Bernard lecoueur - El hombre ebrio (adelanto)

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El hombre ebrio Estudios sobre toxicomanĂ­a y alcoholismo

PASAJE 865/



El hombre ebrio


Serie: Tyché Directora: Damasia Amadeo de Freda Lecœur, Bernard El hombre ebrio: estudios sobre toxicomanía y alcoholismo. 1ª edición-San Martín: Universidad Nacional de Gral. San Martín. UNSAM EDITA; Fundación CIPAC, 2014. 104 pp. ; 21x15 cm. Adaptado por Damasia Amadeo de Freda ISBN 978-987-1435-77-7

1. Psicoanálisis. I. Amadeo de Freda, Damasia, adapt. CDD 150.195 1ª edición, agosto 2014 © 2014 Bernard Lecœur © 2014 De la traducción y el prólogo Damasia Amadeo de Freda © 2014 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de San Martín © 2014 Pasaje 865 UNSAM EDITA

Campus Miguelete, Edificio Tornavía Martín de Irigoyen 3100, San Martín (B1650HMK), prov. de Buenos Aires unsamedita@unsam.edu.ar www.unsamedita.unsam.edu.ar Pasaje 865 de la Fundación Centro Internacional para el Pensamiento y el Arte Contemporáneo (CIPAC) Tel.: (54 11) 4300-0531 Humberto Primo 865 (CABA) pasaje865@gmail.com Diseño de interior y tapa: Ángel Vega Edición digital: María Laura Alori Corrección: María Laura Petz Ilustración de tapa: Francisco Hugo Freda, Líneas y curvas (fragmento), 2012 Impresión: Altuna Impresores SRL, Doblas 1968, CABA Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723 Editado e impreso en la Argentina Prohibida la reproducción total o parcial, inluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.


El hombre ebrio Estudios sobre toxicomanĂ­a y alcoholismo



Prólogo por Damasia Amadeo de Freda

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Prefacio

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Clínica de un matrimonio feliz

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Estado de conocimiento, estado de embriaguez

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Hacer excepción

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Partir de las nuevas formas del síntoma

45

Las coordenadas del encuentro con el alcohol

57

¿Por qué el superyó no es soluble en alcohol?

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Construir su partenaire

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Sin sentido e interpretación

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Pensar la ausencia

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Una clínica del fenómeno

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Bibliografía

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PRÓLOGO

La embriaguez Alcoholismo y toxicomanía son temas extensamente tratados en la literatura analítica actual. Sin embargo, en este libro, el problema se aborda en términos cuanto menos sorprendentes. Para empezar, la palabra “alcoholismo” es sustituida por la de “embriaguez”. A partir de este simple hecho, toda la problemática se trastoca. La embriaguez hace su recorrido, emprende su propio vuelo, y ya no se restringe a la consecuencia del uso de un producto. Bernard Lecœur aborda el problema del hombre ebrio. Pero entonces, ¿de qué ebriedad se trata? No puede decirse, tan rápidamente, que sea el resultado del “uso inmoderado del alcohol” o que se trate del “exceso”. El autor aborda el tema desde otra perspectiva. Dos preguntas abren el libro: ¿Se puede considerar a la embriaguez actual del mismo modo que la consideraban los antiguos? ¿Acaso es la embriaguez un medio de elevarse hacia una etapa superior, es decir, hacia un mayor conocimiento de sí mismo? No es azaroso que el autor sitúe el problema de la embriaguez en el marco histórico en el que convergen el discurso de la ciencia y el discurso capitalista para fines precisos a nivel del lazo social. Tenemos entonces, de inmediato, el problema del hiperconsumo y del tipo de subjetividad que este genera. Y por lo tanto, otra pregunta se abre: ¿El ser humano está ebrio del objeto, del objeto de consumo? El objeto puesto en serie no es distinto de la serie de copas a la que se consagra el bebedor. La cuestión es saber si esa serie hace a la diferencia, o si la puesta en serie del beber eleva el objeto a la categoría de lo bello. 9


