nuestra nueva casa, la pieza, y nos pusimos a guardar las pocas cosas de las dos en el armario de madera. Cuando terminamos, salimos a lo que era el espacio de la sala y el comedor de esa casa; allí doña Inés nos tenía de bienvenida dos tazas de chocolate con aguapanela y arepas con quesito, era lo mejor del mundo, pensamos, para nosotras que estábamos muertas del hambre. Casi no lo podía creer, que hubiera personas en la vida capaces de ser tan generosas con gente como nosotras, pobres, jóvenes y sin nadie que nos apoyara. Mis ojos se aguaron, yo creo que de felicidad y de agradecimiento a Dios. Cuando miré a Carmencita, ella también lloraba en silencio. Con los ahorros de las dos pudimos pagar el primer mes de hospedaje. Es tábamos rendidas; nos despedimos de doña Inés y nos fuimos a dormir. Antes, yo tomé la primera ducha de mi vida. Me recosté en la cama, una cama con un colchón que me pareció un lujo; una cama que tenía unas sábanas que olían a limpio. Esas eran las cosas con las que yo tanto había soñado; no cabía duda de que esa sí era vida y si la plata era la causa de poder tener cama, sábanas y baño con baldosines, bien valía la pena ponerse a trabajar. Casi no logro apagar la lámpara que había en una mesita puesta entre las dos camas, no veía de dónde; hasta que encontré el botoncito que hundí con un susto, ya a oscuras me subí la cobija hasta el pecho y me acomodé; al día siguiente empezaría la prueba para las dos en Medellín. Pero no se me quitaba de la cabeza la palabra “polaco”... que era un señor de mal genio... ¿Qué era polaco? —Buenas noches, Carmencita. −le dije, pero ella ya roncaba. Había sido un día largo. Supe que ya estaba amaneciendo porque la ventanita de la pieza se iluminó, y porque yo estaba acostumbrada a levantarme con la aurora, con las gallinas, como decía mi mamá. Carmencita también estaba despierta, arrodillada rezaba a la cruz de madera que había en la pared, entre las dos camas. Era tan niña, tan delicada y tan bonita que me dio miedo por ella y recordé las historias que contaban en el pueblo sobre las muchachas que se iban a trabajar a Medellín 34
y regresaban más pobres y con un hijo o con dos... Pedí por ella para que fuera siempre por el buen camino. No tenía muchas cosas. Pero, por muestra de las revistas del almacén del pueblo, me había cosido yo misma una falda de un pañete verde, igual al del modelo, y una blusita blanca. Seguro no eran las ropas más bonitas, pero me quedaban bien. Las tomé del armario. Quería estar bien arreglada, que yo no le pareciera una montañerita al señor cascarrabias. Estaba dispuesta a conseguir el trabajo del tal polaco. Dejé que Carmencita terminara su oración y salí para el baño, y aunque hacía frío, me duché con agua helada, yo estaba acostumbra da. Pero ese baño me animó. Me sequé con una toalla, algo que nunca había tenido... y me froté el cuerpo con agua de rosas, que era lo más elegante que me podía permitir en ese entonces. Me vestí rápido. En el baño vi un cepillo de dientes y una crema que venía en un tubo metálico; yo siempre había querido tener esas cosas..., a la vereda habían ido unos médicos y nos habían dicho que era importante lavarse los dientes y nos mostraron cómo se hacía. Pero uno de dónde... Mi papá siempre tuvo buenos dientes y nos enseñó a limpiarlos con bicarbonato frotado y a meter por entre las muelas unas ramitas de limonci llo para limpiarlos. Mis dientes eran bonitos y sanos. Pensé que con mi primer sueldo me compraría un cepillo de dientes y la crema. También cepillé mi pelo hasta sacarle brillo. Salí apresuradamente para darle su turno a Carmencita y fui a arreglar mi cama. Mi abuela, que tenía camas en su casa, me había enseñado a tenderlas y no quería dar disgustos a la señora Inés. Cuando Carmen estuvo lista, salimos al comedor donde la señora Inesita nos esperaba con el desayuno listo: café con leche y panes blancos, blanditos, deliciosos. Su hospitalidad me hizo sentir como en mi casa. ¿Qué más podíamos pedirle a la vida? Nos despedimos de ella y nos fuimos calle abajo, en esa mañana fría, para empezar nuestros trabajos. El barrio donde vivíamos ahora era Boston, en su parte alta; pero quedaba cerquita del centro, en donde ya se empezaba a notar que era una ciudad de comerciantes, porque había muchos negocios bonitos. Casi me muero cuando vi unas vitrinas con unas muñecas del tamaño de una mujer normal, vestidas tal como yo lo había visto en las revistas: unos vestidos pegaditos, sombrero con velillo, guantes largos y lo mejor eran los zapatos: “¿Alguna vez tendría unos así? ¡Seguro!”, pensé. Llegamos a la lavandería y doña Tina estaba muy ocupada recibiendo atados de ropa que seleccionaba con cuidado, poniendo un número en cada talego. Cuando terminó de hacerlo nos saludó muy amable. —Y bueno, niñas, hoy vamos a saber lo que valen. Llevó a Carmencita hasta una mesa de planchar que estaba al fondo del local y sobre la que esperaban pilas de ropa. La miré, le deseé buena suerte y quedamos en 35
encontrarnos a las seis de la tarde ahí mismo, para ir a la casa. Doña Tina le tuvo que encargar el negocio a Carmencita mientras me llevaba a mí hasta el almacén donde el señor polaco decidiría si me empleaba o no. Desde lo más profundo de mi ser imploré a todos los santos que ese señor me diera una oportunidad. Necesitaba el trabajo, necesitaba salir adelante; tenía que conseguirlo. Llegamos a un almacén que olía a tela nueva porque estaba repleto hasta el piso de rollos de todos los colores, ropa muy ordenada y doblada en los estantes, ropa interior en pequeños mostradores. Yo estaba petrificada del susto; la señora Tina me dio un tirón para hacerme seguir adelante y se detuvo ante un escritorio. En él, escribiendo, se encontraba un señor muy concentrado. Doña Tina lo llamó con mucho respeto: —Señor, don Alex…, le conseguí la costurera. Levantó su rostro serio que me dejó fría en el acto, era muy bien plantado y tenía un cigarrillo en la boca, sin tocarlo con las manos. Me miró de arriba abajo como si quisiera ver más allá de mi ropa. Esa mirada me avergonzó, creo que me puse roja como un tomate. Tenía unos ojos muy bonitos color miel. Dios mío, me quedé ahí parada, mirándolo, como si estuviera hirviendo, sin poder hablar. —Y bien, Tina, ¿quién es esta niña? —Pues viene de un pueblo, no la conozco pero su amiga ya trabaja para mí. Usted dirá… —¿Cómo se llama? —Gabriela, señor –contesté a punto de desmayarme. —Bien, Tina, vuelve a tus quehaceres, te lo agradezco mucho. La entrevistaré y ya veremos. Tina se despidió y me dejó sola con ese hombre que me hacía avergonzar, algo que nadie antes me había hecho sentir. —Bueno, Gabriela, siéntese. Se lo agradecí, pues las piernas ya no me sostenían. Ese señor parecía divertirse conmigo, sentí ganas de salir corriendo pero necesitaba el trabajo. Me di cuenta de que debía mostrarle algo más de tranquilidad o si no iba pensar que yo era la campesina boba y sin experiencia que era y de pronto no me daba el puesto. —¿Qué sabe hacer? —Yo sé coser, remendar, señor. Coso rápido y muy bien, sé también bordar y tejer. Me miró sin borrar esa sonrisa como de burla, un mechón de pelo se le vino encima de la frente; me acordé de una película que habían dado un día en la plaza del pueblo, la única que yo había visto. El “actor” de esa película se parecía a este polaco. —Aquí el trabajo es difícil, niña, yo no regalo un centavo si no se lo ha ganado, acá no se viene a jugar ni a matar el tiempo, ¿está claro? 36
