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El pájaro rojo: Tres actos para una (anti)novela de Carlos Canales

El pájaro rojo: Tres actos para una (anti)novela de Carlos Canales

Mario Antonio Rosas

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[crítica-literatura-novela-teatro-poesía]

Memoria y tiempo

Entramos de momento en Tito Insomnio. La noche espera; él espera con la noche y nosotros también. Le velamos la sombra, desde nuestra espera de la vida. La vuelta del mundo tiene veinticuatro horas, con sus climas, y las apariciones se desnudan con su agria libertad de revelarse. El denso diálogo que inicia esta novela del dramaturgo Carlos Canales marca entonces una atmósfera detonante en una ruleta oculta de súbitos personajes y marcos recién lavados de acción.

No existe la intención de ubicarnos; la intención se desborda a otra cosa, a muchedumbre, me atrevería a decir, que comienza a interesarse del diálogo, como posible lector, y de momento el arrobamiento adquiere otro tránsito que luce definido, prístino, con todos los parámetros de una escena que retoma el enlace con los “próximos’’. Pero esperamos con Tito Insomnio, la imagen promisoria, en ese bosque ronco que se hace con una noche para no mirar hacia arriba; se dejan devolver –si es que existen– las expectativas de lo figurado, así como si Igmar Bergman procurase otro tranvía de su magistral El séptimo sello. Novela de destiempos, fascinantes, salteados, vaporosos, ideas que no quieren protagonizar solo mostrar su existencia y equipararse a un signo: el lector elige. Por eso, no cansa la proyección constante de ese signo-número. Por eso, el novelista, no puede seguir la forma y savia que se exige para escribir, con sastre y broche una novela.

¿Error? ¿Obstinación? ¿Desafío? De eso se va tratando este asunto del dramaturgo, narrador, que se abandona bajo un pájaro, de matiz rojo, para sensibilizarse desde las submemorias y escribir, a mi juicio, esta antinovela que debe ser estudiada, luego de la secuela y ritos ceremoniales provocados por La guaracha del Macho Camacho del queridísimo Luis Rafael Sánchez.

Carlos Canales se transforma. ¿Qué escritor no lo hace? ¿Acaso Bioy Casares, Ernesto Sábato, José María Arguedas y a gran pintura Julio Cortázar, no lo hicieron? El escritor que construye su verdad de oficio, parte de una premisa contra los arquetipos. El escritor que pone desde la nada su andamio más seguro, se va de enredo hacia las palabras, y eso incluye el día y la noche de ellas –Underwood Girls, por si acaso Salinas, o un grafitti en la pared de Bukowski– así que aquí escribo sobre un novelista que pretende no hacer una novela, sino un mundo adscrito a él, donde discurren varios lenguajes a interpretarse.

He aquí, que El pájaro rojo impone su psiquis: la noche. Sin ronda o melaza, yo, me arriesgaría, sin la mayéutica de Sócrates, a decir que es la más pura noche, sin preguntar. ¿Cómo podemos encontrar un pájaro en la noche? No tiene caso, sino, sentirlo, como cargado de un día para ciegos, y sentirlo aumentado, multiforme en cada elemento de nuestra condición como transeúntes de la existencia. En las primeras páginas de esta novela, hasta el alma regresa de noche, toda tallada en palabras, sentimientos, acciones, recuerdos, ira o suspenso. La llegada del hijo de doña Sica se desborda de impresiones y paisajes, en la voz asoladora de los rumores, y también es de noche. Jimmy Capataz lo desvalora, Tito Insomnio –que aun espera ver el pájaro– habla de su esencia, fue, una memoria uno de los subtemas de esta antinovela de todo lo posible. No se intenta, zurcir, a palmos, la raíz de esa memoria, cuya emisión es Carolina, el barrio y sus variopintos, Luis Raúl Striker y Manolín Martínez en WVOZ, “el 14 que se escucha’’, –así la recuerdo “in situ’’– es más, es la visión constante de un entorno donde el autor, entra, circunvala, esboza y sale de nuevo con la intención del mensaje. Noche y memoria, las mismas del asombro. Punto.

