De una filosofía a otra- Bruno Karsenti

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CIENCIAS SOCIALES

De una filosofía a otra


Colección: Ciencias Sociales Director: Máximo Badaró Karsenti, Bruno De una filosofía a otra: las ciencias sociales y la política de los modernos 1ª edición - San Martín: UNSAM EDITA, 2017. 268 pp.; 21 x 15 cm. (Ciencias sociales / Máximo Badaró) Traducción de: Gerardo Losada

ISBN 978-987-4027-59-7

1. Antropología Filosófica. 2. Filosofía Política. i. Losada, Gerardo, trad. ii. Título.

CDD 320.01

Cet ouvrage a bénéficié du soutien des Programmes d’aide à la publication de l’Institut français Esta obra ha recibido el apoyo de los Programas de ayuda a la publicación del Institut français Título original: D'une philosophie à l'autre. Les sciences sociales et la politique des modernes © 2013 Éditions Gallimard 5 RUE Gaston- Gallimard 75328, Paris 1ª edición en español, septiembre de 2017 © Bruno Karsenti © de la traducción Gerardo Losada © 2017 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de General San Martín Campus Miguelete. Edificio Tornavía Prohibida la venta en España Martín de Irigoyen 3100, San Martín (B1650HMK), provincia de Buenos Aires unsamedita@unsam.edu.ar www.unsamedita.unsam.edu.ar Corrección: María Laura Petz Diseño de interior y tapa: Ángel Vega Edición digital: Gastón I. Ferreyra Se imprimieron 1000 ejemplares de esta obra durante el mes de septiembre de 2017 en Albors Adrián y Trabucco Carlos S. H., California 1231, caba Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723 Editado e impreso en la Argentina Prohibida la reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.


BRUNO KARSENTI

CIENCIAS SOCIALES

De una filosofía a otra Las ciencias sociales y la política de los modernos Traducción de Gerardo Losada



INTRODUCCIÓN

El diálogo de los modernos

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CAPÍTULO 1

Acerca de una genealogía incierta: la economía y la política

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CAPÍTULO 2

Acerca de algunos conceptos fundamentales: autoridad, sociedad, poder

45

CAPÍTULO 3

El cuerpo a cuerpo político y la democracia

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CAPÍTULO 4

Elecciones y juicio de todos

89

CAPÍTULO 5

La política del afuera

107

CAPÍTULO 6

Gobernar la sociedad

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CAPÍTULO 7

Pertenecer a la modernidad

139

CAPÍTULO 8

Experiencia estructural y superación del marxismo

155

CAPÍTULO 9

Los dilemas del estructuralismo de la práctica

181


CAPÍTULO 10

Elementos para una sociología del capitalismo

213

CAPÍTULO 11

Arreglos con lo irreversible

231

CAPÍTULO 12

Destino y culto de los muertos

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INTRODUCCIÓN

El diálogo de los modernos A la filosofía le cuesta someterse al yugo de una disciplina y permanecer en el lugar que la división del trabajo intelectual le reserva. Las razones con que se explica este fenómeno suelen ser deficientes: el orgullo, la ligereza o el sentimiento de omnipotencia del célebre “especialista en generalidades”. Ahora bien, darle ese crédito la filosofía no es una prueba de mucha indulgencia: su reticencia, en este caso, no carece de fundamentos, porque se puede interpretar como la señal de una cierta fidelidad a sí misma. Ocurre que la filosofía consiste sobre todo en cierto régimen de interrogación, cuyo campo de ejercicio no tendría por qué estar delimitado a priori. Es cierto que esa impresión resulta rápidamente desmentida en cuanto se mira más de cerca: uno se da cuenta de que esos límites existen, que varían según las épocas y las tradiciones, como si un trazado debiera imponerse sin discusión. Pero justamente cuando ese trazado llega a ser aceptado, incluso justificado y reivindicado, por quienes han devenido entonces profesionales de la filosofía, cuando se instituye una disciplina filosófica provista de su cursus honorum y de sus criterios de pertenencia, subsiste el sentimiento de que algo ha sido sujetado o domesticado, algo que solo aspira a salir a flote. Uno, entonces, llega a la conclusión de que la filosofía no descansa en la circunscripción y la objetivación previas de un cierto dominio, sino solamente en la elaboración de un cuestionamiento original, restringido a su manera, y caracterizado por esa restricción que este impone en el ejercicio del pensamiento. En filosofía o, más bien, en la práctica de la filosofía, el pensamiento, si se quiere, está disciplinado, pero no por inscripción en un tópos análogo al de diferentes ciencias, con sus delimitaciones sectoriales. Digamos que en ella hay un compromiso por conocer que, a medida que se afirma, inventa su propio rigor, un rigor que el conocimiento especializado y profesionalizado debe renunciar a mantener como intangible. Max Weber evocaba en estos términos la genealogía de esta forma de compromiso, en su conferencia sobre La ciencia como vocación: 9


De una filosofía a otra El entusiasmo de Platón en la República se explica, en último término, por el descubrimiento reciente de uno de los mayores instrumentos del conocimiento científico, del concepto. Se debe a Sócrates la revelación de sus alcances (…). Fue allí, en donde por primera vez fue visto como un instrumento utilizable, merced al cual puede colocarse a cualquier persona en el torno de la lógica y no permitirle escapar de él a menos de confesar, o bien que no sabe nada, o bien que esta, y no otra alguna es la verdad eterna que, a diferencia de las acciones e impulsos de los hombres ciegos, no ha de pasar jamás.1

La pasión de Platón, su manía –Weber se refiere a ella repetidas veces, en el pasado como en el presente– hace de ella un argumento que hay que tener presente para comprender y defender la vocación del científico, por más especializado que sea. Ocurre que, olvidada o enterrada en la memoria, subsiste como una premisa activa del conocimiento científico en cuanto tal. Sin duda solo se trata de uno de “sus grandes medios”, puesto que el otro es, para Weber, el método experimental, desarrollado en las artes del Renacimiento. Teoría y empirismo se conjugan para producir el saber moderno, al cual Weber adhiere sin ambigüedades, y relega el enfoque filosófico a un segundo plano. Siendo así, del lado de la teoría, la filosofía goza de un privilegio que no solo es una prioridad cronológica: desde Platón le corresponde la tarea de hacer sentir los rigores del concepto en el encadenamiento de sus preguntas. Y si esta disciplina particular del “pensar” como tal pasó a las ciencias, las irrigó y, al menos indirectamente, las convirtió en históricamente posibles, el paso de esa historia no ha extinguido su percepción: No suprimió la dinámica que es propia, no directamente del saber, sino del “deseo de saber” que por naturaleza caracteriza al hombre,2 de esa forma de compromiso a propósito de la cual Weber recuerda, en unos pocos renglones, hasta qué punto debió ser sorprendente para quienes estuvieron expuestos a ella por vez primera. De tal modo se puede decir que la filosofía, considerada a largo plazo, no es otra cosa que esa exposición reiterada. Desde entonces, se abrió un camino que todo filósofo sigue emprendiendo y que consiste en exponer al público a sus interrogaciones –o sea, a hacer que también ese público haga filosofía–. Es cierto que la situación de hoy se distingue mucho de la original. Nuestra filosofía, como se admitirá, está mucho menos segura en cuanto a “la verdad eterna”, cuya pura idealidad sobreviviría a la sucesión evanescente de las prácticas humanas. Y, además, los progresos y la autonomía del conocimiento científico no han dejado de modificar en profundidad su práctica. Sin embargo, si sigue habiendo filosofía es porque conserva una memoria viva de la extraña pasión de Platón. 1 Max Weber. El político y el científico. Traducción de Francisco Rubio Llorente. Madrid, Alianza, 1975, p. 203. 2 Con estos términos se ingresa en la filosofía en la primera línea de la Metafísica de Aristóteles: “Todos los hombres por naturaleza desean saber”.

