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No creo que yo esté aquí de más: Antología de poetas dominicanas 1932-1987 de Rosa Silverio
No creo que yo esté aquí de más: Antología de poetas dominicanas 1932-1987 de Rosa Silverio
Basilio Belliard
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La historia de la literatura dominicana es la historia de un largo olvido, a pesar de ser en la isla Hispaniola o Española donde se escribió, por primera vez, poesía y teatro, en el siglo XVI. Sor Leonor de Ovando (1544-1615), una monja dominica, escribió el primer poema de este lado del mundo, y Josefa Perdomo, la primera en escribirlo y publicarlo, cuando en 1885 edita su libro titulado Poesía; luego aparecería Cristóbal de Llerena, el primer dramaturgo de América, quien escribió el primer drama: el Entremés. Producto de una herencia ágrafa –pues los taínos de la isla Quisqueya no escribían, sino que apenas poseían areítos–, somos la historia de una tradición oral, contrario a la tradición maya o azteca, que poseyeron monumentos literarios como el Popol Vuh o el Libro de Chilam Balam. Así pues, nuestra tradición letrada no bebió de la fuente de las aguas del gran río de la escritura, ni de una tradición ancestral. Estos factores culturales, de naturaleza antropológica, nos impidieron llegar temprano al “banquete de la civilización”, como diría el ilustre humanista mexicano, Alfonso Reyes.
Del siglo XVI hasta el siglo XIX, el corpus que conforma y configura la literatura dominicana, es el de un largo silencio, un gran vacío apenas cubierto por el cultivo de la oratoria, el periodismo, el teatro y la poesía patriótica, hacia el declive del siglo XIX. No es sino hasta mediados del siglo XIX cuando nacen –en el sentido estricto de la palabra–, las nociones de literatura y de artes, es decir, después de nuestra Independencia Nacional, en 1844. El romanticismo llegó tarde a nuestras tierras insulares, pues llegó con retraso a la península ibérica, y porque fue más robusto en Inglaterra, Alemania, Francia e Italia. Así, las causas de nuestro desconocimiento se deben no a la baja calidad de nuestros escritores, sino a varios factores: a la condición de isla, a la migración temprana a tierra firme del Imperio Español, a las guerras intestinas de los siglos XVIII y XIX, y al aislamiento del país, las tres primeras décadas del siglo XX, durante la oprobiosa y férrea dictadura de Trujillo, y en el siglo XX, a la ausencia de un mercado editorial.
A partir del siglo XXI, este panorama publicitario y mercadológico ha dado un giro positivo y auspicioso, con la creación del Ministerio de Cultura, en el año 2000, y su consiguiente política cultural, cuyos programas anuales como la Feria Internacional del Libro, el Festival Internacional de Poesía o el Festival Internacional de Teatro, han posibilitado el intercambio, la difusión y la proyección de nuestros escritores y artistas fuera de nuestras fronteras insulares. De igual modo, la creación de la Editora Nacional, el Sistema de Talleres Literarios y otras instancias de gestión editorial y literaria. Ya el país cultural es otro. Nuestras letras gozan de mejor salud que en el pasado.
Si apelamos a la concepción de Joaquín Balaguer, de que el nacimiento de la literatura dominicana se produce con el Diario de navegación de Colón –y luego por las crónicas y relaciones de los cronistas de Indias--, entonces la funda un conquistador foráneo. Pero si la juzgamos por lo autóctono, podemos colegir que brota de los autores de la segunda mitad del siglo XIX, con las voces de Félix María del Monte, Elvira de Mendoza, Nicolás Ureña de Mendoza, Manuel María Valencia, José Joaquín Pérez, Javier y Alejandro Angulo Guridi, Salomé Ureña de Henríquez y Gastón Fernando y Rafael Deligne, donde resuenan ecos románticos y pre-modernistas. Luego, los fundamentos creativos, en el alba del siglo XX, los sembraron Fabio Fiallo, Enrique Henríquez, Ricardo Pérez Alfonseca, Osvaldo Bazil, Apolinar Perdomo y Valentín Giró, entre otros. Fueron ellos los que sembraron la semilla de nuestra tradición letrada, cuyo legado repercutió en las generaciones sucesivas, en apóstoles y guías generacionales de la poesía como Otilio Vigil Díaz, Domingo Moreno Jimenes, Franklin Mieses Burgos o Manuel Rueda. O por la popularidad alcanzada por Pedro Mir, con su poema fundacional, Hay un país en el mundo, esa sinfonía a la democracia y a la libertad de la era postrujillista, o El viento frío de René del Risco, ese canto de sirena del desencanto y la frustración, tras la derrota de la guerra de 1965.
