El inevitable narrar de Uwe Timm

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Ensayos sobre una estĂŠtica de lo cotidiano TraducciĂłn de Laura S. Carugati


El autor, la escritura, la máquina o La manzana en el cajón

Quisiera comenzar con una pregunta que suele hacerse de manera tan general como incisiva, incluso agresiva, al terminar la presentación de algún libro o en discusiones, una pregunta que fastidia a muchos de mis colegas, y a mí también: ¿Por qué se dedica usted a escribir? Sin embargo, al considerar más de cerca esta pregunta –que hasta ahora siempre me negué a responder– no resulta tan injustificada, posiblemente sea incluso la pregunta que da lugar a una conferencia sobre poética, pues la otra pregunta, la referida al cómo de la escritura, probablemente pueda ser mejor respondida por los que se dedican a los estudios literarios. Quien asiste a una conferencia sobre poética supongo que quiere escuchar al que practica la literatura, quiere escuchar algo acerca de cómo surge la literatura, algo sobre lo escrito, quiere echar un vistazo a ese mecanismo infernal, es decir, quiere enterarse de las obsesiones, perversiones, neurosis y motivos que llevan o motivaron al escritor a escribir. La escritura, en oposición al hablar, no es algo evidente. Y para la gran mayoría de las personas, de las cuales muchas no saben leer ni escribir, tampoco es necesaria.

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La respuesta más habitual de los escritores es que tienen que escribir porque no pueden evitarlo. El tener-que-escribir es la justificación del escritor como poeta. Es aquello que se denomina con la antigua palabra vocación (be-rufen). Quien no está compelido a escribir, ya sea por motivación interior o por destinación divina, puede escribir cuando, qué y como quiere y aquel que escribe por antojo, puede escribir también lo que quieren otros, es decir, por encargo. Ahora bien: ¿por qué escribo yo? La respuesta podría ser: por heridas sufridas o por el intento de procurarme claridad acerca de mí mismo y del mundo. Sin embargo, estas no son razones suficientes para escribir, pues habría otras posibilidades, incluso más evidentes, por ejemplo, conversar con amigos. Entonces, ¿por qué escribir? A veces tengo la sospecha de que precisamente aquellos que aseguran una y otra vez por escrito que no pueden dejar de escribir, de hecho no necesitarían hacerlo sino que se obligan a ello como lo hace la mayoría de las personas. Para ellos escribir resulta un espanto. La escritura no es una necesidad, sino al igual que la lectura –tal como lo mencionaré más adelante– es algo redundante. Una bella redundancia. Justamente esta instancia –en la cual escribir no es evidente por sí– agudiza la pregunta de por qué alguien intenta expresarse precisamente escribiendo, pues en general el que escribe quiere también ser leído. ¿Por qué yo también creo que tengo que escribir, por qué creo de hecho que no tengo otra opción? Aunque aclaro enseguida que esta actividad no me resulta una tortura. Por lo general, no tengo que obligarme a sentarme a trabajar, para mí es una actividad placentera. Preguntar “¿por qué habla usted?” sería una pregunta completamente absurda –salvo que se le hiciera a alguien que hablara incoherencias– sería una pregunta que probablemente nos dejaría sin palabras. Uno no sabría qué responder. A tal punto hablar y pensar se corresponden, a tal punto ya nos

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encontramos siempre en el lenguaje que no podríamos ni siquiera pensar una respuesta con sentido a este por qué. Podríamos responder por qué en cierta situación decimos algo, es decir, nos comunicamos, pero, a la pregunta de por qué hablamos, de por qué existe el lenguaje, ¿qué habríamos de responder a eso hablando? En todo caso, no podemos hacerlo de otra manera. No solo podemos hablar, sino que tenemos que hablar, incluso el callar es un hablar, precisamente un hablar mudo. El habla, la lengua materna, solemos aprenderla de chicos jugando, en ocasiones, también bajo presión. Distinto es el caso de la escritura, se produce bajo coacción. Aprender a escribir es un disciplinamiento que requiere horas de acuartelamiento. Y quien intenta desertar puede ser detenido y devuelto por la policía, por lo menos aquí en Alemania. Escolaridad obligatoria significa eso. Aprender a escribir no es solo adquirir la capacidad de imitar signos de escritura, sino que es también una orientación, la educación hacia el pensar lógico. Vilém Flusser se refiere en su ensayo Die Schrift (La escritura) (Gotinga, 1987) a cómo el alfabeto ordenó de un modo lineal el pensamiento que en culturas anteriores a la escritura se movía en círculo, figurativamente, es decir, míticamente. Se remite a cómo a través de las letras lo figurativo fue convertido en signos y cómo la escritura con el alfabeto es un gesto, que se torna hacia el interior, que le permite al escritor escucharse, que crea representaciones y causalidades y que luego se dirige de nuevo hacia afuera, y en efecto de un modo explícito, es decir, apuntando a un lector. Así, la escritura en sentido originario también tiene carácter político. El aprendizaje del alfabeto, de la escritura, no deja de estar vinculado en cada caso a la opresión del pensar figurativo fluctuante, no solo en la historia de la humanidad, sino también en la historia personal, no deja de estar vinculado a la alineación de los pensamientos hacia la coherencia lógica, a la coerción

