Uwe Timm
Del principio y el fin C O L E C C I Ă“ N L E T R A S
Sobre la legibilidad del mundo
UNSAM E D I T A
Colección: Letras Director: Carlos Ruta Timm, Uwe Del principio y el fin: sobre la legibilidad del mundo / Uwe Timm. –1a edición– San Martín: Universidad Nacional de Gral. San Martín. UNSAM Edita, 2015. 104 pp.; 21 x 15 cm. - (Letras / Carlos Rafael Ruta) Traducción de: Laura S. Carugati ISBN 978-987-3982-00-2 1. Ensayo Literario. I. Carugati, Laura S., trad. II. Título CDD 834
The translation of this work was supported by a grant from the Goethe Institut wich is funded by the German Ministry of Foreign Affairs La traducción de este trabajo fue apoyada por una beca del Goethe Institut, financiada por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania
Título original: Von Anfang und Ende. Über die Lesbarkeit der Welt © 2009 Verlag Kiepenheuer & Wistch GmbH & Co. Kg, Cologne, Germany 1ª edición en español, octubre de 2015 © 2015 Uwe Timm © 2015 de la traducción Laura S. Carugati © 2015 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de General San Martín Los capítulos de este libro fueron discutidos en el Taller de traducción de textos filosóficos y literarios en lengua alemana (UNSAM) integrado por Lucas Fernández Díaz, Mauro Gobbi, Macarena Mohamad, David Rivero, Pedro Tenner y dirigido por Laura S. Carugati.
Campus Miguelete. Edificio Tornavía Martín de Irigoyen 3100, San Martín (B1650HMK), prov. de Buenos Aires unsamedita@unsam.edu.ar www.unsamedita.unsam.edu.ar Diseño de tapa e interior / Fotografía de tapa: Ángel Vega Edición digital: María Laura Alori Corrección: María Laura Petz Fotografía de solapa: Gunter Glücklich Se imprimieron 1000 ejemplares de esta obra durante el mes de octubre de 2015 en: Albors Adrián y Trabucco Carlos S. H., California 1231, CABA, Argentina Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723 Editado e impreso en la Argentina Prohibida la reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.
Acerca del principio
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EstĂmulos
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Cosas perdidas
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Derribo de monumentos
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Acerca del fin
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Acerca del principio
Todo principio es difícil, como suele decirse, y eso también vale para este principio. Cuando comencé este trabajo hice lo que últimamente se acostumbra hacer, buscar en internet, dicho en términos actuales, googlear. Ahí se encuentran todo tipo de resultados, entre otras cosas, una recopilación de las primeras frases de cientos y cientos de novelas alemanas y extranjeras, incluidas las de las mías. Admirable labor. En otro de los resultados se lee: “La clave de una novela exitosa: el principio acertado. Workshop con expertos. Consultar aranceles”. Empecemos entonces. “En el principio DIOS creó el cielo y la tierra”. En esta primera frase del Primer Libro de Moisés ya se presenta el problema de todos los principios: la pregunta de qué hubo antes. Con la pregunta por el principio del principio se cae, como se dice en lógica, en una regresión al infinito. Y esa regresión posee escaso valor cognitivo. El Génesis dice: “Y la tierra era caos y confusión, y oscuridad por encima del abismo…”. El caos. Sin estructura, sin tiempo, es decir, sin un antes ni un después, ni espacial ni temporal. Ni un aquí ni un allá. Profunda oscuridad. “Y DIOS dijo: ¡Haya luz! Y hubo luz. Y DIOS vio que la luz estaba bien”. La cosmogonía del Antiguo Testamento encuentra su correspondencia trivial en la hoja en blanco, que en la imaginación de quienes escriben –e incluso de quienes quieren escribir– tiene hasta un significado mítico. Lo que allá es oscuridad, aquí es el blanco inocente del papel o el parpadeo gris de la pantalla que hay que llenar y llenar bien. En primer
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término, eso significaría que el escritor y luego el lector pasaran de la primera frase, de las primeras frases, que siguieran un movimiento hacia adelante, un desarrollo, una cronología. De acuerdo con esta despótica representación ha de surgir un pequeño cosmos lingüístico, algo completamente nuevo, comparable a aquello que –si admitimos la megalomanía– los astrofísicos ubicaron hace 13.700 millones de años, es decir, con el big bang a partir de cuya masa energética se conformó la materia. Aquella masa informe antes del principio, antes de la determinación, antes del acto de la escritura, sería el temple, el presentimiento que quizás ni siquiera pueda ser denominado. Uno puede representárselo de manera heroica y dramática, como el gigante barbudo de la Capilla Sixtina separa claridad y oscuridad con un amplio movimiento, como surgen un arriba y un abajo, un sólido y un líquido. Y después de cada uno de los seis días de la Creación se repite: Y Dios vio que estaba bien. Pero, ¿qué significa bien? ¿Qué significa mal? Por lo tanto, el Creador ha de tener una representación de lo que está bien y de lo que está mal. La Escritura no nos dice nada sobre lo que este Creador tenía en mente, sobre la representación que lo movió y cómo puede afirmar