J l romero (adelanto)

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JosĂŠ Luis Romero


Colección: Historia(s) Director: Fernando Devoto

José Luis Romero: vida histórica, ciudad y cultura / José Emilio Burucúa; Fernando Jorge Devoto; Adrián Gustavo Gorelik; compilado por José Emilio Burucúa; Fernando Jorge Devoto; Adrián Gustavo Gorelik. 1ª edición - San Martín: Universidad Nacional de Gral. San Martín. UNSAM EDITA, 2013. 360 pp.; 15x21 cm. - (Historia / Fernando Jorge Devoto) ISBN 978-987-1435-57-9

1. Historia Argentina. I. Devoto, Fernando Jorge II. Gorelik, Adrián Gustavo III. José Emilio Burucúa, comp. IV. Devoto, Fernando Jorge, comp. V. Gorelik, Adrián Gustavo, comp. VI. Título CDD 982

1ª edición, marzo de 2013 © 2013 José Emilio Burucúa © 2013 Fernando Jorge Devoto © 2013 Adrián Gustavo Gorelik © 2013 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de General San Martín Campus Miguelete. Edificio Tornavía Martín de Irigoyen 3100, San Martín (B1650HMK), provincia de Buenos Aires unsamedita@unsam.edu.ar Diseño de interior y tapa: Ángel Vega Edición digital: María Laura Alori Corrección: Laura Petz Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723 Editado e impreso en la Argentina Prohibida la reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.


José Luis Romero Vida histórica, ciudad y cultura

José Emilio Burucúa Fernando Devoto Adrián Gorelik (editores)



palabras preliminares José E. Burucúa Fernando J. Devoto Adrián Gorelik

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Parte 1 romero y la historiografía argentina

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1 José Luis Romero: una cierta idea de la Argentina Tulio Halperin Donghi 2 En torno a la formación historiográfica de José Luis Romero Fernando J. Devoto 3 Latinoamérica en la obra de José Luis Romero: entre la historia y el ensayo Omar Acha 4 José Luis Romero y la biografía como forma de la historia Ricardo Pasolini

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Parte 2 romero y la historiografía europea

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5 Romero, Historiador de Mentalidades Peter Burke 6 José Luis Romero y la historia del siglo XXI Carlos Barros 7 Tres cuestiones en el análisis de José Luis Romero sobre la revolución burguesa en el mundo feudal y el medievalismo actual Carlos Astarita 8 De Heródoto a Romero: la función social del historiador Julián Gallego

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Parte 3 mundo urbano

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9 Una relectura de Latinoamérica: las ciudades y las ideas de José Luis Romero Natalio R. Botana

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10 De las ciudades burguesas a las masificadas en Romero. Revisión conceptual e impacto historiográfico en América Latina Arturo Almandoz 11 José Luis Romero y el pensamiento urbano latinoamericano Adrián Gorelik 12 Buenos Aires o el sueño de la razón Graciela Silvestri Parte 4 fronteras del conocimiento histórico 13 José Luis Romero y Gino Germani: la inmigración masiva y el proyecto de una comprensión histórico-sociológica de la Argentina moderna Alejandro Blanco 14 José Luis Romero y el exilio republicano en la Argentina Ramón Villares 15 El papel de las artes figurativas y de la música en el concepto de mentalidad burguesa acuñado por José Luis Romero José Emilio Burucúa 16 La perspectiva universalista de José Luis Romero. Una aproximación desde los estudios literarios María Teresa Gramuglio

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PALABRAS PRELIMINARES José E. Burucúa Fernando J. Devoto Adrián Gorelik

José Luis Romero nació en Buenos Aires en 1909 y murió en Tokio en 1977. Insigne historiador, notable profesor universitario, destacado intelectual comprometido con su tiempo, se doctoró en la Universidad Nacional de La Plata con una tesis sobre Los Gracos y la crisis de la república romana. Su principal campo de estudio fue la historia medieval a la que dedicó dos de sus libros mayores: La revolución burguesa en el mundo feudal, publicado en 1967 y Crisis y orden en el mundo feudoburgués, inconcluso a su muerte y editado póstumamente. Se ocupó también de la Argentina y de Latinoamérica, sobre cuya historia escribió dos clásicos fundamentales: Las ideas políticas en Argentina, de 1946, y Latinoamérica: las ciudades y las ideas, de 1976. Fue profesor en la Universidad de la Plata y en la Universidad de la República en Montevideo, rector de la Universidad de Buenos Aires en 1955, más tarde decano y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras donde fundó la cátedra de Historia Social General, un proyecto extraordinario para su época y que aún perdura con fuerza. En 1975, fue convocado para integrar el Consejo Directivo de la Universidad de las Naciones Unidas, con sede en Tokio. Se destacó como un lúcido dirigente en el Partido Socialista argentino. De toda esta vida, de sus trabajos, de la acción que José Luis Romero desplegó como intelectual y gran ciudadano que fue, de su influencia en la civilización argentina a lo largo de los 100 años que han pasado desde la fecha de su nacimiento, se trató en las Jornadas realizadas en Buenos Aires entre el 31 de marzo y el 3 de abril de 2009. Nos toca hacer los agradecimientos que corresponden en ocasiones como esta. A comienzos de 2008, los tres organizadores de este evento concebimos la idea de reunirnos para conmemorar y celebrar el centenario del nacimiento de José Luis Romero. Propusimos el proyecto al señor rector de la UNSAM y tuvimos una acogida entusiasta de inmediato. Vaya entonces nuestro primer agradecimiento a la persona del doctor Carlos Ruta, rector, y a toda la universidad, que puso 9


a nuestra disposición sus profesionales y sus recursos. Que nuestro segundo reconocimiento vaya dirigido a la Biblioteca Nacional, a su director, el profesor Horacio González, a su personal y, particularmente, a Mercedes Dip, curadora de la bellísima muestra sobre Romero que se organizó en el gran salón de ingreso de la Biblioteca. En tercer lugar, digamos que sin el auxilio de los familiares del profesor Romero poco de todo esto hubiera sido posible. A todos ellos, muchas gracias y sobre todo a Luz y Luis Alberto, quienes aportaron datos, objetos, recuerdos de su padre, que resultaron preciosos para la exposición y para el desarrollo de varias ponencias. Gracias también al Comité de Honor, formado por conspicuas personalidades argentinas y extranjeras del mundo universitario, de la política y de los tres poderes del Estado. Por supuesto, sin la generosidad y apertura espiritual de nuestros invitados, los vernáculos y los extranjeros, nuestras Jornadas no habrían tenido el brillo que las caracterizó. El entusiasmo y el interés de los asistentes fueron también acicates para nuestra actividad y a ellos también debemos nuestro agradecimiento. Por fin, nada de todo esto hubiese sido posible sin el auxilio, la perspicacia y la devoción de Frida Hessel, quien estuvo atenta a todos los movimientos y al más mínimo detalle en la organización concreta del congreso. Frida, no nos alcanzan las palabras para transmitirte el peso ni la dimensión de nuestra deuda.

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PARTE 1

Romero y la historiografĂ­a argentina



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José Luis Romero: una cierta idea de la Argentina Tulio Halperin Donghi Muriel MacKevitt Sonne Professor, Emeritus University of California, Berkeley

Es sabido que José Luis Romero se iba a resistir largamente a encerrar su proyecto historiográfico en lo que en 1929, apenas salido de la adolescencia, describió como “el marco reducido de la historia local”1 en el texto deliberadamente desafiante en que daba noticia de su ingreso en el campo de estudios al que había decidido consagrar su vida. Necesitarían pasar catorce años para que en 1943, cuando había publicado ya su primera obra mayor, La crisis de la República romana, consagrada a un tema de historia de la antigüedad clásica, de la que era entonces “un estudioso ferviente”,2 ofreciera su primera contribución significativa a la historiografía de tema argentino con “Mitre: un historiador frente al destino nacional”, una conferencia que, editada en folleto en ese mismo año, cubre hoy cuarenta y dos páginas de tupido texto en la recopilación de ensayos citada más arriba. La fecha es aquí significativa. En 1943 era el entero destino del mundo el que pendía del desenlace de una guerra destinada a dar respuesta final a los dilemas planteados por la inesperada crisis de civilización que, apenas comenzado el siglo XX, había interrumpido el avance triunfal de la liberal y capitalista, en cuyo marco había trascurrido hasta entonces el entero curso de la breve historia de la Argentina como nación. Es en la víspera de ese desenlace cuando Romero acude a la obra histórica de Mitre como a “un alegato irrebatible para la afirmación de nuestra existencia colectiva y de un proyecto madurado para 1 “Los hombres y la historia en Groussac”, en José Luis Romero: La experiencia argentina y otros ensayos. Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980 (en adelante Romero 1980), pp. 283-287, la cita es de p. 283. 2 “A propósito de la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina”, Romero 1980, pp. 2-9, la cita es de p. 3.

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José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura - Parte 1

la construcción de un país en cuya obra fue arquitecto primero, obrero luego, acaso ahora profeta que clama en el desierto”,3 en el que busca y encuentra apoyo para perseverar en la opción que ha sido desde el comienzo la suya, frente a los dilemas que están ya cercanos a resolverse. Pero ocurre que al releer la Historia de Belgrano y de la independencia argentina, a la que ha acudido en busca del espaldarazo que solo podrá conferirle quien encarnaba la figura de un padre de la patria, descubre que tiene frente a sí un monumento historiográfico de inesperada envergadura, en el cual Mitre –como Guizot, cuya influencia Romero sospecha predominante entre “las de los grandes historiadores que constituían sus lecturas predilectas–”,4 inspirado por los supuestos que lo guiaron también en su acción política, ha logrado repetir, en “el marco reducido de la historia local”, la hazaña de aquel en el de la entera historia europea a partir de las invasiones bárbaras. Porque quien en esa hora decisiva lee a Mitre en busca de la guía e inspiración que solo ese padre de la patria podría proporcionarle es también un historiador, que advierte muy bien que si ha encontrado en los textos de Mitre ese perfecto “ajuste entre el pasado y el presente para discriminar la línea del desarrollo futuro” que ha buscado en ellos es porque ese padre fundador de la Argentina moderna fue también un eximio practicante del oficio, que es también el suyo y que había logrado integrar de modo magistral en su relato las muy diversas facetas y dimensiones de un proceso a cuya complejidad hizo entera justicia mientras la hacía también a lo que en todas ellas contribuía a mantener a ese proceso en su unitaria línea de avance. La admiración de colega por una obra en la que veía explicitada, antes aún que legitimada, la idea de la Argentina que no había necesitado articular para apoyarse en ella al definir su proyecto de vida, al revelarle que en él había encontrado a quien había ya realizado esa tarea, y por lo tanto le hacía aún menos necesario explorar un campo en que estaba seguro de saber ya lo necesario para entenderlo históricamente, vino a confirmar su compromiso con un proyecto historiográfico que seguía rechazando limitar al marco local, y lo impulsaba en ese mismo momento a internarse en la historia del Medioevo, de la que iba a hacer su principal campo de trabajo en las siguientes décadas. La convicción de que en ese otro campo más reducido, Mitre 3 “Mitre, un historiador frente al destino nacional”, Romero 1980, pp. 231-273, la cita es de p. 253. 4 En el lugar citado, nota 3, p. 249.