El hombre ebrio Nada de eso parece dibujarse en el horizonte del hombre ebrio. El hombre de estas páginas es un hombre profundamente alienado, y no tanto como consecuencia de la ingesta, la alienación de la que se trata es más basal, es aquella en la que lo deja el hecho de desconocer profundamente lo que quiere decir para él el acto de beber. Si el discurso en el que se inscribe el hombre ebrio afecta el lazo con el objeto y a partir de ahí inscribe un tipo de subjetividad, este movimiento lo separa y lo aleja de otro lazo, el que hace a las cuestiones concernientes a los temas de la sexualidad y del amor. El autor reintroduce a Freud y pone en perspectiva las bifurcaciones propias de un tipo de elección de objeto erótico en el hombre, para diferenciarlo de otro tipo de elección, cuya unificación, saturación y perfecta complementación con el objeto que lo embriaga produce un excepcional tipo de amor. Tal es el caso del bebedor. Pero, si de excepción se trata en estos casos, es la excepción del que se sitúa por fuera de la ley, de la ley que concierne al para todos. Sin embargo, la ley de la que se priva el hombre ebrio, en primer lugar, es una de las propias al inconsciente y, por ende, se priva del tipo de sujeto que podría surgir de esa puesta en funcionamiento, que es propia del discurso psicoanalítico. Se nos indica que la única ley que cuenta en su caso es la de la metonimia, y aunque esta sea una de las leyes del inconsciente, durante la embriaguez ella reina sola, porque su objetivo es evitar otorgarle al hombre ebrio una significación más cercana a la verdad de su ser: la de ser un sujeto dividido por el lenguaje y, por lo tanto, un sujeto amputado del goce, de un goce que, mediante la serie del beber, él se afana en querer volver a reintroducir para colmar su ser. Pero, no por el hecho de sustraerse a la ley del inconsciente el hombre ebrio evita estar a merced de otra. Una más oscura e insensata, que es la que gobierna en estos casos; una forma del superyó que se diluye y se escabulle en la creencia de que hay ahí un gusto por la bebida, cuando la verdad oculta del bebedor es que él no encuentra ningún gusto ni predilección en lo que bebe. El hombre ebrio de este libro se somete al mandato de una voz sorda que lo ahoga en el producto, una voz áfona que lo engulle y lo ausenta en el acto de su propia deglución. Aunque hablemos del acto de beber, se nos dice también que en el caso del hombre ebrio no lo es. Este hombre es un hombre del “hacer” y su acción lo aleja y lo separa de la dimensión de todo acto, cuya 10


consecuencia es siempre la de hacer surgir un sujeto nuevo. El hombre ebrio es siempre el mismo, porque en el curso inherente a este hacer, fundamentalmente él se ausenta y se desmaya, y a su regreso ya no hay nada que indique que hubo ahí la presencia de un sujeto, porque al no quedar huellas de ese pasaje, surge la imposible transformación de su ser. Sin embargo, el hombre ebrio de este libro es también un hombre que cuenta, que cuenta el goce de su cúmulo. Pero lo que él no sabe es que su cuenta no suma ni resta, que cada copa es siempre la repetición de un mismo número: la repetición de una serie en la que solo cuenta el uno, lo cual da como resultado cero, el cero de subjetividad que se produce debido al olvido en el que lo sumerge su quehacer, lo cual le ahorra la responsabilidad sobre su acción al tiempo que le impide la posibilidad de inscripción en una historia. El joven ebrio Pero no solo se trata aquí del hombre ebrio, un capítulo entero es consagrado al joven ebrio, más precisamente, a la ebriedad en el adolescente. El adolescente freudiano es traído a colación para indicar cómo muchas veces, y seguramente cada vez más a menudo, una forma de evadirse de los impasses típicos de este momento preciso de la vida, donde el amor y la sexualidad despiertan del sueño aletargado de la infancia, se encuentra en el uso masivo de un producto tóxico como uno de los modos de salir indemne de las dificultades que acarrea ese abrupto despertar de la sexualidad: “exceptuarse” a la regla general del acto de iniciación propio a esta etapa de la vida; “desertar” del frente de batalla al que lo conmina el partenaire sexual; “evadirse” de la mira del enemigo sensual que acecha en cada esquina; “olvidarse” de asistir a la cita pactada, son algunas de las artimañas que el significante provee y que se ven facilitadas gracias a la ingesta de droga o alcohol, tan común en los adolescentes. Un caso clínico La relación entre la embriaguez y el juego es otro de los puntos salientes de este libro. Un caso clínico del autor ilustra ambas problemáticas, y en ese mismo sentido, la recuperación de un texto de Freud y el análisis que hace sobre el caso de Dostoievski son destacables. 11


