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Lo femenino en tres poetas dominicanas: Jeannette Miller, Soledad Álvarez y Martha Rivera
Lo femenino en tres poetas dominicanas: Jeannette Miller, Soledad Álvarez y Martha Rivera
Fernando Cabrera
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Me propongo realizar una aproximación crítica a los poemarios Fórmulas para combatir el miedo, de Jeannette Miller; Vuelo posible, de Soledad Álvarez; y Geometría del agua, de Martha Rivera, con el propósito de ponderar tanto sus cualidades literarias como ahondar en las relaciones de las autoras con el contexto social dominicano, en tanto condicionante de sus procesos creativos. En consonancia con la visión del teórico social y crítico literario belga-canadiense Marc Angenot, para el cual importa: “todo lo que se dice y se escribe en un estado de sociedad, todo lo que se imprime, todo lo que se habla públicamente o se representa hoy en los medios electrónicos. Todo lo que se narra y argumenta, si se considera que narrar y argumentar son los dos grandes modos de puesta en discurso” (Angenot, 2010, p. 21), parto de la premisa de que el discurso social constituye la suma de suma de las todas las construcciones semióticas, incluyendo el discurso literario (y los demás discursos masivos: científicos, filosóficos, artísticos, populares, etc.). De ahí la pertinencia de que las obras literarias puedan y deban analizarse a partir de las relaciones de interdicursividad y sincronía con los demás elementos presentes en “la conversación social”. En consecuencia, además de las precisiones poéticas imprescindibles, abordaré aspectos de uso de la lengua, identidad sexual, cultura patriarcal y apreciaciones sociológicas, develando, en lo posible, las razones y motivaciones de sus escrituras y estableciendo su posicionamiento en relación al entorno de poder en que se desenvuelven (Dijk, 2009, p. 30); en este sentido, ahondaré en el modo en que aparece representada la identidad femenina, las actitudes de reivindicación asumidas y el nivel en que están asimiladas en sus escritos.
El miedo en Jeannette Miller como detonante de valentía
A principios de los setenta ya la sensibilidad poética de Jeannette Miller afloraba vigorosa y prometedora; recuperaba grandes temas (como: soledad, muerte, tiempo e identidad genérica), en tanto imprescindible y arriesgado antídoto contra las arideces ideológicas otrora reinantes. Su poemario Fórmula para combatir el miedo (Miller, 1972) no sólo abrió la colección de textos dominicanos de la Editora Taller al género de poesía, también pautó un camino de renovación lírica, a través de una escritura transparente, llana, atenta a interrogantes filosóficas e intelectuales universales.
En vez de afiliar su poesía a la lucha inmediatista por la reivindicación social, Miller encaminó su sensibilidad a hurgar en las preocupaciones fundamentales del individuo. Resultan indispensables las vitales provocaciones y rupturas a los convencionalismos planteadas casi en soledad por esta autora, la cual, con libertad sin par, habló desde sus propias circunstancias de mujer atrapada entre las redes de una cotidianidad estéril, llena de dobleces e hipocresías, de rutinas agobiantes en las que poco podía influir, fuera de resignarse y rumiar versos contestatarios. A pesar de la paradoja, el miedo devino en catalizador de coraje, puesto que la llevó a catapultarse desde las carencias circunstanciales a una arriesgada aventura de superación personal y reconocimiento en el contexto de una cultura patriarcal y, en ámbitos poéticos, de un parnaso casi exclusivamente masculino, a no ser por las voces principalísimas de Salomé Ureña, Carmen Natalia Martínez y Aída Cartagena Portalatín.
Su vocación creativa la llevó a poetizar en dimensiones ontológicas, reflexionado acerca del sentido y sin sentido de la vida, hasta alcanzar la visceral certeza de que jamás ha existido posibilidad de realización humana plena. Miller asimiló tempranamente que, en tanto la muerte late inexorable, es inevitable sentir miedo como reflejo de la propia impotencia. Aún más, que el miedo constituye un válido y necesario ejercicio de defensa, un mecanismo instintivo de conservación, cual se percibe en el poema que nombra su ópera prima:
Los tembladerales del ocaso en tu voz de caravana,
de rojo bandoneón a la mitad del día.
Representamos el momento 15 entre la multitud hambrienta.
Después de las laderas de tus ojos,
de tu silencio salobre sin algas ni estrellas cablegráficas,
establezco este patrimonio de tristeza.
Tu ausencia,
el día y la noche como centauros yertos,
mi amarga caligrafía persistiendo como un niño,
sucios baldoquines,
muelas centenarias desde donde provengo,
el llanto a que me llevas por haber mentido.
Vehemente texto, en el que late una mujer en conciencia de lenguaje y existencia: amante, doliente, insatisfecha.
Este poemario recoge treinta poemas en cuatro divisiones tituladas: “Los ciclos”, “El ángel exterminador”, “Fórmulas para combatir el miedo” y “La Semana”. En todos los textos que componen “Los ciclos” se aprecia un tono expositivo grave, solemne; asimismo una depuración lírica y riqueza referencial, cual ejemplifica el poema titulado El tiempo, en los versos siguientes:
La impávida mirada del hombre sobre plataformas calcáreas
hoy
después del fuego y el frío,
después de Prometeo,
las cruces,
las Summas,
los flotantes Boticelli.
Aguantadores de humo y de basura,
del espacio sideral que se nos viene encima,
volvemos a sentarnos en círculo después del alimento.
El ritual acompaña hasta hoy,
nos ha traído inconformes a otro momento de la fiesta.
Destaca el sustantivo hombre, utilizado en su acepción genérica de humanidad que contiene, invisiblemente, a la mujer. Para personalidades tan definidas y profundas como la de Miller, la urgencia expresiva desgarrada se impone sobre cualquier implicación de naturaleza instrumental, como podrían ser algunas consideraciones del lenguaje de género. Justo es destacar que, a principios de los setenta, salvo en el primer mundo, poco se discutía acerca de aspectos lingüísticos de inequidad genérica.