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José Luis Romero: una cierta idea de la Argentina

había hecho ya lo esencial no lo había abandonado cuando aceptó la invitación para preparar la colección Tierra Firme, que acababa de lanzar el Fondo de Cultura Económica, el volumen consagrado a Las ideas políticas en la Argentina, que vio la luz en 1946, en la estela del triunfo que la revolución peronista acababa de revalidar en la arena electoral, en febrero de ese año. Y no lo había abandonado tampoco en 1975, cuando le tocó celebrar la aparición de la quinta edición de ese mismo libro ante un reducido público integrado por sus amigos más cercanos, en un país que vivía la sangrienta agonía de la primera restauración peronista, cercana ya a su trágico desenlace, en que hubiera sido inoportuno encarar otra celebración menos discreta. Eso explica el tono confidencial con que se refirió a su deuda con la visión histórica de Mitre, donde partiendo de la premisa de que “la historia argentina la inventó Mitre, digamos la verdad” agregaba a ello que este había cumplido esa tarea de modo tan eficaz que no solo “durante mucho tiempo la Argentina no ha tenido más que esa visión” de su propio pasado, sino que aún en el presente “el período al que llegó Mitre sigue signado por la mirada de Mitre”, para concluir invitando a buscar la contribución original del libro, cuya reedición se celebraba en su tercera parte, dedicada a la etapa que no solo no había sido alcanzada por la mirada histórica de Mitre, sino que no había sido aún incorporada al territorio de la historia, al que había hallado en estado “absolutamente informe”. Necesitado de introducirla plenamente en ese territorio, se puso a la tarea de “sistematizar el período que comienza en 1880, y ponerle una designación [‘La Argentina aluvial’] que aludía al fenómeno que le parecía decisivo y fundamental de ahí en adelante, tal la metamorfosis que en la sociedad argentina opera la inmigración”.5 Es en esa empresa sistematizadora que no sabe si atreverse a decir que “ha constituido un marco de referencia para mucha gente”, cuando sabe perfectamente que está en la base misma de la visión retrospectiva de la experiencia argentina en que se apoyan las ciencias sociales, entonces en pleno desarrollo en el país. Esto es lo que recuerda con más orgullo de esa su breve incursión en el campo de la historia patria, luego de su retorno al campo de la historia medieval, en el que sigue concentrando sus indagaciones tres décadas más tarde. No había pasado más de un año desde que reiterara así su identificación sin reservas con la visión histórica de Mitre cuando, en una carta a Javier Fernández, le confesaba “he estado pensando dónde y cómo 5 En el lugar citado, nota 2, pp. 7-8.

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José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura - Parte 1

dar una conferencia sobre Sarmiento historiador, estableciendo su calidad de cabeza de una línea historiográfica distinta de la de Mitre, pero paralela; estableciendo su filiación hacia atrás, quizá pensando –esto es un secreto– en su posteridad, a la que me honro en pertenecer”.6 Pero si solo en 1976 había tomado conciencia de esa filiación alternativa, ya en el libro publicado treinta años antes, su visión se había apartado en más de un punto central de la de Mitre, y si solo ahora lo descubría era porque solo cuando el desenlace, que estaba en el horizonte el año anterior, había ya inaugurado una etapa en que el horror alcanzó extremos no solo desconocidos, sino inimaginables hasta sus mismas vísperas, terminó de disiparse el imperio que sobre él había ejercido esa informulada idea de la Argentina, que desde el momento mismo de su ingreso en el mundo había ofrecido el aval para el programa de vida que ya entonces se había trazado. Parece aquí llegado el momento de preguntarse por las razones que hicieron que esa idea de la Argentina siguiera gravitando tan largamente sobre Romero, pese a todo lo que en su experiencia de vivir en ella hubiera podido invitarlo a poner en duda su validez. Creo que aquí se hace necesario plantear esa pregunta en dos niveles distintos, considerando en primer lugar la idea de la Argentina inscripta en el compartido sentido común de quienes debían convivir en ella (que tenía mil maneras de grabarse en quienes, desde el momento mismo de ingresar en el mundo, comenzaban el aprendizaje de las pautas de convivencia que ese sentido común había inspirado) para luego examinar lo que de ella estaba presente en la que Romero había hecho suya cuando creyó encontrarla explícitamente formulada en la obra histórica de Mitre. Decir que el motivo central en ella era una fe sin fisuras en el destino nacional es usar términos demasiado solemnes para designar lo que se acercaba más bien, a una serena confianza en que en la Argentina, ni aun las peores adversidades, lograban detener por mucho tiempo a la fuerza incontenible que empujaba su economía y su sociedad hacia arriba y hacia adelante. Fue ese el descubrimiento de Sarmiento, quien –tal como comentó luego ácidamente Juan María Gutiérrez– en Facundo ofreció el retrato de un país del que solo conocía uno de sus patios interiores, cuando se estableció en Buenos Aires, y lo que allí vio le bastó para persuadirse de que “con la guerra, la paz, la dislocación o

6 “Sarmiento, un homenaje y una carta, 1976”, en Romero 1980, pp. 219-220, la cita es de p. 219.

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la unión este país marcha, marchará”.7 Pero mientras Sarmiento había temido que ese descubrimiento desconcertante lo estuviera llevando a conclusiones que a él mismo lo espantaban, Mitre había construido sobre él su entera narrativa histórica, y le había agregado más de un corolario, cuyo eco es fácilmente reconocible en la idea de la Argentina que estaba destinado a hacer suya, quien allí hubiera nacido en 1909. Convencido Mitre de que la economía capitalista en avance, desde su foco inicial en el Atlántico Norte estaba preparada para apoyarse cada vez más en las tierras templadas de ultramar para satisfacer las necesidades de alimentos de ese foco originario, y de que ello ofrecía a la Argentina la oportunidad de crear en sus tierras litorales (que encierran una de las más extensas praderas naturales del planeta) el núcleo de un país que aún carecía de él en lo que hasta la víspera no había sido mucho más que un desierto. El ritmo vertiginoso con que fue preciso llevar adelante esa construcción de las estructuras no solo económicas, sino también sociales, políticas, administrativas y culturales, que harían por fin de la Argentina un país a la altura de los tiempos, aseguraba de antemano que los resultados serían -demasiado a menudo- defectuosos, pero experiencias pasadas permitían esperar con firme confianza que esos defectos, por otra parte inevitables, fueran corregidos cuando a pesar de ellos la Argentina continuara avanzado en su marcha hacia objetivos cada vez más ambiciosos (de nuevo Sarmiento había encontrado una fórmula más contundente para decir lo mismo, cuando dictaminó que en ese momento argentino las cosas había que hacerlas, mal si eso era necesario, pero aun así hacerlas). Luego de que esa seguridad de que, aunque había mucho en la Argentina que no era lo que hubiera debido ser, no había motivo para dudar de que el país seguía avanzando en el buen camino, se viera cruelmente desmentida por el súbito cambio de fortuna, que trajo consigo la crisis económica mundial abierta en 1929, Eduardo Mallea le reprocharía el haber incitado a los herederos ingratos de un esfuerzo de construcción de un nuevo país, que no había aún alcanzado su meta a concluir, que había llegado la hora de gozar de lo que otros habían ya construido con su esfuerzo, en la seguridad de que ese impulso, que a lo largo de más de medio siglo se había reflejado en avances cada vez más amplios, se encargaría por sí solo de asegurar el éxito final de ese gigantesco proyecto de ingeniería social. Mallea celebraba en cambio, a 7 “Carta a Mariano de Sarratea” fechada el 20/V/1855, en Tulio Halperin Donghi: Proyecto y construcción de una nación. Buenos Aires, Ariel, 1995, pp. 266-267.

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los ciudadanos de un “país invisible”, que se apartaban de esa improvisada elite de gozadores y, que al encarar con una seriedad casi sacerdotal las tareas a las que en los más diversos campos su vocación los había atraído, proseguían en el silencio y la oscuridad la de construcción nacional de la que esa elite había desertado. Entre ellos hubiera ubicado sin duda a Romero, si sus exploraciones de la Argentina profunda le hubieran dado la ocasión de encontrarlo, y eso hace pertinente reflexionar aquí, por un momento, sobre un rasgo en la actitud de esos ciudadanos de la Argentina invisible, que Mallea no había encontrado en absoluto problemático. Era esta su decisión de elegir la marginación más bien que el desafío a quienes, desde la cumbre de las jerarquías políticas, sociales, económicas y culturales de la Argentina, fingían seguir guiándola en el esfuerzo por realizar un proyecto de nación, que traicionaban minuciosamente todos los días, convencidos como estaban de que la habilidad con que estos habían sabido arrastrar a un país entero a aceptar como válida una grosera impostura que condenaba de antemano al fracaso cualquier intento de trabar un combate político (o quizá solo ideológico) contra quienes habían logrado imponer, en ambas arenas de conflicto, unas reglas del juego que hacían del todo imposible derrotarlos. Pero si la renuncia a una lucha frontal se acompañaba de la opción por una alternativa, que exigía esfuerzos y sacrificios no menos extremos que el combate al que se había renunciado, era porque al desaliento ante ese presente argentino lo acompañaba la implícita confianza en que las taras que descubrían en él no iban a impedir el acceso a un futuro en el que, tanto ellos como la Argentina, cosecharían los frutos de esos esfuerzos silenciosos y solitarios. Esa convicción de que las imperfecciones propias de una construcción nacional que había avanzado a ritmo vertiginoso no impedirían a la Argentina coronarla exitosamente, que ofrecía la premisa informulada pero indispensable para dotar de sentido a los proyectos de vida que ambicionaban realizar esos ciudadanos del país invisible, la ofrecía también para la idea de la Argentina que Romero había hecho suya, y que en 1943 iba a descubrir explícitamente articulada en la narrativa histórica de Mitre. Pero, puesto que Romero se apoyaba en ella para llevar adelante un proyecto historiográfico que abarcaba la entera historia occidental (y en que la historia nacional y aun la hispanoamericana no tenían lugar alguno) no necesitaba incluir mucho más que esa premisa en esa implícita idea de la Argentina, en la que sin advertirlo siquiera, se apoyaba al decidir jugar su destino en una apuesta que sabía extremadamente riesgosa. 18


José Luis Romero: una cierta idea de la Argentina

En 1929, el breve ensayo sobre los hombres y la historia en Groussac, en que Romero convocaba a un debate en torno al modo en que en la Argentina se indagaba sobre la historia de la Argentina, revelaba hasta qué punto los problemas específicos de la historia nacional no eran todavía un tema que le interesara explorar. No solo lo sugiere, así que planteará ese debate como una confrontación entre dos maneras de abordar el trabajo histórico, que en ese mismo momento estaba siendo planteada en parecidos términos entre quienes lo practicaban en los más variados rincones del planeta. Más significativo me parece que mientras no necesitó marcar ninguna divergencia con la idea de la Argentina implícita en los escritos de los integrantes de la Nueva Escuela Histórica (ya que les reprochaba no tener ninguna, tampoco lo hizo en sus admirativos comentarios a la obra de Groussac), a la que celebraba en términos que no dejaban duda de que no había encontrado motivo alguno para disentir la imagen de la experiencia histórica argentina, que sí estaba presente en ella, y que difería en aspectos esenciales de la que –aunque él mismo no lo advirtiera– tenía ya en su mente (así fuera en esbozo), cuando se preparaba a encarar esa exploración del entero arco de la historia de Occidente a la que había decidido dedicar su vida. Y que ya entonces, así permaneciera ella informulada, había comenzado a gravitar decisivamente sobre ese proyecto que no le había asignado lugar alguno en su temática. Del mismo modo que en Sarmiento, esa idea no reflejaba mucho más que la convicción de vivir en un país que “marcha, marchará”, que se imponía con la fuerza de la evidencia a quienes compartían la experiencia de vivir en él, pero a la vez, del mismo modo que en Mitre, el éxito del proyecto de construcción nacional al que se había lanzado la Argentina al mediar el siglo XIX –que no era otra cosa lo que esa convicción daba por descontado– le ofrecía la más decisiva de las validaciones para las promesas de una filosofía de la historia que, aunque permanecía también ella informulada, guiaba con mano segura el itinerario de su exploración de la que era entonces conocida como historia universal. Esa seguridad le permitiría a Romero abrirse muy libremente a las sugestiones que le llegaban del momento en que le tocaba vivir, y que no chocaban con la que era por entonces la premisa casi única en que se apoyaba su idea de la Argentina. Entre ellas iban a ser las primeras las que lo marcaron con más fuerza y grabaron para siempre en su memoria una imagen de la década del veinte, en cuyas postrimerías se incorporó a la vida de las ideas, como el momento en que una entera 19


