McCulloch vs. Maryland

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CORTE SUPREMA DE LOS ESTADOS UNIDOS McCULLOCH v. ESTADO DE MARYLAND 17 U.S. 316 (1819) Alegatos: Febrero 22, 1819 – Fallo: Marzo 6, 1819 Sumario El Congreso tiene atribuciones para crear un banco. La ley del 10 de abril de 1816, ch. 44, para “incorporar a los suscriptores al Banco de los Estados” es una ley dictada de acuerdo a la Constitución. El Gobierno de la Unión, aun cuando sus poderes resulten limitados, es supremo en cuanto a su esfera de acción, y sus leyes, cuando dictadas de acuerdo a la Constitución, constituyen la ley suprema de la nación. Nada existe en la Constitución de los Estados, como en los Artículos de la Confederación, que excluya los poderes incidentales e implícitos. Si el fin resulta legítimo, y cae dentro de lo previsto en la Constitución, todos los medios que se muestren apropiados, que se adapten plenamente a dicho fin y que no se encuentren prohibidos, pueden ser constitucionalmente empleados a fin de dar efecto al mismo. El poder de crear una sociedad no constituye un poder soberano o fin gubernamental diferente, únicamente implica hacer uso de otras atribuciones soberanas. Siempre que se lo haga a través de los medios apropiados que la Constitución otorga al Gobierno de la Unión, cualquier de dichas atribuciones puede ser ejercida por el Gobierno. Si ciertas vías para dar efecto a alguno de los poderes expresamente otorgados por la Constitución al Gobierno de la Unión resulta una medida apropiada, no prohibida por la Constitución, el grado de su necesidad constituye una cuestión de discreción legislativa no de conocimiento judicial. El Banco de los Estados Unidos tiene, constitucionalmente, derecho a establecer sucursales o agencias de pago y depósito en cualquier estado. El Estado en la cual dicha oficina se establezca no puede, sin violar la Constitución, imponer tributos a dicha oficina.


Los gobiernos estatales no tienen derecho a imponer tributos a cualquiera de los medios empleados por el Gobierno de la Unión a fin de ejecutar sus atribuciones constitucionales. Los Estados carecen de poder para, a través de tributos u otros medios, impedir, cargar

o,

de

alguna

manera,

controlar

las

operaciones

de

las

leyes

constitucionalmente aprobadas por el Congreso a fin de hacer efectivos los poderes otorgados al Gobierno Nacional. Este principio no se extiende a un impuesto abonado por la propiedad de bienes raíces del Banco de los Estados Unidos en común con otros bienes raíces en un estado particular, así como tampoco al impuesto sobre el interés que los ciudadanos de ese Estado puedan tener respecto a dicha institución, al igual que otros bienes de igual descripción a lo largo del Estado. La presente acción fue iniciada por el hoy recurrido, John James, quien inició la misma tanto en nombre propio como en el del Estado de Maryland, ante el Juzgado del Condado de Baltimore, en el referido Estado, contra el hoy recurrente, James McCulloch, a fin de obtener el cobro de ciertas penalidades, establecidas por una ley dictada por la Legislatura de Maryland, a la cual más adelante se hará referencia. El juzgado dictó sentencia contra los intereses del recurrente, con base en la declaración de hechos aceptada por las partes y remitida por éstas al juzgado, dicho pronunciamiento fue confirmado por la Corte de Apelaciones del Estado de Maryland, el más alto tribunal judicial de dicho Estado, llegando la presente causa a nuestro conocimiento por vía de un recurso por error legal. Las partes en la presente causa admiten, a través de sus representantes, que el 10 de abril de 1816 el Congreso de los Estados Unidos sancionó una ley intitulada “Ley que dispone la creación del Banco de los Estados Unidos”, que el 11 de febrero de 1818 la Asamblea General de Maryland dictó una ley intitulada “Ley relativa a la imposición de tributos a todos los bancos o sucursales de éstos no

autorizados por la Legislatura” la cual integra el relato de los hechos, y se acepta, que la misma sea leída de las colecciones legales en las que haya sido impresa. Se acepta igualmente que el Presidente, directores y gerentes del Banco de los Estados Unidos, creado por la ley antes referida sancionada por el Congreso, organizaron e iniciaron sus operaciones en la ciudad de Philadelphia, en el Estado de Pennsylvania, en cumplimiento de dicha ley, y que los mismos el día ___ de ____ de 1817, establecieron una sucursal del mismo en la ciudad de Baltimore, Estado de Maryland, y que desde esa fecha hasta el primer día de mayo de 1818, iniciaron sus operaciones y actuaron como un banco, oficina de préstamos y depósitos y como una sucursal del Banco de los Estados Unidos emitiendo bonos bancarios y descontando pagarés, y realizando otras operaciones usuales y acostumbradas que se supone han de realizar los bancos, bajo la autoridad y dirección del


referido Presidente, directores y gerentes del Banco de los Estados Unidos, establecido, como se ha dicho, en la ciudad de Philadelphia. Se admite igualmente que el señalado Presidente, directores y gerentes del referido banco, carecían de autoridad para el establecimiento de dicha sucursal u oficina de préstamos y depósitos en la ciudad de Baltimore, Estado de Maryland, de otra manera más que el referido Estado ratificó la Constitución de los Estados Unidos y compone uno de los Estados de la Unión. Se admite igualmente que el señor James William McCulloch, el demandado en la instancia anterior, siendo el cajero de dicha sucursal, en los días indicados en la declaración de hechos de la presente causa, emitió las respectivas notas bancarias arriba descriptas, de dicha sucursal a favor de un cierto George Williams, en la ciudad de Baltimore, en parte como pago de una nota promisoria del referido Williams, pagada por dicha sucursal, bajo la alegación que dichas notas, no fueron emitidas en el papel sellado en la forma prescripta por la ley sancionada por la legislatura, conforme se detalla más arriba. Se admite igualmente que referido Presidente, directores y gerentes del Banco de los Estados Unidos, y dicha sucursal no han pagado, ninguno de ellos, abonado como adelante, más que la suma de US$ 15.000 al Tesorero de la Ribera Occidental, para uso del Estado de Maryland, antes de la emisión de las referidas notas, durante dichos períodos. Asimismo, se acepta que el Tesorero de la Ribera Occidental bajo la dirección del Gobernador y el Consejo del referido Estado, estaba presto a otorgar al Presidente, directores y gerentes del referido banco, y a favor de dicha sucursal, el papel sellado del tipo y denominación requerido por la referida ley emanada de la legislatura. La cuestión sometida a la consideración de la Corte para su decisión en el presente caso radica en la validez de la ley sancionada por la Asamblea General de Maryland bajo el argumento que la misma es contraria a la Constitución de los Estados Unidos y la antedicha ley dictada por el Congreso. Según el anterior relato de hechos y de acuerdo a los alegatos formulados en la presente causa (todos los errores en los cuales se está de acuerdo en que sean resuelto), la Corte ha de resolver si los recurrentes tienen derecho a recobrar la suma de US$ 2.500 en carácter de costas. Empero, si la Corte fuera de opinión que tal derecho no está presente, entonces debería pronunciarse un fallo de non pros e imponerse las costas a los recurridos. Está aceptado que cada parte puede apelar la decisión del Juzgado de Distrito ante la Corte de Apelaciones y la decisión de la misma ante la Corte Suprema de los Estados Unidos, de acuerdos a los modos y usos de la ley, y tienen derecho al mismo beneficio de la declaración de los hechos de la misma manera que si un jurado hubiera sido constituido para la presente causa y se dictada un veredicto


especial, o estos hechos habían aparecido y habían sido indicados en una excepción a la opinión del tribunal y las instrucciones del mismo al jurado. Transcripción de la Ley dictada por la Legislatura del Estado de Maryland, a la cual se ha hecho referencia en el relato de hechos.