—Sí, señor, yo necesito… –me interrumpió bruscamente, ya no se reía. —Lo que usted necesita no es de mi incumbencia. La tomaré un día a prueba y después veremos. –Sacó una planilla del cajón y lo cerró duro haciéndome brincar. —Llene sus datos. –Tomé la hoja con manos temblorosas y me quedé mirándolo–. Allí tiene un estilógrafo –dijo más bien en tono maluco. Sentí que una gota de sudor frío corría por mi espalda, empecé a temblar de miedo y me quedé mirando el estilógrafo pero no me atreví a cogerlo. Mis esperanzas se estaban yendo... —Niña –casi gritó–, no pienso quedarme con usted todo el día. ¡Despierte! —Señor, yo… –se me atragantó la voz y me puse a llorar sin poderme contener. —Pero ¿qué le pasa? –dijo casi enfurecido, tendiéndome un papel que imagi né sería para limpiar mi nariz. Lo tomé temblorosa. —Qué pena, señor, no sé escribir... –murmuré con la misma voz cortada, sin mirarlo a los ojos. —Y encima, analfabeta –le oí decir. —Nombre y apellido –tomó el bolígrafo y empezó a preguntar, después de arrancarme la hoja de las manos. —Gabriela Muñoz –contesté, tiritando aún. —Dirección. –De mi corpiño saqué el papelito en donde Carmencita me había apuntado la dirección de doña Inés y se lo entregué. —Mire, niña, empiece a trabajar ya, si hoy todo marcha bien después apun taremos los otros datos. Por lo pronto ponga una cruz aquí abajo. Después de poner mi X el señor me llevó al fondo del local, me encomendó a una señora, doña Elena, que sería la encargada, y otra vez con ese tono maluco, casi burlón, lo escuché decir: —Esta es la señorita X. Dice saber coser, dele trabajo y me comunica por la tarde si vale la pena dejarla. –Iba a retirarse pero regresó–. Agarre cualquier pedazo de cordón y cójase el pelo, que usted no vino a ningún baile –me dijo todo bravo. —¡Sí! ¡Sí, señor! No iba a rendirme; ya había pasado lo peor, ahora tendría que demostrar lo que valía. Yo no sabía escribir, era verdad, pero el talento para coser y bordar era un don que Dios me había regalado y se lo demostraría a ese señor tan grosero. Yo estaba decidida a mejorar mi vida. Sacrificaría todo mi tiempo, aprendería y llegaría lejos. Tal vez algún día encontraría a un hombre bueno y formaría una familia, con niños, una casita bonita con camas con colchones, sábanas, toallas... y empecé a llorar de nuevo. Apreté mi crucecita con fuerza, me limpié las lágrimas, y me amarré el pelo; miré a la señora Elena con mucha seguridad y le pedí que me diera el trabajo. 37
Me mostró dónde estaba el material: hilos, agujas y botones, que serían mi primer trabajo, me explicó cómo combinar los colores de los hilos y los botones; me entregó algunas camisas de hombre en las que tendría que pegar ocho boto nes paralelos a los ojales y otros dos más pequeños en los puños. La encargada se las iría llevando para plancharlas y empacarlas en pequeñas cajas de cartón. Me entregué a mi primera tarea, a mi vocación. La primera camisa me quitó un poco más de tiempo, pero la segunda fue más rápida; la muchacha que se las llevaba para abotonarlas y plancharlas me miró como si no lo pudiera creer; y yo le sonreí. En ese taller había mucho silencio, las trabajadoras tenían miedo de respirar; pero, a la distancia, se podían escuchar las canciones de una radio que yo nunca había oído. Les puse cuidado y eran muy bonitas; me llevaron lejos mientras pegaba botones. No sé cuántas horas pasaron, pero estaba tan concentrada en mi oficio que casi no oí a la señora Elena que me llamaba. —¡Niña X! –La miré y me levanté rápido. —Señora, mi nombre es Gabriela, a sus órdenes. —Tómese media hora de descanso, puede ir a comer cualquier cosa y a tomar un poco de agua. —¿Qué hora es? —Las dos de la tarde, y aquí se trabaja hasta las seis. Fui al fondo a tomar un vaso de agua, tenía mucha hambre pero esperaría a Carmencita para comer algo en la casa. Vi que las otras empleadas sacaban arepas con queso de sus bolsitas de papel, se me hizo agua la boca. Tomé mi segundo vaso de agua y de pronto escuché que mis compañeras me llamaban para compartir su almuerzo conmigo. Nos presentamos, una se llamaba Amparo y la otra Rosalba. La planchadora se quejó de lo rápido que yo iba, pero eran muy simpáticas. Comí media arepa con frisoles y una naranja que me supieron a gloria. La señora Elena nos hizo una señal y volvimos a nuestro trabajo. Otra vez silencio. Silencio. Tan solo la radio. Ya eran las seis de la tarde y las muchachas empezaron a prepararse para irse. Puse con mucho cuidado los botones, agujas e hilos en su lugar, solté mi mata de pelo y me alisté a salir junto con Amparo y Rosalba. —Hasta mañana, señor –las escuché decir. Sin alzar la mirada de los libros dijo adiós con la mano. Salimos a la libertad, al aire, al bullicio; todo era mejor que ese silencio del trabajo. Amparo y Rosalba, que eran un poco mayores que yo, me empezaron a atacar con un millón de preguntas: de dónde venía, dónde vivía y cómo había llegado a ese trabajo; en fin, me contaron que llevaban trabajando un año allí y que el sueldo no era tan malo. Antes de despedirse me aclararon que el señor Alex era un judío polaco malgeniado; así supe de otras religiones diferentes a la mía y que había países 38
