CORTE SUPREMA DE CANADÁ R. c. Keegstra, [1990] 3 R.C.S. 697 Su Majestad la Reina
Recurrente
c. James Keegstra
Recurrido
Y El Procurador General de Canadá, El Procurador General de Ontario, El Procurador General de New Brunswick, El Procurador General de Manitoba, El Congreso Judío de Canadá, La Liga de Derechos Humanos de la B’nai Brith Canadá, Interamicus, El Fondo de acción y educación jurídica para las mujeres, y La Asociación Canadiense por las Libertades Civiles
Intervinientes
Caratulado: R. c. Keegstra N° de registro: 21118 Oída 1989: 5, 6 diciembre, Resuelta 1990: 13 diciembre Presentes: El Muy Honorable Magistrado Presidente Dickson y los Honorables Magistrados Wilson, La Forest, L’Heureux-Dubé, Sopinka, Gonthier y McLachlin. APELADO DESDE LA CORTE DE APELACIONES DE ALBERTA Derecho constitucional – Carta de derechos – Libertad de expresión – Apología del odio – Fomentación voluntaria del odio contra grupos determinados prohibido por el Código penal (art. 319 (2)) – Medio de defensa de veracidad a ser utilizada por el acusado según la preponderancia de sus probabilidades (art. 319 (3) a)) El artículo 319 (2) del Código penal ¿atenta contra el artículo 2a) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? – En caso afirmativo, ¿halla esta violación justificación en los términos del artículo primero de la Carta? Derecho constitucional – Carta de derechos – Presunción de inocencia – Inversión de la carga de la prueba – Fomentación voluntaria del odio contra grupos determinados prohibido por el Código penal (art. 319 (2)) – Medio de defensa de veracidad a ser utilizada por el acusado según la preponderancia de sus probabilidades (art. 319 (3) a)) - El artículo 319 (3) a) del Código penal ¿atenta contra el artículo 11d) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? – En caso afirmativo, ¿halla esta violación justificación en los términos del artículo primero de la Carta? Derecho constitucional – Carta de derechos – Límites razonables – Forma general de abordar el artículo primero de la Carta canadiense de los derechos y libertades. El acusado, un profesor de secundaria en Alberta, ha sido acusado en virtud del artículo 319(2) del Código Penal de promoción voluntaria del odio contra un grupo identificable realizando ante sus alumnos declaraciones antisemitas. Antes del juicio, el acusado presentó ante el Tribunal de Juicios de la Reina una solicitud de anulación de la acusación. El Tribunal rechazó dicha petición
alegando que el art. 319 (2) del Código no constituye un atentado a la libertad de expresión protegida por el artículo 2b) de la Carta canadiense de los derechos y libertades. Como el Ministerio Público no había recibido copia de la petición, el Tribunal no examinó la alegación del acusado según la cual el art. 319 (3) a) del Código viola la presunción de inocencia consagrada en el artículo 11 d) de la Carta. El artículo 319 (3) a) establece un medio de defensa fundada en la “veracidad” de la acusación de fomento voluntario del odio, pero solamente si el acusado demuestra, según la preponderancia de probabilidades, la veracidad de sus manifestaciones. El acusado, fue sometido a juicio, y declarado culpable. En la apelación, los argumentos del acusado fundados en la Carta fueron acogidos, la Corte de Apelaciones falló que el art. 319 (2) y 319 (3) a) son contrarios a la Carta y que dicha violación no se halla justificada al amparo del artículo primero de la Carta. Fallo (los Magistrados La Forest, Sopinka y McLachlin disienten): Se hace lugar al recurso. El art. 319 (2) y 319 (3) a) del Código Penal no son contrarios a la Constitución. (1) La libertad de expresión El Magistrado Presidente Dickson y los Magistrados Wilson, L’Heureux-Dubé y Gonthier: Las expresiones que constituyen fomento voluntario del odio contra un grupo identificable se hallan protegidas por el artículo 2b) de la Carta. Cuando una actividad transmite o, intenta hacerlo, un mensaje a través de una forma de expresión no violenta, ella contiene un contenido expresivo y, en consecuencia, se subsume en la palabra “expresión” utilizada en la norma que contiene la garantía antes citada. El tipo de mensaje transmitido no tiene importancia alguna. El artículo 2b) protege todo contenido de la expresión. El Parlamento ha tratado, a través de la aprobación del artículo 319 (2) del Código, prohibir ciertas manifestaciones que transmiten un mensaje. El artículo 319 (2) representa, en consecuencia, una violación al artículo 2b). Las comunicaciones destinadas a fomentar el odio contra grupos identificables no se hallan excluidas de la excepción que puede hacerse al artículo 2b) la cual está dada por las expresiones que se manifiestan a través de un medio violento. Esta excepción no se aplica sino a las expresiones hechas públicas directamente a través de un perjuicio corporal. La propaganda tendente al odio no guarda analogía con la violencia. Ella transmite un mensaje ofensivo, pero el carácter ofensivo hace relación al contenido y no a la forma. En cuanto a las amenazas de violencia, ellas no se hallan excluidas de la definición expresada en el artículo 2b). No es necesario, para determinar el alcance del artículo 2b), teniendo recurso a los artículos 15 al 27 de la Carta, que conciernen al multiculturalismo, ni a las a las convenciones internacionales firmadas por Canadá con respecto a la prohibición de las declaraciones racistas. Tampoco es necesario debilitar la libertad protegida por el artículo 2b) porque un motivo particular lo exige, puesto que siguiendo la interpretación amplia y liberal hecha de la libertad de expresión, es preferible sopesar los diversos factores y valores contextuales a los fines del artículo primero de la Carta. Dicho artículo garantiza y limita a la vez los derechos y libertades protegidos por la Carta apelando a los principios que son fundamentales en una sociedad libre y democrática. El artículo 319 (2) del Código constituye un límite razonable impuesto a la libertad de expresión. El objetivo querido por el legislador de prevenir el mal causado por la propaganda que promueve el odio es suficientemente importante como para justificar el limitar una libertad protegida por la Constitución. El legislador ha reconocido el perjuicio real que puede resultar de dicha propaganda y, buscando impedir que los miembros de un grupo tomados como blanco la sufran y reducir la tensión – y quizá incluso la violencia – racial, étnica y religiosa en Canadá, ha decidido penalizar el fomento voluntario del odio contra grupos identificables. El objetivo del Parlamento se apoya no solamente en los trabajos de numerosos grupos de estudio, sino también por nuestro conocimiento histórico colectivo de los efectos potencialmente catastróficos del
fomento del odio. Aún más, el compromiso internacional de eliminar la propaganda de fomento al odio, así como el compromiso con respecto a la igualdad y el multiculturalismo manifestado por Canadá en los arts. 15 y 27 de la Carta sostienen con gran fuerza dicho objetivo. El art. 319 (2) del Código cuenta con un grado aceptable de proporcionalidad con el objetivo del Parlamento. Existe manifiestamente un lazo razonable entre la prohibición penal de la propaganda del odio y el objetivo de proteger a los miembros de un grupo tomado como blanco y favorecer las relaciones sociales armoniosas en el seno de una sociedad que cree firmemente en la igualdad y el multiculturalismo. El art. 319 (2) sirve para mostrar al público el profundo sentimiento de reprobación de la sociedad hacia los mensajes de odio hacia grupos raciales y religiosos. El mismo hace que este tipo de expresiones sean menos atractivas y disminuya, en consecuencia, la aceptación de su contenido. El artículo 319 (2) es, por otra parte, un medio de hacer conocer los valores benéficos de una sociedad libre y democrática, especialmente la igualdad así como el valor de la dignidad de cada ser humano. El art. 319 (2) del Código no constituye un atentado indebido a la libertad de expresión. No peca de alcance excesivo ni de imprecisión. Al contrario, las condiciones de infracción indican que el art. 319 (2) comporta una definición restrictiva que asegura que no se mancillará la actividad expresiva que se opone abiertamente al objetivo del legislador y tiene en vista, en consecuencia, únicamente el mal que causa el objeto de la prohibición. La palabra “voluntariamente” introduce en la definición una norma estricta en materia de mens rea lo cual reduce sensiblemente el alcance del art. 319 (2) al exigir la prueba de la intención de fomentar el odio o la consciencia de la fuerte probabilidad de tal consecuencia. La palabra “odio” viene a limitar aún más el alcance de la prohibición. En el contexto del art. 319 (2), esta palabra debe interpretarse como limitándose al oprobio más acentuado y el más profundo resentimiento. Y más, el hecho de que el art. 319 (3) excluya el diálogo privado de su campo de aplicación, el hecho de que exija que el fomento al odio se dirija a un identificable y el hecho de que diversos medios de defensa estén previstos en el art. 319 (3) y precisando así el alcance del art. 319 (2), son factores que apuntalan la opinión que tal numeral crea una tipo con límites estrechos. El hecho de que la defensa de la verdad prevista en el inciso 319 (3) a) no prevea el caso de error o negligente o inocente en cuanto a la verdad de una declaración no significa que el art. 319 (2) constituye una restricción excesiva de la libertad de expresión. Que una declaración pueda o no ser calificada de verdadera o falsa, tal error no debe exculpar a un acusado que voluntariamente se ha servido de tal declaración con el objeto de fomentar el odio hacia un grupo identificable. En fin, si bien existen otros medios, aparte del derecho penal, a través de los cuales puede lucharse contra la propaganda tendente a fomentar el odio, es eminentemente razonable recurrir a un tipo de instrumento legislativo para buscar impedir la difusión de expresiones racistas y del perjuicio de ellas emana. La expresión inequívoca de la reprobación, que a la vez sirve al fortalecimiento de los valores subyacentes en el artículo 319 (2) y a la disuasión de algunos individuos que ocasionan problemas a los miembros de un grupo tomado como blanco y a la sociedad en su conjunto a través de la propaganda del odio, necesitará siempre el recurso al derecho penal. Los efectos del art. 319 (2) no son, en este punto, prejuiciables sobre toda ventaja obtenida de la restricción impuesta por el art. 2b). La actividad expresiva tenida en vista por el art. 319 (2) se subsume en una categoría especial, que no se halla, sino tenuemente relacionado, con los valores que sostienen la garantía de la libertad de expresión. La apología del odio poco aporta a las aspiraciones de los canadienses o de Canadá, en la búsqueda de la verdad, en la promoción del desarrollo personal o en la protección y desarrollo de una democracia dinámica que acepta y alienta la participación de todos. Además, el estrecho alcance del art. 319 (2) así como los medios de defensa previstos impiden la prohibición de la expresión que no se incluya en esta categoría restringida. En consecuencia, la supresión de la apología del odio no representa un atentado grave a la libertad de expresión.
Los Magistrados La Forest, Sopinka y McLachlin (disidentes): El art. 319 (2) del Código viola la garantía de la libertad de expresión. Cuando, como en autos, una actividad transmite o busca transmitir un mensaje a través de una forma de expresión no violenta, esta actividad se ubica en la esfera de las conductas protegidas por el art. 2b). El mismo protege el contenido de la expresión, a pesar de lo ofensivo que pueda resultar, sin considerar el contenido o el mensaje que se intenta transmitir. Habiendo adoptado una norma como la del art. 319 (2), el Gobierno busca limitar la libertad de expresión imponiendo restricciones a los que se pueda decir. El art. 319 (2) constituye, pues, una restricción impuesta al art. 2b). En autos, el fomento del odio no reviste una forma que se halla excluida de la protección del art. 2b). Las expresiones del acusado son ofensivas y se dirigen a la propaganda, pero ellas no constituyen amenazas en el sentido corriente que da a dicho término. Ellas no han incitado a la violencia contra los judíos. Tampoco han sido manifestadas con la intención, y no han tenido por efecto, apremiar a los judíos o cualquier otra conducta en este sentido. Las declaraciones del acusado, tampoco constituyen violencia. La violencia a la que refieren los casos Dolphin Delivery e Irwin Toy connota una injerencia o amenaza de injerencia material real en las actividades de otro. Y más, las declaraciones que fomentan el odio no se asemejan ni a amenazas ni a violencia. Nada en la forma en la que se exteriorizaron las manifestaciones subvierte a la democracia o las libertades fundamentales con la gravedad que lo hacen la violencia o amenaza de violencia. Finalmente, pretender que el artículo 2b) de la Carta no se aplique a las expresiones que, como la apología del odio, minan el crédito de las personas que se expresan y pertenecen a grupos determinados, viene a privar de la protección de la Carta a una cantidad enorme de expresiones cuya importancia y valor tienden a ser reconocidos después de largo tiempo. Ni los arts. 15 y 27 de la Carta ni las convenciones internacionales firmadas por Canadá que prohíben el racismo reducen en campo de aplicación protegido por el inc. 2b) de forma a excluir las declaraciones del acusado. En primer lugar, ello significa denegar la protección del inc. 2b) a ciertas declaraciones a causa de su contenido, idea que la Corte ha rechazado. En segundo lugar, visto que la garantía del inc. 2b) visa a proteger a los individuos contra la injerencia del gobierno en su libertad de expresión, esta sería una aplicación errónea de los valores enunciados en la Carta de limitar el alcance de la garantía dada al individuo con una argumentación fundada en el art. 15 que visa igualmente a regular los poderes del Estado. En tercer lugar, sería extremadamente difícil apreciar en abstracto la importancia relativa de los valores opuestos tales como la igualdad y el multiculturalismo de una parte y la libertad de expresión por la otra. Suponiendo que esta evaluación se haga, convendría más hacerlo en virtud del artículo primero de la Carta que en virtud del inc. 2b). En cuarto lugar, las obligaciones internacionales de Canadá y los acuerdos negociados entre los gobiernos nacionales pueden ser útiles para extender el contexto de interpretación de la Carta, pero estas obligaciones no permiten definir ni limitar el alcance de las garantías enunciadas en la Carta. Las disposiciones de la Carta, aunque inspiradas por una filosofía política y social compartida con otras sociedades democráticas, son particulares en Canadá. En consecuencia, diversas consideraciones pueden llevar, como en autos, a una conclusión concerniente a una violación de derechos que no están necesariamente de acuerdo con las convenciones internacionales. A diferencia de las convenciones internacionales que excluyen la propaganda odiosa de la garantía de la libertad de expresión, la Carta dispone en el inc. 2b) un derecho amplio e ilimitado a la expresión, que no puede ser restringido en virtud del artículo primero. El inc. 2b) no protege únicamente la expresión justificada o meritoria. No se puede admitir que la expresión sea sometida a restricciones jurídicas históricas cuando ellas entran en conflicto con la concepción canadiense más amplia de la libertad de expresión. Aun cuando pueda ser fácil en autos llegar al consenso casi unánime que las declaraciones en causa no aportan nada positivo a nuestra sociedad, la experiencia muestra que en otros casos puede ser difícil trazar una línea de separación entre la expresión que tiene valor para la sociedad o la discusión de cuestiones
sociales, y la que no lo tiene. Los intentos de limitar la garantía de libertad de expresión al contenido considerado con valor positivo o conforme con los valores aceptados, afectan a la esencia misma del valor de esta libertad al reducir el campo de protección de los debates a lo que no afecta o a lo que no es compatible con las ideas actuales. Si la garantía de la libertad de expresión debe tener sentido, ella debe proteger la expresión que contesta aún las concepciones más fundamentales de nuestra sociedad. Un compromiso real hacia la libertad de expresión no exige menos. El núm. 319(2) del Código no constituye una restricción razonable a la libertad de expresión. Aun cuando los objetivos legislativos de prevenir el fomento del odio, evitar la violencia racial y favorecer la igualdad y el multiculturalismo revisten una importancia suficiente para justificar la violación de la garantía de la libertad de expresión, el núm. 319(2) no satisface al criterio de proporcionalidad. El núm. 319(2) permite en una cierta medida esperar el objetivo visado por el legislador. El nexo racional entre el núm. 319(2) y sus objetivos es sin embargo tenue, dado que no existe un nexo fuerte y evidente entre la criminalización de la propaganda odiosa y su eliminación. Puede que, en efecto, que el núm. 319(2) va de encuentro a los objetivos tenidos en vista al intentar impedir la expresión legítima. El ciudadano respetuoso de las leyes que no desea cometer infracciones podría, en efecto, decidir no correr riesgos en caso de dudas. La creatividad y el intercambio benéfico de ideas quizá sufrirían. Al mismo tiempo, no es cierto que el núm. 319(2) representa un medio eficaz de tener en rienda a los fomentadores del odio. No solamente el proceso penal suscita un vivo interés en los medios y proporciona al acusado publicidad para sus causas dudosas, pero incluso obtenerle simpatía. El núm. 319(2) del Código no contiene la menor injerencia a la libertad de expresión. El núm. 319(2) está redactado en términos muy amplios de suerte que engloba más de conducta expresiva que no lo justifica el objetivo de la promoción de la armonía social y de la dignidad individual. La palabra “odio” en el núm. 319(2) puede denotar una vasta gama de emociones diversas y es altamente subjetivo, lo que hace difícil asegurar que únicamente serán demandados los casos en que el proceso se justifica y que únicamente se declarará culpables a las personas cuya conducta visa a desordenar las relaciones sociales. A pesar de la exigencia del fomento “voluntario” del odio, las personas que expresan declaraciones por motivos que no son justiciables se arriesgan también a ser declaradas culpables en virtud del núm. 319(2). La convicción de lo que decimos respecto de un grupo es cierta y constituye un aporte importante al debate político y social es perfectamente conciliable con la intención de fomentar antipatía activa contra tal grupo y puede incluso fomentar tal intención. Tal convicción es también compatible con la previsión que las declaraciones podrían tener por consecuencia fomentar tal antipatía. La ausencia de toda obligación de demostrar que realmente hubo perjuicio o incitación al odio extiende desmesuradamente el alcance del núm. 319(2) y no es cierto, en la práctica, que los medios de defensa previstos en el núm. 319(3), incluido el de veracidad, limitan sensiblemente el alcance del núm. 319(2). Además, no solamente la definición de la categoría de expresión tenida en vista por el núm. 319(2) es amplia, sino que la aplicación de la definición de expresión ilícita – c.a.d. las circunstancias en las cuales tales declaraciones ofensivas se hallan prohibidas – es casi ilimitada. Únicamente las conversaciones privadas se hallan fuera del alcance del Estado. A causa de la imprecisión de la prohibición contenida en el núm. 319(2), se corre peligro que tal disposición tenga efecto paralizante sobre las actividades legítimas que son importantes para nuestra sociedad y podemos preguntarnos si dicha criminalización es necesaria dado que existen otros recursos que convienen más y son más eficaces. Toda ventaja hipotética que derive de las disposiciones del núm. 319(2) del Código cede paso ante la grave restricción provocada a la garantía constitucional de la libertad de expresión. El núm. 319(2) no se limita a reglamentar la forma o el tono de la expresión, tiene en vista directamente su contenido. Puede aplicarse no solamente a declaraciones como las vertidas en autos, sino también
a obras de arte y a las declaraciones ultrajantes vertidas en el calor de una controversia social. Aun cuando existan pocos procesos en virtud del núm. 319(2) que llegan hasta declaraciones de culpabilidad o aprisionamiento, numerosas son las declaraciones a las que se aplica su amplia restricción. El núm. 319(2) pone en tela de juicio valores vitales sobre los cuales el inc. 2b) de la Carta se funda, el valor que consiste en favorecer una sociedad dinámica y creativa a través del intercambio de ideas, el valor representado por el debate vivo y abierto esencial para un gobierno democrático y para la protección de nuestros derechos y libertades, y el valor de una sociedad que alienta el desarrollo personal y la libertad de sus miembros. Una injerencia tan grave no puede hallar justificación sino en la existencia de un interés imperioso del Estado que sirva de contrapeso. Sin embargo, las pretensiones respecto de las ganancias a obtener al precio de la violación de la libertad de expresión por el núm. 319(2) son dudosas. Es difícil concebir en qué el núm. 319(2) tiende a promover los objetivos de armonía social y la dignidad individual. (2) La presunción de inocencia El Magistrado Presidente Dickson y los Magistrados Wilson, L’Heureux-Dubé y Gonthier. El inc. 319(3)a) del Código, que dispone que nadie podrá ser declarado culpable de fomento voluntario del odio si “demuestra que las afirmaciones vertidas eran ciertas”, viola la presunción de inocencia enunciada en el inc. 11d) de la Carta. La preocupación verdadera a los fines del inc. 11d) no es la de saber si el acusado debe refutar un elemento del hecho punible o demostrar un medio de defensa. Lo que es decisivo es el efecto final de la disposición sobre el veredicto. Si, como en autos, una disposición atacada obliga a un acusado a demostrar ciertos hechos siguiendo la preponderancia de probabilidades para evitar una declaración de culpabilidad, ella viola la presunción de inocencia puesto que ella permite una declaración de culpabilidad a pesar de la existencia de una duda razonable en el espíritu del juez en cuanto a la culpabilidad del acusado. El inc. 319(3)a) del Código constituye una restricción razonable de la presunción de inocencia. El objetivo tenido en vista por el legislador al establecer la inversión de la carga de la prueba es urgente y real. El objetivo del inc. 319(3)a) se halla estrechamente relacionada con el objeto del núm. 319(2). Un perjuicio es causado cada vez que se utiliza la palabra para fomentar el odio, reúnan o no parte de verdad. Si es muy fácil valerse del medio de defensa de la veracidad, ello comprometerá indebidamente la realización del objetivo querido por el legislador en el núm. 319(2). En consecuencia, con el objetivo de alcanzar idéntico objetivo la veracidad debe ser probada por el acusado de acuerdo a la preponderancia de probabilidades. El inc. 319(3)a) satisface al criterio de proporcionalidad. En primer lugar, este inciso cuenta con un nexo racional con el objetivo de prevenir el mal ocasionado por la apología del odio. La inversión de la carga de la prueba que opera el medio de defensa de la veracidad juega de manera a que sea más difícil sustraerse a una declaración de culpabilidad en un caso en que el fomento voluntario del odio ha sido demostrado más allá de toda duda razonable. En segundo lugar, este inciso interfiere lo menos posible con la presunción de inocencia. Al obligar al acusado a probar la exactitud de sus declaraciones según la preponderancia de probabilidades, el Parlamento hizo una concesión dictada por la importancia que reviste la verdad entre los valores subyacentes a la libertad de expresión, y esto, sin perjudicar indebidamente a la eficacia del núm. 319(2). Una carga menos pesada causaría un grave desequilibrio. En tercer lugar, la importancia de la prevención del perjuicio causado por la apología del odio comporta la violación del inc. 11d) por el legislador federal. La inversión de la carga de la prueba que conlleva el medio de defensa de veracidad es única forma en que el Parlamento puede ofrecer este medio de defensa al proscribir la apología del odio a través de disposiciones penales. Exigir que el Estado pruebe fuera de toda duda razonable la falsedad de una declaración significaría perdonar una buena parte de la actividad expresiva nociva tenida en vista por el núm. 319(2) aún en presencia de una prueba mínima de su valor.