Ley relativa a la imposición de tributos a todos los bancos o sucursales de éstos no autorizados por la Legislatura La Asamblea General del Estado de Maryland sanciona: Sección 1 -

Que si cualquier banco haya sido establecido, sin la

autoridad del Estado y haya establecido una sucursal u oficina de préstamos y depósitos, en cualquier parte del territorio del Estado, la referida sucursal u oficina no podrá en forma legal emitir, de manera alguna, billetes cuyo valor difiera de cinco, diez, veinte, cincuenta, cien, quinientos o mil dólares. Asimismo, ningún billete será emitido si no fuera en papel sellado de las siguientes denominaciones: cada billete de cinco dólares, en un sellado de diez centavos; cada billete de diez dólares, en un sellado de veinte centavos; cada billete de veinte dólares en un sellado de treinta centavos; cada billete de cincuenta dólares en un sellado de cincuenta centavos; cada billete cien dólares en un sellado de un dólar; cada billete de quinientos dólares en un sellado de diez dólares; y cada billete de mil dólares en un sellado de diez dólares. El papel sellado será proporcionado por el Tesorero de la Ribera Occidental bajo la dirección del Gobernador y el Consejo, valores que deben ser pagados en la emisión. Cada institución que se ajuste a lo anteriormente descripto podrá exceptuarse del imperio de las normas antes señaladas pagando anualmente, en forma adelantada, al Tesorero de la Ribera Occidental, para uso del Estado, la suma de US$ 15.000. Sección 2 - El Presidente, cajeros, cada uno de los directores y gerentes de cada una de las instituciones establecidas en la manera antes señalada que incumplan con las normas antedichas deberán abonar una multa de US$ 500 por cada incumplimiento, y cada persona que intervenga en la circulación de las notas emitidas sin lo sellados establecidos anteriormente, abonarán una multa que no excederá la suma de US$ 100 por cada falta, las referidas multas serán cobradas a través de acción a promoverse ante el juzgado de primera instancia del condado en el cual la misma haya sido cometida y de su valor corresponderá la mitad al denunciante y la otra mitad al Estado. Sección 3 – La presente Ley entrará en vigencia después del primer día de mayo próximo.


EL SR. MAGISTRADO PRESIDENTE MARSHALL redacta la opinión de la Corte: En el caso a cuya resolución ahora nos abocamos, el recurrido, un estado autónomo, niega la obligatoriedad de una ley sancionada por el Congreso de la Unión, y el recurrente, por su parte, discute la validez de una ley sancionada por la Legislatura de dicho estado. Se debe considerar la Constitución de nuestro país en sus partes más interesantes y vitales; se deben discutir los poderes en conflicto del Gobierno de la Unión y de sus miembros, como están señalados en la Constitución; y el fallo a dictarse puede influir esencialmente en importantes actividades del Gobierno. Ningún tribunal puede encarar semejante asunto sin un sentido profundo de su importancia, y de la tremenda responsabilidad involucrada en su decisión. Pero el caso debe ser decidido con serenidad, o quedará como una fuente de legislación hostil, quizás de una hostilidad de naturaleza aún más seria; y si debe ser decidido de esa manera, solamente este tribunal puede tomar semejante decisión. Nuestra Constitución ha impuesto tan importante deber a la Corte Suprema de los Estados Unidos. La primera cuestión a ser resuelta se plantea de la siguiente manera - ¿tiene el

Congreso atribuciones para crear un banco? Se ha dicho con toda razón que la presente puede ser, apenas, considerada como una cuestión no afectada de ninguna manera por los anteriores procedimientos de la Nación al respecto. El principio ahora bajo análisis fue introducido en un período muy temprano de nuestra historia, ha sido reconocido por sucesivas legislaturas y ha sido señalado por la Judicatura, en casos particularmente delicados, como una fuente indudable de obligaciones. No cabe duda que una usurpación valiente y atrevida pueda ser resistida luego de un consentimiento aún más largo y completo que esto. Empero, se acepta que una cuestión dudosa, una en la cual el razonamiento humano pueda hacer una pausa y el juicio humano ser suspendido, en una decisión en la que no se vean afectados los principios de libertad, pero los respectivos poderes de aquellos que igualmente son los representantes del pueblo, si no puestos de lado por la práctica del Gobierno, deben recibir una considerable impresión de dicha práctica. Una exposición de la Constitución, deliberadamente establecida de acuerdo a los actos legislativos, en la fe que una inmensa propiedad ha sido ganada, no debe ser desatendida en forma ligera. La atribución ahora cuestionada ha sido ejercida por el primer Congreso electo bajo la vigencia de la actual Constitución. La ley de creación del Banco de los Estados

Unidos

nada

sustrajo

a

una

Legislatura

desprevenida

y

pasó

desapercibida. Su principio fue perfectamente comprendido y recibió oposición igualmente hábil y celosa. Tras haber sido resistida en el campo abierto de debate y, luego, en el gabinete ejecutivo, con tanto talento y perseverancia como nunca


antes lo experimentó medida alguna, y habiendo sido apoyada por argumentos que convencieron a las mentes más puras e inteligentes de las que este país puede presumir, llegó a ser ley. En la ley original se previó la posibilidad de su expiración, empero una corta experiencia de la vergüenza a la que la negativa a renovarla expuso al Gobierno convenció a aquellos con mayores prejuicios contra la misma de su necesidad, por lo que apoyaron la sanción de la presente ley. No se requiere más que un grado ordinario de intrepidez para afirmar que una ley sancionada bajo tales circunstancias fue una simple y plana usurpación a la cual la Constitución no da lugar. Estas observaciones corresponden a la causa, pero ellas no fueron formuladas bajo la impresión que, de ser la cuestión enteramente nueva, la ley se encontraría en irreconciliable conflicto con la Constitución. Al discutir esta cuestión, el representante del Estado de Maryland recalcó en forma algo importante, de acuerdo con la Constitución, la consideración del referido instrumento no como un instrumento emanado del pueblo sino un acto de estados soberanos e independientes. Las atribuciones del Gobierno Federal, como se ha dicho, fueron delegadas por los Estados, los cuales son realmente los únicos soberanos, y deben ser ejercidas en subordinación a los Estados, que poseen el dominio supremo. Resulta

difícil

sostener

esta

proposición.

La

convención

que

redactó

la

Constitución fue, no obstante, electa por las legislaturas estatales. Empero el instrumento, una vez emanado de sus manos, constituyó una simple propuesta, sin obligaciones ni pretensiones. El mismo fue remitido al entonces existente Congreso de los Estados Unidos con la solicitud que sea remitido a una Convención de delegados, elegidos en cada Estado por el pueblo de éste, con la recomendación de su legislatura para su aprobación y ratificación. Tal modo de proceder fue adoptado, y a través de la Convención, del Congreso y de las legislaturas estatales, el instrumento fue puesto a consideración del pueblo. Se actuó de la única manera en la cual se podría en forma segura, eficaz y prudente con relación a dicha cuestión – reuniéndose en asamblea. Ciertamente, se reunieron en sus respectivos Estados - ¿dónde más podrían haberse reunido? Ningún soñador político fue nunca lo bastante lejos como para pensar en romper las líneas que separan a los Estados y confundir al pueblo estadounidense en una masa única. En consecuencia, al actuar, actuaron en sus Estados. Empero, las medidas que adoptaron, al respecto, no dejan de ser medidas tomadas por el pueblo en sí ni de convertirse en medidas de los Gobiernos estatales. De las referidas convenciones, la Constitución deriva toda su autoridad. El Gobierno procede directamente del pueblo; ha sido “ordenado y establecido” en nombre del pueblo, y fue declarado como establecido


a fin de formar una unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la paz interna, y obtener, tanto para nosotros como para nuestros descendientes, las bendiciones de la libertad El consentimiento de los Estados en su soberana capacidad se encuentra implicada en el llamado a la Convención, y luego, al someter el instrumento al pueblo. Empero el pueblo era enteramente libre para aceptarlo o rechazarlo, y su decisión era definitiva. No se requirió la aceptación, y no se lo podría negar, de los Gobiernos Estatales. La Constitución, al ser pues adoptada, vino a ser completamente efectiva y obligatoria para los Estados autónomos. Se ha dicho que el pueblo rindió sus poderes a la soberanía de los Estados, por lo que ya no tenía nada que dar. Empero, ciertamente la cuestión si pueden retomar y modificar los poderes asegurados al Gobierno no permanece sin resolver en este país. Mucho más podría dudarse de la legitimidad del Gobierno General de haber éste sido creado por los Estados. Los poderes delegados a las soberanías estatales lo fueron para ser ejercidos por éstas. Para la formación de una liga como lo fue la Confederación,

