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Las cosas en fervor de ser latiendo: Felipe García Quintero en sus poemas

Las cosas en fervor de ser latiendo: Felipe García Quintero en sus poemas

G. A. Chaves

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[literatura-crítica literaria]

Muchos reconocen el fenómeno según el cual la pérdida de un sentido da lugar a la agudización de otro, como cuando la pérdida de la vista agudiza el olfato, o cuando la pérdida del olfato agudiza el oído. Llevando esto a otro plano, ¿qué pasaría si a los humanos se nos atrofiara progresivamente el sentido del lenguaje? ¿Cuál otro medio de percepción se desarrollaría si cada vez tuviéramos menos palabras para nombrar una realidad cada vez más revoltosa? ¿Veríamos mejor el mundo si no lo idiomatizáramos tanto? ¿Lo sentiríamos mejor? ¿Volveríamos a pintar toros en las paredes cuando ya nos fuera imposible matizar verbalmente nuestras opiniones sobre la tauromaquia? ¿Volveríamos a la metáfora para comunicarnos con la naturaleza y no para apartarnos de ella?

La poesía de Felipe García Quintero parece haber asumido estas preguntas como ruta creativa, y el resultado, después de siete libros publicados a lo largo de dos décadas, es un tipo de poema esencial, sublimado en tan pocos elementos (es decir, palabras) que cada uno se convierte en un signo que convoca muchas más cosas de las nombradas.

No es un asunto nada más de polisemia. Aquí lo importante no son meramente los significados, sino ante todo las percepciones. La de García Quintero es una poesía cuya amplitud sensorial depende de la eliminación de peajes verbales entre realidades posibles y quien las percibe; una poesía que surge del aire que se filtra entre los cuerpos de las cosas, porque para este poeta “lo secreto es visible dentro del aire”.

Estos poemas dialogan incansablemente con una topografía que más que paisaje es espacio interiorizado. Y aunque es fácil entrever en muchos de ellos las aguas frescas y la sierra verde y ventosa de Bolívar, ciudad natal del autor en el departamento colombiano de Cauca, lo cierto es que ese territorio, al convertirse en correlato del cuerpo que lo habita, se transforma en algo mucho más rulfeano, algo que pareciera dibujado por Georgia O’Keefe y puesto a hablar por Irma Cuña. Aquí hay historia y dolor como también hay cabras y arcilla.

Cierta crítica ecocéntrica reciente ha venido a problematizar el lugar desde el cual los humanos nos relacionamos con la naturaleza, denunciándolo como una mera falacia patética que sólo sirve para imponer lo nuestro, lo humano, en aquello que no lo es. Pero, como explica Lawrence Buell, esto no es más que un gesto nominal que no toma en consideración la reciprocidad ética hacia la naturaleza que permite el lenguaje. Como ejemplo cabría citar las observaciones elaboradas por el crítico Jonathan Culler respecto al uso del apóstrofe, en tanto, como figura retórica, enfatiza el circuito comunicativo que hay entre hablante y oyente y, en el caso de la naturaleza, nos permite experimentar el mundo como algo más que materia estática e insensible.

Tal es el caso de Felipe García Quintero, en cuyos poemas el paisaje se retrotrae hacia un ensimismamiento que es autoreconocimiento en la naturaleza, como se puede notar en el apóstrofe presente en este fragmento:

Cielo repentino de orín de invierno, ven a llenar con tu cuerpo mis manos vacías de ciego sin tacto. Cielo mío de pájaro sin cielo. Cielo de agua de vientre (de Vida de nadie, 1999).

Para enfatizar esta mutua dependencia entre lo humano y lo no-humano, cabría mencionar una bella descripción que hace Felipe de la bipolaridad ambiental del desierto, el cual es visto como “Noche de las manos frías, brasa de tantos huesos solos”, lo mismo que los lazos de origen que establece con el mundo animal en versos como: “Mi voz escuché al gemir de la cabra solitaria” (de “La cabra”, en Siega, 2011) y esa inolvidable empatía existencial con las gallinas que establece en un viejo poema sobre ellas:

Y como nosotros hoy, ellas un día también ya lejano, perdieron el vuelo pero no ese cantar el campo (de Terral, 2013).

De nuevo la atrofia como impulso de otros afanes.

De algún modo, y por breves instantes como los de un latido, los poemas de García Quintero despojan el mundo de lo externo, lo accesorio; hacen un intento reiterado por ir hacia lo que Jorge Boccanera, refiriéndose al libro Piedra vacía (2001) del colombiano, llama “primordial”: ese espacio donde ya no se mira pero aún se dice. “De todo lo visto, cuánto la desnudez penetra”, cuestiona el poeta sin necesidad siquiera de signos de pregunta.

Libro tras libro, García Quintero ha venido insistiendo en los mismos motivos de este despojamiento: el vacío, el silencio, la oscuridad, la ausencia. Para él, la abundancia siempre parece ser exceso, y por eso es casi una presencia adversaria para el poeta. Así, por ejemplo, la lluvia es “narrativa”, y es una “vieja amiga de la infancia que entra por el patio de la casa a cualquier hora y te aconseja cambiar de oficio” (de Piedra vacía, 2001). Por lo contrario, para este poeta la miseria es fértil, el hambre es alimento, y el vacío es “esa montaña del aire”.

