Lógicas sociales del consumo

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PABLO FIGUEIRO

CIENCIAS SOCIALES

L贸gicas sociales del consumo El gasto improductivo en un asentamiento bonaerense



CIENCIAS SOCIALES

L贸gicas sociales del consumo


Colección: Ciencias Sociales Director: Gerardo Aboy Carlés Figueiro, Pablo Lógicas sociales del consumo: el gasto improductivo en un asentamiento bonaerense. 1a edición - San Martín: Universidad Nacional de General San Martín. UNSAM EDITA, 2013. 136 pp.; 15 x 21 cm. (Ciencias sociales / Gerardo Aboy Carlés) ISBN 978-987-1435-65-4

1. Etnografía. I. Título CDD 305.8

Obra ganadora del II Concurso Mejores Tesis de Maestría 2009, organizado por el Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la Universidad Nacional de San Martín.

1a edición, octubre de 2013 © Pablo Figueiro © 2013 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de General San Martín Campus Miguelete, Edificio Tornavía Martín de Irigoyen 3100, San Martín (B1650HMK), provincia de Buenos Aires unsamedita@unsam.edu.ar www.unsamedita.unsam.edu.ar Diseño de interior y tapa: Ángel Vega Edición digital: María Laura Alori Corrección: Wanda Zoberman Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723 Editado e impreso en la Argentina Prohibida la reproducción total o parcial, inluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.


PABLO FIGUEIRO

CIENCIAS SOCIALES

L贸gicas sociales del consumo El gasto improductivo en un asentamiento bonaerense



¿Qué es el tabaco? Aparentemente, es el consumo de un objeto puro y de lujo. En apariencia, dicho consumo no responde a ninguna necesidad natural del organismo. Es el consumo puro y de lujo, gratuito y, por consiguiente, costoso, un gasto a fondo perdido que produce un placer, un placer que uno se da por la vía de la ingestión más próxima a la autosatisfacción: la voz o la oralidad. Placer del cual no queda nada, placer cuyos mismos signos externos se disipan sin dejar huella: convertidos en humo. Si hay don –y, sobre todo, si nos damos algo, algún efecto o algún placer puro–, entonces, puede haber una relación esencial, al menos simbólica o emblemática, con la autorización que nos damos de fumar. Esta es, al menos, la apariencia. Lo que queda es analizarla. Jacques Derrida

Dar (el) tiempo: I. La moneda falsa



PRÓLOGO

por José Nun

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AGRADECIMIENTOS

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PALABRAS PREVIAS

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INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1

El gobierno de las prácticas

CAPÍTULO 2

El consumo en el asentamiento 22 de Agosto

CAPÍTULO 3

El gasto improductivo dentro del campo

CAPÍTULO 4

Más allá del utilitarismo

1. La constitución de las prácticas económicas 2. Las fronteras de lo racional y la continuidad de lo improductivo 1. Gubernamentalidad del consumo y del ahorro 2. El ahorro popular en Argentina 3. Ley de Entidades Financieras, bancarización del sueldo y consumidores a crédito 4. La construcción de las prácticas y los regímenes de acumulación 1. Breve aproximación al campo 2. La circulación de los bienes 3. El gasto improductivo: complejidad del abordaje en el campo 4. Ingresos, crédito y relación con el futuro 1. El universo de los celulares 2. “Darse el gusto” o de la relación con el porvenir 3. Las obligaciones sociales 1. Continuidades a través de los objetos 2. Espacios sociales heterogéneos y lógicas diversas

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CONCLUSIONES ANEXOS

1. Notas de prensa 2. Depósitos y préstamos por tipo de entidad 3. Mercado de créditos personales

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BIBLIOGRAFÍA

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FUENTES

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PRÓLOGO por José Nun1

Quiero compartir con el lector, el gusto que me da introducir este trabajo e invitarlo con entusiasmo a que se interne sin reservas en él. Podrá apreciar así, la habilidad con la que su joven autor combina el análisis teórico y la investigación empírica, y su amplio dominio de la literatura más relevante acerca de un tema que nos concierne a todos. La base de esta obra es la premiada Tesis de Maestría en Sociología Económica que Pablo Figueiro presentó en 2009 en el Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Como fundador del IDAES, y creador y director de esa carrera –que ha sido la primera de su tipo en el país–, se entenderá la satisfacción que me produce el logro de resultados de semejante nivel. El título del libro no obsta a que Figueiro vaya mucho más allá del estudio de las reglas que enmarcan el consumo y el ahorro de los sectores pobres que viven en la informalidad laboral. Su mayor cuestionamiento se dirige a la ortodoxia económica libremercadista que universaliza la racionalidad de un supuesto homo æconomicus, en cuyo nombre esa ortodoxia critica el sinsentido de los gastos improductivos en que incurrirían tales sectores. O sea que el problema es el modo mismo en que un determinado campo de conocimiento desconoce, de esta manera, sus límites e intenta definir la lógica siempre compleja e intrincada de los comportamientos sociales. El autor se halla en muy buena compañía para realizar sus fundadas objeciones y sabe aprovecharla a través de un variado y preciso espectro de citas y referencias que apoyan sus argumentos. Como se advierte, esta parte del estudio trasciende amplia y justificadamente el asunto específico de su investigación. En el campo de la teoría de los juegos, hay uno –el del ultimátum– que vale la pena citar en abono de lo que sostiene Figueiro. Intervienen en él dos jugadores que no se conocen previamente entre sí. El jugador A recibe, digamos, 1 Director fundador del IDAES/UNSAM y presidente de la Fundación de Altos Estudios Sociales.