En el decir de esta poeta no hay titubeos, con actitud crítica y una sensibilidad inclinada a lo sensorial, especialmente a lo visual, hurga en la tragedia de una existencia prestada, en la cual ha de resignarse a bailar por siempre la música puesta por el anfitrión omnisciente de la fiesta, una divinidad masculinizada. En este contexto, el tiempo presente es propiciador de lamentos: “jaula triste de pájaros y flores”; mientras el futuro, en vez de augurar renovadas utopías, se avizora estéril estadio de apocalípticos abismos, en cuyos recodos habita inexorablemente la muerte. De ahí que el sentir miedo signe un lugar común para todo lo viviente, y lo haga en tanto instrumento de supervivencia, toda vez que no sentir miedo es arriesgarse, en última instancia, a no ser.
En el poema “La mujer” nos encontramos con un temible, pero esperado, manifiesto genérico de esta exquisita poeta. Si bien no aparecen los radicalismos, la emotividad contenida invoca reconocimiento de identidad femenina, hace una invitación (más que un reclamo) al empoderamiento:
Mujer,
arrasas con la tierra,
con el tiempo,
con los ojos predispuestos de las ensenadas,
con los días empinados llenos de miseria y de sexo hambriento.
Eres el azogue,
la resina
sal fundamental del recorrido diario.
Tu concha protectora nos aplasta como las preguntas,
porque auspicias la triste venida de otras vidas.
La segunda parte del poemario “El ángel exterminador”, por la referencia implícita en el título a Abbadón, el ángel del Apocalipsis, bien podría remitir a una dimensión mística, escatológica (cual si acontece en los poemas “El sonido”, “A medida que la oscuridad crece”, “El ciclo”, “Poema 1”, “Jueves Santos”, “Apabullando el aire” y “La caretas”, en los cuales Miller profundiza en los desmanes de una existencia terrenal estéril); sin embargo, en esta ocasión, la sensibilidad de la poeta nos remite a un espacio de intimidad cotidiana, en la que nos hace cómplices de su urgencia, acaso utópica, de compañía. El ángel que ha de salvarla de sus vacíos lo es sólo por su etérea persistencia; pero material es la corporeidad y el deseo que en ella inspira: “veo tu silueta de pálido pájaro detenido / en medio de esta isla fragmentada”. Al final, aquel amante idealizado, ese varón inalcanzable, puebla de histerias a aquella mujer anhelante por tantas ausencias: “Cuándo podré agarrar tu voz, tu voz de pájaro llorando, / tu voz que grita ojos salobres de mar”.
La tercera parte, nombrada como el libro, nos refiere a un universo personal definido por su casa, amigos, horarios, ciudad, calles, cine y mecedoras; remite a una geografía cerrada y a un tiempo de circunstancias viscerales. El común denominador de los poemas es un miedo cercano y recurrente. Es obvio que Miller ha tenido que aprender a vivir temerosa, e incluso a extrañar el miedo cuando éste no se manifiesta. De ahí que deambule gris: “por la ausencia de sol en este tiempo de trópico acabado”, visceralmente resignada, prefiriendo una cotidianidad calamitosa a opciones metafísicas felices.
En la parte final titulada “La semana”, Jeannette Miller cónsona con las vanguardias latinoamericanas (principalmente con las búsquedas dialógicas de Cesar Vallejo, Nicanor Parra y Mario Benedetti) se inscribe en la tendencia mimética de llevar el mundo a la poesía, poblando sus versos con objetos, sujetos y hechos ordinarios. Ejemplo de esto lo constituye la serie de textos correspondientes a cada día de semana, en los cuales se abren ventanas hacia el sentir de hombres y mujeres anodinos que gastan dos tercios de sus vidas en espacios cerrados, en oficinas, afanados en rutinas asfixiantes para hacerse acreedores del pan, jamás de la felicidad. En este nombrar lo trivial anida un propósito mayor que el de la simple reseña o reclamo, pues el canto trasciende lo mirado para incitar reflexiones ontológicas, cual se percibe en los versos iniciales del poema “El lunes”, en los cuales la sensibilidad de la poeta es disparada de golpe desde lo habitual hasta alcanzar implicaciones teológicas, asociando la ordinaria acción de despertar con el nacer y relacionándolo, inmediatamente, con el acto primigenio de pecado y la consabida expulsión de la humanidad de la piedad de Dios recogida en El Génesis: “Cada mañana /al levantarme / inicio el camino hacia la muerte.”
Al inventariar su cotidianidad, Miller se resiente del rol de carne de cañón al cual esta cotidianamente destinada; a tantas horas pérdidas entre paredes y papeles de sórdida burocracia. Se niega a consumirse mediocremente, cuando silvestre, afuera, anda la vida. Regularmente, sobre los sentimientos nobles, en las oficinas se impone el interés por las monedas de Judas; cualquier lucro –siempre exiguo– se paga con servidumbres indignas. Sin embargo, aun para la rebelde poeta, la necesidad manda sobre el deseo y tiene cara de hereje. Por eso, pese al ordinario resabio, cada día se viste de hipocresía; pues al fin y al cabo, ni ella ni los demás (pese al canibalismo) son realmente culpables:
[...]empujo la puerta,
estoy dentro,
sonrío tratando de ser agradable, inofensiva,
que no teman,
que no conozcan mi odio,
mi hastío,
mi tristeza,
comienza la jornada.
El estilo discursivo en esta parte es expedito, directo. El dramatismo de la realidad enunciada relega, silencia por momentos, cualquier aspiración estética. La poeta, con estas palabras de terroso hastío, no parece procurar conmocionar ni deleitar al lector, sino existencial catarsis. Así tenemos que cada día, incluso el domingo, refiere acremente las agonías de la empleada o funcionaria, definitivamente viva, pero con escasa oportunidad de trascendencia, de realización plena: “Dejarse estar, / sin reconocer nada, / amando, / siendo todo con el mundo, muriendo siempre.