Hay que destacar como dato histórico, que la primera antología poética que se publica en nuestro país, data de 1874, se debe a José de Castellanos, y se tituló La lira de Quisqueya. Pero la más panorámica la editó César Nicolás Penson, en 1892, bajo el título Reseña histórico-crítica de la poesía dominicana en Santo Domingo, a instancia de la Academia de la Historia, que pidió un canon de la poesía dominicana para la UNESCO. Entre el ocaso del siglo XIX y el umbral del siglo XX, nuestra poesía vivió los estertores de un romanticismo tardío, que se negaba a morir, y de un modernismo, cuya impronta daba visos agónicos, ante una ola vanguardista, que florecía en Europa, pero que no nacía, aun bien entradas las primeras décadas del siglo. Es decir, que el verdadero despertar moderno de nuestra lírica se gesta, a partir de Vigil Díaz, que funda el vedrinismo, como primer movimiento literario en el país, inspirado en el simbolismo y el parnasianismo, de cariz franceses. Este bardo inicia el verso libre y cultiva el poema en prosa, renueva la tradición y abre nuevos surcos expresivos al verso. Se abandona así cierta reminiscencia romántica, aunque continúa sus resonancias sentimentales en algunos poetas, hasta los albores de los años cuarenta.
De modo pues, que la lírica vernácula siguió atada a las mancuernas del romanticismo y el modernismo tardíos: de un imaginario patriótico, en algunos poetas, y telúrico y sentimental, en no pocos, hasta que se produjo la apertura estética hacia las corrientes poéticas de vanguardias, provenientes de Europa, bajo la influencia del surrealismo, en la Poesía Sorprendida, cuyo lema era “Poesía con el hombre universal”, en oposición al postumismo, que se colocó de espaldas a lo universal y foráneo, al mundo clásico, y a favor del paisaje nativo y telúrico, es decir, o lo patriótico y lo cotidiano.
Dentro de los fundadores o forjadores de la modernidad en la poesía dominicana, los tres pilares son Salomé Ureña, Gastón F. Deligne y José Joaquín Pérez, en sus respectivas vertientes patriótica, psicológica e indigenista. De modo pues, que la primera mujer en convertirse en paradigma de educadora y poeta, con conciencia del oficio y de la palabra poética, es Salomé Ureña, hija del también poeta Nicolás Ureña de Mendoza –esposa del ilustre médico, político y presidente de la República, Francisco Henríquez y Carvajal– y madre de los insignes intelectuales Pedro, Max y Camila Henríquez Ureña, por lo que conformaron una familia de una estirpe humanística y letrada, que trascendió la órbita isleña.