De la memoria, se van delineando los personajes que fueron nombres, que fueron vivos, que asombraron, iluminaron, despertaron hilaridad, o fueron turbios en su noche personal. El ahora novelista traza el rumbo de cada uno, su permanencia o extinción, su mejor escena o alborozo. Tito Insomnio estuvo viendo el pájaro por siete días -signo- se pensaron muchas cosas, la muerte, por ejemplo. Pero la muerte tiene de la mano al tiempo, y en todo eso, cada uno se bifurca en un intralenguaje que desde ser inconexo a primera impresión, no deja de sorprendernos. La uniformidad que requiere el riguroso intento de una novela, con su duermevela y disciplina, cambia de rumbo, o bien, está ahí, pero el acto ilusorio del pájaro imprevisto, va uniendo un complejo mosaico de imágenes y seres, y el pájaro es histrión; solo él, aunque no se nombre en la inmediatez del diálogo, traza en el lector la contundente presencia de sí mismo, lo que lo lleva al sabor protagonista de su historia. El pájaro, de color rojo, insomne en los ojos de Tito, aparece, se nos aparece, acontece, palpita territorialidad, y a la vez, no está.

Pájaro rojo, ¿símbolo, enigma: riesgo de interpretación?

Debo, quiero, hablar un poco de la (anti)novela, la novela que no se busca, y se ofrece en el escritor a contra voluntad de una estructura. Quiero, siendo tal vez poeta, a meterme en el canvas –los novelistas diluvian cuadros y pasiones de sus escenas y personajes– y es que El pájaro rojo de Carlos Canales; antes, dramaturgo; antes cazador natural de imágenes que llevan una vida en centro y paralelo; antes, ciudadano de su barrio en un Carolina donde todavía no llegaba la marejada de la modernización violenta a diestra y siniestra; antes caminante de un árbol familiar donde respiraba la riqueza de sus textos presentes y futuros. ¿Cómo, adentrarme, sin permiso del lector, a descifrar códigos en un pájaro altivo en fiebre de camuflajes y signos? Escribir, es ser atrevido, es colgarse del andamio y gritar lo descubierto, es abrirse los ojos e inventarse la mirada plural que nos existe, no sin antes, derrochar en el verbo la más robusta singularidad. Bueno, es escribir, no es otra cosa. ¿Cómo empiezo, por dónde me voy, qué objetos me lanzaría a perseguir? Abro el mapa de la historia, ubico nombres, ingenios, lontananzas, intentos, o caídas. Me consigo en Rayuela de Julio Cortázar; hay algo vital que me deslumbra: la ruptura con la novela realista tradicional. Elementos que se transforman y sazonan la temática existencial, el crisol socio-político, el ajetreo en el que cae el lector, buscando y buscándose, hallando posibles salidas, perfectas diatribas, divergencias, soluciones, pero sigue caminando en un universo tan sigilosamente creado, que no concluye su sorpresa. ¿Qué es todo esto? Es, ser Funes el Memorioso, con el golpe magistral al recuerdo, ahí expuesto en un proyector de visitas existenciales, cabalgantes, imágenes que zozobran en su baile personal contra el lector, y de ahí ¡Borges! Me hago creer la definición de la (anti)novela como una obra que investiga sobre los mecanismos de la propia creación narrativa, prescinden de la trama convencional, de la intriga e incluso de la psicología de los personajes para obligar al lector a participar de la creación del relato. Eso pasa mucho en El pájaro rojo de Carlos Canales; todo cabe protagonizando construcciones de una realidad compleja, la vida interior de sus personajes en donde sin remedio queda rendido algo que alguna vez vivimos; su “rayuela” existencial donde, en el escrito que nos ocupa, se recuerda lo mínimo, lo máximo, lo cotidiano como lazo de continuidad, y esa intención de ponerlo todo en el minimalismo del pájaro, ah, y de color rojo. Es suficiente sentirlo sin la norma de los árboles, o de la mano pesada de la naturaleza coloreando de bostezos tranquila, la razón del mundo. He aquí, toca la psiquis de Tito Insomnio, se deja ver, primero pájaro imaginación, escándalo a los sentidos, el suspenso de la aparición sobre la tupida estampida que ha creado la noche, el susto de una realidad que no se comprende; de ahí, la Bella y La Bestia hablan, en la oquedad del auto negro que es, buena metáfora a la noche; el cauce que a veces da un oscuro compartido, dando piel a la conversación con trasfondo vital; La Bella, también ha creído escucharle, también lo cree polifonía inmediata de muchas cosas incluso la vida con la muerte: de eso hablamos, de existir. Ya está el ícono fundado a cada vida con sus horas y minutos. Pájaro, cuyo oficio es desmantelar ese marasmo que la rutina, se obstina en dejarnos pasar por el respiro. Se deja exclamar “Nada puede ser más devastador que lo que nos ha tocado vivir”. ¿Posible, suficiente?