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$1.000. La consigna es que, sin regateos, debe ofrecerle una parte al jugador B: si este la acepta, cada uno se queda con la suma convenida; si la rechaza, el jugador A tiene que devolver los $1.000 y ninguno de los dos recibe nada. En términos de la lógica utilitarista del homo æconomicus, B debería tomar cualquier monto superior a cero que le propusiese A. Sin embargo, los numerosos experimentos realizados revelan que no es así. Por un lado, casi siempre A le ofrece a B una cifra que ronda el 50%; por el otro, casi nunca B admite que le den menos de un 30%. En otras palabras, factores como la equidad o la dignidad se vuelven mucho más determinantes que aquella simple lógica utilitarista. Por añadidura, las complicaciones aumentan en áreas de menor integración a la civilización occidental. En Nueva Guinea, por ejemplo, B no se conforma con un monto que esté por debajo del 70-80% y esto porque en su cultura, quien obtiene un don debe luego gastar en organizar una fiesta para todos sus vecinos. En la sierra peruana, en cambio, si los jugadores pertenecen a comunidades que no interactúan en absoluto, es posible que B se lleve cualquier suma, por baja que sea. El incisivo análisis teórico que nos brinda Figueiro le sirve luego para indagar en profundidad los gastos improductivos de los pobladores de un asentamiento de José León Suárez, partido de General San Martín, donde llevó a cabo su estudio de campo entre los años 2007 y 2008. Esta precisa aproximación empírica al tema muestra, por ejemplo, hasta dónde depende el ahorro popular de que los actores alberguen o no expectativas de futuro. Cuando el horizonte queda obligadamente reducido al presente, no se trata solo de que “los gustos hay que dárselos hoy” sino que la compra a crédito se vuelve una alternativa apetecible –“ya veremos después cómo nos arreglamos para pagar”– a pesar de reconocerse que resulta fuertemente onerosa. Tal como lo reveló hace ya medio siglo la literatura sociológica anglosajona, esta última es una de las razones por las cuales los pobres siempre pagan más, como saben bien los supermercados o las cadenas de ventas de electrodomésticos. La previa formación académica de Figueiro aumenta su capacidad de observación y contribuye, sin duda, a la frescura de sus argumentos y descripciones de los gastos improductivos de los pobres. Ejemplar en este sentido, es la sección que le dedica al papel singular y múltiple que cumple en la actualidad la posesión y el uso de los teléfonos celulares, en contextos de alta vulnerabilidad. Alcance lo dicho para introducir una obra que constituye un aporte valioso a las discusiones en curso sobre la pobreza y la desigualdad. Para beneficio de los lectores, ha llegado el momento de cederle ya, la palabra al autor.

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AGRADECIMIENTOS

El libro que aquí se presenta es la publicación de mi Tesis de Maestría en Sociología Económica, realizada en el Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Salvo la introducción -que he modificado por razones expositivas- y la actualización de algunos datos y de ciertas citas bibliográficas, ha quedado prácticamente idéntico al trabajo defendido en febrero de 2009. Lejos estaba de mi intención en aquel entonces, que resultase una publicación. Formado en la Ciencia Política, me interesaba adentrarme en un tipo de investigación que me era totalmente ajeno para hacerme de las herramientas y conocimientos en el proceso mismo, a la manera de un oficio. Esto implicó, más por desconocimiento que por audacia, que corriera ciertos riesgos metodológicos y teóricos, pero también me dio la posibilidad –por ese mismo desconocimiento– de no enredarme demasiado en las exigencias académicas y transitar mi propio itinerario formativo. En definitiva, lo asumí más como un recorrido personal que como un objetivo definido a cumplir. Por esto fue grande mi sorpresa cuando me informaron que había sido uno de los ganadores del II Concurso Mejores Tesis de Maestría, organizado por el IDAES. Pero el reconocimiento que el jurado le dio no invalida cierta desconfianza que mantengo frente a la figura del autor individual. En algún sentido, yo solo le puse el cuerpo a la tarea de realizar la investigación. Si bien esto no es poco, la misma no hubiese sido posible sin las lecturas, los docentes, los investigadores, los contextos institucionales y personales que permitieron que yo pudiera escribir este trabajo. Por ello, este pequeño prólogo no tiene por objeto más que agradecer a todos aquellos que de una u otra forma incitaron, promovieron y colaboraron para que el mismo fuera posible. En primer lugar, agradezco a mi director y amigo, el doctor Alexandre Roig, por la inestimable confianza académica y personal que me ha brindado a lo largo de todo este tiempo, la cual ha sido, en gran parte, un estímulo moral para iniciarme en esta empresa, y con quien compartimos cierta mirada 13


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heterológica sobre la vida. Al doctor Alejandro Grimson, por haberme abierto generosamente diversos espacios institucionales, a partir de los cuales hoy puedo sentirme miembro comprometido del IDAES/UNSAM, más allá de mis vínculos formales. Al doctor José Nun, quien me honró al aceptar leer y luego prologar este trabajo. A la doctora Ana Castellani, por su siempre cordial disposición a recibir y atender nuestras consultas, y por su incansable vocación educativa e investigativa. A los doctores Ariel Wilkis y Mariana Luzzi, por sus lúcidos comentarios y sugerencias en el transcurso de estos años de jornadas y congresos. A todo el personal de las secretarías académica y administrativa del Instituto por haberme acogido con entrañable amistad y compañerismo. A los docentes, investigadores y becarios del IDAES, y muy especialmente a los del Centro de Estudios Sociales de la Economía, con quienes compartimos diariamente la tarea, siempre inconclusa, del conocimiento haciendo de ella una labor eminentemente colectiva. A la UNSAM, cuyo compromiso con la investigación me permitió ser uno de los beneficiarios de la Beca Estímulo para la finalización de la tesis de maestría, y cuya editorial hoy publica este libro. A mis padres, por cuyos sacrificios he podido instruirme en mi formación inicial y a quienes dedico este trabajo en un reconocimiento por sus esfuerzos. A mi hermano, por su incondicional apoyo y compañerismo. A María Paula, quien me sostiene cada día con su amor, cuidado y alegría. A todos ellos, gracias.