En el ocaso del siglo XIX, la figura de la mujer escritora la encarna, por consiguiente, nuestra Salomé Ureña, por la calidad de su obra lírica, de estirpe romántica y con visos modernistas, y por su magisterio, al fundar al Instituto de Señoritas, que fue el primer Centro de Enseñanzas de la República Dominicana, bajo la inspiración del humanista y padre de la educación dominicana, el puertorriqueño y hombre de América, don Eugenio María de Hostos. En la misma postrimería del siglo decimonónico, y en los umbrales del siglo XX, aparecen Altagracia Saviñón –precursora, para muchos, del modernismo, a juzgar por la estructura y temática de su poema Mi vaso verde– además de Melba Marrero de Munné, Delia Weber, Martha María Lamarche y Carmen Natalia Martínez, nacidas entre 1886 y 1917. De modo pues, que el arco que conforma la línea evolutiva de las letras criollas, escritas por mujeres, es escaso, en virtud de que la mujer no había conquistado los derechos que alcanzó en la segunda mitad del siglo XX, ni tenía “una habitación propia” para escribir y hacer vida intelectual, como pedía Virginia Woolf. Esa autocensura y esa realidad de sojuzgamiento se hicieron paradigmáticas durante los 31 años de la dictadura trujillista entre 1930 y 1961, periodo histórico que no solo aisló nuestra cultura, sino que la censuró y cercó, lo cual nos hizo invisibles ante los ojos del mundo, como rasgo propio de todas las tiranías.
La historia de las letras nacionales, en otro orden de ideas, es la historia de las generaciones, los movimientos, las tendencias y las promociones literarias, y esa realidad se echa de ver, con la existencia del Vedrinismo, el Postumismo, la Poesía Sorprendida, los Independientes del 40, la Generación del 48, del 60, del 65 o Postguerra, de los 80 y del 2000, todas integradas por poetas. El giro expresivo se produce, a partir de la Generación del 60 cuando los autores, ya no solo son poetas, sino narradores y dramaturgos. De todos ellos, es dentro de la Poesía Sorprendida cuando figura una mujer: Aída Cartagena Portalatín, poeta, narradora, ensayista y educadora. Y dentro de los Independientes del 40, que aparece Carmen Natalia Martínez. Vuelve a surgir en el contexto de la generación del 60, con Jeannette Miller y en la del 65, con Soledad Álvarez. Es en la década del 80 cuando se rompe ese particularismo absurdo con el Boom de mujeres poetas. Cabe citar a Chiqui Vicioso, Martha Rivera, Ángela Hernández, Aurora Arias, Marianela Medrano, Miriam Ventura, Sally Rodríguez, Irene Santos, Ylonka Nacidit Perdomo, Carmen Sánchez, Carmen Imbert Brugal, Sabrina Román, entre otras. También se rompe el centro hegemónico de la ciudad, y surgen voces femeninas de las provincias y de la diáspora dominicana, y a partir del 2000, que brota un nuevo Boom con las poetas del Nuevo Milenio, como Marivell Contreras, Petra Saviñón, Ariadna Vásquez Germán, Kianny Antigua, Deidamia Galán, Rossalina Benjamín, Argénida Romero, Lissette Ramírez, Daniela Cruz, Natacha Batlle, Isis Aquino, entre otras, que empiezan a publicar sus textos en el Nuevo Siglo.
De todas las iniciativas editoriales y esfuerzos intelectuales por colocar nuestra poesía en el mapamundi de las letras universales, y en especial, la poesía escrita por mujeres, la antología No creo que yo esté aquí de más, de la cuentista, periodista y poeta dominicana, afincada en España, Rosa Silverio, es sin quizás, la más abarcadora y completa. Editada bajo el prestigioso sello Huerga y Fierro, de Madrid, comprende las poetas nacidas entre 1932 y 1987. Esta muestra viene a hacer visibles las figuras consagradas y emergentes de la lírica femenina de nuestro país, y a hacer posible que se escuchen sus voces, que brotan de las entrañas de su imaginario sensible. Representa una tentativa, en el proceso de difusión necesaria del canon de las mujeres escritoras de poesía. En este volumen aparecen 43 mujeres de diferentes generaciones y tendencias estéticas. Poemas tradicionales y de ruptura, vanguardistas y conservadores, donde se pueden apreciar voces y giros que orillan vertientes creativas como la libertad expresiva, el amor y sus desgarraduras, la vida y sus avatares, la muerte y sus perplejidades, el erotismo con su llama del ethos femenino. El título la antóloga lo toma de un verso de la inmensa Aída Cartagena Portalatín, cuya poética representa un grito por hacerse sentir, en medio de la soledad existencial de la mujer, y demandar un espacio social en el bosque de la indiferencia, y en el marco de su grupo generacional, y de la mujer dominicana. Caso aparte es el de la solitaria y enigmática Hilma Contreras, pero que no fue poeta sino cuentista, y autora de una novela (La tierra está bramando), y coetánea de los poetas sorprendidos, cuya vida transcurrió en el anonimato, “Entre dos silencios”, como se titula su volumen de cuentos –o entre París y Santo Domingo.