lejanos, como ese, de donde venía el polaco. Me dijeron también que si uno hacía bien el trabajo, él podía ser amable de vez en cuando. Ellas pensaban que había hombres que no sabían cómo mostrar sus sentimientos y emociones; no tenía buen humor, pero no se metía con los empleados, toda la comunicación se hacía por medio de la señora Elena. Apuré el paso para ir a buscar a Carmencita, que me estaba esperando afuera de la lavandería; la vi tan desamparada, tan cansada. Sentí mucha compasión, ganas de llorar; ¿qué veía en su cara? ¿Inseguridad? ¿O era desilusión? La abracé como para que se sintiera segura; yo también lo necesitaba. Se separó y me contó su día tan pesado; el trabajo había sido muy duro. Pero se rio cuando dijo que doña Tina estaba feliz con ella y podría volver mañana. Ese fue el mejor momento del día. Un día que había sido una prueba para las dos. Carmencita, con su inocencia, me hizo comprender que gracias a Dios teníamos trabajo y que debíamos ser fuertes si queríamos lograr lo que nos habíamos propuesto: salir de la pobreza y ayudar a nuestras familias. Mientras regresábamos a la casa fue cayendo la tarde y le dije a Carmen que me hacían mucha falta mi casa, las montañas, las gallinas, mis hermanitos y mis papás. A ella le pasaba igual... Por un momento nos sentimos tristes, solas, como abandonadas; recordábamos las alegrías, los dolores y hasta la pobreza con nuestros seres queridos. Pero las dos estábamos de acuerdo en que era la primera piedra en la nueva vida y que habría muchas más. El camino de regreso al pueblo estaba cerrado, al menos por ahora. Cuando pasamos por una iglesia grande y hermosa, decidimos entrar para dar gracias a Dios. Nos persignamos y rezamos en silencio. Al salir sentimos consuelo y confianza. Carmencita me preguntó que cómo me había ido con el nuevo patrón y yo le prometí que le contaría todo cuando llegáramos. Las calles estaban muy solas y la loma era empinada, me daba miedo. Cuando ya íbamos llegando, vimos a lo lejos a doña Inesita que regaba sus matas en un pequeño jardín que tenía antes de la puerta de su casa. Esa imagen nunca se borraría de mi mente y de mi alma, no sé por qué, esa viejita cuidando su jardín me pareció tan cercana. Ella nos vio pasar la pequeña cerca del patio y nos sonrió. —Qu’ibo, niñas, ¿cómo les fue?; pero primero a lavarse las manos, las estaba esperando para comer. Ya tenía la mesa lista, sencilla pero tan limpia como todo lo de ella, y de la cocina salía un olor delicioso. Me di cuenta entonces cuánta hambre tenía. Corrimos a lavarnos las manos, nos sentamos las tres y atacamos el sancocho de gallina más rico que jamás habíamos comido. Doña Inés había puesto en un platico bocadillos para completar la sobremesa; me sentí como donde mi abuela... Y luego, nos ofreció un café caliente. Nos pusimos a arreglar la cocina y a lavar 39
los platos mientras charlábamos y le contábamos a doña Inés cómo nos había ido en nuestro primer día de trabajo, las impresiones sobre la ciudad, sobre la gente, sobre la ropa que usaban las personas elegantes que vimos por la calle. Sentí como si tuviera una nueva familia, y que esa casa era un regalo que me daba la vida. En el lavamanos del baño lavé la blusa con ese jabón perfumado que había allí. Las dos nos pusimos las camisas de dormir; la mía era un camisón viejo, feo y hasta con un rotico, que había sido de mi abuela; era lo único que tenía… me dio pena de Carmencita, aunque la de ella no era mejor... ya vendrían otros tiempos. Carmencita me miró curiosa, ya más relajada; le conté mi vergüenza y el miedo que me había hecho dar el polaco; su mirada y de cómo me sentí de mal. También, de lo queridas que habían sido Amparo y Rosalba, mis nuevas amigas del trabajo. Ella, en cambio, no tuvo un mal recibimiento; su planchado le había gustado a su patrona, y en la lavandería el ambiente era agradable... Solo necesitaba conseguir unos zapatos más cómodos para poder aguantar todo el día parada; estaba muerta de cansancio y se quedó dormida al momentico. Ya en la oscuridad, acompañada por los suaves ronquidos de Carmencita, empecé a recordar el rostro del polaco judío. ¿Qué era un judío?, los judíos eran el pueblo de Cristo, Nuestro Señor... No entendía bien, pero recordé lo bien parecido que era, sus ojos, sus labios gruesos y esas manos grandes y fuertes; sí, era el hombre más bonito que yo había visto; ni siquiera los ricos del pueblo eran así; pero él era mucho para mí... no sabía por qué estaba pensando en esas bobadas... Lo importante es que doña Elena, antes de salir, me había dicho que el trabajo era mío y que lo cuidara. ¡Claro que lo cuidaría! Necesitaba mi sueldo, necesitaba… Mis ojos se fueron cerrando y lo último que vi fue el rostro del polaco cascarrabias. *** Ya hacía más de medio año que trabajaba como costurera y el tiempo se me había ido muy rápido, volando; a veces me quedaba haciendo horas extras para ganar unos pesos de más. Podía pagar el alquiler a doña Inesita sin problemas, me había comprado, por primera vez en la vida, ropa y zapatos nuevos; y, también, había podido ahorrar unos pesitos para mandarle a mi mamá; soñaba con regresar y llevarles muchos regalos a ella y a todos en la casa. A pesar de sus amenazas de “... no vuelva más”, yo estaba segura de que me recibiría con los brazos abiertos. Dios mío, cómo los extrañaba. A veces en la mitad de la costura mi mente se iba hasta mi montaña, en una especie de añoranza y de compasión por la pobreza que, estaba segura, aún pasaban; veía la vereda, las casas de bahareque, tapia y techo de tejas de barro, pero tan cuidadas, tan florecidas a pesar de las necesidades... 40
Añoraba el verde, el campo, los pájaros, mis animales, la quebrada... Oía, pegando mis botones, hasta los grillos y las ranas que me arrullaban de noche y tenía así un rato feliz. No me arrepentía, pero extrañaba mi hogar... la montaña, yo tenía el alma de campesina, eso nunca iría a cambiar, así me pareciera ahora a las muchachas de la ciudad. A mi lado, la dulce Carmencita también progresaba y enviaba dinero a su casa; se había mandado a hacer ropa a la medida donde una modista del barrio y había comprado unos zapatos bajos para poder trabajar. Ella decía que le gustaría ser una cantante famosa, y la verdad es que tenía una voz preciosa, y como era tan bonita, lo podría lograr; yo la alenté muchas veces para que creyera en los sueños, en que se pueden volver realidad si uno se empeña y lucha. Su inocencia y sus ojos atraían las miradas de los muchachos cuando pasábamos por la calle Junín; ahí siempre había unas barras de hombres, muy cachacos, con sombrero y todo, a los que les gustaba mirar a las mujeres y echarles piropos cuando pasaban. A nosotras nos silbaban y nos decían cosas bonitas; eso nos hacía sentir lindas, pero a la vez nos daba pena y caminábamos más rápido, con risitas nerviosas. Una vez nos hicimos tomar una de esas fotos que tomaba un señor mientras la gente caminaba por Junín. Cuando la reclamamos no lo podíamos creer: tomadas del brazo, parecíamos dos muchachas de Medellín, ya no éramos las niñas pobres y campesinas que habían llegado hacía seis meses. Prometimos que algún domingo que tuviéramos vacaciones iríamos a una de esas cafeterías elegantes a tomarnos un algo, y a darnos el lujo de sentirnos como princesas. Al inicio de un día de trabajo doña Elena me dijo que la vendedora estaba enferma y no había quién la reemplazara; que tendría que ser yo mientras ella se aliviaba y regresaba. Me explicó que debía ser amable