CALI: CIUDAD DE FICCION O FICCION DE CIUDAD

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Cali: Ciudad de Ficción o Ficción de Ciudad por Oscar Agredo Piedrahíta*

En mi calle el mundo no habla, la gente se mira y se pasa con miedo. Silvio Rodríguez

El cuarto, la casa, la calle, el barrio, la comuna, la ciudad. Cuando niño vivía en la ciudad, la ciudad era pequeña como yo, pero yo no sabía que vivía en una ciudad y tampoco sabía lo que era. Poco a poco fui creciendo y dejando que el asfalto se volviera parte insustituible de mi modo de ver el mundo, una línea de rayas punteadas me decía que el único camino señalado era el mismo de los autos que habitaban la fachada de mi casa día con día. Mi padre trabajaba maquillando autos, camiones, jeeps o sedanes que me mostraban en las líneas del diseño industrial de los años sesenta, las primeras ilusiones estéticas diferentes a la arquitectura republicana de corte popular que enmarcaba mi barrio. En ese entonces no sabía que la ciudad un día sería mía y al día siguiente ya no. En ese entonces no sabía que mi calle repleta de autos detenidos y autos que pasaban, iba a ser el signo de un mundo en el que los seres humanos serían olvidados. En ese entonces no sabía que, ciudad a fines de siglo iba a significar tránsito, movimiento, desplazamiento, ilusión, contaminación, conflicto. Hoy aún no sé mucho pero mi percepción se ha ido, como dice la abuela, embarneciendo. Hoy creo tener la certeza de que ciudad significa contexto, pero sobre todo, para la literatura: pretexto. Y hablo de un pre-texto que quiere y requiere ser leído mientras es escrito. Por eso toda la literatura sobre la ciudad, es un palimpsesto sobre el libro de la vida contemporánea que añora el carácter vidente de las obras de Kafka:

Desde las calles por las cuales el público se precipitaba -con evidente temor de retrasarse, dando alas a su paso y en vehículos lanzados a toda velocidad- hacia los teatros, llegaron ellos a través de barrios intermedios a los suburbios, donde su automóvil fue desviado repetidas veces hacia calles laterales por agentes de policía montada, puesto que las grandes arterias estaban ocupadas por una manifestación de los obreros metalúrgicos en huelga, y sólo se podía permitir el tránsito indispensable de coches en los puntos de cruce. Si luego, saliendo de calles más oscuras donde el eco resonaba sordamente, atravesaba el


automóvil una de esas grandes arterias que parecen verdaderas plazas aparecían -hacia ambos costados y en perspectivas que nadie podía abarcar con la mirada hasta su finrepletas las aceras de una muchedumbre que avanzaba a pasos minúsculos y cuyo canto era más uniforme que el de una sola voz humana. (...) En cambio sobre la calzada que se mantenía libre, se veía de vez en cuando algún agente de policía sobre una cabalgadura inmóvil, (...) o algún coche de los tranvías eléctricos que no se había refugiado con la rapidez suficiente y que ahora se hallaba ahí detenido, vacío y oscuro con el conductor y el cobrador sentados en la plataforma. Pequeños grupos de curiosos se detenían lejos de los verdaderos manifestantes y no abandonaban sus sitios, pese a que seguían sin darse cuenta cabalmente de lo que en realidad acontecía. América

Visto así, Kafka nos mostró un primer camino. Hacia los años treinta ya había empezado a apropiarse de ese nuevo componente del ser moderno del siglo XX. No se trata de asumir las ciudades como un invento más de este siglo, bien sabemos que desde Shan Tsan, pasando por la ciudad ática de los griegos o por las míticas Sodoma y Gomorra, la idea de ciudad tiene más de veinte siglos de historia. Sin embargo sería el siglo diecinueve parisino y barcelonés el inicio de un nuevo recorrido por una idea que tiene tanto de temporal como de atemporal dado su carácter de espacio permanente aunque no infinito. Desde las siete capas entre Tenochtitlán y la superficie de México D.F. y la sorprendente disminución tecnológica de la contaminación en New York y Los Ángeles hasta las ciudades invisibles de Calvino, la presencia posible es siempre la tensión entre el pretexto (lo que da origen al texto) y el posttexto, lo escrito, pero siempre inacabado. De cuál ciudad y cómo hablar. ¿Y ustedes, por qué no se van de esta ciudad? Es cierto, podrían ustedes responderme con la misma pregunta ¿Por qué no se va usted? La verdad, en mi imaginario de niño o adolescente no me habría ido, ahora lo pienso. Por qué no nos vamos, tal vez porque esperamos una vida, unos sueños y consciente o inconscientemente creemos o hemos aceptado que en Cali ¡Nuestra ciudad! Nuestros proyectos son posibles.