Soledad Álvarez y los estereotipos de género
En su apasionante Vuelo posible (Álvarez, 1994), Soledad Álvarez nos acerca a lo inaccesible, al misterio, al inaprensible y seductor reino de la lengua. El vuelo al cual convida no es al lógico de las aves y de los artefactos. Su vuelo es hacia adentro, desde lo tangible de las palabras a la volubilidad de sus circunstancias, a las profundidades de su memoria y de su ser. El desplazamiento que emprende es el de su sensibilidad y sus instintos. Motivos hay para que la poeta se sienta Ícaro y procure volatilizarse en sus deseos, encumbrarse infinitamente sin otro recurso que la propia indefensión, extasiarse en lo blanco como mariposa en luz de vela, arriesgarse en el vacío para despojarse de la materialidad hostil, perdiéndose más allá de lo prudente, por vastos recorridos desde y hacia sí misma. En su viaje no teme mostrarse desnuda, pero demanda del lector complicidad atenta.
El vuelo de esta poeta constituye un escape de la mirada severa de los otros, de lo que piensan y opinan acerca de cómo debe hacer su vida. Así, en el poema “Paisaje de sueño” se resiente del rol de oveja de sacrificio, de la obligación impuesta por su familia y su círculo social para asumir unos votos indeseados: “Al atardecer me llevan al templo. / Estoy viva y vestida con traje de reina de la muerte”. Los elementos simbólicos no dejan lugar a dudas: involuntaria presencia en una iglesia, vestida de blanco. La interpretación obvia es que se trata de una ceremonia nupcial alejada del sortilegio romántico, como sugieren los siguientes versos: “Tengo miedo de perderme /Tengo miedo de olvidar”, también en las siguientes frases agónicas: “Mis palabras crecen duelen conjuran” o lastimosamente solitarias: “¿Por qué mi nombre de mujer sola?”, rememorando en este último verso a la combativa Aída Cartagena Portalatín.
Hay, ciertamente, un pesar de soledades, más otro dolor, tal vez mayor y prolongado, el de la soledad acompañada, se avizora:
“La soledad es el silencio
tan cerca de mí
tan leve afinidad corpórea
¿Pero ¿quién calla?
En vano
me sumerjo en las honduras del discernimiento.
Desde todos los caminos piden hablar por mis palabras.”
Asoma un fuerte dilema, casi pueril, originado por las presiones de un entorno social que empuja a la mujer a procurarse, a cualquier costo, una pareja que le garantice, en términos patriarcales, estabilidad: “¿puede el miedo de la vida resistir el llamamiento /de la vida?”.
El matrimonio, ritual que, al menos en términos románticos regularmente implica realización, esta vez deja a Soledad Álvarez como una “mujer rota”, no celebra ni reza: “Lo que veo y oigo no cambia este designio. / La soledad es ausentarme de los nombres que amo. / Nombres insomnes y hermosos / ardan / en el silencio.” Despejada la atmósfera figurada presente en “Paisaje de sueño” sólo queda, dispersa en lo blanco de la página impresa, la visceral amargura de quien, acaso por complacer a otros, se inmola adaptándose a los cánones de un entorno extremadamente conservador. A esta mujer que canta le falta el amor para ser “la perfecta casada” delineada en 1599, por Fray Luis de León. Cabría preguntarse, a la luz de esta inaudita estampa de sombras, ¿por qué una mujer inteligente habría de casarse sin desearlo? La explicación descansa en la retrógrada concepción machista que considera, aun hoy, que el futuro de la mujer (y, en algunos casos, de sus progenitores) sólo está garantizado mediante el matrimonio.
Pasados los veinte años –al menos en el contexto dominicano– la joven recibe una gran presión del entorno social inmediato, para realizarse como madre y esposa. Las demandas aumentan, hasta hacerse insoportable, a medida que la edad supera los treinta años y se acerca el final del ciclo reproductivo natural. Romper este cerco implica, regularmente, discriminaciones y exilio afectivo de familiares y amigos. Incluso, en la actualidad capitalina, cuando una mujer soltera alcanza éxito en roles ajenos a lo doméstico, no tiene garantías de librarse del estigma contraído; al contrario, el vacío y el rechazo sentido –que fácilmente deriva en baja autoestima y sentimiento de fracaso existencial– puede ser mayor, alimentado tanto por una percepción negativa de colegas masculinos que puedan considerarla presa fácil para relaciones epidérmicas, como por celos de esposas que la ven como competidora perenne o foco de mala influencia para otras mujeres que pudiesen ver, en su autosuficiencia, un modelo a seguir.
Ahora, remontado el vuelo, ¿qué es lo que realmente desea la voz atrapada en el fluir onírico del poema?, ¿acaso sólo metafórico desahogo? Con seguridad, la respuesta ha de ser la misma que a la pregunta general ¿qué quiere la mujer? que se hizo Freud, el padre del psicoanálisis, durante una sesión de análisis de Marie Bonaparte, en 1925 (Bertin, 1982, p. 282). Lejos de referencias a una envidia fálica (del deseo de masculinización de su subjetividad) sugerida por el ilustre investigador, entiendo que lo que toda mujer es desea ser humana e íntegramente feliz.
A partir de este contexto de irrealizaciones, deviene natural la sensación suicida que en muchos poemas se percibe. Soledad Álvarez se confiesa mujer abrumada por la certeza de estar atrapada sin posibilidad de salida, vivencialmente agobiada como se percibe en el texto “Tiro de Dardos” cuando dice: “Duda lo que ves /…/ Nada sabes /…/ No preguntes”, con lo que establece que está consciente de su indefensión, al no poder influenciar su destino. El verso “estrellas en el pantano del cielo”, obviamente paradójico, define su pensar sobre lo religioso, su rechazo al esquema de castigo y perdón judeocristiano. En esta ocasión ascender, volar, necesariamente la atrae, pues nada impide que quien imposibilita el paraíso en la tierra, también niegue el paraíso del cielo: “Alguien soñó por ti este vacío / eligió tu nombre entre todos los nombres / y escribió con cenizas la cábala de la locura”. La poeta se ríe de la noción cristiana de albedrío. La humanidad y ella pueden pensar, mas, al final ambas son incapaces de regir sus destinos. En este sentido, como observadora de su propia impotencia, dirá: “Preferirías un viaje por las más intrincadas galerías /pero eres prisionera de ningún fin”, consciente de que nada, en su brevedad, al ser humano pertenece.