con las personas que entraran y que usara mis encantos para convencerlas de que compraran la mercancía que vendíamos. Mientras ella hablaba, me quedé muda de miedo: eso representaba pasar al frente y estar en contacto directo con don Alex; un sudor frío me corría de la cabeza a los pies. —Gabriela, le estoy hablando. —¡Pero, señora!, yo... —Ningún pero, no es tan difícil, cada cosa tiene su precio y la ropa está por medidas, así que por lo menos inténtelo. No me quedaba más remedio; me quité el delantal, me alisé el vestido, me puse los zapatos de tacón que usaba para la calle y me solté el pelo, que llevaba dentro de una redecilla. —Sea amable y paciente con los clientes y ya verá que no es tan difícil. Me dirigí al frente y me puse junto al mostrador, miré de reojo y lo vi mi rándome fijo. No sé por qué me puse a temblar, mis manos empezaron a ordenar las cosas automáticamente y sentí que esa mirada me quemaba como el cigarrillo que él fumaba. Yo trataba de decirme a mí misma que tenía que estar más tranquila 41
para que no me viera tan montañera, que él no me iba a comer, pero el corazón parecía que se me iba a salir por la boca. Entró mi primer cliente, un gordo calvo y muy amable que buscaba una camisa. Recordé las camisas a las que les había pegado botones y salí a traer varias que no eran para corbata, sino para algo más fresco. Decidí que ese señor no se me iba sin su camisa. Me olvidé del polaco, no supe cómo, y me concentré en el cliente que estaba muy entusiasmado. Como no se decidía entre dos camisas lo convencí de que se llevara las dos. Se las doblé con cuidado, las empaqué y lo mandé a la caja registradora para que pagara. Entró otra señora que buscaba medias y ligueros y después de venderle lo que quería vi que me esperaban más clientes junto al mostrador. Trabajé tanto ese día que de pronto la radio avisó que eran las cuatro de la tarde y ni siquiera me había comido un bocado; mi estómago chillaba de hambre pero no veía quién me pudiera reemplazar… De pronto él, don Alex, estaba frente a mí con la sonrisa más bonita que nunca había visto, su mirada me atravesaba y el mechón le caía por su frente; yo lo miraba y no podía pronunciar palabra. —Señorita, vaya a comer algo, descanse media hora. Yo atiendo mientras tanto. –Yo seguía clavada ahí–. ¿Y bien? – me preguntó. Lo vi dar la vuelta al mostrador y cuando iba a salir con un “Gracias, señor”, nuestros cuerpos se rozaron, sentí una corriente eléctrica. —Perdón, señor. Ya regreso –dije muy pasito. Caminé rápido para llegar al final del almacén, entré al baño. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué me confundía? ¿Era miedo? ¿O me gustaba más de lo que yo misma imaginaba? Tendría que controlarme y dejar de soñar: para ese hombre nosotras éramos empleadas y nada más. La seguridad de ese señor para hacer las cosas me descontrolaba; para mí, todo en él era encantador pero miedoso. Me arreglé un poco el pelo y me fui a comer un pan con un cafecito. Lo necesitaba tanto, la verdad es que estaba muerta de hambre. Miré el reloj cuadrado que marcaba las horas. Al menos Carmencita me había enseñado cómo se escribían los números y cómo se miraba la hora; ya casi eran las cinco, otro rato y me podría ir para la casa y en el camino le contaría todas estas emociones que a lo mejor solo eran bobadas mías que ya se me irían pasando con el tiempo. Al otro día la empleada vendedora seguía enferma y yo debía cubrirla; me había puesto una faldita nueva de paño de cuadros negros y rojos, en serpentina, que se estaba usando mucho; todas las muchachas tenían una o, por lo menos, eso parecía al verlas por la calle; también estaba estrenando una camiseta negra pegada, que había querido comprar desde que llegué al almacén y la vi en el maniquí; me demoré mucho para poder quedarme con ella. Todo valía el sueldo de medio mes, pero como había hecho horas extras, podía darme ese lujo. Yo me veía linda ese día, de verdad. La experiencia vivida el día anterior me había gustado: recordaba mis revistas en el pueblo, la manera como ponían la ropa 42
me daba ideas… Ya tenía algunas para ordenar las faldas y las blusas con las chaquetas, combinar colores, decorar un poco el frente del negocio; creía que si los clientes veían bien la ropa, se animarían más a comprar. Ese día yo estaba como diferente, más segura; me había convencido a mí misma de no tenerle tanto miedo a ese señor… y por eso me atreví a decirle que si podía hablarle un minuto. Le conté mis ideas, y al contrario de lo que había imaginado, él me escuchó con mucho interés y le gustó la idea de poner un espejo largo para que la gente pudiera medirse la ropa y ver cómo le quedaba. Me dio permiso para hacer lo que yo quisiera para organizar el almacén. Me puse manos a la obra. Todo fue como mágico porque desde que hice los cambios el almacén se veía más ordenado y agradable, las ventas se duplicaron y el polaco sonreía feliz. Me subieron el sueldo y quedé como empleada fija en esa sección; ya no cosía más. Todas esas oportunidades que me daba la vida me llenaban de felicidad: ahora sí podría mandarle unos buenos pesos a mis papás queridos. ¡Cómo los extrañaba! Cuando llegó mi primer diciembre en la ciudad yo no lo podía creer, me gus taban mucho las vitrinas adornadas con esos papeles y bolas de vidrio de colores, y otras más pequeñas y blancas que regaban en la vitrina para que pareciera nieve, yo no sabía qué era… Pero lo que más me gustó fueron los villancicos que sonaban en todas partes y los hermosos pesebres con su Niño Jesús pequeño y sonriente que ponían en las vitrinas de los almacenes. Recordé el de la iglesia del pueblo cuando bajábamos a la misa en Navidad, yo nunca me quería ir para poder verlo un poquito más, siempre un ratico más… Don Alex había armado un puesto de juguetes importados frente al almacén; eran de cuerda, muy bonitos y la gente estaba encantada; rápidamente se vendió todo. El hechizo de mi primera Navidad en Medellín lo recordaría el resto de mi vida. A las seis de la tarde se cerró el almacén, la gente había comprado como loca; estábamos todos muy contentos. El señor Alex había prometido hacer esa noche una fiesta para sus trabajadores en el almacén. Según se decía, el patrón ese día era muy generoso: había cerveza, carnes, buñuelos y natilla; contrataba músicos y después la música bailable seguía hasta altas horas de la madrugada; los empleados se veían contentos y hablaban como nunca. Me llené de valor y le pedí al polaco permiso para invitar a Carmencita, no quería dejarla sola esa noche. Enseguida aceptó; sobre su escritorio ya había varias botellas vacías de cer veza. Me miró nuevamente con esa mirada que me desnudaba, esa mirada que siempre me hacía temblar. A pesar de que yo sabía que entre él y yo había una gran diferencia social, no podía evitar sentirme ligada a ese señor, no podía dejar de pensar en él. A veces las fantasías que tenía con don Alex me hacían sonrojar, ya no era la niña pueblerina: había pasado de la infancia a ser la mujer en la que me había convertido. En mis sueños él me hablaba, me acariciaba, me 43