Entonces, otra pregunta se abre: ¿Hay una homología entre el beber compulsivamente y el juego compulsivo? Bernard Lecœur ofrece su clínica y el análisis que hace de ella. Sin miramientos interpreta con un caso la embriaguez y el juego, y hace de estos el punto donde converge algo que no se aleja demasiado de la cobardía moral. El hombre que se retira ebrio de la apuesta en la que se corre siempre un riesgo, y que no es otra que la del amor y el sexo, es el mismo que se reduce y se convierte en el objeto de una apuesta vana, en la que, aun cuando el espectáculo que ofrece sea aparatoso, nada indica que se juegue allí algo que se pueda perder. El hombre ebrio de Lecœur es un ser sin atributos; un pseudoatemorizador en un ring de mampostería; un funcionario de aduana en puntos de frontera trazados por dealers de poca monta; un macho cabrío en vidrieras de un sex-shop de un tugurio de baratija; este hombre, que juega solo desde niño y únicamente con la muerte, no sabe nada de otro tipo de muerte ya instalada en él. La inercia subjetiva en la que se inscribe su acción, junto con la ausencia de inscripción en un hacer embriagado de soledad, no parece dar buenos augurios de un lazo que le permita situarse en lo que llamaríamos, con Lacan, la dignidad de poder saberse un ser para la muerte. La pregunta que nos hacemos entonces, y que el mismo autor no deja de plantear en cada página, es: ¿Qué puede hacer el psicoanálisis en estos casos? Indicar que allí se trata de las nuevas formas del síntoma, ya es algo para no olvidar. Saber que en estos casos no hace efecto el dispositivo tradicional del discurso del analista, en el que el síntoma encuentra su verdad en su desciframiento, es otro punto a tener muy en cuenta. Y más aún, que el síntoma no sea allí metáfora de nada, porque más que un síntoma se trata en estos casos de un hacer, de un hacer que le permite al embriagado darse un nombre, y que es también algo que muchas prácticas terapéuticas conocen perfectamente, es algo para estar advertidos. Creemos que el psicoanálisis tiene ahí una apuesta que hacer. Esta se basa fundamentalmente en saber que en casos semejantes es el psicoanalista quien se modifica en primer lugar. Basta con leer lo que dice Lecœur sobre la transferencia, respecto de cómo más que nunca esta se ve afectada en estos casos, por ejemplo, en el lugar tradicional del analista como sujeto supuesto saber. Si el hombre ebrio cree ser amo de un goce, el cual, no obstante, y a la vuelta de su embriaguez, puede perfectamente reprocharle al Otro el no haber colaborado en su adquisición, de ahí a suponer que 12


dicho goce se encuentra por entero en el dominio del analista no hay más que un paso. Es en ese sentido que entendemos la advertencia del autor sobre que es el analista quien no debe transigir en la regla de abstinencia prescripta por Freud; esto es, en la abstinencia, pero la suya, respecto de satisfacer lo que sea, porque de ninguna manera se trata de la prescripción de la abstinencia del paciente respecto del producto que elige y en el que apuesta vanamente en recuperar lo que se le presenta como el derecho a una satisfacción que considera que se le ha expoliado injustamente. El estilo Como decíamos en el inicio del prólogo, un estudio del fenómeno del alcoholismo y la toxicomanía, tal como es tratado en este libro, no es algo corriente. No solo el modo de abordaje tiene algo de excepcional, sino también el estilo en el que está escrito. Por ello, nos reservamos para la conclusión algunas palabras sobre el estilo de escritura de Bernard Lecœur. Nos encontramos con que el autor introduce el problema de la embriaguez gota a gota; no lo vemos nunca beber de un solo trago su concepción del tema. Le da vueltas al problema, lo observa desde varios ángulos, lo olfatea y lo deja reposar; degusta y saborea sus sutilezas, aunque no sin un dejo de ironía y cierta dosis de desesperanza; recupera su objeto, y lejos de brindar anticipadamente sobre cualquier posible festejo, da de probar de su propia copa y, finalmente, sirve su producto a la mesa para que otros comensales hagan lo suyo. Damasia Amadeo de Freda París, julio de 2014

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PREFACIO Il est bien vain de tenter de faire naître dans un esprit qui ne l´a pas experimenté, l´approximation de cet état qui selon un déterminisme inconnu, en un instant soudain, plonge un être dans l´horreur froide et tenace du voile déchiré des antiques mystères. Roger Gilbert-Lecomte, Monsieur Morphée Empoisonneur Public

Con palabras de cólera o de amor, la embriaguez sorprende. Pero cuando se trata de alcohol o de droga, entonces el hombre ebrio no divierte más; él estorba e inquieta. Su familiaridad pesada no tardará en volverse un insulto. Su cordialidad bonachona se transforma en una amenaza y no se presta más a risa. El hombre ebrio inspira reserva, la que no nos permite pronunciarnos sobre la suerte que sufre la palabra en ese pasaje: una cháchara llena de jovialidad da paso a enunciados cuya dirección se hace cada vez más imprecisa. Las páginas que siguen intentan responder una cuestión simple: a partir de la experiencia de la cura analítica, ¿es posible dar un estatuto a la embriaguez? Y si ese fuera el caso, ¿cuál sería? El psicoanalista apurado no encontrará ningún estatuto, apoyado en la idea de que no es obligación de la técnica analítica encontrarle alguno. Sin embargo, esta cuestión es crucial e incluso decisiva, porque orienta la toma de posición frente a lo que se designa hoy en términos de alcoholismo y toxicomanía. Estos fenómenos acechan nuestra época con fantasmas ordinarios que ya han roto con el espectro de plaga que agitaba a los higienistas del siglo pasado. El espíritu moderno prefirió ver ahí un acontecimiento complejo que se enfrenta a mútliples influencias. Las mutaciones de los ideales de la acción (trabajo) y del desarrollo (familia) son convocadas ahí para dar sentido. Aparentemente sin gran efecto, ya que ese abanico se vuelve a cerrar muy rápido frente al requisito de la ciencia: la embriaguez encuentra su causa en el producto. Así, la embriaguez ve desaparecer la función de ascesis que la filosofía y la religión le reconocían, las cuales, a su manera, actualizaban el encuentro del saber y la verdad. El término mismo de embriaguez se torna 15