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hacia el pensamiento abstracto. Esto no está vinculado solo con los contenidos, sino que radica en la forma de la escritura. Con la línea el alfabeto le da al pensamiento circular una dirección, lo fija en los signos. La disposición ortográfica dispuesta como un corsé de la lengua hablada es la que refina la escritura, le da una estructura, pero también la restringe. En la escritura hay una coerción permanente que se vuelve soportable solo porque la ejercitamos a tal punto que poco o nada la notamos. Sin embargo, para algunos la alfabetización es un proceso que dura toda la vida, debido a que a cada paso tienen que pensar cómo se escribe correctamente y a cada paso se sorprenden no solo ante palabras nuevas o desconocidas, sino también archiconocidas. Yo pertenezco a estos alfabetizados inseguros. Un compañero de la escuela primaria que escribía los mejores dictados, en tanto no cometía errores de ortografía, es hoy el jefe de un basurero en Hamburgo y suele afirmar –lo que puedo comprender inmediatamente– que es una ocupación maravillosa tener la visión de conjunto de ese caos, de las cosas que se arrojan ahí, usadas o a medio usar, removidas por motoniveladoras, sobrevoladas por bandadas de gaviotas. Quizás esta ocupación sea su respuesta a la coerción de la ortografía que entonces aceptaba sin cuestionar. Hoy ya no escribe ni lee. Digo esto sin ningún triunfalismo. Lo único que tiene que poner son tildes y por supuesto sus iniciales cuando un camión volcador descarga la basura. Supongo que mucha gente responde a la alfabetización temprana con una resistencia tardía a escribir y también a leer. Otros, por su parte, reaccionan con una sobreadaptación, estudian germanística, escriben poemas letristas o comparan lenguas. Este disciplinamiento a través de la escritura que recuerdo como un yugo me llevó probablemente –en principio para tener algo de aire– a narrar, es decir, a que respondiera los ejercicios de escritura con una forma ajustada a la oralidad.

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Revertí esa presión mediante el narrar, donde concentrado en la situación, en la imagen, variaba las palabras en la forma escrita, reconstruía el modo de escribir según el sonido y el ritmo. Obviamente esto no fue bien visto por mi maestro Blumenthal. Su respuesta eran aplazos. Yo había tenido que aprender a escribir acomodando letras. En 1946 no abundaban los cuadernos, ni los lápices. Los alumnos novatos de primer grado1 (incluso este nombre delata algo del orden militar) recibían cartillas con las letras que había que colocar unas junto a otras para formar palabras. En el manual de primer grado esas letras estaban siempre ilustradas con una cosa. L de lecho, c de cisne.2 Cada vez que yo combinaba las letras interfería una imagen, por ejemplo en el caso del cisne, congelado sobre el canal de Isebek y que intentaba una y otra vez despegar vuelo, sin lograrlo. Blumenthal no podía explicarme por qué Schwan [cisne] se escribía con una sola ‘a’ y no con dos a pesar de que el cisne tenga dos alas, por qué Vogel [pájaro] se escribía con ‘v’ y no con ‘f’.3 Esta época no fue en absoluto tan graciosa como podría sonar ahora. Tener que ir a la escuela fue para mí –por lo menos los cuatro primeros años de la primaria– un espanto ligado a trastornos en el sueño y pesadillas. Recuerdo muchas excursiones de fin de semana con mis padres por el Brezal de Luneburgo o al Elba que quedaban ensombrecidas –a pesar de estar soleado– porque el lunes tenía que escribir un dictado o recibir la nota de uno ya escrito. Incluso hoy tengo que consultar el diccionario DUDEN con mayor frecuencia –así creo– que la mayoría de 1 En alemán Abc-Schützen, expresión que remite a la jerga militar en la que Schütze es el soldado de menor rango en las Armadas SS durante la Segunda Guerra Mundial [N. de la T.]. 2 En alemán “B wie Bett, Sch wie Schwan”[N. de la T.]. 3 La palabra Vogel se pronuncia en alemán *fogel, como la mayoría de las palabras que empiezan con “v” [N. de la T.].