protegía. Cuando despertaba, sabía con tristeza que eran imposibles, pero me mantenían llena de esperanzas en la vida, a pesar de todo. La fiesta me recordó un baile en mi pueblo al que yo no pude ir, pero que había mirado a través de los barrotes de las ventanas abiertas de la casa principal del pueblo. Estábamos en una terraza amplia arriba del edificio de nuestro patrón y todo lo habían decorado muy bonito y hacía buen clima. Nada, pero nada importaba, solo esa noche. De pronto escuché una voz hermosa y suave que entonaba una canción que hablaba de nostalgia y de un pueblito dejado atrás. Apagaron la música y todos se fueron acercando a la mujer que cantaba; yo me adelanté como todos. ¡Dios mío! Era Carmencita, parecía un ángel que cantaba. Aunque la había oído en donde doña Inesita, cuando hacía los oficios, ahora cantaba alto, con mucha pasión. No me imaginé nunca que lo hiciera tan pero tan bonito, casi como las voces en la radio. La gente la felicitó y aplaudió cuando terminó y toda la noche acompañó a los músicos en las canciones que se sabía, que eran muchas, sobre todo las más viejitas, que ella había aprendido en su tierra. En esas tocaron una cumbia, o no sé si era un porro; pero esa música hizo que mis piernas se movieran sin querer. De pronto sentí unas manos fuertes que me atraparon por la cintura. Me asusté y enojé al mismo tiempo, pero cuando me volteé para ver quién era, lo vi, autoritario, con el cigarrillo inseparable colgado de los labios. —¡Brindemos! —Y ¿por qué, señor? —Pues yo brindo por la mujer más hermosa de esta fiesta y mi mejor vendedora. Le recibí temblando la copa de aguardiente que me ofrecía y me la bebí de un trago. Empecé a toser; me quemaba. Nunca había probado el aguardiente, pero para el susto que tenía, esa copita me relajó un poco. Me habló despacio, yo me sentía como hipnotizada. —¿Bailamos? Hacía unos días había ido al cine con Carmencita a ver una película mexicana. Me encantó. Nunca había visto nada tan bonito… En esa película había un baile también y ahora yo me sentía como esa mujer bella que era amada por un hombre fuerte, muy hombre, como el polaco… Y le quise demostrar que ya no era la niña asustada que conoció, que podía bailar bien. Yo sabía que estaba muy linda, pero quería que se me quitaran los nervios. —Señor, ¿no me regala otro aguardiente antes? Se rio con una gran carcajada, me hizo avergonzar, pero necesitaba el trago. Esta vez no tosí, el ardor que pasó por mi garganta era tolerable; la niña tímida y sumisa había quedado atrás. Tomé la iniciativa y empecé a bailar una cumbia suave que estaba por terminar. Y siguió un bolero de Jorge Negrete llamado Preciosa, que pasaban seguido en la radio y que a Carmencita le gustaba mucho. 44
Volví a sentir electricidad junto a él; era algo que yo no me podía explicar pero que quería vivir. No sabía qué pasaría después, pero ahora quería cerrar los ojos y vivir ese momento. El amor llega sin pedir permiso, a veces, se clava en el corazón y nos hace sangrar para toda la vida. En ese momento yo no podía pensar, solo sabía que, aunque éramos tan diferentes, había decidido darme permiso de ir al mundo en donde pensé que estaba la eterna felicidad. Cerré los ojos. Sentí el aliento junto a la nuca, yo era alta, él me llevaba menos de una cabeza. Deseaba con toda el alma seguir sintiendo en el cuerpo la energía de ese hombre. Ya el aguardiente me había relajado, me había quitado el miedo; terminó la pieza que bailábamos pero inmediatamente siguió otro bolero: Amor para toda la vida. Sentí que Alex me alejaba de los demás compañeros durante el baile; oí como en sueños que decía mi nombre. —Gabriela, mírame. −Abrí los ojos y vi su mirada brillante, era deseo, algo de lo que yo aún no sabía nada; tal vez por eso se me aguaron los ojos. Él, todo tierno, trató de limpiarlas con sus grandes manos. —Señor, yo… −su beso apasionado no me dejó hablar, sentí el sabor agridulce del tabaco en mi boca. Yo nunca había besado, estaba muy asustada. Me decía a mí misma que el sueño era ya una realidad y que no quería que el beso terminara. Pero la música terminó y él se separó calmadamente de mí; sentí que ese beso era mi regalo de Navidad; esa Navidad milagrosa había cambiado para siempre mi vida; sentí que se me estaba dando tanto amor y alegría y que a diferencia de la vida dura que había llevado antes, ahora tenía luz y esperanza; algo para ser recordado toda la vida. Llevé la mano al pequeño crucifijo que siempre tenía conmigo y le pedí a Dios que me iluminara. Fue entonces cuando empecé a temblar de nuevo, no sé si de la emoción o porque estaba haciendo frío; decidí que necesitaba otro trago. Había mesas llenas de pasabocas y de botellas, tomé sin pensar la de aguardiente y me serví medio vaso, lo tomé de un sorbo y me sentí mejor. Carmencita venía hacia mí radiante de felicidad. —¿Cómo estás pasando? –me preguntó. —Bien, bien. Cantaste hermoso, ¿sabes? —Sí, luego hablamos de eso y te cuento, pero está muy tarde y creo que mejor nos vamos. —Sí, claro, vamos a buscar un taxi. –Mi mirada lo buscaba, quería despedirme y escapar de esa locura. —¿Viste a don Alex? –le pregunté lo más naturalmente que pude–. Hay que darle las gracias, ¿no? —Ay, amiga, mejor lo dejamos para después porque está muy entretenido ahora. –Rio con picardía. Seguí la mirada de Carmencita y lo vi. Quedé paralizada; estaba besando a la muchacha de los helados que trabajaba en el local del frente; los dos reían 45