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concepción del mundo había terminado de morir, y se disputaban el terreno que ella acababa de dejar vacío, las más variadas propuestas alternativas, en un entrechocar de ideas e ideologías, intuiciones y sugestiones “ante cuya efervescencia –afirmaba en un texto inédito datado de 1969– empalidecen los años del llamado renacimiento”; en el que “se plantearon bajo su primera fisonomía los problemas que hoy –el hoy de 1969– constituyen nuestras preocupaciones”.8 Tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, los antagonistas enfrentados en esos choques estaban convencidos de vivir en la que José Carlos Mariátegui celebró como una hora matinal. Pero mientras que en aquel gravitaba con peso abrumador la memoria de la primera de las grandes guerras del siglo XX, como la de una insensata carnicería en que la juventud de Europa había sido diezmada, como consecuencia de la criminal frivolidad de la provecta clase gobernante, que en 1914 regía los destinos de Europa, y eso hacía que la impaciencia por superar ese pasado, tenido igualmente por muerto en ambas orillas del Atlántico, se apoyara, en la europea, en un colérico rechazo de la herencia de esa civilización liberal y capitalista que había cerrado un siglo de avances triunfales con ese criminoso gesto suicida. En la hispanoamericana, la ausencia de ese amargo temple colectivo entregaba el entero primer plano a una optimista apertura hacia el futuro, relegando la aspiración de superar el pasado a la posición de un corolario demasiado obvio para movilizar sentimientos de intensidad comparable a los que suscitaba en el Viejo Mundo. Se entiende entonces que Romero haya podido reconocer en el torbellino de diálogos y debates de la década en que se abrió al mundo de las ideas, un signo de que le tocaba vivir un momento particularmente apasionante en ese avance hacia un futuro venturoso, que era la promesa de la informulada filosofía de la historia, que en 1943 iba a reconocer, también allí informulada, en la narrativa histórica de Mitre. Pero la fe en esa promesa, que Romero debía a su experiencia de vivir en la Argentina, se integraba con otras sugestiones brotadas de esa misma experiencia que lo preparaban ya a hacer suya una narrativa de la historia nacional que, como se ha recordado más arriba, iba a apartarse en algunos aspectos nada secundarios de la de Mitre. Entre ellas las que provenían del modo particular con que el Zeitgeist de la que entonces se conocía como la posguerra repercutía en un país que se descubría cercano a coronar exitosamente el proyecto de 8 Citado por Luis Alberto Romero en su presentación de José Luis Romero. La crisis del mundo burgués. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 8.

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construir, desde sus cimientos, una nación nueva sobre el molde de las más avanzadas de Europa, cuando la gran guerra y su herencia de calamidades invitaban por primera vez a preguntarse sobre la validez de ese objetivo, y en consecuencia, no solo, echar una mirada menos prevenida sobre la herencia que la Argentina compartía con el resto de las naciones iberoamericanas (y que hasta casi la víspera había juzgado urgente sepultar bajo la mole de lo construido en el último siglo), sino considerar la posibilidad de que en un mundo que luego de atravesar esa inmensa tormenta se rehusaba a volver a su quicio, compartiera también con estas un futuro que, precisamente porque se anunciaba más incierto que nunca, ofrecía a esas naciones la posibilidad de constituirse en interlocutoras de pleno derecho en el debate que a través de mares y continentes comenzaba a entablarse en torno al rumbo que podría permitir a la humanidad dejar atrás la encrucijada en que se descubría prisionera. En el momento en que Romero abordó sus estudios universitarios en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata la gravitación de esa apuesta renovadora, inspiradora del movimiento estudiantil, que aspiraba a hacer de la reforma de la institución universitaria el punto de partida de una más vasta trasformación de la sociedad, cuyos ecos, diez años después de su eclosión en Córdoba, habían alcanzado a la entera Hispanoamérica, se hacía sentir con particular intensidad en la universidad platense, nacionalizada y en rigor vuelta a fundar en 1905, en la que no habían alcanzado a arraigar esos legados tradicionales que el reformismo anhelaba abolir. Desde que en 1922 las fuerzas reformistas elevaron a su presidencia a Alfredo L. Palacios, cuya elección en 1905 para ocupar una banca de diputado en el Congreso nacional había sido la primera de un candidato socialista en un parlamento del Nuevo Mundo, y que desde entonces había ganado una vasta popularidad, como el más elocuente de los oradores políticos y parlamentarios de su país y de su siglo. Este hizo de su despacho presidencial una tribuna desde la cual su incansable prédica, inspirada en los motivos latinoamericanistas y antiimperialistas del movimiento de reforma, iba a resonar por todo el mundo hispánico, mientras los apóstoles peruanos del credo político que inspirándose en esos mismos motivos había articulado Víctor Raúl Haya de la Torre ganaban creciente influencia entre sus camaradas del estamento estudiantil. Pero sin duda más que todo eso, lo que influyó sobre quien en ese momento ingresaba en su Facultad de Humanidades fue la enseñanza y el ejemplo de dos maestros, que iban a dejar en él una marca muy pro21


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funda; mientras Pedro Henríquez Ureña, el eminente filólogo oriundo de la República Dominicana, marcado desde muy pronto en su experiencia de vida por las duras secuelas que tuvo para su país el creciente intervencionismo de los Estados Unidos en tierras centroamericanas y caribeñas, y poco más tarde por su muy activa participación en las iniciativas culturales y los proyectos educativos del México revolucionario, lo ganó para siempre para una versión del credo hispanoamericanista y antiimperialista, no menos militante pero infinitamente más rica y matizada, que quizá por esa razón hallaba más persuasiva que la favorecida por la prédica de ese eximio orador y parlamentario que fue Palacios, o por la de ese formidable agitador de masas que fue Víctor Raúl. De Alejandro Korn iba a hacer suya la visión de la experiencia histórica argentina, que este habría de desplegar en los capítulos tardíamente reunidos en un volumen en 1936, bajo el título de Las influencias filosóficas en la evolución nacional, pero publicados separadamente en su mayor parte, entre 1912 y 1914. En ellos Korn descubría como fuerza impulsora a lo largo de toda esa experiencia, una siempre renaciente tensión entre los anhelos de renovación y las resistencias retrógradas. En ambos aspectos, como se ve, esa postura se apartaba de la de Mitre, que resumía la entera historia de la que llegaría a ser la Argentina, como la de una tentativa afortunada de crear un rincón de Europa en un vacío pedazo de ultramar, que tenía como corolarios, por una parte, la negativa a reconocer ningún elemento común entre esa experiencia y la dominante en una Hispanoamérica surgida de una brutal empresa de conquista y marcada desde entonces, por la cruel dominación que los herederos de esa siniestra hazaña ejercían sobre las poblaciones sojuzgadas, como consecuencia de ella; y por otra, una imagen del proceso histórico argentino como un desplegarse en el tiempo de un único principio, presente ya en potencia desde su momento inicial, que al postular que en ese país afortunado la permanente apuesta por el futuro estaba avalada por un mandato vigente desde sus más remotos orígenes, excluía toda posibilidad de hacer de la lucha entre dos principios opuestos, el resorte dinamizador de ese proceso mismo. Si ya treinta años antes de 1976, año en que Romero declaró su discrepancia, con la perspectiva de Mitre esa discrepancia quedaba explícitamente registrada en el texto de Las ideas políticas en la Argentina. Hasta ese momento solo es posible intentar inferir su presencia a partir de lo que pueden sugerir sobre este punto las posiciones por él asumidas en el campo de la historia de la antigüedad grecorromana, de las que era entonces estudioso ferviente. Y conviene aquí detenerse un po22


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co en este, su punto de partida en este campo más amplio, porque en él maduró ya un modo de aproximación al proceso histórico que iba a ser sustancialmente el mismo a lo largo de toda su obra, tanto cuando la colocaba sin reserva alguna bajo el signo de la historia de la cultura, como cuando vino a sumársele el de la historia social. Se recordará que se sintió atraído primero por el tema desde una perspectiva propia de la historia de la cultura, en el sentido más estricto; al abordar el estudio de la crisis de la república romana aspiraba ante todo a explorar la huella del impacto, que en su dimensión política había tenido el contacto de Roma con la cultura griega cuando, tras su victoria en la Segunda Guerra Púnica, comenzaba a expandir sus dominios más allá de Italia. Pero ese interés originario (que lo llevaría a dedicar una extensa monografía a la exploración de los problemas teóricos y metodológicos implícitos en el tema)9 iba a articularse bien pronto con el que despertaron en él otras dimensiones de ese proceso expansivo, en primer término, entre ellas, las transformaciones que este estaba introduciendo en la estructura de la sociedad romana, lo que promovía al centro de su temática a la política y sus conflictos, que ofrecían el terreno en que las modalidades de esa articulación iban a decidirse. Hoy el vocabulario de nociones que utilizaba Romero al encarar esos conflictos puede parecer decididamente anacrónico; a partir de la contribución de Karl Polanyi hemos sido tan insistentemente advertidos de que la historia de la antigüedad grecorromana no ofrece un ensayo general de la de la Europa medieval y moderna, que expresiones como la de clases capitalistas y proletarias pueden inspirar cierta alarma. Injustificada, por cierto; basta leer unos pocos renglones de La crisis de la República romana para advertir que esas clases no tienen casi nada en común con aquellas cuyos conflictos pesaron tanto en la historia del siglo XX; es en cambio la ya mencionada promoción de la arena política al centro de la escena histórica, la que refleja hasta qué punto los dilemas del presente orientaban la mirada que Romero dirigía al mundo grecorromano. Ya al abrirse el siglo XX, había comenzado a avanzar la conciencia de que el conflicto político era algo más que un epifenómeno que permitía al historiador desentrañar el sentido de las trasformaciones que realmente contaban, y que le era preciso bucear en otras dimensiones menos transparentes de la experiencia colectiva, y desde Maurras hasta Lenin, hubo quienes dedujeron de esa intuición 9 José Luis Romero. Bases para una morfología de los contactos de cultura. Buenos Aires, Institución Cultural Española, 1944.