Los Magistrados Sopinka y McLachlin (disidentes): El inc. 319(3)a) del Código contiene una violación del inc. 11d) de la Carta. En los términos del núm. 319(2), cuando el ministerio público demuestra más allá de toda duda razonable que el acusado fomentó voluntariamente el odio contra un grupo identificable, se halla exonerado, en virtud del inc. 319(3)a) de demostrar que “las declaraciones eran ciertas”. Al imponer al acusado la carga de demostrar la veracidad de sus afirmaciones, el Parlamento viola el principio fundamental según el cual el acusado no debe probar un medio de defensa. Si una disposición obliga a un acusado a demostrar ciertos hechos siguiendo a la preponderancia de probabilidades para evitar ser declarado culpable, ella viola la presunción de inocencia dado que permite una declaración de culpabilidad a pesar de la existencia de una duda razonable en el espíritu del juez respecto a la culpabilidad del acusado. El inc. 319(3)a) del Código no constituye un límite razonable al derecho a ser presumido inocente. La disposición no cuenta con el suficiente grado de proporcionalidad. Es difícil ver un nexo racional entre los objetivos del inc. 319(3)a) y su exigencia de que el acusado demuestre la verdad de su declaración. Además, el inc. 319(3)a) no contiene una pequeña violación del inc. 11d). Dado que dispone de más amplios medios, el Estado se halla en mejor situación que el acusado para demostrar si una declaración es verdadera o falsa. Si, por el contrario, es imposible determinar, cuando la respuesta sea que no se ha demostrado que dichas declaraciones sean más útiles que perjudiciales. Estas consideraciones indican que la violación de la presunción de inocencia por el inc. 319(3)a) no es mínimo ni suficiente, teniendo en cuenta la gravedad de la violación en el contexto de los procedimientos iniciados en virtud del núm. 319(2), para sobreponer la a ventaja dudosa que deriva de tal disposición. El Parlamento quiso que la veracidad sea un medio de defensa y que la falsedad sea un elemento importante del hecho punible tipificado por el núm. 319(2). Este hecho, conjugado con la importancia capital de la presunción de inocencia en nuestro sistema jurídico, permite pensar que la violación no podría justificarse sino por un interés muy imperativo que serviría de contrapeso. Sin embargo, concebimos mal que ventajas confiere el núm. 319(2) cuando se trata de canalizar la apología del odio y promover la armonía social y la dignidad individual. El Magistrado La Forest (disidente): Es inútil examinar las cuestiones relativas al derecho a ser presumido inocente previsto en el inc. 11d) de la Carta. Jurisprudencia Citada por el Magistrado Presidente Dickson: Casos aplicados: Irwin Toy Ltd. c. Québec (Procurador general), 1989 CanLII 87 (C.S.C.), [1989] 1 R.C.S. 927; R. c. Whyte, 1988 CanLII 47 (C.S.C.), [1988] 2 R.C.S. 3; R. c. Oakes, 1986 CanLII 46 (C.S.C.), [1986] 1 R.C.S. 103; R. c. Morgentaler, 1988 CanLII 90 (C.S.C.), [1988] 1 R.C.S. 30; Rocket c. Real Colegio de Cirujanos Dentistas de Ontario, 1990 CanLII 121 (C.S.C.), [1990] 2 R.C.S. 232; Casos mencionados: R. c. Holmes, 1988 CanLII 84 (C.S.C.), [1988] 1 R.C.S. 914; Consulta relativa a los Estatutos de Alberta, 1938 CanLII 1 (S.C.C.), [1938] R.C.S. 100; Switzman c. Elbling, 1957 CanLII 2 (S.C.C.), [1957] R.C.S. 285; Boucher c. El Rey, 1950 CanLII 2 (S.C.C.), [1951] R.C.S. 265; SDGMR c. Dolphin Delivery Ltd., 1986 CanLII 5 (C.S.C.), [1986] 2 R.C.S. 573; Ford c. Québec (Procurador general), 1988 CanLII 19 (C.S.C.), [1988] 2 R.C.S. 712; Beauharnais v. Illinois, 343 U.S. 250 (1952); New York Times Co. v. Sullivan, 376 U.S. 254 (1964); Brandenburg v. Ohio, 395 U.S. 444 (1969); Collin v. Smith, 578 F.2d 1197 (1978), certiorari refusé, 439 U.S. 916 (1978); American Booksellers Ass'n, Inc. v. Hudnut, 771 F.2d 323 (1985); Glimmerveen c. Países Bajos, Com. Eur. D. H., demandas nos 8348/78 y 8406/78, 11 de octubre de 1979, D.R. 18, p. 187; Taylor y Western Guard Party c. Canadá, Comunicación no 104/1981, Informe del Comité de Derechos Humanos, 38 N.U. GAOR, Supp. no 40 (A/38/40) 246 (1983), decisión publicada en parte en (1983), 5 C.H.R.R. D/2097; R. c. Carrier (1951), 104 C.C.C. 75; R. c. Zundel 1987 CanLII 121 (ON C.A.), (1987), 58 O.R. (2d) 129; Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Man.), 1990 CanLII 105 (C.S.C.), [1990] 1 R.C.S. 1123; Edmonton Journal c. Alberta (Procurador general), 1989
CanLII 20 (C.S.C.), [1989] 2 R.C.S. 1326; R. c. Buzzanga y Durocher reflex, (1979), 49 C.C.C. (2d) 369; Consulta relativa a la Ley sobre relaciones laborales en la Función Pública (Alberta), 1987 CanLII 88 (C.S.C.), [1987] 1 R.C.S. 313; R. c. Big M Drug Mart Ltd., 1985 CanLII 69 (C.S.C.), [1985] 1 R.C.S. 295; Slaight Communications Inc. c. Davidson, 1989 CanLII 92 (C.S.C.), [1989] 1 R.C.S. 1038; Estados Unidos de América c. Cotroni, 1989 CanLII 106 (C.S.C.), [1989] 1 R.C.S. 1469; R. c. Jones, 1986 CanLII 32 (C.S.C.), [1986] 2 R.C.S. 284; R. c. Edwards Books and Art Ltd., 1986 CanLII 12 (C.S.C.), [1986] 2 R.C.S. 713; Garrison v. Louisiana, 379 U.S. 64 (1964); Ashton v. Kentucky, 384 U.S. 195 (1966); Cohen v. California, 403 U.S. 15 (1971); Anti-Defamation League of B'nai B'rith v. Federal Communications Commission, 403 F.2d 169 (1968); Tollett v. United States, 485 F.2d 1087 (1973); Doe v. University of Michigan, 721 F. Supp. 852 (1989); R. c. 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Andrews 1988 CanLII 200 (ON C.A.), (1988), 65 O.R. (2d) 161, conf. [1990] 3 R.C.S. 000; Canadá (Comisión de Derechos Humanos) c. Taylor, [1990] 3 R.C.S. 000. Citada por la Magistrada McLachlin (disidente) Irwin Toy Ltd. c. Québec (Procurador general), 1989 CanLII 87 (C.S.C.), [1989] 1 R.C.S. 927; R. c. Whyte, 1988 CanLII 47 (C.S.C.), [1988] 2 R.C.S. 3; R. c. Oakes, 1986 CanLII 46 (C.S.C.), [1986] 1 R.C.S. 103; Abrams v. United States, 250 U.S. 616 (1919); Consulta relativa a los Estatutos de Alberta, 1938 CanLII 1 (S.C.C.), [1938] R.C.S. 100; Saumur c. Ciudad de Québec, 1953 CanLII 3 (S.C.C.), [1953] 2 R.C.S. 299; Switzman v. Elbling, 1957 CanLII 2 (S.C.C.), [1957] R.C.S. 285; Cherneskey c. Armadale Publishers Ltd., 1978 CanLII 20 (C.S.C.), [1979] 1 R.C.S. 1067; Procurador general de Canadá y Dupond c. Ciudad de Montreal, 1978 CanLII 201 (C.S.C.), [1978] 2 R.C.S. 770; Procurador general de Canadá c. Colegio de Abogados de Columbia Británica, 1982 CanLII 29 (C.S.C.), [1982] 2 R.C.S. 307; Boucher v. El Rey, 1950 CanLII 2 (S.C.C.), [1951] R.C.S. 265; SDGMR c. Dolphin Delivery Ltd., 1986 CanLII 5 (C.S.C.), [1986] 2 R.C.S. 573; Ford c. Québec (Procurador general), 1988 CanLII 19 (C.S.C.), [1988] 2 R.C.S. 712; West Virginia State Board of Education v. Barnette, 319 U.S. 624 (1943); Debs v. United States, 249 U.S. 211 (1919); Schenck v. United States, 249 U.S. 47 (1919); Whitney v. California, 274 U.S. 357 (1927); Dennis v. United States, 341 U.S. 494 (1951); Beauharnais v. Illinois, 343 U.S. 250 (1952); New York Times Co. v. Sullivan, 376 U.S. 254 (1964); Brandenburg v. Ohio, 395 U.S. 444 (1969); Collin v. Smith, 578 F.2d 1197 (1978), certiorari denegado, 439 U.S. 916 (1978); American Booksellers Ass'n, Inc. v. Hudnut, 771 F.2d 323 (1985); Police Department of the City of Chicago v. Mosley, 408 U.S. 92 (1972); Boos v. Barry, 108 S.Ct. 1157 (1988); Perry Education Ass'n v. 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(2d) 369; Consulta relativa a la Ley sobre relaciones laborales en la función pública (Alberta), 1987 CanLII 88 (C.S.C.), [1987] 1 R.C.S. 313; Hunter c. Southam Inc., 1984 CanLII 33 (C.S.C.), [1984] 2 R.C.S. 145; R. c. Big M Drug Mart Ltd., 1985 CanLII 69 (C.S.C.), [1985] 1 R.C.S. 295; R. c. Holmes, 1988 CanLII 84 (C.S.C.), [1988] 1 R.C.S. 914; R. c. Schwartz, 1988 CanLII 11 (C.S.C.),
[1988] 2 R.C.S. 443; R. c. Morgentaler, 1988 CanLII 90 (C.S.C.), [1988] 1 R.C.S. 30; R. v. Andrews 1988 CanLII 200 (ON C.A.), (1988), 65 O.R. (2d) 161, conf. [1990] 3 R.C.S. 000; Consulta relative a Warren y Chapman reflex, (1984), 11 D.L.R. (4th) 474; Canadá (Comisión de derechos humanos) c. Taylor, [1990] 3 R.C.S. 000; Saskatchewan (Comisión de Derechos Humanos) c. Asociación de estudiantes de ingeniería 1989 CanLII 286 (SK C.A.), (1989), 56 D.L.R. (4th) 604; Chaplinsky v. New Hampshire, 315 U.S. 568 (1942). Leyes y reglamentos citados Carta canadiense de los derechos y libertades, art. 1, 2b), 8, 11d), 15, 16 à 23, 25, 27, 28, 29. Código penal, L.R.C. (1985), ch. C-46, art. 2, 181, 298, 300, 318(4), 319 [anteriormente S.R.C. 1970, ch. C-34, art. 281.2 (ad. 1er supp., ch. 11, art. 1)]. Código penal (India), art. 153-A, 153-B. Código penal (Países Bajos), art. 137c, 137d, 137e. Código penal (Suecia), ch. 16, art. 8. Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y libertades fundamentales, 213 R.T.N.U. 221 (1950), Art. 10. 28, Art. 4.
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Tribe, Laurence H. American Constitutional Law, 2nd ed. Mineola, N.Y.: Foundation Press
APELACIÓN contra un fallo de la Corte de apelaciones de Alberta 1988 ABCA 141, (1988), 60 Alta. L.R. (2d) 1, 87 A.R. 177, 43 C.C.C. (3d) 150, 65 C.R. (3d) 289, 39 C.R.R. 5, [1988] 5 W.W.R. 211, que hizo lugar a la apelación del acusado contra su declaración de culpabilidad relativa a una acusación de haber fomentado voluntariamente el odio en contravención al inc. 319(2) del Código penal. Apelación con lugar, los magistrados La Forest, Sopinka y McLachlin votan en disidencia. Bruce R. Fraser, c.r., por el recurrente. Douglas H. Christie, por el recurrido. D. Martin Low, c.r., Stephen B. Sharzer y Irit Weiser, por el interviniente el procurador general de Canadá. Gregory J. Fitch, por el interviniente el procurador general de Ontario. Jean Bouchard y Marise Visocchi, por el interviniente el procurador general de Québec. Bruce Judah, por el interviniente el procurador general de New Brunswick. Aaron Berg y Deborah Carlson, por el interviniente el procurador general de Manitoba.
John I. Laskin, por el interviniente el Congreso Judío de Canadá. Mark J. Sandler, por la interviniente la Liga de derechos humanos de B'nai Brith, Canada. Joseph Nuss, c.r., Irwin Cotler y Ann Crawford, por el interviniente Interamicus. Kathleen Mahoney y Linda A. Taylor, por el interviniente el Fondo de acción y educación jurídica para las mujeres. Marc Rosenberg, por la interviniente la Asociación canadiense por los derechos civiles. La opinión del magistrado presidente Dickson y los magistrados Wilson, L’Heureux-Dubé y Gonthier ha sido redactada por EL MAGISTRADO PRESIDENTE DICKSON — El presente recurso ha sido oído conjuntamente con los casos R. c. Andrews, [1990] 3 R.C.S. 000, y Canadá (Comisión de derechos humanos) c. Taylor, [1990] 3 R.C.S. 000. Como el caso Andrews, este presenta la delicada y muy controvertida cuestión de la constitucionalidad del núm. 319(2) del Código penal, L.R.C. (1985), ch. C-46, disposición que prohíbe el fomento voluntario del odio, en otros lugares fuera de las conversaciones privadas, contra toda sección del público que se diferencia de otros por su color, raza, religión u origen étnico. En particular, la Corte está llamada a decidir si dicho numeral atenta contra la garantía de la libertad de expresión protegida por el inc. 2b) de la Carta canadiense de los derechos y libertades, de una manera que no pueda ser justificada por el artículo primero de la Carta. Se plantea, a título subsidiario, la cuestión de saber si la presunción de inocencia consagrada en el inc. 11d) de la Carta es violada en forma injustificable por el inc. 319(3)a) del Código penal que permite invocar la “veracidad” del propósito en defensa de una acusación de fomento voluntario del odio, pero solamente si el acusado demuestra, de acuerdo a la preponderancia de probabilidades, la veracidad de las declaraciones efectuadas. I. Los hechos El señor James Keegstra trabajó de maestro en el nivel secundario en Eckville (Alberta) desde principios de los años 70 hasta su despido en 1982. En 1984, el señor Keegstra fue acusado en virtud del núm. 319(2) (por entonces, núm. 281.2(2)) del Código penal de haber fomentado el odio contra un grupo identificable al realizar ante sus alumnos declaraciones antisemitas. El mismo fue declarado culpable por un jurado tras un proceso llevado adelante ante el juez McKenzie del Tribunal de Juicios de la Reina de Alberta. En sus enseñanzas, el señor Keegstra atribuía a los judíos diversas taras. Así, los describía a sus alumnos como “pérfidos”, “subversivos”, “sádicos”, “codiciosos”, “ávidos de poder” e “infanticidas”. Éste, enseñaba en sus clases que los judíos buscaban destruir la cristiandad y que ellos eran los responsables de las crisis económicas, de la anarquía, del caos, de las guerras y las revoluciones. Según el recurrente, los judíos [TRADUCCIÓN] “inventaron el Holocausto para ganarse la simpatía” y, afirmaba, que a diferencia de los cristianos sinceros y honestos, los judíos son socarrones, disimuladores y profundamente malvados. El señor Keegstra esperaba que sus alumnos reproduzcan sus enseñanzas en clase y en los exámenes. Si no lo hacían, sus calificaciones lo sufrían. Antes de su proceso, el señor Keegstra solicitó al Tribunal de Juicios de la Reina de Alberta que dictara resolución anulando la acusación por varias razones, entre ellas la principal era que el núm. 319(2) del Código penal violaba en forma injustificable la libertad de expresión protegida por el inc. 2b) de la Carta. Entre otros agravios de apelación, sostuvo que la defensa de la verdad
establecida en el inc. 319(3)a) del Código viola la presunción de inocencia prevista en la Carta. Esta moción fue rechazada por el juez Quigley, el señor Keegstra fue juzgado y declarado culpable. En consecuencia planteó recurso de apelación ante la Corte de apelaciones de Alberta, planteando los mismos agravios fundados en la Carta. La Corte de apelaciones hizo lugar a la apelación por unanimidad y revocó el pronunciamiento de primera instancia y contra este fallo el ministerio público recurre a esta Corte. Los procuradores generales de Canadá, Québec, Ontario, Manitoba y New Brunswick, el Congreso Judío canadiense, Interamicus, la Liga de derechos humanos de la B’nai Brith Canadá, y el Fondo de acción y educación jurídica para las mujeres (FAEJ) intervinieron en el caso en apoyo del ministerio público. La Asociación canadiense por las libertades civiles intervino a favor de la invalidación de la disposición legislativa atacada. II. Las cuestiones en litigio Las cuestiones constitucionales fueron formuladas el 1 de agosto de 1989: 1.
El numeral 281.2(2) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora núm. 319(2) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46), viola la libertad de expresión protegida por el inc. 2b) de la Carta canadiense de los derechos y libertades?
2.
Si el numeral 281.2(2) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora núm. 319(2) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46), atenta contra inc. 2b) de la Carta canadiense de los derechos y libertades, ¿constituye el mismo un límite razonable impuesto por una regla de derecho cuya justificación puede demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática, de acuerdo al artículo primero de la Carta?
3.
El inciso 281.2(3)a) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora inc. 319(3)a) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46), ¿viola la presunción de inocencia protegida por el inc. 11d) de la Carta canadiense de los derechos y libertades?
4.
Si el inciso 281.2(3)a) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora inc. 319(3)a) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46) ¿constituye un límite razonable impuesto por una regla de derecho cuya justificación pueda demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática, de acuerdo al artículo primero de la Carta?