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mis colegas. Y todavía hoy me sorprende, no, mejor dicho, me fastidia la disposición ortográfica, me invade cierta exasperación cuando consulto el diccionario. En las lecciones de poética de Peter Bichsel en Fráncfort Der Leser. Das Erzählen (El lector. El narrar) (Darmstadt, 1982) hablé sobre estos conflictos con la ortografía. Resulta bastante tranquilizador saber que uno no se encuentra solo con sus debilidades. Quizás los narradores –debido a que están más cerca del habla oral– tengan mayores dificultades con la ortografía que los escritores que se dedican al análisis del lenguaje. Habría que averiguarlo. El intento de trasladar situaciones e imágenes a la letra es, por lo pronto, una contradicción, pues las letras, los signos no reproducen imágenes, sino sonidos. Por el contrario, escribir, al mismo tiempo recuperar algo de ese mundo de imágenes rico y fluctuante de la infancia es para mí probablemente un impulsor más para escribir. La imagen y el signo son, como dije, extraños uno para el otro y, sin embargo, tienen que reunirse de todos modos en una representación. Esta relación con el escribir que como dije tiene algo placentero, también tiene momentos tortuosos cada vez que el lenguaje se resiste al intento de describir imágenes y situaciones representadas. Flusser habla de la violación del lenguaje en la escritura. No lo siento de un modo tan brutal y dramático, pero sí es para mí una aproximación ardua, un escribir varias veces, un reescribir, un volver a escribir, un diálogo, si se quiere entre mí, el escritor, y mí, el narrador, o incluso, debido a que la palabra ya se pronunció con entusiasmo, entre el autor y el lenguaje. Es una satisfacción, cuando el lenguaje se abre, cuando situaciones e imágenes nuevas se disponen asociativamente a través de las palabras y solo tengo que seguir la escritura de aquello en lo que se disuelve, literalmente, la ortografía, la cual tengo que volver a “enderezar” en las versiones subsiguientes.

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El punto de partida del narrar es para mí, como dije, generalmente una situación, una imagen. Por ejemplo, el hacha de piedra en el museo Altona. Habíamos visitado el museo con la clase –yo tenía doce años–, después teníamos que describir las salas que habíamos visitado, es decir, el camino que habíamos tomado, desde la platería de los gremios hasta los cuartos de los trajes típicos. Pero a mí me interesaba solo el hacha de piedra. Tenía dos perforaciones en el mango, una de lado a lado y la otra sin terminar. Se me representaba ante los ojos la imagen de cómo alguien sentado ahí, encorvado sobre la piedra ya pulida trabajaba con un berbiquí de madera día tras día en esa perforación hasta que se produjo esa interrupción: la corrección. ¿Cómo se llegó a eso? Intenté dar respuesta con una historia. La nota de esa redacción, de esa historia de ocho páginas, fue un aplazo. El tema era errado y además había cuarenta errores ortográficos. El maestro, el señor Blumenthal, leyó la composición en voz alta para toda la clase como intimidación y para burlarse de mí. Y en efecto todos se rieron de mí. Solo un compañero, Georg Hüller, se paró e intentó explicarle al maestro qué podría haber querido decir yo con la historia. Sin embargo, el maestro solo respondió: “¡Pura charlatanería. Siéntese!”. Y los demás volvieron a reírse con la complicidad del maestro. Quizá ahí surgió el deseo de ser escritor. Esto es todo lo que puedo decir sobre mis discrepancias con el alfabeto, de mi irritación al escribir. ¿Y de todas las demás obsesiones, miedos, instintos oscuros? Sobre eso solo puedo escribir narrando, no hablar. Aquello que en este momento me interesa de los trabajos literarios, de los propios y de los de otros autores –y así llego al tema de esta conferencia– es en qué medida absorben lo cotidiano, no solo en lo referente al contenido, sino también a la forma.