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conclusiones que iban a guiar su acción, pero iba a ser solo en la segunda década de la entreguerra, cuando en medio de los desconcertantes golpes de escena que se sucedían a un ritmo cada vez más afiebrado, en una enloquecida arena política, el mundo se deslizaba hacia una catástrofe bélica, más auténticamente universal, que la desencadenada en 1914. Esa centralidad de la dimensión estrictamente política podía parecer, más bien que una conclusión del observador de ese trágico avance, un irrecusable dato de la realidad que tenía ante sus ojos. Romero era del todo consciente de la afinidad entre los dilemas que había debido afrontar la república romana en la crítica coyuntura que se había propuesto estudiar, y la que afrontaba el mundo en la coyuntura que le tocaba vivir. Así lo reflejan los siete artículos en los que, entre 1940 y 1941, examinó en el semanario Argentina Libre, 10 los dilemas que planteaban a la Argentina y a Latinoamérica un conflicto mundial, que era a la vez una versión secularizada de las pasadas guerras de religión, en que es constante la referencia a las modalidades con que dilemas análogos fueron encarados en el mundo clásico. Pero si al espectáculo que le ofrecía ese atroz presente podía deber esa conciencia, cada vez más viva, de que era en la arena política donde se dirimían los conflictos que anidaban en la sociedad, y de que el desenlace que estos alcanzaban dependía de la pericia de cada uno de los contrincantes en el empleo de las armas específicas de la política, a la vez seguía gravitando sobre él, con la fuerza de siempre, la noción de que los dilemas que se dirimían en esa arena hundían sus diversificadas raíces en un terreno mucho más amplio, en que enteras sociedades vivían incesantes transformaciones, acompañadas por las de las representaciones colectivas de quienes las integraban. Esa doble toma de conciencia está constantemente presente en el trasfondo de su estudio sobre la crisis de la república romana; en él celebra la búsqueda exitosa de una fórmula política adecuada, tanto a las transformaciones sufridas por una sociedad, en que a medida que sus conquistas territoriales trasforman a Roma en un centro imperial, gana en influencia y fortuna el grupo que tiene en sus manos el crédito usurario a las comarcas dominadas y exigidas de muy pesados tributos, cuanto a la ambigua fascinación, que despierta en ese pueblo conquistador, el espectáculo ofrecido por los de más alta civilización que en el Mediterráneo oriental Alejandro había unificado ya bajo su mando. Porque aunque hay mucho en él que lo invita a emularlo, 10 Incluidos en Romero 1980, pp. 413-441.

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advierte muy bien que si está logrando someterlo a su dominio es porque ha sabido retener, hasta entonces, las rudas virtudes propias de su comparativo primitivismo. Lo que Romero encuentra digno de celebrarse es en suma, la “genial previsión” con que los hermanos Tiberio y Cayo Graco supieron anticiparse, en un siglo, a la solución que Augusto iba a dar a esa ecuación con demasiadas incógnitas, cuando logró persuadir a los romanos de que con la instauración del principado había coronado la restauración de las instituciones republicanas llevadas al borde de la destrucción por la guerra civil, y de que la normalización del funcionamiento de las asambleas incluidas en estas, tras de su reestructuración sobre bases censitarias, no suponía la instauración de un orden sociopolítico radicalmente nuevo e inequívocamente plutocrático, sino la restauración, también en este aspecto, de la vigencia del que había acompañado el ascenso del poderío romano cuando esas virtudes estaban aún intactas. Si es suficientemente claro que el interés que, como tema historiográfico, había despertado en Romero el conflicto entre la lealtad debida por el ciudadano a la comunidad política a la que pertenece y la que otorga a una facción activa no solo en ella, tal como este se planteó en la antigüedad grecorromana debía mucho al resurgimiento de ese dilema primero en la Europa de la tardía entreguerra, pero pronto también en el más cercano ámbito argentino, es necesario todavía preguntarse si en los planteos que allí desarrolló es posible rastrear algo de los que, sin haberlos encarado aún como tema de investigación histórica, orientaban quizá ya su visión del pasado tanto como del presente de Hispanoamérica y la Argentina, y que iban a aflorar muy poco después en Las ideas políticas en la Argentina. Hay dos rasgos de la narrativa que Romero desenvuelve en ese libro, que invitan a una conclusión afirmativa. Uno es su visión del proceso que narra, que lo imagina orientado hacia una meta que cumple en él la función de una causa final, cuya presencia en la visión histórica de Mitre iba pronto a subrayar en el ensayo que le dedicó, y en el que –como iba a objetarle en un extenso comentario epistolar Giovanni Turin, durante su exilio argentino– había decidido ignorar que la instauración del principado por Augusto no marcó el punto de llegada de la crisis abierta junto con los primeros avances de Roma hacia el dominio del mundo mediterráneo, sino uno de los de inflexión de un proceso mucho más extenso, que solo había de cerrarse con el eclipse final del poderío romano. La curiosa indiferencia que Romero mantenía frente a un dato de la realidad, que desde luego conocía perfectamente, refle25


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jaba, me parece, la fuerza que sobre él ejercía esa visión optimista del proceso histórico, que era entonces patrimonio común de los argentinos, pero no sé si no pesaba aún más en ella, esa otra fuente de optimismo, que en Romero brotaba del fondo mismo de su personalidad, y que (del mismo modo que en Mitre) no era fácil decidir si reflejaba una ciega confianza en el mundo o una bastante menos ciega, en su propia capacidad de afrontar sus desafíos. Había a la vez, otro rasgo en su visión de la crisis de la república romana, que creo reflejaba más inequívocamente su deuda con la entonces dominante de la experiencia histórica argentina, con cuyo enfoque frente a la problemática de la acción política compartía una premisa esencial. Era dicha premisa la que postulaba que para que un proyecto político alcanzase éxito era condición imprescindible (y a veces parecía sugerirse que también suficiente) que se apoyase en una visión precisa y certera de los específicos problemas que cada hora plantea. De nuevo, Mitre lo había sugerido así en su Historia de San Martín, que tiene por subtema casi permanente un retorno al clásico debate sobre la gravitación que virtud y fortuna ejercen sobre la marcha de la historia. Su conclusión es aquí que para que la virtud influya eficazmente en el proceso histórico debe comenzar por percibir el rumbo que este ha tomado, y consagrarse a facilitar su avance en esa dirección; porque San Martín así lo entendió instintivamente, este hombre cuyas limitaciones Mitre tiende a exagerar más bien que a disimular, logró dejar en la historia latinoamericana una huella más profunda y duradera que la de Bolivar. Nada sugiere sin embargo, que en este punto Romero deba su inspiración a la Historia de San Martín, que solo cita cinco veces en su ensayo sobre Mitre historiador, cuyas ciento y una notas a pie de página no dejan duda de que, para su argumento central se ha apoyado, de modo casi exclusivo, en su lectura de la de Belgrano y del gran discurso sobre Rivadavia. En su imagen de la crisis de la república romana es, en cambio fácil, reconocer la figura que el texto fundador de la generación de 1837 trazaba sobre la que aquejaba a la Argentina en la etapa posrevolucionaria: para Echeverría y Alberdi era la justeza del diagnóstico que habían propuesto para esta última crisis, lo que los capacitaba para señalar el camino justo para superarla, y a la fe que seguían depositando en esa premisa debieron aferrase para no desesperar frente a los reveses que iban a acumularse en su camino durante la siguiente década. Cuando salió a la luz Las ideas políticas en la Argentina (leemos en el colofón que ello ocurrió el 28 de diciembre de 1946, en una edición al cuidado de Daniel Cosío Villegas), Romero sabía que se había 26


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abierto ya para él una etapa que se anunciaba igualmente pródiga en reveses, y sus alusiones a esa situación sugieren que buscaría las razones para no desesperar, sin acudir para ello, a la premisa que se las había proporcionado a los corifeos de la generación de 1837; cuando escribió ese libro –confía a sus lectores en la Advertencia inicial, fechada en junio de 1946– era presa de “la ansiedad de quien se juega la vida confundido con una multitud cuyos pasos no sabe quién dirige”.11 Pero en el Epílogo de una narrativa que clausuró en 1930, con la revolución que en ese año había puesto fin a la primera experiencia democrática que conoció la Argentina, y que intituló “Sobre los interrogantes del ciclo inconcluso”, muestró tener una opinión muy clara acerca de los dilemas que ese episodio desdichado había dejado en herencia al presente y una opinión no menos clara, acerca de cuál de las alternativas propuestas para superarlos deseaba ver emerger victoriosa; lo que diferencia su actitud de la de Echeverría o Alberdi es que, a esa altura del siglo XX, se hacía difícil depositar (en cualquier filosofía de la historia la maciza) fe que en la centuria anterior había agregado una, no siempre confesada, dimensión profética a cualquier mirada al pasado. El diagnóstico de la situación en que, desde entonces, se debate la Argentina la atribuye a “influencias extrañas [que] han comenzado a sentirse más próximas cada vez; sobre las tendencia políticas tradicionales han comenzado a obrar las ideologías que germinaron en Europa después de la primera guerra mundial. Así, al tiempo que algunos sectores conservadores, antaño liberales, evolucionaron hacia un ‘nacionalismo’ aristocrático y fascista, ciertos núcleos populares, antaño democráticos, no ocultaron sus simpatías hacia algunos de los principios de la demagogia fascista, en la que parecía retoñar el viejo autoritarismo criollo”, mientras subsistían como alternativa a esos “conjuntos de ideología híbrida… los núcleos de las fuerzas tradicionales, encarnadas en un conservadorismo y un radicalismo de esencia democrática y liberal”, pero también la que se encarnaba en el socialismo argentino, que “firme en los puntos fundamentales de su doctrina… ha procurado compenetrarse con la tradición liberal que anima las etapas mejores de nuestro desarrollo político”, y ha logrado por ello “levantar la bandera de la democracia socialista, sin abandonar ninguna de las consignas fundamentales en cuanto a los bienes de producción, pero manteniendo, al mismo tiempo, las conquistas 11 José Luis Romero. Las ideas políticas en la Argentina. México, Fondo de Cultura Económica, 1946, p.11.

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que considera decisivas en el plano de la libertad individual”,12 que no quería ocultar a sus lectores, que era también la suya. Aquí caben dos observaciones; una es que Romero no eliminó de su visión histórica todo atisbo de futuro, ya que su apuesta socialista no tendría sentido si no creyera que la alternativa sigue abierta. La otra es que la hibridez que caracterizaba a las dos corrientes que veía predominar en el escenario político argentino, reflejaba hasta qué punto veía en el episodio de 1930, el momento en que el proceso histórico argentino perdió el rumbo, que Romero, en la estela de Mitre, veía avanzar a través de un juego de antítesis destinado a culminar en una síntesis capaz de integrar y a la vez superar a ambas. Sin duda, la antítesis no es la misma que en Mitre; es precisamente en este punto donde se revela la que Romero describirá en 1976, como su opción por Sarmiento, quien en Facundo encarnó, de modo inolvidable, a través de las contrastadas imágenes de Córdoba y Buenos Aires, la antítesis entre espíritu autoritario y liberal, en la que él mismo iba a encontrar un siglo más tarde la clave que buscaba para su exploración del entero curso de la historia argentina. Pero, se ha visto ya, solo en 1976 iba a descubrir hasta qué punto esa discrepancia había alejado su visión sobre la experiencia histórica argentina de la de Mitre; todavía un año antes, cuando proclamaba que la historia argentina la había inventado Mitre y por lo tanto, solo al abordar la etapa que este no había alcanzado a cubrir, había hecho obra verdaderamente original, no advertía que su deuda con el autor de la Historia de Belgrano era aún más pesada, porque la narrativa que había destinado a continuar en el tiempo a la de Mitre compartía con ella su premisa central; Romero se apoyaba, como Mitre, en una apuesta sobre el futuro en la que debía alcanzarse la síntesis superadora de los dilemas planteados en el curso del tercer ciclo histórico, cuya exploración había abordado, y que veía anticipada en el proyecto socialista al que por esa razón brindaba su apoyo. Pero –se ha visto ya– si el momento de esa síntesis no había llegado aún no era porque las posiciones antagónicas que esta debía reconciliar no estaban aún maduras para ello, sino porque el triunfal ingreso en escena de esas dos corrientes, cuya hibridez Romero subrayaba insistentemente, había abierto en ese avance del pasado al futuro un paréntesis, que era imposible adivinar cuándo habría de cerrarse. Pero se negaba a considerar siquiera la posibilidad de que fuese algo más grave que eso, en la esperanza de que alguna peripecia tan imprevisible como 12 Romero, op. cit., nota anterior, pp. 209-210.