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Introducción

Tomar a Weber como testigo del nacimiento de la filosofía significa evidentemente remontarse muy lejos, al momento en que la captación disciplinar actúa a pleno. El saber moderno está segmentado en disciplinas que reivindican cada una su dominio, sus métodos, hasta su forma de racionalidad, y define sobre esa base sus propios criterios de validación de la teoría y del reclutamiento de sus representantes. Desde hace mucho tiempo la filosofía se inclina a ubicarse bajo la regla común, lo cual lleva a cabo con más o menos felicidad y facilidad. Su consentimiento a la conformidad asume distintos rostros, que son otras tantas tendencias fuertes, atractivos poderosos que avalan y reproducen nuestras instituciones de investigación y de enseñanza. Se destacan ahí grandes polos, fácilmente identificables y accesibles a una descripción sumaria. El establecimiento de un corpus que pertenece a la filosofía o respecto del cual esta tendría un derecho preferencial, ha sido, al menos en la tradición europea, el más evidente entre ellos, y ha producido esa disciplina particular que es la historia de la filosofía, acerca de la cual hay que recordar que se redobla el problema de la definición desde el interior, ella se pretende una historia filosófica de la filosofía. Han surgido otros, diferentes y concurrentes, donde las cuestiones clásicas de la disciplina, sean de orden teórico o práctico, son retomadas con independencia de esa perspectiva histórica. Así, se ha podido buscar la especialización del lado de un acceso a la fenomenalidad que solo un método filosófico podría conducir –la fenomenología, sin duda, ha sido, desde ese punto de vista, el retorno más impresionante a las fuentes en el contexto moderno–. Pero se puede considerar como afín a ella el tipo de “metafísica positiva” que nace en el mismo período en Bergson, y que periódicamente conoce distintos avatares. En la tradición analítica –cuyas raíces no carecen de vínculos con la fenomenología–, se trata más bien de limitar decididamente el foco concentrándose en el estatus y la formación de la verdad a nivel del lenguaje y del espíritu: lo cual tiene la ventaja de suministrarle a la filosofía el equivalente funcional de lo que ciertas ciencias empíricas llaman “terreno”, y de darle el aspecto tranquilizador de un conocimiento acumulativo, donde el modelo de la disputatio medieval se combina con el de las ciencias naturales modernas. Finalmente, en una corriente magistralmente inaugurada por Comte, pero que es de hecho una transformación del proyecto de las Luces, transmitido por la Enciclopedia, se hace de la filosofía una reelaboración conceptual en el interior de las diferentes racionalidades científicas y el desarrollo de las mismas: la filosofía se ejerce en este caso como filosofía de las ciencias, repartida según las ramificaciones de estas o como una duplicación de su movimiento concertado, con la llamada epistemología como su núcleo duro. Todas estas versiones componen el retrato –conflictivo, lo cual aquí importa poco– de la práctica filosófica contemporánea. Si me permito bosquejarlo así, 11


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no es con la pretensión de exceptuarme y de situarme en una perspectiva privilegiada. Todo lo contrario, sé que pertenezco a la última versión mencionada –y además, más precisamente, solo a una de sus subsecciones, la filosofía de las ciencias sociales–. Hay ahí una identidad disciplinaria tangible, una especialidad aceptable porque está organizada según la “estructura actual del campo”, como diría un sociólogo contemporáneo. Sin embargo, más que ninguna, da acceso al problema del que hemos partido: que forma parte de la necesaria asignación excesiva de disciplina de la filosofía, la proporción de apaciguamiento forzado que incluye aquello a lo que ha sido y es necesario consentir para que las cosas sean así y que el oficio de filósofo conserve una parte de su sentido para cualquiera que decida consagrarse a él. A fin de explicar el hilo que vincula los textos que se van a leer, previamente hay que dar respuesta a la doble interrogación siguiente: ¿Qué produjo exactamente el surgimiento de las ciencias sociales en el espacio del trabajo intelectual? Y ¿qué es, en contrapunto con esa irrupción, lo que permite decir que se sigue haciendo filosofía, pero una manera distinta de la que se hacía antes de ese acontecimiento? En resumen, ¿qué nos inclina propensión a pasar de una filosofía a otra? Para explicarlo partamos de la tesis de Weber sobre la emergencia de la filosofía. Lo que esa tesis subraya es que la filosofía es una forma singular de discurso, pero que también la originalidad y la fuerza de ese discurso no deben hacernos olvidar que este fue dependiente de ciertas condiciones reales. Seguir a Weber en este punto equivaldría a preguntarse sobre el estatus del diálogo platónico, ese cuestionamiento en el que, según sus términos, “se introduce a alguien en el torno de la lógica”. Habría que reconducir esos diálogos, canonizados por una larga tradición escolar, a su realidad de discurso en circulación en la vida de la ciudad ateniense, en un estadio determinado de su evolución, discurso cuya forma depende de sus condiciones, y que se encuentra dotado de una efectividad igualmente específica, en el sentido de que fue capaz de producir efectos antes insospechados. La filosofía sería primeramente eso: una reacción inédita desencadenada en un cierto espacio, al mismo tiempo que un procedimiento de transformación del mismo. Dicho sin vueltas: el diálogo filosófico fue un modo inédito de relación social, destinado a cambiar las cosas. A través de la oposición del philósophos y del philódoxos se desarrollaba un acto político de resistencia a cierta desviación de la palabra, esa captación y, en definitiva, esa privatización de la retórica en la que consistía la sofística. Ella adquiere toda su significación en una época crítica de la democracia ateniense del siglo IV, tomada no solo en cuanto régimen o gobierno, sino más profundamente en cuanto forma de sociedad en declive, afectada por una patología que