las

soberanías

estatales

ciertamente

resultaban

ser

las

competentes. Empero, cuando “a fin de formar una unión más perfecta” se consideró necesario mutar dicha alianza en un Gobierno efectivo, dotado de grandes y soberanos poderes y que actúe directamente con el pueblo, y que derive dichos poderes de éste, ello fue sentido y compartido por todos. El Gobierno de la Unión, entonces (cualquiera sea la influencia de este hecho sobre el caso presente), es, enfática y verdaderamente, un gobierno del pueblo. En forma y substancia emana de él, sus poderes están conferidos por él, y deben ser ejercidos directamente sobre él y para su beneficio. Este Gobierno es reconocido por todos como uno de poderes enumerados. El principio de que puede ejercer tan solo los poderes que le han sido conferidos parece ser tan evidente que no habría requerido ser reforzado por todos aquellos argumentos que sus ilustrados partidarios han esgrimido, mientras éste se encontraba pendiente ante el pueblo y se consideró necesario instarlo. Ese principio es actualmente admitido en forma universal. Pero la cuestión respecto a la extensión de los poderes realmente conferidos, siempre surge y probablemente continuará surgiendo mientras exista nuestro sistema. Al discutir estas cuestiones, deberán estudiarse los poderes en conflicto del Gobierno general y del estatal y deberá decidirse sobre la supremacía de sus respectivas leyes, cuando estén en oposición. Si alguna proposición puede obtener el asentimiento unánime es de esperar que sea ésta: el Gobierno de la Unión, aunque limitado en sus poderes, es supremo dentro de su esfera de acción. Es esta una consecuencia lógica de su naturaleza. Es el Gobierno de todos; sus poderes están delegados por todos; representa a todos,


y actúa para todos. Si bien cualquier estado desea controlar sus operaciones, ningún estado desea que otros lo controlen. La Nación, en aquellos asuntos sobre los cuales puede actuar, debe necesariamente unir sus partes componentes. Pero esta cuestión no está librada al mero razonamiento: el pueblo lo ha decidido, en términos expresos, diciendo: “esta Constitución, y las leyes de los Estados Unidos, que en virtud de ella se promulguen", "serán la ley suprema de la nación", y exigiendo que los miembros de las legislaturas estatales, y los funcionarios de los departamentos ejecutivo y judicial de los estados le juren fidelidad. Por lo tanto, el Gobierno de los Estados Unidos, aunque limitado en sus poderes, es supremo; y sus leyes, cuando están hechas de acuerdo a la Constitución, forman la ley suprema de la nación "no obstante cualquier disposición en contrario en la constitución o leyes de algún estado". Entre los poderes enumerados, no encontrarnos el de establecer un banco o crear una sociedad. Pero no hay frase alguna en el instrumento que, como en los Artículos de la Confederación, excluya los poderes incidentales o implícitos; y que requiera que todo lo conferido esté descripto expresa y minuciosamente. Aun la 10ma Enmienda, que fue concebida para aquietar los celos excesivos que habían surgido, omite la palabra "expresamente" y declara solamente que los poderes "no delegados en los Estados Unidos, ni prohibidos a los estados, están reservados a los estados o a su pueblo"; dejando así que la cuestión de si un poder particular, que sea motivo de controversia, ha sido delegado en un Gobierno o prohibido al otro, dependa de una interpretación razonable de todo el instrumento. Los hombres que redactaron y adoptaron esta enmienda habían experimentado el desconcierto producido por la inserción de la palabra "expresamente" en los Artículos de la Confederación y, probablemente, la omitieron para evitar esas confusiones. Una Constitución, para contener detallada y exactamente todas las subdivisiones pasibles de sus grandes ramas y de los medios necesarios para su ejecución, debería tener la prolijidad de un código legal y no podría ser abarcada por la mente humana. Probablemente nunca sería comprendida por el público. La naturaleza del ordenamiento constitucional, por lo tanto, requiere que sólo sean señalados sus grandes rasgos y designados los objetivos importantes y que los ingredientes menores que entran en su composición sean deducidos de la naturaleza de esos mismos objetivos. Esa fue la idea que tuvieron los forjadores de la Constitución estadounidense y se infiere de la naturaleza del instrumento y del lenguaje empleado. ¿Por qué otra causa se introdujeron las limitaciones que se encuentran en el Art. I, sección 9? Está también, en cierto grado, corroborada por el hecho de que los constituyentes omitieron usar cualquier término restrictivo que impidiera una interpretación justa. Al considerar esta cuestión, entonces, no debemos olvidar que es una Constitución lo que estamos interpretando. Aunque entre las atribuciones gubernamentales que enumera la Constitución no encontrarnos las palabras "banco" o "sociedad", sí encontrarnos las grandes


atribuciones de imponer y cobrar impuestos; solicitar préstamos de dinero; regular el comercio; declarar y dirigir guerras; y de reclutar y mantener ejércitos y marinas. La espada y la bolsa; todas las relaciones exteriores, y una parte no poco importante de la industria de la Nación, están confiadas al Gobierno. Nunca se podrá pretender que estos vastos poderes arrastren tras ellos otros de inferior importancia, meramente porque son inferiores. Tal idea nunca podrá ser sostenida, Pero puede argumentarse, con toda razón, que un Gobierno al que se han confiado tan amplias atribuciones y de cuya ejecución depende tal vitalmente la felicidad y la prosperidad de la Nación, debe también estar dotado de amplios medios para su ejecución. Una vez otorgado el poder, está en el interés de la nación el facilitar su ejecución. Nunca puede ser su interés, y no puede presumirse que haya sido su intención, dificultar su ejecución rehusando los medios más apropiados. A través de toda esta vasta República, desde el St. Croix hasta el Golfo de México, desde el Atlántico hasta el Pacífico, es necesario percibir y gastar las rentas públicas y los ejércitos deben ser formados y mantenidos. Las exigencias de la nación pueden hacer necesario que el tesoro recolectado en el norte sea transportado al sur, que lo percibido en el este sea llevado al oeste, o que este orden sea invertido. ¿Es preferible la interpretación de la Constitución que haría que estas operaciones fueran difíciles, arriesgadas y costosas? ¿Podemos adoptar aquella interpretación (a menos que las palabras lo requieran imperiosamente) que imputaría a los forjadores de ese instrumento, al otorgar esas facultades para el bien público, la intención de dificultar su ejercicio, rehusando una selección de medios? Si tal fuera el mandato de la Constitución sólo nos restaría obedecer; pero ese instrumento no declara su intención de enumerar los medios por los cuales puedan ser ejecutados los poderes que confiere; ni prohíbe la creación de una corporación, si la existencia de tal fuera esencial para el ejercicio beneficioso de esas facultades. Es, pues, objeto de una necesaria investigación el saber hasta qué punto pueden emplearse tales medios. No se niega que las facultades otorgadas al Gobierno implican los medios ordinarios de ejecución. Por ejemplo, se admite que la facultad de percibir la renta nacional y aplicarla a los objetivos nacionales involucra el poder de trasladar dinero de un lugar a otro según las necesidades de la Nación, y de emplear los medios usuales de transporte. Pero se le niega al Gobierno la elección de los medios; o el derecho a usar los medios más convenientes, si para emplearlos se hace necesaria la creación de una sociedad. ¿En qué se sustenta tal argumento? Lo hace en esto: La facultad de crear una sociedad, aunque es propia de la soberanía, no ha sido expresamente otorgada al Congreso. Cierto. No obstante, todos los poderes legislativos son propios de la soberanía. El poder original de legislar con relación a cualquier sujeto es un poder soberano, y si el Gobierno de la Unión está privado del derecho a crear una sociedad para el ejercicio de sus funciones, por la sola razón de que la creación de una sociedad constituye un acto de soberanía, si la insuficiencia de esta razón fuera aceptada, entonces vendría a ser difícil


