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¿Qué prefieres, la belleza o la verdad?
¿Qué prefieres, la belleza o la verdad?
José Ovejero
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Desde que realicé el documental Vida y ficción con Edurne Portela me han preguntado decenas de veces cómo creo yo que se articula la relación entre lo que escribimos (o leemos) y lo que vivimos. Cuando tengo que resumir mucho la respuesta, digo que la ficción se alimenta de la vida y la vida se alimenta de ficciones. Y me he dado cuenta de que, aunque parece una respuesta bastante obvia, genera incertidumbre y exige aclaración.
Empecemos por la segunda parte de la respuesta: la vida se alimenta de ficciones. No, no me refiero sólo a que cuando vamos al cine o leemos novelas consumimos ficciones que producen un efecto en nosotros (emoción, rechazo, placer, curiosidad intelectual); me refiero a la ficción en un sentido más amplio. Por ejemplo, Althusser afirmó que la ideología es la relación imaginaria que tenemos con el mundo que nos rodea. No lo solemos pensar así, relación imaginaria, pero parece evidente: nuestra ideología cataloga la realidad en la que vivimos, la filtra, la ordena, también en un sentido moral, y, sin embargo, es una ficción: la mayor parte del mundo en el que estamos inmersos es incomprensible, no tenemos información suficiente sobre él y si la tenemos no sabemos procesarla, por lo que no nos queda más remedio que acudir a nuestra ideología para decidir lo que aceptamos o rechazamos, lo que condenamos y aprobamos.
Esta relación imaginaria –ficcional– con el mundo alcanza también, casi paradójicamente, a lo más cercano, a aquello que creemos conocer mejor, por ejemplo a la persona a la que amamos. Enamorarse, lo he repetido muchas veces desde que publiqué La invención del amor, es la aplicación de la ficción a nuestra vida sentimental. Nos enamoramos del otro cuando no lo conocemos y no nos conoce. Lo idealizamos de forma que podemos proyectar sobre esa superficie brillante nuestros deseos y necesidades; y, al mismo tiempo, nos inventamos para el otro, ofrecemos una versión retocada de nosotros mismos, recortamos las aristas más molestas, queremos ser mullidos, acogedores, atractivos. De ahí que Lacan dijese que amar es dar lo que no se tiene a quien no lo es. Más tarde, durante la relación, se van ajustando expectativas, mostramos con mayor honestidad nuestros límites y nuestras imperfecciones. Del desarrollo de ese proceso depende que el amor se mantenga, no necesariamente más frío ni menos apasionado, tan sólo más auténtico, y quizá por ello también más profundo.
¿Qué sucede en el otro sentido, cómo alimenta la realidad la ficción? No hay literatura que surja en un vacío: lo que escribimos está condicionado por quiénes somos, y quiénes somos depende no sólo de nuestra experiencia, también de una experiencia compartida: no vivimos en una burbuja. Hay quien pretende que su literatura no tiene nada que ver con la vida, que es un mero juego estético, una combinación placentera de palabras, pero también esa idea de un arte autónomo de lo real surge en un contexto social e histórico determinado y no es independiente de él. Otros autores están interesados en formas de realidad indirecta, como aquellos cuyas obras prosperan en los territorios de la metaliteratura: no hablan de la vida sino de otras narraciones... aunque hay que señalar que muchas de esas narraciones también son parte de la vida y la adoptan como tema; así los escritores metaliterarios actúan de forma indirecta, usando los libros ajenos como amplificadores y ecualizadores de la experiencia.
Por otro lado, muchos autores están interesados en plasmar en sus obras manifestaciones directas de la realidad: desde lo íntimo y las relaciones personales, las alteraciones de la conciencia individual y las emociones compartidas en la pareja o en la familia, hasta la Historia y las relaciones sociales, las grandes experiencias colectivas de tiempos pasados, presentes y, en algunos casos, futuros. Por supuesto, no siempre es fácil separar unas obras de otras, también porque a menudo en una misma novela pueden convivir lo íntimo, lo colectivo y lo metaliterario o el juego estético. Cuando Primo Levi habla de su experiencia en Auschwitz está contando un asunto que no sólo es personal; aunque se trate de una narración autobiográfica no podemos dejar de leer la de acontecimientos mucho más vastos y terribles: los sufrimientos de Levi, sus miedos y sus deseos funcionan como metonimia del destino de millones de personas.
Ahora bien, ¿los escritores interesados en usar la ficción, no para huir de la realidad sino para adentrarse en ella, están en condiciones de hacerlo? ¿Sirve la ficción para narrar lo real o tenemos que aceptar que lo que imaginamos es sólo una proyección arbitraria de nuestra conciencia? ¿Es un novelista siempre un narrador no fiable?
Durante la segunda mitad del XIX, se extendió la idea de que la literatura puede reflejar la realidad, una literatura que, como diría Zola, debe estar en condiciones de examinar el mundo, diagnosticar sus males y recetar los remedios. La literatura como ciencia exacta, precisa, reveladora de hechos verificables. Es lógico que muy pronto se usase la comparación con los espejos. Ya antes, Stendhal había dejado claro que la novela muestra la realidad de manera fiel. “La novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino”, escribió en El rojo y el negro, atribuyendo la cita a Saint Réal, aunque no parece que aquel oscuro crítico del siglo XVII haya dejado anotada tal frase. Lo que nos quería decir Stendhal es que en una novela vemos el mundo tal cual es, al menos un fragmento de él. Esa visión mecanicista está hoy algo desprestigiada. Nos hemos vuelto conscientes de cómo nuestra conciencia manipula la percepción y de cómo estamos tan inmersos en la realidad que nos falta la distancia imprescindible para contarla. Oscar Wilde, más modestamente, afirmaría que el arte no refleja la vida, sino al espectador.