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¿Qué es la cotidianidad? “La cotidianidad consiste en las relaciones de vida y las formas de acción de hombres individuales, de grupos grandes y pequeños y de sociedades, insertados en determinadas tradiciones religiosas, culturales y sociales y en desenvolvimientos históricos en tanto se muestran como un acontecimiento único, en tanto actividad rutinaria siempre recurrente y que no es tomada muy en cuenta, en tanto lo vivido y lo padecido, donde con frecuencia se forjan determinados modelos de comportamiento y mentalidades”. Mi atención se dirige a “un acontecimiento único” y a la “actividad rutinaria siempre recurrente” como también “poco atendida”. Me parece bien esta definición de la cotidianidad, tiene la ventaja de que cualquiera puede encontrarla en el tomo I del diccionario Brockhaus, en la edición de 1986. Aleida Assmann, investigadora en estudios culturales, publicó con Dietrich Harth, dedicado a las Ciencias Literarias, un libro con el título Kultur als Lebenswelt und Dokument (Cultura como mundo de la vida y documento) (Fráncfort, 1991) en el que precisamente se desentraña este par cultural de opuestos: el mundo de la vida que está determinado por un horizonte temporal cercano, por el carácter dialogal, por la lengua cotidiana, por huellas, y el monumento que ligado a los observadores transmite mensajes, como es el caso de la obra sacra y de la obra de arte que si bien están orientadas a un horizonte lejano se dirigen a la posteridad, se caracterizan por el carácter monológico y por una lengua completamente conformada. Para decirlo en esas categorías: me interesa el trato de las cosas cotidianas del mundo de la vida con el monumento. La narración oral en lo cotidiano contiene una multiplicidad de formas estéticas que siempre van más allá del mero instante y que siempre son incorporadas y transmitidas también en el lenguaje. Esta narración oral estructurada linda

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con la narración literaria. La escritura constituye un puente entre el horizonte temporal cercano y el horizonte lejano. Transmite a partir del suceder cotidiano tanto los acontecimientos únicos como los recurrentes que con frecuencia son insignificantes, mugrientos, mezquinos, llenos de momentos extraños, curiosos, grotescos y trágicos, pero de una fuerza conmovedora. Una diferencia esencial del narrar literario con respecto al hablar cotidiano, al narrar cotidiano, radica en el hecho de que su interés se concentra justamente en los modelos de comportamiento poco atendidos, quiero decir, socialmente inconscientes. Al mismo tiempo estos modelos de percepción son ampliados una y otra vez a través de la literatura. Esta provee nuevos modelos de percepción para una manera diferente de ver, escuchar, oler, sentir e incluso pensar. Tales ampliaciones de la percepción se dan también en la cotidianidad a través del hallazgo de palabras nuevas, a través de la descripción de experiencias, a través de grafitis, chistes, anécdotas y leyendas. Esto es el susurro de las generaciones, susurro que no queda fijado por escrito, pero que también tiene una importancia para el cambio de mentalidad, del mismo modo que las obras de la literatura. Entre ambos surge un intercambio osmótico. El historiador inglés Peter Burke escribe: “Los recuerdos son dóciles y tenemos que tratar de comprender cómo y por quién son conformados”. El narrar literario, por más espontáneo que sea, se diferencia fundamentalmente del narrar cotidiano por el hecho de que siempre se presenta estructurado, ordenado y ajustado a significados, siguiendo una lógica inherente a la obra correspondiente, tiene un principio y encuentra su final. Ambos remiten estructuralmente uno al otro. El narrar literario justamente no es casual, sino que a través de su estructura crea un nuevo significado que no se encuentra de ese modo

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en la dispersión de la cotidianidad. Esto también rige para los métodos de escritura que tematizan la dispersión. El escritor ordena lingüísticamente el caos de los detalles y así le da a la arbitrariedad del percibir su orden subjetivo. Así la percepción lingüística es tematizada y a su vez se convierte en objeto de la estética. La estética, fundada como disciplina filosófica por Alexander Gottlieb Baumgarten en su obra Aesthetica publicada entre 1750 y 1758, consistía por lo pronto en la doctrina de la percepción sensible. Recién más tarde la estética se restringió a la doctrina de lo bello y luego también fue vinculada a exigencias morales. Volviendo a la escritura: en cada artesanía, indudablemente también en la producción industrial, la herramienta y las máquinas son esenciales para el tipo y el modo de la producción y también de los productos terminados. También quien habla de cine, de pintura, arquitectura o música, habla del material y de la técnica y de las condiciones externas de producción. En la literatura las cuestiones relativas a la técnica de escritura parecen ser completamente insignificantes. Exceptuando a Flusser no escuché a nadie dedicado a los estudios literarios que hablara de lámparas o sillas de escritorio, tampoco del papel, si es reciclado o clorado, tampoco de las lapiceras, máquinas de escribir o de la laptop. ¿Qué tienen que ver pues estas cosas cotidianas con la poesía? Cuando veo la foto de un escritor, doy un vistazo al primer plano, es decir, al aspecto y la postura del colega fotografiado. Miro si está sentado en una posición tensa o está distendido, si la fotógrafa o el fotógrafo le permitió poner la mano en el mentón, si se sonríe o aprieta los labios, si tiene la mirada profunda de poeta o muestra una seriedad llena de preocupación. Después analizo su vestimenta, su corte de pelo, sus anteojos, si es que usa. Sin embargo, mucho más que su rostro y su vestimenta es el trasfondo el que me revela algo sobre