que lo creado está bien. No todo salió bien en la historia de la Creación del Antiguo Testamento, detrás del cual tenemos que suponer varios autores, puesto que se deslizaron incongruencias y errores. Incluso la Creación descripta de ese modo era incompleta, defectuosa, y fue un verdadero fracaso. De hecho, por un instante su Creador quiso que desapareciera. Todo lo vivo debía morir ahogado. Sin embargo, la antinomia que surge aquí y que durante siglos ocupó a teólogos y filósofos no debe preocuparnos, solo tenemos que preguntarnos: ¿cómo es posible que Dios, siendo todopoderoso, no logre de inmediato una Creación correcta y buena? Aquí no me interesa la cuestión escolástica de si es posible explicar estas contradicciones y en tal caso cómo, solo me interesa cómo es el principio de este principio. La historia de la Creación tiene dos principios, el primero propio de la plegaria, determinado por la palabra: “DIOS dijo… Vio
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DIOS que estaba bien”. El texto más reciente, el denominado presbiteral, surgió quinientos cincuenta años antes de Cristo. Puede ser leído como una breve síntesis de la obra de los seis días con un día de descanso de la actividad creadora. El siguiente texto, el así llamado texto yahvista, surgió alrededor del año 900 a. C., es decir, casi cuatrocientos años antes. Describe el paraíso y cómo el Señor del Jardín formó al hombre “con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida”. Esto está descripto con maravillosa sencillez y gran fuerza figurativa y todavía se encuentra completamente determinado por la experiencia ilustrativa de un alfarero. Asimismo, más tarde, después del pecado original, cuando Adán y Eva toman conciencia de su cuerpo, de su sexo, eligen entre las hojas aquella que es suficientemente grande y que por su forma y confección, Versace no podría haberla diseñado mejor. No la toman del Árbol del Conocimiento sino de un árbol que solo da falsos frutos, húmedos en su interior, rosáceos, parecidos al órgano sexual femenino: los higos. La historia de Adán y Eva está narrada con situaciones elocuentes de tal intensidad que instan a lo plástico, de hecho resultaban fácilmente representables, comprensibles también para quienes no podían leer esa Sagrada Escritura. La palabra de la Escritura resultaba ilustrativa. La Palabra resultaba real, podía desplegar su fuerza. Cómo fue creado el hombre, cómo cayó en el pecado, cómo surgieron el sufrimiento y la muerte. Y más tarde, en el Nuevo Testamento, la promesa de que el hombre puede ser redimido, que resucitará. En las representaciones de la crucifixión la calavera debajo de la cruz alude al padre originario Adán, al pecado original que se supera a través del Crucificado. Pues recién a través de él, del Hijo, a través de sí, Dios pudo experimentar qué es la muerte. Pero no nos adelantemos. El cronista del Génesis, denominado yahvista o elohista por los estudiosos del Antiguo Testamento, hace que el Creador rectifique su obra una vez más. Después de haber puesto a Adán en el Jardín del Edén, el Señor del Edén advierte que no está bien que el hombre esté
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solo. Desde el punto de vista narratológico podría decirse que necesitaba una contraparte para poner a prueba a Adán y ver si se atenía a la prohibición de comer del Árbol del Conocimiento. Por eso, tuvo que sacarle una costilla para crear a la “varona” –así traduce Lutero un juego de palabras en hebreo–, con el fin de que se pusiera en marcha el gran movimiento, la Historia. ¿Por qué el Señor del Edén necesita buscar a su criatura, Adán, una vez que ha comido del Árbol del Conocimiento? ¿Habría descansando después del almuerzo como el séptimo día? El Señor llama al pecador que está escondido debajo de los árboles: “¿Dónde estás?”. ¿O será mera retórica? Claro que en la Biblia no debería haber tal cosa. Son imágenes de una intensidad asombrosa, de una gran inmediatez y abundancia de significado. En su pretensión de revelar la verdad divina se nos presentan de manera completamente directa. Sin embargo, cuando comenzamos a cuestionar, cuando preguntamos por la causalidad, cuando señalamos contradicciones, las sometemos a la mordaz prueba de la duda. La causalidad y la ausencia de contradicción son para nosotros la forma determinante de dar sentido, el intento de que el mundo se vuelva unívoco. Por cierto, no es tan evidente como parece que sea una cuestión transcultural, de la humanidad en general, la de cómo una cosa se sigue lógicamente de otra según el principio de la causa y el efecto. Por el contrario, es una cuestión específicamente occidental que se insertó en la tradición de la Ilustración y se ciñó a su método de cálculo y de verificación a través de la repetición: un método que excluye el milagro y la hechicería. Tomando el ejemplo de la etnia africana de los azande, el etnólogo Evans-Pritchard investigó cómo a una causalidad natural puede asignársele muy poco valor y cómo los acontecimientos pueden ser interpretados a través de una visión mística del mundo, es decir, a través de la brujería. Un hombre se quiebra un pie en el bosque. Como es natural, en el suelo hay ramas y, como es natural, hay que tener cuidado, cosa que saben también los azande, pero en tanto ese hombre deja de prestar atención, está embrujado. Entre nosotros todavía