Me voy desnudando al texto. ¿Cómo se puede hacer esta aventura? Me encuentro con técnicas que de momento hacen la vanguardia de esta (anti) novela; su antirrealismo, surtidor, contundente, retante con sus trampas y cuerpos de bocetos; su antipsicologismo –renuncia a profundizar en el carácter de los personajes de los que a menudo se narran dos o tres escenas significativas– a esto le sumo que, fuera del redil, también encierran celajes de una vida –a del narrador, o novelista–. Ese barrio de Carolina –quizá colindante de aire y fragua con el barrio Santa Cruz de Julia– puede ser como lo fue, la causa de una escritura, audaz, de contraste, de brillante oscilación entre la estampa y el caos; la inquietante irresolución de conflictos que se suceden, en esos personajes que no descansan mirándose al espejo –el monólogo adusto de Susana, por ejemplo, brevedad escrita sobre un cansancio desde el alma y a su vez infinito de derrumbes y preguntas– ¿acaso todos nosotros tenemos un pájaro rojo que asoma su frontera fría e incitadora, donde nos recuerda el “naciste para morir en cualquier instante”? Mientras escribo esta reseña, deliciosa o desigual, escucho “En el juego de la vida” de Daniel Santos y la Sonora Matancera, parpadeando en la Cuba de Prío Socarrás. Se da la causalidad de puro son, sin intermediarios. Sigo, ondulo, pertenezco a ese jodido danzón de la curiosidad; es de noche, es de día, se registra la madeja de historias-subhistorias de este texto, curvilíneo, irreal para darnos realidad y explosivo, contemplativo, de mosaicos, incendios, desolaciones, hallazgos, respuestas, existencia, me convenzo. Insisto en decir, que ese tránsito de personajes conocidos desde la empírica –entiéndase, ojos, oídos, espejos saturados de una cosmogonía fuertemente terrenal, y otras madres que dejaré anónimas para no descubrirles por completo la (anti) novela– llevan de un pueblo, su raíz, y he aquí un Puerto Rico, ¿cuál? Uno que ya no conocería ni el mismo Abelardo Díaz Alfaro, nada de menguado, solo una voz que se confunde, avanza y retrocede, lucha por su más mínimo entendimiento, a una definición. ¡Cómo sacude el lenguaje el tiempo con sus máscaras! Encuentro este soliloquio del Hijo de doña Sica, ¿alguna vez tendría que citarlo? Pero es el azogue interior que solo una vez impone el término, pasaje escrito por Canales, ciudadano de su barrio, con absoluta verdad:

Mi madre me recibió como si nunca me hubiera ido. Me preparó mi desayuno favorito, el que me preparaba cuando estaba en la escuela. Me lo comí completito. Me chupé los dedos también. El tiempo la ha torturado. La espera la ha ido desgastando, restándole fuerzas. Los surcos parecen ríos secos. Cómo notamos el paso del tiempo en los demás. Pero nos cuesta aceptar que nos ha deteriorado... Mi hermana es el invierno. Cuando la abracé y la besé era un iceberg. Me dejó plantado en la sala. ¿Qué pasó con aquella niña tierna y adorable? Los que se quedan no perdonan a los que se van. Mi cuarto está igualito. Las cosas están como las dejé. El guante de baseball. Las fotos con mis compañeros de equipo. La toga de la graduación. La camisa de la buena suerte. El cuadro pintado en la pared. Pero no hay duda que ha pasado el tiempo. ¿Quién fue ese que me saludó? ¿Qué hacía allí a esa hora? Vine a esa hora porque creía que no habría nadie en la calle. Me equivoqué y no me gusta equivocarme. Debo ser más precavido. Lo saludé por instinto. La verdad no lo quería saludar. Fue un reflejo. Puede ser que hayamos estudiado juntos o jugado baseball. Me acordé cuando me pasaba en esa esquina también. ¿Cuántos años han pasado? No me quiero acordar. Los recuerdos deprimen. Y matan también. (El pájaro rojo, diálogo interior de El hombre vestido de negro)

Después, estos personajes, en su carruaje de sucesos y visiones, se adentran en un diálogo que cabe destacar, ¿y por qué no? Si este es un pueblo de referencias al tiempo; sus revelaciones al menos, nos hacen un poco libres, pasado el yugo colonial –que pesa, como fragata a la deriva–, ese diálogo que yo mismo he vivido cuando encuentras a un “compa” de la escuela superior, o un personaje que en tu adolescencia creías demasiado protagónico, y de repente lo ves, en la moneda inversa que suelta el tiempo, sin regreso a aquella imagen que alguna vez te dejó un misterio en rúbrica de pesadillas.

Me hago lector intrépido de este pasaje que saluda y recuerda: —Cuéntame de Mano Santo.

—Lo enviaron a pastorear a otra iglesia y parece que se lo tragó la tierra.

—¿Y Ángel Cristo?

—Se marchó.

—¿Y Matilde?

—Se la llevó quien la trajo.

—¿Los Intocables?

—Una historia que no termina.

—¿Don Samuel?

—Si los ves por ahí, sal corriendo.

—¿Clotilde?

—Burlándose del tiempo.

—¿Qué me cuentas del hijo de doña Matilde?

—Ese llegó adonde pocos han llegado. Mi madre siguió contándome de los conocidos.

—No me cuentes nada más.

—Hijo, los que se han ido lejos como el viento y regresan el día menos pensado y se enteran de que se han perdido la historia de todos los días, sienten un vacío profundo, es como si los estuvieran halando por los pies. Lo que no le conté a mi madre fue que no me atreví a seguir preguntando por mis amigos. Me dio temor a que me respondieran que yo estaba muerto también. (El pájaro rojo)

¿Le sucedió a Pedro Páramo? Pero, es que me ha sucedido a mí, a aquél, y al próximo. Ese diálogo de “dónde está cada cuál’’ es propio de la existencia y sus territorios. Ese puede ser un pájaro rojo que trina los nombres que fueron a la memoria, y desde entonces, son un viaje repetido cuando la imaginación oficia su rodaje. Del novelista que es Canales, ocurre también otra vertiente exquisita a su voz: la reflexión metafísica. Vamos, que ese pájaro rojo deambula entre deslumbrantes ejercicios del pensamiento donde se tejen hipótesis sobre el tiempo, el universo, el lenguaje o el yo. No dudemos, que hemos tenido un pájaro rojo en el islote del hombro –alias omoplato– no dudemos, que algo, al parecer quedo, pero certero nos susurra la movida equivocada o la correcta, de ahí vivimos, aprendemos, pensamos, morimos.