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el escritor colega. Ese trasfondo despierta en mí una especial curiosidad, una observación más detallada. Me decepciono cada vez que veo a mis colegas caminar por los parques, o pararse junto a las verjas del jardín o incluso sentados en los bancos de plaza. Si fuese fotógrafo les sacaría fotos a los escritores solo en sus escritorios. Ese es el entorno que tienen ante los ojos entre ocho y diez horas diarias –si son aplicados–. Además me interesan las manos de los que escriben, porque ellos también las tienen siempre ante sus ojos. Y no es casual que una gran fotógrafa como Gisèle Freund haya fotografiado las manos de James Joyce. También me interesan los sillones en los que se sientan los escritores y los escritorios o, lo que se volvió menos frecuente, los escritorios de pie. Pienso que hay una homología intrincada, muy compleja entre el escritorio, el sillón, la lámpara y aquello que se escribe y cómo se escribe. La escritura de novelas es un proceso fuertemente individual, resulta casi inimaginable que pueda ser socializada y precisamente por eso tiene que haber –según mi osada presunción– una correspondencia entre la disposición de las cosas (que también puede ser un desorden) y la obra. En efecto, también se intenta ordenar el caos en el escritorio, y por cierto, en dos sentidos, en el trabajo de escritura y con ayuda de los recursos técnicos. Desde ahí observo el trasfondo de las fotografías. Ahí anida la vida. Cosas que se fueron acumulando o que fueron puestas ahí intencionalmente. Un lápiz afilado, un libro abierto, un papel con anotaciones, un lápiz de cola adhesiva, el diario, una taza de café, flores en un florero, todas estas cosas cargan en sí algo de esa casualidad aparentemente insignificante, es decir, algo de lo cotidiano. Son signos de la transitoriedad. Quizás en otra foto aparecen en otro lugar o no están, tienen su significación solo en relación con la persona que se ve, con la persona que

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usa esas cosas, desapareciendo con ella o integrando otro contexto de significación, aunque sea solo museológico. Creo que eso es lo que hace a la melancolía de estas fotos. Se me representan los escritorios de dos colegas: el de Botho Strauß y el de Franz Fühmann. El primero, Botho Strauß, está en un espacio blanco vacío parado delante de un escritorio que parece vaciado por un barrido. Así el espacio se presenta claramente como espacio y muestra su reverencia frente a ese solitario, al escritorio, y naturalmente también frente al autor. Fühmann está sentado en una habitación abarrotada, podría tratarse incluso de un garaje reacondicionado. Frente a una mesa, con el aspecto de un depósito de papel usado, los manuscritos parecieran surgir de la pared. Evitemos un malentendido de entrada: no creo que del aspecto del escritorio pueda derivarse la calidad de la literatura escrita ahí. Sin embargo, ¿no hay una relación entre ambas cosas, entre El sistema de las cosas, para citar el título de un libro de Baudrillard, y la estructura de la obra literaria? Es decir, ¿entre los escarabajos espetados en el escritorio de Ernst Jünger y su estilo? Cuando vi el escritorio de Fühmann pensé que en realidad era un diorama del maravilloso ensayo sobre Trakl, del seguimiento laberíntico de la poesía y la biografía de Trakl que al mismo tiempo es también el seguimiento de la propia biografía de Fühmann, Der Sturz des Engels (La caída del ángel). Y pienso que Botho Strauß necesita ese espacio blanco vacío para escribir textos de esa lucidez lingüística. Cuando al preparar esta conferencia reflexionaba sobre estas correspondencias, me llamó la atención lo que había sobre mi escritorio que, en realidad, suele estar ordenado, por lo menos al comenzar un trabajo nuevo, y también cuando empiezo un apartado nuevo o un capítulo nuevo. Luego, a lo largo del trabajo se acumulan papeles, notas y libros. Como