III. Las disposiciones legislativas y constitucionales pertinentes Las disposiciones legislativas y de la Carta que nos interesan son las siguientes: Código penal 319. . . . (2) Quienquiera que, por exteriorización de declaraciones en situaciones que no sean una conversación privada, fomente voluntariamente el odio contra un grupo identificable será culpable:
a) sea de un hecho punible y pasible de pena privativa de libertad de hasta dos años; b) sea de una infracción punible con declaración de culpabilidad por procedimiento sumario. (3) Nadie será declarado culpable del hecho previsto en el numeral (2) en los casos siguientes: a) cuando se demuestre la veracidad de las declaraciones exteriorizadas; b) cuando, de buena fe, se exprese una opinión sobre un tema religioso, o se haya intentado dilucidar el fondo de la cuestión a través de una discusión; c) cuando las declaraciones se refieran a una cuestión de interés público cuyo examen haya sido hecho en interés de la opinión pública y, por motivos razonables, y se las crea verdaderas; d) cuando de buena fe, se haya querido atraer atención, a fin que se remedien, cuestiones que provoquen o cuya naturaleza sea provocar sentimientos de odio respecto de un grupo identificable en Canadá. ... (6) No se podrá iniciar persecución penal por el hecho previsto en el numeral (2) sin el consentimiento del procurador general. (7) Las siguientes definiciones se aplican al presente artículo: “comunicar” se entiende especialmente la comunicación por teléfono, radiodifusión u otros medios de comunicación visual o sonoro. “declaraciones” se entiende especialmente palabras orales, escritas o registradas por medios electrónicos o electromagnéticos o de otra forma, o por gestos u otros signos de representación visible. “lugar público” todo lugar al cual el público tiene acceso por derecho o invitación, expresa o tácita. “grupo identificable” tiene el sentido que le confiere el artículo 18. 318. . . . (4) En los términos del presente artículos “grupo identificable” indica a toda sección del público que se diferencie de los demás por su color, raza, religión u origen étnico. Declaración canadiense de derechos, L.R.C. (1985), App. III El Parlamento de Canadá proclama que la nación canadiense reposa sobre principios que reconocen la supremacía de Dios, la dignidad y el valor de la persona humana así como el rol de la familia en una sociedad de hombres libres e instituciones libres;
Se proclama, además, que los hombres y las instituciones no son libres sino en la medida en que la libertad de inspire en el respeto a los valores morales y espirituales y el reino del derecho; Y a fin de explicitar estos principios así como los derechos humanos y las libertades fundamentales que de ellos derivan, en una Declaración de derechos que respete la competencia legislativa del Parlamento de Canadá y que asegure a la población la protección de estos derechos y de dichas libertades, En consecuencia, Su Majestad, con el consejo y consentimiento del Senado y la Cámara de los Comunes de Canadá, decreta: ... 1. Por la presente se reconocen y declaran que los derechos humanos y las libertades fundamentales que se enuncian han existido y continuarán existiendo para todo individuo en Canadá cualquiera sea su raza, su origen nacional, su color, religión o sexo: ... d) la libertad de expresión; Carta canadiense de los derechos y libertades 1. La Carta canadiense de los derechos y libertades protege los derechos y libertades que en ella se enuncian. Los cuales no podrán ser restringidos sino por una regla de derecho, dentro de límites que sean razonables y cuya justificación pueda ser demostrada en el marco de una sociedad libre y democrática. 2. Todos gozarán de las siguientes libertades fundamentales: ... b) la libertad de pensamiento, creencia, opinión y expresión, comprendida la libertad de la prensa y otros medios de comunicación; 11. Todo acusado tiene derecho a: ... d) ser presumido inocente mientras no sea declarado culpable, de acuerdo a la ley, por un tribunal independiente e imparcial tras un proceso público y justo; 15. (1) La ley no hará acepción de persona y se aplicará a todos por igual, y todos tendrán derecho a igual protección y al mismo beneficio de la ley, independientemente de toda discriminación, especialmente las fundadas en la raza, origen nacional o étnico, el color, religión, sexo, edad o deficiencias físicas o mentales.
27. Toda interpretación de la presente Carta debe estar de acuerdo con el objetivo de promover el mantenimiento y la valorización del patrimonio multicultural de los canadienses. IV. Los fallos de los tribunales provinciales A. Tribunal de Juicios de la Reina de Alberta, (1984), 19 C.C.C. (3d) 254 En el Tribunal de Juicios de la Reina, únicamente se examinó en profundidad la cuestión del inc. 2b). El argumento fundado en el inc. 11d) no fue examinado, dado que el procedimiento no fue debidamente avisado. Al rechazar la queja relativa al inc. 2b) presentada por el señor Keegstra, el juez Quigley expuso la opinión de que existe un concepto canadiense identificable de libertad de expresión, que procede de cuatro principios enunciados en el preámbulo de la Declaración canadiense de derechos y en las disposiciones preliminares de su artículo primero, a saber: (i) el reconocimiento de la supremacía de Dios; (ii) la dignidad y el valor de la persona humana; (iii) el respeto a los valores morales y espirituales; y (iv) el estado de derecho. Según el juez Quigley, hallan confirmación en el art. 15 de la Carta que consagra la dignidad y el valor de cada individuo (p. 268). El artículo 27 de la Carta también es útil dado que, en opinión del juez Quigley, el mismo gobierna una concepción de la libertad de expresión que sea compatible con el objetivo de promover el mantenimiento y la valorización del patrimonio multicultural de Canadá (p. 268). Amparándose en los principios enunciados en la Declaración canadiense de derechos confirmados por los artículos 15 y 27 de la Carta, el juez Quigley afirmó que el fomento voluntario del odio contra una sección del pueblo canadiense que se diferencia de otros por su color, raza, religión u origen étnico es contrario a la dignidad y al valor de los miembros de un grupo identificable. Esta conducta niega sus derechos, sus libertades, al privarlos de la misma protección y del igual beneficio de la ley que los demás, libres de toda discriminación. El juez Quigley decidió en consecuencia que el núm. 319(2) no viola el inc. 2b) de la Carta, y afirmó con respecto a ello, en la pág. 268: [TRADUCCIÓN] . . . soy de opinión de que el núm. 281.2(2) [ahora, núm. 319(2)] del Código penal no puede ser razonablemente considerado como una violación de la “libertad de expresión”, dado que permite su protección y la favorece. La protección resultante de la prohibición tiende, en efecto, a apartar la aprehensión que podría de otra manera impedir a ciertos elementos de nuestra sociedad expresarse libremente sobre toda la gama de sujetos posibles, sean de naturaleza social, económica, científica, política, religiosa o espiritual. El derecho ilimitado de expresar opiniones divergentes respecto de tales temas es precisamente el género de libertad de expresión que protege la Carta. Para el caso en que dicha conclusión fuera errónea, el juez Quigley examinó, acto seguido, la cuestión de la justificación del núm. 319(2) en los términos del artículo primero de la Carta. Señaló que las personas calumniadas a través de la apología del odio pueden reaccionar en forma agresiva y sentirse despojadas de su dignidad y de su valor personal y que quienes los fomentadores del odio buscan influenciar son igualmente lesionados dado que [TRADUCCIÓN] “no existe duda alguna que el fomento del odio perjudica a la sociedad por razones de orden psicológico y social y que puede fácilmente engendrar hostilidad y agresividad que llevan a la violencia” (p. 273). Vistos estos males, el juez Quigley consideró al núm. 319(2) como un medio racional de prevenir un perjuicio real y grave a los particulares y a la sociedad en general. Estimó además, que las diversas restricciones y los distintos medios de defensa previstos en el núm. 319(2) hacen [TRADUCCIÓN] “que el mismo no tenga sino un efecto mínimo sobre el derecho general a la libertad de expresión” (p. 274). En opinión del juez Quigley, el equilibrio establecido entre la
libertad de expresión y los intereses más amplios de la cohesión social y del bien común justifica, en consecuencia, el núm. 319(2) como un límite razonable impuesto al inc. 2b), en virtud del artículo primero.
B. Corte de apelaciones de Alberta (el juez Kerans, con la adhesión de los jueces Stevenson e Irving), 1988 ABCA 141, (1988), 43 C.C.C. (3d) 150 Ante la Corte de apelaciones de Alberta invocó dos disposiciones de la Carta. Invocó en primer lugar el inc. 2b), de igual manera que en la moción presentada ante el Tribunal de Juicios de la Reina antes del proceso, y, en segundo lugar, la presunción de inocencia enunciada en el inc. 11d) para contestar la inversión de la carga de la prueba impuesta a un acusado por medio de la defensa de la verdad prevista en el inc. 319(3)a). El juez Kerans, en nombre de la Corte unánime, concluyó que hubo, en ambos casos, violación de la Carta. Por consiguiente, se hizo lugar a la apelación y la disposición atacada fue invalidada. Por tanto, no fue necesario abordar los demás agravios de apelación expresados por el señor Keegstra. El juez Kerans empezó por señalar que en los términos del inc. 319(3)a) un acusado podía ser reconocido culpable de fomentar voluntariamente el odio toda vez que no logre demostrar, según la preponderancia de probabilidades, la veracidad de sus declaraciones. Incumbe así al acusado demostrar su inocencia; el inc. 319(3)a) constituye, pues, una violación del inc. 11d). El juez Kerans no veía, a los fines del art. 1, sino una justificación para la inversión de la carga de la prueba, a saber [TRADUCCIÓN] “el caso en que la inferencia impuesta por la presunción legal es tan convincente que únicamente un jurado perverso podría dudar” (p. 160). En su opinión, era totalmente convincente que las declaraciones destinadas a fomentar el odio eran verdaderas y que el art. 1 no podía amparar la inversión de la carga la prueba resultante del inc. 319(3)a). Pasando enseguida a la cuestión de la libertad de expresión, el juez Kerans estaba dispuesto a admitir que el inc. 2b) no se aplicaba a las expresiones cuya falsedad era conocida por el autor. El núm. 319(2) no tiene en vista sino las comunicaciones suficientemente falsas como para englobar aun las declaraciones falsas realizadas inocentemente o por negligencia. La cuestión pertinente a plantearse a los fines del inc. 2b) es, pues, la de saber si las declaraciones falsas que no fueron realizadas intencionalmente se benefician de la protección de la Carta. Invocando la noción del “comercio de ideas” de John Stuart Mill, el juez Kerans responde a ello en forma afirmativa, diciendo que [TRADUCCIÓN] “el inc. 2b) debería interpretarse de manera a proteger a la vez al error inocente y a las manifestaciones imprudentes” (p. 164). En su opinión, como el núm. 319(2) no protege ni uno ni otro, viola el inc. 2b) de la Carta. Pasando luego al análisis fundado en el art. 1, el juez Kerans, examinó en primer lugar si la disposición legislativa atacada tiene o no un nexo racional con el objetivo legislativo legítimo. Arribó a la conclusión que la prevención de atentados a la reputación y al bienestar psicológico de los miembros del grupo débil representa un objetivo válido a los fines del art. 1. Dijo al respecto que realizar distinciones injustas o caprichosas constituye [TRADUCCIÓN] “un ataque a la dignidad de la víctima y puede conllevar un sentimiento debilitante de ostracismo” (p. 169). El juez Kerans vio, sin embargo, una diferencia entre la pena padecida a raíz de un ataque aislado y el efecto apabullante de una discriminación sistemática. Resaltó que los sentimientos de indignación y frustración causados por los insultos pueden ser llevaderos si los propósitos ofensivos son rechazados por el conjunto de la colectividad, mientras que los mismos pueden convertirse en insoportables cuando [TRADUCCIÓN] “provocan únicamente la frialdad de los amigos y la cólera de los enemigos” (p. 169). Por consiguiente, no juzgó que el perjuicio derivado de la apología del odio sea lo suficientemente grave como para exigir la sanción del derecho penal sino cuando la misma conduzca a las personas a odiar realmente a un grupo a través de manifestaciones ofensivas.
Puesto que la protección de los individuos contra el odio real constituye la única razón suficiente para limitar la expresión imprudente, el juez Kerans concluyó que el núm. 319(2) no satisface al criterio de proporcionalidad, dada su extensión excesiva, al permitir declarar culpable a una persona que únicamente tiene la intención de fomentar el odio. Para arribar a tal conclusión, el juez Kerans tuvo por insuficientes las medidas protectoras destinadas a impedir el recurso al núm. 319(2) para perseguir a los [TRADUCCIÓN] “excéntricos inofensivos” o a personas públicas que realizan una intervención [TRADUCCIÓN] “inoportuna” de la que toman noticia los medios. Rechazó, además, el argumento del ministerio público según el cual era imposible demostrar un perjuicio real derivado de una comunicación que fomente el odio, y rechazó ver en el poder discrecional del ministerio público previsto en el núm. 319(6) un remedio suficiente al alcance excesivo del hecho punible. Por último, el no creía que los arts. 15 y 27 de la Carta puedan servir para justificar el núm. 319(2) según el art. 1. En opinión del juez Kerans, estas disposiciones de la Carta no prohíben a los canadienses criticar los valores de igualdad y multiculturalismo y, aun aceptando que ningún canadiense debería sufrir en razón de su patrimonio racial o étnico, concluyó que la disposición legislativa atacada [TRADUCCIÓN] “no es que lo permitía” (p. 178). Decidió, en consecuencia, que la misma no hallaba justificación en los términos del art. 1. V. Historia de los hechos punibles vinculados a la apología del odio en Canadá Los intentos de prevención de la propagación de las declaraciones injuriosas con relación a grupos particulares se remontan a mucho tiempo atrás, lo que no sorprende. El primer caso de tipificación de este género de expresiones data de 1275 con la creación del tipo penal De Scandalis Magnatum que prohibía [TRADUCCIÓN] “toda noticia o toda expresión que pudiera hacer nacer la discordia o posibilidades de discordia o difamación entre el rey y su pueblo o los grandes del reino”. Como lo indica Sir William Holdsworth, la ley buscaba impedir declaraciones falsas que, en una sociedad dominada por terratenientes extremadamente pudientes, pudieran poner en peligro la seguridad del Estado (véase A History of English Law (5ta Ed., 1942), vol. III, p. 409). Raramente utilizado, De Scandalis Magnatum fue abolido en Inglaterra en 1887, pero del mismo subsisten vestigios en el art. 181 de nuestro Código penal, que tipifica como hecho punible la difusión de noticias falsas que sean de naturaleza a causar una violación o un perjuicio a cualquier interés público. El art. 181 no aborda, a primera vista, el problema de la “apología del odio”, término que empleo para designar a la expresión destinada a crear o propagar sentimientos extremos de oprobio y enemistad hacia un grupo racial o religioso, o cuyo efecto probable será tal, sin embargo el mismo ha sido utilizado últimamente para procesar a una persona por la difusión de escritos antisemitas (véase R. c. Zundel, 1987 ONCA 121, (1987), 58 O.R. (2d) 129 (C.A.)). En un pasado más lejano, un artículo precursor del art. 181 fue utilizado contra el distribuidor de un panfleto protestante contra la suerte de los Testigos de Jehová en Québec. Este caso más antiguo, R. c. Carrier (1951), 104 C.C.C. 75 (B.R.Qué.), dio a dicha disposición una interpretación restrictiva al determinar que la exigencia de una violación o de la probabilidad de una violación no se cumplía con la simple existencia del deseo de fomentar el odio y la enemistad entre diferentes grupos, sino que era necesario algo más cuya naturaleza radique en la intención de desobedecer abiertamente o librarse a actos de violencia contra la autoridad establecida. Antes de 1970, el art. 181 era la única disposición del Código penal vinculada (históricamente, más que nada) con el hecho punible de difamación de un grupo. Nuestro common law desde hace largo tiempo ha visto a la difamación como un hecho punible, pero solamente cuando el actor pudiera demostrar que las declaraciones ofensivas le afectaban en cuanto individuo o hubieran dañado su reputación. De igual manera, hasta las modificaciones introducidas por el núm. 319(2), la difamación no constituía un hecho punible en derecho penal canadiense más que en el caso de ataques contra una persona, lo que resulta a todas luces del efecto conjugado del los actuales arts. 298 y 300 del Código penal. El alcance de la expresión “persona” del art. 2 del Código va más allá
de la noción de individuo para englobar, además, a las instituciones públicas, a las personas jurídicas, a las sociedades, a las asociaciones, y también a aquellos grupos cuyos miembros poseen características comunes tales como la raza, la religión, el color y el origen étnico que no se hallan incluidas en la definición. El art. 300 no era, antes de 1970, la única disposición del Código penal en prohibir un tipo de difamación. Existía también el delito de libelo sedicioso, actualmente el art. 59, que prohibía la tenencia o la publicación de escritos sediciosos. Este hecho punible, comportaba una “intención sediciosa”, un estado de espíritu que, sin limitar el alcance de la expresión, la ley presumía en cualquiera que recomendase el uso de la fuerza como medio de operar un cambio en el gobierno de Canadá. En el caso Boucher c. El Rey, 1950 CSC 2, [1951] R.C.S. 265, esta Corte, sin embargo, interpretó la expresión “intención sediciosa” en forma restrictiva, concluyendo que la misma exigía que se demuestre la intención de incitar a actos de violencia o desorden público. El caso Boucher es, desde hace largo tiempo, considerado un poderoso alegato a favor de la libertad de expresión. No existe, pues, nada demasiado fuerte en lo que ha sido invocado en el caso Carrier como apoyo de la interpretación restrictiva del hecho punible de difusión de falsas noticias. Aun cuando la historia de los intentos de perseguir a los realizadores de difamación de grupos sea larga, las disposiciones del Código penal hasta aquí mencionadas no tienen en vista como tal la expresión difundida en la intención de suscitar el odio contra grupos raciales, étnicos o religiosos. Aun antes de la II Guerra Mundial, sin embargo, se han manifestado los reclamos por las lagunas del derecho penal canadiense al respecto. Durante el transcurso de los años 30, por ejemplo, Manitoba aprobó una ley para combatir lo que se pensaba era un aumento de la difusión de la propaganda nazi (Ley sobre la calumnia, R.S.M. 1913, ch. 113, art. 13A (aj. S.M. 1934, ch. 23, art. 1), convertida en la Ley sobre la difamación, L.R.M. 1987, ch. D20, par. 19(1)). Tras la II Guerra Mundial y la revelación del Holocausto, nació en Canadá, y en todo el mundo el deseo de proteger los derechos humanos y sobre todo el de prevenir la discriminación. En el plano internacional, este deseo condujo a la histórica Declaración universal de los derechos humanos en 1948 y, en lo que respecta a la apología del odio, finalmente se manifestó en dos documentos internacionales relativos a los derechos humanos. En Canadá, el estado de espíritu de la post-guerra condujo a un intento por incluir en las reformas de 1953 del Código penal disposiciones que prohíban la apología del odio, pero factor más decisivo en la modificación del derecho penal a fin de prohibir la apología del odio fue la creación del ministro de Justicia, Guy Favreau, de un comité especial encargado del estudio de los problemas vinculados a la difusión de la apología del odio en Canadá. Los miembros del Comité especial sobre la apología del odio en Canadá, comúnmente llamado el Comité Cohen, eran: su presidente, Maxwell Cohen, c.r., decano de la facultad de derecho de la Universidad McGill; el señor J.A. Corry, rector de la Universidad de Queens; el abad Gérard Dion, de la facultad de ciencias sociales de la Universidad de Laval; el señor Saul Hayes, c.r., vicepresidente ejecutivo del Congreso judío de Canadá; el señor Mark R. MacGuigan, profesor agregado en la facultad de derecho de la Universidad de Toronto; el señor Shane MacKay, director del Winnipeg Free Press; y el señor Pierre-E. Trudeau, profesor agregado en la facultad de derecho de la Universidad de Montreal. Era un comité particularmente fuerte y, en 1996, publicó por unanimidad el Informe del Comité especial sobre la apología del odio en Canadá. El primer párrafo de la introducción marca el tono del informe: El presente informe constituye un estudio del poder destructivo de las palabras y las medidas que una sociedad civilizada puede tomar para evitarlas. La ley o la costumbre no pueden ni deben cometer todos los abusos en las relaciones entre los humanos. Pero todas las sociedades, de tiempos a otros, fijan los límites de lo que no será tolerado ni permitido. En una sociedad libre como la nuestra, en que la libertad
de expresión puede hacer nacer ideas propias para modificar incluso el orden establecido, se concede excesivo valor a la retórica sin considerar las consecuencias. Pero esta opción por la elocuencia no debe ir hasta tolerar los perjuicios causados a la colectividad y a las personas o grupos identificables, víctimas inocentes del fuego cruzado de la discusión que sobrepasa los límites permitidos. De conformidad a tales observaciones, el tema constantemente retomado es la necesidad de prevenir la difusión de la apología del odio sin que ello implique una violación indebida a la libertad de expresión, tema que ha llevado al comité a recomendar varias modificaciones al Código penal. Estas modificaciones han sido introducidas en lo esencial de acuerdo a las recomendaciones del Comité. Las mismas tienen en vista la instigación al genocidio (art. 318), la incitación pública al odio susceptible de conllevar una violación a la paz (núm. 319(1)) y la disposición atacada en autos, el núm. 319(2) actual del Código, el fomento voluntario del odio. VI. El inc. 2b) de la Carta – la libertad de expresión Tras este breve resumen histórico de los intentos de prohibir la apología del odio, puedo ahora abordar las cuestiones constitucionales a dilucidar en el marco de la presente apelación. La primera es la de saber si el núm. 319(2) del Código penal es una violación de la garantía de libertad de expresión enunciada en la Carta. En otros términos, ¿se aplica el inc. 2b) al fomento voluntario del odio contra un grupo identificable? Antes de examinar los hechos particulares del caso, no obstante, deseo realizar ciertas observaciones acerca de la naturaleza de la garantía del inc. 2b). Evidentemente, la concepción que se pueda tener de la libertad de expresión constituye el telón de fondo esencial de todo análisis fundado en el inc. 2b), dado que los valores a los que esta libertad favorece ayudan no solamente a definir el alcance del inc. 2b), sino también se ubican en el primer plano en el estudio de las modalidades de coexistencia de intereses opuestos con esta misma libertad, bajo el régimen del art. 1 de la Carta. En un pasado reciente, esta Corte tuvo la ocasión de oír y resolver varios litigios en materia de libertad de expresión. Se trata especialmente de SDGMR c. Dolphin Delivery Ltd., 1986 CSC 5, [1986] 2 R.C.S. 573; Ford c. Québec (Procurador general), 1988 CSC 19, [1988] 2 R.C.S. 712; Irwin Toy Ltd. c. Québec (Procurador general), 1989 CSC 87, [1989] 1 R.C.S. 927; Edmonton Journal c. Alberta (Procurador general), 1989 CSC 20, [1989] 2 R.C.S. 1326; Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Man.), 1990 CSC 105, [1990] 1 R.C.S. 1123; y Rocket c. Real Colegio de cirujanos dentistas de Ontario, 1990 CSC 121, [1990] 2 R.C.S. 232. Juntos los fallos citados nos aclaran los valores que encierra la libertad de expresión y nos hacen ver, por otra parte, las relaciones entre el inc. 2b) y el art. 1 de la Carta. Que la libertad de expresar abiertamente y sin restricción reviste una importancia vital en una sociedad libre y democrática, los tribunales canadienses lo han reconocido antes de la adopción de la Carta. La posición de esta Corte con relación a la libertad de expresión, a la vez en los casos relativos al reparto de poderes y por otra, fue objeto de examen en el caso Dolphin Delivery Ltd., cit., pp. 583-588, en el que hizo notar que aun antes de la Carta, incluso antes de la adopción de la Declaración canadiense de derechos por el legislador federal en 1960, S.C. 1960, ch. 44, la libertad de expresión era percibida como un valor esencial de la democracia parlamentaria canadiense. Esta libertad se hallaba, pues, protegida por los tribunales en la medida de lo posible antes de su consagración en la Carta e incluso parecía adoptar a veces la forma de una libertad con protección constitucional (véanse, por ejemplo, Consulta relativa a los Estatutos de Alberta, 1938 SCC 1, [1938] R.C.S. 100, opinión del magistrado presidente Duff, pp. 132-133; y Switzman c. Elbling, 1957 SCC 2, [1957] R.C.S. 285, opinión del magistrado Abbott, p. 326).