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PALABRAS PREVIAS

El presente estudio se centrará en el trabajo de campo realizado en el asentamiento 22 de Agosto1 de José León Suárez, partido de General San Martín, durante los años 2007 y 2008, al que empezamos a asistir en calidad de colaboradores para talleres juveniles y laborales, y continuamos yendo como investigadores. Si bien en principio no nos propusimos realizar un trabajo etnográfico, las diversas observaciones participantes y no participantes, sumadas a las entrevistas en profundidad y a las innumerables conversaciones ocasionales, nos permitieron arribar a los datos que aquí se presentan. Dadas las características del barrio y de sus habitantes, donde el desempleo es moneda corriente y las necesidades nunca logran ser cubiertas, pero donde al mismo tiempo existen diversas modalidades del tipo de consumo al que nos referimos como gasto improductivo, creemos que dicho campo puede darnos algunas de las claves para la comprensión inicial de los fenómenos por los que nos interrogamos. Particularmente, nos hemos enfocado en las prácticas de consumo en el terreno tecnológico y en el de la indumentaria, por ser estas las formas más exteriorizadas del gasto. Televisores, teléfonos celulares, prendas de vestir de primeras marcas, zapatillas, entre otros, son objetos que, creemos, pueden revelarnos lógicas que van más allá de lo económico; al no ser fácilmente ocultables, revelan contradicciones en el interior del discurso de los propios actores, que pueden servir de puntapié inicial para registrar cuáles son las formas de percepción que dicha población tiene sobre su propio consumo. Por otra parte, consideramos de especial importancia estudiar dicho consumo en perspectiva con las modalidades que asume el manejo del dinero en torno a su disposición y organización y a las posibilidades o imposibilidades de ahorro y crédito. Si deseamos poner en cuestión la irracionalidad que se ha1 Todos los nombres propios relativos al asentamiento han sido modificados para preservar la identidad y la confianza brindada.

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llaría en la raíz de los gastos improductivos en los sectores subalternos, debemos preguntarnos por las formas de percepción y la vivencia concreta que produce el manejo del dinero bajo las condiciones que imperan en dicha población. Nuestra perspectiva nos lleva, por un lado, a distanciarnos de las teorías críticas del consumo mercantil como alienación iniciadas por Marx y Simmel, y revivificadas a partir de la segunda posguerra, especialmente por la Escuela de Frankfurt y luego por la corriente filosófica posmoderna (Dufy y Weber, 2009). En este sentido, los bienes, una vez lanzados al mercado, pueden ser objeto de múltiples reapropiaciones al recontextualizarlos en universos sociales donde se los dota de significados y valores diversos. Así, se transforman en surcos por los que puede fluir lo social al funcionar como generadores de distinción (Veblen, 1944; Elías, 2011; Bourdieu, 1999), pero también de vínculos sociales y de cohesión (Miller, 1999). Este distanciamiento implica dar cuenta de cómo las mercancías se convierten en objetos personales pero dotados de significados sociales (Douglas e Isherwood, 1990). Pero, por otro lado, también debemos rastrear la normalización del consumo a través de una serie de mecanismos operatorios –estatales y no estatales, formales e informales– tendientes a incitar y suscitar (Deleuze, 2008) determinadas prácticas económicas que generan, en razón de las desigualdades existentes entre los diversos sectores sociales, desiguales modalidades de consumo, ahorro y acceso al crédito. Estas desigualdades no son solo del orden de lo material, sino que conllevan operaciones cognitivas diferenciadas en relación con la contabilización del dinero y del tiempo, lo que resulta crucial si queremos entender cómo se consume o se ahorra. Ambos fenómenos implican una relación con el presente y con el futuro que no es directamente aprehensible por una función matemática como la que se utiliza para calcular el interés o el riesgo de una inversión. Dar cuenta de estas diferencias es indagar la razonabilidad antes que la racionalidad de dichas prácticas (Bourdieu, 2001), las cuales se hallan siempre inmersas en universos sociales donde las relaciones mercantiles no desaparecen, pero donde asimismo se conjugan con vínculos y lazos de proximidad –parientes, vecinos, amigos, etc.– que hacen posible distintas formas de circulación y de consumo. En este sentido, nos alejamos tanto de la visión ingenua que supondría ver solamente un cosmos cultural infundido de reciprocidad y buena voluntad que opera como sustituto y barrera a las relaciones mercantiles, pero también de aquella que supondría ver un universo consumista sumido en la alienación. Esto implica romper con la aprehensión de los fenómenos económicos a partir de la falsa separación en dos esferas diametralmente opuestas: una zona que sería propia del mercado y de la racionalidad, y otra por la que transcurrirían los sentimientos y la solidaridad. Las teorías basadas en estos mundos hostiles –Hostile Worlds (Zelizer, 2005a, 2005b)–, entienden que cualquier contacto entre ellos produciría una contaminación mutua: la penetración de la 16


Palabras previas

racionalidad en la intimidad corrompería los vínculos afectivos, en tanto que la difusión de sentimientos en el mundo de la racionalidad económica generaría ineficiencia y confusión. Lo que proponemos, en línea con los trabajos de Viviana Zelizer (2008b), es más bien pensar un dominio híbrido que se establece entre mercado, vínculos personales y significados culturales, que nos permitirá observar más sutilmente los diversos canales por los que transcurre la vida económica de los sectores populares. En este sentido, la perspectiva que asume la etnografía económica (Dufy y Weber, 2009) se presenta como una manera de acceder a las racionalidades prácticas que los propios agentes ponen en juego en el cruce de esos mundos imbricados, al tiempo que abre un campo de diálogo entre la sociología, la antropología y la economía. En esta perspectiva, las prácticas ya no remiten a racionalidad por un lado y a emoción o rutina por el otro, sino que se trata de dar cuenta de la pluralidad de razonamientos que se establecen en determinados momentos y situaciones.

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INTRODUCCIÓN

En los últimos años la Argentina ha transitado un crecimiento económico que se ha visto reflejado en el mejoramiento de las condiciones de vida de amplios sectores de la sociedad. Si bien gran parte de ese crecimiento ha sido impulsado por las exportaciones del agro, no menos importante ha sido el papel del consumo popular en la expansión del mercado interno a través de un aumento del empleo y del salario, de las transferencias monetarias realizadas por el Estado y de diversos mecanismos formales e informales de financiamiento. Aunque no necesariamente esto haya implicado una modificación de la estructura social, trajo aparejado una visualización de objetos en manos de personas que, en el sentido común de determinados sectores sociales, no serían agentes legítimos para realizar dichos consumos. La utilización de un moderno teléfono celular en manos de un trabajador informal, la ropa deportiva de primera marca utilizada por un joven que habita en un asentamiento, la televisión satelital a la que accede una empleada doméstica o la numerosa prole de una pareja desempleada son hechos que lesionan la sensibilidad de muchos sectores que ven profanados sus pequeños objetos de distinción y/o sus reglas de “buena” administración. Esta indignación se expresa frecuentemente en clave de crítica a la racionalidad de dichas personas: al no comprender cómo puede convivir la necesidad con el lujo en una misma persona, se suele atribuir este hecho a un déficit educacional y cultural. Dos frases comúnmente escuchadas condensan esta perplejidad: “son negros de acá” –señalándose la cabeza– y “no quieren progresar”, las cuales no hacen más que eufemizar una discriminación que trata de justificar lo que parece a todas luces evidente: esas personas no saben manejar el dinero ni evaluar sus prioridades y, por lo tanto, van a ser siempre pobres. Quizás el ejemplo más conocido de esto sea el famoso mito del asado con parquet analizado recientemente por Alejandro Grimson (2012), con el que se ha estigmatizado a los sectores populares como ilegítimos beneficiarios de un estilo de vida al que no deberían aspirar –ni el Estado debería proporcionar– por no poseer la cultura necesaria para disfrutarlo. 19