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ahora: El sistema de las cosas de Jean Baudrillard, el Tomo I, De A hasta Biermolke del diccionario de los hermanos Grimm, Der Leser. Das Erzählen (El lector. El narrar) de Peter Bichsel, Selbstbewusstsein und Ironie (Autoconciencia e ironía) de Martin Walser, Holzwege (Caminos del bosque) de Martin Heidegger, los escritos tempranos de Karl Marx, Ästhetisches Denken (Pensamiento estético) de Wolfgang Welsch, la antología Aisthesis de la editorial Reclam, sin mencionar los libros que están en el piso. Una foto de este momento también expresaría, por lo tanto, algo sobre la lectura que me ocupó o incluso influyó en cada uno de los momentos. Una vez que termine este trabajo, esta primera conferencia, juntaré y guardaré todo esto que ahora tengo desparramado. Solo quedará aquello que tengo siempre sobre la mesa –en realidad, una plancha de madera clara pulida sobre dos bloques de madera– y lo que sin duda adoro: una rama de laurel que un amigo me trajo de Italia, algunas de cuyas hojas ya fueron a parar al gulasch, un pequeño útero hecho de arcilla de alrededor de dos mil años, una ofrenda votiva etrusca que produce fecundidad y que surge de las fuentes sagradas de Veyes. Además hay sobre la mesa dos scrimshaws. Se trata de colmillos de cachalotes en los que en el siglo pasado cuando la caza de ballenas todavía era una actividad que ponía en riesgo la vida –basta con releerlo en Moby Dick–, los marineros tallaban dibujos con agujas de velero. El dibujo tallado era luego frotado con una mezcla de aceite y hollín. Uno de los colmillos muestra una mujer y la rúbrica “Rebeca”, el otro la escena de una caza de ballenas: un bote, los cazadores de ballenas levantan los remos y el arponero sostiene el arpón en la mano dispuesto a lanzarlo. En el primer plano se ve un cachalote soplando, en el horizonte las colinas de una isla, dibujadas con trazos finos y por encima las nubes. Me interesa la transposición ingenua en imágenes de los deseos, la nostalgia por la señora Rebeca, o la esperanza de

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conseguir una presa o de tener éxito. Así, pequeñas historias relucen en el marfil, historias que siempre me hacen acordar a esa atmósfera tan difícil de describir, atmósfera que de chico siempre me arrastraba a bajar al puerto en Hamburgo. Estas historias adheridas a las cosas me afectan. Como la lapicera de pluma que estaba en el escritorio del profesor evaluador, en la resplandeciente tapa había una ralladura profunda la que casi me impedía concentrarme en las preguntas del examen. ¿Cómo se había producido esa ralladura? Hasta hoy lamento no haberle preguntado cómo se había producido esa ralladura. Tenía una historia, quizás una completamente banal, quizás una historia curiosa, es decir, característica. La cosas marcadas –así quisiera denominarlas– esto es, aquellas que estuvieron en contacto con el hombre o que fueron producidas por él, tienen su historia, que más elocuente es, cuanto más “dañadas” fueron esas cosas por el uso, sea intencionalmente o no. Así se abren a la percepción de una manera no doctrinaria y dan lugar tanto a que la curiosidad pueda preguntar, como también a que la imaginación pueda responder. A pesar de que hoy se esté imponiendo la tendencia de negarle a las cosas su historia ya en el momento de su producción y así también su futuro. Relucen solo por poco tiempo. El diseño inmaculadamente llano, el material pulido, frecuentemente sintético, hacen que el objeto usado o dañado tenga un aspecto tan gastado y arruinado que uno prefiere directamente tirarlo a la basura. Permítanme saltar aquí a Schiller: se cuenta que en la habitación tenía una manzana que se iba pudriendo. Creo que cada uno de nosotros podría tener en el escritorio una manzana en proceso de putrefacción, sin que por eso se acreciente un ápice más el estímulo para escribir. A Schiller, por el contrario, la manzana lo estimulaba. Por cierto, no pude descubrir de dónde proviene esta historia y si es realmente