mantener la autoridad del Congreso para legislar con otro tipo de leyes para el cumplimiento de los mismos objetos. El Gobierno que tiene un derecho debe actuar y está obligado a hacerlo de acuerdo a los dictados de la razón, debe poder seleccionar los medios y quienes cuestionan que éste podría no selección los medios más apropiados que un particular modo de efectivizar el objeto deben tomar sobre sí la carga de demostrar tal excepción. La creación de una sociedad, se ha dicho, es parte de la soberanía. Ello está admitido. Pero, ¿a qué porción de la soberanía corresponde? ¿Corresponde más a una que a otra? En los Estados Unidos, los poderes soberanos están repartidos entre el Gobierno de la Unión y los de los Estados. Cada uno de ellos es soberano en lo que respecta a las cuestiones que les están encomendadas, y carecen de soberanía con relación a las cuestiones confiadas al otro. No comprendemos tal línea de razonamiento, según la cual la extensión de los poderes otorgados por el pueblo ha de ser comprobada no por la naturaleza y los términos de la concesión, sino por su fecha. Algunas constituciones estatales han sido puestas en vigencia antes de, y algunas a partir de, la Constitución de los Estados Unidos. No creemos que su relación mutua resulte en cualquier grado dependiente de tal circunstancia. Sus poderes respectivos deben, lo pensamos, ser precisamente los mismos que si se hubieran formado al mismo tiempo. Si se hubieran formado al mismo tiempo, y si el pueblo hubiera conferido al Gobierno Federal los poderes contenidos en la Constitución y a los Estados todo lo restante, ¿podría decirse que el Gobierno de la Unión no sería soberano, con relación a las cuestiones que le fueron confiadas, con relación a las cuales sus leyes se declaran supremas? Si ello no pudiera ser afirmado, no comprendemos el proceso de razonamiento que sostiene que un poder correspondiente a la soberanía no se conecta con la vasta porción de ella que ha sido otorgada al Gobierno General, en la medida en que se calcula para favorecer los legítimos objetos del Gobierno. La facultad de crear una sociedad, aun cuando corresponda a la soberanía, no es como la facultad de hacer la guerra o imponer impuestos o regular el comercio, una gran facultad real e independiente, y que no puede ser considerada como inherente de otros poderes, o usada como medio para ejecutarlos. Nunca es el fin para el cual se ejercen otras facultades, sino un medio por el cual otros objetivos son realizados. No se hacen dádivas de caridad para justificar la creación de una sociedad, sino que se crea una sociedad para administrar la caridad; no se instituye un seminario de enseñanza para que sea incorporado, sino que se le confiere el carácter de sociedad para servir a la enseñanza. Ninguna ciudad fue jamás construida con el único objeto de ser incorporada, sino que es incorporada como la mejor manera de ser bien gobernada. El poder de crear una sociedad nunca se usa por sí mismo, sino con el propósito de afectar a alguna otra cosa. Por lo tanto no se percibe una razón suficiente por la cual no pueda ser considerado


como inherente de aquellos poderes que son expresamente otorgados, siendo una forma directa de ejercerlos. Pero la Constitución de los Estados Unidos no ha dejado al razonamiento general el derecho del Congreso de emplear los medios necesarios para la ejecución de las facultades conferidas al Gobierno. A la enumeración de sus facultades se agrega la para dictar para dictar todas las leyes que sean necesarias y adecuadas para llevar a efecto las potestades mencionadas, y todas las demás potestades conferidas por esta Constitución al gobierno de los Estados Unidos o a cualquiera de sus ministerios u oficiales El abogado del Estado de Maryland ha procurado, con varios argumentos, demostrar que esta cláusula, aunque técnicamente implica la concesión de facultades, no es así en efecto; sino que es realmente restrictiva del derecho general, que de otro modo podría ser implícito, de seleccionar los medios para ejercer las facultades enumeradas. En apoyo de esta proposición, ellos hallaron necesario alegar que esta cláusula fue incluida con el propósito de conferir al Congreso la facultad de dictar leyes. Que, sin ella podría albergarse dudas acerca con relación a si el Congreso podría ejercer sus facultades en forma de legislación. ¿Pero podría ser éste el objeto por el cual fue incluida? Un Gobierno es creado por el pueblo contando con sus órganos legislativos, ejecutivos y judiciales. Sus poderes legislativos están confiados a un Congreso compuesto por un Senado y una

Cámara

de

Representantes.

Cada

cámara

determina

sus

reglas

de

procedimiento, y se encuentra establecido que cada proyecto deba ser aprobado por ambas, así como que, antes de convertirse en ley, debe ser elevado al Presidente de los Estados Unidos. La sección 7 describe el curso del procedimiento que debe superar un proyecto para llegar a ser ley, y luego la sección 8 enumera las atribuciones el Congreso. ¿Sería necesario establecer que un órgano legislativo deba ejercer sus poderes legislativos en forma de legislación? Tras permitir a cada cámara dotarse de su propio curso de procedimientos, tras describir la manera en que un proyecto se convierte en ley, ¿podría haber un solo miembro de la Convención pensado que una atribución expresa para hacer leyes era necesaria para habilitar al órgano legislativo a hacerlas? El hecho que una legislatura, dotada de

poderes

legislativos,

pueda

legislar,

constituye

una

proposición

extremadamente evidente como para ser cuestionada. Pero el argumento en el que se pone más confianza se deduce del lenguaje peculiar de esta cláusula. Ella no confiere al Congreso la facultad de crear todas las leyes, lo que podría tener relación con las facultades conferidas al Gobierno, sino solamente aquellas que puedan ser "necesarias y adecuadas" para ejercer dichas facultades. La palabra "necesarias" es considerada como controlando toda la


oración, y como limitando el derecho de crear leyes para la ejecución de las facultades conferidas a aquellas que son indispensables y sin las cuales la facultad sería fútil. Esto excluye la elección de los medios y deja al Congreso sólo el que es más directo y simple. ¿Es verdad que, este es el sentido en que es siempre usada la palabra "necesarias"? ¿Significa siempre una necesidad física absoluta, tan fuerte, que una cosa para la cual otra pueda ser considerada necesaria, no pueda existir sin esa otra? Creemos que no. Si queremos referirnos a su uso en los asuntos comunes del mundo, o por los autores consagrados, encontramos que, frecuentemente, significa sólo que una cosa es conveniente, o útil o esencial para otra. Emplear un medio necesario para un fin, significa generalmente emplear cualquier medio calculado para producir ese fin, y no que esté confinado a ese solo medio, sin el cual el fin sería absolutamente inalcanzable. El carácter del lenguaje humano es tal que ninguna palabra tiene en todas las situaciones un significado definido y único; y nada es más común que usar las palabras con sentido figurado. Casi todas las composiciones contienen palabras que, tomadas en sentido riguroso, tendrían un significado diferente del que se les quiere dar. Es esencial para una construcción justa que muchas palabras que importen algo excesivo, sean entendidas en un sentido más mitigado, en ese sentido que el uso común justifica. La palabra "necesarias" es de este tipo. No tiene un carácter fijo peculiar. Admite todos los grados de comparación; y a menudo está relacionada con otras palabras, que aumentan o disminuyen la impresión que la mente recibe con respecto al apremio que importa. Una cosa puede ser necesaria, muy necesaria, absoluta o indispensablemente necesaria. Estas variadas frases no darán la misma idea a todas las mentes. El comentario relativo a esta palabra se encuentra muy bien ilustrado con el pasaje citado en el estrado proveniente del Art. I, sección 10 de la Constitución. Creemos resulta imposible comparar la frase que prohíbe a los Estados “imponer impuestos ni aranceles sobre las importaciones ni las exportaciones excepto los que sean absolutamente indispensables para llevar a cabo sus leyes de inspección” con la que autoriza al Congreso a “ dictar todas las leyes que sean necesarias y adecuadas para llevar a efecto” las atribuciones del Gobierno General sin sentir la convicción de que la Convención entendió cambiar materialmente el significado de la palabra "necesario", anteponiendo la palabra "absoluta". Esta palabra, entonces, es usada en distintos sentidos; y en su construcción se deben tomar en consideración el tema, el contenido y la intención de la persona que la usa. Hagamos esto en el caso en consideración. El tema es la ejecución de aquellas grandes facultades de las cuales depende esencialmente el bienestar de una Nación. Debe haber sido la intención de quienes otorgaron esos poderes asegurar su ejercicio benéfico, tanto como la prudencia humana pueda asegurarlo. Esto no