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Esta moralización del consumo y de la utilización de los bienes se basa en la confluencia de al menos dos factores. Por un lado, se relaciona con la contraposición entre la ilusión democrática del libre acceso a todas las mercancías que genera el mercado y con una clasificación social de los objetos que le serían propios a cada sector de la sociedad. Louis Dumont (1979) nos enseña que si bien nuestras sociedades democráticas se fundan sobre el igualitarismo –opuesto, por ejemplo, a una sociedad de castas en la que se nace y se muere dentro de un estamento determinado–, estamos constantemente clasificando personas, situaciones y cosas, y jerarquizándolas de acuerdo a determinados valores que son englobados dentro del principio general de la igualdad, aunque le sean contradictorios.1 Si en otras sociedades la desigualdad declarada era correspondida con una división de los objetos de consumo propios de cada estamento, en nuestras sociedades se parte del principio de que todos somos individuos iguales para llegar a la conclusión de que algunos son mejores que otros, justamente porque se evidenciaría en la práctica que algunos utilizan mejor –más racionalmente– sus objetos. En tanto los bienes comunican determinados mensajes sociales acerca de quiénes los utilizan, pueden transformarse en el centro de disputas por determinar quiénes son sus legítimos usuarios y demandantes (Appadurai, 1991). Así, existen formas y objetos de consumo “apropiados” para determinados sectores e “inapropiados” para otros, allende de la disponibilidad económica que tengan. Las frases de cierto sentido común citadas en el párrafo anterior pueden ser leídas, precisamente, como un llamado a lugar a un agente que ha sobrepasado la frontera simbólica que implica el consumo de ciertos objetos que no le serían propios, restituyendo así la distancia social que los separa. Por otro lado, pero estrechamente vinculado a lo anterior, se encuentra cierta concepción de la racionalidad propia de la ciencia económica dominante que basa sus análisis en la correcta asignación de recursos escasos. Si bien no se prescriben los objetos que deben consumirse o los fines últimos que deben perseguirse, sino una relación óptima entre los medios disponibles y los deseos del consumidor,2 los elementos centrales que propone para el análisis de toda acción humana se fundan sobre la escasez y la utilidad. Lionel Robbins popularizó esta idea en la definición de economía que aún 1 Tal es el caso, ejemplificado por Dumont, de los servicios en las economías capitalistas. Si bien estos consisten en una relación entre personas, son englobados en la lógica de la relación que se establece entre personas y cosas: lo que se intercambia en nuestras sociedades son bienes y servicios, como si ambos fueran objetos. Siendo contradictorios, los servicios se encuentran subsumidos dentro del conjunto de bienes intercambiables. Aquí, el principio de jerarquía es la relación hombres-objetos –lo económico– que, a su vez, engloba a su contrario, la relación hombres-hombres –lo político–. 2 Tanto para los marginalistas como para la Escuela austríaca, los fines a los que apunta el hombre no son objeto de indagación en sí mismos, sino que solo lo es la relación entre la utilización de los medios y los fines propuestos.

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Introducción

hoy aparece en muchos manuales introductorios y avanzados: “La economía es la ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre fines y medios limitados que tienen diversa aplicación” (1980: 39). Bajo la apariencia aséptica de ser la única observación de correspondencia entre los medios y cualquier fin propuesto, la economía se arroga el derecho a establecer cursos de acción para cualquier aspecto de la vida, es decir, de ser la ciencia que defina la manera adecuada de actuar para conseguir determinado fin. Entender en estos términos lo económico –y lo social, en general– conlleva una serie de consecuencias implícitas. En primer lugar, que los deseos del consumidor siempre serán mayores que los medios, es decir, siempre habrá una insatisfacción.3 En segundo lugar, y ante la necesaria escasez, se deberá priorizar determinados objetos por sobre otros. Tercero, dicha priorización se da en términos de una decisión individual calculada con el objeto de maximizar la utilidad, lo que establece así, una ética de la eficiencia.4 En cuarto lugar, desde esta perspectiva, cualquier asunto humano podrá ser estudiado por la economía a partir de sus conceptos y métodos: así lo atestiguan los trabajos –iniciados por Gary Becker (1992)– sobre delincuencia, discriminación, familia, religión, reciprocidad, identidad, lenguaje… y la lista continúa.5 Pero al ocultar el carácter social de los objetos y del agente “calculador”, y depositar sobre la conciencia del individuo la decisión de qué irá a consumir, se habilita la imputación de “irracional” e “ineficiente” a todo lo que no esté dentro de los parámetros de la jerarquización socialmente legítima –aunque negada– del consumo que le correspondería a cada sector social, o bien a todo gasto que no pueda ser sostenido en función de los ingresos. Al incorporar fenómenos sociales tan diversos dentro del campo de sus estudios, la ciencia económica dominante ha aplicado esquemas de aprehensión basados en un modelo utilitarista en el que la acción se encuentra encerrada en una ecuación medio-fin, que reduce así, las relaciones sociales a una formalización matemática de calculabilidad. De esta manera, los criterios de comprensión devinieron en formas implícitas de evaluación mediante la utilización de binomios tales como racional/irracional, eficiente/ineficiente, productivo/improductivo y, en términos agregados, desarrollado/subdesarrollado. 3 Marshall Sahlins observa que esto es lo propio en las modernas economías de mercado que condenan a una vida de trabajo siempre insuficiente para la cantidad de bienes ofrecidos, donde “cada adquisición es simultáneamente una privación” (1976: 237). Pero, junto con Karl Polanyi, justamente señala que esta característica es propia de dichas sociedades y no de cualquier sistema económico, con lo cual separa la escasez de la definición formal de economía. 4 La eficiencia será el leitmotiv de los esfuerzos de la economía: maximizar la utilidad o la satisfacción será, por una parte, el presupuesto antropológico sobre el que descansa el análisis económico y, a la vez, el objetivo del mismo, convirtiéndose de esta forma en una ciencia normativa. 5 Sobre el imperialismo de la economía a partir de la década de 1960, frente a temáticas que habían sido propias de la sociología, ver Gautié (2004).