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Introducción

la corrompe interiormente.3 Lo que el diálogo exige en su novedad, no es tanto que los locutores se conformen a un tipo de verdad susceptible de exposición doctrinal y de difusión ex cathedra, como que entren en la investigación común de ella, que la vida común se reconfigure a través del tipo de experiencia cuyo zócalo la filosofía pretendería poner de manifiesto. Así se aclara ese régimen de interrogaciones llenas de curiosidad, rasgo que la filosofía no ha perdido y que sigue manteniendo ininterrumpidamente. Fundamentalmente está anclado en ese gesto sociopolítico de rechazo a la corrupción, en una situación de crisis aguda, en el cual la palabra y el poder exigen ser desligados. La forma diálogo es en ese aspecto mucho más que una partida de nacimiento coyuntural, una película superficial que se podría quitar sin perjuicio para alcanzar un contenido de verdad menos obvio y más consistente. El diálogo hace presentes personas reales, actores históricos concretamente comprometidos en una interlocución que se muestra como un trozo de la vida griega, y, como el redespliegue de la existencia en un escenario distinto del que está bajo el dominio político de los sofistas y demagogos, no es un discurso sobre la realidad, una “interpretación” que vendría a iluminarla desde el exterior, sino que de entrada pretende la transformación activa de esa realidad. Por consiguiente, la condena marxista de la Tesis 11 sobre Feuerbach no tiene aplicación en este caso –de donde, si se le otorga a esta tesis la atención que reclama, se puede sacar la conclusión de que la deriva ideológica se produjo solo por el alejamiento y el olvido de esta matriz, es decir que, si se quiere hablar como Platón en este caso, la filosofía se perennizó montada sobre una sofística en realidad triunfante–. ¿La cuestión de la perennidad de la filosofía queda así saldada? Es bien conocida la imagen tranquilizadora de la philosophia perennis, construida sobre la permanencia de cuestiones eternas, a la manera de una fuente que cada filósofo tendría el cometido de hacer surgir, y de la cual fluiría eternamente la misma agua presumiblemente purísima. Sin embargo, el problema es diferente si se admite que la sola consistencia de la filosofía es la de ser una acto ejecutado en situación, que la modifica en su estructura así como es informado por ella. Sobre todo no resulta automático que toda situación histórica sea favorable a esa irrupción. Algunas pueden hacer que la intervención filosófica sea necesaria, otras pueden impedir su aparición, incluso simplemente no crear la necesidad de su emergencia. En todos los casos, se admitirá que no hay pureza filosófica 3 Ver, entre todas las referencias posibles, la que se sitúa en línea recta con la concepción weberiana: Eric Voegelin. Order and History, vol. 2, “The World of the Polis”. Louisiana State University Press, 1957. Otro anclaje se podría obtener en la antropología política de la Grecia antigua, particularmente desarrollada en Francia e Inglaterra. Las tentativas –que derivan de esa antropología– de caracterizar la palabra filosófica como cierto desvío político de la política, se encuentran hasta en los últimos cursos de ­Foucault consagrados a la parresía.

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decretada a priori, sino solamente prácticas filosóficas a las cuales las transformaciones de la historia suministran los marcos de realización. El hecho es que la cuestión de la pureza no coincide sino parcialmente con la de la permanencia de un género, y más parcialmente todavía con la de su recurrencia. El “pensar” como tal, ese extraño constreñimiento discursivo y mental descubierto en Grecia, no se ha disuelto como una ilusión efímera, pura secreción que desaparece con el tiempo que lo vio nacer. Incluso podría resultar lo contrario: porque, en la línea que prolonga la observación de Weber, la filosofía, cuando se descubre impura, también se descubre singularmente resistente. Resistente al desorden intelectual y práctico al cual opone un orden que su modo de interrogación hace perceptible, y también es resistente, en el tiempo largo, al encadenamiento de las figuras históricas donde emergen ciertos problemas que la requieren actualizada. Su perennidad no la debe tanto a esta “verdad eterna que, a diferencia de las acciones e impulsos de los hombres ciegos, no ha de pasar jamás”, como había podido hacérselo creer el entusiasmo apasionado de los primeros tiempos, cuanto a esa actividad misma, liberada de su ceguera por fuerzas que la trabajan desde el interior y se apoderan de los rigores de la conceptualización –del “torno de la lógica” que esta representa– para producir una luz cada vez diferente, pero imputable al mismo tipo de operación. En resumen, para reconocerse arraigada en la práctica humana, la filosofía no pierde su especificidad teórica. Mediante una lucidez incrementada, ella la recupera en la historia misma, como una alteración producida en el seno de la experiencia política y social, variable según los contextos, pero identificable en el procedimiento que le es propio. Por otra parte, frente al progreso de las ciencias modernas, la situación no puede ser más la misma. Si la epistéme polítiké de los griegos fue el fermento del acto filosófico en lo que tiene de propio, uno puede preguntarse con razón si este no queda relegado a un pasado acabado cuando la ciencia imprime su marca en el conocimiento en general y, más particularmente, en el relativo al gobierno de los hombres, a los agrupamientos que estos forman, a los vínculos que los reúnen, a los regímenes de pensamiento y de acción que se pueden vincular con estos. A comienzos del siglo XIX, Augusto Comte proponía un cuadro exhaustivo del conocimiento científico según un orden ascendente de las matemáticas a la sociología. Cada ciencia fundamental manifiesta su “espíritu” que se resume en “métodos y resultados” obtenidos en su estadio positivo, cuando logra desplegar relaciones fenomenales regulares en el dominio empírico que le corresponden. La filosofía de estilo antiguo, la metafísica, es severamente criticada por esa ciencia en marcha. A la filosofía positiva no le queda sino una función limitada, cuando no auxiliar y residual: ayudar a la clarificación y a la articulación de los trabajos científicos, mediante la recapitulación y la reflexión metodológica. La plataforma decisiva es evidentemente la última. A propósito 14