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existen resabios de ese pensamiento mágico: algo parece embrujado, decimos. En los modelos explicativos psicosomáticos extremos también hay un pensamiento mágico. No es ni la rama ni la propia distracción lo que está en el foco de la percepción, sino una intervención espiritual. Es evidente que así se modifica también el contexto de justificación del narrar. Volvamos una vez más al principio. “Al principio era la Palabra”, dice la Escritura que se atribuye a Juan el Evangelista, “y la Palabra estaba con DIOS, y la Palabra era DIOS. Ella estaba en el principio con DIOS. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron”. Este principio maravilloso transforma por completo el principio de las escenas e historias ilustrativas del Antiguo Testamento en algo espiritual. Como en una ecuación matemática, Dios y la palabra son equiparados. “Y la Palabra se hizo carne”, se dice a continuación, “y puso su Morada entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracias y de verdad”. Un principio filosófico destinado a legitimar los milagros que luego se narran de un modo bastante realista. Una crónica de la vida y la muerte de Jesús cuya verdad se nos concede a través de la gracia de la palabra de Dios. Un principio completamente diferente, mucho más elaborado, si se quiere, que el del cronista que debía dar cuenta de la historia más antigua de la Creación, del paraíso y el pecado original. Aquí se vislumbra con claridad la narración oral, narración caracterizada por fracturas, por contradicciones y por el agregado de rectificaciones y correcciones. También se cuenta cómo el Señor del Jardín corrige, mejora y completa su Creación. Así dice –en la traducción de Lutero–: “Creó, pues, DIOS al ser humano a imagen suya, a imagen de DIOS lo creó, macho y hembra los creó. Y los bendijo DIOS con estas palabras, y les dijo Dios: ‘Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla’”.
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Esta segunda creación del hombre se añade con cierta imprecisión a los seis días de la Creación: “El día en que hizo YAHVEH DIOS la tierra y el cielo”. No pretendo hacer aquí una meticulosa crítica literaria de la Biblia, libro cuya lectura me acompañó a lo largo de toda la vida. Solo quiero mostrar de un modo estructural lo difícil que es el principio –más aún el principio de todos los principios–, cómo surgen fracturas que luego deben ser enmendadas mediante la creencia. La disposición a creer, a estar abierto, tiene que acompañar la lectura, así como quien lee literatura universal también ha de tener la buena voluntad de admitir que la ficción se vuelva realidad, que adopte una forma en la conciencia del lector. Sigue habiendo algo de brujería. Para la Biblia, tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento –aunque la teología moderna los entienda solo como alegóricos–, rige la pretensión de verdad, de una verdad que la palabra recibió mediante la gracia de Dios. Él habló, hizo hablar a través de otros, a través de los testigos, los escritores. La palabra vale literalmente como verdadera, de modo tal que su efecto fue desvalorizado por los errores de escritura en los textos litúrgicos medievales. La palabra, entonces, ya no era sagrada sino meramente profana. En una de las capitulares carolingias se señala que los creyentes le rezan a Dios pero las palabras, las frases, a menudo están mal escritas debido a la transmisión con errores. ¿Pueden ser atendidos los rezos de la liturgia que contienen errores? No. La palabra sagrada tiene que ser la palabra exacta, la palabra recta. Aquí también, si se me permite extender la comparación hacia lo profano, surge una vez más la pregunta para el escritor: ¿cuál es la palabra recta, la palabra verdadera? ¿Cómo y cuándo el escritor, al referirse a lo escrito, a su obra, puede decir “está bien”? Otro principio, la primera frase de una novela que admiro, una frase que pone todo en marcha, dice: “Eduardo –así llamamos a un barón rico en el apogeo de su vida– había pasado
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la hora más bella de una tarde de abril en su vivero insertando nuevos injertos en troncos jóvenes”. Un principio que me hace acordar al Génesis. El autor le da un nombre a su criatura, con lo cual la crea, y la sitúa en un jardín. Otorgar un nombre es un acto de dominio. El nombre, algo que no podemos elegir, hace que nuestro cuerpo social no sea intercambiable, más allá de las peculiaridades biológicas y de carácter, y le asigna un determinado lugar en la sociedad. Con este gesto autoral también se establece el estrato social: es barón y a la vez pudiente y rico. Esta actividad en el jardín, el injerto, corresponde también al estrato social. Lo que hace Eduardo, el barón, no es un trabajo sino un pleasure (no sin razón pensamos en el paraíso y su Señor). Resulta muy sorprendente la cantidad de información que se transmite en esa primera frase, el horizonte de expectativa que se abre en el lector. A la vez se hace referencia a la creación ficcional –el