Una ciudad es un conjunto de diferencias. Un mundo posible en el que caben configuraciones mentales que expresan diversos modos de percibir, vivir y existir en una cultura. La literatura es en este sentido una de las formas de la sensibilidad que documenta e inventa el proyecto existencial de una ciudad. La literatura no es nada más el contraste entre papel y tinta de un libro, sino también la convocatoria de un mundo de signos que crean o recrean un imaginario con base en el cual, una sociedad se figura utopías sistemáticas o asistemáticas que sirven a


su vez para leer el mundo. Ese mundo tal como es, no existe: existe el mundo tal como nos lo figuramos y aunque sean los medios de comunicación los que cada vez recrean representacionalmente el mundo, la literatura ha dejado una huella imborrable consolidando mitos de manera tan sólida que han llegado a convertirse con el paso del tiempo en arquetipos fundadores de cultura. Qué son sino El Quijote, el viaje de Dante, el Aleph de Borges. Ya lo ha dicho Umberto Eco en El Superhombre de masas: los personajes de la literatura son modelos culturales bajo los cuales consciente o inconscientemente el ser humano contemporáneo basa su existencia simbólica. La Alejandría de Durrell, el Cairo de Mahfuz, la París de Proust, la Dublín de Joyce, la Berlín de Benjamin, la Madrid de Santos, la Buenos Aires de Cortázar, la Ciudad de México de Fuentes, la Nueva York de Henry Miller, la Lima de Vargas Llosa y otras más. Ciudades que han incorporado a su existencialidad histórica, sus pasados literarios específicos junto al patrimonio universal occidental. Una visión de la muerte, del erotismo, del héroe, del mártir, adquiere vitalidad particular, dependiendo del ritmo producido por el espacio-tiempo en que es problematizada, como tema para un relato. Basta ver las maromas potsmodernas en películas como The Matrix, que incorpora un Jesús Salvador virtual apodado, Nuevo o Neo, mártir transfigurado que aparecía ya en el relato de Platón respecto a la condena y la muerte de Sócrates; referencias tan lejanas como la Antigua Atenas o la Nazareth del Neo Testamento.

Cali, qué decir o escribir de esta Cali. No sabría determinar si es la misma de ustedes. La condenada a la felicidad aparente entre los centros comerciales del Norte o del Sur; o la de los tugurios de ladera complementarios del Valle inundado de lágrimas del viejo y el nuevo distrito de Aguablanca. La Cali Antillana de Valverde, la Cali de Andrés Caicedo q.e.p.d. o la de Germán Cuervo, o la del loco Esquivel, o la del Caballero moderno que es Fernando Cruz. Escritores todos, que con mayor o menor acierto han configurado una memoria para ser leída con lentes de todos los colores. ¿Cuál Cali? La Cali de los hermanos Rodríguez o la Cali de la burguesía caleña que no ha querido construir una ciudad de la cual estar orgullosa culturalmente, o la Cali que sólo conocemos los que nos desplazamos a pie por caminos harto dudosos, e incluso, somos capaces de abordar un bus Villanueva Belén Ruta dos, un Verde Plateada ruta cinco o un Transportes (oigan bien la palabra) Recreativos ruta tres. Cuál Cali, la de Jardines del Recuerdo que parece el título para un sueño, o la del fascinante trébol español configurado arquitectónicamente en el Cementerio Central. La Cali del sancocho de gallina en el llamado –paradójicamente- Parque de la Salud o la de los vecinos secuestrados de un templo en construcción. Todas esas Calis y otras que pudiéramos mencionar han sido o son imaginadas y aunque cueste creerlo, siguen siendo netamente imaginarias en algunos casos. Sin embargo, en ocasiones trascienden los bordes trazados por la imaginación y remedan una parte de la ficción nombrada, escrita. Es el caso de la frontera propuesta por Andrés Caicedo –sobre todo en Angelitos Empantanados y en Qué viva la Música- que terminó de ser configurada por la malla vial trazada por los últimos gobiernos municipales. En Caicedo, el norte está configurado casi aleatoriamente a partir de un límite que hoy podría encontrarse en los barrios San Fernando alto o Miraflores, que bordeando el oeste se complementaría con el “verdadero” norte (el referenciado como valor de clase hasta la década pasada: -dónde vivís, en el norte, -¡Ahhh!): así mismo el sur es lo que queda al otro lado de la calle quinta y al otro lado del río. En Angelitos Empantanados, los asesinos son estudiantes del colegio Santa Librada, habitantes de un sur que repele a Andrés desde su conciencia de clase, de niño bien


del colegio Berchmans, pero que lo atrae profundamente desde su consciencia estética de escritor que ha leído a Lovecraft, a José Agustín, a Vargas Llosa o a William Burroughs.

Contemporáneamente ese sueño burgués se hace realidad; cada vez más la calle quinta es una muralla entre un “norte” de clase, que más que cardinalmente está orientado sobre la continuidad de la cordillera como en cualquier ciudad capitalista respetable del siglo XX. Arboledas, Normandía y Juanambú sin embargo, perdieron su aura de exclusivismo social gracias a los narcotraficantes. Estos sectores, detenidos en la imposibilidad de colonización de las montañas cedieron sus caracteres básicos de diferenciación social a Pance y Cañas Gordas: suburbios complemento obligatorio de los tugurios ubicados en las laderas de tierra de baja calidad como Lourdes o Polvorines. Obvio que con contadas excepciones como exige cualquier regla: Unicentro (Centro comercial de referencia Sur) del lado de acá y Chipichape (Centro comercial de referencia Norte) del lado de allá. Sin embargo, de norte a sur sólo se puede pasar de un lado a otro de la línea divisoria de la Calle Quinta por dos o tres calles en un tramo de cuarenta; recuerden, de norte a sur para virar a la izquierda. Si usted, entra a la ciudad del sur caicediano, puede desplazarse por las calles octava, once y quince, si se arriesga a ese infierno aparentemente urbano del centro de la ciudad, poco a poco descentrada.

Si en cambio va, del sur geográfico al norte geográfico, sus opciones se modifican, usted debe viajar en carro particular o en autobús. Si va en su auto, la calle quinta sigue siendo suya; si su opción es el transporte público sólo recorrerá la quinta en el tramo norte, si decide irse para Terrón Colorado, la ladera desvalorizada del noreste, ya camino del municipio de Dagua. Si no va para Terrón, humilde ciudadano de clase media baja, transeúnte urbano, será entubado como morcilla por la calle trece en conjunto con todos aquellos que van para el noreste, el este, Palmira o Candelaria. Durante los últimos treinta años hemos construido la nueva ciudad, la que ilusoriamente se suponía cada vez más “ciudad”, separada de los rasgos rurales del sur prejuegos panamericanos que empezó a civilizarse en 1971 con la ficción de la creación de una capital deportiva de América como si tuviéramos más cualidades atléticas que La Habana, esa sí una ciudad Ciudad. Hemos construido una ciudad ausente de sus propios ciudadanos, transeúntes sin derechos o conductores encerrados en la cárcel automotriz. A pesar de todo, del lado de allá siguen cantando los gallos en los patios frondosos de unas cuantas casas de San Fernando o de Miraflores; allí, sobrevive en manos de una abuela adorada y negada por sus nietos, la nostalgia del paraíso campesino de esta capital de


provincia. Por eso entre otras razones, aún con el clasismo, Cali no alcanza su identidad absoluta como ciudad. Gracias al cielo tenemos clima cálido. En esta ausencia de identidades permanentes, la ciudad ha empezado a bogotanizarse. Hemos seguido el peor modelo que nos habría podido tocar. Ya sólo nos faltan los cuadros de costumbres de campesinos de metrópoli con ruana y sombrero, porque hasta la venta de frutas y legumbres toca la antigua plaza central, la Plaza de Cayzedo. Las pandillas de los sesentas y setentas: Goldfingers, Mano Negra, los Rodis y la vieja corte del rey Charlie a la que perteneció Andrés, han sido reconfiguradas. El honor teritorial ya no es algo por qué luchar, ahora las pandillas están marcadas por el signo del desplazamiento del hambre o de la fuerza, por el signo de las milicias o por cualquier otro proceso de gregarización para la supervivencia del más fuerte como en el lejano oeste. El norte es pura nostalgia, la Avenida Sexta es un costoso monumento municipal a la indolencia política por sobre la cual caminan los mendigos de la ciudad latinoamericana. En este pueblo grande se atraca con revólver o ametralladora, pero también con navaja, cuchillo de cocina o de los otros; y el machete, hijo pulcro de las sociedades agrarias, es el sistema de defensa personal más popular de la Quinta para abajo. La bogotanización también ha tocado la ficción (paraliteraria) de la Capital Mundial de la Salsa; hemos pasado a ser la capital nacional del pastiche musical. Sí, la ciudad se abrió pero a otros mercados, a los mercados de las transnacionales disqueras que descubrieron cómo meter por fin otros ritmos al cerrado mercado caleño del disco que se había encargado de mantener la ficción cultural salsera de caña, tabaco y ron. Claro está que en Cali, hay cada vez menos caleños, como en Bogotá hay cada vez menos bogotanos. Resquiescat in pace ciudad soñada, nuestros gobiernos no han soñado con Barcelona, Curitiba, Sevilla o Buenos Aires. Han soñado con la réplica del Distrito Capital que impone su subcentralismo a los municipios del país vallecaucano, como el centralismo bogotano impone sus directrices a las otras ciudades nacionales en desarrollo.

De otro lado, el problema no es que la ficción de las administraciones municipales haya sido el monstruo capitalino, más bien el problema ha sido la falta de imaginación, la falta de ficciones. Una ciudad como mundo posible no es sólo un ser literario, es también un proyecto político y democrático. Ya en Bogotá han empezado a pensar seriamente una utopía de ciudad, no sólo


en términos de malla vial como aquí, sino en términos culturales, estéticos, educativos y comunicativos. Ni los Rolling Stones de Andrés Caicedo, ni la salsa impuesta por una época de los programadores radiales han dado para una ficción seria. Pareciéramos condenados a vivir todos los problemas de Bogotá de los últimos quince años, la Bogotá que trabajó incansablemente bajo el supuesto de que una ciudad era una suma de puentes y carreteras aunque tuvieran huecos, para pasado el tiempo empezar a educar a los conductores acerca del uso de las calles y de la ciudad en general. Nos podemos saltar ese traumático período. Con las dificultades normales de la vida política colombiana, en la capital han empezado a cosechar las locas ideas culturales del anterior alcalde; la administración Peñalosa (cuestionada y todo) ha captado la importancia que tiene la cultura en general y la cultura literaria en particular promoviendo el ejercicio creativo de las letras a partir de concursos diversos (debatibles, si se quiere). Pero también promoviendo la reflexión acerca de una ciudad posible llevando a la ciudad a creativos urbanos de diferentes lugares del mundo. Creativos como Tonucci y su bella propuesta de una ciudad para los niños (sintonizado con el país al alcance de los niños de Gabo). En el otro sentido, la ciudad es imaginada, entrevista, comparada o sencillamente “nostalgizada” porque en su propio pasado puede nacer una utopía (la Cali de filas en los paraderos o de calles limpias). Esa utopía no siempre tendrá un carácter bondadoso o romántico si se quiere; es también una utopía para el dolor cuando aquél que sale a caminar además de ciudadano es escritor, es decir un sujeto con la doble posibilidad del vacío conjugada entre literatura y arquitectura o entre literatura y ciudad, como bien nos lo enseña Auster:

Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso más que nada, le daba cierta paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York era el ningún sitio que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más. Trilogía de Nueva York

Ese libro escrito en el papel o en la piel del transeúnte construye un imaginario propio del existir urbano, del ser urbano que ha cambiado para siempre la literatura en el siglo XX. El amor y la muerte, temas tradicionales de la literatura, se vuelven el amor y la muerte urbanos incluso en el espacio púdico del cementerio, pretendido jardín, y del motel, pretendido paraíso de tranquilidad para una sexualidad hostilizada tanto como el reconocimiento de nuestra finitud. La ciudad de los muertos y la ciudad de la jodienda, como diría Miller también en Nueva York, son condenadas a los extramuros, suburbios que tensan la cuerda del gran signo urbano desde el lado opuesto al de los tugurios, espacios de la vida miserable trazados como si fuera hoy en las


novelas decimonónicas de Víctor Hugo, o en la Ciudad de México de Carlos Fuentes a mediados de este siglo: ...ciudad puñado de alcantarillas, ciudad cristal de vahos y escarcha mineral, ciudad presencia de todos nuestros olvidos, ciudad de acantilados carnívoros, ciudad dolor inmóvil, ciudad de la brevedad inmensa, ciudad del sol detenido (...), ciudad reflexión de la furia, ciudad del fracaso ansiado (...), ciudad tejida en la amnesia, resurrección de infancias, encarnación de pluma (...), ciudad lepra y cólera, hundida ciudad (...). Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire. La Región Más Transparente

La ciudad es el escenario y es la obra. El que escribe es escrito. Las huellas del aire caliente en lugar de cálido, del polvo en lugar de la brisa, marcan nuestros desencuentros y sólo una forma del amor a las palabras es un apasionamiento por los lugares. Dice Durrell ¿cómo no amar los lugares que nos han hecho sufrir? Y en otro libro de su cuarteto del amor: La ciudad, a medias imaginada (y sin embargo absolutamente real) empieza y termina en nosotros, tiene sus raíces plantadas en nuestra memoria (...) ¿Me dejaré contaminar otra vez por los sueños de la ciudad y el recuerdo de sus habitantes? ¡Esos sueños que creí cerrados bajo llave en el papel, confinados en las cámaras blindadas de la memoria! El Cuarteto de Alejandría

La literatura del siglo XX al igual que el siglo mismo, está atada a la realidad de una civilización cuyos dolores son esencialmente urbanos. En las noticias del día los citadinos quisieran creer que el drama del mundo sigue en el afuera negado del campo. El campesino no es nada más un desplazado por la guerrilla o por los paras, es desplazado por la lógica implacable de los signos que le han negado su posibilidad de volver a significar. Desde los amantes hasta los muertos, la ciudad es el implacable espacio-tiempo que marca ritmos de ires y venires; la máquina del tiempo está a una o dos décadas de minutos entre los espacios cobijados por la fuerza de la manipulación político económica de las ciudades que define las diferencias entre los tiempos del estrato cero de la miseria y el hiperestrato de la injusticia (estratos caracterizados en la nomenclatura del cobro de los servicios públicos). Terminando el siglo, estamos apenas aprendiendo a percibir estéticamente la esencia existencial de las ciudades colombianas; Andrés Caicedo mostró un camino posible para una Cali que vivió, y conoció en el sentido bíblico. Pero las puertas siguen abiertas porque nuestras ciudades son apenas adolescentes buscando aprender el amor de los adultos sin la desesperanza de los adultos. Nueva York ha sido desvirgada mil veces desde la imaginada por Kafka, sufrida por Miller, hasta la reinventada por Auster. Carlos Fuentes sigue la obsesión de su distrito federal, 40 años después hurga en el hacerse cultura de su pueblo con sus novelas más recientes: Los años con Laura Díaz y Los cinco soles de México. Salman Rushdie también se mueve a incorporar en


sus metáforas míticas la existencialidad urbana, en particular en El suelo bajo sus pies en la cual aborda Bombay y su cultura; sólo para citar unos cuantos ejemplos.

La ficción en una ciudad es entonces lo que se puede escribir en ella, a partir de ella y a causa de ella; para inventarla, recrearla, enamorarse o enamorarla. Pero la ficción de una ciudad es también la proyección de lo que la ciudad puede llegar a ser. El llegar a ser de la ciudad tiene que ver también con la cultura creativa de los lenguajes visuales, sonoros, audiovisuales y verbales. Bibliotecas, videotecas y otros centros (o policentros culturales al igual que los polideportivos) de animación cultural son entonces también necesidad en el plan de desarrollo de una ciudad posible. De qué sirven calles y puentes si no hay ciudadanos en el sentido habitacional, ético y cultural. La ciudadanía pasa por la imaginación, de otro modo se construye una ciudad llena de vehículos raudos en la cual la humanidad se esconde tras las fronteras de los parqueaderos.

Cali, ya no es lo que era, esa no es mi nostalgia. Lo que se perdió se perdió como el Hotel Alférez o el viejo Batallón Pichincha. Mi nostalgia es la de las múltiples Calis posibles, todas mejores que ésta, que la indolencia y la falta de imaginación de los gobiernos han creado. De la misma manera que ya nunca más podremos ver sin encuadre gracias al cine y a la tele, nunca más podremos ser sin las huellas alegres o tristes de los trazados que la ciudad y nuestro caminar por ella graban en lo que somos. Letras de ciudad, palabras de ciudad. Ciudades de palabras. A fin de cuentas, como dijo Georges Perec, “vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse”.


*Óscar Ágredo Piedrahíta - ProfesorFacultad de Humanidades Universidad del Valle - Mayo 2000 - oagredop@univalle.edu.co letrasoscar@hotmail.com

Fuente fotografías: www.caliescali.com


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