una palabra vacía e inadecuada para dar cuenta de las configuraciones moleculares y de las sustancias puestas en juego en la química moderna del fenómeno. Aspirado por las coordenadas del discurso de la ciencia, el hombre ebrio se vuelve un hombre definitivamente ausente, ido. Sin embargo, ¿el genio no ha acompañado desde siempre a la embriaguez? ¿No se han reconocido acaso los acentos más vívidos del espíritu en las palabras balbuceadas por el hombre ebrio? Ahí donde la inhibición impone sus impasses al movimiento, ¿no ha prestado la embriaguez, muchas veces, una gran mano al coraje? En síntesis, por su denuncia sobre acomodamientos hipócritas y de decoro refinado, a menudo, este dio sus golpes más duros a las conveniencias y a las justificaciones del límite. Del límite, el hombre ebrio hace su asunto. Convencido de que puede franquearlo sin inconveniente, habla de él sin rodeos y espera mostrar, por añadidura, que los tropiezos de la palabra son de poca monta frente a la evidencia de la acción. Porque esa parece ser la apuesta del espectáculo que ofrece la embriaguez: una inconsistencia de los obstáculos desde el momento en que una voluntad se anima en nombre de la verdad. Ninguna traba que al final no se levante; ningún imposible que, puesto a prueba, no revele su secreto. A su manera, la filosofía tradicional lo atestigua: la embriaguez es una disposición indispensable para el advenimiento mental de toda manifestación sobrehumana. Las divagaciones del hombre ebrio no son un menoscabo de la palabra, sino su quintaesencia. Detrás de la imprecisión del gesto no existe ningún desacierto, sino más bien el signo de otro cuerpo que conviene descifrar. En la antigüedad, la embriaguez de inspiración divina designaba el medio por el cual un individuo se introducía en la experiencia de lo sobrenatural, el hombre se volvía una suerte de vecino de los dioses. La embriaguez de cômos, el entusiasmo platónico, la manía dionisíaca, son estados que relatan un único gran sueño, que muy pronto agita a la comunidad de los hombres, el de una posible fraternidad con los dioses. Esos estados dominados por la confusión celebran la unión entre el individuo y su entorno, según el modelo armónico de una adaptación en la que el sufrimiento se reabsorbe como sabiduría. Si con los griegos la trayectoria del hombre ebrio se pierde entre cielo y tierra, el advenimiento de la ciencia le hace adoptar una curvatura nueva. Nacida de la manipulación de la letra, la ciencia anula la embriaguez como medio entre el hombre y los dioses. El vuelo embriagante hacia la divinidad vuelve a caer pesadamente, difractado 16


por las coerciones de escritura que gobiernan al campo de la ciencia. El sujeto de la embriaguez es reducido a ser el lugar donde se desarrolla la reacción físico-química entre un organismo y un producto. Es en ese borde donde vendrá a instalarse la alienación metódica del capitalismo histórico, con múltiples consecuencias para el lazo del proletario con su propio cuerpo. Una de ellas, y no de las menores, consiste en inscribir el acto de alimentarse en un circuito de economía generalizada. El alcohol se vuelve, de ahí en más, un alimento como los otros, aunque nocivo, inútil para la multiplicación de la fuerza de trabajo. Tomada en esta economía, la embriaguez no es otra cosa que el negativo del modelo de la producción. No esperada por nadie, ni por el sabio ni por el economista, la cuestión freudiana adviene. Poco inclinado a encontrar algún mérito en la antigua sabiduría, Freud encuentra un cortejo de hostilidades cuando, bajo el nombre de inconsciente, destierra al sujeto de su cercanía con los dioses. Lo esencial de su descubrimiento no se resume a la develación de una impostura del padre al ser situado en la competencia de lo divino, razón por la cual el psicoanálisis no es deicida. Es mucho más grave, designa el lugar que Dios ocupa respecto de lo real. Deslizándose al ras del lenguaje, Dios surge siempre en el lugar donde el sentido podría indicar que no es más que un recurso frente al impasse del sexo. Ahí yace la ruina verdadera de la referencia a los griegos: en la embriaguez, la manía que de súbito acomete al ser hablante, es una embriaguez de sentido. El efecto que inaugura la actualización del inconsciente es el de desplazamiento: los estados, más que inspirados, están determinados. Así sean hipnoides, oniroides, amorosos, estéticos o embriagantes, los estados tienen una medida en común, son construidos. Sin duda, su construcción no es una lectura cómoda. Sin embargo, su opacidad permanece suspendida de la actualización de la lógica que gobierna su advenimiento. Considerado así, el hombre ebrio evoca al sujeto definido por la ciencia. Pero se trata de un sujeto que en su ruta encuentra ese cardo plantado por Freud en los límites del inconsciente, el de la pulsión cuya satisfacción reclama un goce.

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CLÍNICA DE UN MATRIMONIO FELIZ

No existe en la obra de Freud un artículo consagrado en su totalidad a los fenómenos de la toxicomanía y el alcoholismo. En cambio, el rol de las sustancias tóxicas, y en particular el del alcohol, es evocado como un medio de consolación, de desinhibición e inclusive de defensa. A veces, incluso, se menciona el estatuto de causa que conlleva la sustancia respecto de la satisfacción. Más allá de estas consideraciones centradas sobre el alcohol y sus efectos –consideraciones que hay que resituar en el marco más general de la teoría de la toxina sexual tan cara a Freud–, hay, en el texto de 1912 “Sobre una degradación general de la vida erótica”, elementos que invitan a no restringir la clínica de las manifestaciones tóxicas únicamente a la referencia al objeto, sino que permiten extenderla a la dimensión del lazo. Psicología de una división En la segunda de sus tres “Contribuciones a la psicología de la vida amorosa”, centrada en la operación de degradación del objeto, Freud precisa cómo, lo que él llama “la relación del bebedor al vino” hace excepción a las modalidades de elección de objeto y, de manera más general, a las condiciones de la relación de amor. Entre las tesis propuestas en ese artículo, dos se refieren particularmente al lazo amoroso. La primera tesis concierne a la división. Freud se apoya en una observación extraída de la vida amorosa masculina: existe una división entre la corriente tierna y la corriente sensual, que tiene consecuencias en la elección del partenaire amoroso. En el hombre, 19


esa elección procede de una exclusión: o la madre –objeto digno de amor–, o la puta, cuya degradación es indispensable para la puesta en juego del deseo. Esa división llega a enunciarse como síntoma en la impotencia sexual. El sufrimiento atinente a ese síntoma se sostiene en la coexistencia imposible entre el amor y la satisfacción sexual, que la mujer, tomada como objeto imaginario, encarna a través de figuras antinómicas. Es importante remarcar que el síntoma de impotencia sexual se articula, esencialmente, alrededor de una amenaza que el sujeto teme: encontrar en el partenaire uno de los rasgos provenientes de la madre. Si el neurótico divide el conjunto de las mujeres entre las que se permite amar y aquellas a las que su deseo puede alcanzar, el síntoma testimonia que esa disyunción imaginaria está lejos de ser eficaz y que incluso es perfectamente inoperante en cuanto al goce. Los emblemas imaginarios de la madre y de la puta son significaciones con las que el sujeto especula frente a lo impensable del incesto. Pero el surgimiento y la insistencia del síntoma muestran que el recurso a la división es un medio inadecuado para hacer coincidir el deseo con la prohibición simbólica. La segunda tesis de Freud, más ampliamente compartida que la anterior, no concierne tanto a la significación del objeto como a su valor. La atracción que inspira el ser amado –su valor psíquico–, es ese efecto que la obra artística logra producir cuando, bajo la forma de lo bello, representa la imperiosa necesidad de los seres hablantes de mantener un encuentro imposible en el horizonte del lazo de amor. Extender la mano hacia el objeto amado para alcanzarlo debe comportar siempre, en efecto, el riesgo de ser un alcance vano; de ahí el nacimiento de una frustración de la satisfacción que se plantea desde el principio de la relación amorosa. Freud agrega que, con el fin de gozar del amor, es decir, de conjugar amor y goce, sobran ejemplos de hombres que inventan obstáculos de todo tipo. Si la división, de donde surge el objeto amado, se paga a crédito de una domesticación del amor, por la cual se responzabiliza a la civilización, la atracción amorosa, cuando se sostiene de un abrazo imposible, asegura el riesgo. El abrazo siempre fallido no es una maldición ocasional, sino que encuentra su fundamento en una insuficiencia fundamental de la pulsión para poder satisfacerse. Freud nota esa falla: “…en la naturaleza misma del instinto sexual existe algo desfavorable a la emergencia de una plena satisfacción” (p. 1716). Semejante insuficiencia encierra al sujeto en un circuito pulsional que se cierra solo apoyándose en el fantasma. 20


La felicidad en el matrimonio Ante estas dos tesis de alcance muy general –una planteando la división del objeto amoroso, la otra la atracción que produce–, Freud introduce, en una comparación cuanto menos sorprendente, el apego del bebedor al vino como una excepción. Esta observación merece ser detallada. El bebedor, por la naturaleza del amor que dirige al vino, produce un curioso contraste. Su apego, que no es fingido, comporta, como toda elección, su parte de libertad. No procede de ninguna división entre la madre y la puta, de ninguna separación entre el amor y el deseo. Con el vino, el lazo está bien establecido, es invariable y regular, ajeno a las modulaciones de la queja; completa y obtura las fallas donde, por lo general, se aloja la miseria del hombre. La atracción por el vino, a diferencia del partenaire del juego del amor, no necesita instalar al objeto fuera del alcance para mantener su atractivo. La unión del amor y el goce se efectúa sin frustración de la satisfacción, lo que hace del bebedor un amante atípico. Lejos de ser ese impaciente al que el amor decepciona, y que encuentra en esa decepción el motivo de su empeño por amar cada vez más, por el contrario, el bebedor vuelve a relanzar su deseo justamente por el amor colmado, saturado por el objeto. Al respecto, Freud hace suya una observación del poeta Böckling, quien designaba el lazo entre el bebedor y el vino como el modelo del matrimonio, y más aún, del matrimonio feliz. La institución del matrimonio a menudo brinda material para mostrar la poca felicidad que procura. La acritud cínica de un Chamfort designa gustosa la causa, en una duplicidad que asombra al eterno femenino. Destaquemos que así queda intacta la creencia en el advenimiento del amor mayúsculo, gran triunfador de la guerra de los sexos. Con Freud, y contrariamente a Chamfort, el matrimonio se apoya en un amor indigente, sustituto de la incapacidad de la pulsión sexual para reunir hombre y mujer. Debido a que el matrimonio con el vino es fuera de lo común, no afecta los impasses del sexo. Aristóteles ya se interrogaba sobre la naturaleza de este apego en La ética a Nicómaco, y ponía en duda que pudiera concernir al sentimiento amoroso o incluso a la amistad. “¡Sería cosa singular, por ejemplo, querer el bien del vino que se bebe! Todo lo que puede decirse es que se desea que el vino se conserve para poder beber cuando se quiera” (Libro VIII, cap. II, pp. 290291).Es también por el privilegio que le da a lo útil que Freud explica la estabilidad tan extraña de esta unión. Al no implicar ninguna alteridad sexual a su programa, el matrimonio con el vino produce, a quien se 21


compromete en él, la seguridad de que nunca correrá el riesgo de ser acusado por el partenaire de usurpar sus derechos o de faltar a su deber. El vino es un partenaire silencioso y conciliador, que no denuncia la falla en el amor que se le dirige y que mantiene la promesa del goce que se le presta. No es la Dama, y su encuentro transita por otros peldaños que los de la cortesía: no se requiere ningún ardor para volverse el pretendiente, y para acercarse a él el verbo no reclama ser llevado a la incandescencia. La satisfacción tóxica es un goce fabricado, monótono, sin postergación, por eso se le puede decir goce de lo Mismo. En cualquier caso, se trata para el sujeto de ser siempre el mismo para el Otro. En medio de su desaparición, de su desvanecimiento, cuando el cuerpo y la palabra divagan, el hombre ebrio le otorga al Otro la capacidad de contabilizar una presencia pura, una presencia desembarazada de las contingencias de la persona. Así, esa mujer que producía metódicamente sus embriagueces comatosas en lugares públicos, una vez recogida por una mano de auxilio que la ayudaba a volver en sí, emprendía la fuga cuando debía dar su nombre. Solo algunos magros índices atestiguaban su presencia. El Otro del bebedor no está ávido de las tonalidades sutiles que matizan a la persona. En su lugar predominan, en cambio, importantes discriminaciones que segregan y valen con la condición de ser perentorias. Al margen de la ley La ley no está ausente del Otro del bebedor. Pero la distancia que él establece con ella no es un obstáculo para su búsqueda del objeto. El bebedor, insiste Freud, no necesita emigrar a un país donde reine algún tipo de prohibición que le vuelva a dar ardor a su gusto por la bebida. A pesar de las fanfarronadas, él no mantiene ninguna discusión seria respecto del Otro de la ley, tampoco desprecio, sino más bien, una disposición a sustraerse, a separarse de todo lo que pretenda fundar un “para todos”, una proposición universal. Lo cual tiene consecuencias en la vida amorosa. Por pertenecer al mito o a la práctica de la pasión, el lazo amoroso es un desafío lanzado a toda forma de obligación. La estima que envuelve al amado no soporta verse obstruida. Si el valor del objeto se topa con dificultades que lo vuelven inalcanzable, esas trabas no son fortuitas. En el amor, el objeto se sitúa fuera del alcance, es decir, fuera del alcance de la ley, por más que esta, por sus prescripciones, establezca los modos de cualquier forma de apropiación. Esta estructura fuera 22


de la ley repercute en el amante para restablecer la prioridad de lo simbólico; ofrece lo que no tiene y, por este ofrecimiento, regresa al campo de la ley. Tal es el don simbólico. El bebedor escapa a esta dialéctica de la ley, no se integra a ella. Él no discute sobre su fundamento, pero se vuelve ajeno al campo de su competencia y permanece insensible a sus prohibiciones. Ese resguardo subjetivo encuentra su estatuto en lo que Freud llama la Excepción. Ser una excepción es un topos que orienta al bebedor en su relación con el Otro. En lugar de denunciar la pobreza de la regla y así desbaratar la categoría de lo universal, el bebedor la refuerza haciéndose la excepción, es decir, convirtiéndose en el principio genérico. Coloca su vida en el estandarte lógico de la excepción y evita las angustias de elegir, se resguarda de las exigencias del don y simplifica la búsqueda del objeto de satisfacción. En un texto de 1919, “Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica”, Freud da cuenta de “una determinada manera de ser” y sitúa, bajo la categoría del rasgo de carácter, la incapacidad que tienen algunos sujetos para aplazar el advenimiento de la satisfacción, en razón del estatuto de excepción autoproclamado. Ser una excepción en esos casos no es solamente un deseo, sino que se realiza en actos que atestiguan que, al menos para uno solo, la ley no vale. Ese estatuto de excepción tiene consecuencias en el orden de las relaciones con el semejante; el sujeto, por el “hacer” y no por los actos, insiste sobre su diferencia. Para el bebedor, ese hacer se realiza durante el olvido tan frecuente que sucede a la embriaguez. En su caso, el olvido no es simplemente la desaparición de un recuerdo, sino un despojo, la puesta al desnudo del soporte del recuerdo; el bebedor no olvida, se olvida. Es por ese camino que traza el acceso a cierto goce. La identificación y el plus de goce Realizar el olvido se soporta en una identificación, es decir, en una operación que corrige una falla del Otro del lenguaje. En esta operación, el sujeto está solamente representado, por más que la identificación aísle un rasgo cualquiera bajo el cual el individuo puede reconocerse. Un refugio así, aunque sea precario, contribuye, sin embargo, a forjar un destino. La identificación podrá ser considerada como secundaria cuando decline el rasgo primario que sepulta al sujeto bajo los atributos del Otro. Ella es, simultáneamente, el acto de una nominación original y un memorial: el sujeto habrá sido bajo ese nombre. 23


La suspensión subjetiva inherente a la embriaguez presenta, por sus resultados, una analogía con el exilio del sujeto producto de la identificación primaria. En ese tiempo, el bebedor se vuelve extranjero respecto de aquello de lo que se soporta, se reduce a no ser más que esa palpitación del viviente sobre la cual el significante viene a nombrar.1 Por lo general, la identificación alivia de la división, la idealiza por un “se toma por” que mantiene a raya el goce. La embriaguez, en cambio, reduce la identificación a un índice, una designación intransitiva del Otro, a partir de la cual el bebedor consigue hacer un motivo de goce. Ese goce consiste en una ofrenda de su ser al insaciable apetito del Otro por la marca, el sello, el rasgo. El bebedor goza de ser reducido al rasgo, que muchas veces el insulto encarna bien. Él se hace tratar.2 Lo que proponemos nos permite acercarnos a ciertos principios que ordenan la sociedad de consumo, los cuales testimonian un empeño por unificar al sujeto mediante un entrecruzamiento de escrituras y códigos, que es solidario con la promesa de una prima de bienestar, de un plus de goce ligado a la dispersión incontinente de mercancías. El bebedor también se convierte en plus de goce de un conjunto, parásito de una satisfacción colectiva programada. No se trata tanto de la reivindicación de obtener un “pedacito” que lo anime, sino más bien de la preocupación por encarnar ese “pedacito” de goce excedente. Con esta identificación con el plus de goce el sujeto se consuela, por un tiempo al menos, de las consecuencias de la división que el lenguaje le impone al que habla. Cuentas del bebedor Por estar aparejado al lenguaje, el sujeto está, desde siempre, separado de un cuerpo, que podríamos calificar como natural. Esto justifica que algunas funciones corporales, como la ingesta y la excreción, contengan los vestigios de una naturaleza nunca advenida. La operación a la cual se aboca el bebedor apunta a restablecer el predominio de un cuerpo pleno; no busca sustraerse a los efectos de recorte del significante sobre el organismo, sino que empuja el límite hasta el lugar en donde el lenguaje no sería separador. La vía oral presenta la particularidad de encarnarse en un órgano especialmente abierto al tránsito, y al mismo tiempo es el lugar de la 1 En francés está escrito n´hommer, condensando la negación (ne) y el acto de nombrar (nommer) al hombre (homme). (N. del T.). 2 Trait-er: juego de palabras entre tratar (traiter) y rasgo-trago (trait). (N. del T.).