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de esa realidad eminentemente compleja que es la vida humana tal como se produce en sociedad, la erradicación asume un doble aspecto: por una parte, hay que mantener alejada a la psicología de la función de último refugio de las ficciones metafísicas, donde el sujeto humano se procura todavía un estatus creador o principial, mediante la sustracción de la red de relaciones en la cual está inserto; por otra parte, la filosofía política debe ser superada por el hecho de que en ella persiste la metafísica bajo las teoría de la soberanía y del derecho natural, productos de la misma ficción subjetivista a nivel colectivo. Mediante la instauración de la sociología como ciencia fundamental Comte interviene a la vez en dos planos, teórico y práctico, psicológico y político:4 desbarata el razonamiento metafísico tanto en el conocimiento que el hombre pretende tener de sí mismo y de sus condiciones de existencia, como en la práctica donde intenta comandar esas condiciones –sujeto de derecho, legislador y sujeto psicológico procedente de la misma ilusión, persistencia localizada de una filosofía infrapositiva, es decir de la filosofía que no ve, o se niega a ver, su relación intrínseca con la ciencia–. De esto, el nuevo conflicto que se manifestó desde la segunda mitad del siglo XIX es la expresión directa: las ciencias sociales, tomadas con toda la seriedad que requiere su constitución, desplazan la filosofía a un segundo plano, incluso la anulan pura y simplemente, porque disuelven uno de sus objetos. Según las tradiciones intelectuales y académicas, ese conflicto asumió sesgos diferentes. Fue particularmente agudo en la tradición francesa, en razón del impulso positivista que hemos mencionado. No ha sido menos perceptible en Alemania, incluso si la huella del paradigma kantiano y poskantiano amortiguó los efectos del conflicto desde el momento en que se hizo posible una recuperación –trascendental o especulativa– de la fundamentación de las normas del pensamiento y de la acción, donde la filosofía, al final de un rodeo más o menos largo mediante abordajes empíricos imposibles de reducir al simple registro de la Ilustración, reencontraba finalmente sus marcas y se salía con la suya. Como quiera que sea, se opte por la exclusión recíproca o por las tentativas de rearticulación, por el conflicto separador o por la conciliación sintética, la tensión interna al saber sobre el hombre, constitutiva de la modernidad en el sentido amplio, no ha quedado anulada. Sin pretender resolverla, admitamos que es uno de los aspectos más reveladores de nuestra condición intelectual. Es ahí, según pienso, donde la filosofía de las ciencias sociales encuentra su verdadero objeto. Este, en efecto, no tiene la evidencia que se podría creer cuando uno se limita a inscribirlo como en el hilo continuo de un pretendido progreso general del conocimiento. La ciencias sociales no nacieron a partir 4 Este tema lo estudié en detalle en Polítique de l'esprit. Auguste Comte et la naissance de la science sociale. Paris, Hermann, 2006.

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de una tardía percepción de que los hechos sociales no formaban parte de los “hechos por conocer”, en un estadio de madurez particularmente elevado del pensamiento científico. Estas ciencias tienen un discurso nuevo que las sociedades modernas produjeron y se aplicaron a sí mismas, por razones que les son propias y que se hunden en lo más profundo de su naturaleza. Conviene atenerse a esa aparición, sin perder de vista la parte de contingencia que comporta –el hecho de que haya ocurrido en cierto tipo de sociedad y no en otro, en una línea histórica que no es la de cualquier sociedad–. En este aspecto, la obra de Comte, es muy elocuente. En ella se ve perfectamente cómo la ciencia y la política se reengendran juntas –se ve ahí cómo los dos combates, la recusación de la psicología introspectiva y la refutación de la teoría del poder soberano, se fusionan en uno solo, al término del largo proceso de la revolución de los espíritus que culmina en la Revolución Francesa, y que para cumplirse requiere a la vez la invención de una nueva ciencia y la instauración de una nueva política–. A casi dos siglos de distancia, esto nos permite comprender que la filosofía no puede ser hoy la misma que en épocas precedentes, porque debe hacer el duelo de sus dos principales pilares –esos pilares que no son otros que el sujeto y el poder, el sujeto como santuario de una visión no social del poder, y el poder como proyección de una visión no social del sujeto–. Si, pese a todo, la filosofía no se ha extinguido, significa que ese duelo es el comienzo de una nueva tarea: la de escrutar la visión sociológica que autoriza esa alteración. Y, en definitiva, es la de esa alteración misma, tal como se da en esos dos planos, donde se traduce el mismo acontecimiento fundamental. ¿Qué queda entonces de la filosofía, reconducida a su fuente platónica? La pregunta está mal planteada. Tal vez fuera pertinente si uno se atuviera a la alternativa entre conflicto y reconciliación, pero no si se trata de captar la tensión que le da su sentido. Ocurre que las prácticas intelectuales no deben ser consideradas como absolutos, sino reinscribirse en el espacio en el que ellas operan. Hemos visto que este era el caso de la filosofía platónica, restituida a su dimensión de práctica situada, políticamente connotada con respecto a la democracia ateniense, sobre la cual producía un diagnóstico sin concesiones. Ahora bien, me parece que es de esta manera como también debemos enfocar las cosas cuando nos referimos a nosotros mismos. Entre fines del siglo XVIII y mitad del XIX, en esos decenios en los que Michel Foucault vio con razón una revolución epistémica radical, ciertas sociedades comenzaron a hablar de sí mismas, a criticarse a sí mismas, y a hacer pensar, hablar y, en definitiva, actuar a los sujetos que la constituyen, de una manera nueva, que inmediatamente desbordó y, en el fondo, negó los marcos del discurso que tenía vigencia en la órbita de la filosofía política clásica. Son las ciencias sociales, sin ninguna duda, las que encarnaron ese género de práctica teórica, de pensamiento inmanente a lo real de la situación. Hay que decir incluso que realizaban a este respecto algo análogo a 16


Introducción

lo que había ocurrido en la Grecia antigua. También ellas, en un contexto totalmente diferente, pero con un vigor comparable, intentaban imponer un nuevo “tono lógico” al discurso público; también ellas oponían su resistencia mental y normativa a lo que diagnosticaban como una conjunción deletérea entre la palabra y el poder político. Y, en definitiva, también buscaban –y todavía siguen buscando, aun cuando no lo hacen con la misma conciencia aguda que caracterizó a los padres fundadores– una modificación de la percepción que los individuos tienen de su existencia en la situación social y política que les es propia, y, al mismo tiempo, una nueva manera de actuar sobre y en esta situación. Los historiadores de las ciencias con frecuencia han discrepado sobre el tipo de actitud o de sensibilidad al cual habría que atribuir la formación de las ciencias sociales. ¿Es en este caso moderno o antimoderno? ¿Debe más a las Luces (Luces más maduras que las de la época de los filósofos del siglo XVIII), o a la reacción (que busca restaurar formas de solidaridad cuyos fundamentos habría destruido la modernidad democrática)? Si se coincide en general sobre el hecho de que la sociedad se ha erigido como tema predilecto, la pregunta planteada con más frecuencia es la de la intención política que está en el origen de ese proyecto de conocimiento. Este es, en efecto, el corazón del problema. Repitámoslo, no es una progresión serena y desinteresada del saber, no es un movimiento estrictamente especulativo lo que ha permitido a la sociología alejarse de los diferentes enfoques de la realidad humana e imponerse como un punto de vista superior y englobante. Más bien es cierta reacción a una coyuntura sociopolítica particular, la cual se puede inscribir en los últimos años del siglo XVIII y conectar con el doble sismo de la Revolución Francesa y de la Revolución Industrial. En otros términos, las ciencias sociales no tienen sentido más que para nosotros, los modernos, en el período que se abre con las transformaciones políticas y económicas, cuyos efectos intentamos sobrellevar. Si uno pretende optar por el rechazo o por la aceptación, no se acierta con lo esencial. Ocurre que la visión sociológica define sobre todo un esfuerzo por manifestar una captación del devenir histórico en el cual las sociedades modernas son transportadas, esa captación que no ofrecía –o no ofrecía más– la filosofía política, aun cuando se duplicaba en saberes orientados a una naturaleza humana definida de manera genérica –y, entonces, desvinculada de las variaciones esenciales que la vida social le asigna–. Que se trata ahí de una captación crítica, es decir, de una nueva disciplina del juicio, es un punto completamente indiscutible. Las ciencias sociales no resultan rechazadas por eso, ni del lado del pensamiento de los revolucionarios ni en el campo de la reacción. Más exactamente, llevan en sí el legado de la emancipación intelectual en la cual consistió el momento moderno, pero le dan a esa palabra una nueva acepción. ¿Qué dicen, en efecto, como ciencias críticas? Afirman que, sociológicamente informados, los individuos se manifiestan capaces, en un acto reflexivo superior que la 17


