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Cataluña - España: Los puentes literarios
Cataluña - España: Los puentes literarios
Andreu Navarra Ordoño
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[literatura-crítica-historia-estudios culturales]
¿Han vivido la cultura catalana y la castellana separadas e incomunicadas en el mundo contemporáneo? ¿Se han leído y comentado entre sí los intelectuales de expresión española y los de expresión catalana? ¿Qué frutos culturales y políticos ha podido dar ese interés, en caso de que certifiquemos que realmente existiera una atracción productiva entre Galdós y Oller, Unamuno y Maragall, Pijoan y Giner de los Ríos, Pla y Maeztu, Cambó y Ortega y Gasset, o Ridruejo y Riba, por citar sólo algunas de las parejas representativas de un debate continuo?
Los escritores que protagonizaron la vida cultural de la Restauración, en general, no participaban de la vida política central encuadrados en los partidos dinásticos que la dirigían. Ni Galdós, ni Clarín, ni Oller, por las izquierdas, podían sentirse muy atraídos por los presupuestos de los liberales, y de igual forma, ni Emilia Pardo Bazán, católica, ni José María de Pereda, carlista, tampoco parecían muy dispuestos a hacerse eco de las polémicas oficiales desarrolladas en la cúpula del poder. Así, los mejores escritores gozaron de independencia para relacionarse entre sí sin las cortapisas de una obediencia doctrinal, incluso siendo diputados electos (casos de Galdós y Pereda).
La curiosidad mutua tuvo una escenificación culminante en 1888, año de la Exposición Universal que transformó la Ciudad Condal, cuando Marcelino Menéndez Pelayo fue nombrado mantenedor de los Juegos Florales en lengua catalana, con la presencia de la reina regente María Cristina de Habsburgo-Lorena y el jefe de gobierno, Práxedes Mateo Sagasta. Menéndez Pelayo pronunció un discurso lleno de amor por las letras catalanas. La opción menendezpelayana podría resumirse en un decidido apoyo a las manifestaciones literarias catalanas, siempre y cuando no trajeran aparejado un programa político.
El diálogo durante la primera Restauración tuvo un primer hecho notable en la publicación del ensayo Historia del renacimiento literario contemporáneo en Cataluña, Baleares y Valencia (Madrid, 1880), obra original por haber sido redactada en castellano, escrita por el crítico andaluz Francisco M. Tubino. En el año 2003, la editorial Urgoiti reeditó con acierto este trabajo pionero. Y quizás otro de los episodios más representativos de esta fluidez entre el espacio literario catalán y el español fuera el de José María de Pereda. Entre 1882 y 1897, dos casas editoriales barcelonesas, Doménech y Heinrich y Cia., publicaron tres libros peredianos: El sabor de la tierruca, Al primer vuelo y Tipos trashumantes. Pereda mantuvo una fuerte relación de amistad con Narcís Oller, Josep Ixart, Joan Sardà y Víctor Balaguer. Tanto fue así que llegó a ser invitado como mantenedor en los Jocs Florals del año 1892, visita que fue prolongada con diversas excursiones a las comarcas de Ripoll y Vic, a Monserrat y a Vilanova i la Geltrú.
Pero el escritor que más veces visitó Barcelona, y el que mantuvo una relación más sostenida con el ámbito cultural catalán fue, sin duda, Benito Pérez Galdós, que pasó unos días deambulando por la ciudad en los años 1868, 1888, 1896, 1903, y aún bien entrado el siglo XX, en 1917 y 1918. En septiembre de 1868, regresaba de París y se encontró con una Barcelona entusiasmada con la caída de Isabel II. En Memorias de un desmemoriado recuerda aquel ambiente favorable a las ideas liberales y considera a los barceloneses la vanguardia de las ideas avanzadas en España. Mucho más relevante fue su segundo viaje. En mayo de 1888, Galdós regresa a Barcelona con motivo de la Exposición Universal, y da fe de sus impresiones en dos artículos publicados en el periódico bonaerense La prensa. El autor elogia el carácter de los catalanes, sobrios y trabajadores, poco amigos de perder el tiempo en las tabernas y los toros, distracciones bárbaras, y considera totalmente justificadas las reivindicaciones proteccionistas de los regionalistas.