Ya sabemos que “El Boom”, comprendido entre 1964 y 1975 –estimado, creo– constituyó un referente obligado dentro de los estudios de historia de la literatura en América Latina, puesto que representa el periodo de mayor consolidación de la novela moderna en la región. Dentro de esa médula, todavía lista para escribirse en ciudades enteras de párrafos, surgieron vertientes; una de esas tendencias la constituye la literatura existencialista, que se permite cuestionar las acciones del ser humano y que pone en entredicho la confianza hacia el futuro a causa de las demostraciones de dominación y a la falta de solidaridad que han tenido lugar en la historia de la región y el mundo. Bajo esa coordenada, hermosamente viva como manifiesto, lo metafísico, como plan vital comienza a lanzarse en su continente de signos. Hay, una dimensión, desnuda y dispuesta a revelarse, para ser interpretada; hay una dimensión entre lo que existe, lo que se vive, y lo que, bajo inesperado toque allende al sentido, se vuelca y establece su geografía. Le pasa a Carlos Canales, en su teatro, en su narrativa y aquí, en este pájaro rojo que repasa la esencia y forma del hombre, independientemente del nombre o procedencia. Simplemente establece su trópico de vuelo, con otra expresión que no sea, lo cielos adquiridos, arrebatados al escritor, por supuesto.

La poesía en El pájaro rojo

¿Hay poesía dentro de una “novela” que pretende ser un desvío a un orden, una disciplina de estructuras y un mensaje? La existencia ordena, poesía:

Mi amigo era poeta. Empezó a escribir en la escuelita y en la escuela superior leyó a Julia De Burgos, a García Lorca y a Pablo Neruda. Le gustaba leer su poesía en los recitales que organizaba el poeta Ludovico Cabra. Mi amigo no faltaba al merecido homenaje que se le celebraba a la poeta el diecisiete de febrero en el cementerio municipal. Ludovico Cabra lo alentaba a que siguiera escribiendo y leyendo. Fue él quien le sugirió que leyera a Neruda, a Cernuda y a Vallejo. Cuando Ludovico Cabra se mudó al barrio se reunían todas las noches y le mostraba lo que había escrito y el poeta se lo comentaba y le hacía sugerencias. A mí me gustaban.

—Ella tuvo la culpa.

—¿Quién?

—La que le fascina meterse aquí y llevarse a los que más queremos. —

Pudiste agarrar ese dolor y transformarlo en versos.

—El dolor se metió tan adentro de mí… (El pájaro rojo)

Dada la existencia, la poesía intenta explicar, sin importar sus puntos cardinales, su interpretación del hombre, entiéndase “Ser”. Siempre le he comentado a Carlos en mis tratados sobre su obra, que la poesía sin necesidad de esbozarse como un puntal de estética, tiene una vitalidad en la recreación del interior de los personajes que, frente a su ordenador, lucha por construir. La poesía, como un manifiesto de un interior humano que conjuga salida, exasperación, soledad, dolor, causa hacia el mal –Diario de un asesino, por ejemplo– liberación, entre otros. Me seduje buscando “Los espejos” de Jorge Luis Borges. Me atreví en este dulcemente fabricado salto cuántico y recordé un pasaje del celebradísimo autor argentino al decirnos:

Los espejos corresponden al hecho de que en casa teníamos un gran ropero de tres cuerpos estilo hamburgués. Esos roperos de caoba, que eran comunes en las casas criollas de entonces… Yo me acostaba y me veía triplicado en ese espejo y sentía el temor de que esas imágenes no correspondían exactamente a mí y de lo terrible que sería verme distinto en alguna de ellas… (Jorge Luis Borges, Veinticinco agosto 1983 y otros cuentos)

Regresemos al El pájaro rojo de Carlos Canales. ¿Recuerdan al Hombre vestido de negro? La misma dinámica; esa poesía oculta, sin otra expresión que no sea la propia, el sentido de la vida contra muerte; morir un instante buscando el curso de una vida ya lejana, la expedita en discurso simple. ¿No es poesía? La existencia no tiene otra manera de expresarse que no sea en su oficioso lenguaje poético, donde, siempre existe una posibilidad de no rondar una estética de imágenes sabrosas a la lectura. Más vale recordar el discurso de Hamlet, su palpitar contrario, irredento su hallazgo de sombras. Dolor y poesía hacen su trabajo de exponerse en la propuesta de Canales, si bien –como también ordena la escena– su teatralidad y dramatismo, una habitación de claroscuros se nos abre en el sangrado de la pantalla que existimos, espejos disímiles, pero constantes, recurrentes donde se haya la poesía inesperada:

Para nosotros ha sido un calvario. Nunca nos imaginamos que viviríamos... Cuando creíamos que ya estábamos liberados, venía otra situación más complicada y así hemos vivido. No hemos tenido ni un día de tregua. Esta noche nos hemos reído y divertido. Y no sabes cómo te agradecemos que hayas venido y hayas compartido con nosotros. Hacía tiempo que no sabíamos lo que era pasar un rato con un amigo. Ya ni recordábamos cuando vino el último. Me di cuenta que había recibido la visita del tiempo.