En ausencia de protección expresa en una constitución escrita, sin embargo, la libertad de expresión fue objeto de consideración planteada en los casos anteriores a la Carta (véase Clare Beckton, “Liberté d’expression”, en G.-A. Beaudoin y E. Ratushny, ed. Carta canadiense de los derechos y libertades (2da edición, 1989), 223, pp. 226-227). Además, la jurisprudencia anterior a la Carta, aplicó la garantía de la libertad de expresión sobre todo a la expresión política, contexto que limitaba en algo el contenido de esta libertad que llevó a esta Corte en el caso Ford, cit., a realizar la observación siguiente, p. 764: Si la jurisprudencia anterior a la Carta insistió en la importancia de la expresión política, ello radicaba en la misma fue la forma de expresión que más veces dio lugar a controversias fundadas en el reparto de poderes y en la “carta de derechos implícita” y que, en tal contexto, la libertad de expresión política podía ser conectada al mantenimiento del funcionamiento de las instituciones de un gobierno democrático. La expresión política, sin embargo, no es sino una forma de expresión en la gran diversidad de tipos de expresión que ameritan protección constitucional puesto que sirven para promover ciertos valores individuales y colectivos en una sociedad libre y democrática. La libertad de expresión jugó, pues, un rol antes de la Carta, pero su importancia se vio acrecida con la misma y además, los valores que la misma protege han sido sometidos a estudios más minuciosos y más generosos. Deriva netamente del extracto citado que el alcance del inc. 2b) puede ser muy amplio dado que la expresión amerita protección constitucional si busca “promover ciertos valores individuales y colectivos en una sociedad libre y democrática”. En los casos siguientes, la Corte no perdió de vista esta concepción amplia de los valores que sostienen a la libertad de expresión, no obstante la decisión de la mayoría en Irwin Toy insiste, quizá, con más fuerza en el carácter primordial del “compromiso democrático” que delimita la esfera de libertad protegida (p. 971). Además, la Corte intentó llegar a una formulación más exacta de ciertas convicciones de las que procede la libertad de expresión, resumidas así en el caso Irwin Toy (p´. 976): (1) la búsqueda y el descubrimiento de la verdad es una actividad que es buena en sí misma; (2) la participación en la toma de decisiones de interés social y político debe ser fomentada y favorecida; y (3) la diversidad de formas de enriquecimiento y desarrollo personal debe ser fomentada en una sociedad que es tolerante y acogedora, tanto con relación a quienes transmiten un mensaje como con relación a quienes el mismo está destinado. Aunque el caso Ford, haya estudiado los valores generalmente considerados como sustento de la libertad de expresión, se mostró igualmente sensible a la necesidad de examinar tales valores en el marco contextual de la Carta. La Corte afirmó, en consecuencia, pp. 765-766: Estos intentos de definición de valores que justifican la protección constitucional de la libertad de expresión son útiles para destacar los más importantes de entre ellos. Sin embargo, los mismos, por lo general, han sido formulados en un contexto filosófico que antepone la cuestión de saber si tal o cual modo de expresión forma parte de los intereses protegidos por el valor que es la libertad de expresión, a la de saber si, en último caso, tal modo o tal forma de expresión amerita, bajo el régimen de la Carta canadiense y de la Carta quebequense, una protección contra todo ataque. Estas dos cuestiones requieren distintos análisis. El art. 1 es el que exige este doble análisis en los casos canadienses que conciernen a la libertad de expresión. En efecto, esta manera de proceder permitió a esta Corte en el caso Ford dar al inc. 2b), en las circunstancias de dicho caso, una interpretación amplia y liberal que lo hacía aplicable
a la expresión comercial, y afirmar que la apreciación de los valores opuestos se haría “más a menudo” en el marco establecido por el art. 1 (p. 766). El caso Irwin Toy puede ser considerado a la vez como precisando la relación entre el inc. 2b) y el art. 1 en materia de libertad de expresión y como confirmando una vez más y reforzando la interpretación amplia y liberal que de esta libertad enunciada en el inc. 2b) realizó esta Corte en el caso Ford. Estos aspectos del caso derivan, en gran medida, del análisis en dos etapas utilizado para determinar si hubo violación del inc. 2b), método confirmado por esta Corte en casos posteriores, entre ellos Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Man.), y Real Colegio de Cirujanos Dentistas, antes citados. La etapa inicial del análisis previsto en el caso Irwin Toy radica en averiguar si la actividad de la parte que alega la violación a la libertad de expresión se halla incluida en la esfera protegida por el inc. 2b). Expresando una interpretación amplia y comprensiva para dar respuesta a dicha cuestión, el fallo sostiene (p. 968): La “expresión” posee a la vez un contenido y una forma y ambos elementos pueden hallarse inextricablemente unidos. La actividad es expresiva si intenta transmitir un mensaje. Éste es su contenido. La libertad de expresión ha sido consagrada por nuestra Constitución y está protegida por la Carta quebequense para asegurar que todos puedan manifestar sus pensamientos, opiniones, creencias, en efecto, todas las expresiones de su corazón o de su espíritu, por impopulares, molestas o radicales que sean. Esta protección es, de acuerdo a la Carta canadiense y a la quebequense, “fundamental” porque en una sociedad libre, pluralista y democrática, se debe conceder valor a la diversidad de ideas y opiniones, lo cual es intrínsecamente saludable tanto para la colectividad como para el individuo. Ahora bien, salvo en los raros casos en que la libertad de expresión reviste la forma de violencia física, la Corte estimó que deriva de la naturaleza fundamental de la libertad de expresión que “si la actividad transmite o intenta transmitir un mensaje, ella posee un contenido expresivo y corresponde, a primera vista, al campo de la garantía” (p. 969). En otras palabras, el término “expresión” incluido en el inc. 2b) de la Carta incluye a todo contenido de la expresión, sin consideración respecto al sentido o mensaje particular que se intenta transmitir (véase Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Man.), cit., p. 1181, el entonces magistrado Lamer). La segunda etapa del análisis expuesto en el caso Irwin Toy radica en determinar si la acción gubernamental atacado busca restringir la libertad de expresión. Una acción gubernamental que tenga tal objetivo violará necesariamente la libertad de expresión. Si, no obstante, la acción tiene por efecto, antes que por objeto, limitar una actividad, el inc. 2b) no encuentra aplicación, a menos que la parte que alega la violación pueda demostrar que se trata de una actividad que, lejos de minarlos, apoya los principios y valores sobre los cuales reposa la libertad de expresión. Habiendo estudiado el criterio sentado en el caso Irwin Toy, queda por determinar si la disposición legislativa atacada en autos – el núm. 319(2) del Código penal – viola la libertad de expresión protegida por el inc. 2b). Las expresiones que fomentan voluntariamente el odio contra un grupo identificable transmiten incontestablemente una significación, y tal es la intención de sus autores. Puesto que el caso Irwin Toy insiste en el hecho que el tipo de mensaje transmitido carece de toda pertinencia con relación a la cuestión de saber si hubo o no violación del inc. 2b), desde luego, carece de toda importancia que la expresión tenida en vista por el núm. 319(2) sea odiosa o negligente. Basta que las mismas fomenten voluntariamente el odio, transmitan o intenten transmitir un mensaje, y fuerza es concluir que en su primer punto el criterio establecido en el caso Irwin Toy ha sido cumplido.
Pasando a la segunda etapa del análisis fundado en el inc. 2b), constatamos que la prohibición formulada en el núm. 319(2) tiene en vista directamente a las palabras – en el presente caso, las enseñanzas del señor Keegstra – cuyo contenido y objeto busca favorecer el odio racial o religioso. El objetivo del núm. 319(2) puede, pues, ser expresado así: limitar el contenido de la expresión precisando ciertas significaciones que no deben ser transmitidas. El núm. 319(2) busca, pues, abiertamente impedir una expresión y satisface así el segundo punto del criterio sentado en el caso Irwin Toy. En mi opinión, el legislador federal busca, a través del núm. 319(2) prohibir las comunicaciones que transmite un mensaje, es decir, aquellas realizadas con la intención de fomentar el odio contra grupos identificables. Concluyo, en consecuencia, que el núm. 319(2) viola la libertad de expresión protegida por el inc. 2b) de la Carta. Antes de examinar si la disposición atacada se halla, pues, justificada en los términos del art. 1, me propongo, no obstante, abordar dos argumentos presentados para sostener que las expresiones destinadas a fomentar el odio no corresponden al inc. 2b). El primero consiste en una excepción mencionada en el caso Irwin Toy con relación a la libertad de expresión que se manifiesta bajo forma violenta. El segundo se relaciona con la incidencia de otros artículos de la Carta y ciertas convenciones internacionales con relación a la interpretación del alcance de la garantía de la libertad de expresión. Antes que nada, con respecto a la idea de que la expresión tenida en vista por el núm. 319(2) corresponde a una excepción enunciada en el caso Irwin Toy, debemos decir que la apología del odio es una actividad que por su forma y consecuencias es análoga a la violencia o a las amenazas de violencia. Siguiendo a este argumento, la jurisprudencia de la Corte Suprema de Canadá excluye del alcance del inc. 2b) la violencia y las amenazas de violencia, exclusión que halla justificación en el hecho de que tales formas de expresión se oponen a los valores sostenidos por la libertad de expresión. Así pues, se nos ha señalado apoyando la posición que la Corte adoptó en el caso Irwin Toy que “la libertad de expresión es la garantía de que podemos difundir nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, de forma no violenta, sin temor a la censura” (p. 970). Se nos ha invitado a concluir que la apología del odio del tipo visto por el núm. 319(2), por cuanto destruye la capacidad de los miembros de grupos vulnerables comunicar sus pensamientos y sentimientos, en forma no violenta, sin temor a la censura, es asimilable a la violencia y a la amenazas de violencia y no corresponde al núm. 2b). La proposición, enunciada en el caso Irwin Toy, según la cual la expresión violenta no se beneficia con la protección del inc. 2b) se origina en una observación realizada por el magistrado McIntyre en el caso Dolphin Delivery Ltd., donde afirmó que la libertad de expresión protegida a los piqueteros no podría ser extendida de manera a proteger la violencia o amenazas de violencia (p. 588). Tal restricción del alcance del inc. 2b) fue igualmente mencionado en varios casos recientes en los que ha fallado este Corte, particularmente por el entonces magistrado Lamer en el caso Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Man.) y por en forma unánime en el caso Real Colegio de Cirujanos Dentistas. Sin embargo, hace falta señalar que ninguno de los casos fallados por esta Corte se ha fundado en la idea de que el la conducta expresiva se halla excluida del alcance del inc. 2b) cuando la misma toma la forma de violencia. Precisamente, con relación al argumento según el cual la apología del odio no debería beneficiarse de la protección del inc. 2b), agrego, en primer lugar, que las comunicaciones sometidas a las restricciones previstas en el núm. 319(2) no podrían ser asimiladas a la violencia, término que, según lo que se concluye del caso Irwin Toy, se aplica a la expresión que se manifiesta directamente a través de un perjuicio corporal. Tampoco estimo que la apología del odio sea análoga a la violencia y no la excluyo, pues, de la protección acordada por la garantía de la libertad de expresión. Como ya lo he explicado, el caso Irwin Toy parte de la proposición que todas las actividades que transmiten o intentan transmitir un mensaje son asimilables a la expresión en el sentido inc. 2b); el contenido de la
expresión carece de importancia para determinar el alcance de esta disposición de la Carta. Una excepción ha sido propuesta para el caso extremo en que el mensaje se transmite directamente a través de violencia física, y es la incompatibilidad total de esta forma de expresión con los valores que sostienen a la libertad de expresión la que justifica dicha medida extraordinaria. El núm. 319(2) del Código penal prohíbe la comunicación de todo mensaje ofensivo, pero el carácter ofensivo reside en el contenido del mensaje no en su forma. Por tal razón, la apología del odio puede incluirse dentro de la categoría de expresión, y, por ende, corresponde al inc. 2b). Por lo que respecta a las amenazas de violencia, el caso Irwin Toy busca únicamente limitar la aplicación del inc. 2b) a ciertas formas de expresión, diciendo al efecto, p. 970: A pesar de que la garantía de la libertad de expresión protege a todo el contenido de una expresión, es evidente que la violencia como forma de expresión no recibe esta protección. No es necesario definir en autos precisamente en que caso o por qué motivo una forma de expresión escogida para transmitir un mensaje se sale del campo de aplicación de la garantía. Sin embargo, está perfectamente claro que, por ejemplo, el autor de un homicidio o una violación no puede invocar la libertad de expresión para justificar el modo de expresión que escogió [Subrayado en el original]. Aun cuando la línea demarcatoria entre la forma y el contenido no siempre sea fácil de trazar, las amenazas de violencia no pueden, en mi opinión, ser clasificadas sino en referencia al contenido de su mensaje. Como tales, ellas no corresponden a la excepción que menciona el caso Irwin Toy y su supresión debe poder justificarse en virtud del art. 1. Como estimo que las amenazas de violencia no se hallan excluidas de la definición de expresión manifestada por el inc. 2b), es inútil decidir si los aspectos amenazantes de la apología del odio pueden ser considerados como amenazas de violencia, o análogas a tales amenazas, de manera a negarles la protección que acuerda el inc. 2b). El segundo punto que deseo tratar antes de concluir el análisis relativo al inc. 2b) concierne a la pertinencia de otras disposiciones de la Carta y de ciertas convenciones internacionales de las cuales Canadá es parte en la interpretación acordada por la garantía de la libertad de expresión. Se ha sostenido que el apoyo de la exclusión de la apología del odio de la protección del inc. 2b), que la aplicación de los arts. 15 y 27 de la Carta – relativos a la igualdad y el multiculturalismo – y la adhesión de Canadá a ciertas convenciones internacionales que exigen la prohibición de declaraciones racistas conllevan la incompatibilidad del núm. 319(2) con una definición amplia y liberal de la libertad de expresión (véase, por ejemplo, I. Cotler, “Hate Literature”, en R.S. Abella y M.L. Rothman, ed., Justice Beyond Orwell (1985), 117, pp. 121-122). Este argumento consiste en suma, en decir que estas ayudas a la interpretación tienen por efecto unir inextricablemente a cada garantía constitucional valores que favorecen la igualdad en la participación social así como la seguridad y la dignidad de todos. Se pretende, en consecuencia, que el alcance del inc. 2b) debe ser limitado de modo que no sea aplicable a las manifestaciones que dañan seriamente la igualdad, la seguridad y la dignidad de los demás. Como realizaré un análisis profundo del efecto de las distintas disposiciones de la Carta y de las diversas convenciones internacionales cuando examine si el núm. 319(2) constituye un límite razonable en los términos del art. 1, no iré aquí más allá que unas breves observaciones. Basta con decir que apruebo la posición general adoptada por la magistrada Wilson en el caso Edmonton Journal, cit., en el cual habla del peligro que existe en sopesar valores concurrentes sin la ventaja de un contexto. Esta posición no excluye lógicamente la posibilidad de proceder a tal evaluación bajo el régimen del inc. 2b) – podríamos en efecto evitar los peligros de un análisis excesivamente abstracto asegurando simplemente que sean sometidas a un minucioso examen las circunstancias del uso de la libertad en cuestión y la restricción legislativa. Creo, sin embargo, que el art. 1 de la Carta conviene particularmente bien a la evaluación relativa de los valores y estimo que los anteriores casos en que
esta Corte analizó la libertad de expresión apoyan esta conclusión. En mi opinión, no corresponde debilitar la libertad protegida por el inc. 2b) por la circunstancia de que un contexto particular lo exija, porque de siguiendo a la interpretación amplia y liberal de la libertad de expresión realizada en el caso Irwin Toy, es preferible sopesar los diversos factores y valores contextuales en el marco del artículo 1. Así pues, para concluir con la cuestión del inc. 2b), concluyo que el núm. 319(2) del Código penal constituye una violación de la libertad de expresión protegida por la Carta. Paso ahora a analizar la cuestión de saber si tal violación puede justificarse como límite razonable en una sociedad libre y democrática, en los términos del art. 1. VII. El análisis del núm. 319(2) en virtud del art. 1 A. La forma general de abordar el art. 1 Aun cuando el art. 1 haya sido reproducido precedentemente en la presente opinión, lo citaré de nuevo aquí: 1. La Carta canadiense de los derechos y libertades protege los derechos y libertades que en ella se enuncian. Los cuales no podrán ser restringidos sino por una regla de derecho, dentro de límites que sean razonables y cuya justificación pueda ser demostrada en el marco de una sociedad libre y democrática. En el caso R. c. Oakes, 1986 CSC 46, [1986] 1 R.C.S. 103, esta Corte propuso un método de análisis para determinar si la justificación de un límite impuesto a un derecho o a una libertad puede demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática. Siguiendo el método del caso Oakes, debemos establecer, antes que nada, que un acto atacado realizado por el Estado persigue un objetivo que traduce una preocupación urgente y real en una sociedad democrática. Es el único género de objetivo que es suficientemente importante para justificar una derogación a un derecho o una libertad protegido por la Constitución (p. 138). El segundo punto del criterio del caso Oakes consiste en medir la proporcionalidad entre el objetivo y la medida atacada. Este examen de la proporcionalidad busca orientar el proceso por el cual se sopesan los intereses individuales y colectivos protegidos por el art. 1 y, en el caso Oakes, ha sido dividido en tres etapas (p. 139): Primero, las medidas adoptadas deben ser cuidadosamente concebidas para alcanzar el objetivo en cuestión. Las mismas no deben ser ni arbitrarias, ni inequitativas, ni fundadas en consideraciones irracionales. Ahora pues, las mismas deben contar con un nexo racional con el objetivo en cuestión [...] Tercero, debe existir proporcionalidad entre los efectos de las medidas restrictivas de un derecho o libertad protegidos por la Carta y el objetivo reconocido como “suficientemente importante”. Esta Corte en repetidas ocasiones confirmó el cuadro analítico establecido en el caso Oakes, y sin embargo, nos aventuramos peligrosamente a un error si vemos en el art. 1 una disposición rígida y cubierta de formalismo que no ofrece nada más que una última oportunidad al Estado para justificar incursiones en el campo de los derechos fundamentales. Desde un punto de vista estrictamente práctico, los recurrentes que invocan la Carta pueden, a veces, percibir así al art. 1, pero en el derecho constitucional de nuestra nación, este artículo juega un rol infinitamente más rico, un rol de gran envergadura y extremo refinamiento. Deseo, pues, hacer ciertas observaciones más generalmente con relación al rol del art. 1 antes de examinar individualmente los elementos del método del caso Oakes en el contexto de la presente apelación.