Esta antología de Rosa Silverio representa una espiral de signos y voces que van desde Rhina Espaillat, laureada autora dominicana de la diáspora norteamericana, poeta, traductora y educadora, nacida en 1932 –que en 1998 obtuvo el prestigioso premio T. S. Eliot de poesía--, hasta culminar con Marielys Duluc, poeta y periodista, residente en España y nacida en 1987. Como se ve, todas ocupan un radio de acción vital, desde la década de los 30 hasta los 80, y una órbita de publicación desde los años 60 hasta la actualidad novosecular.
Del corpus esencial de esta obra, es justo destacar las voces que bordean la transparencia de la identidad femenina, la fuerza descarnada del verbo, y el desenfado, como las de Jeannette Miller, Soledad Álvarez, Martha Rivera y Ángela Hernández. O las de Sally Rodríguez, Aurora Arias, Yrene Santos, Marianela Medrano, Claribel Díaz, Farah Hallal, Ariadna Vásquez Germán, Rossalina Benjamín, Reina Lissette Ramírez, Daniela Cruz Gil, Natacha Batlle o Isis Aquino. Estas últimas representantes de las más recientes promociones del Nuevo Milenio.
Desde el canon fundacional de Salomé Ureña hasta Carmen Natalia Martínez; desde Aída Cartagena Portalatín hasta Jeannette Miller, y desde Soledad Álvarez hasta Martha Rivera, la fuerza motriz que sirve de dinamo catalizador de la energía creadora de nuestra lírica, de la esencia de las letras mestizas, de la cartografía de la media isla, ha tenido luz y carne, espíritu y cuerpo. Y lo que ha hecho Rosa Silverio –que bien pudo incluirse por derecho propio, pero no lo hizo por razones éticas (que no comparto)– es de proverbial importancia y ejemplar actualidad. La poética de esta antología y la propuesta textual están en correspondencia recíprocas. No excluye por prejuicios ni por mezquindad. Al contrario, es amplia y abierta, incluyente y circular. En ella dialogan autoras de la diáspora y de las provincias, del pasado y del presente, emergentes y consagradas. La semilla sembrada por Salomé y Aída está dando sus frutos luminosos y pródigos. La cosecha ha sido productiva y ha germinado.
La antorcha de la tradición se mantiene encendida y viva. Se sigue alimentando de rupturas y técnicas nuevas, dialoga con lo universal, y se expande a las corrientes subterráneas y aéreas de la lírica hispánica y no hispánica del presente. Esta antología, tiene la impronta de destacar lo viviente, y de ahí que solo estén las poetas vivas y en ebullición, en movimiento y trascendencia. El pórtico lo inicia la autora viva de mayor edad: Rhina Espaillat. Como se observa, este libro es un documento vivo que cuenta la historia del presente de nuestra poesía. Es una radiografía y una anatomía secular de la poesía femenina de “la tierra que más amó Colón”. Es un esfuerzo titánico por hacer visible lo invisible en España, iniciativa que se suma a la Daisy Cocco en Nueva York, en los años 80, y a otros proyectos, no ya de mujeres, sino de la poesía dominicana en general, de otros antólogos y editores.
Cabe resaltar los lauros y premios alcanzados en España por poetas dominicanos como José Mármol, Alejandro González y José Enrique Delmonte, y las ediciones de antologías poéticas y libros realizados por las editoriales Huerga y Fierro, Visor, Bartheby, y Amargord, la cual tiene una colección de autores dominicanos, donde resuenan y destacan las voces de Rosa Silverio, Luis Reynaldo Pérez, Marielys Duluc, Basilio Belliard, José Mármol y León Félix Batista.