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Lógicas sociales del consumo

Cargadas de contenido moral, estas calificaciones actúan como criterios normativos, cuya parte negativa de cada binomio es considerada como una anomalía a erradicar, como si se tratase de una falencia debida a una cuestión cultural o a la intervención innecesaria de factores extraeconómicos en el campo de la libre acción de individuos aislados.6 En tanto anomalía o desviación, las lógicas que están inmersas en estas prácticas no merecerían un estudio profundo, sino más bien el ajuste de las mismas a un determinado sendero de racionalidad. Se trata, en definitiva, de una medicalización de la economía como ciencia de la acción racional de individuos y sociedades (Roig, 2007). Los diagnósticos y las recetas, las variables exógenas, los shocks de confianza, la enfermedad holandesa y las monedas enfermas, son algunas de las frases y términos que condensan una homología entre el saber médico y el saber económico experto, tendientes ambos hacia una normalización de los cuerpos –físicos y sociales–. De esta forma, la desigualdad, que no puede ser abiertamente proclamada en nuestras sociedades –desde ya que siempre existen grupos que declaran abiertamente la desigualdad entre los hombres, pero al momento actual, por un conjunto de factores que no vienen al caso, se tratan afortunadamente de sectores minoritarios y marginales– es eufemizada y construida bajo el prisma medicalizado de la irracionalidad de los sectores populares, y se expresaría, entre otros aspectos, en las pésimas decisiones de consumo al priorizar sus teléfonos celulares antes que mejorar sus casas o la educación de sus hijos. Al elevar una racionalidad sustancial a un principio de acción universal,7 la desigualdad se arropa bajo cierto sentido común que ve en determinados actos –siempre de “otros”, generalmente pobres– una irracionalidad difícil de justificar según los parámetros valorativos que estructuran sus vidas. La compra y/o mantenimiento de un vehículo en lugar de ahorrar para la casa propia, el gasto en juegos, ropa y alcohol, el despilfarro de una semana de trabajo, la ociosidad, se convierten en clichés normativos, normalizantes y moralizantes de lo que es correcto hacer, de acuerdo al paradigma de lo que el tiempo y el dinero son, qué utilidad tienen y a qué fines deberían servir en las diferentes etapas de una vida “correctamente” llevada. Unido a esto, como se 6 Numerosos trabajos de divulgación han tratado de dar cuenta de la historia económica argentina mediante patrones culturales vinculados a la ineficiencia. Por ejemplo, García Hamilton, en su libro El autoritarismo y la improductividad en Hispanoamérica, relaciona el bajo desarrollo económico de nuestro país con una cultura autoritaria y católica heredada del colonialismo español. Cargado de evolucionismo, sostiene que “la lucha por la autonomía y por una vida económica digna parece ser un proceso constante en todos los pueblos, aunque algunos lleguen antes a ciertos estadios mientras otros experimentan mayores tropiezos” (2004: 345). 7 “Al aplicar los calificativos racional e irracional a los medios elegidos para la consecución de fines determinados, lo que se trata de ponderar es la oportunidad e idoneidad del sistema adoptado” (Von Mises, 2007: 25).

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Introducción

comprenderá, existen diversas concepciones implícitas acerca de las opciones y decisiones que deben tomarse a lo largo de la vida como la familia, el matrimonio, los hijos, los tiempos para cada uno de estos mojones, la seguridad frente a la enfermedad y la muerte, la precaución económica ante riesgos imponderados o, en otros términos, acerca de cómo debe planificase la vida. En el fondo, la preocupación que parece rodear al consumo popular se basa en el prejuicio que se tiene sobre el uso que hacen del dinero los pobres (Zelizer, 2011). En efecto, el dinero en manos de los sectores populares es continuamente objeto de moralización al aplicarles las categorías de preferencia y de eficiencia, siendo escudriñado cada centavo que se gasta y políticamente objetada toda forma de transferencia realizada desde el Estado. Pero si a través de las categorías de la ciencia económica imperante, cierto sentido común moraliza el tipo de consumo al que nos referimos, no deja de observarse la proliferación de medios de financiamiento para el consumo de sectores populares. En el diario El Cronista Comercial del 30 de agosto de 2006, puede leerse una nota titulada “Oportunidades de crédito para los pobres honrados” (anexo 1.a), en la que se señala al inmenso sector de los más pobres como un mercado lleno de potencial. A partir de las experiencias de algunas cadenas de venta de electrodomésticos en Brasil, se explican sistemas de financiamiento desbancarizado otorgados por los comercios para ganar clientes entre la franja de la población con menos ingresos, remarcando que a pesar de cierta tasa de incumplimiento, se han registrado buenos resultados y que “son buenos pagadores, siempre que se los evalúe correctamente”. Si por un lado se puede observar un prejuicio extendido en relación al consumo de los más pobres, por otro, no deja de reconocerse el hecho de que existe un gasto más allá de la canasta básica del cual pueden obtenerse beneficios. Al margen de los circuitos formales de crédito –o en complementariedad con estos–, se configuran sistemas alternativos que posibilitan el consumo con tasas de interés más elevadas que vuelven la compra aún más onerosa. Lo que propondremos en este trabajo es que para estudiar las prácticas de consumo, de ahorro o de crédito en un medio social dado, deben considerarse los diversos factores que posibilitan la constitución de los sujetos que consumen, ahorran o acceden al crédito –siempre vinculados– y que, por tanto, lejos de ser ajenos a la propia conducta de la población, son constitutivos de la misma. En este sentido, puede pensarse una construcción de la “naturalidad” y de la “normalidad” de dichas prácticas que, al mismo tiempo, señala las fronteras –siempre difusas– que marcan el ingreso al dominio de la transgresión y de lo patológico (Foucault, 1996). Dar cuenta de esa construcción y de esas fronteras, nos permitirá indagar cuáles son las lógicas sociales del consumo popular en gastos que, a priori, no se corresponderían con los ingresos del que dispone dicho sector, y cuáles son las modalidades que asume este consumo. 23