En marzo de 1896, Galdós pasaba unos días en Reus y, luego, asistía a los estrenos teatrales de Doña Perfecta y Los condenados, que se reponía también en Barcelona. Esta vez, el novelista quiso inmediatamente visitar a Jacint Vedaguer, por aquellas fechas caído en el descrédito social por su anacrónico celo religioso. En 1895, habían aparecido en La Publicidad los artículos “En defensa propia” que dieron lugar al posterior enfrentamiento con el Marqués de Comillas. Ambos novelistas certificaron la serenidad y la equilibrada resignación de quien había sido considerado un loco por las autoridades eclesiásticas.
Doña Emilia Pardo Bazán es otro caso de intelectual español amigo de la cultura catalana, aunque sus simpatías por el regionalismo se circunscribieron a un ámbito sentimental y, en ningún caso, político. Doña Emilia se carteó desde sus inicios con Víctor Balaguer, director del periódico madrileño La mañana. En el Museo Víctor Balaguer de Vilanova i la Geltrú se conservan sus cartas y todas las primeras ediciones de la escritora gallega, que se las fue enviando puntualmente conforme fueron apareciendo. Asimismo, Balaguer actuó durante años como bisagra entre el liberalismo romántico catalán y el mundo cultural y político madrileño, llegando a ser nombrado ministro de Ultramar en 1871, de Fomento al año siguiente y de nuevo de Ultramar entre 1886 y 1888.
Durante la primera mitad del siglo XX, se quiso consolidar el diálogo entre los dos mundos culturales a través de una serie de iniciativas de mayor envergadura, que de algún modo buscaron superar un espacio oficial anquilosado, cuando no francamente hostil, y que a la vez fuera más allá del ámbito de las relaciones personales. Las iniciativas de 1924, 1927 y 1930 van a propiciar un importante ambiente de entendimiento mutuo que, de algún modo, propició los amores fugaces de la Segunda República, por mucho que se torcieran luego.
Nos referimos al Manifiesto de los escritores castellanos en defensa de la lengua catalana, redactado por Pedro Sáinz Rodríguez y enviado al dictador en marzo de 1924; a la Exposición del Libro Catalán, instalada en locales de la Biblioteca Nacional y organizada por Ernesto Giménez Caballero en 1927; y, por último, la visita de los intelectuales castellanos a Cataluña en 1930, auspiciada por Cambó y organizada por su mano derecha en el ámbito cultural, Joan Estelrich. El relato de aquellos emocionantes días de la primavera de 1930 han sido magníficamente narrados por Xavier Pericay en su libro Compañeros de viaje (2013).
Lo asombroso del manifiesto de 1924, lleno de espíritu menendezpelayano, es la variedad entre las personas que lo firmaron: desde destacadas personalidades de la izquierda política que luego jugaron un papel decisivo durante la Segunda República (Luis Araquistain, Fernando de los Ríos, José Giral, Manuel Azaña); hasta personalidades y escritores de la derecha que muy pronto evolucionarían hacia posturas claramente autoritarias (el propio Sáinz Rodríguez, Manuel Bueno, Concha Espina, José Albiñana). En general, los más jóvenes firmaron en masa, y también los políticos que trataron de forjar una república moderada: José Ortega y Gasset, Ángel Ossorio y Gallardo, o Gregorio Marañón. Destacaron también entre la larga lista de firmantes, Ramón Menéndez Pidal, Azorín, Ramón Gómez de la Serna y Ramón Pérez de Ayala.
El 23 de marzo de 1930, una nutrida representación de la intelectualidad española viajó en tren a Barcelona para ser homenajeada por su apoyo expreso al catalán declarado en el manifiesto de 1924. Viajaron a Cataluña, entre otros, Ramiro Ledesma Ramos, Enrique Díez Canedo, Ernesto Giménez Caballero, Ramón Gómez de la Serna, Benjamín Jarnés, Luis Araquistain, Ricardo Baeza, Manuel Azaña, José Bergamín, Pedro Salinas, Juan Chabás, Ángel Ossorio y Gallardo, Nicolás M. de Urgoiti, Ramón Menéndez Pidal, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, José Ortega y Gasset, Eugenio Montes, Claudio Sánchez Albornoz y Pedro Sáinz Rodríguez.