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la que había abierto ese paréntesis, viniera a cerrarlo y le permitiera retomar su papel en ese avance momentáneamente interrumpido, en el punto mismo en que esa interrupción lo había obligado a abandonarlo. Sin duda, esa esperanza puede parecer un recurso casi desesperado para evitar caer en una terminal desesperanza, pero ciertamente en Romero no reflejaba ese temple de ánimo, y si el futuro que Mitre proclamaba garantizado desde el origen de los tiempos, por un decreto de la Providencia en Romero se había reducido a objeto de una apuesta, que aceptaba de antemano que podía resultar perdedora, era menos porque su optimismo fuese más firme que el de Mitre que porque, como sabía muy bien, en el siglo XX un historiador que quería ser tenido por respetable no podía permitirse las derivas al terreno de la profecía, que no habían estado vedadas a sus colegas del XIX. Ese optimismo que no osaba decir su nombre se apoyaba por otra parte, en algo más que en un rasgo de su temperamento: no solo al volver su mirada a la Argentina, Romero creía tener razones muy sólidas para no reaccionar frente a los conflictos que iban a vivirse en la estela de la Segunda Guerra Mundial, con la alarma con la que había seguido los avances de los que la habían precedido. A su juicio, puesto que –como estaba plenamente convencido– era ya impensable una restauración lisa y llana de la civilización liberal y capitalista, que había conquistado casi por entero el planeta en el medio siglo anterior a la Primera Guerra Mundial, del mismo modo en la Argentina, también en el escenario más amplio en que se libraba la guerra fría, se enfrentaba una alternativa que aspiraba a injertar el socialismo en el tronco de la democracia liberal, con otra que buscaba apoyarse para construir el socialismo en una más antigua tradición autoritaria, y Romero estaba lejos de creer que esos dos conflictos entre alternativas que no eran, esta vez, total ni exclusivamente antagónicas, se orientaran necesariamente hacia un desenlace catastrófico. Le hizo sin duda más fácil sobrevivir sin excesiva amargura a su separación de la universidad (y de todas las instituciones decentes del estado argentino), el inesperado descubrimiento de que su forzada reorientación hacia otras actividades no le impedía llevar adelante el ambicioso plan de trabajo que se había fijado en el campo de la historiografía medieval, en el que por otra parte, su presencia comenzaba a ser reconocida en ámbitos más amplios que el de su país nativo, en el que solo el contacto con el Instituto de Historia de España, dirigido por don Claudio Sánchez Albornoz, abría una brecha en el muro que lo separaba del mundo académico. Pero su maduración como estudioso 29


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de historia medieval, que avanzó en paralelo con el perfilamiento, cada vez más acusado, de su figura como la de un intelectual público cuyas opiniones comenzaban a ser escuchadas en un país, en cuyo horizonte se acumulaban los signos de otra tormenta no menos intensa que la que había alcanzado su resolución en 1946. Esta debió vivirla Romero bajo el signo de una precariedad destinada a acentuarse, a medida que se aproximaba ese desenlace tan temido como esperado. No es sorprendente entonces que en esa etapa, que la permanente incertidumbre lo obligó a vivir al día la imagen de la Argentina en que hasta ese mismo 1946, había venido madurando en secreto y en ese año fuera desplegada por vez primera en Las ideas políticas en Argentina, viviera también ella una suerte de existencia suspendida en el punto exacto en que vino a sorprenderla el triunfo de la revolución peronista. En 1955 la caída del régimen instaurado por esa revolución, que puso término a la marginalidad a la que había sido reducido Romero, tanto en el ámbito universitario como en la arena de debates y conflictos ideológico-políticos, marcó un decisivo punto de inflexión en su trayectoria, que iba a entrar en una etapa de intensa actividad en ambos campos. Figura protagónica durante el esfuerzo de reconstrucción universitaria, que casi milagrosamente logró prolongarse por los siguientes diez años, en un país que avanzaba con rumbo cada vez más incierto, iba también a constituirse en uno de los protagonistas de la crisis interna de la que nunca iba a recuperarse el Partido Socialista, mientras su condición de figura de referencia en la vida de la cultura y de las ideas no podía ahora ser más pública. En medio de ese torbellino, iba a seguir llevando adelante obstinadamente sus proyectos en el campo de la historia medieval; aunque en él su primera obra mayor, La revolución burguesa en el mundo feudal, iba a ver la luz solo en 1967, un año después de su retiro de la universidad, Romero la había venido forjando a lo largo de esa década de febril actividad en la arena universitaria y política, que ese retiro acababa de cerrar. Ya en esa etapa, la inflexión que había sufrido su trayectoria pública había ido más allá de quitarle tiempo que consagraba a sus tareas de historiador, para incidir en más de una manera en ellas, y en particular a las dedicadas al campo hispanoamericano y argentino, que conservarían siempre a sus ojos un estatuto híbrido (todavía en sus palabras de 1975, citadas aquí quizá ya demasiadas veces, decía haberlas compuesto al margen de la erudición, y como una obligación de ciudadano).13 En 13 “Todo esto, al margen de la erudición, porque me parecía que era una obligación del

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verdad era esta una presentación demasiado simple del enfoque que llevaba a sus estudios en el campo de la historia hispanoamericana y argentina, cuya unidad temática y problemática había sabido reconocer de inmediato, cuándo la opinión dominante conservaba aún plena fe en la excepcionalidad argentina en el marco hispanoamericano. Sin duda contribuyó a ello el contacto con Pedro Henríquez Ureña, pero esa premisa solo iba a hacer sentir sus consecuencias en su visión de la experiencia histórica argentina, después de que, en vísperas de verse forzado a continuar su carrera fuera del ámbito universitario, el mismo Henríquez Ureña lo introdujo como autor en ese nuevo campo. Desde entonces, sus contribuciones a este lo ayudarían una y otra vez, a aliviar los problemas derivados de su condición de cesante, y los no siempre menos graves problemas que iban a surgir luego de su retorno a la universidad, en un país en el que una inflación ya crónica iba a retacear progresivamente sus ingresos, primero como docente universitario y luego como integrante de las clases pasivas. Creo que era la conciencia de que entre sus contribuciones a ese campo temático habían, en su origen, trabajos de encargo que no hubiera emprendido espontáneamente lo que lo llevaba a subrayar, en esa misma charla de 1975, que después de cada una de esas excursiones, en un territorio que no consideraba del todo el suyo, volvía al de la historia medieval. Pero eso no le impidió poner en ellos toda la honrada diligencia que le imponía su siempre alerta sentido del deber, que era uno de los corolarios de su casi anacrónico sentido del honor, y cada vez que se internaba en ese territorio, que seguía creyendo a medias ajeno, no podía evitar interesarse demasiado en lo que este le revelaba, para administrar tan cicateramente como se había prometido, los esfuerzos que iba a desplegar en él. Ya en El pensamiento político de la derecha latinoamericana, publicado por la editorial Paidós en 1970, era claro que Romero tenía plena conciencia de explorar un tema harto más rico y variado de lo que hasta entonces había advertido, reflejada en su presentación, en ese momento extremadamente original, del eclecticismo como rasgo dominante entre los voceros de las corrientes conservadoras, que debido al eclipse inesperadamente completo de las posiciones ideológicas en que se había apoyado el misoneísmo dominante en la etapa del Antiguo Régimen, se vieron obligados a improvisar sus posiciones en el debate de ideas, a partir de una apropiación fragmentaria y tendenciosa de motivos ya presentes en las de sus rivales. Tanto esa como otras intuiciones ciudadano”, Romero 1980, p. 8.

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igualmente penetrantes, que significaban una implícita toma de distancia respecto de la imagen de la evolución de las ideas argentinas, propuesta en su libro de 1946, sugerían la necesidad de una revisión más radical de los supuestos en que esta se apoyaba, y Romero tendría aún tiempo de encararla en Latinoamérica: las ciudades y las ideas, su última obra mayor, publicada en 1976, un año antes de su muerte. Es esta obra la de inspiración y argumento más rico y complejo entre todas las de Romero, que a la vez que marcó un hito para la historia de Latinoamérica vino a cerrar en ese escenario ultramarino el hilo narrativo de una historia para la que había tomado como punto de partida la crisis de la república romana. La inesperada ampliación en tiempo y espacio de los horizonte, que antes había fijado para su mirada de historiador, respondía desde luego a estímulos que iban más allá del proveniente de su conocimiento, cada vez más preciso y detallado, de las realidades latinoamericanas, y hay dos por lo menos que gravitan con no menor peso que este último. Uno es el del contacto más estrecho que por esos años se establecía entre la historia y las ciencias sociales, que estaban atravesando una etapa de rápida expansión en Latinoamérica y particularmente en la Argentina, y su reflejo en una colaboración entre ambos campos en que estas últimas (mejor enraizadas que la historia en el aparato institucional que tomaba cada vez más a su cargo canalizar los recursos necesarios para llevar adelante sus proyectos), esperaban de los historiadores que, recurriendo a su algo pedestre saber fáctico, sometieran a la prueba de los hechos las hipótesis que brotaban incesantemente de la imaginación de los cultores de esas disciplinas, que si disponían de recursos más vastos era porque prometían alcanzar conclusiones inmediatamente útiles para afrontar los problemas del presente. Aunque entre los historiadores solía reinar un cierto escepticismo en cuanto a la eficacia de sus intervenciones, ello no impedía que a través de ellas tuvieran ocasiones cada vez más frecuentes para concentrar sus reflexiones en las relativamente estrechas franjas de pasado y futuro, juzgadas relevantes a los problemas del presente por quienes les solicitaban que los ayudaran a entenderlas. Las consecuencias en cuanto al pasado no afectaban demasiado a quienes trabajaban en el área latinoamericana, ya que lo considerado relevante alcanzaba en ella por lo menos al siglo XVIII y en algunos temas se remontaba más allá de la conquista, pero en cuanto al futuro, les imponía límites bastante más severos. Mientras no parece probable que se encuentre en esa relación más íntima con las ciencias sociales la clave para la ausencia total en el 32


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texto de Latinoamérica: las ciudades y las ideas, de esa dimensión profética que hasta entonces no había desaparecido del todo de los escritos de Romero, es en cambio indudable su vínculo con la redoblada energía con que este reivindica, para el historiador, el derecho de dirigir su mirada al presente tanto como al pasado,14 puesto que era exactamente eso lo que requerían de él quienes solicitaban su colaboración desde las ciencias del hombre y de la sociedad. El otro de los influjos antes aludidos provenía de su propia obra en el campo que seguía considerando el único plenamente suyo, en el que, con Crisis y orden en el mundo feudoburgués, que sería publicada póstumamente en 1980, había llevado el hilo de su narrativa hasta la crisis del siglo XIV y se disponía a abordar en un proyecto sucesivo, el trecho que la separaba aún del siglo del maduro Renacimiento y la Reforma. Esa vasta exploración que tiene por tema principal, el papel cada vez más central de las ciudades y las clases urbanas en la Europa medieval, ofrece los términos de referencia para la imagen de la experiencia colonial de Latinoamérica, que constituye sin duda el aporte que más que ningún otro hizo que esta obra marcara en efecto un hito en la historiografía latinoamericana. La narrativa que desenvuelve Romero en sus obras de historia medieval cumple esa función de dos maneras, aparentemente casi opuestas: por una parte porque, al subrayar el contraste entre la ciudad medieval que surge en los intersticios dejados por un orden señorial, que no tiene en rigor lugar para ella y que necesitará casi medio milenio para superar plenamente esa originaria marginalidad, y la ciudad iberoamericana, que es desde su origen la sede desde la cual el conquistador organiza sus instrumentos de dominio sobre las sociedades sometidas a su imperio, incita a los historiadores, a los que la costumbre de dar por supuesto ese rasgo definitorio del orden colonial, llevaba a menudo a pasarlo luego por alto, a explorar las ramificadas consecuencias que ese dato básico iba a alcanzar la experiencia histórica de las Américas ibéricas con toda la atención que merecen. Pero al mismo tiempo, Romero hace claro hasta qué punto ese nuevo modelo urbano continúa y extrema en ultramar un proceso ya comenzado en el Viejo Mundo, desde Iberia hasta los confines orientales del mundo germánico, y se apoya en esa premisa para recoger en los 14 Así en 1975, al presentar la quinta edición de Las ideas políticas en la Argentina: “…en la Argentina siempre ha existido el prejuicio de que hay un límite [cronológico] entre la historia y la política que no debe ser sobrepasado. Yo me niego rotundamente a este juicio. La historia termina con cada uno de nosotros, porque el pasado termina en el instante en que cada uno está pensando”, Romero 1980, p. 7.