El texto “Vuelo posible”, que nombra la obra se vincula estrechamente con los poemas referidos en cuanto nos obliga a una introspección dolorosa, apocalíptica; sin embargo, también perfila una búsqueda cotidiana. En estos versos aparece la otredad como aspiración (“Si pudiéramos atravesar la calle como atravesamos el cielo”), cual si Álvarez procurase evadir las crudezas de lo real hasta alcanzar: “el paso límite de la belleza /la posible saciedad en el vacío”. Para este propósito, la poeta asume un rol pasivo, como ave o, mejor, como ojos de ave, un modo contemplativo de estar (“fugaz y delicadamente dulce / como el paso de un ángel / pero manifiesta como la noche/ en los lupanares del hombre”) y también de no estar involucrada en las mundanales circunstancias, apenas contemplando el drama de la existencia desde lejos, sin consecuencias, como cuando se mira por televisión; sintiendo y padeciendo desde la seguridad de que se trata de una tragedia ajena: “Ni lejos ni cerca/ ni antes ni después/ aquí el don que nos redime de lo opaco”. En fin, la utopía del vuelo cantada esta vez parece ser la de desdoblarse infinitamente, sin otra expectativa que ir:
[...] fluyendo sin cauce
desde el pozo terrestre
hasta el cielo circular…
ebrios de la vida y sus miserias
por donde pasea su belleza esplendida
un tigre invisible.
El poema “En casa” inicia una secuencia de poemas con olor a intimidad, refiere el espacio al que cotidianamente regresa la mujer profesional, esa que no ha tenido tiempo, no ha querido o, simplemente, se ha resistido a realizarse en roles domésticos. El par matrimonio/casa constituye prisión inevitable, cual se aprecia en los versos siguientes: “donde miro a la que no puede escapar /hacia ninguna parte”. En vez de constituir garantías de seguridad y ternura, las entidades en el axial binomio parecen testimoniar el personal fracaso de ostentar un esposo (que no al hombre amado) simplemente como prueba (“decir tu nombre/ como un trofeo”), como evidencia de que se ha cumplido, aun con dolores del alma, con las rancias expectativas sociales.
Sobre la aridez recién cantada, otro vuelo inicia en el poema “Imanes”, en el cual fluye una epifanía de los sentidos como preludio para la consumación erótica. Imantadas las manos, recorren la piel, celebrando libidinosas las redondeces y honduras del cuerpo: “En espacio de nadie sin saber / rozo frutos, larvas, imanes / miríadas de formas / sustancia de espesura perdurable”. El vuelo en esta ocasión es rasante, onanista danza de ciguapa enaltecida: “Mi cuerpo es cuerpo nada más, /dejándose ir, hundiéndose/ en el éxtasis de los contornos: ‘para que el tránsito sea breve/ más esplendido que las orillas áureas’”. Al fin, satisfecha la necesidad de compañía, estalla irrefrenable la mujer, llegando más allá de la poesía.
El texto “Cosmética” llama a la atención del lector en tanto parece contener una remembranza trágica de Alfonsina de Storni y Alejandra Pizarnik, poetas enfrentadas pertinazmente a los estereotipos sociales: “¿Ocultará la máscara líneas/ huellas de estos años / tantos de lucha tenaz y de suicidio?” Álvarez toma de la Barbie (muñeca anglosajona arquetípica) su superficialidad y referencia al canon “hollywoodense” de la belleza femenina occidental, para contraponerla a su imagen de mujer real, hecha de carne, hueso, arrugas y estrías: “Su perfección es implacable. Te recuerda tu verdad de mujer que envejece”. La poeta, aunque feminista, no es inmune a algunas consideraciones genéricas tradicionales: “Lo que perece con el tiempo/ no es sólo el músculo o la piel. / Lo que has ganado no son sólo estas heridas/ que destilan piedad. /.../ Tu hija celebra el cumpleaños de su muñeca.” Claro, es inevitable, para su sensibilidad honda, cuestionar la validez de artificios que solo sirven para hacerla extraña incluso a sus propios ojos: “para la piel otra piel y su resguardo / ¿me salvará del frío y la intemperie?”
El poema “Herida” luce el desahogo que se escribe después de una ruptura romántica, al evaluar los residuos de la pasión, de los sentimientos compartidos y la resistencia a perder el vínculo, pues: “Lo que ha sido no termina”. Los versos refieren dolores que las fugacidades dejan al transformarse en memoria: “la huella de una noche muerde otra huella / y todas expiran y reviven/ de presencias inesperadas”. En este poema el sufrimiento por las heridas es tanto (“Dócil en el reposo imposible/ no menos Soledad que mañana/ aparto una a una las penas que me infligen: el odio que no entendí/ el zarpazo que me hizo tambalear / la humillación innombrable…”), como grande es el vacío que al marchar deja el amor. Breve muchas veces el amor y no el olvido (como cantara Neruda y, a su modo, también Joaquín Sabina), tanto que en su fugacidad no es posible atisbar algún sentido. Cuando lo amado se esfuma, nada resta sino retornar a las cotidianas muertes: “Dádiva breve más perdurable / otro será el destino sin heridas”.
Para la mujer pensante –aún para la dócil– el sexo constituye una experiencia gratificante cuando no la perturban complejos de culpabilidad. De ahí que Soledad Álvarez, a través de sus metáforas, deje al descubierto su cuerpo exaltado por el deseo sexual. De hecho, es obvio que los vuelos posibles de la piel son los más preciados. En consecuencia no extraña que la poeta también se vea realizada, complacida, en el placer de otros, cual acontece en el poema titulado “Voyeur” en el cual confiesa su complicidad lúdica: “Soy lo que miro”, la que también ama desde lejos, la que no desea que “los amantes en la playa” sean descubiertos, que nadie interrumpa el coito, que nadie impida la catarsis, toda vez que “Alguien tiene que llegar”, claro, al clímax; que no a interrumpir.