En el texto del art. 1 se hallan reunidos los valores y las aspiraciones fundamentales de la sociedad canadiense. Como ya lo dijo esta Corte, el art. 1 de la Carta tiene la doble función de hacer efectivos los derechos y libertades protegidos por ella y permitir todo límite razonable que una sociedad libre y democrática puede imponerles (Oakes, pp. 133.134). Lo que me parece importante en dicho doble rol, es el fondo común de la garantía de los derechos y libertades y de las restricciones aportadas. Este fondo común se extrae de la expresión “sociedad libre y democrática”. Como lo sostuvo la mayoría en el caso Slaight Communications Inc. c. Davidson, 1989 CSC 92, [1989] 1 R.C.S. 1038, p. 1056: Los valores fundamentales de una sociedad libre y democrática aseguran los derechos previstos en la Carta y, cuando ello se indique, justifican la restricción de estos derechos. Evidentemente, la aplicación práctica del art. 1 necesita mucho más que la articulación de las palabras “sociedad libre y democrática”. Se requiere que sean definidas y dilucidados los valores que ella encierran. En una amplia medida, una sociedad libre y democrática abraza los valores y principios que los canadienses han buscado proteger y promover a través de la constitucionalización de los derechos y libertades, aun cuando la evaluación realizada en virtud del art. 1 no se refiera a los valores expresamente enunciadas en la Carta (Slaight, cit., p. 1056). Tuve presentes en la mente estas líneas directrices al realizar observaciones, según el caso Oakes, con relación a ciertos ideales diferentes a nuestra concepción de una sociedad libre y democrática (p136): Los tribunales deben ser guiados por valores y principios esenciales a una sociedad libre y democrática, los cuales comprenden, en mi opinión, el respeto a la dignidad inherente del ser humano, la promoción de la justicia e igualdad social, la aceptación de una gran diversidad de creencias, el respeto de cada cultura y cada grupo y la fe en las instituciones sociales y políticas que favorezcan la participación de los particulares y grupos en la sociedad. Los valores y principios subyacentes a una sociedad libre y democrática se hallan en el origen de los derechos y libertades que protege la Carta y constituyen la norma fundamental en función a la cual debemos establecer que una restricción a un derecho o una libertad constituye, a pesar de sus efectos, un límite razonable cuya justificación pueda ser demostrada. Sin duda los valores y principios son numerosos, y engloban las garantías enumeradas en la Carta y más aún. De igual manera, puede que no todos ameriten igual peso y variarán ciertamente en importancia de acuerdo a las circunstancias de cada caso. Es importante no perder de vista las circunstancias fácticas cuando emprendemos el análisis fundado en el art. 1, dado que ellas moldean la opinión que se hace un tribunal tanto del derecho o libertad en causa como de la restricción propuesta por el Estado, ni unos ni otros pueden ser analizados en abstracto. Como bien lo afirmó la magistrada Wilson en el caso Edmonton Journal, cit., hablando de lo que ella llama el “método contextual” de interpretación de la Carta, pp. 1355 1356: ... una libertad o un derecho particulares pueden tener un valor distinto según el contexto. Por ejemplo, puede que la libertad de expresión cuente con una mayor importancia en un contexto político que en el contexto de la divulgación de los detalles de un caso matrimonial. El método contextual intenta poner directamente en evidencia el aspecto del derecho o de la libertad que se halla verdaderamente en causa en la instancia así como los aspectos pertinentes de los valores que entran en conflicto con tal derecho o libertad. Parece mejor tomar la realidad del litigio planteado a través de los hechos particulares y estar pues más propicio a la búsqueda
de un compromiso justo y equitativo entre los valores en conflicto en virtud del artículo 1. Aunque la magistrada Wilson haga alusión a la carga de apreciación de los derechos y libertades enumerados, no veo razón alguna para que su punto de vista no pueda ser aplicado al conjunto de valores afectados a una sociedad libre y democrática. Evidentemente, la perspectiva judicial a adoptar a los fines del art. 1 debe proceder de una apreciación de la relación sinérgica entre dos elementos: los valores que sostienen a la Carta y las circunstancias de la instancia particular. Me atrevo a esperar que resulte claramente del análisis que precede que la rigidez y el formalismo deben ser evitados en la aplicación del art. 1. La posibilidad de utilizar el art. 1 como un instrumento que se adapte a los valores y circunstancias propias a una apelación ha sido reconocido como primordial en la jurisprudencia, y el magistrado La Forest describió admirablemente este método en el caso Estados Unidos de América c. Cotroni, 1989 CSC 106, [1989] 1 R.C.S. 1469, pp. 14891490: Me parece que efectuando esta evaluación en virtud del art. 1 debemos evitar recurrir a un método mecánico. Aun cuando se deba acordar prioridad en la ecuación a los derechos protegidos por la Carta, los valores subyacentes deben ser, en un contexto particular, evaluados delicadamente en función a otros valores propios a una sociedad libre y democrática que el legislador busca promover. Véase también R. c. Jones, 1986 CSC 32, [1986] 2 R.C.S. 284, el magistrado La Forest, p. 300; R. c. Edwards Books and Art Ltd., 1986 CSC 12, [1986] 2 R.C.S. 713, el magistrado presidente Dickson, pp. 768-769; e Irwin Toy, cit., opinión de la mayoría, pp. 989-990. El magistrado La Forest indicó con razón que la aplicación del método del caso Oakes variará en función a las circunstancias de la instancia, especialmente la naturaleza de los intereses en juego. B. El recurso a la jurisprudencia constitucional americana Habiendo tratado el rol único y unificador del art. 1, creo que conviene abordar un aspecto subsidiario, que sin embargo es crucial para dilucidar la presente apelación: se trata de la relación entre las posiciones canadiense y americana con respecto a la libertad de expresión, sobre todo en el campo de la apología del odio. Quienes atacan la constitucionalidad del núm. 319(2) se apoyan fuertemente en la jurisprudencia relativa a la Primera Enmienda sopesando las libertades e intereses que se oponen en la presente apelación, lo que resulta comprensible dado que la opinión corriente es que la criminalización de la apología del odio viola el Bill of Rights (véase, por ejemplo, L.H. Tribe, American Constitutional Law (2da ed., 1988), p. 861, nota 2; K. Greenwalt, “Insults and Epithets: Are They Protected Speech” (1990), 42 Rutgers L. Rev. 287, p. 304). En respuesta a la importancia que se concede a la dicha doctrina y jurisprudencia, creo que es útil resumir la posición americana y determinar en qué medida la misma debe influenciar el análisis fundado en el art. 1 en las circunstancias de la presente apelación. Una variedad de fuentes, tanto jurisprudenciales como doctrinales, integran el espectro de decisiones relativas a la Primera Enmienda y a apología del odio. En el centro mismo de la mayor parte de los análisis se halla el caso de 1952, Beauharmais c. Illinois, 343 U.S. 250, en el cual la Corte Suprema de los Estados Unidos declaró constitucional una ley penal que prohibía ciertos tipos de difamación con relación a grupos. Aun cuando su doctrina nunca haya sido descartada, el caso Beauharmais parece haber sido ablandado por casos posteriores de la Corte Suprema (véanse, por ejemplo, Garrison v. Louisiana, 379 U.S. 64 (1964); Ashton v. Kentucky, 384 U.S. 195 (1966); New York Times Co. v. Sullivan, 376 U.S. 254 (1964); Brandenburg v. Ohio, 395 U.S. 444 (1969); y Cohen v. California, 403 U.S. 15 (1971)). Deriva de buena parte esta jurisprudencia una tendencia hacia la protección de
la invectiva pública y ofensiva, con tal que autor no haya mentido conscientemente y que no exista ningún peligro claro y actual de violencia o insurrección. Teniendo en cuenta las declaraciones subsecuentes de la Corte Suprema, los tribunales inferiores en ocasiones hicieron distinciones con el caso Beauharmais y lo pusieron en duda (véanse, por ejemplo, Anti-Deflation League of B’nai B’rith v. Federal Communications Commission, 403 F.2d 169 (DC Cir. 1968); p. 174, nota 5; Tollett v. United States, 485 F.2d 1087 (8th Cir. 1973), p. 1094, nota 14; American Booksellers Ass’n, Inc. v. Hudnut, 771 F.2d 323 (7th Cir. 1985), pp. 331-332; y Doe v. University of Michigan, 721 F.Supp 852 (E.D. Mich. 1989), p. 863). Entre los fallos que expresaron una confianza dudosa con relación al caso Beauharmais, el caso Collin v. Smith, 578 F.2d 1197 (7th Cir. 1978), certiorari denegado, 439 U.S. 916 (1978), es el más pertinente a los fines de la presente apelación. En el caso Collin, la Corte Federal de Apelaciones para el Séptimo Circuito invalidó una ordenanza municipal que prohibía manifestaciones públicas que incitaran [TRADUCCIÓN] “a la violencia, al odio, a las injurias o a la hostilidad con respecto a una persona o grupo invocando su afiliación religiosa, racial, étnica, nacional o regional” (p. 1199); la corte permitió así a los miembros del partido nazi de los Estados Unidos desfilar en Skokie (Illinois), donde habitaba un gran número de sobrevivientes del Holocausto judío (no obstante, a pesar de ello el desfile no se realizó en Skokie; I. Horowitz, “First Amendment Blues: On Downs, Nazis in Skokie”, [1986] Am. B. Found. Res. J. 535, p. 540). La cuestión que nos preocupa en autos, evidentemente, no es la de saber donde debe estar la regla de derecho en los Estados Unidos. Es importante, sin embargo, precisar las razones por las cuales la experiencia americana puede ser o no útil en el análisis del núm. 319(2) del Código penal en virtud del art. 1. En los Estados Unidos, un conjunto de derechos fundamentales se beneficia con la protección constitucional desde hace más de cien años. De ello resulta, pues, una inmensa experiencia práctica y teórica de la que los tribunales canadienses no deberían hacer abstracción. Por otra parte, debemos examinar el derecho constitucional norteamericano con ojo crítico y, a este respecto, el magistrado La Forest señala en el caso R. c. Rahey, 1987 CSC 52, [1987] 1 R.C.S. 588, p. 639: Aunque sea natural e incluso deseable que los tribunales canadienses se remitan a la jurisprudencia constitucional norteamericana para buscar dilucidar el sentido de las garantías previstas en la Carta que cuentan con sus equivalentes en la Constitución de los Estados Unidos, debe tenerse cuidado para no establecer rápidamente un paralelismo entre constituciones vigentes en países diferentes y aprobadas en circunstancias diferentes... Canadá y Estados Unidos no son iguales en todos los puntos y los documentos protectores de los derechos individuales en nuestros dos países nacieron en contextos distintos. El simple buen sentido nos obliga a reconocer que, aunque las similitudes justifiquen el tomar prestada la experiencia americana, de igual manera las diferencias podrían exigir que la visión constitucional canadiense de aparte de la visión americana. Habiendo examinado la jurisprudencia americana relativa a la Primera Enmienda y a los textos legislativos que penalizan la apología del odio, no estoy dispuesto a aceptar sin reservas el argumento según el cual el precedente Beauharmais debe ser dejado de lado amparado en el motivo que las restricciones impuestas a la libertad de expresión no se justifican sino en un caso de peligro claro y actual de atentado inminente contra la paz. No puedo, igualmente, adoptar, sin examinar minuciosamente si las mismas convienen o no a la teoría constitucional canadiense, diferentes clasificaciones y reglas directrices provenientes del derecho americano. Aunque la experiencia americana me ha ayudado enormemente a sacar mis propias conclusiones con relación a la presente apelación, y aunque me hallo lejos de rechazar íntegramente la teoría de la interpretación de la
Primera Enmienda, dudo, sin embargo, con relación a varios puntos, de la aplicabilidad de esta teoría en el contexto de la impugnación de una ley relativa a la apología del odio. En primer lugar, no es completamente seguro que el precedente Beauharmais sea incompatible con la teoría actual de la interpretación de la Primera Enmienda. Se ha sostenido plausiblemente, en efecto, que fallos posteriores de la Corte Suprema no han necesariamente disminuido su legitimidad (véase, por ejemplo, K. Lasson, “Racial Defamation as Free Speech: Abusing the First Amendment” (1985), 17 Colum. Hum. Rts. L. Rev. 11). En efecto, existe en los Estados Unidos una doctrina cresciente que insiste mucho más en la manera en que la apología del odio puede minar los valores mismos que decimos protegidos por la libertad de expresión. Esta doctrina acoge la idea según la cual, si la cuestión abordada en esta nueva perspectiva, la teoría de la interpretación de la Primera Enmienda podría admitir leyes que prohíben la apología del odio (véase, por ejemplo, R. Delgado, “Words That Wound: A Tort Action for Racial Insults, Epithets, and Name-Calling” (1982), 17 Harv. C.R.-C.L. L. Rev. 133; I. Horowitz, “Skokie, the ACLU and the Endurance of Democracy Theory” (1979), 43 Law & Comtemp. Probs. 328; Lasson, loc. cit., pp. 20-30; M. Matsuda, “Public Response to Racist Speech: Considering the Victim’s Story”, (1989), 87 Mich. L. Rev. 2320, p. 2348; “Doe v. University of Michigan: First Amendment – Racist and Sexist Expression on Campus – Court Strikes Down University Limits on Hate Speech”, (1990), 103 Harv. L. Rev. 1397). En segundo lugar, el aspecto de la teoría de la interpretación de la Primera Enmienda más incompatible con el núm. 319(2), al menos según la presentación de esta teoría por los proponentes de su invalidación, es la profunda aversión que la misma traduce con respecto a la reglamentación de la expresión en función de su contenido. Dudo, sin embargo, que algo en esta visión de libertad de expresión en los Estados Unidos corresponda perfectamente a la realidad. Rechazando la posición extrema que observa en el Bill of Rights una garantía absoluta de la libertad de expresión, la Corte Suprema elaboró varios criterios y teorías que permitan identificar la expresión protegida y apreciar la legitimidad de la reglamentación gubernamental. Se exige a menudo una categorización de la expresión en causa según el contenido. Por ejemplo, la obscenidad no está protegida justamente en razón de su contenido (véase, por ejemplo, Roth v. United States, 354 U.S. 476 (1957)) y el examen de las leyes que proscriben la explotación de la pornografía infantil se han realizado según una interpretación menos estrictas de la Primera Enmienda, aun cuando las mismas refieran a expresiones que no figuren en el campo de la obscenidad (véase, New York v. Ferber, 458 U.S. 747 (1982)). De igual manera, la libertad de expresión es netamente menos vigorosamente protegida cuando la expresión comercial se halla en causa (véase, por ejemplo, Posadas de Puerto Rico Associates v. Tourism Co. of Puerto Rico, 478 U.S. 328 (1986)), y está permitido restringir a los funcionarios públicos el ejercicio del derecho a emprender actividades políticas (Cornelius v. NAACP Legal Defense and Educational Fund, Inc., 476 U.S. 788 (1985)). Ahora bien, la decisión de situar una actividad expresiva en una categoría que, sea amerite protección restringida, sea escape completamente a la extensión de la Primera Enmienda, comporta implícitamente, al menos, la apreciación del contenido de la actividad en cuestión a la luz de los valores subyacentes a la libertad de expresión. Como lo dijo el profesor F. Schauer, siempre es necesario examinar el valor, a la vista de la Primera Enmienda, de la expresión restringida a través de una reglamentación del Estado (“The Aim and the Target in Free Speech Methodology”, (1989), 83 Nw. U.L. Rev. 562, p. 568). Reconocer que el contenido a menudo se halla sometido a examen en virtud de la Primera Enmienda no viene a negar que la neutralidad del contenido juegue un rol real e importante en la jurisprudencia de los Estados Unidos. No obstante, el hecho de que no esté en lo absoluto, el hecho de que no sea absolutamente defendido tener en cuenta el contenido de la expresión y que, en los casos relativos a la Primera Enmienda, los tribunales sopesan en la ocasión los distintos intereses en causa (véase, Prof. T.A. Aleinikoff, “Constitutional Law in the Age of
Balancing”, (1987), 96 Yale L.J. 943, pp. 966-968), indica que, aun en los Estados Unidos, la restricción a un mensaje particular en razón de su significación, a menudo, se considera justificada. En tercer lugar, la aplicación de la Carta a la disposición legislativa atacada en autos resalta importantes diferencias entre las perspectivas constitucionales de Canadá y de los Estados Unidos. Ya he tratado en forma bastante detallada el rol especial que juega el art. 1 en la determinación del alcance de la protección que la Carta brinda a los derechos y libertades que enuncia. El art. 1 no tiene equivalente en los Estados Unidos, hecho que esta Corte ya ha evocado al servirse selectivamente de la jurisprudencia constitucional de los Estados Unidos (véase, por ejemplo, Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, 1985 CSC 81, [1985] 2 R.C.S. 486, el magistrado Lamer, p. 498). Por supuesto, la experiencia constitucional americana no debería jamás ser rechazada por el simple hecho de que la Carta contenga una disposición que exige la apreciación de los intereses en juego, dado que sabemos muy bien que los tribunales americanos han establecido compromisos entre los intereses opuestos, en desmedro de lo que parece ser la garantía absoluta de los derechos constitucionales. Sin embargo, en los casos en que el art. 1 entra en juego para poner en relieve una visión propiamente canadiense de una sociedad libre y democrática, no debe dudarse en apartarse del camino trazado por lo Estados Unidos. Lejos de dictar una protección menos rigurosa de los derechos y libertades que protege la Carta, esta visión independiente los protege de manera distinta. Como lo indicaré más adelante, el compromiso internacional para la eliminación de la apología del odio y, más importante aún, el rol particular dado a la igualdad y al multiculturalismo en la constitución canadiense exige que nos apartemos del punto de vista bastante predominante hoy día en los Estados Unidos, según la cual la supresión de la apología del odio es incompatible con la garantía de la libertad de expresión. (Apoyando este punto de vista, véanse los comentarios de los profesores K. Mahoney y J. Cameron en “Language as Violence v. Freedom of Expression: Canadian and American Perspectives on Group Defamation”, (1998/89), 37 Buffalo L. Rev. 337, pp. 344-353 respectivamente). En suma, la jurisprudencia relativa a la Primera Enmienda puede enseñarnos mucho sobre la libertad de expresión y la apología del odio. Sería, no obstante, imprudente de nuestra parte concluir que la teoría de la interpretación de la Primera Enmienda exige la invalidación del núm. 319(2). No solamente los precedentes carecen de uniformidad, sino que la relajación de la proscripción de la reglamentación de la expresión según su contenido, en ciertos campos, indica que los tribunales americanos no dudan en permitir la supresión de las ideas en ciertas circunstancias. Pero lo que es más importante, es que la naturaleza del test del art. 1, cuando se lo aplica al ataque contra el núm. 319(2), exige, quizá, una perspectiva propia a la jurisprudencia constitucional canadiense para la evaluación de los intereses en juego. Si los valores fundamentales que sostienen la concepción canadiense de una sociedad libre y democrática sugieren una posición diferente que niega a la apología del odio el más alto grado de protección constitucional, ésa es la posición que debemos adoptar. C. El objeto del núm. 319(2) A fin de decidir si la violación del inc. 2b) que deriva del núm. 319(2) puede verse justificada en una sociedad libre y democrática, paso ahora a las exigencias precisas del método del caso Oakes. Siguiendo al mismo, la primera etapa del análisis fundado en el art. 1 radica en examinar el objeto del texto legislativo atacado. Si se confirma que el objeto se refiere a preocupaciones urgentes y reales en una sociedad libre y democrática, entonces la restricción impuesta por el legislador a un derecho o libertad tiene posibilidades de ser permitida en virtud de la Carta. Examinando el objeto del núm. 319(2), empezaré por tratar del perjuicio causado por la apología del odio según el comité Cohen y grupos de estudio posteriores, y estudiaré enseguida la incidencia de documentos internacionales en materia de derechos humanos y de los 15 y 27 de la Carta con relación a tal objetivo.