podía ser hecho confiando la elección de los medios en forma tan limitada como para no dejar al Congreso la facultad de adoptar cualquiera que pudiera ser apropiado y que condujera al fin perseguido. Esta estipulación es hecha en una Constitución que debe durar por largos años y por consiguiente que debe ser adaptada a las diversas crisis de los asuntos humanos. Haber establecido los medios por los cuales el Gobierno debería, en todo tiempo futuro, ejercer sus facultades, habría sido cambiar enteramente el carácter del instrumento y darle las propiedades de un código legal. Habría sido muy imprudente dar reglas inmutables en cuanto a la forma de actuar frente a las exigencias que, aunque previstas, debe haberlo sino en forma muy oscura, y que sólo pueden ser satisfechas mejor cuando se presentan. Haber declarado que los mejores medios no debían usarse, sino sólo aquellos sin los cuales la facultad dada sería fútil, habría significado privar a la legislatura de la capacidad de aprovechar la experiencia,

ejercer

su

razonamiento

y

acomodar

su

legislación

a

las

circunstancias. Si aplicamos este principio de construcción a cualquiera de las atribuciones del Gobierno, lo encontraríamos tan pernicioso para su operación que nos veríamos compelidos a descartarlo. Los poderes otorgados al Congreso ciertamente deben ser ejecutados sin prescribir un juramento. El poder de esta seguridad exacta para el buen desempeño del deber no es otorgado, ni resulta indispensablemente necesario. Las distintas reparticiones pueden ser establecidas, los impuestos pueden ser establecidos y percibidos; los ejércitos y la marina pueden ser creados y mantenidos; y puede realizarse un préstamo de dinero, sin que se requiera un juramento. Puede alegarse con igual plausibilidad como con otros poderes incidentales han sido omitidos pues la convención no tomó en consideración tal punto. El juramento que puede ser establecido – el de fidelidad a la Constitución – se encuentra prescripto y no otro puede ser requerido. Sin embargo, podría señalarse la locura de quienes cuestionan que el legislativo no podría añadir al juramento establecido por la Constitución otro que su sabiduría sugiera. Así, con relación al todo el código penal de los Estados Unidos, ¿de dónde deriva el poder de sancionar en los casos no establecidos por la Constitución? Todos admiten que el Gobierno puede sancionar legítimamente cualquier violación a sus leyes, aun cuando ello no se cuente entre los poderes enumerados del Congreso. El derecho a hacer cumplir la ley sancionando su incumplimiento podría ser negado con mayor plausibilidad puesto que está expresamente otorgado en algunos casos. El Congreso tiene atribuciones para “para castigar la falsificación de los bonos del estado y de la moneda de curso legal de los Estados Unidos” y “para tipificar y castigar la piratería y los delitos cometidos en alta mar así como las violaciones del derecho internacional”. Las distintas atribuciones del Congreso pueden existir en


un Estado imperfecto, eso es seguro, empero, ellas pueden existir y ser ejecutadas, aun cuando no deba imponerse sanción alguna, en los casos en que el derecho a sancionar no haya sido expresamente otorgado. Tomemos, por ejemplo, el poder para “establecer oficinas de correos y caminos de postas”. Esta atribución se ejecuta por el simple acto de constituir dicho establecimiento. Empero, de esto se ha inferido la atribución de transportar la correspondencia de una oficina de correos a otra. Y de ello igualmente deriva la atribución igualmente inferida del derecho a sancionar a quienes sustraen la correspondencia de las oficinas de correos. Es necesario señalar que el derecho a transportar la correspondencia y sancionar a quienes la sustraigan no resulta indispensable para el derecho a establecer oficinas de correos. Este derecho, no obstante, resulta esencial para el buen ejercicio de dicha atribución, no pero indispensable para su existencia. Así, el castigo a los hechos de sustraer o falsificar un documento legal de un tribunal de los Estados Unidos o el perjurio ante dicho tribunal. Sancionar dichas infracciones ciertamente conduce a una buena administración de la justicia. Empero, los tribunales han de existir, y deben decidir las causas sometidas a su conocimiento, aun cuando tales hechos escapen a una sanción. La nefasta influencia de esta estrecha construcción respecto a todas las operaciones del Gobierno, y la absoluta impracticabilidad de sustentarla sin tornar al Gobierno en incompetente para realizar sus grandes objetos, queda ilustrada con ejemplos extraídos de la Constitución y nuestras leyes. El buen sentido de lo público ha pronunciado sin dudas que el poder de sancionar corresponde a la soberanía, y debe ser ejercido, cuando la soberanía tiene derecho a actuar, como un poder incidental a su atribución constitucional. Ello constituye un medio para ejecutar todos los poderes soberanos, y deben ser utilizado aun cuando no resulte indispensablemente necesario. Es un derecho incidental al poder y un conducto para su correcto ejercicio. Si esta estrecha construcción del término “necesario” ha de ser abandonada en cuanto respecta al poder de sancionar, ¿de dónde deriva la regla según la cual ella debe ser restablecida cuando el Gobierno ejecuta sus competencias por un medio no correspondiente a su naturaleza? Si el término “necesario” implica “requerido” “esencial” “conducente a”, de manera inferir el poder de sancionar una infracción a la ley, ¿por qué no resulta ello comprensivo cuando se requiere la autorización para la utilización de medios que faciliten la ejecución de los poderes del Gobierno, sin que ello implique la imposición de una sanción? En la determinación del sentido en que se utiliza el término “necesario” en la Constitución, podemos tomar cierta ayuda de aquél al cual se encuentra asociado. El Congreso tendrá poder “para dictar todas las leyes que sean necesarias y


adecuadas para llevar a efecto” los poderes del Gobierno. Si el término “necesario” fuera utilizado en dicho sentido estricto y riguroso que promueve el representante del Estado de Maryland, constituiría una salida extraordinaria del curso normal de la mente humana, para agregar a una palabra el único efecto posible el cual consiste en calificar dicho significado estricto y riguroso, para presentar a la mente la idea de alguna elección de medios de legislación no restringida y oprimida dentro de los estrechos límites que los caballeros proponen. Pero el argumento que demuestra más concluyentemente el error de la interpretación defendida por el abogado del Estado de Maryland, está basado en la intención de la Convención, según se manifiesta en toda la cláusula. Perder tiempo y argumentos en probar que, sin ella, el Congreso podría ejercer sus poderes, no sería menos inútil que alumbrarse con una vela en el sol. Poco se necesita para probar que sin esa cláusula el Congreso tendría alguna elección de los medios. Que podría emplear aquellos que, a su juicio, alcanzarían más ventajosamente el objetivo. Que cualquier medio adoptado para un fin, cualquier medio que tendiera directamente a la ejecución de las facultades constitucionales del Gobierno, sería constitucional. Según el estado de Maryland, esta cláusula abreviaría y casi anularía este derecho útil y necesario de la legislatura de seleccionar los medios. Que ésta no podía ser la intención es demasiado evidente como para suscitar controversias, aunque así ha sucedido. Pensamos así por las siguientes razones: 1.- La cláusula está colocada entre las facultades del Congreso, no entre las limitaciones a esas facultades. 2.- Sus términos significan aumentar y no disminuir los poderes conferidos al Gobierno. Significa una facultad adicional y no una restricción a las ya conferidas. No se ha dado ni puede darse razón alguna para ocultar de esta manera la intención de limitar el arbitrio de la legislatura nacional con palabras que significan aumentarlo. Los forjadores de la Constitución desearon su adopción y sabían muy bien que peligraría por su fuerza y no por su debilidad. Si ellos hubieran sido capaces de usar un lenguaje que diera una idea a los ojos y luego de profunda reflexión, imprimiera otra en la mente, habrían más bien disfrazado el otorgamiento del poder y no su limitación. De modo que si su intención hubiera sido restringir por esta cláusula el libre uso de los medios que, de otro modo podrían haber sido involucrados, esa intención habría estado insertada en otro lugar y habría sido expresada en términos semejantes a estos: "Al llevar a ejecución las facultades precedentes, y toda otra", etc., "no se deberán sancionar leyes sino las que sean necesarias y adecuadas". Si la intención hubiera sido hacer a esta cláusula restrictiva, incuestionablemente hubiera sido así en la forma además de serlo en el efecto.