concepto corriente sería autorreferencial–, pues a través del pronombre personal del narrador (“Eduardo, así llamamos a un barón rico”) habla un plural mayestático que al mismo tiempo –esto es lo refinado– introduce un plural autoral y de modestia. Así comienza un acto creador que se tematiza a sí mismo. Sabemos también que después de moldear a su criatura el Señor del Jardín la llamó Adán (= hombre), porque la había tomado del barro, de la tierra agrícola (adama). Le llevó los animales anteriormente creados, las aves en el aire, el ganado en el campo, para que el hombre les diera un nombre, con lo cual se instauró su dominio sobre el mundo animal. Por cierto, para los estudios de género resulta interesante que no haya sido el Señor del Jardín sino el hombre, Adán, quien le dio el nombre de Eva al ser creado a partir de una costilla. Es conocida la constelación de Las afinidades electivas. El matrimonio compuesto por Eduardo y Carlota se encuentra con un hombre de quien no conocemos más que el nombre Otto, y –significativamente– la profesión. Se trata de un oficial, un capitán, más tarde comandante. Luego se suma una mujer joven, casi una niña, llamada Odilia. La armonía –un
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poco por demás apacible– de un matrimonio satisfecho con su vida se ve alterada por dos personas que se agregan, y así empieza el enredo de sentimientos, de pasiones, de querer y no poder en la oscilación entre la exigencia de una alta moralidad y el oscuro instinto que atrae con fuerza unos a otros. Esta situación nos remite a algunas películas de Woody Allen que muestran justamente cómo los instintos que intenta refrenar un barbudo superyó se abren paso, oponiéndose a toda convención y al leal saber y entender. En Woody Allen esto conduce a un final feliz a medias en medio de un tono de descuido melancólico. Las afinidades electivas también presenta al final dos muertos dichosos. Aquí podríamos pensar que el trágico problema de una pareja que a pesar de tener otras inclinaciones se aferra a la inquebrantabilidad del matrimonio cayendo así en la desdicha, hoy día, con un índice de divorcio del 34%, puede interpretarse como un documento de historia de las mentalidades proveniente de tiempos lejanos. Es evidente que a Goethe no le interesa presentar la gris cotidianeidad de la vida conyugal. Veamos la cita del profundo ensayo de Walter Benjamin sobre Las afinidades electivas: “Lo mítico es el asunto de este libro. Su contenido se presenta como un juego de sombras mítico bajo el ropaje de la época de Goethe”. El ensayo de Benjamin se aleja precisamente de los numerosos intérpretes de aquel entonces, que obliteraron la novela con los conceptos de superación moral, transparencia ideal, depuración trágica y dominio civilizado de sí. Un trabajo de interpretación al que Thomas Mann, en su escrito sobre la novela agregó “una señal luminosa de la posibilidad de la culminación alemana”. Volvamos a mi lectura. Me pareció que junto con la dolorosa constelación –la inclinación a estar juntos pero no tenerlo permitido– en la novela también hay pasajes irónicos. Leo como una alusión a Schiller y a su educación del género humano, las largas y tediosas disquisiciones que hace el encargado del pensionado de niñas sobre la correcta educación de los jóvenes. Pese al gran aprecio que Goethe sentía por su amigo, pienso que su frenético empeño tiene que haberle
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fastidiado bastante. Así como Schiller, por su parte, se quejaba de Goethe cuando le hacía largas visitas y lo distraía del trabajo. La inactividad de quien tanto elogiaba la actividad era vista como holgazanería, claro que desde la perspectiva de un trabajador maniático. Pero volvamos al principio. Y eso siempre quiere decir hablar sobre las dificultades del principio. Si la Creación del Todopoderoso no estuvo exenta de errores, entonces también puede hacérsele una pequeña crítica a Goethe. Después de aquella frase inicial tan sorprendente que enlaza todo, Eduardo y su esposa Carlota se encuentran en una cabaña ubicada en el parque y él propone invitar a su amigo, el capitán, que no tiene empleo. Carlota expresa sus reparos plagados de presentimientos, que como sabemos son justificados. Después, Goethe presenta la historia de ambos en discurso directo y en una larga frase aditiva, separada por muchas comas y por un aluvión de punto y comas: Con tanto gusto quisiera recordar nuestras relaciones más tempranas; nos amábamos como jóvenes calurosamente; fuimos separados; tú de mí, porque tu padre respondiendo a una insaciable ansia de posesión te vinculó a una mujer rica bastante mayor que tú; yo de ti, porque sin grandes expectativas tuve que entregar mi mano a un hombre acomodado, que no amaba, pero sí honraba. Volvimos a ser libres; tú antes, en tanto tu madrecita te dejó en posesión de una gran fortuna; yo más tarde, precisamente en el momento en el que tú regresabas de viaje. Así nos reencontramos. Nos alegramos del recuerdo, amamos el recuerdo, podíamos vivir juntos sin que nos molestaran. Tú insististe en el enlace; yo no acepté enseguida, pues como tenemos aproximadamente la misma edad, como mujer envejecí más, tú como hombre no.