a las carcajadas. Yo no podía creerlo; para ese desgraciado yo no había sido más que una diversión. Se me aflojaron las piernas y me recorrieron escalofríos de vergüenza, me sentí ridícula. Salí corriendo de ese lugar, lloré todo el camino a la casa. Carmencita corría para alcanzarme; la gente estaba arrojando pólvora y yo ya no veía nada, nada de luces de colores sino luces negras. No podía pensar, mi cerebro estaba embotado por el trago y tenía un gran dolor en el pecho, en el alma. No era ya una mujer amada, volvía a ser una empleadita de don Alex, pero ese beso… se había vuelto inolvidable. Al llegar a la casa no tuve alientos de desvestirme ni de arreglarme, solo me tiré en mi cama, me cobijé y haciéndome la dormida lloré sin que Carmencita me sintiera. Cuando abrí los ojos de nuevo sentí un dolor de cabeza horrible, un sabor amargo, la boca reseca, ¿qué me pasaba? Carmencita muy sonriente ya me había servido un café, un vaso de agua y dos caféaspirinas. —Eh, mija, ¡qué guayabo el que tiene! Se le fue la mano con el trago. Cuando me senté en la cama mi cabeza empezó a dar vueltas; ese dolor era terrible… las venas de las sienes parecían querer reventarse; no aguantaba ni la luz que ya empezaba a entrar a la pieza. —Si se da un buen baño eso se le quita. Y además, le tengo que dar una noticia –me dijo llena de entusiasmo. Después de tomar las aspirinas y el café, el más amargo y asqueroso que había bebido en mi vida, bajé como pude de la cama. Y me fui al baño: abrí la ducha de agua fría, que me animó. Y entonces recordé con un estremecimiento el sabor de mi primer beso. Ese maldito polaco me había robado el primer beso que yo había guardado para el amor de mi vida, para mi esposo, tal como me lo había enseñado mi abuela. ¡Maldito! Di lo mejor de mí a quien nada merecía. ¡Maldito polaco! ¡Maldito! Se había burlado de mí. Las lágrimas se confundían con el agua fría, pero lo peor era que sentía tanta vergüenza, quién sabe cuántos compañeros me habían visto. Yo tenía la culpa por estúpida, por haberme dejado besar de un hombre malo. Carmencita me sacó de esos pensamientos y me apuró para que saliera del baño: allí afuera me esperaba una taza de consomé de pollo. Envuelta en la toalla, yo temblaba. Doña Inesita no pudo evitar que la abrazara con fuerza y que empezara a llorar como nunca lo había hecho. Ella, en silencio, solo me abrazaba sin preguntar nada. La solté y me fui a la pieza, me puse un vestido sencillo que yo misma había cosido. Y recordé la sorpresa que les tenía, que se me había olvidado con la confusión de la fiesta. Para Navidad compré regalos para las que ahora eran mis amigas, mi familia. Le entregué a cada una un paquete envuelto, como me habían enseñado en el almacén, en papel de regalo; en uno había una bufanda fina para doña Inés y en el otro, un estuchito de cosméticos para Carmencita. Con un beso les deseé 46
felices navidades. A doña Inesita le dio mucha emoción mi regalo, hasta se le aguaron los ojos. Carmencita rompió el papel con ansiedad, estaba feliz. Cuando abrió su regalo me abrazó llorando. —¡Ay, Gabriela!, es el primer regalo de mi vida, ¡nadie me regaló nada nunca, ni siquiera en mi cumpleaños! ¡Qué emoción, mil gracias! La abracé de nuevo y lloramos las dos en silencio. Pensé que tampoco yo había recibido nunca un regalo. ¿Cómo no iba a comprender entonces la emoción de mi amiga? —Bueno, no vamos a llorar más, vamos a comer la natilla que hizo doña Inesita que debe estar deliciosa –dije como convenciéndome a mí misma. Como era 25 de diciembre, teníamos libre y estábamos celebrando como una familia. Tomamos el café en el comedor, y desde allí podíamos oír la música navideña que tocaban en la radio, esas canciones que aún hoy son entrañables. Entonces Carmencita nos dio la noticia: —Ay, ¡estoy taaan feliz! A uno de los muchachos de la orquesta le gustó tanto mi canto que quiere llevarme a donde un señor que ha ayudado a muchos cantantes a hacerse famosos; si resulta tendré que ir a Bogotá a un “con-ser-vato-rio” de música dizque para educar mi voz. —Pero niña, ¿está segura de que son buenas las intenciones de ese joven? –le preguntó doña Inesita. —Sí, hasta doña Elena, la jefa del almacén del polaco me aseguró que ese muchacho es vecino de ella y que es buena gente y que sí trabaja donde dice y todo eso. Me sentí feliz por Carmencita, la abracé de nuevo y le dije que le deseaba mucha felicidad aunque nos tuviéramos que separar, que para mí sería era un hecho muy difícil, muy duro. Ella era como mi hermana. —Y, Gabriela, ¿por qué esa tristeza? –preguntó doña Inés. Yo estaba que me moría por dentro y necesitaba hablar, contar lo que me había pasado. Era tan joven, tan inexperta. Les conté todo y mientras hablaba me fui sintiendo un poco mejor, como si hablar me curara de la vergüenza y de la rabia que sentía. Carmencita no había cerrado la boca, parecía que se hubiera quedado petrificada; era para reírse de su cara, pero el dolor que sentía no me dejaba. Doña Inesita había preparado, mientras yo hablaba, una aguita de cidrón; me la ofreció mirándome con tanto cariño, que yo no tenía forma de agradecerle tanta humanidad. Su mano arrugada tomó la mía. —Mija –dijo suavemente–, acabe de crecer con esta experiencia, pero un beso no es el fin del mundo; y aunque hay que hacerse respetar, ya verá que algún día va a encontrar a un hombre de bien que la quiera y la respete. Cuando doña Inés se fue a dormir, Carmencita me hizo prometerle que iba a olvidar este tropiezo y que trataría de ser feliz. —Venite conmigo para Bogotá. 47
—Ay, Carmencita, mi Dios te pague por pensar en mí, pero no. Ya tienes un camino con lo de tu música, pero yo tengo que encontrar el mío. Lo que sí te prometo es que yo allá no voy a volver para dejar que los compañeros se rían de mí y que ese maldito polaco me mire con burla. Me sentí mejor con mi decisión, tomé mi pequeño crucifijo y agradecí al Señor que las cosas no hubiesen pasado de un beso apasionado. Me lanzaría a alcanzar mis nuevas metas y sabía que lo lograría. Carmencita tenía razón.
Alex. Tirado en el sofá en la casa de sus padres, evocó el sabor de aquel beso
con su empleada y sonrió, cínico. Pensó en los labios jugosos de la muchacha, en aquella mirada pura, profunda e inocente. Ya la había visto mirándolo a hurtadillas, sus miradas se habían encontrado varias veces y ella se había puesto roja de la vergüenza. Recordó su cuerpo firme, sus labios vírgenes que se entreabrieron suavemente, ella no sabía besar, y lo excitó más saber que era el primero. Se estremeció. Ese beso había sido íntimo, auténtico. Lo turbaba, no quedaba la menor duda, ese pelo azabache que enmarcaba el rostro bello y ovalado. Seguro ella también quería algo de él, un par de pesos o un ascenso en el trabajo; todas eran iguales, no había mujeres decentes. Era un gran picaflor y no recordaba a una sola que se le hubiera negado; todas, sin excepción, eran mujerzuelas de la vida. Ya sería suya. La dejaría crecer un poco y la iría modelando a su gusto, ella no tenía una personalidad fuerte y estaba sola en la ciudad, ya le daría una pequeña historia de amor y después la devolvería a su montaña, como a las otras. Prendió un cigarrillo y aquel beso prolongado no se le iba de la mente, tenía que reconocerlo, lo había electrizado. Bueno, mañana la vería en el almacén seguramente toda turbada; en ese momento deseó fervientemente besarla con locura y hacerla suya… “Eh, Alex, contrólate; no es más que una niña –se dijo–. ¿O en ese momento se estaría revolcando con otro?”. Sintió una punzada de celos. Enojado, decidió salir a la cantina a tomarse unas cervezas bien frías.