El resultado del más cuidadoso y atento examen de esta cláusula es que si no aumenta

los

poderes

del

Congreso,

no

puede

ser

interpretada

como

restringiéndolos o debilitando el derecho de la legislatura para ejercer su juicio en la selección de las medidas para llevar a ejecución las facultades constitucionales del Gobierno. Si no se puede sugerir ningún otro motivo para su inclusión, se encuentra uno suficiente en el deseo de eliminar todas las dudas respecto al derecho de legislar sobre esa vasta masa de facultades incidentales que deben estar implícitas en la Constitución, si ese instrumento no es una espléndida vacuidad. Admitimos, como todos deben admitir, que las facultades del Gobierno son limitadas, y que esos límites no deben trascender. Pero creemos que la sólida interpretación de la Constitución debe permitir a la legislatura nacional esa discreción, con respecto a los medios por los cuales serán ejecutados los poderes que le confiere, que permitirá a ese cuerpo desempeñar los elevados deberes que le están asignados y en la forma más beneficiosa para el pueblo. Si el fin es legítimo, si está dentro del alcance de la Constitución, entonces todos los medios que son apropiados, que son simplemente adoptados para ese fin, que no están prohibidos, sino que están de acuerdo con la letra y el espíritu de la Constitución, son constitucionales*. Una sociedad debe ser considerada como un medio no menos usual, no de mayor dignidad, no requiriendo especificaciones particulares mayores que otros medios han probado suficientemente. Si nos atenemos al origen de las sociedades, a la manera en que han sido creadas, en que el Gobierno del cual derivamos nuestras ideas y principios legales, o a los usos para los cuales se aplica, no se encuentran razones para suponer que una Constitución que omita, y sabiamente, enumerar todos los medios para ejecutar los grandes poderes de los que se inviste al Gobierno debería especificarlo. Si se hubiera querido asegurar este poder como uno distinto e independiente, a ser ejercido en todo caso, se lo habría incluido entre los poderes enumerados del Gobierno. Empero, siendo considerado como un simple medio empleado únicamente en vista a ejecutar los poderes ya otorgados, no existió motivo alguno para que se lo mencione. Lo apropiado de lo afirmado parece darse a conocer a través de la construcción uniforme con que ha sido estructurado el Art. III, sección 3 de la Constitución. El poder para “dictar todos las reglas y reglamentos para los territorios y otras propiedades de los Estados Unidos” no es más abarcante que el poder para “dictar todas las leyes necesarias y adecuadas para la ejecución” de los poderes del Gobierno. Aun así, todos admiten la constitucionalidad de un Gobierno Territorial, el cual es una persona jurídica. *

Véase Montague v. Richardson, 24 Conn. 348.


Si una sociedad puede ser empleada sin discriminación con otros medios de poner en ejecución las facultades del Gobierno, no se puede dar ninguna razón particular para excluir el uso de un banco, si se lo requiere para las operaciones fiscales. Valerse de una ha de librarse a la discreción del Congreso cuando constituyera un medio apropiado para la ejecución de los poderes del Gobierno. Que sea conveniente, útil y constituya un instrumento esencial en la prosecución de las operaciones fiscales no se cuenta en el objeto de la controversia. Todos aquellos interesados en la administración de nuestras finanzas han coincidido en señalar su importancia y necesidad, y lo han sentido tan fuertemente que los estadistas de primera clase, cuyas opiniones previas en contra fueron confirmadas por cada circunstancia imaginable para el juicio humano, han cedido en tales opiniones a beneficio de la Nación. Bajo la Confederación, el Congreso justificada la medida con la necesidad, trascendiendo quizá, su poder de obtener una ventaja de un banco, y nuestra propia legislación atestigua la universal convicción de la utilidad de dicha medida. Ha terminado el tiempo de discutir acerca de la importancia de este instrumento como un medio para ejecutar los legítimos objetivos del Gobierno. Pero de ser su necesidad menos aparente, nadie puede negar que el mismo constituye un medio apropiado; y si lo fuera, la razón de su necesidad ha sido observada con justicia, la razón de su necesidad será discutida en otro lugar. En caso que el Congreso, en ejercicio de sus competencias, adopta medidas prohibidas por la Constitución, o en caso que el Congreso, so pretexto de ejecutar sus poderes, sanciona leyes para el cumplimiento de objetivos no confiados al Gobierno, constituiría un doloroso deber de esta Corte, ante un requerimiento que le fuera presentado, resolver que tal medida no puede ser considerada como ley de la Nación. Sin embargo, no estando ello prohibido, y habiendo en puridad sido calculado para efectivizar todas las demás atribuciones confiadas al Gobierno, abocarnos a indagar acerca de dicha necesidad vendría a constituir un exceso de parte de la judicatura que invadiría el campo de acción del Legislativo. Esta Corte no tiene pretensiones de ostentar tal poder. Tras esta declaración, casi no resulta necesario señalar que a existencia de Bancos estatales carece de influencia respecto de la cuestión. Nada se encuentra en la Constitución con relación a la intención de crear un departamento del Gobierno de la Unión en los de los Estados para la ejecución de las grandes atribuciones de las que se encuentra investido. Sus medios son los adecuados a la consecución de sus fines y se espera que se valga únicamente de ellos para la consecución de sus fines. Para imponer en él la necesidad de recurrir a medios que no puede controlar, que otro Gobierno puede proporcionar o retener, tornaría precario su curso, incierto el resultado de sus medidas y crearía una dependencia de otro orden de Gobierno que podría desilusionar sus más importantes designios, y resulta incompatible con el lenguaje de la Constitución. Empero, por otra parte, la


elección de medios implica el derecho a escoger un banco nacional antes que uno estatal, y únicamente el Congreso puede realizar tal elección. Después de la más cuidadosa consideración, la opinión decidida y unánime de esta Corte es que la ley de creación del Banco de los Estados Unidos es una ley hecha según la Constitución, y es una parte de la ley suprema de la Nación. Las ramas que proceden del mismo tronco y que conducen al completo cumplimiento de su objeto, son igualmente constitucionales. Habría resultado imprudente localizarlas en la carta, y resultaría innecesariamente inconveniente emplear el poder legislativo en la elaboración de dichos arreglos subordinados. Los grandes deberes del banco están señalados, dichos deberes requieren ramas, y el banco por sí mismo puede, lo creemos, seleccionar con total seguridad los lugares en los cuales instalará dichas ramas, reservando siempre al Gobierno el derecho a requerir que una rama sea establecida en donde sea que se considere necesario. Siendo la opinión de la Corte que la creación del banco es constitucional, y que la facultad de establecer una sucursal en el Estado de Maryland puede ser ejercida correctamente por el banco mismo, procedemos a inquirir: 2. - ¿Puede el Estado de Maryland fijar un impuesto sobre esa sucursal sin violar la

Constitución? Que la facultad de imponer impuestos es de tan vital importancia, que es retenida por los estados, que no es disminuida por el otorgamiento de una facultad similar al Gobierno de la Unión, que debe ser ejercida concurrentemente por ambos Gobiernos, son verdades que nunca han sido negadas. Pero es tal el carácter supremo de la Constitución que se admite su capacidad de retirar cualquier materia de la acción de este poder. Los estados están expresamente prohibidos de fijar derechos sobre las importaciones y exportaciones, excepto lo que pueda ser absolutamente necesario para ejercer sus leyes de inspección. Si debe admitirse la obligatoriedad de esta prohibición -si puede impedirse a un estado el ejercicio de la facultad de imponer impuestos sobre las importaciones y exportaciones-, el mismo carácter supremo parecería poder impedir a un estado, como ciertamente puede hacerlo, cualquier otro ejercicio de esa facultad, que sea por naturaleza incompatible con las leyes constitucionales de la Unión. Una ley, incompatible con otra, la anula tan completamente como si se hubieran usado términos expresos de abolición. En este argumento basan los abogados del banco su demanda de ser eximido del poder de un estado de fijar impuestos sobre sus operaciones. No hay estipulación expresa para el caso, pero la demanda ha sido apoyada en un principio que ocupa la Constitución tan completamente, está tan entremezclado con los materiales que