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esquemas interpretativos que ha elaborado en su reconstrucción del mundo feudoburgués, inspiración para el que va a ofrecer de las ciudades patricias del Nuevo Mundo. La incorporación del presente al territorio de la historia, ese otro rasgo que en Latinoamérica: las ciudades y las ideas innova, aparece por primera vez en la obra de Romero, lleva implícita otra innovación más radical: entre los testimonios sobre los cuales construye la obra tiene un lugar, nada secundario, el suyo propio, lo que en las últimas etapas del libro hace de su testimonio –para decirlo con el lenguaje de los antropólogos– el de un observador-participante de la experiencia de vivir en el marco de las ciudades masificadas del tardío siglo XX. Se advierte aquí hasta qué punto fue la confianza por primera vez plena y sin reservas en su dominio del oficio de historiador, lo que hizo posible desplegar la excepcional riqueza de perspectivas que su obra alcanza en ese libro casi póstumo. Es esa confianza la que reflejan admirablemente sus palabras de 1975, ya recordadas aquí más de una vez; tras admitir que la historia del presente requiere un esfuerzo mucho mayor de objetividad que la del pasado y obliga, por esa razón, a “multiplicar los controles”, objeta que más aún que eso requiere que el historiador tenga “el oficio” que le hará posible “desdoblar su juicio para diferenciar lo que es objetivo de lo que es subjetivo”, sin el cual, concluye, “yo diría que no es un historiador”. Esa del todo legítima dimensión personal de la experiencia que recoge e interpreta Romero en su última gran obra hace aún más notable que cuando se busque en ella cuál es la idea de la Argentina que había madurado en él en el momento final de su carrera de historiador, no se la encuentre por ninguna parte; en rigor en Latinoamérica: las ciudades y las ideas la Argentina no existe como sujeto histórico independiente. Sin duda, en la imagen de la etapa más reciente de la experiencia histórica latinoamericana que Romero traza en el último trecho de su libro ocupa el primer plano la que se ha formado del modo en que ella estaba siendo vivida en la Argentina, con solo mirar con la debida atención lo que ocurría a su alrededor. Ella le inspiró una de sus intuiciones más certeras: es esta la que pone de relieve las dos almas de la versión peronista del populismo, que ofrecía a las masas populares, a la vez la promesa del ascenso individual por vía del éxito empresario para los integrantes que pusieran en ello el esfuerzo necesario, y la de su ascenso colectivo, asegurado este último por el arbitraje favorable del estado peronista en sus conflictos con las clases propietarias. Pero aun esa imagen que reflejaba lo que la experiencia argentina había tenido 34


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de peculiar, había sido transmutada en Latinoamérica: las ciudades y las ideas en un rasgo común a la entera experiencia latinoamericana. No creo que sea difícil adivinar la clave para ese desvanecerse de la Argentina del horizonte historiográfico del último Romero: ella ofrece el testimonio de su fidelidad esencial a la idea de la Argentina, que había hecho suya desde su entrada en el mundo, en la que la solidaridad en que se fundaba su cohesión como nación no era la de quienes compartieran un pasado, sino la de quienes habían decidido compartir un futuro. Era ese futuro el que se había desvanecido del horizonte, y porque lo aceptó así, en el breve trecho que le quedaba por vivir buscó inspiración para definir el papel, que no renunciaba a desempeñar en su país, en la noción estoica de amor fati, que tanto lo había atraído al estudiar la crisis de la república romana. Ella lo invitaba a aceptar activa y no solo resignadamente, aun las más duras adversidades impuestas por el destino, en la seguridad de que quien supiese hacer uso virtuoso de la sabiduría podría ofrecer una contribución positiva aún en medio de las circunstancias atroces que atravesaba la Argentina, en el momento más sombrío de su entera experiencia histórica en que lo iba a sorprender la muerte. Los textos que nos ha dejado de esa última etapa, enteramente libres de lo que suele hacer hoy penosa la lectura de tantos otros que decían encontrar inspiración análoga, ofrecen un conmovedor testimonio de la seriedad con que asumió ese compromiso, que hizo que al quedar atrás esa mala hora, sus compatriotas buscaran en su memoria el vínculo con un legado que solo advirtieron hasta qué punto valoraban cuando temieron haberlo perdido para siempre.

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PARTE 2

romero y la historiografĂ­a europea



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Romero, Historiador de Mentalidades1 Peter Burke2 Universidad de Cambridge, Emmanuel College

Quisiera agradecer a los organizadores por su invitación a participar en este volumen, a pesar de no ser un especialista en Romero o en Argentina. Aceptando este desafío, haré de la necesidad virtud y abordaré el tema de forma apropiada para un outsider, en otras palabras, desde una perspectiva comparativa. En mi opinión, el trabajo de Romero revela una mente analítica de primera clase combinada con una rica cultura literaria, filosófica e histórica. Me sentí inmediatamente atraído por un historiador que se sentía cómodo con los grandes espacios y también con los períodos prolongados (la braudeliana longue durée), y también por un académico cuya capacidad para dimensionar los puntos esenciales, para la exposición lúcida y las formulaciones concisas, hicieron de él un maestro de la síntesis. Sin estas cualidades, nunca hubiera sido capaz de escribir libros pequeños sobre grandes temas, el más notable de ellos, un ensayo de 95 páginas sobre La cultura occidental (1953). Por supuesto, cuando escribió sobre la Edad Media, Romero tuvo que enfrentar la formidable competencia de otros maestros de la síntesis, especialmente Marc Bloch, Johan Huizinga y Richard Southern.3 Quizás por esta razón, mi libro favorito de la larga lista de publicaciones no es uno de sus trabajos sobre la Edad Media, sino su ensayo Latinoamérica: las ciudades y las ideas. En este trabajo me ocuparé de un tema que discurre a través de la mayor parte de los trabajos de Romero, el énfasis en la historia de las 1 Debo agradecer a Fernando Devoto por discutir sobre Romero conmigo, por permitirme leer su contribución a este volumen y por proporcionarme algunos textos difíciles de hallar en Inglaterra. 2 Traducido por Graciela Oliva y revisado por Fernando Devoto. 3 Marc Bloch. La société féodale (Dos Vols.). Paris, Armand Colin, 1939-1940; Johan Huzinga. Herfstij der Middeleeuwen. Haarlem, Tjeenk Willink, 1919.

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mentalidades, que naturalmente sugerirá comparaciones con la labor de los historiadores franceses en la red Annales −una red o tendencia más que una “escuela”−, especialmente Lucien Febvre, Marc Bloch, Georges Duby, Jacques Le Goff y Robert Mandrou. Me gustaría agregar que, a diferencia de un número de colegas británicos (incluidos mis amigos y vecinos, Jack Goody y Geoffrey Lloyd), sigo encontrando útil el concepto de “mentalidad” a pesar de los problemas que surgen de él.4 Todos los conceptos o paradigmas tienen su lado oscuro, ya que el precio de iluminar un aspecto de la realidad es oscurecer otro. Lo mejor que podemos hacer es combinar el uso de conceptos particulares, siendo concientes de sus deficiencias. ¿Qué quiso decir Romero con “mentalidad”? En sus trabajos publicados, usó el término de manera regular, pero solo desde mediados de los años sesenta en adelante. Por otra parte, su interés en la historia de las ideas o “historia intelectual”, como se conoce en el mundo de habla inglesa, se remonta mucho más lejos en su carrera. Por consiguiente, esta historia comenzará en 1946, con la publicación del librito de Romero sobre Las ideas políticas en Argentina.5 Las ideas políticas fue un estudio relativamente temprano pero también muy innovador, especialmente en su concepción de lo que se considera una idea. Se puede argumentar que Romero, una vez elegido su tema, estuvo animado o aún en cierto sentido forzado a ser innovador, dado que −de acuerdo con él− en Argentina y en América Latina, de manera más general, se carecía de “un pensamiento teórico original y vigoroso en materia política”.6 Uno podría preguntarse, entonces, qué le quedaba para escribir. En primer lugar él podía escribir, y lo hizo, sobre lo que llamó “el pensamiento político de una colectividad”, “en cuanto es conciencia de una actitud y motor de una conducta”. En otras palabras, estudió lo que los germanos llaman Rezeptionsgeschichte o Wirkungsgeschichte, la historia de la “recepción”, en este caso la apropiación de las ideas de Europa. Romero señala que los fragmentos y “deformaciones” de las ideas europeas constituyen un “acto cultural de profundo significado”, (Los remedos de ideas, cuyas deformaciones constituyen ya un hecho de cultu4 Geoffrey Lloyd. Demystifying Mentalities. Cambridge, Cambridge University Press, 1990. 5 Hay referencias aisladas en Maquiavelo historiador. Buenos Aires, 1943, a la “forma mentis” de Maquiavelo (14-127), a “una imagen de la vida” (39) o la “concepción del hombre” (83). 6 José Luis Romero. Las ideas políticas en la Argentina. México, Fondo de Cultura Económica, 1946. Para reconstruir las ideas de Romero como eran en los años cuarenta, cito la primera edición.

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ra de profunda significación). Ideas que tomó prestadas de Francia o de Inglaterra y que asumieron lo que él llamó una “significación nacional” (significación nacional), un “acento peculiar”, una “vibración en la colectividad argentina”. Las ideas políticas constituyen, por lo tanto, una destacada contribución al estudio de la apropiación cultural en América Latina, junto con estudios como Ingleses no Brasil de Gilberto Freyre (publicado dos años más tarde, en 1948), o más recientemente el controvertido ensayo del crítico brasileño Roberto Schwartz –interesado, como Freyre, en el Brasil del siglo diecinueve– sobre las “ideas fuera de lugar” (ideias fora do lugar).7 En segundo lugar, acercándonos más al tema central de esta contribución, Romero amplió el sentido convencional del término “idea”. No restringió el término a conceptos que eran expuestos con claridad o a las ideas sobre las cuales se tuviera plena conciencia. (ideas expuestas con claridad y plena conciencia). Por el contrario, primero se interesó en el tema más amplio de lo que llamó “sensibilidad política” o “concepciones de vida”.8 Anticipándose a la crítica de que “se excede en el uso de la palabra idea”, Romero respondió que “en el campo de la historia de la cultura no es posible aislar en ese concepto las formas pulcras y perfectas de las formas elementales y bastardas.9 En cuanto al tratamiento que hace de la historia del pensamiento político, es bastante diferente del enfoque más estrecho y preciso que se prefiere actualmente en Cambridge (particularmente por mi colega Quentin Skinner), o en Baltimore ( John Pocock). Skinner y Pocock practican una forma de historia intelectual que se centra en las ideas originales y los grandes pensadores. Paradójicamente, el enfoque de Romero sobre el tema en los años cuarenta, estaba mucho más actualizado que el de los colegas mencionados, ya que estaba más cerca del “giro cultural” de los años ochenta, en lo referente a su interés sobre lo que con frecuencia se ha descripto como “cultura política”. Estaba también más próximo a la historia de las representaciones colectivas o a las mentalidades del estilo de los Annales. Teniendo presente que uno de los elementos clave en la historia de las mentalidades, de acuerdo con Lucien Febvre, fue 7 Gilberto Freyre. Ingleses no Brasil. Rio de Janeiro, José Olympio, 1948; Roberto Schwartz. Ao Vencedor as Batatas. São Paulo, Livraria Duas Cidades, 1977. Elías José Palti. “The Problem of Misplaced ideas. Revisited: Beyond the History of Ideas in Latin America”, Journal of the history of Ideas 67, 2006, pp.149-179. 8 Las ideas políticas, p. 10, pp. 13-14. 9 Ibíd, p.10.

