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Poemas* de Farah Hallal
Poemas
Farah Hallal
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[POESÍA]
Estado del Tiempo
A veces el mar deja su cuenco
y acaba desnudo en otra parte.
Una novedad: “en otra parte”
el cielo también es azul cuando le gusta
y quema un poco el sol si le parece.
Sin embargo,
lo hondo y salino se subleva
al borde de la costa, en el billete
y en la ruta de esta obra cansada de sí misma.
Mírala detenidamente:
tuvo la suerte de conocer la guerra
por documentales de televisión,
cuando era solo una intención del ser,
una expresión inapropiada
de las bajas pasiones del siglo XX.
A veces –claro– el mar deja su cuenco
y acaba su maleta en otra parte:
cargada con peces y colores
(cada artículo de venta por separado).
Sin embargo,
las manos intentan recoger el agua
que los otros lloran,
y aspiran amontonar el polvo
que encadena al viento.
Mírala detenidamente:
tuvo reuma cuando las chicas de su calle
iban al ballet,
y aprendió a nadar estrenando la mortaja.
El mar es así. Muda de piel
si le parece demasiado larga la serpiente
o que la pobre no logra tragar bien
la sensación de estar llegando siempre tarde.
En resumen la cosa es como sigue:
en el agua que perdimos
se disuelve el tesoro de la infancia
que transita por la perfección de la deriva.
Sección internacionales
Antes el mar era un espejo
ahora podredumbre trémula
gangrena de los que dejan flotar el hambre
en los ocho puntos cardinales de la memoria
¿dónde están los caracoles
que llevan en la panza la música del mar?
¿y dónde las canciones de cuna de una isla
que pasa de ser ella misma para ser esa otra,
indiferente a su sinónimo?
La isla se renueva escupiendo la sangre
en los mitos de su habitante primitivo.
Perdida la concepción del tiempo
perdida la garantía de la prenda
\porque todo el Caribe es una deuda
un monte de piedad y piedra
imperceptible para el continente.
De allí solo el alma puede salir nadando
el cuerpo regresa a sus antepasados
para arrastrar su arrogancia por las arenas
y perderse en la playa
no fuera a perderse en un anaquel de libros
o en el cuarto frío de un carnicero.
Sección La República
Después del naufragio, ¿lees?
los pies caminan por el dolor del agua
es inminente el suicidio de esta isla
en el malecón mira el futuro
como quien ve un barco al fondo del mar
pero no es más que un barco-caracol
que arrastra el pasado lentamente
porque cuando se vive en el archipiélago
no es necesario hacerse hermano de nadie
el pasado, el presente y el futuro
son excesos del colectivo.
Por eso las manos leen la prensa
y sin oler a tinta sudan
el hedor a puerto y a pescadería
evitando la violencia del agua
que nos acerca al olvido
con la misma persistencia de las olas.
Columna de la familia
Solloza Jung al margen de su coartada.
La cavidad del tiempo echa fuera de sí su descendencia,
la deposita junto a la miseria del bolsillo.
Aquí caben las palmeras y caben las playas,
como caben los Viernes Negros y los blue monday:
cuando no hay comida, no se tiene hambre.
Alrededor del fuego, el horizonte es de agua.
Los tiburones sacan su lengua tenebrosa:
los rosales no florecen cuando los ojos se inventaron
para salirse de su órbita. Sangre caliente baila.
Sangre caliente monta una yola
y cruza hacia la promesa de Puerto Rico,
pero esa isla muere todas las mañanas
cuando sus muertos futuristas se levantan
a buscar pan y gasolina.
Liberty no tiene todo lo que pensaba.
En cambio Jung da fe de que hay un sitio
donde podemos ir a buscar cubos de agua.
Los miserables no tienen sed,
caminan por la José Martí
vendiendo plátanos a diez y yuca a cinco.
Caminan por la Pedro Livio Cedeño a
brazando el Cementerio Nacional,
llorando junto a sus muertos la pena
de no poder nombrar otra calle.
La Abraham Lincoln, por ejemplo.
Allí se eleva el skyline y sus espejos desaniman e
l número ganador de lotería
que nunca amanecerá en mi cama.
Sucesos
La risa rueda por donde su cruz florece
aliento sin esencia
canto sin voz
llamando a una flor de nueve años.
A toda marcha va su sangre
tragándose la tierra que le escupió
y le quitó su cáscara, la forma de reír
de tumbar guayabas y colectar peces.
Ahora le llevan en sus colas.
y juega con ellos en el charco de la muerte.
Suplemento dominical
Cuando era niña me dio por visitar ancianos –será porque crecí sin abuelos– entonces mi inocencia visitaba a doña Negra que no era como yo, pero a mí no me llamaban niña Blanca. Doña Negra era ciega y su ceguera vivía en la carretera de Mandinga (la del Caribe claro, claro... pues África queda muy lejos para mudarse).
Entonces Mandinga no era una calle con edificios de cuello largo. Si preguntas a mis pies, ellos dirían: «Mandinga era una línea eterna y polvorienta, un camino que nunca acababa de terminar». Y dirían, además, que visitar a las abuelas ajenas no tiene gracia. Menos si no pueden verte. Menos si no saben tu nombre.
El corazón diría otra cosa, por ejemplo: «Mandinga era una línea de casas de madera de negros que heredaron de sus abuelos el sabor amargo de la esclavitud». Porque Mandinga es más que una carretera polvorienta de mi memoria. Es el océano que llevó en su lomo a los esclavos hasta esta avenida caribeña y moderna.
*Selección del libro inédito Coser el agua