(i) El perjuicio causado por la apología del odio contra grupos identificables En lo que respecta a la disposición legislativa atacada en autos, debemos preguntarnos si el volumen de la apología del odio en Canadá ocasiona un perjuicio suficiente para justificar una intervención, cualquiera sea, de parte del legislador. El comité Cohen concluyó en 1965 que el volumen de la apología del odio en Canadá no era despreciable (p. 25): ... existe en Canadá un pequeño número de individuos y un número algo más considerable de organismos con opiniones extremas, abocados a la enseñanza y a la propagación en Canadá del odio y del desprecio con relación a grupos minoritarios identificables. Es fácil concluir que, puesto que el número de individuos y organismos no es tan considerable, no se lo debe tomar en serio. El comité estima que esta opinión no puede ser defendida, dado que conocemos los resultados de la apología del odio en otros países, sobre todo en los años treinta, cuando propaganda e ideologías contribuyeron libremente a crear una atmósfera violenta, funesta para los valores esenciales de la sociedad judeo-cristiana, que son los de nuestra propia civilización. El comité cree, pues, que el peligro actual y potencial de la apología del odio en Canadá no puede medirse únicamente según normas cuantitativas. No obstante, los datos cuantitativos deben tomarse en serio, dado que si la apología del odio ha manifestado principalmente en Ontario, y se extendió a Columbia Británica y grupos minoritarios en al menos ocho provincias han sido sometidos a estos ataques inmisericordes. En 1984, el Comité especial de la Cámara de los comunes sobre la participación de minorías visibles en la sociedad canadiense observó en su informe intitulado L’egalité ça presse! que el aumento la inmigración y los períodos de dificultades económicas habían “creado una atmósfera propicia a los incidentes raciales” (p. 75). Con relación a la difusión de la apología del odio, el Comité especial constató que, desde el informe del comité Cohen, la difusión y alcance de este tipo de escritos había aumentado (p. 75): Simultáneamente, la apología del odio volvió a la carga en prácticamente todas las regiones de Canadá. Hoy, el mismo ya no se limita a ser antisemita o anti-negros, como en los años 60, sino que es igualmente anti-hindúes, anti-autóctonos y antifrancófonos. Ciertos documentos aún provienen de los Estados Unidos, pero la mayor parte tienen origen aquí en Canadá. Lo más inquietante, es que durante el curso de estos últimos años, Canadá se convirtió en una de las fuentes principales de la apología del odio difundida incluso en Europa, y particularmente en Alemania Occidental. Como lo revelan los extractos citados, la presencia de la apología del odio en Canadá es suficientemente importante como para justificar la inquietud. Las preocupaciones suscitadas por la existencia de tales escritos no se refieren simplemente a su carácter ofensivo, sino que deriva del perjuicio muy real que los mismos ocasionan. Existen esencialmente dos fuentes de daños derivados de la apología del odio. La primera, el perjuicio infligido a los miembros del grupo que resulta su blanco. Incontestablemente, el perjuicio emocional ocasionado por las palabras puede tener graves consecuencias psicológicas y sociales. En el contexto del acoso sexual, por ejemplo, esta Corte concluyó que las palabras pueden, por sí mismas, constituir acoso (Janzen c. Platy Enterprises Ltd., 1989 CSC 97, [1989] 1 R.C.S. 1252). De manera análoga, las palabras y escritos que incitan voluntariamente al odio pueden representar un grave ataque contra personas que pertenecen a un grupo racial o religioso y el comité Cohen señala, con respecto a esto, que estas personas se ven humilladas y vulneradas (p. 220).
En mi opinión, es normal que un individuo objeto de la apología del odio se sienta humillado y vulnerado. En efecto, el sentimiento de dignidad humana y pertenencia al conjunto de la colectividad se halla estrechamente vinculado al interés y al respecto atestiguados con relación a grupos a los que pertenecen los individuos (véase, I. Berlin, “Deux conceptions de la liberté”, en Éloge de la liberté (1988), 167, pp. 202-203). El desprecio, la hostilidad y las injurias alentadas por la apología del odio tienen, en consecuencia, un profundo efecto negativo respecto a la autoestima y al sentimiento de ser aceptado. Este efecto puede llevar a los miembros del grupo “blanco” a reacciones extremas, quizá, a evitar las actividades que los pondrían en contacto con personas que no pertenecen a dicho grupo o adoptar actitudes y comportamientos que les permitan confundirse con la mayoría. Estas consecuencias son graves en una nación que se enorgullece de ser tolerante y de favorecer la dignidad humana, especialmente con relación a los numerosos grupos raciales, religiosos y culturales de nuestra sociedad. Un segundo efecto nocivo de la apología del odio, que constituye una preocupación urgente y real, es su influencia sobre el conjunto de la sociedad. El comité Cohen remarcó que las personas pueden verse persuadidas de “casi todo” (p. 29) por poco que uno se sirva de la buena técnica para comunicarles informaciones o ideas y que se lo haga en circunstancias propicias, p. 8: En el S. XX, casi hemos perdido confianza en las facultades del hombre para ejercer su espíritu crítico con relación a la palabra y los escritos. En los SS. XVIII y XIX, creíamos generalmente que el hombre era una criatura razonable y que si su espíritu estaba formado y liberado de la superstición por el saber, terminaría siempre por distinguir la verdad del error, el bien del mal. Así, Milton dijo: “Dejemos que la verdad combata al error, pues en una lucha libre y abierta, la verdad termina siempre por triunfar”. En nuestros días, no podríamos compartir una visión tan simple. Aunque a la larga, el espíritu humano se halla revestido por la mentira flagrante y aspira al bien, es también a menudo verdad, en lo inmediato, que las emociones afectan a la razón de las personas al punto de llevarlas a rechazar perversamente verdades demostradas y negar el bien que conocen. El suceso del reclamo moderno, el triunfo de una propaganda imprudente como la de Hitler han conmovido sensiblemente nuestra fe en la razón del hombre. Sabemos que bajo la presión y la coacción de las circunstancias, espíritus irritados y frustrados pueden dejarse ganar y aun arrastrar por un histérico llamado a las emociones. Actuamos a la ligera si no tomamos en cuenta la influencia de las emociones sobre la razón. No es, pues, inconcebible que la difusión activa de la apología del odio pueda ganar adeptos a su causa y, por el mismo hecho de engendrar graves discordias entre diversos grupos culturales de la sociedad. Por otra parte, el cambio de opiniones de los destinatarios de la apología del odio puede producirse sutilmente y no resulta siempre de la aceptación consciente de la idea así comunicada. Aun cuando el mensaje transmitido por la apología del odio en apariencia sea rechazado, parece que la premisa de inferioridad racial o religiosa pueda permanecer en el espíritu del destinatario en tanto que idea que traduce cierta verdad, y allí se encuentra el germen de un efecto del que no se podría hacer una abstracción completa (véase Matsuda, loc. cit., pp. 2339-2340). La amenaza para la autoestima con relación a los miembros del grupo “blanco” tiene, pues, como pendiente la posibilidad de que los mensajes que expresen prejuicios encuentren cierta acogida favorable, conllevando así la discriminación y, quizá, incluso la violencia contra grupos minoritarios de la sociedad canadiense. Consciente de tal peligro, el comité Cohen precisó en sus conclusiones que la apología del odio representa un fenómeno funesto y pernicioso para Canadá y plantea, en consecuencia, un grave problema, p. 61:
El volumen de los efectos determinables de la apología del odio distribuida en la hora actual se halla probablemente restricto como para que pueda concluirse que existe una crisis o principio de crisis. El problema no por ello resulta menos grave. En nuestra opinión, en cierta coyuntura económica y social – si, por ejemplo, las tensiones emotivas se acentuaran o los casos cayeran en un profundo marasmo – la susceptibilidad del público podría bien incrementarse en forma notable. Por otra parte, no podríamos evaluar el daño psicológico y social que la apología del odio podría causar, tanto a una mayoría devenida insensible como a los grupos minoritarios afectados y vulnerables. Como bien lo dijo el magistrado Jackson, de la Corte Suprema de los Estados Unidos, en el caso Beauharmais contra Illinois, “tan pernicioso abuso de nuestra libertad de expresión... puede acabar con una sociedad, torcer sus elementos dominantes y hacer perseguir, incluso hasta el exterminio a sus minorías”. Como ya lo he indicado, el comité Cohen, al formular sus inquietudes con respecto a la apología del odio y su rol en la creación de las tensiones raciales y religiosas en Canadá, recomendó al Parlamento servirse del Código penal para prohibir la expresión que fomente voluntariamente el odio y para señalar el firme compromiso de Canadá en poner fin a los prejuicios y la intolerancia. El estrecho nexo entre la recomendación del comité Cohen y las modificaciones del Código penal con respecto a la apología del odio en 1970 indica que, a través de la sanción del núm. 319(2), el Parlamento buscó prevenir el prejuicio que, según el comité, resulta de la expresión fomentadora del odio. Informes más recientes han reiterado las conclusiones e inquietudes del comité Cohen y confirmado la importancia del objetivo tenido en mente por el legislador. En un informe de 1981 intitulado Report Arising Out of the Activities of the Ku Klux Klan in British Columbia, John D. McAlpine toma nota de racismo y violencia racial en Columbia Británica y recomienda, entre otros, el aumento de las tensiones existentes, incluidos hechos punibles de fomento deliberado del odio. El informe del comité especial sobre la participación de las minorías visibles en la sociedad canadiense de 1984 examina, entre otros numerosos puntos, cuestiones de derecho y de justicia relativas y concernientes a los miembros de las minorías visibles en Canadá. Ante la amenaza que representa la apología del odio para la igualdad y el multiculturalismo, el comité propuso la ampliación de la prohibición prevista en el núm. 319(2), principalmente a través de la supresión de toda mención del elemento moral que representa el carácter voluntario (recomendaciones 35 a 37). Igualmente en 1984, el Report of the Special Committee on Racial and Religious Hatred de la Asociación canadiense de Colegios de Abogados concluyó que el derecho tiene un rol que jugar, en los planos penal y civil, para la restricción de la difusión de la apología del odio (p. 12). En lo que respecta al núm. 319(2), esta conclusión fue confirmada dos años más tarde en el documento de trabajo n° 50 de la Comisión de reforma del derecho en Canadá, intitulado La propagande haineuse (1986). (ii) Los documentos internacionales en materia de derechos humanos Tanto las argumentos presentados por los partidarios de mantener el núm. 319(2) en la presente apelación como los numerosos estudios sobre el odio racial y religioso en Canadá apoyan sólidamente la conclusión de que el perjuicio causado por la apología del odio constituye una preocupación urgente y real en una sociedad libre y democrática. Sin embargo, mencionaré también los principios internacionales en materia de derechos humanos como guías útiles en la apreciación del objetivo legislativo. En forma general, las obligaciones internacionales asumidas por Canadá en materia de derechos humanos reflejan los valores y principios propios a una sociedad libre y democrática y, pues, los valores y principios que sostienen a la misma Carta (Consulta relativa a la Ley de relaciones laborales en la función pública (Alberta), 1987 CSC 88, [1987] 1 R.C.S. 313, el magistrado presidente
Dickson, p. 348). Además, el derecho internacional de los derechos humanos y los compromisos de Canadá en este campo cuentan con una pertinencia particular en la apreciación, en virtud del art. 1, de la importancia del objetivo tenido en vista por el legislador. Como se ha sostenido en el caso Slaight Communications Inc. c. Davidson, cit., pp. 1056-1057: ... las obligaciones internacionales de Canadá en materia de derechos humanos deberían enseñar no solamente acerca de la interpretación del contenido de los derechos protegidos por la Carta, sino también acerca de la interpretación de aquello que puede llegar a ser un objetivo urgente y real en el sentido del art. 1 que pueda justificar la restricción de estos derechos. En el contexto de la justificación de una violación del inc. 2b), la mayoría en el caso Slaight tuvo el cuidado de señalar que, por regla general, se debe atribuir a los fines del art. 1 de la Carta un grado de importancia a un valor que cuenta con status de un derecho humano internacional (pp. 1056-1057). Ningún aspecto del los derechos humanos ha recibido más atención que el relativo a la discriminación. La gran importancia concedida a la supresión de la discriminación resulta especialmente del hecho que, salvo una sola excepción (la Carta social europea), casi todos los instrumentos internacionales relativos a los derechos humanos contienen un artículo de aplicación general proscribiéndola (P. Sieghart, The International Law of Human Rights (1983), p. 75). En esta gran preocupación con respecto a la discriminación radica el origen de la inclusión en dos documentos internacionales sobre derechos humanos de artículos que prohíben la difusión de la apología del odio. En 1966, las Naciones Unidas adoptaron la Convención internacional para la eliminación de toda forma de discriminación racial, R.T. Can. 1970 n° 28 (en adelante, la “CEDR”). La Convención, en vigor desde 1969 y con Canadá entre sus signatarios, contiene una resolución por la que los Estados partes se comprometen: ... a adoptar todas las medidas necesarias para la eliminación rápida de todas las formas y de todas las manifestaciones de discriminación racial y a prevenir y combatir las doctrinas y prácticas racistas a fin de favorecer el buen entendimiento entre las razas y edificar una comunidad internacional libre toda forma de segregación y discriminación racial. El art. 4 de la CEDR presenta un interés especial. Su texto es el siguiente: Los Estados Partes condenan toda la propaganda y todas las organizaciones que se inspiren en ideas o teorías basadas en la superioridad de una raza o de un grupo de personas de un determinado color u origen étnico, o que pretendan justificar o promover el odio racial y la discriminación racial, cualquiera que sea su forma, y se comprometen a tomar medidas inmediatas y positivas destinadas a eliminar toda incitación a tal discriminación o actos de tal discriminación y, con ese fin, teniendo debidamente en cuenta los principios incorporados en la Declaración Universal de Derechos Humanos, así como los derechos expresamente enunciados en el Artículo 5 de la presente Convención, tomarán, entre otras, las siguientes medidas: a) Declararán como acto punible conforme a la ley toda difusión de ideas basadas en la superioridad o en el odio racial, toda incitación a la discriminación racial así como todo acto de violencia o toda incitación a cometer tal efecto, contra
cualquier raza o grupo de personas de otro color u origen étnico, y toda asistencia a las actividades racistas, incluida su financiación; Además, el Pacto internacional de derechos civiles y políticos, 999 R.T.N.U. 171 (1966) (en adelante, “PIDCP”), adoptada por la Organización de las Naciones Unidas en 1966, y en vigor en Canadá desde 1976, protege la libertad de expresión proscribiendo la incitación al odio en los dos artículos siguientes: Artículo 19... 2. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección. 3. El ejercicio del derecho previsto en el párrafo 2 de este artículo entraña deberes y responsabilidades especiales. Por consiguiente, puede estar sujeto a ciertas restricciones que deberán, sin embargo, estar expresamente fijadas por la Ley y ser necesaria para: a) Asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás; b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas. Artículo 20. 1. Toda propaganda en favor de la guerra estará prohibida por la Ley. 2. Toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituye incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la Ley. De ello resulta, pues, que la protección acordada a la libertad de expresión por la CEDR y el PIDCP no se extiende a las comunicaciones que inciten al odio racial o religioso. El art. 5 de la CEDR protege varias libertades públicas, especialmente la libertad de expresión, pero está generalmente aceptado que esta garantía no impide a un Estado parte prohibir la apología del odio (Estudio sobre la aplicación del art. 4 de la Convención internacional para la eliminación de toda forma de discriminación racial, realizado por el consultor espcial M. José D. Inglés, A/CONF. 119/10, 18 de mayo de 1983, par. 108). En lo que refiere al PIDCP, en 1981 el señor John Ross Taylor y el Western Guard Party (que igualmente plantearon un recurso ante esta Corte) remitieron al Comité de Derechos Humanos de la Organización de las naciones Unidas una demanda contra Canadá en virtud del Protocolo facultativo al Pacto internacional de derechos civiles y políticos. Alegaron en la misma que el núm. 13(1) de la Ley canadiense sobre derechos humanos, S.C. 1976-77, ch. 33 (ahora L.R.C. (1985), ch. H6), que prohíbe la comunicación de mensajes de odio por teléfono, había sido aplicado al señor Taylor y su organismo en contravención al art. 19 del PIDCP. El comité, sin embargo, rechazó dicho argumento, juzgándolo incompatible con las disposiciones del PIDCP y, en particular, con su artículo 20: ... las opiniones que el señor [Taylor] buscar difundir por teléfono no constituyen sino una incitación al odio racial o religioso, que Canadá está obligado a prohibir en virtud del numeral 2 del artículo 20 del Pacto.
(Taylor y Western Guard Party c. Canadá, Observación n° 104/1981, Informe del Comité de derechos humanos, 38 N.U. GAOR, Supp. n° 40 (A/38/40) 246 (1983), par. 8b), decisión publicada en parte en (1983), 5 C.H.R.R. D/2397). Examinando la posición adoptada en derecho internacional con relación a la apología del odio, es útil mencionar el Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales, 213 R.T.N.U. 221 (1950), de la cual son parte veintiún Estados. El convenio contiene en su art. 10 una garantía limitada de la libertad de expresión: Artículo 10 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras. El presente artículo no impide que los Estados sometan las empresas de radiodifusión, de cinematografía o de televisión a un régimen de autorización previa. 2. El ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones, previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la protección de la reputación o de los derechos ajenos, para impedir la divulgación de informaciones confidenciales o para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicial. El art. 10.2, cuyo texto presenta un gran parecido con el del art. 1 de la Carta, ha sido interpretado por la Comisión europea de derechos humanos de manera a permitir la prohibición de manifestaciones racistas como derogación legítima de la protección de la libertad de expresión (véase Felderer c. Suecia (1986), 8 E.H.R.R. 91; X. c. República federal de Alemania, Com. Eur. D.H., Demanda n° 9235/81, 16 de julio de 1982, D.R. 29, p. 194; y Lowes c. Reino Unido, Com. Eur. D.H., Demanda n° 13214/87, 9 de diciembre de 1988, decisión inédita). En la decisión de principio pronunciada por la Comisión, sin embargo, el art. 17 del Convenio fue invocado para justificar las leyes que prohibieron la apología del odio (Glimmerveen c. Países Bajos, Com. Eur. D.H., Demandas n°s 8348/78 y 8406/78, 11 de octubre de 1979, D.R. 18, p. 187). El art. 17 impide que un derecho conferido por el Convenio sea interpretado de manera a conferir implícitamente un “derecho cualquiera a dedicarse a una actividad o a realizar un acto tendente a la destrucción de los derechos o libertades reconocidos en el presente Convenio o a limitaciones más amplias de estos derechos o libertades que las previstas en el mismo”. La decisión Glimmerveen se funda además en el art. 14, que dispone que el goce de los derechos y libertades reconocidos en el Convenio debe ser asegurado, sin distinción alguna fundada especialmente en la raza o el color. La CEDR y el PIDCP demuestran que la prohibición de la expresión que incite al odio es considerada no solamente compatible con la garantía de los derechos humanos en un país signatario, sino también un elemento obligatorio de esta garantía. Las decisiones pronunciadas bajo el régimen del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales son reveladoras, también, con relación a la actitud de la comunidad internacional frente a la apología del odio y la libertad de expresión. No es el objetivo negar que la cuestión del justo equilibrio entre la prohibición de la apología del odio y la libertad de expresión ha sido objeto de debates en el plano internacional (véase, por ejemplo, N. Lerner, The U.N. Convention on the Elimination of All Forms of Racial Discrimination (1980), pp. 43-54). A pesar de tales debates, Canadá, como otros miembros de la
Comunidad internacional, tomó el compromiso de prohibir la apología del odio y, en mi opinión, esta Corte debe tener en cuenta dicho compromiso al examinar la naturaleza del objetivo gubernamental subyacente en el núm. 319(2) del Código penal. El hecho de que la comunidad internacional haya actuado colectivamente para condenar la apología del odio y para obligar a los Estados partes en la CEDR y el PIDCP a prohibir este género de expresión, viene a subrayar la importancia del objetivo que sostiene al núm. 319(2) y los principios de igualdad y de la dignidad intrínseca de las personas, que se manifiestan tanto en el derecho internacional de los derechos humanos como en la Carta. (iii) Otras disposiciones de la Carta Indicios importantes de la fuerza del objetivo que sostiene al núm. 319(2) se desprenden no solamente del derecho internacional sino también, en forma expresa y evidente, de diversas disposiciones de la misma Carta. Como bien lo notó la magistrada Wilson en el caso Singh c. Ministro del Trabajo y la Inmigración, 1985 CSC 65, [1985] 1 R.C.S. 177, p. 218: Es importante [...] tener en mente que los derechos y libertades enunciados en la Carta son elementos esenciales de la estructura política de Canadá y que se hallan protegidos por la Carta en tanto que la misma es parte integrante de la ley suprema de nuestro país. Pienso que al determinar si una limitación dada constituye un límite razonable prescripto por la ley y “cuya justificación pueda demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática”, es importante recordar que los tribunales llevan a cabo esta tarea velando por el respeto a los derechos y libertades que se enuncian también en otros artículos de la Carta. El punto principal a los fines de la presente apelación es que los arts. 15 y 27 representan un compromiso profundo frente a los valores del multiculturalismo e igualdad, y ponen en relieve la importancia capital del objetivo legislativo de prohibición de la apología del odio. Tomemos primero el art. 15. En el caso R. c. Big M Drug Mart Ltd., 1985 CSC 69, [1985] 1 R.C.S. 295, sostuve: “una sociedad libre busca asegurar a todos la igualdad con respecto al goce de las libertades fundamentales y esto lo afirmo sin apoyarme en el art. 15 de la Carta” (p. 336). El art. 15 refuerza mucho más esta observación dado que la constitucionalización de la garantía de la igualdad tiene efectos que van mucho más allá de los casos en que esta garantía puede ser invocada por un individuo contra el Estado. Por más que manifieste el compromiso de nuestra sociedad con la promoción de la igualdad, el art. 15 es también pertinente para evaluar en virtud del art. 1 los objetos del núm. 319(2) del Código penal. En el caso Andrews c. Colegio de abogados de Columbia Británica, 1989 CSC 2, [1989] 1 R.C.S. 143, esta Corte examinó la garantía de la igualdad enunciada en el art. 15. El magistrado McIntyre sostuvo, p. 171: Es claro que el art. 15 tiene por objeto asegurar la igualdad en la formulación y apreciación de la ley. Favorecer la igualdad importa favorecer la existencia de una sociedad en la que todos tengan certeza de que la ley les reconocer como seres humanos que merecen el mismo respeto, la misma deferencia y la misma consideración. El mismo comporta un aspecto reparador importante. Como lo señala el caso Big M Drug Mart, favorecer la igualdad es compromiso esencial de una sociedad libre y democrática y creo que el objetivo del magistrado McIntyre apoya este punto de vista. Los principios que sostienen al art. 15 de la Carta son, pues, parte integrante del análisis realizado en virtud del art. 1.