A pesar de esta reducción del alcance de lo literario, ni siquiera eso nos parece posible en nuestros días a la mayoría de los escritores. El lenguaje es demasiado ambiguo y limitado, sus posibilidades de reproducir lo real, más aún la conciencia, son reducidas; toda obra literaria puede ser sólo una aproximación al mundo, una entre muchas, una perspectiva entre las infinitas que existen.
Este reconocimiento me pone como escritor en una tesitura incómoda. Porque yo, a pesar de todo, quiero contar la realidad, por mucho que descrea de mis posibilidades de hacerlo. Para intensificar la paradoja, diré que para mí el objetivo de la literatura no es la belleza sino la verdad. No es que no pueda haber belleza en las obras literarias (sería obtuso negar esa posibilidad), pero sólo es consistente la belleza que emana de alguna forma de verdad; la belleza sin verdad es relamida, cursi, edulcorada, superficial.
Como no deseo quedar preso de la paradoja, he desarrollado un amago de teoría que acude otra vez a la metáfora del espejo, pero elaborándola algo más. Juzguen ustedes si esta argucia intelectual me saca del apuro.
La literatura es bien un espejo empañado, bien un espejo cóncavo, bien uno que no refleja la acción de lo que narramos sino que está orientado hacia otro lugar. Todas las obras de ficción que intentan acercarse al realismo, psicológico, social u otro entrarían en la categoría de los espejos empañados. Sí, el escritor busca contar las cosas como son, no deformar, entender al máximo, pero tiene que aceptar un grado de indefinición, la imposibilidad de ver con toda claridad: vemos los contornos, rasgos ligeramente difusos; sí, los personajes están ahí, también su entorno, pero no distinguimos con exactitud lo que sucede; y por ello tenemos que echar mano de la imaginación para completar esas formas huidizas; y cada uno lo hará a su manera, por lo que no se puede llegar a una visión única de esa realidad a la que nos acerca la ficción. Y está bien así. Pretender otra cosa sería extender más allá de lo razonable el poder de la literatura, el poder del lenguaje.
El segundo tipo de espejos es el deformante. Todos nos hemos visto alguna vez en un espejo cóncavo o convexo y es siempre una experiencia peculiar. Por un lado, sabemos que no somos esa persona que distinguimos en el reflejo, aunque se mueva cuando lo hacemos y adopte nuestras posturas. No tenemos esa barriga desmesurada o esa enorme nariz o esos ojos de dibujos animados Y sin embargo..., sin embargo hay algo reconocible ahí. No sólo eso: de pronto podemos descubrir rasgos que antes nos habían pasado desapercibidos. Al exagerarlos, se vuelven visibles, se nos revela quizá justo aquello que nos habría gustado ocultar. En su deformidad, la imagen reflejada nos muestra las formas que estaban disimuladas en el conjunto. Los esperpentos de Valle Inclán, El maestro y Margarita de Bulgakov, La metamorfosis de Kafka, podrían ser ejemplos de obras que usan el espejo deformante, la exageración y lo grotesco para mostrar lo que se oculta bajo esas narraciones excesivas. Eso que parecía puro delirio se vuelve, entonces, dolorosamente auténtico: al lector no le queda más remedio que reconocerse en el escarabajo encerrado en su dormitorio.
El tercer tipo de espejo, ese que refleja una zona en la que no se desarrolla lo más importante de la narración, se usa con frecuencia en los relatos breves. Piglia escribió que un cuento es siempre la narración de una historia que no se narra: "El cuento es un relato que encierra un relato secreto (…) la estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra?". Así funcionan muchas narraciones: parecen estar contando (reflejando) algo, cuando en realidad nos cuentan otra cosa, que por supuesto no podemos ver, sólo intuirla; el espejo, deliberadamente mal orientado de la narración, atrae nuestra mirada mostrando una realidad que examinamos hasta darnos cuenta de que nos está sugiriendo otra que sólo podemos inventar, imaginarla nosotros mismos.
Así que mis tres tipos de espejos son insuficientes para mostrar la realidad y, sin embargo, nos acercan a ella, cada uno a su manera. ¿Y no es esa la literatura más honesta, y también la más bella? Para mí lo es. La que nos dice: he puesto aquí un espejo para que lo contemples, pero, lo siento, es un espejo imperfecto, porque las imágenes en él están desenfocadas, o son exageradas, o se encuentran justo en su ángulo muerto, o las tres cosas a la vez. Pero la realidad está ahí, la verdad está ahí, te lo juro, una realidad en la que puede haber horror y belleza. Y quizá dependa en parte de ti lo que encuentres. Porque lo que te están diciendo estos espejos es que te toca a ti acabar de imaginar el mundo; alégrate; ahora el creador eres tú.