Así, en similar tesitura, en el poema Itinerarios, como en diario íntimo, fluyen los aciertos y desaciertos del deseo, de su libido:
La desnudez de la noche estremece la memoria
devora cuerpos.
Alrededor lo que tuve y no
playas hirvientes ciudades
muebles adulterios
…
¿Hasta cuándo este duermevela de ausencias?.
Estos son versos testamentarios, memorias de interminables luchas entre el ser y el parecer:
[...] una niña quiere ser corista y canta canciones tristes con lágrimas.
Salamandra domesticada todas las niñas que fui
todas la luz y la inocencia desnuda
en juego interminable de máscaras
de crímenes de ternura
de condenados adolescentes que han bebido
el filtro del escándalo y del amor.
El balance, después del desafuero pasional, resulta catastrófico para la autoestima: “¿Alguien conoce el naufragio de que / esta mujer es capaz? /…/la cabeza entre las piernas / las secretas esperanzas entre las piernas, ¡Erróneas y ebrias noches las del amor!” Las letras atestiguan que los vacíos existenciales no se quitan entre sabanas de lujuria: “Pasan mis muertos y se alejan. / No hay piedad para ellos/ como no hay absolución para mí.” Al menos por esta vez, la poeta deja claro contra quien es la venganza:
Este hombre no pasará a la historia. Morirá.
…
Amurado de mí este hombre morirá.
Morirá y su lengua al revés no embriagará mi lengua.
Al revés sus brazos como suplicante amortajado.
Hacia adentro escuchará el naufragio de la hoja
el hormiguero de sangre
el tumulto cuando fuimos todos los hombres
y todas las mujeres
crepitando.
El amante condenado al olvido muta en símbolo, deviene en humanidad; de ahí que el desencuentro, el desamor, no es otra cosa que la reiteración de la imposibilidad de una plena realización terrena.
La búsqueda de una voz propia lleva a Soledad Álvarez a rozar linderos de herejía en su poema “Oración de la mujer sola”. Otra es la mujer solitaria –no la de Portalatín, aunque es evidente que nuevamente la invoca– es Eva: “Señor, la que hiciste a tu imagen está sola”. En la tradición cristiana el hombre fue hecho a semejanza de Dios, mientras la mujer fue perfilada de una de sus costillas. Evidentemente la poeta reformula el discriminante mito, otorgándole a la mujer una identidad de primer nivel. Hay en estos versos una radical afirmación de lo femenino y también un atrevimiento: el deseo de ayuntamiento con el “Señor”, emergiendo en los versos connotaciones nada místicas, con la misma picardía mundana de algunos textos de Sor Juana Inés de la Cruz (verbigracia: “Esta tarde mi bien”, “Cuál sea mejor, amar o aborrecer.”) (Cruz, 2019) y en el poema “Gólgota rosa” de Fabio Fiallo. (Fiallo, 2018)
En todas las vertientes, las posibilidades de interpretación desde lo teológico resultan tentadoras. La mujer sola cantada a veces se asemeja a María Magdalena (“las piernas que la arrastran como ahogada /entre mendigo y piedras”), otras a la amada del Cantar de los cantares (“Dios de humano corazón cómo vivir sin tu presencia / lejana como todo lo que está cerca”); pero, a veces, parece sacada de la cabeza de Fray Luis de León, al encarnar, paradójicamente, la esposa perfecta, cual se aprecia en estos versos: “Alégrense las criaturas porque mi Señor ha vuelto. / Bendito el que viene para el amor”. En ningún momento aparece en esta profana invocación la imagen de una mujer creyente; al contrario, la poeta procura subvertirlo todo desde la soledad, o bien desde la espera, apostando a la consumación carnal como milagro: “Esta noche reclinará su cabeza en mi hombro /mañana caminaremos sobre las aguas.”
De todos los poemarios de escritoras dominicanas que conozco es en este poema, “Oración de la mujer sola”, en el cual más claramente emerge la mujer posmoderna, con sus sublimidades y temores asumidos sin regateo; que se resiste a ser sombra o imagen de nadie. Soledad Álvarez está sola en sí misma, en procura de su definición mejor. Ha descubierto que no hay caminos expeditos a la identidad, de ahí su disposición a una dialéctica sostenida de prueba y error, de acción y se resistencia. En sus búsquedas, contrario al feminismo radical, jamás procura la masculinización. Ciertamente lucha contra estereotipos que procuran hacerla menos, pero en su fuero interno se siente atraída por el hombre, no como opuesto, sino como complemento. De ahí que frecuentemente baje sus defensas para darle oportunidad al amor, aun con sus riesgos de ausencia y decepción, en poemas como como en “Antierótica” en el cual se deja consumir por el irresistible fuego de la pasión:
Conozco el centro de tu cuerpo
...Conozco el pozo donde me detengo
para alcanzar el manantial de tu sexo:
puente de venas
torbellino de nervios
vellos”,
su voluntad es exquisita desinhibición y entrega, éxtasis: “Tendido estás y en tu mano
el pezón apunta desaparece
uva blanda en la fuga de amor
erizado renuevo
cuando cierras los ojos para verme
cuando abres el alma y soy tu cuerpo.
El poemario concluye con una epopeya previsible titulada “Interpretación de Eva”, en la cual la poeta documenta los roles de la mujer a través de la historia, desde parámetros primordialmente patriarcales enraizados desde El Génesis: “No hay lugar más seguro que tu costado. / Sin embargo desde tu costilla / emprendo un viaje largo”. La poeta acepta que el viaje de la mujer es también el del hombre, pero destaca que a la mujer le ha tocado un lastre más pesado, el de la invisibilidad de su esfuerzo y subordinación extrema; hasta desembocar, recientemente, en reclamos de fundación de su propia subjetividad sobre una base igualitaria: “Soy todas las mujeres y a todas las sobrevivo.” Con presteza, la autora destaca los estamentos biológicos de su desgracia: “Desde siempre habitan en mí. Entretejen semejanzas. / Dan forma a las formas redondas que me definen: / la luna en los pechos / el medio círculo de las caderas / el fruto que se desprende y duele”, las diferencias anatómicas que, por milenios, han sido usadas como pretextos para la injusta discriminación: “Cada vez regresan por arenales de sojuzgamiento. / En una mano la espada de la venganza. / En la otra una calabaza llena de leche para dar / de beber a las criaturas”.