la componen, tan entretejido en su malla, tan mezclado con su textura, que no puede ser separado de ella sin destruirla. Este gran principio sostiene que la Constitución y las leyes creadas de acuerdo a la misma son supremas; que ellas regulan la constitución y las leyes de los respectivos estados, y no pueden ser reguladas por éstas. De esto, que puede ser considerado como un axioma, se deducen otras proposiciones como corolarios, de cuya verdad o error y su aplicación a este caso, se ha supuesto que esta causa depende. Estos son: 1.- Que un poder de crear involucra un poder de proteger. 2.- Que el poder de destruir, si es ejercido por una mano diferente, es hostil e incompatible con esas facultades de crear y proteger. 3.- Que donde existe esa incompatibilidad, la autoridad que es suprema debe controlar y no someterse a aquella sobre la cual es suprema. Estas proposiciones como verdades abstractas, nunca pueden ser controvertidas. Su aplicación al presente caso, sin embargo, ha sido negada, tanto en lo afirmativo como en la negativa, un esplendor de elocuencia y la fuerza del argumento rara vez, si alguna ha sido sobrepasada se ha visto superado. La facultad del Congreso de crear, y, por supuesto, de hacer funcionar el banco, fue el tema de la parte anterior de esta opinión, y ya no debe ser considerada como cuestionable. Que el poder de gravar con impuestos el banco, puede ser ejercido por los estados de modo de destruirlo, es demasiado evidente para ser negado. Pero el poder de imposición se considera como un poder absoluto, que no reconoce otros límites que los expresamente estipulados en la Constitución, y como cualquier poder soberano, se confía al arbitrio de los que lo usan. Pero, los mismos términos de este argumento admiten que la soberanía del Estado, en el mismo artículo relativo a los impuestos, se subordina a, y debe ser controlada por, la Constitución de los Estados Unidos. Hasta qué punto ello ha sido controlado por dicho instrumento debe ser una cuestión de construcción. Al realizar esta construcción, ningún principio, no declarado, puede resultar admisible cuando pueda alejar la legitimidad de las operaciones del Gobierno. La esencia misma de la supremacía radica en remover todos los obstáculos a sus acciones en su propia esfera, y así modificar cada poder investido en gobierno subordinado como para eximir a sus propias operaciones de su propia influencia. Este efecto no necesita ser establecido en términos. Se encuentra tan envuelto en la declaración de


supremacía, tan necesariamente implicada en ello, que su expresión no podría hacerlo menos cierto. Por tanto, hemos de conservar dicho punto de vista al interpretar la Constitución. El argumento del Estado de Maryland no es que los estados puedan resistir una ley del Congreso, sino que ellos pueden ejercer sus facultades reconocidas y que la Constitución les deja ese derecho en la confianza de que no abusarán. Antes de proceder al análisis de este argumento y sujetarlo al test de constitucionalidad, hemos de realizar ciertas consideraciones relativas a la naturaleza y extensión de este original derecho a imponer tributos, el cual, como se ha dicho, aún corresponde a los Estados. Está admitido que el poder de gravar con tributos al pueblo y a sus propiedades resulta esencial para la existencia misma del Gobierno, y puede ser ejercido en forma legítima con relación a los objetos a los cuales resulta aplicable, hasta el máximo grado que el Gobierno quiera llevarlo. La única seguridad contra el abuso de este poder radica en la estructura misma del Gobierno. Al imponer un tributo el legislativo actúa sobre sus constituyentes. Esto es, en general, una seguridad insuficiente contra una errónea y abusiva imposición de tributos. El pueblo de un Estado, por lo tanto, confiere a su Gobierno el derecho a imponerles tributos a sí mismos y a su propiedad, y las exigencias del Gobierno no pueden ser limitadas, no se establecen límites al ejercicio de este derecho, quedando confiados en el interés del legislador y en la influencia de los electores para con sus representantes a fin de verse protegidos contra cualquier abuso. Empero, los medios empleados por el Gobierno de la Unión carecen de tal seguridad, ni es derecho los Estados gravar a los sostenidos con la misma teoría. Estos medios no han sido otorgados por el pueblo de un estado en particular, así como tampoco por los electores de la legislatura que pretende imponer el tributo, sino por el pueblo de todos los Estados. Ellos han sido otorgados por todos, para beneficio de todos, y en teoría, deben sujetarse únicamente a un Gobierno que corresponde a todos. Puede objetarse a esta definición que el poder de imponer tributos no está confinado al pueblo y a las propiedades de un Estado. Igualmente puede ser ejercido con respecto a cualquier objeto que se encuentre dentro de su jurisdicción. Ello es cierto. Sin embargo, ¿de qué fuente derivamos este derecho? Obviamente es incidental a la soberanía, y es coextensivo con aquello a lo cual es accidental. Todos los sujetos que se encuentran bajo el poder soberano de un Estado están obligados por los tributos. Esta proposición resulta asimismo una verdad en sí misma.


La soberanía de un Estado se extiende a todo lo que existe bajo su propia autoridad o que fuera introducida con su autorización, empero ¿puede decirse que se extiende a aquellos medios empleados por el Congreso para la ejecución de los poderes conferidos por el pueblo de los Estados Unidos? Creemos y consideramos demostrable que no es así. Estos poderes no están dados por el pueblo de un solo Estado. Están dados por todo el pueblo de los Estados Unidos, a un Gobierno cuyas leyes, hechas de acuerdo con la Constitución, son las supremas. En consecuencia, el pueblo de un Estado en particular no puede otorgar una soberanía que vaya más allá. Si midiéramos el poder de imponer tributos que reside en un Estado por la extensión de la soberanía con que el pueblo de un solo Estado posee y puede conferir a su Gobierno, tendrían un estándar inteligible aplicable a cada caso en el cual dicho poder viniera a ser aplicado. Tenemos un principio que deja intacto el poder imponer tributos al pueblo y las propiedades de un Estado, que permite al Estado administrar sus recursos, y que sitúa más allá de su alcance a todos los poderes otorgados por el pueblo al Gobierno de la Unión, así como todos aquellos medios puestos a su disposición para la ejecución de los mismos. Tenemos un principio que es seguro para los Estados y seguro para la Unión. Nos tranquiliza, tal como debe serlo, que la soberanía se encuentre libre de la interferencia de otros poderes; de la contradicción entre Gobiernos cuando uno de ellos pretende destruir donde otro tiene derecho a construir; de la incompatibilidad entre el derecho de un gobierno a destruir y el de otro a preservar. No nos dirigimos a indagar en forma desconcertante para la judicatura, qué grado de imposición de tributos es legítimo y qué grado puede conducir a un abuso de poder. La intención de utilizarlo con respecto a uno de los medios empleados por el Gobierno de la Unión en ejercicio de los poderes que le confiere la Constitución, resulta un abuso en sí mismo puesto que implica la usurpación de un poder que no puede ser otorgada por el pueblo de un Estado no puede otorgar. Sostenemos, pues, teóricamente, un total error en este derecho original a gravar con tributos los medios empleados por el Gobierno de la Unión, para la ejecución de sus poderes. Este derecho nunca ha existido, y la cuestión si éste ha desaparecido no puede ser planteada. Empero, renunciando a esta teoría en el presente, retomamos el análisis, de si ¿puede éste poder ser ejercido por los respectivos Estados, consistentemente con una correcta construcción de la Constitución? Que la facultad de imponer impuestos involucra el poder de destruir; que el poder de destruir puede derrotar e inutilizar el poder de crear; que hay una plena incompatibilidad en conferir a un Gobierno la facultad de controlar las medidas constitucionales de otro, que con respecto a esas mismas medidas es declarado