Lógicas sociales del consumo

1. La constitución de las prácticas económicas Si bien el mito del homo æconomicus ha sido bien estudiado en su sociogénesis y desmantelado término a término, tanto desde la historia (Foucault 2007a; 2007b) como desde los estudios antropológicos y sociológicos (Mauss, 1979a; Dumont, 1999; Polanyi, 2007; Godelier, 1982 y 1976; Bourdieu, 2001 y 2006), no ha dejado de tener asidero en los supuestos que fundan los modelos explicativos que aún hoy se aplican. La economía dominante continúa concibiendo a los hombres como seres racionales y maximizadores que, a través de sus libres interacciones en el mercado, lograrían un orden armónico. Esto se debe, entre otras cosas, a que muchos postulados parecerían encontrar terreno firme en la comprobación empírica, pero sin dar cuenta de la génesis histórica que posibilitan las disposiciones económicas de los agentes. Como señala Pierre Bourdieu: Todo lo que la ciencia económica postula como un dato (…) es en efecto el producto paradójico de una larga historia colectiva reproducida sin cesar en las historias individuales, de la que solo puede dar razón el análisis histórico: por haberlas inscripto paralelamente en estructuras sociales y estructuras cognitivas, en esquemas prácticos de pensamiento, percepción y acción, la historia confirió a las instituciones cuya teoría ahistórica pretende hacer la economía, su aspecto de evidencia natural y universal (…) (2001: 19).

Suponer que los hombres actúan como si 8 el homo æconomicus fuera una segunda naturaleza, y que las formas de pensar, de relacionarse con los objetos y con otros hombres se ajustan a lo que el discurso económico universaliza de hecho, pero olvidando al mismo tiempo el largo proceso histórico por el cual debieron adaptarse prácticas y sentidos, nos conduce a la incomprensión de otras múltiples prácticas que, ancladas socialmente, son abordadas desde el reduccionismo economicista o con la ayuda de disciplinas que, sin cuestionar los postulados de la ortodoxia económica, se propusieron llenar los vacíos ocasionados en la teoría. Pero por otra parte, los supuestos ahistóricos de la economía también mantienen asidero debido a la pretensión –vinculada a la normatividad ya expresada– de que los modelos económicos den cuenta no de cómo los hombres actúan en la realidad, sino de cómo deberían comportarse en determinadas situaciones contextuales (Trinchero, 2007). Los modelos fundados en la apli8 Milton Friedman señaló que la cuestión de los postulados no pasa por saber si son empíricamente realistas, sino de saber si constituyen aproximaciones suficientemente correctas en relación al objetivo buscado. Así, con el ejemplo de la densidad de las hojas de un árbol, sostuvo que todo ocurre como si las hojas fueran seres concientes que maximizan su exposición a la luz, lo cual es irreal, pero gozaría de poder explicativo para actuar sobre la realidad (Gautié, 2004).

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cación de fórmulas matemáticas se asemejan a un laboratorio en el que las diversas variables están sujetas a las condiciones que el propio investigador propone, pero cuya correspondencia con la realidad presenta una distancia insalvable. De esta manera, se trasladan a la conciencia de los sujetos, los modos de actuar que los propios investigadores fabrican para dar cuenta de lo que debería ser el comportamiento “verdadero” del mercado, de manera tal que ante una inconcordancia entre la realidad y la teoría, la resolución no viene por el lado de una revisión conceptual, sino que más bien entraña la necesidad de que la realidad se ajuste a los postulados teóricos de racionalidad y eficiencia. El mercado, diremos en términos de Foucault (2007a), se constituye como el lugar de veridicción, es decir, el lugar de verificación y falseamiento de las prácticas del gobierno y de los agentes: el funcionamiento natural del mercado será el que revele la verdad de las prácticas. Esta falacia es la que permite que el neoliberalismo impute sus fallas al hecho de no haber dejado actuar libremente al mercado o de no haber llevado hasta el final sus premisas. Pero la ciencia económica, como toda ciencia social, puede ser pensada como un trabajo hermenéutico (Olivera, 1997) al tratarse de una tarea de interpretación de la realidad a partir de los instrumentos que los investigadores forjan al delimitar su objeto, pero que por tratarse de un recorte, de una representación, a la vez que se muestra eficaz al trabajo teórico, no puede confundirse con lo real. “Precisamente, si el agente económico es un recorte respecto del ser humano viviente, recorte que es funcional al pensamiento y al objeto de la economía, no por ello implica alguna sustancia o naturaleza humana esencial que domine o determine a ese ser humano, ni siquiera que se lo presente como el único portador del objeto de la disciplina en forma separada y anterior al mercado” (Blaum, 2001: 15). Sin embargo, no intentamos dar aquí una discusión epistemológica en torno a la validez de los postulados ni de las operaciones que realiza la ciencia económica dominante, sino más bien señalar los efectos de poder que su discurso tiene sobre las poblaciones. Pues, en tanto determinados comportamientos que no se ajustan a dicho recorte se vuelven patológicos –olvidando que se tratan de relaciones sociales en las que se ponen en juego no solo dimensiones económicas, sino también políticas y simbólicas (Théret, 1992)–, se efectúa un disciplinamiento, una normalización de los actos, a través de un tramado jurídico e institucional que facilita el desenvolvimiento pretendidamente natural de los fenómenos económicos (Foucault, 2007a). En tanto las relaciones sociales se inscriben en un ámbito institucional, el derecho actúa positivamente en función de construir la “naturalidad” de la dimensión económica de las relaciones, de asegurar el buen desempeño de las mismas (Landau, 2008). En este sentido, Foucault se refiere a una gubernamentalidad propia del neoliberalismo que modela, circunscribe el medio en el que el homo 25