Soledad Álvarez, en su deambular por el tiempo, refiere las muchas formas de encarcelamiento genérico empotradas en los esquemas sociales, a veces disimuladas tras fórmulas de convivencias, como el matrimonio: “Criaturas desposadas en ceremonias de mercaderes. /Madreamantes hijahermanas / contra las tablas y su duelo”. Con la destreza (y acaso con la sabiduría del sufrimiento en carne), va enumerando las golosinas de chantaje que se esconden tras la exaltación de valores tradicionales: “Rosa Mística”, “Torre de marfil”, “Arca de oro”, “Copa de la sabiduría”, “Estrella de la mañana”; todos artificios discursivos para mantener la docilidad de la mujer ante convenientes roles históricamente designados: “los pedazos de ti / del albor que fuiste alguna vez/ ya sin uñas ni pensamiento”.
Martha Rivera, combativa y combatiente hasta cuando ama
Una voz vehemente, dramática, se desnuda en los poemas de Geometría del vértigo (Rivera, 1995). Canta una mujer moderna, exponiendo su inocencia y culpabilidad, y arriesgándolo todo. Su decir íntimo hurga conscientemente entre montones de paja tras la singular aguja en que deviene la imagen poética perfecta. El discurso poético de Martha Rivera es fuerte, denso, dirigido, como todo buen arte, hacia el universal estético, independientemente del sexo que lo crea. Los versos de esta intrépida poeta amplían el mundo sensorial, regularmente centrado en el autodescubrimiento del cuerpo, característico de las escritoras finiseculares; toda vez que, aún sobre una intimidad erotizada, de una lírica centrada en sí misma, fluye un hondo reflexionar en torno a la existencia.
En sus textos creativos palpita un ritmo angustiado y angustiante, de paroxismo que sólo cesa cuando la voluntad se abisma, cual puede percibirse en el poema “Ciega de mí”, ejemplificado en estos versos de acento axiomático y categórico: “Esfinge de mi misma, / tiembla ante el YO la sombra, / y acontece la vida en esta jaula / ahora que voy nombrando mi silencio”. Martha no se resiente de ser mujer, disfruta plenamente entre ardores de piel, permitiendo que tomen cuerpo los miedos, soledades y ternezas femeninas, cual acontece en “Poema de Amor” cuando dice:
Un cuerpo redimiendo la sal de mis simientes,
inflamando el instante que eterniza la muerte.
Un saxo derramando su leche en mis rodillas
y un lento irnos fundiendo en la alfombra manida.
Él es la madrugada en que mi pelvis húmeda
no ha encontrado el descanso, es este giro azul,
este sudor de ángeles lloviéndonos los huesos.
Un análisis de la poesía de Rivera ha de seguir los pasos de su febril imaginación y cultura, ir a la par de divagaciones marcada por la exaltación, hiperbólica en muchas ocasiones, de su conciencia. Para ella no hay tópicos prohibidos. La escritura es su catarsis, toda vez que en la dinámica de su concepción exorciza existenciales angustias, y quizás traumas, por las heridas recibidas en la guerra de los sexos en la que se ha visto forzada a participar; cual se aprecia en el poema “Lo que nombran las palabras”, en el cual, después del significativo epígrafe de Margarite Duras:
Muy pronto para mí fue muy tarde”, refiere:
“Mi mujer se está muriendo aquí,
en este dedo oscuro que pone nombres a las cosas,
en el árbol, dejado ya de ser olvido y pesadumbre.
Sola estoy comiendo los pedazos
que van quedando de mí,
mientras intento recuerdos en el cofre,
pequeños gajos de papel.
Yo mujer, estoy fumando mi tristeza
…
Mis senos fueron las piedras de la ruina,
tizones que quemaron las manos del poema
…
incendiada, mi mujer se murió de morir
…
(Los hombres olvidan el agua que los limpia del infierno.
El rostro que me alerta en los cristales es el mío).
…
El poema siempre está solo.
La soledad es palabra
en el instante de la muerte.
En las páginas de este poemario, Geometría del vértigo, hay entrañables huellas de sus múltiples lecturas, de sus asimilaciones intelectuales y emocionales. El acento de la poeta dominicana se integra con el pensamiento cómplice de autores universales como Lezama Lima, Borges, Eliot, Stevens, Lawrence, Nietzsche, Baudelaire y, especialmente, Alejandra Pizarnik (de la que parece seguir a pie de juntilla las expresiones contenidas en las páginas de su diario: “Escribe hasta que te enredes en los hilos del lenguaje y caigas herida de muerte” o bien “he descubierto que cuando no estoy angustiada, no soy”). La influencia de la poeta argentina, depresiva y suicida, es significativa en Martha Rivera, cual se aprecia en su texto “Elegía”, cuando no conforme con citar sus versos: “Muere de muerte lejana / La que ama el viento”,
la invoca hasta hacerla renacer en la poesía que en su nombre crea:
Alejandra Pizarnik ven a buscarme,
igual que tú (entre lilas)
agonizo mi lenguaje.
…
Si solo soy en mi otredad,
si mi poema en la mañana de la abulia
es el tuyo,
también a mí me encerraron en tu jaula.
…
Tu cuerpo (hecho de tiempo, intemporal)
tuvo que asesinarnos para darnos la vida,
a mí en una casa sin ventanas,
a Silvia Plath en el horno que estalló su cerebro.
...
Ven Alejandra, mis dedos limpiaran tus uñas tiernas
mi boca besará tu nuca ávida.
Y si no vienes iré a buscarte,
tomare tu lugar en el arcano,
te empujare por el túnel
y entonces volverás a los papeles,
sólo que serán otros tus temores.