Sólo la palabra “vacío” se resignifica tan constantemente en los libros de García Quintero que toma el cariz de una marca registrada suya, como la palabra “no” en Idea Vilariño o el adjetivo “conjetural” en Jorge Luis Borges.

Lo curioso es que estas operaciones de economía verbal no producen una poesía magra, sino todo lo contrario. Más allá de la simple reiteración de motivos por medio de las palabras (agua, manos, pájaros, etcétera), o de la abstracción radical de esas palabras en símbolos (donde dice “agua”, léase vida; donde dice “manos”, léase trabajo; donde dice “pájaros”, léase libertad, y así por el estilo), lo que genera este tipo de poesía es el reconocimiento de las capas geológicas que van formando las palabras hasta acabar en ideas, justamente porque las ideas tienden a enterrar bajo su abstracción las cosas concretas de las que están hechas.

“El origen del río es la piedra”, dice un temprano poema de Felipe; y luego, en otro, remata: “Y muerto flota el río sobre el agua” (de La herida del comienzo, 2005). Observen la distinción entre río y agua, y el trazo de origen entre río y piedra en el verso anterior. El río vendría a ser la idea, mientras que las piedras y el agua serían las capas geológicas de esa idea. La idea de río es una capa que ya no es geológica, sino abstracta, y por eso nos hace olvidar tanto a la piedra como al agua. En la mente del lector, lo que queda es una especie de ideograma aún verbal pero más real; algo como:

AGUA + PIEDRA = {RÍO}

La poesía de García Quintero nos devuelve a las piedras y al agua y revitaliza así la ecuación básica del río, en una especie de imagenismo perceptual como el que vislumbrara Ezra Pound en la poesía china y que en Felipe García Quintero se materializa en giros como “la piedra que horada el torrente”. (¿Cuál es, por cierto, el sujeto, y cuál el objeto de esta oración? ¿Es la piedra la que, en su fijeza, horada al torrente, o es más bien el torrente el que, en su correr, horada a la piedra?). Como se puede ver, para Felipe García Quintero la interacción entre las cosas es más importante que la dirección de los roces. Desprovista de jerarquías gramaticales, la naturaleza vuelve a ser promiscuamente activa, poéticamente genésica.

Para lograr estas revelaciones, los poemas de García Quintero, y en especial estos de Algún latido, dependen de nuestra capacidad, como lectores, de no quedarnos anclados en el sentido denotativo de las palabras, sino más bien de traducir esas palabras en imágenes visuales y acústicas (siempre hay que leer en voz alta). No es posible, por ejemplo, cuestionar la literalidad (es decir, la letra) de giros surrealistas como “sudor brioso de la luna llena el parpadeo nocturno”.

Lo interesante sería pensar en qué imagen convocan esas palabras en nuestra mente, o a qué fenómeno psíquico o atmosférico remiten (una garúa con viento o una marea brava, por ejemplo), conscientes de que aquí lo minúsculo está siempre a la misma escala que lo magno.

Siempre platónico, García Quintero busca diferenciar la realidad de la apariencia. “Al viento pregunto y acude la sombra inexacta del eco”, escribe. La materialización del eco como sombra del sonido es uno de tantos milagros de reconocimiento que ofrece este libro. Y ya en un libro anterior, La herida del comienzo (2005), García Quintero se hacía preguntas que podrían ser tratados de fenomenología ecopoética: “¿Puede lo invisible del mundo ser visto por el lenguaje como el cuerpo en su sombra?”

Estamos frente a un autor que escribe en volutas, en versículos que intentan capturar la ondulación de la realidad. Sabe que el polvo no es más que otra forma del barniz, una capa cansada del brillo que “riega sus monedas” sobre las cosas. Cuando el poeta percibe el polvo, sus lectores percibimos el universo. Él separa las cosas para permitirnos ver el paisaje, como cuando dice “Pero no es ceniza el rostro, la lluvia cercada, lo dicho por el fuego”, unos versos que perfectamente pudieron ser concebidos por la imaginación urbano-cubista de una Silvia Piranesi.

Así que lo más diáfano, sincero y elogioso que uno puede decir sobre la poesía de Felipe García Quintero es que es natural y fértil, y que intenta hacer de nuevo lo que desde siempre intenta la poesía: dejarnos ver por medio de las palabras.

En su relación talismánica con la piedra, en el perfecto balance entre una imaginación rural y una inteligencia cósmica, en el don de revelación que muestra al percibir el pan como “carne fragrante del viento”, e incluso en la alarmante ausencia de personas que hay en estos poemas, Algún latido es una gran oportunidad para entrarle a este poeta de retumbos y repensar con él nuestro vínculo con la naturaleza y con la pasión vital que ella nos despierta, “la algarabía de la luz cerrada a los labios / y las cosas en fervor de ser latiendo”, como anunciaba desde sus primeros libros.

Felipe García Quintero

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