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æconomicus actúa mediante una institucionalidad y un orden legal. Esto es sobre lo que, de otra forma, ha insistido Polanyi (1976) al definir lo económico como un proceso institucionalizado: no se trata de un agregado de prácticas individuales que daría como resultado un orden económico sino que, por el contrario, detrás de las prácticas económicas hay instituciones que las performan y las dotan de sentido. Entonces, es analizando los mecanismos que regulan el endeudamiento, el ahorro y el consumo en los sectores populares que podremos, en parte, comprender los gastos que denominaremos –un poco provocativamente– improductivos. Los requisitos para el acceso al crédito y a una cuenta bancaria, así como también las tasas de interés y los impuestos, son algunas de las maneras de gobernar a las personas en tanto delimitan los mecanismos formales –y al mismo tiempo dejan espacio a los informales con los cuales se conjugan e imbrican– que normalizan determinadas formas de utilización del dinero y de calculabilidad, y que constituyen así, a un sujeto económico particular. Esto nos permitirá ver la historicidad de prácticas que han sido construidas en contextos sociales particulares y que, por ello, no se refieren a una naturaleza económica, sino a un proceso de constitución de la vida económica de las personas. 2. Las fronteras de lo racional y la continuidad de lo improductivo La racionalidad, concepto clave sobre el que se construyen las dicotomías enunciadas más arriba, resulta acotada a la hora de comprender muchos fenómenos que, sin ser irracionales desde la lógica de los propios actores, lo son desde una mirada formalista. Si bien, como dijimos, para la teoría neoclásica la racionalidad no se encuentra definida en función de los objetivos sino de los medios utilizados, el capitalismo ha requerido un determinado tipo de racionalidad utilitarista para su desarrollo. Max Weber (2003) muestra que no se trata de una racionalidad abstracta, sino que se basa en determinadas cualidades éticas contrarias a sus predecesoras tradicionales. Entendida como la maximización de la utilidad en función de los recursos disponibles, la racionalidad económica del capitalismo es esencialmente teleológica, pues siempre se halla en la búsqueda de un fin que se reactualiza en un tiempo que se extiende indefinidamente: la acumulación. Si bien esta no siempre fue el fin de la actividad económica –lejos de ser su objetivo era considerada como una irracionalidad (Aristóteles, 1997)–, está totalmente naturalizado que toda actividad social productiva debe encaminarse en este sentido. El despilfarro y la dilapidación de recursos son vistos como una especie de infantilismo de las personas y, al nivel de los gobiernos, como una estrategia populista o, al menos, como simple ineptitud. Así, se ha generali26


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zado el comportamiento económico propio de la empresa capitalista a todos los aspectos de la vida social (Godelier, 1982). En este esquema, el gasto improductivo –concepto que introduce Georges Bataille (2008) para designar todo gasto que no persigue como fin la producción ni la reproducción, ya sea de un individuo o de la sociedad sino más bien que se efectúa sin una utilidad aparente– ha sido pensado frecuentemente como un privilegio de las clases altas; formas de un gusto “refinado” sujetas a la certeza de tener asegurada la reproducción material de la vida, y por consiguiente el porvenir, en tanto no se halle comprometida la acumulación ampliada de los recursos. En este sentido, es admitido y defendido el derecho de adquirir, conservar o consumir racionalmente, es decir, siempre que el gasto se encuentre en relación con los ingresos obtenidos o previstos. Sin embargo, si miramos con más detenimiento el proceso de la vida social, se observa una diversidad de prácticas encaminadas en el sentido opuesto, incluso entre aquellos mismos que niegan tales prácticas. Mucho más compleja, ambigua y contradictoria, la sociedad se encuentra en un constante derroche inexplicable de dinero de acuerdo a una economía que, por otra parte, lo estimula. No solo existe derroche por parte de las clases altas, sino que cierto gasto superfluo e irracional –sin concordancia con la adquisición– se observa en los habitus de todas las clases. En este sentido, la distinción entre los gustos de lujo y los gustos por necesidad (Bourdieu, 1999) se entremezclan de acuerdo a las posibilidades objetivas de cada clase y a los gustos que las distinguen, pero en todas se hallan presentes como formas de un consumo que excede lo utilitario en sentido estricto. De esta manera, el discurso sobre la racionalidad genera una demarcación moral en las prácticas sociales de consumo –al hacer del gasto improductivo una práctica privativa de las clases altas y al hacer de esta misma relación social una patología de los sectores pobres–, allí donde existe una continuidad que no se vincula únicamente a los recursos disponibles. En este sentido, independientemente y más allá del proceso de racionalización y del gobierno de las poblaciones, existen prácticas sociales que se extienden sobre el conjunto de la sociedad y que entrañan relaciones que escapan a la lógica utilitaria de lo económico, por lo que el consumo no puede ser estudiado únicamente a partir del ingreso disponible. Nociones como la (des) esperanza, el honor, la rivalidad, la prodigalidad, están tan presentes en el consumo como la contabilidad del ingreso presente y esperado. Es por esto que, en tanto relaciones sociales, no pueden establecerse fronteras precisas entre fenómenos económicos y no económicos: más bien son dimensiones que coexisten y se relacionan imbricándose mutuamente. La especificidad de lo económico, de lo político o de lo simbólico se vuelve una construcción analítica más allá de la cual existen relaciones sociales en una continuidad fenomenológica. Creemos que el gasto improductivo –ocioso– no puede ser comprendido 27