Martha Rivera en simbiosis transtextual, más que como referente, incorpora recursos de diversos universos creativos y tesis estéticas, hasta confundirlos indisolublemente con su propia propuesta y, sobre todo, con los matices de su existencia de mujer. Esta estrategia de adopción y transformación es apreciable en el poema “Definición del cuerpo y la lengua”, el cual parte de la cita: “La lengua es un ojo” de Wallace Stevens, en que los conceptos “ojo” y “lengua” lúdicamente se relacionan, se liberan y se agotan, para hacer florecer el poema:
En ojos de la página
mi ojo
el lenguaje
…
habla su forma que mira
el poema
…
y en el instante que llega
se ha ido
…igual tus ojos buscándose en mí
agua
…
igual mi lengua encontrándose en tu fuga
… la palabra le dice a la palabra
y en mí que transfiguro en ti
… tú (yo) es el poema (Las barras diagonales esta vez forman parte del texto original.)
Inagotable es la pasión de Martha Rivera. Esta mujer poeta sólo entiende de los colores blanco y negro, sin sus gamas intermedias de grises; venera los radicales, nunca se da a medias. Su escritura persigue la perfección, de ahí que obsesivamente hurgue en lo circular y armónico de las antítesis, en lo maniqueo: oscuridad/luz, pobreza/abundancia, material/etéreo. El aspecto religioso, al menos en estos poemas, resulta irrelevante en la medida que apena se menciona, incluso, algunos versos inducen a pensar que la poeta habita en una dimensión existencial de materialidad pura que colinda provocativamente con una concepción atea en la cual nada hay después de lo inexorable: “Del corazón cae lentamente una gota de sangre, / después otra, / mi muerte ha de bañarse en ese río”.
Martha Rivera apuesta a la tensión, procurando, a fuerza de emotividad y reflexión honda, en el interés de canalizar crisis viscerales. Desde “Gigante el azul”, poema inicial del volumen, se percibe un acercamiento arriesgado a lo trascendente; azul el océano, el cielo y la poesía –recordemos que azul es la rosa celebrada por Novalis–, entidades infinitas en las cuales ella, en cuanto enfermiza fisgona, se pierde:
Anoche soñé con un ahogado.
Era azul y flotaba de espaldas en el Mar Negro.
Sobre sus caderas se balanceaban un pájaro marino
y un racimo de nenúfares.
El cielo agitando el cabello azul era su rostro
y en él las Pléyades pignoraban sus hechizos.
Lento, el cadáver viajaba hacia su definición.
Era el único sobreviviente del naufragio.
La naturaleza ofrece el contexto para que, como en el poema “Cotidianidad”, nazca su escritura: “Con el puñal de Nadie voy puliendo un espejo / que se filtra en el pecho de la página. /…/ y me entrego a la noche cuando rezo: que sea de mí lo que Dios y el poema / ya han soñado”
Esta poeta se resiente del ínfimo espacio que la sociedad, aún en la actualidad, dispone para la mujer: “Los hombres olvidan el agua que los limpia del infierno. / El rostro que me alerta en los cristales es el mío”. De ahí que en ocasiones le sobrevengan amarguras: “Soy /esta mujer de aire, /esta pupila imbécil /que despierta sirenas y los pájaros, / este número de plomo que se entierra en el cráneo”. Lo genérico alcanza, en su poema “Formas” nivel de desafío cuando reinterpreta el universo creado: “Ahora veo la distancia entre el bien y su mal /adheridas al muro, y a otros cuerpos confinados en sombras / flexionar su caída hacia el pozo de NADIE”. En algunos versos, pero tácitamente, la poeta revive la confrontación humana y divina: “Veo el perdón de la piel en la máquina-cuerpo, / acariciando escamas del pez-academia /en la era vacía de las formas sin cuerpo”. Se trata de un misticismo paradójico, puesto que refiere una omnipotencia femenina –quizás por tratarse de versos dedicados a la artista plástica Soucy de Pellerano, quien regularmente sorprende con sus gigantescas esculturas metálicas. La visión femenina de Dios referida, encima de las implicaciones teologales, ataca otros estereotipos genéricos, cual se aprecia en los versos siguientes “Yo vi crecer las manos hasta profundizar las formas, / vi la masa de luz oscilando en su péndulo, / vi la mujer y el arte descansar sus manzanas al séptimo día. / Ahora parece que sueño”.
Martha Rivera resiente de las esterilizantes coordenadas patriarcales, por eso no extraña que luzca abjurante en su reclamo de un espacio de dignidad: “sólo por sentirme me sintiera mística”.Como sus heroínas Isidora Duncan, Silvia Plath y Alejandra Pizarnik, padece por sus sueños: “agonizo mi lenguaje”; como ellas, tampoco teme inmolarse para triunfar sobre sus temores y cadenas.
A modo de conclusión, un breve análisis comparado de los tres discursos poéticos
Jeannette Miller escribe su poemario Fórmulas para combatir el miedo en contexto de la convulsa década de los sesenta, enmarcada por un clima mundial turbulento de guerra fría, destacándose: la revolución cubana, el conflicto de Bahía de Cochinos, el asesinato de John F. Kennedy, la guerra de Vietnam, el viaje a la luna y, claro, la pastilla anticonceptiva que, en el caso de la mujer, abrió una ventana de libertad para la realización de su Eros sin las consecuencias de los embarazos indeseados; todas circunstancias aprovechadas, de algún modo, por movimientos contracultura, especialmente por los hippies, y también por los movimientos feministas. En el país también ocurrieron hechos que necesariamente impactaron la sensibilidad de Miller, como la caída de la tiranía, la ilusión y desilusión del experimento democrático de Juan Bosch, el golpe de Estado, la guerra constitucionalista y la consecuente segunda intervención norteamericana. En la poesía era el tiempo de las vanguardias y experimentaciones de lenguaje, azuzadas por Pablo Neruda y sus pasiones comunistas y también, entre muchos, por un Nicanor Parra irreverente que disparaba a diestra y siniestra artefactos antipoéticos, y un Mario Benedetti que inventariaba poéticamente los ambientes de oficina. De todas estas influencias, Miller tomó para sus creaciones, más que el ambiente belicista y patriótico en boga, los aires poéticos renovadores y las ideas feministas, pero sin apasionamiento radical en ninguna de las vertientes.