Esto solo sería creíble si se lo contaran a alguien que padece amnesia. Es cierto que Eduardo tiene muchos defectos pero no ese, así que es a nosotros, los lectores, a quienes se nos habla. O bien es una síntesis, una pequeña exposición para mostrarle in nuce al escritor mismo, en este caso al Goethe que
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dicta, la historia de los personajes. Un vestigio de construcción que quedó como el armazón de una estatua tallada que no fue retirado, como es habitual, una vez terminada la obra. Esta síntesis de contenido de aquello que precedió a la historia, es decir, de lo que había antes del principio narrativo muestra algo de la jovial distancia autoral que el narrador mantiene con su material y sus personajes. El creador se retira como si se hubiese limitado a colocar a sus personajes para dejarlos andar en libertad. Estos personajes que actúan, yerran y aman no son enjuiciados. Y, sin embargo, hay algo similar a un plan divino. Con muchos motivos, alusiones y parábolas la novela conduce al final, al claudicar. Lo moral, la norma social, se contrapone a la pasión espontánea que altera y derriba el orden. Este es el mensaje. La creación del principio: Eduardo y Carlota en el jardín ordenado y cuidado, del que se ocupan no por razones económicas sino for pleasure. Ambos son expulsados de él por su pasión, digámoslo con franqueza, por el pecado. La pasión vivida conduce al estado salvaje. El orden es quebrantado y solo así se despliegan la trama y la sorprendente dramaticidad que convierte en culpables a todos los involucrados, pero a la vez les confiere la experiencia de sí mismos. Goethe lo denomina el conflicto entre lo legal y lo indómito. Se trata de un temprano examen de la estructura del instinto humano y la necesidad de renunciar al instinto para garantizar la convivencia moral. No se trata solo de consideración hacia el otro, hacia el prójimo, sino de un comportamiento ejemplar y vinculante en el sentido del imperativo kantiano: “Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. La problematización de este imperativo, que en la realidad puede conducir a una contradicción en caso de cumplirlo hasta la desgracia, constituye el significado de esta novela. La renuncia, la abnegación siempre implican una pérdida de vida satisfecha, una pérdida de dicha que, por cierto, no puede convertirse en ley universal. En la creación de la convivencia ordenada domina un conflicto irresoluble. La creación de lo moral, hoy diríamos de lo social, atraviesa la
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trama de la novela como un motivo determinante. Cómo se convive, qué se hace y cómo se trabaja, cómo se transforma la naturaleza en placer, pero también –y esto sería el principio de realidad– a través de los proyectos que el capitán concibe y hace ejecutar y que persiguen un fin económico. Someted a la tierra. Sería una convivencia armónica si la inclinación que cada uno siente por la pareja del otro no fuera tan marcada que Eduardo y Odilia hasta sufren jaquecas complementarias. Sucede lo que tiene que suceder, el pecado original, y es precisamente, en el sentido literal de la palabra, en la noche que Carlota y Eduardo pasan juntos, legitimada por el matrimonio. “Eduardo solo abrazó a Odilia, el capitán invadió con mayor o menor fuerza el alma de Carlota y así se entrelazaban con suficiente maravilla lo ausente y lo presente de un modo excitante y deleitante”. De este menage à quatre imaginario resulta un niño, Otto, que en esta novela tan rica en simbolismos recibe el nombre de los dos hombres, un palíndromo, Otto se llama el capitán, y Otto es también el segundo nombre de Eduardo. “…¡este niño fue engendrado de un doble adulterio!”. Al pecado original le sigue la expulsión del paraíso, la aparición de la muerte en esta creación. El narrador omnisciente, Goethe, hace que como castigo el niño se ahogue en un momento posterior de la trama, cosa que desde el punto de vista narratológico resulta bastante violenta. En sus conferencias de Fráncfort tituladas Situaciones, Uwe Johnson tomó esta escena decisiva en la que el niño se ahoga para analizar su forma narratológica. Johnson parodia con ironía los conocimientos náuticos de Goethe. En Las afinidades electivas leemos: Salta al bote, toma el remo y da un empujón. Tiene que hacer uso de la fuerza, repite el empujón, el bote se tambalea y se desliza un trecho por el lago. En su brazo izquierdo el niño, en la mano izquierda el libro, en la derecha el remo, Odilia también se tambalea y se cae en el bote. El remo se le escapa para un lado y al querer agarrarse, se le escapan el niño y el libro para el otro, todo al agua.