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filosofía política no les permitía, de pensar en la sociedad a la cual pertenecen, y de adquirir una visión nueva sobre el funcionamiento de esta, al mismo tiempo que nuevas posibilidades de acción. Surge, entonces, un punto de vista sobre la socialización de los individuos y sobre las normas a las cuales estos están sometidos, que nos vuelven capaces de discriminar mejor lo que es justo de lo que no lo es en el contexto específico de una sociedad dada, y no ya en función de la idea atemporal que uno se podría formar filosóficamente acerca del “mejor régimen”. La crítica, en este caso, no se instrumenta yendo aguas arriba mediante una filosofía primera, la cual podría por sí misma, sin consideración de la sociedad de la cual habla, para la cual habla y en el interior de la cual habla, formular sus principios, dejando a otros y secundariamente la tarea de medir sus aplicaciones. Por el contario, ella nace en el seno del dato histórico y social, a partir de su análisis. Y abre o quisiera abrir el juicio de los individuos sobre ese conocimiento de la sociedad por sí misma. Es a partir de ese punto como la política exige ser relanzada, es decir, reorientada desde el interior al tenerse en cuenta no una necesidad lógica susceptible de ser construida a priori en el espíritu de un filósofo ilustrado, sino una necesidad real, establecida a partir de la investigación que solo las ciencias empíricas pueden desarrollar sobre las determinaciones vigentes en la sociedad que se considera.5 Se llega aquí al punto más difícil. Desde hace dos siglos, las ciencias sociales son un saber extraño, que, por una parte, depende de la liberación del juicio crítico del individuo, y por otra, cuestiona ese juicio en cuanto que este estaría solo dominado por una perspectiva individual. Se dirá, simplificando, que su gesto distintivo ha consistido primeramente en elevar el pensamiento de lo colectivo a un orden de consideración que también lo sea –no atribuirlo a un sujeto colectivo que no sería otra cosa que un individuo de “gran formato”, sino develar su estructura colectiva de la misma manera en que los individuos se apoderan de ella y la ponen en juego, a través de los juicios que forman en el curso de su existencia y, en definitiva, a través de la mirada que aplican a las normas en vigor en su sociedad–. Ese gesto, además, es todo salvo una opción por un partido teórico desvinculada de la experiencia. Deriva de una transformación de esta, que configura y hace advenir la experiencia propia de los modernos. Deriva, entonces, de una exigencia social, profundamente arraigada en lo que las personas viven, a partir del momento en que cada uno se encuentra remitido a su propia capacidad de juzgar, ya sea a nivel de su propia conducta, ya sea al nivel que tiene relación con el compromiso en los asuntos comunes. Contrariamente a las ideas recibidas, la visión sociológica no comienza con el rechazo del 5 Con respecto a la oposición entre la necesidad real y la necesidad lógica, tomada como elemento de distinción entre ciencia social y filosofía política, ver las páginas de Durkheim sobre los residuos de lógica puramente deductiva que subsisten en Montesquieu, en Montesquieu et Rousseau précurseurs de la sociologie, textos seleccionados por Armand Cuvillier. Paris, Marcel Rivière, 1966, pp. 97-102.

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individualismo –palabra que, hay que recordarlo, fue en un principio polémica, forjada en el contexto del pensamiento reaccionario–. Esa visión comienza con la asunción del individualismo bajo la dualidad de sus aspectos, incluso bajo su contradicción interna. Porque el individualismo no es solo ese riesgo de dispersión o de disolución, la fuente de las corrientes patógenas que amenazarían la cohesión social desde el interior, es también inseparablemente, aquello por lo cual las sociedades modernas se construyen, según un modo que la sociología estima todavía incomprendido o mal comprendido, y que debe explicar, lo cual está comenzando a hacer al compararlo con las épocas o las sociedades en las cuales el individualismo no operaba de la misma manera.6 En otros términos, la sociología comienza por una tesis sobre la constitución social de la individualidad, desenganchada de la evidencia de la pura adhesión a sí misma, en ese aislamiento que el subjetivismo metafísico acreditaba y que la filosofía política moderna no hacía sino retraducir. En una palabra, los modernos son conscientes de que no hay otra sociedad que la de los individuos, y que su sociedad se distingue ante todo por el lugar que el individuo ocupa en ella a título de valor socialmente dominante. Pero eso los incita también a preguntar de manera recurrente por las formas que asume su propia socialización, y hasta qué punto esta los determina en lo que son y en lo que quieren ser. Al mismo tiempo son movidos a considerar la razón de las normas bajo ese mismo ángulo, no ya a partir de una visión abstracta de lo que debe ser el Estado de derecho, donde la construcción legal se organiza en torno a un sujeto de derecho también postulado abstractamente, sino desde esa vida social en la cual se saben inmersos y acerca de la cual sienten que deben sostener un punto de vista crítico, es decir, ejercer su juicio según un modo que sería sociológicamente ilustrado. Si se reflexiona con propiedad sobre este punto, se observará que una disposición a cuestionar la realidad de este modo es cualquier cosa menos banal. Culturalmente, podría ocurrir que sea muy pesada para todos los que se ajustan a ella. Esta se apoya en lo que se podría llamar una conciencia social de sí, una especie de sentido común de los modernos que rebasa por todas partes su identidad subjetiva en el momento en que, paradójicamente, no deja de realimentar y enriquecer. Esta conciencia surgió por obra de un cierto género de sociedad, es decir que esta la elevó al rango de una inquietud que otras sociedades, aunque también estén atravesadas y constituidas por procesos de individuación, por modos de articulación de la individualidad y del grupo en que cada instancia toma una forma cada vez específica, no conocían. De ahí se sigue que el discurso sociológico fue una demanda a nivel del sentido común. Al interrogarse 6 Ese “individualismo sociológico” es el tema general de mi libro La société en personnes. Études durkheimiennes. Paris, Economica, 2006.

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sobre sí mismo, el sujeto de las sociedades modernas no cesa de preguntarse sobre lo que le permite a esas sociedades realizarse. En resumen, un cuestionamiento circula o es convocado a circular, el cual, en el mismo plano de la opinión, debería hacer valer una obligación de pensar tan cautivante y exigente como lo había sido el constreñimiento filosófico en la sociedad ateniense en la época de Platón. Las ciencias sociales responden a esa exigencia y lo hacen situándose a una distancia mayor o menor respecto de esa conciencia social difusa que las ha suscitado. Al no tener más de dos siglos de existencia, es natural que, en un período tan corto que, si bien no es el de su nacimiento, todavía es, al menos, el de su juventud, las ciencias sociales deben repetir periódicamente su acto de fundación. Para eso adoptan paradigmas diferentes, buscando investir siempre el que manifieste la capacidad de darle cuerpo a esa voluntad de saber particular que las mueve. De Comte a Bourdieu y Garfinkel, pasando por Weber, Simmel, Durkheim y Goffman, la relación entre el conocimiento sociológico verdadero y el que aflora espontáneamente a nivel del sentido común no deja de representarse, tironeado entre el imperativo de ruptura y el reconocimiento de continuidad. En ese punto todavía las posiciones se dividen y se enfrentan tan duramente que resulta difícil percibir el fondo común sobre el cual estas se destacan. Ahora bien, ese fondo no cesa de existir y de imponerse a las investigaciones más diversas, ya sea que se apliquen a la crítica de la prenociones y de la “ideología”, o que procedan, al contrario, de una intensificación y de una prolongación dada a las representaciones y a las prácticas de los actores. Es verdad que a veces la sociología reivindica el estatus de ciencia de manera estrepitosa. Partiendo de la constatación de que “la frontera entre los saberes comunes y la ciencia es, en sociología, más indecisa que en otros dominios”, apela a una ruptura que sería, en ese caso, de una “urgencia particular”.7 Ella lo acentúa, incluso lo dramatiza. ¿Pero a qué se debe verdaderamente esta urgencia, sino al hecho de que la indecisión de las fronteras es simultáneamente un riesgo y un impulso, y que, si se la quiere resolver, es también porque finalmente se busca tener en cuenta retrospectivamente la experiencia de los individuos como ninguna otra ciencia lo hace, recalificándola con la ayuda de nuevos saberes puestos a su disposición? La sociología no es una teoría como otras, porque es una teoría para la práctica. En ella se combina la más alta exigencia científica –Comte, en términos exorbitantes, estimaba que uno no se vuelve sociólogo sino mediante una aclimatación previa en el conjunto de la jerarquía de las ciencias, que la ciencia “más difícil” requiere un conocimiento de las racionalidades que son inferiores en complejidad– y la vuelta retrospectiva a la conciencia de los actores sociales 7 Pierre Bourdieu, Jean-Claude Passeron y Jean Claude Chamboredon. Le métier de sociologue. Paris, Mouton, 1983, p. 95.

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que deben poder acceder a ella. Se está en lo correcto cuando se afirma que lo que la distingue es su valor intrínsecamente democrático, bajo la aclaración de que aquí la palabra democracia asume un sentido muy distinto del que tiene en la filosofía política: no un tipo de régimen o un modo de constitución del poder legítimo, sino una forma de sociedad, un espíritu que impregna el conjunto de las prácticas y de los pensamientos que se desarrollan en el seno de las sociedades modernas y les confieren sus características más esenciales. Ese espíritu democrático, para esta ciencia en particular, es un suelo fértil y al mismo tiempo un desafío. Se lo puede describir como un círculo en el cual hay que resolverse a girar. Las personas hacen sociología sin saberlo o sabiéndolo confusamente y, cuando toman conciencia de que la están haciendo, se inclinan a decir que practican un análisis de la realidad social que solo se distingue de la del profesional en su gradación pero no en su naturaleza. Y, sin duda, se equivocan. ¿Pero cómo hacerles comprender a la vez su error y su acierto? De nuevo, ese profesional no es nunca para ellos, en su deseo de comprender, más que un buen informador. Es ahí donde se forma el círculo: los individuos se representan al sociólogo como un buen informador que los toma a ellos como informadores. El sociólogo dispone de más datos, tiene más tiempo para darles forma –en eso consiste su trabajo– pero es para entregárselos. Esto lo sabe cada una de las partes, cualquiera que sea la distancia cognitiva que las separa. De ahí se sigue que el sociólogo también debe disponer de una teoría de la ­penetración social de su propio discurso, debe controlarlo, no como una divulgación secundaria, sino como un componente intrínseco de la racionalidad que promueve. En otros términos, si la sociología es una ciencia que no rompe, como las otras ciencias, con el sentido común, es porque se sabe desde el vamos un conocimiento comúnmente requerido en el seno de las sociedades democráticas como un acceso de todos a los verdaderos resortes que las mueven. En una palabra, es por una razón política. Entonces, se puede comprender más fácilmente que la sociología se vea constantemente llevada a dudar de sí misma, incluso a hacer dudar de su cientificidad. Ocurre que hay un combate en el cual se juega más que el nacimiento de una ciencia, en el mero plano epistemológico de la consolidación de su método. Aquí, batirse por la cientificidad, es hacer que se la reconozca en el sentido más fuerte –es decir, en definitiva, hacerla apropiable por aquellos para los cuales se construye–. Más significativo que la esperanza de reducción de la duda, es el encarnizamiento con que se trata de aclararla. A través de la duda, renace periódicamente una experiencia, en la cual el sociólogo y su público se recargan. Esa duda, viene del vínculo que los une sólidamente y los remite constantemente el uno al otro y, por consiguiente, viene del esfuerzo por el cual cierto tipo de sociedad trata de acceder a un conocimiento sobre sí misma y de la existencia de ciertos colectivos históricamente caracterizados –obviedad que deja de ser 21


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tal desde que se comprende que hubo en la historia, y actualmente hay en otros contextos culturales, distintas maneras con las que una sociedad puede representarse a sí misma y perpetuarse a través de esa representación–. Ahora bien, es ahí donde la filosofía, por haber sido profundamente alterada por la visión sociológica, se encuentra también notoriamente relanzada. En efecto, su relación con las ciencias sociales, no es la misma que su relación con las otras ciencias. Para toda ciencia, la interrogación filosófica se concentra en las teorías mediante las cuales constituye su objeto, y en los métodos que reflejan en la investigación empírica la adecuación del objeto a la teoría. La sociología no está exenta de ese examen, que desplaza a la filosofía de su ámbito natural –el estudio del espíritu en sí mismo– a fin de estudiar el espíritu en acto o, más bien, los diferentes actos por los cuales se manifiesta al constituir sus objetos. No obstante, plantea un problema particular que se vincula con el tenor político indeleble de la teoría sociológica. Un tenor, y no un alcance y, aún menos, una intención, como si la política, ese lugar que se imagina gustosamente como el de las decisiones y de las opciones impuestas desde afuera a una realidad destinada a sometérseles, operara río arriba para plegar las ciencias sociales a sus fines, reduciéndolas, como temía Durkheim, a un arte y/o a una técnica. En este caso, al contrario, es el acto teórico en cuanto tal el que redefine lo que se entiende por política, le confiere su significación al reconstituirlo en su propio marco. “La urgencia particular” de romper con el sentido común, si es inseparable de su reconocimiento como sentido común social, le da a la ruptura el sentido paradójico de un realce de este, porque la “ciencia” así constituida se determina a su vez como un cambio de plano impuesto a la experiencia ordinaria de los individuos, como una nueva percepción de su propia socialización. ­Hablar, como se lo hace, de tenor político de la sociología como ciencia –de la sociología en cuanto acto científico singular, propio de un tipo de sociedad, también ella singular– equivale, en suma, a subrayar ese proceso de recalificación. Esto no significa reducir la ciencia a una intención política de segundo plano que ella no haría sino retomar y realizar, sino captarla en el desplazamiento al cual somete la experiencia política común por el solo hecho de que ha podido afirmar su preeminencia en el pensamiento de los modernos. Se comprende, entonces, que la filosofía de las ciencias sociales, aun cuando interviene en discusiones que parecen de orden estrictamente epistemológico –y que, bajo un cierto ángulo, lo son sin más–, acarrea con ella una interrogación no solo sobre lo que las ciencias sociales hacen a la filosofía sino también el sentido de que hay que reconocer tales efectos y hacerles un lugar en sociedades como las nuestras. La filosofía es, entonces, relanzada en dos registros privilegiados que, para otros sectores de la filosofía de las ciencias –cuando esta se aplica a la química, a la biología, a la física...–, no se imponen ciertamente de la misma manera. Por un lado, esa filosofía es llevada a reescribir, bajo diferentes 22


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ángulos y mediante repetidas experiencias, una historia de la emergencia y de la posibilidad de las ciencias sociales. Insistamos: la historia de las ciencias sociales, correctamente practicada, no puede no ser filosófica, en la medida en que se apoya en una figura discursiva insólita, cuya irrupción se mide en lo que ella afecta a la filosofía. Esta diferencia en la recuperación, esa distancia en el intercambio debe ser vista como uno de los resortes más ocultos y más activos de nuestro modo de pensamiento. Ni la sociología ni la historia stricto sensu pueden dar un libre acceso a ese fenómeno porque es necesario que se restablezca el régimen conceptual singular de las ciencias sociales en cuanto alteración de la filosofía –que, según mi opinión, solo una filosofía de las ciencias sociales está en condiciones de hacer–. Pero su misión no se detiene ahí. Por otra parte, y como un efecto de retorno, es necesario que se interrogue sobre el sentido político de esa distancia siguiendo las nuevas preguntas que surgen a partir de él –en un lugar intersticial que, propiamente hablando, no depende ni de una disciplina ni de la otra, sino que se aplica a pensar progresivamente una mirada filosóficamente ampliada, acostumbrada a esa “necesidad real” que ningún procedimiento puramente especulativo puede pretender deducir–. Se pone entonces a trabajar en la escuela de las ciencias sociales, reflexiona sobre ellas desde el interior, recoge de ellas y solo de ellas, conceptualizaciones y problemáticas cuyos verdaderos productores son ellas mismas. Un trabajo de ese tipo, por más desestabilizante que sea para la filosofía, resulta necesario, no para que esta viva o sobreviva –lo cual no es un objetivo en sí mismo–, sino para que la mirada que nuestras sociedades han llegado a dirigir hacia sí mismas se revele más aguda, más consciente de lo que uno puede esperar de un análisis sociológico de sí mismo. Espero los textos siguientes convencerán al lector de que en esa tarea hay una parte para los filósofos que han tomado nota del hecho de que el discurso de las ciencias sociales es, sin duda, el discurso requerido para el desarrollo de las sociedades modernas en lo que tienen de democrático, pero que esa exigencia pide al mismo tiempo ser interrogada como tal. El encadenamiento de esos textos no observa ninguna cronología, ni en cuanto a la fecha de su redacción ni en cuanto a los diferentes autores y corpus estudiados. Más bien se articulan uno tras otro según los problemas que plantean, y cada uno arranca de una línea de pensamiento que se destaca en el que lo precede. Su encadenamiento es, entonces, lógico, pero de un tipo de lógica que se pretende sea la del descubrimiento gradual de los escollos que la confrontación entre sociología y filosofía ha hecho visibles, y de los esfuerzos que hay que hacer para superarlos. En varios de estos textos se ha tratado de confrontar el enfoque desajustado de lo político, en mi opinión característico de la filosofía de las ciencias sociales, con ese otro desajuste, tan significativo en el pensamiento contemporáneo, que se inspira en Foucault. Ocurre que es necesario reconocer aquí una 23