—¿Sigues escribiendo poesía?

—La poesía fue la primera ilusión que desapareció de mi vida.

—Me gustaban tus poemas.

—Ya no me acuerdo de los versos y no me queda ninguna en los cajones.

—Las quemaste el Día de la Candelaria.

—La tinta se chorreó en el papel.

—Como por arte de magia.

—Un día busqué los papeles y estaban en blancos. Tenía un humor que pocos lo podían entender.

—El tiempo las borró.

—O ellas decidieron escaparse. Me acordé de la primavera.

—El día menos pensado regresará la inspiración.

—Ese día me voy a sorprender como el Día de Reyes. (El pájaro rojo)

Más adelante, se yuxtapone en una de las muchas conversaciones que hayan el sentido de la vida. Otra vez el recuerdo inspira premura hacia el poema, multipresente en este pájaro ya de todos:

—¿Adónde los lleva el viento?

—A la playa.

—Siempre te ha gustado la playa de Luquillo y recostarte debajo de las palmeras.

—La inmensidad del mar y el arrullo de las olas en la orilla, nos hacen soñar.

—Una vez me dijo un viejo sabio que los que sueñan viven más.

—Soñamos con viejas leyendas del Norte de Europa.

—Balada del viejo marinero—

lo dije sin pensar.

—Cómo nos afectaba esa poesía que nos recitaba de memoria aquel profesor de inglés que era exigente como él solo, que estaba viejito y no se quería retirar del magisterio. Decía que ese poema era una parábola de la existencia. Me dijeron que terminó sus días en un hogar de ancianos y se la pasaba recitando el poema. Murió en la cama señalando un verso. (El pájaro rojo)

“La balada del viejo marinero” de Samuel Taylor Coleridge es un poema esencial de la literatura romántica en lengua inglesa, publicado por primera ocasión en su libro Baladas líricas, del año 1798. En su argumento el poema propone cómo una nave que habiendo cruzado su línea de navegación fue arrastrada por las tormentas a un país helado que está hacia el Polo Sur; y cómo desde ese lugar siguió rumbo hacia las latitudes tropicales del Océano Pacífico y de las cosas extrañas que ocurrieron y de qué forma el viejo marinero regresó a su país. Me aventuro, como poeta, a sentir en sus versos -leídos desde siempre- una voz narrativa que cuenta, al ras de una cadencia transparente que incitan sus versos. Veo, también, un asomo a la existencia, un atisbo a esa brillante turbulencia del existir, de perderse diestro y convencido al nuevo día del vivir. Vivir, y eso, sin fórmulas estilizadas constituye un poema; de eso se trata, de sentirnos vivos.

De pronto descubro que hay muchas páginas escritas. No deseo desenlazar El pájaro rojo, en su muy singular totalidad. El lector irá buscando esta (anti) novela, con su brújula de aviso, su tenacidad, su voluntad de ruptura, y adentrarse a escuchar el graznido, del pájaro rojo, dejando en nuestras letras un buen testimonio y curso de la novela puertorriqueña para este siglo XXI. Carlos Canales se hace camino propio en una literatura donde a palabras del pensador Johann Heinrich Pestalozzi (1746-1827) nos dijo sin error; “¿De qué nos sirve la luz exterior de la verdad, si nos hace falta la luz interior de la humanidad?” Eso es lo que sucede en el El pájaro rojo; esa voz necesaria en el único oficio de escribir: crear lenguaje desde el silencio interior que nos desafía.

¡Existir, es la premisa!

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