Gabriela. Aunque estaba herida, me tranquilizaba la decisión que había toma-
do de dejar el trabajo donde el polaco. Tenía que cambiar de vida y no soñar con imposibles. No iba a permitir que ese hombre se volviera a reír de mí, no sería una más para él. Carmencita tampoco volvió a la lavandería, se fue con los músicos. Nos separamos y cuando dejó la casa de Inesita llevaba una maleta nueva, tan diferente del pobre atado con el que había llegado. Nos abrazamos y lloramos. Ella partía hacia la capital en donde trabajaría y estudiaría canto. Prometimos que siempre estaríamos en contacto. Más tarde supe, por una carta que me envió y que me leyó una compañera del trabajo, que estaba estudiando en una academia de música y 48
que por las tardes trabajaba en otra lavandería. Pero que estaba bien, que creía poder lograr lo que soñaba. Veía enorme la pequeña habitación que habíamos compartido. Me hacía mucha falta y estaba triste, pero había que pagar el alquiler y los gastos, tenía que seguir adelante, tenía que trabajar. Mi intención era pedir trabajo en otros almacenes de ropa para mujer. De eso ya sabía bastante. Afuera estaba doña Inesita regando sus matas. —Bueno, mija, que Dios la acompañe; ya verá cómo encuentra lo que está buscando; creo que tomó la mejor decisión. Ella tenía toda la razón; yo ya sabía moverme por la ciudad, ahora me sentía más segura. Bajé la calle y llegué al parque de Boston. Por allí me fui directo al centro, que era la parte más elegante de la ciudad, en donde había almacenes de ropa. Tenía alguna experiencia y eso podía servirme, además, yo sabía que era agradable y bonita y que le caía bien a la gente. Vi unos letreros en las vitrinas, y aunque no sabía leer pude adivinar que eran ofertas de trabajo. Con el corazón acelerado por la emoción y el miedo, entré. Le pregunté a una señorita que arreglaba unos guantes blancos muy bonitos en una caja en la vitrina y ella me dijo que sí, que necesitaban una vendedora y que tenía que hablar con la señora que estaba sentada en un escritorio al fondo. Aunque estaba muy asustada, traté de tranquilizarme a mí misma: “Gabriela, vos podés; no seás cobarde, adelante”. Llegué a la oficina decidida a dar ese paso, tenía que hacerlo sola. Me recibió una señora de edad, muy seria y que no parecía nada amable; me hizo sentar y empezó su interrogatorio: que dónde había nacido, cuántos años tenía, dónde vivía y con quién; que si sabía leer y escribir y que dónde había trabajado. Cuando le conté de mi trabajo en el almacén del polaco, le gustó. Llamó a un joven para que me ayudara a llenar unos papeles con mis datos y me hicieron estampar mi X en la hoja. Recordé lo que me pasó cuando conocí a don Alex, mi susto y mi vergüenza por no saber escribir. La señora me dijo que le gustaba mi presencia y la experiencia que tenía; que podía empezar ahí mismo en período de prueba, para mi gran sorpresa. Llamó al encargado de personal para que me diera la vacante como vendedora de ropa femenina. Así de fácil. Ahora iba a trabajar y a demostrar quién era yo. La otra vendedora era una muchacha amable que me recibió muy bien y me hizo sentir tranquila. Me olvidé de todo, me entregué al trabajo en cuerpo y alma, me aprendí los precios. Recorrí la bodeguita en donde guardaban la mercancía, me presentaron a los otros tres empleados que trabajaban con nosotras: uno como mensajero, el otro en contabilidad y otro, un muchacho muy joven, que ayudaba a cargar mercancía. Al atardecer me fui caminando con mi nueva compañera, Diana, que vivía en otra pensión en mi mismo barrio y que le enviaba plata a su familia, como yo. Volvía a sentirme feliz y confiada, el futuro no se veía tan negro. Al día siguiente pediría prestado el teléfono de Casa de Modas Esther, mi nuevo trabajo, para llamar a doña Elena y decirle que no volvía más. 49
Según me contarían más adelante, don Alex se había puesto de muy mal genio y nervioso; sabía que había perdido a su mejor vendedora y costurera y, también, seguro, se sentía frustrado por no haber podido llevar su conquista conmigo más adelante. Y no tenía manera de encontrarme porque yo no había dejado mi dirección por escrito. Casi no volví a pensar en él. A los tres meses en Casa de Modas Esther ya me había convertido en la vendedora número uno; me había entregado al trabajo haciendo a veces dos turnos seguidos, no sabía escribir pero era rápida para las cuentas, mis jefes me respetaban y aceptaban mi opinión; además, Diana quiso compartir conmigo la habitación en la casa de doña Inesita. Me compraba ropa a plazos en el mismo almacén. El espejo me devolvía la imagen de una mujer hermosa que había dejado de ser una niña insegura y asustada. Tenía fe en mí misma. A veces, recordaba a don Alex y el beso de la noche de Navidad que todavía me quemaba, pero salía de esos malos momentos recordando mi casa, las quebradas, las montañas alumbradas por la luna, el desayuno familiar de aguapanela con arepas calientes. Los olores traían a mi memoria los rostros de mis hermanitos y la expresión cansada de mis papás. No podía detener esas lágrimas gruesas y saladas que rodaban por mis mejillas, eso era parte de mi vida y el recuerdo estaría siempre allí. Los días iban pasando y yo me sentía cada vez mejor. *** Fue un día feriado cuando Diana insistió en que la acompañara al salón social El Tango, que era un sitio a donde una señorita podía ir con una amiga y no le faltarían al respeto los hombres. Allí se respiraba un aire tranquilo y se oía buena música. Y si uno quería, se podía bailar y pasar un buen rato. Diana era un poco mayor que yo y mucho más experimentada en la ciudad, pero era una gran amiga. Al principio me asusté, pero después pensé que yo también necesitaba hacer algo que no fuera trabajar y trabajar. Nos arreglamos, bajamos hasta la placita de Boston y tomamos el tranvía; eran las seis de la tarde y nos lanzamos a la aventura. En esa época a los jóvenes se les permitía salir a bailar, pero a las mujeres nos daba más dificultad salir solas. Pero allí todo parecía decente. Nunca había visto un lugar como ese. Quedaba en el centro de la ciudad, en La Playa abajo. Nos ofrecieron una mesa para dos, cerca de la pista de baile. Dejamos que la música y el ambiente nos envolvieran. Diana era bajita y dicharachera, no paraba de hablar. Como todas, soñaba con casarse algún día, y vivir para sus hijos y su marido. Sus carcajadas eran contagiosas, atraía miradas que a veces me hacían sonrojar, pero ella era así y me ayudaba a no sentirme triste. Conversamos muy animadas. Me encantaban los boleros… me creía esas letras en donde había la posibilidad de vivir y amar, formar una familia, tener el amor de un hombre que me trataría como a una reina… Diana me zarandeó sacándome de mis sueños. 50