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desde un análisis que solo tenga en cuenta la relación entre los medios y los fines, justamente porque en este esquema nada se dice acerca del estatus social de los fines ni de los medios ni del agente. Retomando a Georges Bataille (2008), desde las obras de arte, las joyas y los eventos multitudinarios –deportivos, pero también conmemorativos como las grandes celebraciones nacionales– hasta el juego, el erotismo y las bebidas alcohólicas, el gasto improductivo atraviesa la sociedad toda y adquiere su significación en la medida en que no sea disociado del medio social en el que está inmerso; allí intervienen lógicas sociales subyacentes como la reafirmación identitaria, la búsqueda de prestigio, de reconocimiento, de soberanía frente al porvenir, obligaciones sociales y moralidades. Sin embargo, se justifica y pasa desapercibido entre los sectores con ingresos suficientes como para poder “darse el gusto”, mientras que en las clases más pobres aparece como una extravagancia cuyo secreto solo podría residir en una febrilidad por el derroche y en una inmadurez económica. Este concepto, tan acotado como para bordear lo biológico, nos parece importante por su carácter heurístico, porque justamente nos invita a mirar a la economía invirtiendo el prisma y a dar cuenta del exceso, del excedente, y no del carácter restringido de la escasez que le imprimió el utilitarismo: la historia de la humanidad es la historia de la cada vez mayor capacidad del hombre para producir; producción que siempre excede los límites de lo reproductivo y que, por lo tanto, también es la historia de la necesidad de un consumo cada vez mayor. El punto de vista de la economía general es, justamente, el de los procesos de consumación. Lo que está en juego, y esto es lo que nos propone Bataille, es la pregunta por el qué hacer con ese excedente que debe ser utilizado, lo cual nos plantea el problema de la desigualdad social y de quiénes y bajo qué formas se consume. Concepto paradójico, nos permite reflexionar sobre la productividad social del derroche, es decir, sobre las lógicas que se expresan en ese gasto. Como dijimos, el consumo, el endeudamiento, el gasto fuera de toda productividad, parece encontrarse por fuera de la pertenencia de clase. Pero si el gobierno de la población extiende una serie de mecanismos para llevar adelante estas prácticas en el conjunto de la sociedad, las posiciones diferenciales de los agentes, las relaciones de fuerza y los capitales específicos con los que cuentan, llevan a que estas prácticas adquieran particularidades. Entendemos que si bien el gasto improductivo no es propio de una clase social, existen especificidades y formas heterogéneas del mismo en virtud de la forma en que se lleva a cabo –con qué recursos y bajo qué condiciones– dentro de espacios sociales determinados en los que adquiere múltiples sentidos. La propuesta que guía este libro es que detrás de un sinnúmero de fenómenos que no se ajustan al cálculo económico utilitario del costo-beneficio, 28


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de racionalidad y previsión, existen lógicas sociales que escapan al estrecho recorte de la economía neoclásica y que pueden ser pensadas más ampliamente como fenómenos sociales, inaprensibles si únicamente se tiene en cuenta la decisión de un consumidor aislado. La compra de un bien –más allá del valor de uso concreto que tenga– o la pura pérdida de un recurso, puede decirnos mucho más acerca de la pretendida racionalidad o irracionalidad de ese acto, ya que nos abre la puerta a un cosmos en el que el actor se halla inmerso y, como tal, no nos habla solo de lo económico sino de lo social como un todo. En este sentido, existen relaciones sociales que preceden y que al mismo tiempo son establecidas por una actividad aparentemente individual como es el consumo, y lejos de ser un encuentro ventajoso entre dos individuos –vendedor y comprador–, entraña toda una serie de condiciones de posibilidad, de lógicas y de luchas que escapan del análisis formal. Pero para explorar esto debemos alejarnos del pensamiento deshistorizado y deshistorizante (Bourdieu, 2001) que anula todo arraigo social de prácticas que solo pueden ser comprendidas devolviéndolas a la multidimensionalidad de las relaciones sociales. Un primer paso para ello es comprender que estas prácticas, por ser sociales, no pueden tratarse en términos de irracionalidad (Biggart y Castanias, 2001). Si hasta ahora hemos criticado la utilización de la categoría de irracional no fue para decir que todas las prácticas son racionales, sino por el contrario, para declarar que ese binomio no nos ayuda a comprender demasiado porque, justamente, no es el eje sobre el cual se generan las prácticas. En cuanto al plan del libro, en el capítulo 1 analizaremos nuestro problema desde una perspectiva más amplia que contemple la constitución de las prácticas económicas en un determinado régimen de acumulación. Esto nos permitirá dar cuenta de la construcción de la naturalidad de dichas prácticas, en tanto resultado de un proceso en el que se cristalizan determinadas instituciones que las normalizan y las sostienen. En el capítulo 2 arribaremos a nuestro campo –el asentamiento 22 de Agosto– para dar cuenta de sus particularidades y, específicamente, de algunas formas de circulación de los bienes y de las lógicas que subyacen a las prácticas económicas y, particularmente, a la vinculación entre la utilización del dinero y determinados horizontes temporales. En el capítulo 3 nos centraremos en las formas de gasto improductivo a través de algunos bienes y situaciones que darán cuenta del carácter social de un tipo de consumo no económico en un sentido restringido. Veremos cómo transcurre la vida económica dentro del asentamiento en relación con las aspiraciones, moralidades y significados que los bienes encarnan. En el capítulo 4 haremos algunas consideraciones sobre aquellas continuidades que expresan nuestra relación con los objetos más allá de las divergencias sociales, retomando para esto a Marcel Mauss. Al mismo tiempo, esto dará lugar para explayarnos sobre las lógicas diversas que adquiere 29


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esa continuidad en cada espacio social y los cálculos heterogéneos que las expresan. Si el trasfondo es el carácter social de las prácticas económicas y de consumo, justamente por esto habrá que observar las especificidades sociales de cada caso. Finalmente, en las conclusiones rearticularemos nuestros principales planteos y resultados de la investigación.

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Pablo Figueiro

Lógicas sociales del consumo El gasto improductivo en un asentamiento bonaerense La utilización de un moderno teléfono celular en manos de un trabajador informal o la ropa deportiva de primera marca utilizada por un joven que habita en un asentamiento precario, interpelan a los grupos sociales y sus reglas de “buena” administración de la economía doméstica, quienes, a su vez, ven profanados sus pequeños objetos de distinción. La indignación moral se expresa comúnmente en clave de crítica a la racionalidad de estos nuevos consumidores, estigmatizados como ilegítimos beneficiarios de un estilo de vida al que no deberían aspirar –ni el Estado debería proporcionar–. Figueiro analiza los mecanismos que regulan el endeudamiento, el ahorro y el consumo en los sectores populares para comprender un poco más acerca de los gastos denominados improductivos, que se ejecutan sin una utilidad aparente. Su mayor cuestionamiento se dirige a la ortodoxia económica libremercadista que universaliza la racionalidad de un supuesto homo æconomicus y critica el sinsentido de los gastos improductivos en los cuales incurrirían tales sectores. Así definido, el problema es el modo en que un determinado campo de conocimiento desconoce sus límites y, aún así, intenta definir la lógica, siempre compleja e intrincada, de los comportamientos sociales.

CIENCIAS SOCIALES


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