Aunque formada en similares circunstancias, Soledad Álvarez, cercana a Manuel Rueda, asumió desde el inicio un discurso creativo más existencialista, quizás por publicar tardíamente, en la década de los ochenta, siendo su primer poemario De tierra morena vengo (1986). Su prontuario estético es más conservador que el de Miller. Muestra destrezas estilísticas notables, tanto formales como conceptuales, ajenas a experimentaciones formales. Sobre lo ontológico de sus preocupaciones, aflora una firme consciencia de género, fruto, quizás, de haber sufrido en carne propia tradicionales presiones y discriminaciones sociales. Ella testimonia en primera persona los avatares enfrentados para su realización tanto en planos íntimos como profesionales, sus luchas para romper el cerco del dominio patriarcal y la invisibilidad a la que, en diferentes contextos, la han querido someter. Justo es destacar que sus textos, no obstante beligerantes, devienen femeninos y amorosos. En su decir no hay un ánimo por desterrar a los hombres de su entorno, sino de crecer fraternalmente.
De las tres poetas analizadas, la que aborda un plano de mayor indagación conceptual es Martha Rivera, quizás por su vinculación a la Generación de los Ochenta y a la aspiración de este movimiento de sacar la poesía dominicana de los predios de las ideologías y llevarla a planos de mayores trascendencias, de mayor simbología y depuración en el uso de los recursos de la lengua. En ella todo acontece amplificado, como en el diafragma de una bocina. Su espíritu vehemente y radical, la hace apasionarse ciegamente.
Jeannette Miller, Soledad Álvarez y Martha Rivera, coinciden tanto en la rebeldía feminista contra las discriminaciones, como en abordar incisivamente temáticas universales. Se han lanzado a explorar, sin restricciones, los ámbitos que interesan a todos, hombres y mujeres, en fin, a la humanidad; especialmente aspectos relacionados con el destino inexorable de lo viviente: la muerte. En otras palabras, ellas pelean su inevitable guerra de los sexos, pero esta querella no las limita, en tanto que con sus creaciones han sabido situarse en dimensiones estéticas trascendentes, a la par de sus colegas masculinos. Las tres participan activamente en el desarrollo de una estética propia: situándose como entes creadores a partir de una visión independiente, resistiéndose a enclaustrarse en roles tradicionales, arriesgándose con vehemencia por temáticas antes vedadas, esforzándose en la eliminación del relegamiento social, adhiriéndose a gestiones grupales de cambios; dándose libertad para la recuperación del cuerpo, la expresión libre de la libido, del deseo sexual, de la concupiscencia, incluso para el develamiento de lo obsceno; consintiéndose desde una concepción sensorialestética celebrante del cuerpo como foco de identidad; asimismo, conquistando la cotidianidad, las ciudades, fluyendo apegadas a preocupaciones existenciales, metafísicas y filosóficas; en fin, estando presentes en cada contexto, con algo novedoso, preciso y afortunado que decir.
En lo formal, en la interrogación del lenguaje per se, aún es notable la necesidad de estas poetas criollas contemporáneas de asimilarse a algunos códigos masculinos, bien por el estado de la lengua o como previsión para ser reconocidas por sus pares; lo que ha incidido en que su escritura mantenga cierto nivel de tradicionalismo tanto en la sintaxis y en la elección lexical, como en su actitud ante las experimentaciones poéticas y para el uso de las premisas de género que ordinariamente reclaman. No es justo, sin embargo, destacar este aspecto puesto que fuera del contexto académico, en los actos ordinario de la lengua –y la poesía es la praxis más exigente–, hacer un uso efectivo del lenguaje género aún resulta utópico; puesto que ni entre especialistas existe consenso acerca de los aspectos reales que este propósito implica, ni de cuáles son los elementos precisos para una buena práctica comunicacional inclusiva. Todo esto sin referir la indiferencia de los hablantes, casi generalizada, ante inquietudes de esta naturaleza, precisándose el inevitable paso del tiempo, que separa las cizañas del trigo, para las asimilaciones.
En fin, estas poetas –que no poetisas, en paradójica apelación de lenguaje inclusivo que descarta, por peyorativo, un término exclusivo para la mujer– en estos poemarios se alejan de las urgencias épicas y valores masculinizados de la primera mitad del Siglo XX. De la mano de Aída Cartagena Portalatín y su paradigmático poema “Una mujer está sola” (Portalatín, 2019), se entregan a un lirismo visceral, procurando mostrarse tal y cual son, sin tópicos ni léxico restringido. Rebeldes estas tres excelentes poetas ante el estereotipo romántico de la mujer como símbolo de pureza y sacrificio, emergen novedosas, liberadas, demandantes, competitivas, irresistibles.
Bibliografía
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Bertin, C. (1982). La dernière Bonaparte. Perrin, Paris. Paris: Perrin.
Cruz, S. J. (1 de 2 de 2019). Cuál sea mejor, amar o aborrecer. / Al que ingrato me deja, busco amante. Obtenido de Universidad de Málaga: http://www.lcc.uma. es/~perez/sonetos/sorjuana.html
Dijk, T. V. (2009). Discurso y poder. (A. Bixio, Trad.) Barcelona: Editorial Gedisa.
Fiallo, F. (2018). Gólgota Rosa. En M. M. Serrano, Poemas en el mes del amor: Fabio Fiallo. Santo Domingo: Revelaciones. www. acento.com. Obtenido de https://acento. com.do/2018/opinion/8537569-poemasmes-del-amor-fabio-fiallo/
Miller, J. (1972). Fórmulas para combatir el miedo. Santo Domingo: Editora Taller.
Portalatín, A. C. (1 de 2 de 2019). Una mujer está sola. Obtenido de Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra: