Rostro original - N. Jose (Adelanto)

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Colección: Letras Director: Carlos Ruta Jose, Nicholas Rostro Original. - 1a ed. - San Martín : Universidad Nacional de Gral. San Martín. UNSAM EDITA, 2015. 302 pp. ; 21x15 cm. - (Letras / Carlos Rafael Ruta) Traducido por: Mónica Jawerbaum y Julieta Lorena Barba

ISBN 978-987-1435-87-6

1. Narrativa Australiana. I. Jawerbaum, Mónica, trad. II. Barba, Julieta Lorena, trad. III. Título CDD 499

Título original: Original Face © 2005 Giramondo Publishing Company PO box 752, Artarmon NSW 1570, Australia 1ª edición en español, abril de 2015 © 2015 Nicholas Jose © 2015 de la traducción Mónica Jawerbaum y Julieta Barba © 2015 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de General San Martín Campus Miguelete. Edificio Tornavía Martín de Irigoyen 3100, San Martín (B1650HMK), provincia de Buenos Aires, Argentina unsamedita@unsam.edu.ar www.unsamedita.unsam.edu.ar Diseño de interior y tapa: Ángel Vega Edición digital: María Laura Alori Corrección: Javier Beramendi Fotografía de solapa: Claire Roberts Se imprimieron 1.500 ejemplares de esta obra durante el mes de abril de 2015 en Altuna Impresores SRL, Doblas 1968, CABA. Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.


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Para R. B. W. El corazรณn puede empujar la tierra y el mar



I Con unas pocas incisiones, la piel de un ser humano se desprende entera. Eso había oído Daozi. Podía encargarse un cirujano, un taxidermista, un carnicero. Daozi estaba concentrado; aplicaba la técnica que había aprendido en las cámaras frigoríficas del mercado de pescado, apretando los dientes y dirigiendo la energía por el brazo hacia la delgada y filosa hoja del cuchillo. Su sombra se proyectaba bajo la luz mortecina de los baños donde ejecutaba la tarea. Había sangre por todos lados, caliente y pegajosa. La faena requirió más cortes de los que habría querido. El tatuaje del torso del hombre se desprendió con facilidad. Con la cara no fue tan fácil. Era una noche tranquila, salvo por los ruidos ocasionales de algún animal, y oscura, fuera del círculo iluminado que la solitaria lámpara de neón formaba sobre la zona de picnic. Daozi les avisó a los demás, que esperaban en sus coches, en la oscuridad, cuando acabó el trabajo. Ah Mo ordenó a los hermanos de Pekín que ayudaran a levantar la gruesa bolsa de basura con el cuerpo hasta la mesa de cemento, donde pudiera verla a la luz. El jefe hizo un gesto de aprobación al ver el dragón tatuado, estirado sobre un trozo de piel. Luego mandó que ataran bien fuerte la bolsa y la llevaran al baúl de su coche. Daozi se quitó la ropa y la puso en otra bolsa de plástico negra. Se lavó en los baños, temblando mientras se enjuagaba las 9


manos con agua fría. La sangre se escurría por el suelo. Tiró la ropa usada en el tacho de basura oxidado que estaba afuera, le echó nafta y prendió fuego a todo. Mientras se quitaba el frío y se secaba con el calor de la llama, se puso ropa limpia. Daozi, el nombre, quería decir ‘cuchillo’. De niño, había golpeado a su propio padre con el mango de uno para ganarse la confianza de un grupo de vecinos y guardias. Había huido con miedo de los brazos confundidos de su madre solo para que lo detuvieran otros brazos implacables mientras se la llevaban. Eso es lo que recordaba de China, la luz blanca del trauma, tan distante de esa noche negra del bosque australiano, que todo lo devoraba. Caminó inquieto por la zona de picnic, entrando y saliendo de la oscuridad, tocándose el fino bigote. El primer auto se alejó y dejó solo a Ah Mo, que fumaba bajo el poste de luz, y a la mujer, que se cubría la cara con el pelo. Daozi notó que ella lo miraba desde el auto cuando él cruzaba por el pasto. Por un momento, pensó que perdería el equilibrio, atrapado por una pasión que era también dolor. Cuando el silencio acalló los gemidos del moribundo, la cabeza del muerto quedó mirando a Daozi. Mechones de pelo sobresalían del cuero cabelludo, los ojos desorbitados, la boca abierta como si hubiera dejado inconclusas sus últimas palabras. Daozi tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para no darse vuelta, como si el esfuerzo de someterse a ese acto de lealtad y rectificación pudiera voltearlo. La cara sin rostro se reía de él. Desde todas las cavidades oscuras, en ese círculo de luz. El puente se levantaba sobre el puerto en una única sección sostenida por torres de cemento y cables de acero tensos como cañas de bambú negro. Los vehículos circulaban por el puente en dirección este y oeste, por encima de silos y barracas y terminales de contenedores, desde y hacia el centro de la ciudad. Lewis Lin, al volante de su taxi, sentía que volaba hacia el cielo azul en la alfombra mágica de un parque de diversiones. No era el antiguo puente, el que los viejos llamaban “La Percha” ―aunque ese, cuando uno circulaba de 10


norte a sur, quitaba el aliento con las vistas del agua y la costa transitada―, no, era el nuevo, una maravilla del mundo que Lewis había visto crecer, erguirse por encima de las aguas, del mercado de pescado, los depósitos y la roca cubierta de maleza. El día en que las dos mitades se reunieron en el medio para completar el puente, él se unió a la multitud de personas que lo cruzaron a pie para celebrarlo. Desde la cresta, fue testigo de la actividad de la parte trasera de la ciudad, los nuevos edificios de departamentos que se alzaban en Pyrmont, donde se habían montado las casas bajas de los obreros en las laderas de la colina, la chatarra arrastrada desde el puerto oxidada en las barcazas y el puente viejo, que todavía se levantaba una vez por día para que pasaran los buques de carga. Siguió con la mirada la corriente de agua que salía de la bahía y se adentraba en el mar. Los pasajeros bromeaban con que el puente nuevo debía llamarse “El Corpiño de Madonna”, porque estaba formado por dos conos turgentes que crecían desde el fondo del mar. Vistos desde lejos, parecían un par de carpas de circo fantasmagóricas montadas para una función itinerante. Lewis sabía que el puente se parecía a un montón de cosas distintas. Le había sacado fotos desde todos los ángulos posibles, captando su longitud, su altura en forma de punta de lanza invertida, su geometría vertiginosa. Abajo estaba la historia, pensaba, lo que los marineros y los trabajadores y los comerciantes habían hecho en el lugar. Arriba estaba la sensación de volar al futuro. Y ahí, en el medio, suspendido, estaba el presente, ese agradable viernes de verano en el que iba a la ciudad, al inicio de su turno. Cuando se subió al puente, la vio desplegada ante él, bajo un cielo despejado. La ciudad ondeaba como una cortina de vidrio y acero sobre la tierra y el ladrillo y el espejo azul cobalto que formaba el agua. Lewis sintió la exaltación de su insustancialidad mientras bajaba por el Barrio Chino y accedía a 11


la hondonada que rodeaba la Estación Central. No había mucho tránsito. Allí, como era de esperar, encontró un pasajero. Un caballero de tez rojiza y barba blanca que cargaba un bulto en la espalda bajó a los tropezones a la calle en busca de un taxi. Se parecía a Papá Noel. ―Pleasant Vale ―dijo el viejo, con los ojos medio cerrados por efecto de la luz del sol de la primera mañana, cuando Lewis se detuvo para que se subiera al taxi. Sin perder el tiempo, se sentó de inmediato en el asiento delantero―. Gracias. ¡Pleasant Vale! Lewis tuvo que pensar en el destino. ¿Debía tomar la autopista en dirección a Canberra? Los sábados a la noche había pasajeros que le pedían que los llevara a lugares como ese. Cuando andaban por el medio de la nada, saltaban del auto en movimiento sin pagar y desaparecían en la oscuridad. ―¿Pleasant Vale? ―preguntó Lewis con una sonrisa, como si no hubiese entendido―. ¿Dijo Pleasant Vale? ―Pleasant Vale, jefe. Por el camino de Campbeltown. Tengo que llegar al trabajo antes de las ocho y perdí el tren. El viejo buscó a tientas la billetera en la mochila para que el taxista viera que tenía dinero. Lewis se unió al tránsito. ―Soy encargado del centro de reciclado ―explicó el pasajero―. El vertedero. El basurero. ¡El basural! Como quiera llamarlo. Es como la pleamar. Basura. Desechos. Desperdicios. Nunca dejan de llegar. ¿Me explico? ―Hablaba como si estuviera actuando―. Me estarán esperando a las ocho en la entrada. El viejo miró al taxista para estudiarle el perfil: pelo negro brillante atado con una banda roja en una cola de caballo, cara ancha y chata color té, no más de treinta, anteojos oscuros cubriéndole los ojos. Buscó un paquete de cigarrillos y se disponía a encender uno cuando vio el cartel de “Prohibido fumar” en el tablero. Suspiró y guardó el paquete. ―A mi hija no le gusta que fume. Es técnica dental. Vive 12


por acá, en Surry Hills. Se compró una pequeña casa adosada y la está reformando. Anoche vine a darle una mano. Tuve que rasquetear el parqué para su cumpleaños. Debo haberme quedado dormido en el sofá. No me despertó y perdí el tren. El pasajero hablaba y el taxista no le prestaba demasiada atención mientras se dirigía a la autopista. ―Yo lo recogí frente al Touch of Class ―observó Lewis, mirando al hombre sentado a su lado con una sonrisa irónica. Era el burdel que estaba en Riley y Foveaux, una mansión victoriana ricamente adornada en color rosa y con arbustos a modo de camuflaje. ―¡Nada que ver! ―dijo el viejo, resoplando―. Es un lugar donde se consiguen taxis. ―Claro ―dijo Lewis―. De día o de noche. Van muchos orientales. El viejo volvió a mirar al taxista. ―¿Se refiere a las chicas? Son esclavas sexuales, ¿no? Evidentemente, conoce el lugar. ¿De dónde es usted? ―De China ―dijo Lewis, cortante―. ¿Y usted? ―De Yugoslavia. ―¿Yugoslavia? La ex Yugoslavia ―dijo Lewis―. O sea, Serbia. El pasajero dijo que sí con la cabeza. ―Hace cincuenta años que vivo acá. Entonces todavía era Yugoslavia. Soy un australiano nuevo. ―Se rió―. ¿Y usted? ¿Llegó hace poco? Ah, por cierto, me llamo Reg. ―Miró la identificación del conductor que estaba en la visera―. Y usted, ¿cómo se llama? ―Lin. Lewis Lin. Al intercambio de nombres le siguió un momento de silencio relajado. Se detuvieron y reiniciaron la marcha por Parramatta Road y luego por Ashfield, en la antigua ruta hacia Hume. Había múltiples carteles en chino, verticales y horizontales, a ambos lados de la ruta. ―Su barrio ―acotó Reg―. Ustedes no pierden el tiempo. 13


Aquí se aprecia todo lo que se puede hacer cuando la gente se libera del comunismo. Yo lo viví. Restaurantes de barrio que eran competencia unos de otros, con patos laqueados que colgaban en las vidrieras, poblaban la calle que alguna vez había alojado verdulerías o mercerías o peluquerías. ―¿Sabe cómo le decimos a esto? ―preguntó Lewis―. Freír el barrio. ―Freírlo, claro ―asintió el viejo, con gesto aprobatorio. Continuaron por diferentes distritos hasta que llegaron al suburbio más alejado de la ciudad, donde está el acceso a la autopista del sur. Lewis aceleró hasta alcanzar una velocidad ligeramente superior al límite de 110. Cuando vio el cartel que señalaba la salida al Macarthur Park, el viejo comenzó a dar indicaciones. Unos pocos eucaliptus solitarios balanceaban sus copas como recordatorio de la escena bucólica de antaño, que había contribuido a las fortunas de los antiguos pioneros. Ahora se extendía un parque tecnológico y se habían establecido distintas dependencias del gobierno ―calor excesivo en verano, frío extremo en invierno―, que creaban empleo para la población en aumento. El camino de salida de la autopista atravesaba unas colinas verdes donde se levantaban propiedades de construcción reciente: villas, chalets, estancias. Las instalaciones y los servicios sanitarios precedían a la prosperidad. Esa era la esperanza. Los habitantes de la zona dejaban la basura en contenedores con rueditas apostados a lo largo de la calle: residuos de las casas, de los jardines, todo lo que descartaban al construir sus nuevas vidas. Dos veces por semana, los martes y viernes, pasaban camiones que vaciaban los contenedores de basura y transportaban el contenido por la carretera hasta la Planta de Almacenaje y Reciclado de Pleasant Vale. El encargado tenía que estar ahí para abrir las tranqueras. El viernes era el gran día. Los camiones llegaban temprano, cargados hasta arriba, listos para el fin de semana. Si Reg no estaba esperándolos, 14


los camioneros podían denunciarlo al municipio y su puesto corría peligro. No se lo podía permitir. ―Vaya rápido, jefe ―le pidió al taxista―. No hay cámaras por aquí. Con todo, a Reg Spivak le gustaba el trabajo de encargado del basural que había conseguido después de jubilarse. Creía en lo que hacía. Estaba comprometido con la reducción de la cantidad de escombros que iban a parar al vertedero. Y mientras tanto, tenía mucho tiempo para sentarse al sol y leer los libros que recuperaba de la basura. ―Algún día, cuando toda mi basura esté bien hundida y apisonada, el centro de reciclado será un terreno de primer nivel para el desarrollo inmobiliario. ―Reg miró de reojo a Lewis―. Top Dollar Park, ¿qué le parece? El camino se estrechaba después de la última casa. Había una línea blanca en el medio, pero era casi imposible adelantar a otro auto sin correrse hasta la banquina, de superficie agrietada. Los autos que venían de frente formaban parte del tránsito habitual de las mañanas de días de semana ―autos que llevaban niños a la escuela, gente que iba a trabajar, camiones y camionetas de reparto―, y las curvas y las ondulaciones del camino hacían que los vehículos se amontonaran. No había forma de ver qué ocurría más adelante. Lewis estaba tratando de avanzar cuando un auto negro apareció desde atrás de una loma acercándose a él a gran velocidad. El auto se había desviado tratando de adelantar a otros que le impedían avanzar, apostando a que no vendría nadie por el carril contrario. ―¡Dios mío! ―exclamó Reg―. No estoy tan apurado. Después, cuando la hilera de autos aceleraba en el descenso, el auto negro no logró volver a meterse en su carril. Lewis hizo una maniobra brusca que lo sacó del asfalto y derrapó en la tierra cuando se saltó la banquina. Dio un viraje y regresó a la carretera justo cuando el auto negro pasaba dando un rugido. Estuvieron a punto de chocar. De frente. 15


―Qué idiota ―dijo Lewis. Las manos le temblaban cuando giró el volante para regresar al camino. El aire olía a goma quemada. El auto negro se alejaba. ―Tengo la patente ―dijo Reg―. ¿Me da una lapicera, jefe? Lewis le dio la birome que estaba detrás de la visera y Reg anotó el número en una tarjeta de la empresa de taxis. ―Es importante recordar las cosas antes de que se te escapen ―dijo Reg en tono filosófico, dando un suspiro―. ¡Que Dios nos guarde! ―Casi nos la damos ―dijo Lewis, echando hacia atrás los hombros para afirmarse en el asiento. ―¿Puede detenerse un momento? ―pidió Reg―. ¿Llegó a ver al conductor, por casualidad? ―No vi nada ―contestó Lewis. Un BMW, serie 320, negro. El auto había pasado a toda velocidad, con dos personas adelante y, posiblemente, una atrás. ―Bueno, sigamos. La carretera se transformó en un camino de tierra que pasaba por granjas derruidas y colinas de laderas cubiertas de pastos amarillentos. Las copas de los árboles destellaban luces y sombras a medida que el taxi se aproximaba al basural. “Camino sin salida”: el viejo cartel tenía agujeros de bala en todas las aes. El camino llegaba hasta una serie de tranqueras de alambre cerradas con candado y un cartel más nuevo con una lista de precios correspondientes a los distintos tipos de residuos. Aparentemente, la Planta de Almacenaje y Reciclado de Pleasant Vale era rentable. Reg salió del auto y abrió el candado con una de las llaves que llevaba en la mochila. ―Llegamos a tiempo y sanos y salvos ―dijo, aliviado, mientras hacía pasar al taxi. El aire estaba cargado del zumbido de las chicharras que celebraban su regreso. ―Son 76,40 dólares ―dijo Lewis desde la ventanilla. ―¿Qué apuro tiene, jefe? ―preguntó Reg―. ¿No tiene 16


tiempo para tomarse algo antes de volver? Quizá quiera tranquilizarse después de tremendo susto. Lewis miró el reloj. El viaje le había llevado una hora. Eso quería decir que tardaría otra hora en volver. Y hacía calor. Se secó el sudor de la cara. Se sentía extraño en ese lugar. Y pensó en el viejo, vulnerable y expuesto. Pero contestó que sí; apreciaba la invitación de Reg. ―Desde que manejo este taxi nunca había estado tan cerca. ―¿Tan cerca de qué? ―preguntó Reg antes de darse cuenta de lo que había querido decir Lewis―. Ah, sí ―dijo―. De sacarnos la grande. Sí, menos mal que mi número todavía no salió. Tome, quizás esto le resulte útil. Le pasó la tarjeta con la patente del BMW y se fue trotando hacia la reducida cabina que hacía las veces de oficina del encargado. A los pocos minutos, salió con dos tazas humeantes en una bandeja. Los saquitos de té flotaban en el agua caliente. Leche. Azúcar. Lewis había aprendido a tomar té con leche, a la manera australiana, pero el límite llegaba hasta el azúcar. Reg se sirvió dos cucharaditas. Después le dio a Lewis cuatro billetes de veinte dólares. ―Necesito un recibo ―dijo Reg―. Quédese con el vuelto. Lewis apoyó la taza de té sobre el techo del auto. Escribió prolijamente la fecha, el itinerario ―de la ciudad a Pleasant Vale― y el importe. Firmó y le dio el comprobante a Reg. ―Gracias, jefe ―dijo Reg―. Manejó muy bien la situación. ―Lewis sonrió. ―Los chinos no manejan bien. ―No todos ―replicó Reg, riéndose―. Salta a la vista. ―¿Cómo se va a su casa después del trabajo? ―preguntó Lewis, recorriendo con la vista el desolado vertedero y el bosque. El lugar estaba al final del camino y no se veía ningún otro auto. ―Ya encontraré la manera ―dijo Reg―. Puedo pedirle a alguno de los camioneros que me lleve. No se preocupe. ―El viejo oyó un ruido―. Ahí vienen. Son las ocho en punto. 17


El silencio adormecedor de la mañana se interrumpió con el ruido de un camión que se acercaba. Lewis devolvió a la bandeja la taza medio llena mientras Reg caminaba hacia la tranquera. Era un hombre robusto, con el pecho abultado, y su tez rojiza tenía manchas grisáceas cuando le daba la luz. Le hizo señas al camión como si lo hubiese estado esperando toda la noche. El conductor lo saludó a los gritos, casi sin reducir la velocidad de la enorme máquina en su avance a través del terreno con las luces y las señales sonoras encendidas, frenando, chirriando, dando marcha atrás hasta el borde del pozo, antes de dejar caer la basura compactada. Lewis no quería quedarse ahí. Había empezado bien el día con los ochenta dólares de Reg. El viaje no habría concluido hasta que regresara a la ciudad. Se acomodó los anteojos de sol y volvió por el camino flanqueado por árboles que se movían rozándose, con el viento que entraba por la ventanilla abierta agitándole la cola de caballo. Llegó al lugar donde el BMW casi los barre de la carretera. Notó las huellas serpenteantes del auto en la tierra rosada al costado del camino y las marcas oscuras de las ruedas en el asfalto. Respiró hondo, pensó en sí mismo y en cómo se había salvado de una desgracia. Reg tenía por costumbre echar un vistazo a todo lo que arrojaban en su vertedero. Lo que pudiera utilizarse, venderse o reciclarse lo apartaba del resto. La gente estaba tan ansiosa por deshacerse de cosas que tiraban todo junto sin pensar en el futuro del planeta. Lo que llegaba al vertedero ya no servía para nada, es verdad, en especial después de pasar por la compactadora. Hasta la mirada experta del encargado del basural debía esforzarse para distinguir los objetos en la mezcla de latas y plástico y fluidos que dejaban caer los camiones. Fue por casualidad que la cabeza fue a dar a un hueco en la cima de la pila. Sobresalía y apuntaba a Reg cuando la mirada del encargado recorrió, como siempre, la basura acumulada. La masa de sangre y pelos 18