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precisamente el interés por la sensibilidad y las emociones y también el intelecto, podemos decir que en 1946 el autor de Las ideas políticas estaba escribiendo, de hecho, una historia de las mentalidades sin usar esa palabra, por lo menos no de manera regular o sistemática.10 Romero continuó en la misma dirección en trabajos posteriores. Su estudio sobre el pensamiento histórico de la antigua Grecia, publicado en 1952, está enfocado en historiadores individuales, pero también trata una “imagen del pasado” más general, “una nueva actitud frente al mundo y la vida” o una nueva “atmósfera espiritual”.11 En el estudio de Romero, en el que hay más interés por las actitudes colectivas sobre las ideas del siglo veinte en Argentina, (publicado en 1965), el autor explica −como ya lo había hecho en 1946−, que no se ocupará del pensamiento sistemático. En cambio debate “opiniones”, “sensibilidades”, “estados de ánimo” o “hábitos mentales”. Se concentra sobre la historia social de las ideas, incluyendo las de las “clases medias y populares”, pero aún evita el término “mentalidad”.12 El uso regular de esa palabra puede encontrarse en las publicaciones de Romero, solo a partir de 1966 en adelante. Por ejemplo, su estudio sobre la crisis de fines de la Edad Media y de lo que aún llamaba “el espíritu burgués”, terminado en 1966, donde hace referencia a la “mentalidad conservadora”.13 Su descubrimiento del concepto de mentalidades es todavía más evidente en un artículo titulado “Cambio social, corrientes de opinión y forma de mentalidad, 1852-1930” que trata la historia de Argentina desde 1852 a 1930. En este artículo distingue tres formas de mentalidad, que asocia a tres grupos políticos rivales: una mentalidad “tradicional”, una “liberal” y finalmente, lo que describe más confusamente como “una mentalidad transaccional sustentada por un grupo disidente”.14 Un artículo relativamente breve 10 Romero escribe: pasando de “una mentalidad reacia a toda clase de necedades (70); “mentalidad colonial” (85), a “una mentalidad nueva” (187). 11 José Luis Romero. De Heródoto a Polibio: el pensamiento histórico en la cultura griega. Buenos Aires y México D.F., Espasa-Calpe,1952, p. 29, p. 114, p. 121. 12 José Luis Romero. Desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del Siglo XX. México D. F, Fondo de Cultura Económica, 1965, prefacio, pp. 22-43. 13 José Luis Romero. Crisis y Orden en el Mundo Feudoburgués. Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2003, p. 17. De acuerdo con el testimonio de su hijo, el libro fue terminado en 1966 (Ibíd. V).Romero ya había escrito un ensayo sobre “El espíritu burgués y la crisis bajomedieval”, Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias Nº 6, Montevideo, 1950 y “Burguesía y espíritu burgués”, Cahiers d´histoire mondiale 2, 1954. 14 José Luis Romero. “Cambio social, Corrientes de opinión y formas de mentalidad, 1852-1930” en: La experiencia argentina y otros ensayos. Buenos Aires, De Belgrano,

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como “Cambio social” no brindó al autor espacio suficiente como para explicar con exactitud qué quería decir con el término “mentalidad”. Su concepción se tornó mucho más clara en el libro que publicó un año más tarde y que se ocupa de un tema diferente, La revolución burguesa en el mundo feudal. En este texto, una sección de la primera parte está dedicada a la fijación de la mentalidad cristiano-feudal, simultáneamente a la fijación de las relaciones económicas, sociales y políticas. El autor equipara “mentalidad” más o menos, con la imagen del mundo vinculándola con el ideal de vida.15 Esta concepción de mentalidad está expresada más explícitamente en algunas conferencias que Romero pronunció alrededor del año 1970, publicadas póstumamente en 1987 bajo el título de Estudio de la mentalidad burguesa (como lo hice notar anteriormente, el autor no sentía temor de los grandes temas).16 En mi opinión, la sección introductoria a Mentalidad Burguesa, permanece como uno de los ensayos más lúcidos y reveladores sobre la historia de las mentalidades que se haya escrito en cualquier idioma, y es una gran pena que no se publicara en el momento en que se daban las conferencias. En este ensayo, esclareciendo (aunque creo que no cambiando), los puntos de vista que ya había expresado en los años cuarenta, Romero adoptó la distinción entre las ideas sistemáticas y no sistemáticas que había sido hecha por José Ortega y Gasset.17 Por un lado, encontramos ideas en el sentido estrictamente filosófico, sistemáticas, conscientes, o para decirlo como Descartes, claras y distintas. Por el otro, encontramos opiniones, creencias y mentalidades, que son más vagas, menos coherentes y menos conscientes.18 De acuerdo con esta visión, una mentalidad puede ser descripta como un conjunto de suposiciones que, mediante lo que Romero llama “consentimiento tácito”, no son criticadas, ni pueden serlo, por la gente que las sostiene. Estas suposiciones, por definición, se dan por sentado e incluyen lo que el filósofo Michael Polanyi llamó “conocimiento tácito”. Son importantes también para la acción, para lo 1980, pp. 181-211. 15 José Luis Romero. La revolución burguesa en el mundo feudal [1967]. Tercera edición, México, Siglo XXI, 1989, pp. 55-139 y más general, pp. 138-183; p. 388 y ss. 16 José Luis Romero. Estudio de la mentalidad burguesa [1987]. Segunda edición, Madrid, Alianza, 2005. De todos modos, en 1969 él ya había publicado un ensayo “El destino de la mentalidad burguesa”, Sur Nº 321, noviembre- diciembre. 17 José Ortega y Gasset. Ideas y Creencias. Buenos Aires y México, Espasa-Calpe, Argentina, 1943. 18 Romero, Estudio, p. 13.

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que acontece en la historia. Son lo que Romero llama “ideas operativas” (ideas que mandan). “La mentalidad es algo así como el motor de las actitudes”, que incluye las actitudes hacia el amor, la muerte, la riqueza, la pobreza, el trabajo, etc. 19 Estas mentalidades están relacionadas con grupos sociales o “colectividades” tales como la burguesía. En Revolución burguesa, por ejemplo, Romero distingue cuatro formas de mentalidad religiosa y tres formas de mentalidad señorial, que describe como baronial, cortés y caballeresca.20 Dichos adjetivos que sugieren la importancia de la literatura del período (romans de chevalerie, romans courtois, etc.), para la concepción de Romero acerca de las mentalidades. Nuevamente, en su libro sobre las ciudades de América Latina, él diferencia la mentalidad de los fundadores de la de los conquistadores, y de la de los hidalgos. Aquí también recurre a la literatura, describiendo la mentalidad conquistadora en términos de “una concepción épica de la vida”.21 La historia de las mentalidades de Romero recurre a la filosofía y también a la literatura. Su estudio de la filosofía le ayudó a describir las diferencias entre las mentalidades no filosóficas contraponiendo, por ejemplo, lo que llamó la “trascendente” concepción de vida de los nobles con la “inmanente” de la burguesía.22 Este énfasis sobre las mentalidades es un rasgo importante que ayuda a diferenciar la mirada sintética de Romero respecto de la Europa medieval, de la de sus rivales. Notemos que –a diferencia de los pioneros franceses de l´histoire des mentalités collectives, Marc Bloch y Lucien Febvre– raramente habló de una mentalidad medieval o moderna, prefiriendo diferenciar entre las concepciones del mundo o ideales de vida de una variedad de grupos sociales. Es tiempo de intentar ubicar el debate de Romero sobre las mentalidades en su contexto histórico. La idea de diferentes mentalidades o modos de pensamiento no es nueva. Fue compartida por un número de pensadores del siglo XVIII, desde Vico hasta Montesquieu, quien en su Esprit des Lois (1748) explicaba la costumbre medieval del calvario judicial como “la maniére de penser de nos péres”. Cuando Bloch y Febvre comenzaron a escribir su historia de las mentalidades en los 19 Romero, Estudio, p. 17. 20 José Luis Romero. La revolución burguesa en el mundo feudal. Tercera edición. Buenos Aires, Siglo XXI, [1967] 1989, pp. 138-183. 21 José Luis Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Segunda edición. Buenos Aires, Siglo XXI, [1976] 2001, p. 64, p. 108 y ss. 22 Ibíd., pp. 29-30.

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años veinte y treinta, al parecer creían compartir este enfoque con muy pocas personas, todas franceses, en particular con el sociólogo Emile Durkheim, quien escribió sobre las representations collectives, el filósofo Lucien Lévy-Bruhl, quien introdujo las ideas de “mentalité primitive” y de “pensée pré-logique”, el psicólogo Henri Wallon; el historiador de la ciencia Abel Rey y el sinólogo Marcel Granet, autor de La pensée chinoise (1934), quien se refiere a las “habitudes mentales”. Debiera agregarse a estos nombres el de un historiador externo a la red de Annales, Georges Lefebvre, quien introdujo la idea de una “mentalité collective révolutionnaire” en un estudio de las multitudes revolucionarias durante la Revolución Francesa.23 De todos modos, los conceptos análogos de “mentalidad” o “modo”, “forma” o “estilo de pensamiento” se ponían en uso en este tiempo, más o menos simultáneamente en cinco países y disciplinas. Además de la antropología, sociología, psicología e historia francesas, existían la antropología británica (Bronislaw Malinowski, Edward Evans-Pritchard) la sociología alemana (Karl Mannheim), la historia holandesa ( Johan Huizinga) y la psicología rusa (Lev Vygotsky y Alexander Luria). Los contextos en los que la idea de mentalidad o forma de pensamiento fue adoptada, fueron muy diferentes, pero existen paralelos entre los problemas que se suponía, debía solucionar. Levy Bruhl, por ejemplo, tenía interés en resolver ciertos rompecabezas en las etnografías que había leído, concernientes por ejemplo, a tribus en las cuales la gente afirmaba estar emparentada con los loros. El problema de Marc Bloch era explicar la creencia en el poder de curación del toque real en la Francia e Inglaterra medievales. El de Mannheim, era muy serio para un intelectual de izquierda: explicar cómo alguien puede creer en el conservadurismo. Y el de Vigotsky explicar la falta de interés del campesinado ruso por el razonamiento lógico. El problema es descubrir a cuáles de estos predecesores Romero conocía y a quiénes encontraba interesantes como para estudiar su “formación” intelectual, (como la llama Fernando Devoto en su contribución a este volumen), no tanto para buscar “influencias”, sino interlocutores con quienes dialogaba, y contra los que, algunas veces, se oponía y en relación con los cuales definió su enfoque. Esta empresa es inusualmente difícil en el caso de Romero, porque generalmente citaba 23 Georges Lefebvre. “Foules révolutionnaires [1934]” en: Études sur la révolution Francaise. Paris, Presses Universitaires de France, 1954, pp. 371-392.