—¿Qué pasa, niña? Te pregunté si querés otra Kol-cana. —Bueno, está bien… Llegaron dos muchachos bien parecidos; uno de ellos parecía un actor de cine, estaba muy bien. Jorge se presentó dándome un apretón de manos y después a Diana. El segundo, un muchacho alto y con una sonrisa bonita se presentó como Julio, nos invitaron a bailar y sin pensar nos levantamos las dos. Bailé con ganas; podía bailar lo que fuera con solo fijarme bien en cómo lo hacía otra persona; esa noche quería pasar bueno, estar feliz. Después de dos o tres piezas nos fuimos a sentar, esta vez en la mesa de ellos, y conversamos y nos reímos mucho. Jorge no dejaba de echarme requiebros galantes, sus labios carnosos y su rostro tan masculino empezaron a turbarme. Miré a Diana y quedé pasmada: Julio y ella parecían conocerse de toda la vida. Se levantaron a bailar, la proporción era bien llamativa, pues ella era bajita y él alto, ella tenía una linda silueta, una cinturita que él parecía abarcar con una sola mano; era un suave bolero en el que habían encontrado inspiración. Jorge me invitó a bailar y decidí que después de esa pieza nos debíamos ir para la casa, nuestros amigos estaban bastante bebidos y yo tenía mis reglas. Cuando apenas habíamos empezado a bailar lo vi: sentado en una mesa para dos, me miraba insistente. El corazón se me iba a salir del pecho, no exagero. Empecé a temblar, mi boca estaba seca. Jorge me sintió y seguramente interpretó mal mi turbación; me besó sin más y yo, con una reacción instintiva, le pegué una palmada en la cara, sin pensar. No esperé, no veía a Diana por ningún lado. Corrí, tomé mi cartera y salí. Empecé a correr por las calles como una loca, necesitaba un carro. En el parque había una estación de esos taxis negros, eran los más elegantes y costosos, no importaba. Pero antes de poder subirme en uno, alguien me cogió del brazo con fuerza, el maldito polaco me había alcanzado. Traté de zafarme pero no pude. Empecé a llorar y a pedirle que me soltara. —Todo a su tiempo, señorita, ya que tenemos mucho de qué hablar –me dijo con su voz llena de ironía–. Vamos a sentarnos en ese banco. Me soltó y empecé a correr otra vez; él me siguió y como era más alto y fuerte que yo, me alcanzó rápido; a mí los tacones y el temblor en las piernas no me ayudaban. Era una noche con mucho viento que me pegaba en la cara y me revolcaba el pelo. Recordé la humillación que me había hecho en Navidad, y sin saber de dónde saqué fuerzas, lo miré de arriba abajo y con una voz que no era la mía, llena de dolor, empecé a gritarle que me dejara en paz y se fuera. Eso le dije… Y como respuesta me atrajo hacia su cuerpo y me besó con furia salvaje, ni con todas las fuerzas que me quedaban logré soltarme. Sentí que mis labios correspondían de la misma manera, sentí que lo amaba… Parecíamos dos salvajes atrapados en una gran pasión. Me sentía devorada por ese beso, pero algo me decía que no podía, que no debía volver a caer con ese tenorio que se 51
creía por encima de todo el mundo. Lo empujé con fuerza y me limpié la boca con rabia, como si quisiera borrar las huellas de aquel beso que aún sacudía mi alma. Lo miré con altanería, recordé las noches sin dormir, la inocencia y la confianza que él había atropellado. —¿Qué quiere de mí? ¡Lárguese y déjeme en paz! Una carcajada brutal fue su respuesta. Parecía enorme, imponente. La poca luz que alumbraba su rostro lo deformaba y lo hacía ver como un demonio. —Eres como todas las pueblerinas, lo único que buscan es un rato de diversión o un hombre rico que las saque de la pobreza. ¡Prostituta! Sin pizca de vergüenza te besuqueas con cuanto hombre hay. Yo estaba pasmada, muda por ese grosero que se atrevía a hablarme de esa manera, como si yo fuera de él. Comencé a sudar, la rabia me fue subiendo y solo una corazonada me hacía pensar que tenía que zafarme de ese hombre, pero como no había nadie por ahí a quién pudiera pedir ayuda, iba a tener que defenderme sola. Él seguía insultándome, burlándose. Nunca le había oído, ni a él ni a nadie, semejante vocabulario. Cuanto más me insultaba, más segura estaba yo de que tenía que huir de él. Se me arrimó con furia y me dio un tremendo bofetón que me tiró al suelo. ¡Maldito! ¡Maldito señorón! Al lado había una piedra que le lancé a la cara sin pensarlo dos veces. Alcancé a ver cómo se llevaba las manos a la frente para tratar de detener la sangre que le empezó a brotar. Aproveché el momento y salí corriendo, esperaba que no me alcanzara; de pronto un taxi apareció y me subí. Le di con voz temblorosa mi dirección; yo lloraba acurrucada en el asiento de atrás; sin duda alguna me había escapado del diablo. Apreté mi crucifijo y di gracias a Dios por haber salido de esa. Todo me resultaba vacío, no podía pensar ni sentir, temblaba de miedo, de rabia por haber vuelto a caer con ese maldito. Cuando llegué, la casa estaba oscura, la viejita dormía y Diana no había llegado. Me quité la ropa, me puse mi camisón y traté de dormirme. Pero la agitación no me dejaba, cómo era posible que el dueño de un almacén tan importante, al que la gente temía y respetaba, ese hombre tan bien parecido, del que yo estaba enamorada sin saberlo, cayera tan, pero tan, bajo. En el silen cio de mi habitación escuchaba la voz de mi abuela dándome consejos de cómo cuidarme de los hombres, del peligro que corríamos las mujeres tan solo por ser mujeres, los relatos de su juventud, las falsas ilusiones que los hombres nos dan y lo difícil que es saber cuándo son verdad. Casi todos eran falsos, pero jamás me habló de violencia y de palabras malas e hirientes.. “¡Ay, abuela, cuánta razón tenías!”. Recordé ese segundo beso…, pero también al polaco con sus palabras horribles en esa acera oscura… y después el bofetón y yo tambaleándome sin poder evitar caer al suelo, la cara ensangrentada y mi carrera, huyendo. Tras la ventana encortinada se filtró un rayo de luz y se oyó el portazo de un carro, seguramente era Diana que ya regresaba. 52
—Hola, niña, ¿qué pasó? Encendió la luz y vio mi ojo hinchado y morado, corrió a la cocina a traer un pañuelo con agua fría y me lo aplicó con ternura. “Sh, sh”, murmuraba. Yo estaba tan triste y deprimida que ni me había dado cuenta, ni había sentido la hinchazón en el ojo. Diana fue a traer café para que tomáramos y por primera vez en la vida prendí un cigarrillo que ni siquiera me hizo toser. —Qué pena, Diana, pero tuve que irme y yo… –no me dejó continuar, me cortó. —Gabriela, sentate porque tenemos que hablar. –Su tono me hizo sobresaltar. —¿Qué pasa? ¿Te ocurrió algo a ti también? —No –sonrió–. Lo mío fue más bien un beso bueno y prometedor. —¿Y, entonces? —¡Creo que conocí a tu polaco! —¿Cómo? ¿Qué? —Es que estaba hablando con Jorge, que nos había pedido disculpas por haberte besado, cuando llegó tu polaco con un pañuelo en la frente, teñido de sangre. No me contó lo ocurrido ni le pregunté, pero insistió en que quería tu dirección. Me quedé helada. —¿Y? —Claro que no se la di, pero, tengo la seguridad de que ese hombre me siguió. Cuando bajaba del taxi pasó otro que paró más adelante. Lo siento. —No, Dios mío. ¿Qué voy a hacer? Me gusta mucho este lugar, no me quiero ir. Empecé a llorar de rabia, de miedo, realmente no sabía qué quería ese hombre de mí. —Mirá, niña, tomate esta pastillita porque tenés que dormir. Ya mañana será otro día y podremos pensar juntas mejor. ¿No creés? Apagó la luz y todo quedó oscuro; no pude dormir hasta que amaneció. Menos mal que era domingo y podía quedarme en la cama un poco más. Me fui en sueños a mis verdes montañas y allí, en la cocina con su suelo de tierra y sus olores a leña, soñé con mi mamá que me abrazaba y me protegía; ese sueño me dio fuerzas. Cuando me levanté, doña Inesita me estaba esperando en el pequeño comedor, eran las diez de la mañana y aún sentía un tremendo cansancio, sentí que mi ojo estaba un poco cerrado, el duchazo frío no había ayudado del todo a mi cuerpo magullado pues también con la caída me había lastimado. ¡Qué increíble! ¡Quién creyera que una simple salida iba a cambiar com pletamente mi destino! Presentí que Inesita ya lo sabía todo, sentí su mirada maternal y profunda y corrió a abrazarme; con sus manos ásperas acariciaba mi pelo. Su solo contacto creaba un lazo de amor fuerte. —Bueno, niña, a desayunar. Ocurrió una vez más, pero aquí estamos Diana y yo para protegerla. 53