Esta historia de la presencia de la poesía dominicana en España tiene sus antecedentes en Antonio Fernández Spencer, que obtuvo los prestigiosos premios Leopoldo Panero, en 1969, con Diario del mundo, y el Adonáis, en 1952, con su poemario Bajo la luz del día, con un jurado presidido por el Premio Nobel, Vicente Aleixandre. Fernández Spencer es, acaso, el primer poeta no solo dominicano en obtener dicho premio, sino el primer latinoamericano. Además, editó la primera antología de la poesía dominicana hecha en España para su difusión y conocimiento en el mundo hispánico, como fue La nueva poesía dominicana, publicada por el Instituto de Cultura Hispánica, en 1953, prologada y seleccionada por este filósofo, nacido en 1922, integrante de la Poesía Sorprendida, de amplia cultura humanística –y quien asistió a cursos de filosofía impartidos por José Ortega y Gasset. De modo que la primera difusión y reconocimiento de la literatura en España recae sobre este poeta y ensayista criollo, y cuya gratitud no debe traicionar nuestra memoria histórica.
Después de la antología poética de Spencer, hay que esperar hasta 2011 cuando Basilio Belliard y José Mármol editen para la afamada y paradigmática editorial Visor, en su colección de poesía La estafeta del viento, la antología La poesía del siglo XX en República Dominicana; y en 2018 cuando Amargord edita otra a cargo de Manuel García Cartagena, titulada Indómita y brava; y en 2019, en el marco de 78va Feria del Libro de Madrid, cuando Plinio Chaín y Rosa Silverio editan la monumental antología poética En el mismo trayecto del sol, y José Rafael Lantigua, la antologia de cuentos titulada Temblor de isla, ambas para el sello Huerga y Fierro.
Como se ve, nuestra realidad literaria está dando un giro, lo que revela el buen momento que vive la literatura dominicana con sus poetas, ensayistas y narradores. Esta antología, preparada por Rosa Silverio, en efecto, adquiere cada vez más pertinencia e importancia en el necesario decurso de la tradición letrada dominicana. Ahora se impone la necesidad de que este mismo proyecto suyo se realice con el cuento, el cual tiene buena salud y gran tradición, cuya semilla germinó, a partir de Juan Bosch, su maestro indiscutible. Es imposible, pues, hablar del desarrollo del ensayo al margen de uno de los fundadores del ensayo hispanoamericano: Pedro Henríquez Ureña. Tampoco obviar la figura magisterial de Juan Bosch, como fundador de la tradición cuentística del siglo XX dominicano, ni la de Manuel del Cabral, como poeta universal, que exploró en lo erótico, lo social, lo metafísico y lo negroide, y quien pertenece por derecho propio a la trilogía de la poesía afroantillana, junto a Nicolás Guillén, de Cuba, y Luis Palés Matos, de Puerto Rico.
La muestra seleccionada de poesía escrita por mujeres, de nuestra poeta y cuentista, es un documento de colección y consulta. Consta de 366 páginas. Sirve de testimonio de una tradición poética y permite medir la temperatura del cuerpo lírico y literario de nuestro país. La presencia reivindicativa de la diáspora es emblemática; la selección de los textos, espléndida. Predominan en ella el pulso crítico, el buen gusto, el olfato estético y el tino de una antóloga que es tan buena lectora como escritora, y, por tanto, supo acertar en la escogencia de los poemas, y en abrirse al concierto de estas voces canónicas y novedosas, pródigas y prometedoras, que viven en su tierra nativa o allende los mares, y cuyos versos huelen a salitre y a mar, a trópico y a sol. De sus entresijos manan sudor y lágrima, erotismo y alegría, cadencia y ritmo, humor y picardía, desgarramiento y esperanza.