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Habrán notado ustedes qué es lo que le molestó a Uwe Johnson, oriundo de la Pomerania próxima al mar Báltico. En su opinión, en el bote hay solo un remo. Debería decir que agarra un remo o uno de los remos. Pues para remar en un bote hacen falta dos remos. Uwe Johnson explica de un modo muy gracioso la cuestión de dónde podría haber quedado el otro remo y cómo podría avanzar un bote con un solo remo, solo se movería en círculo. No obstante, el lector complaciente le otorga crédito al texto como el creyente a la Biblia, llega a la conclusión de que debería haber dos remos y no espera la redundante mención del segundo. Esta es una de esas pequeñas marcas que puede –tal vez incluso debe– tener un texto, la literatura, pues solo un texto escrito por una computadora sofisticada podría estar exento de errores en lo que respecta al sentido de la lógica del lenguaje, y por consiguiente sería estéril y aburrido. Se trata de esos pequeños defectos que también llaman la atención en películas buenas, por ejemplo, cortes equivocados o cuando en una escena se ve un micrófono colgado, defectos que sin embargo no le restan nada de calidad estética. Ese castigo propio del Antiguo Testamento, encubierto bajo la forma de un accidente, la muerte del niño, es tomado por Odilia como mal augurio. Ella se deja morir de hambre. En un féretro de cristal es venerada por los habitantes del pueblo como una verdadera santa. Se convierte en una santa civil. Esta novela contiene muchos elementos de la historia de la Creación y la Redención del Antiguo y el Nuevo Testamento. Goethe reescribió la historia bíblica como una historia de la moral social. La idea socio-moral se presenta como una revelación de significado verdaderamente religioso. Aún en vida de Odilia, un joven arquitecto pinta ángeles en la cúpula de la pequeña capilla. Uno de los ángeles que se parece a ella. En un resumen tan sucinto, esto produce un efecto bastante forzado, simbólicamente recargado, no obstante, pero en realidad todo se va disponiendo de manera lenta y refinada mediante la descripción de acontecimientos cotidianos. Poco a poco se van entrelazando unos con otros los motivos y
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las líneas argumentales que conducen este plan de creación a la última frase que promete la salvación: “Así descansan los amantes, uno junto al otro. La paz flota sobre su sepulcro, desde la bóveda los contemplan imágenes de ángeles serenos y afines. ¡Y qué momento afable será cuando algún día vuelvan a despertar juntos!”. No sabemos si existe un despertar como el que nos promete el Nuevo Testamento, no lo creo, pero lo que sí existe es ese despertar cada vez que leemos la novela y el asombro que cada vez vuelve a causarnos su riqueza. “Los curiosos acontecimientos que constituyen el objeto de esta crónica se produjeron en 194… en Orán”. Así comienza la novela La peste de Albert Camus. Un principio totalmente clásico que nombra su propio género literario, la crónica. Esto también es ficción, al remitirse a un suceso que no tuvo lugar: la historia de la peste en la ciudad argelina de Orán, que como consecuencia de la epidemia quedó aislada del mundo exterior durante varios meses. Este hecho se narra en la tradición de la crónica, es decir, de manera cronológica. Desde el punto de vista estético hay un quiebre sumamente refinado, debido a que la primera frase pretende referir un suceso real, pero vuelve a desplazarlo a la ficción mediante los tres puntos de omisión. “194…” –en francés es un punto, “194…” dice–, un momento que podría haber abarcado la realidad (la novela se publicó en 1947). Por otra parte, la fecha está próxima al pasado inmediato, la ocupación de la mayor parte de Francia en 1940 por parte de los alemanes y el estado de excepción que supuso. La peste no es una novela del futuro como 1984 de George Orwell, sino más bien una novela de la época. Se reconocen los años cuarenta del siglo XX, que describe Camus, la vida en la ciudad donde aparecen las primeras señales de la peste a las que se les presta poca atención: primero algunas ratas sueltas, después cada vez más, que andan sin temor a la luz del día y se mueren en las calles y las casas. Los síntomas de la enfermedad se describen como no inequívocos. Los primeros muertos no son reconocidos como víctimas de la peste, se tiene la esperanza –una represión colectiva– de que sean casos aislados, de
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que sea un virus atípico, se mandan pruebas a París, se abrigan esperanzas, se reprime, se postergan las medidas de aislamiento hasta que estalla la peste, hay centenares de muertos, hospitales desbordados, es preciso cavar fosas comunes, el ejército bloquea la ciudad, se declara el estado de excepción. Camus hace que sus cronistas cuenten cómo se comportan los habitantes frente a esa amenaza de contagio, frente a la enfermedad, la muerte y los burocráticos decretos de restricción, cómo en algunos surge el coraje y la determinación a la resistencia a partir de la intimidación, la temerosa adaptación, la desesperación y el miedo. Trabajan como enfermeros y auxiliares voluntarios aunque eso aumente considerablemente su riesgo de contagio. En el momento en que se publicó la novela ya se señalaba el paralelismo con la ocupación alemana de Francia (la peste nazi) y la resistencia, la résistance, a la cual pertenecía Camus. En la vida cotidiana normal, el hombre también está amenazado por la muerte y la enfermedad, pero en una medida esperable, determinada por la edad y el azar en cada individuo. Por el contrario, la peste es inconmensurable. Se dirige contra el género humano. La lucha contra la muerte, la degradación y la falta de libertad es para Camus el sentido integrador que no precisa buscar ningún sostén metafísico. El mundo es casual, no es una creación, también de eso trata la novela. La existencia es absurda. Si Dios existiera, no necesitaría sacerdotes, afirma uno de los personajes. Y, no obstante, hay una moral vinculante, según la cual vale la pena actuar e incluso morir: la defensa de la vida frente a la muerte, la lucha contra el tormento y la falta de libertad. En relación con esto podría recomendarles mi tesis doctoral y contarles que escribí dos, una orientada a Heidegger, que deseché en la época de la politización del 68, y la segunda que se centra precisamente en la significación social antes mencionada. En ella hubo un aspecto que quedó omitido y que quisiera agregar aquí. En la primera frase de La peste resuena una estética sumamente artística de la novela. “Los curiosos acontecimientos que constituyen el objeto de esta crónica se produjeron en
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194… en Orán”. Un juego con la ficcionalidad y la realidad, con una realidad posible, por lo tanto, de nuevo ficcionalidad, así también un juego con el narrar y, como veremos más adelante, un juego con el principio, con la primera frase que en parte decide qué y cómo será narrado. Los acontecimientos son narrados por un cronista que recién hacia el final de la novela se revela como el protagonista de la trama, el doctor Rieux. El cronista Rieux, es decir, el narrador en tercera persona, introduce a su vez un segundo cronista de cuyo diario se toman citas. Al mismo tiempo se reproducen los informes de diferentes personas involucradas en la acción. Un entramado de narraciones desde múltiples perspectivas, siempre certificadas por la mención de lo que a alguien le habrían contado, lo que alguien habría escuchado, por la confirmación de los testigos y sobre todo por el énfasis puesto en que no se sabe con certeza, por el hincapié en que se trataría de meras suposiciones. Camus alcanza esta densidad, esta sorprendente aproximación a través de una descripción exacta de muchos detalles y situaciones de la vida cotidiana, los cafés, los cines, las escenas callejeras, el tiempo, los olores, sobre todo los del mar al que después del cercamiento de la ciudad ya no puede accederse. Cito:1 La ciudad, durante tantos meses en los que no había caído ni una sola gota de agua para refrescarla, se había cubierto de una costra gris que se hacía escamatosa al contacto del aire. El aire levantaba olas de polvo y de papeles que azotaban las piernas de los paseantes, cada vez más raros. Se les veía por las calles, apresurados, encorvados hacia adelante, con un pañuelo o la mano tapándose la boca. Por la tarde, en lugar de las reuniones con que antes se intentaba prolongar lo más posible aquellos días, que para cada uno de ellos podía ser el último, se veían pequeños grupos de gente que volvían a su casa a toda prisa o se metían en los cafés, y a veces, a la hora del crepúsculo, que en esta época llegaba ya más pronto, las calles estaban desiertas y solo el viento lanzaba por 1 En el original se hace referencia a “la bella traducción de Uli Aumüller”. N. del T.
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ellas su lamento continuo. Del mar, revuelto y siempre invisible, subía olor de algas y de sal. La ciudad desierta, flanqueada por el polvo, saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, gemía como una isla desdichada.
Los personajes también son diferenciados, descriptos en sus peculiaridades de un modo breve y preciso, lo cual evita cualquier tipificación a pesar de que cada uno representa una determinada cosmovisión. En especial el protagonista, el doctor Rieux, encarna la forma de vida de la rebelión. Un hombre que no cree en Dios, que está convencido de la finitud de la existencia, de una existencia sin trascendencia. Un hombre que no obstante cumple con su deber de médico sin cuestionarlo y además organiza la lucha contra la peste. Esto se describe sin patetismo, como un heroísmo objetivo, sobrio, cuya postura moral está determinada por los ideales de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Una Creación que deja que los hombres sufran no es una buena Creación, y hay que rebelarse contra ella, sobre todo contra el padecimiento innecesario que los hombres infligen a los hombres. Puede leerse La peste como una novela de tesis, mas las tesis ingresan muy despacio en la trama. Surgen de situaciones ordinarias, parecen no imponerse ni a las personas ni a la trama. A eso contribuye la reflexión sobre la escritura, sobre la construcción, es decir, sobre la creación del texto, que en el juego estético confiere levedad a esta importante materia. Esto no se logra solo mediante un quiebre ficcional a través de los dos cronistas, sino por medio de los diferentes personajes secundarios, peculiares y con frecuencia estrafalarios, que a su vez son descriptos por los cronistas. Camus introduce en la trama a Grand, empleado subalterno de la administración pública que intenta escribir una novela, pero no consigue pasar de la primera frase. La reescribe una y otra vez. Un trabajo como el de Sísifo: hacer rodar cuesta arriba una piedra que vuelve a caer una vez alcanzada la cima.
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La frase en la que trabaja Grand es la siguiente: “En una hermosa mañana de mayo cabalgaba una elegante amazonas en una maravillosa yegua alazana por los caminos floridos de Bois de Boulogne”. Camus alude aquí a la parodia que Paul Valéry hace del principio de una novela: “La marquesa salió a las cinco a cabalgar”. Sería muy fácil describir a Grand de un modo satírico, ridiculizarlo. Sin embargo, Camus lo toma tan en serio como a todos los demás personajes. Nunca se empequeñecen, al contrario, se engrandecen en la descripción de sus motivos. Camus confiere dignidad a este empleado Grand mediante su desesperado y serio esfuerzo por escribir la frase perfecta que constituirá el principio de la novela pura y bella. Grand dice: Esto no es más que una aproximación. Cuando haya llegado a reproducir acabadamente la imagen que tengo en mente, cuando mi frase tenga el exacto tempo de este cabalgar al trote, un-dos-tres, un-dos- tres, entonces el resto será más fácil y sobre todo la ilusión será desde el principio tan fuerte que podrá decirse: “¡Hay que sacarse el sombrero!”.