con ojos saltones y un agujero enorme por boca le llamaron la atención justo antes de que otra carga de desechos fuera depositada encima de la anterior. Un escalofrío le recorrió la espalda, como aviso de que había visto algo incluso antes de que se diera cuenta de qué era. ―Un momento ―le gritó Reg a Jimmy―. ¿No viste algo raro? ―Se acercó corriendo al camión indicándole al conductor que se detuviera―. Ahí hay algo ―gritó. El camionero frunció el ceño. Con los tapones en los oídos no oía nada. ―Un minuto ―gritó Reg―. Fue a buscar la pala de mango largo y trepó por la maloliente pila de desperdicios hasta el lugar donde había visto la cabeza. Con delicadeza, apartó la basura hacia un costado y ahí estaba, pegajosa, roja y negra, con moscas revoloteando alrededor. Reg cerró los ojos y apretó los dientes. Se dio vuelta, haciendo esfuerzos para no vomitar sobre el revoltijo de tela manchada, plástico negro, trozos de espuma de goma y carne y huesos apenas reconocibles. Jimmy se apeó del camión y miró desde la plataforma. ―¿Qué es eso? ―preguntó, mientras se acercaba. De la parte trasera del camión, que seguía abierta sobre el pozo, todavía caían algunos desperdicios. ―Partes de un cuerpo ―dijo Reg―. Una cabeza. ―Decidido, volvió andando sobre el montículo de basura y, sin prestar atención a Jimmy, entró en la oficina y llamó a la policía. Jimmy estaba doblado en dos, vomitando hasta las tripas. ―No es mi día ―se dijo Reg cuando colgó el teléfono. El sol brillaba con intensidad en el cielo azul pálido cuando llegó la policía local de Pleasant Vale. Fueron los primeros en ver la escena del crimen. Después, la División Homicidios de la ciudad, los perros, el equipo forense y los expertos en casos realmente complicados. Uno tras otro, los vehículos iban llegando a las tranqueras, que se cerraron por orden policial. Los camioneros amenazaban con arrojar 19


los residuos en el camino si no los dejaban pasar, pero Reg los obligó a retirarse. ―¿No ven la cinta amarilla? ―les gritaba―. Es la escena de un crimen. A media mañana, los investigadores, vestidos con ropa de trabajo, botas, máscaras y guantes de goma, tenían un cuerpo en una bolsa, el de un muerto reciente. ―Despellejado, con la cabeza desarticulada ―le dijo, con tono alegre, una de las chicas a Reg―. Tenían bolsas con jirones de ropa que podía haber pertenecido al muerto y trozos de la bolsa de plástico negro en la que habían metido el cuerpo antes de arrojarlo en un tacho de basura en algún lugar de la ruta. Miraron si había sangre u otros indicios en el camión de Jimmy y le preguntaron al camionero sobre su recorrido. Estudiaron todos los tachos de basura del camino, así como los que se encontraban en los patios de las casas, en busca de restos de los materiales que habían encontrado en el cuerpo o cerca de él. Alrededor del mediodía llegaron los de la televisión. Antes de irse, los investigadores le pidieron a Reg que no abriera el lugar hasta nuevo aviso. Solo el sargento inspector Rogers, de la policía de Pleasant Vale, se quedó para hablar con él. Era un tipo joven, robusto, de pecho ancho y piel lechosa con pecas, que iba bien con el color rojo del pelo. A juzgar por las apariencias, era una buena persona, pensó Reg. El inspector se sentó en la silla destartalada de la oficina del encargado y le preguntó si había notado algo raro esa mañana. Reg decidió poner a prueba el humor del oficial. ―Aparte de un cadáver, ¿quiere decir? ―respondió, serio, acercando la barbilla al pecho. El inspector se rió―. No, nada más ―dijo Reg, seco. Cuando, por fin, se fueron todos y se quedó solo detrás de las tranqueras cerradas para proteger el lugar, Reg fue al galpón donde guardaba los mejores objetos que rescataba y 20


tomó un jarrón grande con flores de plástico. Las flores eran de color crema, desteñidas por el sol. Las llevó hasta el pozo y las arrojó, con ruido y sin aroma, al montículo de donde habían recuperado la cabeza del muerto. Reg inclinó su propia cabeza solemnemente bajo el sol abrasador y dedicó un pensamiento a los restos que en ese momento eran transportados a su próximo y frío lugar de descanso. Sintió que la intrusión de la muerte en su mundo era una afrenta y, si bien no era creyente, se persignó. Una vida que se va tan cerca de uno deja una marca. Reg sintió el espíritu que flotaba a su alrededor, liberado del cuerpo desmembrado. Le dio miedo.

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