Fueron recibidos en el Ateneo Barcelonés, donde Pere Coromines leyó un cordial discurso que había sido aprobado por la Junta directiva de la institución dos días antes. Para los amantes de las curiosidades, la versión manuscrita de este discurso se conserva en la Biblioteca de Cataluña, con el código identificativo Ms 2658.
Por la noche, se celebró un multitudinario banquete en el Hotel Ritz. Exactamente comieron y departieron en aquella ocasión quinientos dieciséis comensales. Presidió el evento el Presidente de la Real Academia Española, Ramón Menéndez Pidal. A su derecha se sentaron el presidente de la Academia de Medicina de Barcelona, el doctor August Pi i Sunyer, el de la Academia de Jurisprudencia de Madrid, Ángel Ossorio y Gallardo, el del Ateneo de Madrid, Gregorio Marañón, el del Ateneo Barcelonés, Pere Coromines, Américo Castro, y Raimon d’Abadal, decano del Colegio de Abogados de Cataluña. A su izquierda se sentaron Pompeu Fabra y varios catedráticos de las universidades Central, de Barcelona y de Granada: José Ortega y Gasset, Jaume Serra Hunter, Fernando de los Ríos, Pedro Sáinz Rodríguez y Lluís Nicolau d’Olwer.
José Ortega y Gasset pronunció un breve discurso que contiene, en miniatura, lo esencial de sus ideas en torno al regionalismo catalán y el papel que este podía desempeñar en la futura España:
Que se sepa que hay un grupo de españoles, discrepantes entre ellos, que creen que la vida pública necesita una reforma radical. La discusión sobre las maneras concretas de la reforma nos separará. Pero antes hacemos constar bien alto la coincidencia básica. No coincidimos en política, pero coincidimos en historia. Es preciso que la libertad desate las lenguas para que cada uno pueda proclamar su actitud.
Y no sólo se habló, sino que se redactó un telegrama, por iniciativa de Sáinz Rodríguez. Telegrama que fue enviado a Dámaso Berenguer, jefe del gobierno de transición, y en el cual se decía:
Elementos culturales castellanos de todas las tendencias, después de celebrar acto inolvidable de fraternidad con los catalanes, rogamos al Gobierno con vivo empeño y por estimarlo de justicia que amplíe amnistía a todos los que sufren en la prisión o fuera de España por actos de amor a sus ideales, que decrete la revisión del proceso de Garraf y que derogue todas las disposiciones de la dictadura que han deprimido y agraviado la lengua y la libertad de Cataluña.
Al día siguiente, en Sitges, Manuel Azaña proclamó públicamente que apoyaba la autodeterminación de Cataluña, lisa y llanamente. Con el tiempo, se convertiría en el principal defensor del Estatuto de Autonomía republicano.
Menéndez Pidal no permaneció ocioso cuando terminaron los actos de homenaje de 1930. Acompañado por Lluís Nicolau d’Olwer, concejal del Ayuntamiento de Barcelona depuesto por Primo de Rivera, se dedicó a visitar las escuelas municipales de la ciudad, declarando luego a la prensa el horror que le había producido el hecho de que no se enseñara a los niños barceloneses en su lengua materna.. Menéndez Pidal declaró que, al volver a Madrid, visitaría al Ministro de Instrucción Pública para protestar y pedir que, en Cataluña, la lengua vehicular para la enseñanza fuera el catalán, siendo éste el único idioma que entendían los alumnos.
Por aquellas mismas fechas, Luis Araquistain se convirtió en el principal defensor del autonomismo catalán en la esfera del socialismo español. Lo hizo en dos libros: España en el crisol y El ocaso de un régimen. Sin embargo, más tarde no votó en las Cortes el Estatuto catalán de 1932 ni con los recortes que había sufrido previamente. Tampoco lo hizo Ortega. Azaña, pues, se quedó solo como defensor y ejecutor de las iniciativas autonomistas de 1930, año que debe ser considerado una fecha fundamental, clave y axial en la incorporación del catalanismo en los programas políticos de los partidos democráticos españoles.