En su memorial, el interviniente F.A.E.J., expidió el siguiente argumento para demostrar que el fomento voluntario y deliberado del odio colectivo es calificado con justo título de práctica inequitativa: [TRADUCCIÓN] El odio dirigido contra un grupo, con el apoyo del gobierno, sería contrario al art. 15 de la Carta. El Parlamento favorece la igualdad y toma medidas contra la desigualdad prohibiendo fomentar el odio colectivo. Esto implica que la acción gubernamental con respecto al odio dirigido contra un grupo, porque favorece la igualdad social asegurada por la Carta, amerita un examen constitucional especial en virtud del art. 15. Estoy de acuerdo. Teniendo en cuenta el compromiso frente a la igualdad manifestado en la Carta y reflejado en el art. 1, el objeto tenido en vista por la disposición legislativa ve su importancia incrementada en la medida en que está destinada a asegurar la igualdad de todos en la sociedad canadiense. El mensaje vehiculado por la actividad expresiva tenida en vista por el núm. 319(2) es que los miembros de grupos identificables no deben tener un status de igualdad en la sociedad, y no seres humanos que merecen el mismo respeto, la misma deferencia y la misma consideración que los demás. El daño causado por tal mensaje se halla en directo conflicto con los valores esenciales de una sociedad libre y democrática y, restringiendo la apología del odio, el Parlamento busca, pues, reforzar la noción de respeto mutuo, indispensable en una nación que venera el principio de la igualdad de todos. El art. 15 no es la única disposición de la Carta que pone en relieve los valores a la vez importantes en una sociedad libre y democrática, y pertinentes en autos a los fines del análisis en virtud del art. 1. El art. 27 dispone: 27. Toda interpretación de la presente carta debe concordar con el objetivo de promover el mantenimiento y la valorización del patrimonio multicultural de los Canadienses. Esta Corte ha, siempre que posible, extraído del art. 27 y de su reconocimiento que Canadá es una sociedad multicultural en que la diversidad y la riqueza de diversos grupos culturales son protegidas y valorizadas. El art. 27 ha sido, pues, invocado en varios casos de esta Corte para facilitar sea la interpretación de la definición de los derechos y libertades que protege la Carta (véase, por ejemplo, Big M Drug Mart, cit., el magistrado Dickson, pp. 337-338; Edwards Books, cit., el magistrado presidente Dickson, p. 758; y Andrews c. Colegio de abogados de Columbia Británica, el magistrado McIntyre, p. 171) sea con relación al análisis fundado en el art. 1 (véase, por ejemplo, Edwards Books, el magistrado La Forest, p. 804, y la magistrada Wilson, p. 809). El valor expresado en el art. 27 no podría ser excluida a la ligera del examen de la validez del núm. 319(2) en virtud del art. 1, y estimo que el art. 27 y el compromiso frente a una visión multicultural de nuestra nación debe ser tomada en consideración dado que señalan la importancia capital del objetivo de eliminar la apología del odio de nuestra sociedad. El profesor J.E. Magnet ha tratado ciertos factores que pueden servir a precisar el sentido del art. 27. Entre ellos, adopto expresamente el principio de la no discriminación y la necesidad de prevenir los ataques contra los nexos que un individuo mantiene con su cultura y, por consiguiente, contra le proceso de desvanecimiento personal (véase Magnet, “Multiculturalisme et droits collectifs: vers une inteprétation de l’article 27”, en G-A. Beaudouin y E. Ratushny, éd., op. cit., p. 817). En efecto, la idea de que el tratamiento acordado a un grupo puede tener efecto sobre un individuo perteneciente a tal grupo deriva especialmente de varias otras disposiciones de la Carta no mencionadas aún, como los arts. 16 al 23 (derechos lingüísticos), el art. 25 (derechos de los autóctonos), el art. 28 (igualdad de sexos) y el art. 29 (escuelas confesionales).
La apología del odio amenaza gravemente tanto el entusiasmo con el cual el valor de la igualdad es aceptado y puesto en práctica por la sociedad, como las relaciones entre los miembros de los grupos “blancos” y su comunidad. Comparto, pues, la opinión del juez Cory de la Corte de Apelaciones quien, al pronunciarse a favor del mantenimiento del núm. 319(2), afirmó en el caso R. c. Andrews, 1988 ONCA 200, (1988), 65 O.R. (2d) 161, p. 181: [TRADUCCIÓN] El multiculturalismo no puede ser mantenido ni, con mayor razón, valorizado si da vía libre al fomento del odio contra grupos culturales identificables. La legitimidad e importancia del objetivo gubernamental se hallan considerablemente reforzadas a través del examen realizado a la luz del art. 27 de prohibir las actividades expresivas tendentes a fomentar e odio contra grupos identificables en razón de su color, raza, religión u origen étnico. (iv) Conclusión relativa al objeto del núm. 319(2) La importancia capital del objetivo que persigue el Parlamento adoptando el núm. 319(2) es, en mi opinión, incuestionable. El legislador ha reconocido el perjuicio real que puede derivar de la apología del odio y, buscando impedir que miembros de un grupo frágil la padezcan y reducir la tensión racial, étnica y religiosa en Canadá, decidió eliminar el fomento del odio contra grupos identificables. Este objetivo del Parlamento halla apoyo no solamente en los trabajos de numerosos grupos de estudio, sino también en nuestro conocimiento histórico colectivo de los efectos potencialmente catastróficos del fomento del odio (caso Jones, cit., el magistrado La Forest, pp. 299-300). Además, el compromiso internacional de eliminar la apología del odio así como el énfasis que la Carta pone en la igualdad y el multiculturalismo apoyan fuertemente la importancia de tal objetivo. Concluyo, pues, que la primera condición del criterio a aplicar a los fines del art. 1 de la Carta se halla ampliamente cumplido y que existe un objetivo legislativo muy convincente, que justifica una restricción a la libertad de expresión. D. La proporcionalidad El segundo punto del test establecido en el caso Oakes – la proporcionalidad – es el que plantea las cuestiones más espinosas con respecto a la validez del núm. 319(2) como restricción razonable a la libertad de expresión en una sociedad libre y democrática. No es, pues, sorprendente que la mayor parte de los comentaristas, así como las partes en el presente litigio, aun conviniendo en la gran importancia del objetivo de la disposición en causa, se encuentren en franco desacuerdo con respecto a la cuestión de la proporcionalidad de los medios escogidos para alcanzarlo. (Entre los artículos canadienses más recientes que apoyan la validez de una disposición del tipo del núm. 319(2), véanse, D. Bottos, “Keegstra and Andrews: A Commentary on Hate Propaganda and the Freedom of Expression” (1989), 27 Alta. L. Rev. 461; Cotler, op. cit., Arthur Fish, “Hate Promotion and Freedom of Expression: Truth and Consequences” (1989), 2 Can. J.L. & Juris. 111; A.W. MacKay, “Freedom of Expression: Is It All Just Talk” (1989), 68 R. du B. can., 713; N.N. Rauf, “Freedom of Expression, the Presumption of Innocence and Reasonable Limits: An Analysis of Keegstra and Andrews” (1988), 65 C.R. (3d) 356; A. Regel, “Hate Propaganda: A Reason to Limit Freedom of Speech” (1984-85), 49 Sask. L. Rev. 303. Otros autores canadienses adoptan un punto de vista diferente, entre ellos: R. Bressner, “The Constitutionality of the Group Libel Offenses in the Canadian Criminal Code” (1988), 17 Man. L.J. 183; A.A. Borovoy, “Freedom of Expression: Some Recurring Impediments”, en R.S. Abella y M.L. Rothman, ed., op. cit., p. 125; S. Braun, “Social and Racial Tolerance and Freedom of Expression in a Democratic Society. Friends of Foes? R. v. Zundel” (1987), 11 Dalhousie L.J. 471).
(i) La relación entre la expresión en causa y los valores subyacentes a la libertad de expresión Al examinar la naturaleza del objetivo tenido en vista por el gobierno, he hablado ampliamente de la manera en que la supresión de la apología del odio busca promover los valores fundamentales en una sociedad libre y democrática. Sin embargo, poco he dicho acerca de la medida en la cual estos mismos valores, especialmente la libertad de expresión, son favorecidos cuando se permite este género de actividad expresiva. Esta laguna se explica puesto que el caso Irwin Toy, cit., da al inc. 2b) una interpretación que protege una amplia gama de expresiones. El contenido, por regla general, carece de pertinencia a los fines de esta interpretación, a raíz de la gran importancia acordada en abstracto a la libertad de expresión. Esta forma de interpretar el inc. 2b) tuvo a menudo tuvo por consecuencia que no nos planteemos la cuestión de sabe en qué medida la expresión en causa en un proceso particular busca promover los principios que sostienen la libertad de expresión. En mi opinión, sin embargo, el análisis en virtud del art. 1 de una restricción impuesta al inc. 2b) debe tener en cuenta la naturaleza de la actividad expresiva que el Estado busca restringir. Si debemos velar por no juzgar a la expresión en función de su popularidad, es también nefasto para los valores inherentes a la libertad de expresión, y para los demás valores subyacentes a una sociedad libre y democrática, considerar que todas las formas de expresión reviste la misma importancia a la vista de los principios que se sitúan en el corazón del inc. 2b). En el caso Rocket c. Real Colegio de cirujanos dentistas de Ontario, cit., la magistrada McLachlin reconoció la importancia del contexto en la apreciación de la actividad expresiva en virtud del art. 1. La misma sostuvo, en efecto, con respecto a la expresión comercial (pp. 246-247): Aun cuando el método canadiense no consiste en aplicar criterios especiales a las restricciones impuestas a la expresión comercial, nuestro método de análisis permite aborda la determinación de su constitucionalidad con sensibilidad y en función de cada caso particular. Situando los valores contradictorios en su contestyo fáctico y social al moento de proceder al análisis fundado en el art. 1, los tribunales tienen la posibilidad de tener en cuenta características especiales de la expresión en cuestión. Como la magistrada Wilson lo hizo notar en el caso Edmonton Journal c. Alberta (Procurador general), 1989 CSC 20, [1989] 2 R.C.S. 1326, no todas las expresiones merecen igual protección. Todas las violaciones de la libertad de expresión tampoco son graves por igual. [Véase también Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Manitoba), el magistrado presidente Dickson, p. 1135.] Empleando este método contextual, la magistrada McLachlin evaluó a la luz de los valores subyacentes al inc. 2b) la expresión amenazada por la reglamentación gubernamental. La misma no examinó los intereses que militaban a favor de la restricción sino después de haber apreciado la importancia del interés en materia de libertad de expresión que se hallaba en causa en dicho caso. El caso Real colegio trataba de límites impuestos por una provincia a la libertad de los dentistas de recurrir a la publicidad para comunicar informaciones a pacientes reales y eventuales. En tales circunstancias, esta Corte concluyó que la expresión así reglamentada era de naturaleza tal que su restricción se situaba en uno de los niveles más graves de violación a la libertad de expresión, dado que su restricción no afectaba ni a la participación en el proceso político ni la posibilidad de un particular de expandirse en los campos espiritual o artístico. Se concluyó, en consecuencia, que “bien puede que las restricciones impuestas a expresiones de dicho género sean más fáciles de justificar que otras” (p. 247). No obstante, se ha reconocido al mismo tiempo que existía un interés en quienes deseaban hacer una elección clara con relación a un odontólogo y que, en la medida en que el acceso a dichas informaciones quedaba restringido, la violación del 2b) no podía ser tomada a la ligera (p. 247). Además, a diferencia del caso Irwin Toy, éste no trataba de informaciones dirigidas a
los niños, grupo que llega fácilmente a realizar elecciones claras, si bien que el interés más grande que puede tener el Estado en proteger a un vulnerable no existía (p. 248). La aplicación en el contexto de la presente apelación del método seguido en el caso Real colegio es un elemento clave del análisis en virtud del art. 1. Debemos preguntarnos si existe entre la expresión que prohíbe el núm. 319(2) y los valores subyacentes a la libertad de expresión un nexo cuya debilidad haga que la restricción “pueda ser [...] más fácilmente justificada que otras”. Señalaré a este respecto en primer lugar que, en mi opinión, no puede existir un verdadero desacuerdo con respecto al contenido de los mensajes y las enseñanzas impartidas por el señor Keegstra: los cuales son profundamente ofensivos, hirientes y perjudiciales para los miembros del grupo contra el cual se dirigen; induce al error a quienes lo escuchan, constituyen la antítesis de la tolerancia y la comprensión mutua en nuestra sociedad. Por otra parte, y ello se percibirá con claridad, cuando profundice mi examen de la interpretación del núm. 319(2), no me cabe duda alguna de que toda expresión que corresponda a la definición de tal infracción puede ser así calificada. Decir simplemente que la expresión es ofensiva y alarmante no constituye, sin embargo, una respuesta satisfactoria a la cuestión de saber si, en qué medida, la actividad de expresión prohibida por el núm. 319(2) sirve a promover los valores subyacentes a la libertad de expresión. Esta es la cuestión, a la vez difícil y compleja, que abordaré a partir de ahora. De entrada, debo precisar que, en mi opinión, la expresión prohibida por el núm. 319(2) no se halla estrechamente vinculada a la razón de ser del inc. 2b). Cuando examinamos los valores que los casos Ford e Irwin Toy califican como fundamentales para la protección de la libertad de expresión, es posible avanzar argumentos para decir que ninguno de dichos valores se aminoraría a través de la supresión de la apología del odio. Aun cuando ninguno de dichos argumentos sea especial, estimo que la expresión destinada a fomentar el odio contra grupos identificables no reviste sino de una importancia limitada con relación a los valores que sostienen a la libertad de expresión. En el corazón de la libertad de expresión se encuentra la necesidad de asegurar el descubrimiento de la verdad y de la realización del bien común, tanto en las empresas específicas y artísticas como en la búsqueda de la mejor orientación a dar a nuestros casos políticos. Como la verdad y la forma ideal de organización política no pueden sino rara vez, por no decir nunca, ser determinadas con absoluta certeza, es difícil prohibir la expresión sin dañar el libre intercambio de informaciones que pueden resultar importantes. No obstante, el argumento basado en la verdad no milita de manera convincente a favor de la protección de la apología del odio. Al final, este argumento nos obligaría a permitir toda expresión, vista la imposibilidad de saber con absoluta certeza que declaraciones fácticas son ciertas o cuales producen un bien mayor. El problema que plantea esta posición extrema es que mayor es la posibilidad de que una declaración falsa o una falacia, menor será su valor en la búsqueda de la verdad. En efecto, la expresión puede ser utilizada en detrimento de la búsqueda de la verdad. El Estado no debería ser el único juez de lo que constituye la verdad; por el contrario, no se debe acordar una importancia exagerada a la opinión según la cual la razón prevalecerá siempre contra la mentira sobre la marcha no reglamentada de las ideas. En efecto es poco probable que declaraciones destinadas a fomentar el odio contra un grupo identificable sean ciertas, o que la visión de la sociedad que las mismas traducen conducirá a un mundo mejor. Es, pues, inexacto presentarlas como cruciales para la determinación de la verdad y para la mejora del medio político y social. Otro elemento esencial de la razón de ser del inc. 2b) es el rol vital que juega la libertad de expresión como medio de asegurar a los individuos la posibilidad de desarrollarse personalmente formando y articulando a su voluntad ideas y pensamientos. Ciertamente, el núm. 319(2) fomenta este proceso entre las personas cuyas opiniones limita y podríamos pretender que el mismo atenta, pues, contra los valores subyacentes a la libertad de expresión. Por otra parte, este género de autonomía deriva en una gran medida de la posibilidad que se tiene de expresar y desarrollar una
identidad resultado de la pertenencia a un grupo cultural o religioso. El mensaje transmitido por las personas a las que se dirige el núm. 319(2) expresa una oposición extrema a la idea que los miembros de grupos identificables deberían disfrutar de este aspecto de la ventaja conferida por el inc. 2b). La medida en la cual la libre difusión de este mensaje sirve para promover los valores de la libertad de expresión debe pues ser limitada dado que la misma preconiza con una virulencia desmesurada, la intolerancia y los prejuicios a los que tiene aversión el proceso de enriquecimiento y desarrollo personal de todos los miembros de la sociedad. Un tercer orden de ideas avanzadas para justificar la protección de la libertad de expresión golpea más particularmente al campo político. El nexo entre la libertad de expresión y el proceso político es, quizá, la abeja obrera de la garantía enunciada en el inc. 2b), y este nexo contiene en una amplia medida el compromiso de Canadá con respecto a la democracia. La libertad de expresión, es un aspecto crucial de este compromiso democrático, no simplemente porque permite escoger a los mejores políticos entre la vasta gama de las posibilidades ofrecidas, pero, por otra parte, porque contribuye a asegurar un proceso político abierto a la participación de todos. Esta posibilidad de participar en el mismo debe reposar en una medida importante sobre la noción de que todos ameritan el mismo respeto y la misma dignidad. El Estado no podría, en consecuencia, censuar la expresión de una opinión política ni condenarla sin dañar hasta un cierto punto el carácter abierto de la democracia canadiense y el principio de igualdad de todas las personas. La eliminación de la apología del odio impide incontestablemente la participación de algunos individuos en el proceso democrático, y se aparta, pues, de los valores de la libertad de expresión, empero, no se trata de una restricción importante. Bien sé que la utilización de un lenguaje fuerte en los debates políticos y sociales – quizá incluso un lenguaje destinado a fomentar el odio – formaría parte inevitablemente del proceso democrático. Reconozco, además, que la apología del odio constituye una expresión del género que sería legal calificarla de “política”, y que sería teóricamente de la esencia misma del principio que la libertad de expresión es un elemento vital del proceso democrático. La expresión puede, no obstante, tener por efecto debilitar nuestro compromiso frente a la democracia cuando la misma sirve a apoyar ideas contrarias a los valores democráticos. La apología del odio tiene precisamente este efecto al preconizar una sociedad que subvertiría el proceso democrático y privaría a los individuos del respeto de su dignidad en razón de sus características raciales o religiosas. Esta suerte de actividad expresiva es, pues, absolutamente incompatible con las aspiraciones democráticas inherentes a la garantía de la libertad de expresión. En efecto, podemos sostener muy plausiblemente que el rechazo de la apología del odio es el mejor medio del cual dispone el Estado para alentar la protección de los valores que corresponden a la esencia misma de la libertad de expresión al manifestar su aversión hacia la visión preconizada por los apólogos del odio. A este respecto, la reacción de un gobierno democrático con relación a distintos tipos de expresión puede ser percibida como la expresión válida de la opinión de la gran mayoría de los ciudadanos. No deseo decir que una violación del inc. 2b) puede justificarse en virtud del art. 1 por el simple hecho que la misma resulta de un proceso democrático; la Carta no permite siquiera a los legisladores democráticamente electos restringir los derechos y libertades indispensables a una sociedad libre y democrática. Deseo, no obstante, señalar que debemos guardarnos de aceptar abiertamente la idea de que la supresión de la expresión porta siempre e inevitablemente un atentado a los valores de la libertad de expresión (L.C. Bollinger, The Tolerant Society. Freedon of Speech and Extremist Speech in America (1986), pp. 87 a 93). Soy muy reticente a conceder menos que la más alta importancia a la expresión referida a las situaciones políticas. Teniendo en cuenta sin embargo la energía desigual con la cual la apología del odio repudia y mina los valores democráticos, y contesta especialmente la idea de que el respeto igual y dignidad igual para todos los ciudadanos son necesarios para asegurar una participación real en el proceso político, no puedo ver la protección de esta libertad como formando parte integrante
del ideal democrático que forma un elemento tan fundamental de la razón de ser del inc. 2b). Esta conclusión, así como mis observaciones relativas a la debilidad del nexo entre las comunicaciones que corresponden al núm. 319(2) y los demás valores que constituyen la esencia de la garantía de la libertad de expresión, me llevan a expresar mi desacuerdo con la opinión de la magistrada McLachlin según la cual la expresión en causa en la presente apelación requiere la más amplia protección constitucional. En mi opinión, la apología del odio no debería tener un gran peso en el análisis fundado en el art. 1. Debo señalar, por otra parte, que la protección de declaraciones extremas, aun cuando ellas ataquen los principios que sostienen la libertad de expresión, no es tan extraña a los objetivos del inc. 2b) de la Carta. Como ya lo he indicado, la supresión de la expresión referida en el núm. 319(2) debilita, en efecto, estos principios hasta un cierto punto. Podemos sostener, por otra parte, que, en gran parte, gracias a su confrontación con puntos de vista extremos y erróneos, la verdad y la visión democrática conservan todo su vigor y dinamismo (véase Braun, loc. cit., p. 490). En tal caso, podríamos considerar que las declaraciones judiciales que proclaman enérgicamente la importancia de los valores de la libertad de expresión contribuyen a hacer comprender la ausencia de todo valor en las expresiones de prejuicios al invalidar restricciones legislativas que prohíben este género de expresión. Además, aprobar la decisión colectiva de una democracia de protegerse contra ciertos tipos de expresión puede resultar en una cuestión peligrosa que conduce a la autorización de violaciones a una expresión esencial a los valores subyacente en el inc. 2b). Para evitar esta eventualidad, la protección de las comunicaciones que se oponen con virulencia a los valores de la libertad de expresión puede ser necesaria para proteger contra restricciones injustificables a las expresiones más compatibles con dichos valores. Todos estos argumentos tienen cierto mérito y cada uno debe ser tomado en consideración para determinar si una violación del inc. 2b) puede justificarse en los términos del art. 1. Sin embargo, no es necesario que se apliquen por igual en toda su fuerza en cada caso. Como ya lo he dicho, soy de opinión que la apología del odio en poco representa a las aspiraciones de Canadá o los canadienses, sea en la búsqueda de la verdad, en la promoción del desarrollo personal o en la protección y el desarrollo de una democracia dinámica que acepta y fomenta la participación de todos. Si no puedo concluir que la apología del odio no amerita sino una protección mínima en el marco del análisis fundado en el art. 1, puedo, no obstante, reconocer que el hecho de que las restricciones impuestas a la apología del odio se refieren a una categoría particular de expresión que se aparta en mucho del mismo espíritu del inc. 2b). Concluyo, pues, que “quizá las restricciones impuestas a las expresiones de este género sean más fáciles de justificar que otras restricciones al inc. 2b)” (Real colegio, cit., p. 247). En fin, debo resaltar que al tratar las relaciones entre la apología del odio y los valores de la libertad de expresión, no deseo que se piense que estoy a favor de de una clasificación rígida de los “niveles de examen” de la activad expresiva. La posición contextual exige una discusión abierta de la manera en que entran en juego los valores del inc. 2b) en las circunstancias de una apelación. Dejarse paralizar por sistemas de clasificación nos impondría el riesgo de perder la ventaja derivada del examen amplio de los principios de la libertad de expresión y no estoy dispuesto a aprobar un resultado de tal naturaleza. Tras estas observaciones preliminares sobre la naturaleza de la expresión en causa en autos, podemos ahora preguntarnos si el núm. 319(2) tiene un grado aceptable de proporcionalidad con el objetivo válido del Parlamento. Lo repito, la proporcionalidad exigida por el criterio formulado en el caso Oakes impone a la Corte decidir si el acto del Estado que sea atacado: (i) tiene un nexo racional con el objetivo querido; (ii) conlleva la menor restricción posible al derecho o libertad protegidos por la Carta, y (iii) no produce efectos cuya gravedad haría imposible justificarla.