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cierta. Sin embargo, aunque fuese inventada, está bien inventada. La historia cuenta que el olor de la manzana llegaba hasta el inconsciente de Schiller, tocaba algún deseo profundo y como elemento olfativo estimulante producía un efecto sobre la imaginación. Hay otros ejemplos similares. Escritores que usan la música como speed, como Thomas Mann que antes de sentarse a escribir tocaba el piano. Otros le sacan punta al lápiz y tiran siempre por la misma ventana la viruta que queda en el sacapuntas y cierran las cortinas para que a plena luz del día se haga de noche, otros se hacen masajes en la nuca, se frotan el cuero cabelludo con alcohol, se hacen baños de asiento, se reacomodan las articulaciones de los dedos, también se da el recurrir al trago (para anestesiar la propia inseguridad) o al café y el té (para acelerar la circulación) o también simplemente fumar, todos pequeños rituales, generalmente malsanos que inician el proceso de la imaginación. Todos los cigarros, cigarritos o cigarrillos fumados para estar sentado en esa nube de humo, recuerdos de épocas de placeres orales. Quizá el fumar no sea tan casual entre los escritores, no por nada la expresión alemana cuando alguien imagina una historia, cuando inventa algo es “lo aspira de los dedos”.4 Pero volviendo a mi escritorio. No tengo cenicero, pero sí hay un palillo de plata que puede utilizarse como escarbadientes. Este escarbadientes que parece una pequeña varita mágica solía usarla antiguamente para limpiar las marcas de las letras de la máquina de escribir. Mi esposa me había regalado el palillo de plata como una pequeña curiosidad. Luego se convirtió en el disparador de una novela, El hombre del velocípedo y así adquirió una historia, una historia ficticia que sin embargo 4 “sich etwas aus den Fingern saugen” expresión alemana equivalente a la española “sacar algo de la manga” [N. de la T.].

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es inherente y le da un significado completamente diferente al anterior cuando para mí era solo un instrumento para limpiar las marcas de la máquina de escribir. Ya dejó de tener esa función, pues hace varios años escribo con una computadora, desde comienzo de los años noventa, con una laptop. Visto retrospectivamente: hubiese sido más fácil y además un ahorro de tiempo si hubiese podido escribir una novela como Morenga con la computadora. Esto se relaciona con las numerosas citas, con la estructura del montaje que es similar a la de la novela Kopfjäger (Cazador de cabezas). Es una ayuda mover párrafos, fragmentos del texto y citas a otros lugares de la novela para así poder corroborar, leyéndolos paralelamente, la coherencia con respecto al contexto. Esto no solo es más fácil hacerlo con este aparato, sino que también me resulta más placentero. Para mí es un procedimiento de satisfacción destruir algo, desarmar párrafos u oraciones, hacer desaparecer en la nada frases que no me gustan apretando simplemente la tecla DEL. Ya no están, en cambio al estar tachadas, por lo cual justamente resultan irritantes, son signos de lo que no pudo lograrse, pintado con el corrector o tapado con una fina tira correctora tal como lo vi en el caso del colega Dieter Wellershoff, lo cual me hace acordar por su parte a mi trabajo como peletero, en el cual de un modo muy similar se remiendan en la piel partes que molestan. Cuando prendo la máquina es como si se anunciara algo enfrente de uno con lo que puede mantenerse una correspondencia, incluso intelectualmente, una prueba de la teoría del simulacro. La letra resplandece, un proceso similar –creo– a aquel que tiene lugar en la cabeza, pues pensar también tiene que ver con impulsos eléctricos. Se vuelve visible la veloz fluctuación de las partículas lingüísticas, lo que no deja de asombrarme una y otra vez, aunque los ojos me duelan. El texto impreso queda –y aquí es acertado el término inglés– clean. Esto tiene la ventaja de que cuando se trata de mi propio texto las