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deuda importante, válida para toda la generación intelectual a la que pertenezco. ­ oucault es, sin duda, el testigo más brillante del paso de una filosofía a la otra, F de la salida de la práctica filosófica tradicional a un lugar que él se ha esforzado en no mojonar, en no nombrar, no por incapacidad o incoherencia, sino sin duda porque comprendió mejor que ningún otro –al menos desde Las palabras y las cosas con la perspectiva ahí presentada sobre la epistéme moderna y sobre su agotamiento– que el pensamiento actual, en lo que puede tener de crítico, ya no debe quedar más cautivo de las divisiones de las disciplinas y los conflictos que se derivan de ellas. Sin embargo, me parece que Foucault no midió lo que el advenimiento de las ciencias sociales, que no consideró pertinente aislar como foco de una experiencia de pensamiento decisivo, podía implicar como incitación a una práctica diferente de la filosofía.8 Sin embargo, cuando al final de su vida se dedicó a la cuestión del gobierno, uno observa que, con los medios que eran los suyos, encontró el tipo de inflexión de los conceptos políticos que una visión sociológica ya había llegado a poner de manifiesto. Volviendo a la filosofía clásica, esa inflexión se manifiesta aquí mediante una relectura de Rousseau, cuyo pensamiento resalta con particular evidencia nuestra dificultad para pensar la democracia, ese concepto normativo de los modernos. Ese mismo concepto es examinado luego a partir de las discusiones contemporáneas que han tomado forma en torno al gobierno representativo, mostrando que un desplazamiento sociológico –operado en este caso con la ayuda del pensamiento de Comte– es susceptible de solucionar algunas aporías que aquel conlleva. En este reexamen, se pone en evidencia una teoría social de la autoridad, cuya coherencia se demuestra previamente volviendo a sus fuentes contrarrevolucionarias y subrayando su herencia en el pensamiento de Durkheim. Se verá que, al final de nuestro recorrido, se plantea la exigencia de reformular, en el pensamiento mismo de los modernos, el concepto de tradición, lo que ha debido pasar por un enfoque socio-antropológico del culto de los muertos, a través del cual las sociedades posrevolucionarias han tratado de concebir su propia continuidad a la vez natural e histórica. Se notará que ese tipo de cuestionamiento no está para nada extinguido en la sociología contemporánea, al punto que experimenta un relanzamiento decisivo cuando se busca comprender mediante qué procesos, incluso mediante cuáles “arreglos”, las sociedades modernas perciben y regulan los flujos vitales que las atraviesan, es decir, la entrada de los seres susceptibles de venir a poblarlas. Así, como lo muestra el anteúltimo capítulo de este libro, una sociología del aborto y de la procreación incita a un reexamen completo de los conceptos de individualidad y de relación social que prevalecen en filosofía política, al mismo tiempo que explica la forma singular de historicidad en la cual 8 Ver sobre este tema el prefacio a la reedición de mi libro L’homme total. Sociologie, anthropologie et philosophie chez Marcel Mauss. Paris, PUF, Quadrige, 2011.

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se inscriben y piensan las sociedades modernas –esas sociedades precisamente, en las que la individualidad parece haber adquirido su sustrato jurídico-político más estable, basado en la constitución de las relaciones sociales–. A este respecto se plantea otra cuestión con igual intensidad: la forma singular de pertenencia de la que son capaces los modernos, aunque esta no pueda ser resuelta simplemente a través de los conceptos formales de ciudadano y de sujeto de derecho, en un Estado que los reconoce como tales. Más profundamente, ¿en qué condiciones el proyecto de emancipación que los define puede ser explicado, incluso fundado sociológicamente? Uno no puede limitarse a plantear esas preguntas refiriéndose a la filosofía política de inspiración liberal en su justificación del Estado de derecho, sino que hay que dirigirlas a la forma que asumió la política de emancipación en oposición frontal con el liberalismo, a saber el marxismo. Por eso nos ha parecido necesario volver a los puntos de contacto y de divergencia que existen entre el marxismo y las ciencias sociales. Para esto se han utilizado varios puntos de vista. En un primer momento se ha adherido a un trayecto muy pronto interrumpido, el de Lucien Sebag, donde se experimenta el límite del marxismo y las razones políticas de un paso a la etnología de inspiración estructural. Luego se ha propuesto una genealogía de la perspectiva de Bourdieu, a partir del impulso que toma en Marx y de la misión que asume de alcanzar la práctica sociológicamente. Finalmente, se ha intentado retomar el proyecto de una sociología del capitalismo bajo la acepción que ha revestido en una sociología que se esfuerza en seguir los desarrollos y las reconfiguraciones de la crítica en el plano de la práctica de los actores. Se nos permitirá una última palabra concerniente al método. Los estudios reunidos aquí, tanto en su orden como en su textura, no son otra cosa que lecturas. Es evidente que hay distintas maneras de leer, en lo cual la filosofía no tiene ninguna prerrogativa que hacer valer, salvo, negativamente, la de dar a pensar que, al entregarse con tanto pasión a ese ejercicio, compensa dos carencias, la falta de terreno respecto de la ciencias sociales actuales, y el agotamiento de la pasión en el diálogo con respecto a quien fue su héroe fundador. Yo, sin embargo, estoy por mi parte convencido de que en filosofía hay una manera de leer que encierra lo mejor de la contribución intelectual de la que la filosofía es capaz, a condición de que se amplíe el campo de lo que merece ser leído, y de que el régimen de lectura se libere del comentario canónico practicado en historia de la filosofía. Contrariamente a lo que se cree, no hay nadie en una posición más incómoda que la de un filósofo conminado a decir lo que piensa “en general”, a exponer de una manera suelta y pretendidamente libre el pequeño sistema de ideas del cual él sería el propietario legítimo. Como todo el mundo, el filósofo piensa correctamente con los otros. Digamos, para retomar la imagen antigua de la que hemos partido, que el filósofo formula sus preguntas volcando su voz en una red de otras voces y las verdades que manifiesta no tienen otro 25


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lugar de aparición que esa red, sometida a la tensión que su voz ha intentado introducir en ella. Tal como la concibo, la lectura actualiza esa investigación y, por así decirlo, vectoriza, reorientando en cada etapa el cuestionamiento que se ha desarrollado hasta ese momento. Leer es pensar con los otros en sus textos, en la medida en que sus textos no se encierren en sí mismos –ya sea que se tome el criterio del encierro en un autor o en una disciplina– sino que conduzcan al lector a volcarse en otro campo de reflexión, es decir, a proseguir su cuestionamiento en otro texto. Este libro se pretende un encadenamiento de experiencias de ese tipo. Las lecturas con la cuales está tejido se colocan globalmente en el horizonte del diálogo de la filosofía y de las ciencias sociales que, según mi parecer, hoy se impone. Pero ocurre que, a lo largo de mis lecturas, pienso darle a la palabra diálogo un sentido mucho más estrecho, y para decirlo de una vez, más exigente que un amable intercambio de puntos de vista. El de una investigación común que es la filosofía misma.9

9 En su mayor parte los capítulos que componen este libro retoman, con modificaciones e integrados en una trama unitaria, textos aparecidos a lo largo de los doce últimos años, en las revistas siguientes: Agenda de la pensée contemporaine, Critique, Gradhiva, Incidence, Multitudes, Raisons pratiques. Un agradecimiento a los responsables de esas publicaciones. También a todos aquellos que, viniendo de disciplinas diferentes, me han acompañado en el camino trazado aquí, en ese lugar de trabajo inestimable que es el EHESS. Pienso, en particular, en los participantes del seminario “Sociologie/Philosophie” que animo desde hace tres años con Francesco Callegaro, Jean-Louis Fabiani y Cyril Lemieux.

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