No debe extrañarnos que, también en ese año, Pedro Sáinz Rodríguez, que actuó como cadena de transmisión entre Menéndez Pelayo y el franquismo, publicara El concepto de Patria y de Región en la obra de Menéndez y Pelayo. El proyecto regionalista de la derecha culta y conservadora impregnó el falangismo y perfiló claramente los límites que no debían ser nunca traspasados por los nacionalistas catalanes y sus posibles aliados castellanos: los de la soberanía nacional.
De algún modo, la historia de la primera transición a la democracia, la de 1930, se repitió en la segunda, la de 1975- 82. En ambos momentos, se produjo un entendimiento que condujo a un apaciguamiento que sustituía a una burda historia de represión.
Quizás, llegados a este punto, se imponga realizar una reflexión que nos permita alumbrar un puñado de conclusiones claras: tras momentos de clara confrontación, o de agresión unilateral, fueron produciéndose iniciativas culturales que trataron de restañar las heridas y cicatrizar lo que quizás el río Ebro separaba. La iniciativa personal (y la amistad) entre un puñado de escritores vino a corregir las cegueras o cautelas de Cánovas y Sagasta. Al naufragio del Estatuto de Autonomía de 1919 y la represión de Primo de Rivera le sucedió una impresionante demostración de amor mutuo, que luego no pudo encajar bien en el maremágnum político, cada vez más crispado y aterrado de sí mismo, de la Segunda República. Tras el franquismo, las iniciativas de concordia fueron aún más claras. Suárez tuvo la habilidad de llamar a Tarradellas. O quizás comprendió que los ejércitos no cosen a las naciones ni los estados. En Madrid, se cantaban canciones en catalán. Desde el medio siglo existía una floreciente cultura castellana escrita y publicada en Barcelona.
Actualmente, muchos puentes se han roto. ¿Quién intenta reconstruirlos? ¿Dónde están los escritores que se frotan, que dialogan, que discuten, los que desatan su lengua en un contexto de libertad, los que creen que es necesaria una reforma radical, como pedía Ortega? ¿Realmente hay alguien interesado en que se produzca un nuevo entendimiento? ¿De verdad un puñado de obediencias partidistas eclipsará los ideales de todos? Durante los siglos XIX y XX, los intelectuales han ido por delante de los políticos. Han marcado el camino y han tratado de entenderse, respetando sus diferencias. Pero hoy, no parece que no vayan a levantar la liebre ni ellos. Ocurra lo que ocurra, la herida ha de comenzar a cerrarse. ¿Lo hará la cultura, como lleva haciéndolo desde los tiempos de Antonio de Capmany? ¿Quién es el beneficiado de que los intelectuales se enfaden infantilmente, se enroquen, y dejen de conversar, incluso en estados distintos? O es que quizás tienen razón quienes defienden que ya no existen intelectuales.
Los extremistas ya no ven a la mitad de los integrantes de su propio pueblo: actúan como si la mitad de su sociedad no existiera, como si su mera presencia y sus ideas fueran intrínsecamente insoportables, o de naturaleza demoníaca. Falta empatía: donde había personas, ahora no hay más extremistas del bando opuesto. La existencia de la mitad de un pueblo crispa a la otra mitad, que desearía no verlo, no tener que interactuar con él.
Y, atención, no hemos entrado en la calidad o legitimidad de las ideas de cada uno, lo que cada uno pueda proyectar, organizar o votar. Lo que sorprende es que se pueda pensar en la ausencia de diálogo, la falta de espacio público, sea lo que sea lo que se proyecte, se programe y se vote. Hasta un separatista intransigente como Antoni Rovira i Virgili, en 1930, envió a un delegado, Macià Mallol, a la firma verbal del Pacto de San Sebastián. Incluso en lo peor del franquismo, con las cárceles llenas y verdaderos problemas de censura, Ridruejo y Riba se abrazaron y se escucharon, en junio de 1952. Faltan esa clase de símbolos, esa clase de puentes. Barcelona y Madrid se necesitan y se buscan. No importa qué clase de raya haya enmedio. Si me permiten, la raya es lo de menos. De lo contrario, estaremos tratando de dos culturas muertas, provincianas y fanatizadas, que dependerán de las mediocres coyunturas partidistas y de su miseria localista.