Pero para llegar a eso tenía aún mucho que hacer. De ninguna manera estaría dispuesto a entregar esta frase, tal como estaba, a la imprenta. Pues a pesar de la satisfacción que a veces le causaba, se daba cuenta de que no coincidía enteramente con la realidad y de que, en cierto modo, mostraba una llaneza de tono que tenía un parentesco, si bien lejano, con un cliché. Habrán notado ustedes que Camus deslizó en la trama una pequeña poetología. Por supuesto, la literatura no puede coincidir con la realidad, constituye una realidad propia, una realidad lingüística que solo en cierta medida hace referencia a la realidad. Camus también rechaza la representación de la forma pura, perfecta, de l’art pour l’art. Si bien ha de crearse una ilusión, debe hacerse de modo tal que la primera frase, el principio, tenga una intención que se traslade también al
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lector. La primera frase de la novela de Grand es lo opuesto de la primera frase de la novela La peste, que crea y refleja una ilusión, a la vez que despierta la expectativa de los acontecimientos del año 194… Lo imperfecto de la frase de Grand radica en que, como frase, debe ser bella, perfecta. Sin embargo ya vimos que la Creación es imperfecta y, por eso mismo, narrable. Tiene la marca de lo que había antes del principio. A esa primera frase, a ese principio de la novela de Grand le falta la energía precedente, algo que apremia al principio, algo que, para decirlo en términos de la física, debe volverse masa. La primera frase está vacía. Permítaseme agregar aquí que con las novelas contemporáneas suele ocurrirme que no me puedo imaginar a partir de qué estallido originario surgieron, qué furia, qué indignación, qué desesperación, qué dolor, fueron el detonante del principio, de la primera frase. Así que –quizás a ustedes les suceda lo mismo– todo queda en una mera lectura del principio. Para terminar, a modo de fin del principio, permítanme agregar que un buen principio no es garantía de una buena novela y que un principio engorroso o incluso arruinado no conduce de forma automática a una novela mala. Esto también es válido para la Creación. Un dios impasible, tal como cabe imaginárselo antes del principio, antes de la Creación, resulta bastante aburrido. No obstante, una Creación que conlleva dolor, fracaso, muerte y tortura es indignante, aun cuando la concibamos como no creación, como casualidad, como resultado de aquel momento en que hace unos 13.700 millones de años se produjo una asimetría entre materia y antimateria. Eso no cambia la indignación por la injusticia, el sufrimiento y la muerte, sobre todo cuando podrían evitarse, ni tampoco el dolor que producen. La experiencia de la falta es la razón más profunda para todos los principios de la música y de la literatura, en las que se intenta crear una contrarrealidad, algo que, aun en su trágico fracaso, conlleva una promesa de felicidad. “Al principio era la Palabra”, dice el Evangelio de Juan. Fausto intenta traducir esta frase de otra manera: “Al principio era la
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acción”. Pero, ¿qué había antes del principio? ¿Qué desencadenó la acción? ¿Había una idea? ¿Qué tipo de magma era esa masa candente de energía del principio antes de convertirse en materia, en palabra, en novela, en narración, en texto, en libro? Ya no podemos preguntárselo a los autores de los que nos ocupamos aquí, pero esa es la ventaja de estas conferencias, que ustedes sí pueden consultar al autor que suele estar en su escritorio, al motor inmóvil. Siempre y cuando él esté en condiciones de responder. Es lo que intentaré hacer en la próxima conferencia.
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Uwe Timm
Del principio y el fin Sobre la legibilidad del mundo En los cinco ensayos que componen Del principio y el fin Uwe Timm escribe sobre la creación literaria y la experiencia de la escritura. A partir de preguntas tales como la relación entre la palabra y la letra reflexiona acerca del fenómeno de la escritura y de la lectura. Timm presenta su concepción de la novela según la cual “un buen texto tiene siempre un plus, un excedente de significado que va más allá del que el autor creyó darle, plus que el texto literario puede revelar mediante nuevas preguntas y en tiempos nuevos”. Este libro no ofrece un desarrollo meramente autoreferencial de cuestiones estéticas relacionadas a la obra y la producción literaria, sino que trata temas y cuestiones tales como la memoria y la historia a partir y a través de la novela. En palabras del autor: “La novela tiene la libertad de jugar con todas las posibilidades. No puede ni quiere reconstruir la realidad pasada, sino que le interesa escribir una contrahistoria. Es la forma literaria vital y actual para reflexionar sobre nosotros mismos y sobre la relación entre lenguaje y realidad”.
UNSAM E D I T A