supremo sobre aquel que ejerce el control; son todas proposiciones que no pueden ser negadas. Pero todas las incompatibilidades son reconciliadas por la magia de la palabra "confianza". Se dice que la fijación de impuestos no siempre destruye, necesaria e inevitablemente. Llevarlo a un exceso que involucraría destrucción sería un abuso que al ser puesto, destruiría esa confianza que es esencial a todo Gobierno. ¿Pero es éste un caso de confianza? ¿Confiaría el pueblo de un estado al de otro la facultad de controlar las más insignificantes operaciones de su Gobierno estatal? Sabemos que no lo haría. ¿Por qué, entonces, suponer que el pueblo de un estado cualquiera deba estar deseoso de confiar a otro la facultad de controlar las operaciones de un Gobierno al que han confiado sus intereses más importantes y más valiosos? Sólo en la Legislatura de la Unión están todos representados. Por lo tanto, el pueblo sólo puede confiar a la legislatura de la Unión la facultad de controlar las medidas que conciernen a todos, en la confianza de que no abusará. Este no es entonces un caso de confianza, y debemos considerarlo como realmente es. Si aplicamos a la Constitución en general el principio que sostiene el Estado de Maryland, veremos que es capaz de cambiar totalmente el carácter de ese instrumento, Veremos que es capaz de detener todas las medidas del Gobierno y de postrarlo a los pies de los estados. El pueblo estadounidense ha declarado que la Constitución y las leyes son supremas; pero ese principio transferiría la supremacía, de hecho, a los estados. Si los estados pueden gravar con tributos a un mecanismo empleado por el Gobierno federal en el ejercicio de sus facultades, pueden hacer lo mismo con cualquier otro. Pueden fijar impuestos al correo, a la moneda, a los derechos de patente, a los papeles de la aduana, a los procesos judiciales, a todos los instrumentos utilizados por el Gobierno, hasta un extremo que aniquilaría todos los fines del Gobierno. Esta no fue la intención del pueblo estadounidense. Ellos no quisieron que su Gobierno dependiera de los estados. El Estado sostiene que no reclama el derecho a extender el derecho a gravar con tributos a tales objetos. Por el contrario, limitan sus pretensiones a las propiedades. Empero, ¿en base a qué principio ha sido realizada tal distinción? Quienes lo alegan, no han proporcionado las razones, y el principio por el cual contienden lo niega. Afirman que el poder de gravar con tributos no reconoce otro límite que incluido en el Art. I, sección 10 de la Constitución; que, con respecto a todo lo demás, el poder de los Estados es supremo, y no admite control alguno. De ser esto cierto, la distinción entre propiedades y otros sujetos susceptibles de ser gravados con tributos resulta simplemente arbitraria por lo que carece de sustento. Ello en ningún caso es así. Si se estableciera que los Estados tienen


poder de control, si se admitiera su supremacía en cuanto a cuestiones tributarias, ¿qué los impediría de ejercer control en cualquier otra cuestión que les plazca? Su soberanía no está limitada a lo tributario, y ella no es la única vía en la cual ésta puede ser demostrada. La cuestión es, cierto, una cuestión de supremacía y si el derecho de los Estados a imponer tributos sobre los medios empleados por el Gobierno General fuera cancelado, la declaración que la Constitución y las leyes hechas de acuerdo a ésta son la ley suprema de la nación resultaría una declaración vacía y carente de significado. Durante los alegatos, se han citado pasajes del Federalista, y las opiniones expresadas por los autores de dicho trabajo merecen un gran respeto por su exposición de la Constitución. Ningún tributo puede ser pagado cuando se excede la fuente, empero, aplicar sus opiniones a casos en que se encuentra en juego el progreso de nuestro Gobierno, debe considerarse presente el derecho a juzgar si éstas son correctas o no; y para comprender el argumento, hemos de examinar la proposición que mantiene y las objeciones contra las que se dirige. El objeto de tales números de los cuales se han extraído los pasajes citados es el ilimitado poder de imponer tributos que se ha confiado al Gobierno General. La objeción a este poder ilimitado, que el argumento busca restringir, está afirmado con plenitud y claridad. Así un poder indefinido de imponer tributos en éste último (el Gobierno de la Unión) podría, y probablemente lo haría, al mismo tiempo privar al anterior (los Gobiernos de los Estados) de los medios para buscar la satisfacción de sus propias necesidades, y lo sujetaría a la entera misericordia de la Legislatura nacional. Siendo que las leyes de la Unión son supremas, y así como el poder de dictar las leyes es necesario para ejecutar tal atribución, el Gobierno nacional puede, en cualquier tiempo, abolir los impuestos estatales establecidos por los Estados para sus objetos sobre la pretensión de una injerencia en su propio campo de acción. Éste podría alegar la necesidad de hacerlo, a fin de dotar de eficacia a los tributos nacionales; y por tanto, todos los recursos provenientes de tributos podrían, gradualmente, convertirse en objeto de monopolio federal, excluyendo completamente y ocasionando la destrucción de los Gobiernos Estatales. Las objeciones a la Constitución que se han notado en dichos números se referían a los poderes indefinidos del Gobierno para imponer tributos, no al privilegio incidental de excluir sus propias medidas de los impuestos estatales. Las consecuencias

extraídas

de

estos

poderes

indefinidos

terminarían por absorber todas las fuentes imponibles

fueron

que

éstos

“con exclusión de los

Gobiernos estatales”. Los argumentos del Federalista buscan demostrar la falacia de tales aprehensiones, y no la demostración que el Gobierno es incapaz de


ejecutar cualquiera de sus atribuciones sin exponer los medios que utiliza a la vergüenza de la tributación estatal. Se argumentó en contra de estas objeciones y dichas aprehensiones deben ser entendidas como relacionadas a los puntos que buscan demostrar. Si los autores de dichos excelentes textos hubieran sido cuestionados si pretendían la construcción de una Constitución que colocara al alcance de los Estados estas medidas adoptadas por el Gobierno a los efectos de la ejecución de sus atribuciones, nadie que haya leído sus instructivas páginas habría dudado en contestar en forma negativa. También se ha insistido en que, como se reconoce que la facultad de fijar impuestos del Gobierno federal y de los Gobiernos estatales es coexistente, todo argumento que apoyara el derecho del Gobierno general de fijar impuestos a los bancos establecidos por los estados, también apoyaría el derecho de los estados de fijar impuestos a los bancos creados por el Gobierno general. Pero los dos casos no son iguales. El pueblo de los estados ha creado el Gobierno general y le ha conferido la facultad de fijar impuestos. El pueblo de todos los estados, y los estados mismos, están representados en el Congreso, y ejercen esa facultad por medio de sus representantes. Cuando ellos fijan impuestos sobre instituciones creadas por los estados, lo hacen sobre sus electores; y estos impuestos deben ser uniformes. Pero cuando un estado fija impuestos sobre las operaciones del Gobierno de los Estados Unidos, actúa sobre instituciones' creadas no por sus propios electores, sino por gente sobre la cual no tienen control. Actúa sobre medidas de un Gobierno creado no sólo por él sino también por otros, en beneficio de otros así como de él. La diferencia es la que siempre existe y siempre debe existir, entre la acción del todo sobre una parte, y la acción de una parte sobre el todo, entre las leyes de un Gobierno que es declarado supremo y las de un Gobierno que, cuando se opone a esas leyes, no es supremo. Pero si se pudiera admitir la plena aplicación de este argumento, podría traer la cuestión del derecho del Congreso de fijar impuestos sobre los bancos de los estados, y no podría probar el derecho de los estados de fijar impuestos sobre el Banco de los Estados Unidos. La Corte ha prestado a este asunto su más atenta consideración. El resultado es la convicción de que los estados no tienen poder, por medio de impuestos o de otra manera, para retardar, impedir, sobrecargar o de cualquier manera controlar las operaciones de las leyes constitucionales sancionadas por el Congreso, para el ejercicio de las facultades conferidas al Gobierno general. Esta es, según creemos, la inevitable consecuencia de esa supremacía que la Constitución ha declarado. Somos unánimemente de opinión que la ley aprobada por el Estado de Maryland, imponiendo un impuesto sobre el Banco de los Estados Unidos, es inconstitucional y nula.


Esta opinión no priva a los estados de cualquier recurso que poseyeran originariamente. No se extiende al impuesto pagado por los bienes raíces del banco, en común con los otros bienes raíces dentro del estado, ni al impuesto sobre el interés que los ciudadanos de Maryland puedan tener en esta institución, en común con otra propiedad del mismo tipo en el estado. Pero este es un impuesto sobre las operaciones del banco, y es, por consiguiente, un impuesto sobre la operación de un instrumento empleado por el Gobierno de la Unión para ejercer sus facultades. Tal impuesto debe ser inconstitucional.

Así se ordena. John Marshall, Bushrod Washington, William Johnson, Brockholst Livngston, Thomas Todd, Gabriel Duvall, Joseph Story.


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