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fuentes secundarias solamente porque proveían información precisa, más que una inspiración general. En el caso de la Revolución burguesa en el mundo feudal, por ejemplo, un estudio que convenientemente incluye un índice de nombres, este menciona setenta y siete estudiosos modernos en diferentes disciplinas, desde Derecho hasta Literatura, de los cuales los más citados son Dopsch (diez veces), Arquilliére (nueve), Pirenne (siete), Bloch Sánchez Albornoz y Thorndike (seis cada uno). En lo que concierne a sus modelos intelectuales o de inspiración tengo la fuerte impresión de que a Romero le gustaba ocultar sus pistas. Como dice Devoto en su capítulo de este volumen, tendremos que esperar los estudios de la correspondencia y papeles de Romero para poder reconstruir su itinerario intelectual. Sugiero añadir a esto, el estudio de los libros de su biblioteca y las anotaciones que hizo en ellos. En un estudio reciente que mi esposa y yo hicimos sobre el sociólogo-historiador brasileño Gilberto Freyre, encontramos que el estudio de las muchas anotaciones que él hizo en sus libros, nos permitía por lo menos de vez en cuando, atrapar su pensamiento al vuelo, en su plan de trabajo.24 Una cierta simpatía por los Annales (Bloch, Duby, Braudel) es bastante clara en el trabajo de Romero, aunque normalmente sea más implícita que es explícita.25 Esta simpatía, por supuesto fue recíproca, como lo atestigua la cálida introducción de Le Goff a Crisis y orden en el mundo burgués feudal, publicado póstumamente. Dado su énfasis en la burguesía de la Edad Media, uno imagina que Henri Pirenne (quien también inspiró a Bloch y Febvre) fue uno de los modelos de Romero, y de hecho él le confesó a Félix Luna: “yo pertenezco a la línea de Henri Pirenne”.26 Sin embargo, aun en esta entrevista omitió hacer cualquier referencia a Werner Sombart, Georg Simmel, Max Weber o Bernard Groethuysen, aunque debe haber estado muy al tanto de sus historias de la burguesía.27 En cuanto a otros académicos cuyos trabajos ayudaron a Romero a desarrollar sus propias ideas (especialmente acerca de la historia de 24 Peter Burke y María Lucía G. Pallares-Burke. Gilberto Freyre: Social Theory in the Tropics. Oxford, Peter Lang, 2008 (especialmente la página 36 y siguientes). 25 Sobre la correspondencia de Romero con Braudel y los vínculos personales entre los dos, ver Fernando Devoto. “Itinerario de un problema: ‘Annales’ y la historiografía argentina1929-1965)”, Anuario, IEHS 10, 1995, pp. 155-175. 26 Félix Luna. Conversaciones con José Luis Romero, [1976]. Tercera edición. Buenos Aires, De bolsillo, 2008, p. 59. 27 En su capítulo, en este volumen, Fernando Devoto destaca el interés de Romero por Simmel y Sombart.

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las mentalidades), es posible ofrecer unas pocas sugerencias. Sobre el Individualismo, por ejemplo, como también en historia cultural, debe haber usado a Jacob Burckhardt (y también Aby Warburg, cuya importancia para el trabajo de Romero es destacada en este volumen por José Emilio Burucúa).28 Sobre Realismo, bien puede haber leído Mimesis, de Erich Auerbach, publicado en 1946 y frecuentemente reeditado.29 Sobre forma e ideales de vida, como también para “formas de pensamiento” (gedachtenvormen), Romero seguramente había leído al historiador holandés Johan Huizinga, cuyo famoso Herfstij der Miiddeleeuwen (1919) poseía traducido al español con el nombre de El Otoño de la Edad Media (publicado en 1930). Sobre ideas y creencias, citaba a Ortega y Gasset.30 Sobre las concepciones del mundo, estaba bien enterado de la contribución de Wilheim Dilthey. Sobre ideologías y mentalidades, leyó a Karl Mannheim, de cuya Ideologie und Utopie (1930) poseía la versión traducida al español de 1941, profusamente subrayada en la sección sobre la mentalidad utópica.31 La deuda de Romero para con los pensadores alemanes parece ser particularmente grande. Detrás de lo que escribe sobre “la imagen del mundo” es posible ver la sombra de la Weltanschauung. Para ubicar la contribución de Romero en la historia de la historiografía, pueden ser útiles unas pocas comparaciones y contrastes entre la historia de las mentalidades de Romero y lo que estaba siendo escrito sobre el mismo tema por historiadores que trabajaban coetáneamente pero en otros lugares. El lugar obvio para mirar es por supuesto, Francia, donde Georges Duby, Robert Mandrou, Jacques Le Goff y Philippe Ariès estaban escribiendo y practicando este tipo de enfoque de la historia. Duby y Mandrou dieron seminarios sobre el tema en 1956 y 1957. En Inglaterra, como lo he indicado anteriormente, historiadores profesionales tendían a evitar el concepto de mentalidad, siguiendo la tradición local del individualismo metodológico: una rara excepción es Richard Cobb, un ardiente francófilo y discípulo de Georges Lefe28 En 1947, Romero publicó “Nota bibliográfica sobre Burckhardt”, Realidad Nº 6, noviembre-diciembre, y en 1955 “El Warburg Institute de la Universidad de Londres”, Imago Mundi Nº 7. 29 Erich Auerbach. Mimesis: Dargestellte Wirklichkeit in der abendländischen Literatur. Bern, A. Francke, 1946. 30 José Ortega y Gasset. Ideas y Creencias. Buenos Aires y México, Espasa-Calpe, 1940. 31 Húngaro, quien publicó en alemán antes de refugiarse en Inglaterra. Mannheim escribió sobre Denkstil y Weltanschaung, pero el traductor seguramente de manera justificada, o por inspiración, eligió el término mentalidad.

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bvre cuyos artículos sobre mentalidad revolucionaria en Francia datan de 1957.32 En España, el proyecto colectivo titulado Historia Social de España y América, una serie de volúmenes organizados por Jaume Vicens Vives (quien por supuesto era cercano a los Annales en espíritu), incluía capítulos sobre mentalidades. Por ejemplo, en el tercer volumen hay capítulos escritos por Joan Reglà, un discípulo de Vincens Vives, sobre “la mentalidad aristocrática”, “la mentalidad del clero”, “la mentalidad de las clases medias”, y finalmente “la mentalidad de las clases modestas”.33 En Buenos Aires, un poco más tarde que Romero, en 1977, Antonio Jorge Pérez Amuchástegui publicó sus Mentalidades Argentinas, un estudio del período 1860-1930, que se inspiró en Huizinga, Duby y Vicens Vivens.34 Entonces, para concluir, ¿podemos ubicar a Romero intelectualmente? Sus estudiantes, nos dice su hijo Luis Alberto, solían preguntar si él era o no marxista. Según mi lectura personal de su trabajo, la respuesta sería si y no. Al respecto, el enfoque de Romero sobre las ideas me recuerda al de Karl Mannheim. Los no marxistas frecuentemente pensaban que Mannheim era marxista, pero estos no lo aceptaban como uno de ellos. Esa pregunta que se hacían sus estudiantes fue formulada a Romero por Félix Luna: “Usted no habló de Marx en esas conversaciones”. Romero, eludiendo la respuesta, comentó: “Bueno, el aporte de Marx para la ciencia histórica es importantísimo”.35 Pero no dijo si era marxista. Es más, uno podría preguntarse ¿qué clase de marxista haría referencias aprobadoras sobre Ortega y Gasset, incluyendo sus ideas sobre las “masas”? De nuevo, usaba el término “feudal” en un sentido preciso, al igual que medievalistas tales como Bloch y Ganshof, y no en un sentido amplio como los marxistas. Él prefería hablar de “grupos sociales” más que de “clases”. En general escribió sobre “mentalidades”, más que sobre “ideologías”. Por otra parte, hizo referencia algunas veces a las ideologías aunque el concepto marxista de “revolución burguesa” sea central para su trabajo. Esa es la idea del “realismo burgués”. El realismo, por 32 Richard Cobb. “The Revolutionary Mentality in France”, History 42, 1957, pp. 181-196. 33 Joan Reglá y Guillerme Céspedes Castillo. Imperio, Aristocracia, Absolutismo. Barcelona, Teide, 1958, pp. 59-134. 34 A. J. Pérez Amuchástegui. Mentalidades argentinas 1860-1930. Séptima edición. Buenos Aires, Eudeba, 1998. 35 F. Luna. Conversaciones, p. 94. Cf. Sergio Bagú. “José Luis Romero: evocación y evaluación”, en Jorge Tula (ed.): De historia e historiadores: homenaje a José Luis Romero. México, Siglo XXI, 1982, pp. 27-40, pp. 37-38.

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supuesto, es un concepto extremadamente difícil de definir, como lo han hecho notar las críticas de Auerbach.36 En este contexto puede ser instructivo comparar el uso del concepto de realismo en Romero con el de los escritos marxistas de historia cultural, particularmente de Georg Lukács en Literatura y el de su seguidor Arnold Hauser en Arte. Lukács, siguiendo a Hegel, describió la novela como una forma de arte burgués y lo mismo hizo el crítico inglés, marxiano más que marxista, Ian Watt, en un estudio clásico sobre el surgimiento de la novela en el siglo XVIII, en Inglaterra.37 En su Social History of Art, por ejemplo Hauser describía el Románico y el Gótico como estilos “trascendentales”, pero sugería que los clientes de la clase media preferían el “realismo”. Cuando estudiaba el Renacimiento, destacaba lo que él llamaba el “naturalismo”, distinguiendo clases de naturalismo que “representan tres escenarios diferentes en el desarrollo histórico de la clase media desde que ésta se eleva desde circunstancias austeras hasta el nivel de una verdadera aristocracia monetaria”.38 Por otra parte, Frederick Antal también ha sido criticado por “ecuaciones simplistas” entre el realismo y la burguesía.39 Romero también vinculó a la burguesía con un tipo de realismo (especialmente un interés en la realidad sensible).40 Evitó la teoría de simple reflejo de Antal y Hauser, pero no pudo escapar de la crítica de Baxandall. Uno podría razonablemente preguntarse si alguna clase o grupo social tiene el monopolio del realismo. Pudiera ser más revelador diferenciar clases de realismos, el realismo económico de la burguesía, el realismo político y militar de la clase dirigente, etc. Resumiendo, Romero puede ser descripto (como Ian Watt), como marxiano más que marxista, admiraba y usaba a Marx más que seguirlo de cerca, usaba los Annales para distanciarse de Marx y a este para tomar distancia de los Annales, manteniendo su posición en el margen 36 René Wellek. “The Concept of Realism in Literary Scholarship”, en: Concepts of Criticism. New Haven, Yale University Press, 1963, pp. 222-255. 37 Georg Lukács. Essays über Realismus. Berlin, Aufbau, 1948; Ian P. Watt. The Rise of the Novel: Studies in Defoe, Richardson and Fielding. London, Chatto and Windus, 1957. 38 Arnold Hauser. The Social History of Art (4 Vols.). London, Routledge, [1951] 1962, Vol. 2, p. 29. 39 Frederick Antal. Florentine Paintings and its Social Background. London, Routledge, 1947; Michael Baxandall. Paintings and Experience in Fifteenth-Century Italy. Oxford, Oxford University Press, 1972, p. 152. 40 Romero, Estudio, p. 32 y p. 62.

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