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palabra. El lazo del bebedor con la ingesta muestra que cada sorbo es también una palabra, reducida a su expresión más simple y más saturada: el ruido, el trago de una deglución. Beber de un trago es beberse el rasgo3 de la palabra, lo que sostiene una satisfacción pulsional que mantiene a distancia a las escorias de un cuerpo de goce. De ese proceso se deduce una consecuencia importante. Aunque sea por la indiferenciación entre el sujeto y el cuerpo, la realización del ser a la que el bebedor se consagra deviene un término sino calculable, al menos finito. Acorralado entre lo ya-bebido4 y el aún por beber, el bebedor se embarca en una operación de recuento, de correspondencia término a término, donde la boca asegura una escansión paciente y regular. Ese recuento corporal es particularmente nítido en sus resultados. Por un lado, el goce, por el sesgo de un plus de gozar, cuya captura se hace en el Otro, se produce sin sorpresa. Por otra parte, la puesta en serie que supone ese recuento se efectúa a partir de un significante único, un Uno que desvía al sujeto de su división estándar. Para quien tiene que vérselas con el verbo la división se capta en la trama del sujeto e indica la dependencia de este último al significante. Quien nace al mundo de los hombres, es capturado infaliblemente en un movimiento en espiral y en ningún caso un significante puede ser tomado como referencia, ya que le es imposible significarse a sí mismo y debe recurrir a otro significante. De la referencia al otro significante persiste lo que no pudo ser tomado en cuenta, un resto a partir del cual se hizo sujeto y que acosará la vida durante toda su existencia. Por medio del dispositivo del beber, ese resto –calificado por Lacan como objeto a– se encuentra alienado, es decir, ligado al Otro bajo un modo significante, el de la esperanza de un retorno a lo “mismo”. Ese recurso evita que el sujeto se exponga a los disgustos de la división subjetiva, que se recicla en una incompletud cuya resolución puede ser proyectada. Al ser un sujeto incompleto más que dividido, lo que le falta al bebedor está ya ahí en lo que le queda por beber. Aun si la serie de copas no se agota en una suma, sin embargo, no escapa al orden de lo contable y del número. Solo cuenta la copa que falta, verdadero insulto puesto a crédito de la verdad. El movimiento que anima al bebedor hacia esa falta es un acto de franqueamiento, y su banalidad no debe hacer desconocer su apuesta, porque lejos de ser una simple práctica de acumulación, beber es un ejercicio que apunta a la 3 Trait es trago y rasgo. (N. del T.). 4 Juego de palabras entre ya bebido (déjà-bu) y ya visto (déjà-vu). (N. del T.).

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purificación. La marca por la cual la copa se sostiene no designa ningún contenido, sino que intenta alcanzar lo que se olvida en lo que se cuenta: la presencia. Así, la embriaguez es la realización de una presencia depurada, en la que el bebedor en un movimiento de renuncia a dar cuentas le pasa la posta al Otro, devolviéndole el encargo de facturar una presencia en el corazón del olvido. Estado de embriaguez, contraste del amor La embriaguez destaca de manera espectacular una vertiente del significante que pasa generalmente desapercibida, el estado de borradura. Dicho estado consuela al sujeto de una satisfacción menoscabada y lo aleja de acontecimientos desagradables, en particular de los que producen las variaciones de la vida amorosa. Generalmente, los contrastes del amor son los verdaderos testimonios de los conflictos del sujeto con el principio del placer y constituyen tentativas por disminuir la presión de las exigencias de lo simbólico. La ausencia de contrastes en el estado de embriaguez es testimonio de un amor sin riesgos y de una sujeción al Otro del goce, que es en lo que consiste el verdadero sentido de la dependencia. Por otra parte, esta sujeción no se restringe a la embriaguez alcohólica, sino que puede ser extendida a otros estados, tales como la emoción estética o incluso el desvanecimiento. Freud invita a reconocer un carácter común a todos esos estados, el de un goce comparable al que procura la contemplación de ciertos caracteres sexuales secundarios. Contemplar el órgano sexual produce un sentimiento cómico, variante del horror. En cambio, la contemplación de los caracteres secundarios del objeto es una fuente de reposo. La obra de arte es desplazamiento, composición de un movimiento. En la emoción estética que suscita la visión de un cuadro, el estado de reposo proviene del hecho de que el sujeto rompe con su inmovilidad nativa. Él acompaña en esas pequeñas diferencias, el movimiento de la representación. En lo que implica en referencia al sentido, la obra de arte vela la castración y el horror que la acompaña. El estado de embriaguez, contrariamente a la obra de arte, no acompaña la representación de la castración en sus rodeos, sino que desplaza al sujeto hacia el Otro haciéndolo desaparecer. Solo algunos índices darán signos de su ausencia.

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El hombre ebrio Estudios sobre toxicomanía y alcoholismo

Bernard Lecoeur La toxicomanía y el alcoholismo son temas extensamente tratados en la literatura analítica. Sin embargo, en El hombre ebrio, Bernard Lecoeur, sitúa la ebriedad como un problema contemporáneo, precisamente en el entrecruzamiento de los efectos de una sociedad de consumo con el ideal de todo saber surgido del discurso de la ciencia en relación con el lazo social. ¿Qué puede hacer el psicoanálisis? Haber indicado que el alcoholismo y la toxicomanía son las nuevas formas del síntoma. Saber que el dispositivo tradicional del discurso del analista, en el que el síntoma encuentra su verdad en su desciframiento, no hace efecto en estos casos. Y más, que el síntoma no es allí metáfora sino que se trata en estos casos de un hacer que le permite al embriagado darse un nombre. Nos encontramos frente a un libro destinado a todos aquellos lectores preocupados por estas problemáticas propias de nuestra época.

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