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incongruencias se me presentan de un modo mucho más claro. Sin embargo, también tiene la desventaja de que textos de esta índole deslumbran los ojos ajenos. La imagen de impresión perfecta simula una perfección del texto en la que luego hay que escarbar. Probablemente en el futuro surgirán textos, muchos más textos no comerciales. Trabajos literarios que no encontraron o directamente no buscaron una editorial, hoy en día pueden ser editados fácilmente por el propio autor en una tirada pequeña y entrar en circulación. Así como ya puede percibirse también un futuro desarrollo: las publicaciones electrónicas, es decir, el acceso a textos almacenados que por su parte permite la intervención de un público que cuestione y complemente, así como antiguamente los oyentes estaban integrados al proceso de la narración oral. Es posible también que en algún momento los sistemas inteligentes ocupen el lugar del autor, que se produzca una revolución informática, como la predijo Flusser, que vuelva superficiales los libros y la lectura en sentido convencional, incluso la escritura. Sin embargo, esto es todavía un futuro lejano y me preocupa menos que el aumento estimado para el precio de los libros. También creo que la prosa que se nutre de la experiencia individual se mostrará superior con respecto a los logros de la inteligencia artificial, por lo menos en un período de tiempo previsible para nosotros. No obstante, lo que sí ya se insinúa ahora en el uso de la computadora es el lugar diferente del escritor. El texto está a disposición del autor de un modo diferente, también versátil. La escritura pierde algo de su consagrado carácter definitivo. Escribir con la computadora permite lo que se denomina fantasear como cuando se toca el piano. Adquiere un carácter más experimental, las palabras se ponen en movimiento. Se aproxima –paradójicamente– otra vez al narrar. No obstante, surge el riesgo de que aquel al que no le guste jugar con la tecla DEL produzca mucha basura.

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Por último, el aparato también puede contraatacar. En la novela Kopfjäger, por ejemplo, los espacios en blanco, que llevaron a algunos colegas a reflexionar sobre su profundo significado, y también a los críticos a interpretar estas líneas en blanco como momentos de reflexión, fueron insertados automáticamente por mi computadora, es decir, por el programa. Es decir, cuando yo, más precisamente, cuando mi hijo, había instalado la configuración, había omitido un detalle mínimo. Cuando tuve el libro terminado en mis manos me quedé totalmente paralizado. La novela había sido impresa desde el diskette, no era lo que yo hubiera querido. Después se encontraron errores que ya habían sido corregidos, lo cual solo podía responder a que había entregado para imprimir una versión no definitiva. Los errores fueros corregidos, pero los lugares en blanco ya pertenecen, como parte de la génesis, a la estructura de la novela. Así como no sería posible la historia de la novela, si el héroe no la hubiese escrito con una laptop. Es precisamente esa técnica compacta y fácil de manejar la que le posibilita al héroe, Peter Walter, seguir escribiendo en cualquier parte. La escritura ya no se ajusta tanto al escritorio con todos sus recursos, sino más bien al que escribe. No casualmente el aparato se llama laptop. No obstante, tengo que decir que aprovecho esa posibilidad solo en pocas ocasiones. Cuando varios colegas afirman que solo pueden trabajar en su escritorio, se trata seguramente, por una parte, de una mistificación del objeto, que –como vimos– tiene sus buenas razones. Por otra parte, esa afirmación responde al hecho de que sobre y alrededor del escritorio están acumulados los medios y recursos: en primer lugar diccionarios, excerptas, ficheros. Para aquel que escribe con la laptop el escritorio, si bien a largo plazo, se irá desmitificando. Basta con mirar la foto de Arno Schmidt en medio –literalmente– de sus ficheros y entonces uno entiende por qué este hombre ya no podía

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abandonar su casa. Si hubiese viajado, se hubiese derrumbado su orden inteligible. Hay que habilitar esta imagen: Arno Schmidt hoy sentado debajo de las palmeras, en la playa de Virgen Gorda, con un laptop de gran eficiencia. Para concluir quisiera recomendarles si van a Zúrich ir a ver el sillón del escritorio de Thomas Mann en la Universidad Politécnica Federal de Zúrich. Aquello que me llamó enseguida la atención de este sillón fue el respaldo con volutas de madera entrelazadas artísticamente, comparables a los anillos que los magos entrelazan entre sí sin que podamos ver un corte entre ellos, para luego volver a separarlos ante nuestra mirada llena de asombro. Ustedes saben que Thomas Mann era llamado en la familia “el mago”, cuando vi el sillón pensé en eso. También pensé en sus frases entrelazadas. Y algo más: en ese sillón uno no podría sentarse cómodo o quedarse dormido. ¿Estas comparaciones son inventadas? Quizá. Pero no lo son más que aquellas comparaciones que parten de elementos psíquico-biográficos de los escritores, de todos los tics, fobias e idiosincrasias. Y, por último, la pregunta sobre la que volveremos más tarde: ¿qué significan las cosas cotidianas?, ¿qué historia llevan consigo? Y ¿qué historias pueden derivarse a partir de ella?, ¿qué insinúan? Es superfluo remarcar que a través de sus connotaciones las cosas flotan de un modo similar a las palabras mediante las cuales ellas, las cosas, se convierten en eso que son para nosotros. Y sobre las palabras hablaremos la próxima vez.

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