Examinaré ahora los elementos de la proporcionalidad empezando por la cuestión del nexo racional entre el núm. 319(2) y el objetivo legislativo. (ii) El nexo racional El núm. 319(2) tipifica el fomento voluntario del odio contra grupos identificables como un hecho punible, testificando así la gran preocupación del Parlamento con respecto a los efectos de tal actividad. Los partidarios de mantener esta disposición refieren que la prohibición penal de la apología del odio tiene manifiestamente un nexo racional con el objetivo legislativo legítimo de proteger a los miembros del grupo débil y de favorecer las relaciones sociales armónicas en el seno de una colectividad que cree firmemente en la igualdad y en el multiculturalismo. Comparto esta opinión porque, en mi opinión, podríamos difícilmente negar que la supresión de apología del odio disminuya los efectos perjudiciales de esta expresión con respecto a los miembros de grupos identificables y en las relaciones entre diversos grupos culturales y religiosos de la sociedad canadiense. Sin embargo, se nos han planteado dudas acerca de la cuestión de saber si el efecto real del núm. 319(2) es minar todo nexo racional entre esta disposición y el objetivo del Parlamento. Como lo dice la magistrada McLachlin en su opinión, el efecto de la disposición atacada podría ser considerado como un medio irracional de alcanzar el objetivo querido por el legislador, por tres razones principales. Se sostiene, en primer lugar, que esta disposición puede, en efecto, promover la causa de quienes fomentan el odio suscitando gran interés en los medios a su respecto. En este mismo orden de ideas, se pretende, que las personas acusadas de fomento intencional del odio a menudo se ven como mártires y que, incluso, pueden atraer la simpatía de la colectividad a raíz del combate desigual que pelean contra los inmensos poderes del Estado. En segundo lugar, el público podría ver con suspicacia la supresión de la expresión por el gobierno, lo que abre la posibilidad que esta expresión – aunque se trate de apología del odio – sea percibida como conteniendo una parte de verdad. Por último, hacemos nota a menudo, citando a A. Neier, Defending My Enemy: American Nazis, the Skokie Case, and the Risks of Freedom (1979), que en Alemania en los años 20 y 30 existían y se aplicaban, en materia de apología del odio, disposiciones similares a las existentes en Canadá que, sin embargo, no lograron impedir el triunfo de la ideología racista de los nazis. Si podemos afirmar que el núm. 319(2) no favorece en nada la consecución de objetivos admirables del Parlamento, o que en realidad el mismo constituye un obstáculo a dichos objetivos, vengo a convenir que esta disposición podría ser descrita como arbitraria, desigual o fundada en consideraciones irracionales (Oakes, cit., p. 139). Reconozco la imposibilidad de definir exactamente el efecto del núm. 319(2) – es el caso un buen número de leyes penales u otras. No obstante, tengo por poco convincente la pretensión de que no existe nexo real y evidente entre la penalización de la apología del odio y su supresión. Varias razones me conducen a esta conclusión y me propongo dilucidarlas contestando a cada uno de los argumentos antes referidos. Es incontestable que los medios han dado amplio seguimiento a todos los casos en que el núm. 319(2) ha sido invocado. Según mi punto de vista, no obstante, el núm. 319(2) sirve para mostrar al público el profundo sentimiento de reprobación de la sociedad con respecto a mensajes de odio referidos a grupos raciales o religiosos. La existencia de una regla particular de derecho penal, así como la realización de un proceso en que esta disposición se aplica, constituye, pues, en sí misma una forma de expresión, siendo que el mensaje así transmitido es que la apología del odio daña a los miembros del grupo tenido como blanco y amenaza la armonía social (véase, Rauf, loc. cit., p. 359). Como ya lo he dicho en mi voto del caso R. c. Morgentaler, 1988 CSC 90, [1988] 1 R.C.S. 30, p. 70:
El derecho penal constituye una forma muy especial de reglamentación gubernamental, dado que busca expresar la desaprobación colectiva de nuestra sociedad para ciertos actos u omisiones. Ciertamente es reconfortante para los numerosos canadienses que pertenecen a los grupos identificables el saber que los fomentadores del odio son penalmente procesados y que sus ideas son rechazadas. Ello igualmente recuerda al conjunto de la colectividad la importancia de la diversidad y del multiculturalismo en Canadá, poniendo énfasis especialmente en la igualdad y en el valor y la dignidad de cada ser humano. En tal contexto, podemos afirmar también que la supresión de la apología del odio por el gobierno no tendría por efecto hacer atractivo este género de expresión y aumentar así la aceptación de su contenido. De igual manera, es dudoso que los canadienses tengan simpatía hacia los sembradores del odio o hacia sus ideas. La desaprobación gubernamental de apología del odio no conlleva invariablemente la valorización de la ideología suprimida. La pornografía no es más valorizada a raíz de su supresión, no más que las declaraciones difamatorias contra personas que no consideradas meritorias porque el common law presta su apoyo a su prohibición. Destaco una vez más mi convicción de que la legislación relativa a la apología del odio y los procesos son medios de dar a conocer los valores que sirven al desarrollo de una sociedad libre y democrática. En este contexto, ni la persona hallada culpable de fomentar el odio ni su filosofía son valorizadas indirectamente, y el hecho de que el fomentador del odio pueda verse como un mártir carece de consecuencia frente al contenido del mensaje del Estado. Por lo que respecta al recurso a leyes que prohibían la apología del odio en Alemania, antes de la II Guerra Mundial, soy escéptico con relación a la pertinencia de la observación según la cual disposiciones análogas al núm. 319(2) hayan sido ineficaces para prevenir una tragedia como el Holocausto, condiciones particulares de Alemania hicieron posible el triunfo de la ideología nazi en desmedro de la existencia y aplicación de tales leyes (véase, A. Doskow y S.B. Jacoby, “AntiSemitism and the Law in Pre-Nazi Germany” (1940), 3 Contemporary Jewish Record 498, p. 509). Por el contrario, las leyes en materia de apología del odio son solamente un aspecto de los esfuerzos de una sociedad libre y democrática tendentes a impedir la propagación del racismo y es en este contexto que debe ser considerado el nexo racional que las mismas pueden tener con tal objetivo. Ciertamente, Alemania Occidental no reaccionó contra las leyes en vigor antes de la guerra intentado derogarlas y, en efecto, una nueva serie de tipos penales fueron creados también recientemente como en 1985 (véase, E. Stein, “History Against Free Speech: The New German Law Against the ‘Auschwitz’ and other Lies” (1987) 85 Mich. L. Rev. 277). Además, como ya lo he señalado, la comunidad internacional no ha considerado la promulgación de leyes que reprimen la apología del odio como vanas o nefastas a los objetivos perseguidos. En efecto, se ha atraído la atención de esta Corte hacia el hecho de que en gran número de países existen disposiciones legislativa análogas a las que tenemos en Canadá (véase, por ejemplo, Inglaterra y País de Gales, Public Order Act 1986 (R.U.), 1986, ch. 64, art. 17 a 23; Nueva Zelanda, Race Relations Act 1971 (N.Z.), n° 150, art. 25; Suecia, Código penal, ch. 16, art. 8; Países Bajos, Código penal, art. 137c), 137d) y 137e); India, Código penal, art. 153-A y 153-B y, de manera general, el Estudio sobre la aplicación del art. 4 de la Convención internacional para la eliminación de toda forma de discriminación racial de las Naciones Unidas). La experiencia alemana representa lo que el racismo puede tener de más abominable y revela hasta qué punto un número considerable de personas pueden dejarse seducir por ideas falsas y brutales. Un solo aspecto de esta experiencia, no obstante, no es determinante con relación a la eficacia de las leyes que prohíben la apología del odio. En resumen, habiendo decidido que la disposición legislativa atacada persigue un fin legítimo, estimo además que los medios escogidos para alcanzarlo son racionales tanto en el plano teórico como en el práctico y concluyo, en consecuencia, que el primer elemento del criterio de la
proporcionalidad se halla presente. Siendo así, paso ahora a la cuestión de saber si el núm. 319(2) conlleva la menor restricción posible a la libertad de expresión protegida por el inc. 2b). (iii) La restricción mínima a la libertad de expresión protegida por el inc. 2b) Como la disposición atacada es de naturaleza penal y comporta riesgos de perjuicios resultantes de los procesos, de declaraciones de culpabilidad y penas máximas de dos años de pena privativa de libertad, es necesario que los medios previstos en dicha disposición relativa a la apología del odio estén cuidadosamente concebidos de manera a conllevar la menor restricción posible a la libertad de expresión. Se debe, pues, demostrar que el núm. 319(2) es una reacción mesurada y apropiada al fenómeno de la apología del odio y que el mismo no restringe en otra medida el alcance de la garantía enunciada en el inc. 2b). Los partidarios de la invalidación del núm. 319(2) sostienen, principalmente, que el mismo da lugar a una posibilidad real que una expresión que no constituye apología del odio castigada. Sostienen que el alcance de la disposición es excesivo, dado que sus términos son los suficientemente amplios como para incluir a una expresión que carece de todo nexo con el objetivo del Parlamento, y que el mismo es, por otra parte, indebidamente vago en el sentido de que a raíz de la falta de claridad y precisión en su texto es imposible desentrañar su verdadero sentido con exactitud. En uno u otro caso, se afirma que el núm. 319(2) tiene por efecto limitar la expresión de ideas impopulares u no conformistas. Puede que tales comunicaciones no presente riesgo alguno de ocasionar el perjuicio que el legislador busca prevenir y se hallen estrechamente conectadas a los valores situados en el corazón del inc. 2b). Este alcance excesivamente amplio y dicha imprecisión podrían, en consecuencia, permitir al Estado recurrir al núm. 319(2) a fin de establecer una restricción excesiva a la liberad de expresión o, más verosímilmente, podrían tener un efecto paralizante de manera que las personas que pudieran caer bajo el sombra del núm. 319(2) se sometieran a la autocensura. Quienes atacan la validez del núm. 319(2) afirman, pues, que esta disposición suprime de una manera inaceptable este debate vivo sobre las grandes cuestiones políticas y sociales al cual, una sociedad que aprecia la diversidad de ideas, concede una gran importancia. La cuestión que demanda respuesta es, pues, la de saber si el núm. 319(2) realmente no hace distinción entre la expresión de poco valor que, seguramente, corresponde al objetivo válido tomado por el legislador federal y la expresión que no llama a la reacción severa de una sanción penal. Para responder a la misma y, lógicamente, para determinar si el núm. 319(2) conlleva la menor restricción posible a la libertad de expresión, se debe iniciar un examen bastante profundo de la naturaleza y los efectos de ciertas particularidades de dicha disposición. Estas particularidades se refieren también al enunciado del hecho punible con relación a los medios de defensa enumerados en el núm. 319(3), y es conveniente, en mi opinión, servirse de dicha división algo arbitraria a los fines del análisis que sigue. Por otra parte, en mi estudio de este elemento del criterio de proporcionalidad, trataré la pertinencia de otros métodos para combatir al perjuicio causado por la apología del odio. a. El texto del núm. 319(2) Al examinar la constitucionalidad del núm. 319(2), particularmente en lo que concierne a los argumentos relativos al alcance excesivo y a la imprecisión, vemos inmediatamente que las declaraciones realizadas “en una conversación privada” no se hallan incluidas en la tipificación penal. Esta disposición no prohíbe las opiniones expresadas con la intención de fomentar el odio si las mismas se realizan en privado, y ello indica que el Parlamento se ha propuesto no violar la vida privada de los particulares. En realidad, el hecho de que la disposición excluya la conversación privada en lugar de incluir las comunicaciones realizadas en un espacio público lleva a creer que la
expresión del odio en un lugar accesible al público no basta para provocar la aplicación de esta disposición (véase Fish, loc. cit., p. 115). Esta observación halla apoyo en una comparación del texto del núm. 319(2) con el de la prohibición enunciada en el núm. 319(1), de la incitación al odio cuando esta incitación sea susceptible de conllevar una violación a la paz. El núm. 319(1) se refiere a las declaraciones comunicadas en un “espacio público”, lo que indica que una prohibición de alcance más amplio rige allí donde el peligro presentado por las declaraciones cuenta con carácter inmediato, mientras que se desprende del núm. 319(2) que las conversaciones privadas en espacios públicos no se hallan afectadas por la prohibición. Además, es razonable inferir la existencia de una exigencia subjetiva de mens rea con relación al tipo de conversación a la que refiere al núm. 319(2), inferencia apoyada por la definición de la expresión “comunicación privada” en el art. 183 del Código penal. Por consiguiente, una conversación o una comunicación que se pretende privada no satisface a las exigencias de la disposición en causa si, accidentalmente o por negligencia, la expresión de odio hecha por un individuo de su odio frente a un grupo identificable se hace pública. El núm. 319(2) ¿cuenta, no obstante, con un alcance excesivo por el hecho de englobar a toda expresión pública destinada a fomentar el odio? Parece que no, dado que el perjuicio que el gobierno busca prevenir no se limita a ciertos medios de comunicación ni a ciertos lugares. Todo intento de distinción según la forma o el lugar sería, pues, inconciliable con el objetivo legítimo del Parlamento. Un segundo elemento del núm. 319(2) es su exigencia de que el fomento del odio sea “voluntario”. La naturaleza de tal elemento moral ha sido examinada por el juez Martin en el caso R. v. Buzzanga and Durocher, reflex, (1979), 49 C.C.C. (2d) 369 (C.A. Ont.). En dicho caso, los dos acusados fueron procesados en virtud del núm. 319(2) (por entonces núm. 281.2(2)) tras haber distribuido panfletos que contenían declaraciones atacando a los canadienses franceses del condado de Essex. En la época en cuestión, la minoría francófona del condado se hallaba intentado que el consejo escolar construya una escuela secundaria en lengua francesa. Los acusados se identificaron con los canadienses franceses y reaccionaron a la oposición suscitada por la construcción de la escuela. Según los mismos, los panfletos tenían carácter satírico y buscaba que se arribe a una rápida solución provocando una reacción de parte del gobierno y ejerciendo así una presión sobre el consejo escolar. A pesar de tal explicación, fueron declarados culpables en el juicio. En la apelación, el juez Martin concluyó que las declaraciones de culpabilidad debían ser anuladas. Remarcó que el sentido de la palabra “voluntariamente” no es fijo en derecho penal y buscó determinar el significado que podría revestir en el núm. 319(2) (pp. 379-381). Comparando esta disposición con el núm. 319(1) (por entonces, núm. 281.2(1)), que prohíbe la incitación al odio en lugares públicos cuando esta incitación sea susceptible de conllevar una alteración de la paz, sostuvo, en las pp. 381-382: [TRADUCCIÓN] La inserción de la palabra “voluntariamente” en el núm. 319(2) no era necesaria para plantear una exigencia de mens rea porque de todas formas esta exigencia existiría implícitamente a raíz de la gravedad de la infracción: véase la sentencia R. v. Prue, cit. Las declaraciones cuya comunicación se halla prohibida por el núm. 319(2) no se refieren a las que se realizan en lugares públicos y en circunstancias susceptibles de conllevar una violación a la paz y, en consecuencia, no plantean una amenaza tan inmediata hacia el orden público como las que refiere el núm. 319(1). Es, pues, irracional suponer que la intención del Parlamento era limitar al fomento voluntario del odio la infracción prevista en el núm. 319(2). Es evidente que el empleo de la palabra “voluntariamente” en el núm. 319(2) y no en el núm. 319(1) refleja la política del legislador de establecer un equilibrio protegiendo los intereses sociales opuestos que so la libertad de expresión, por una parte, y por la otra, la buena reputación de un grupo.
Con mayor precisión, el juez Martin explicó enseguida, en forma más detallada, el sentido de la palabra “voluntariamente”, concluyendo que este elemento moral solo existe cuando el acusado desea fomentar el odio o prevé que ello derivará con seguridad o casi con seguridad de un acto realizado con el fin de alcanzar otro objetivo (pp. 384-385). En el caso Buzzanga, el juez de primera instancia informó al jurado que la palabra “voluntariamente” podía ser considerada como equivalente a la intención de causar [TRADUCCIÓN] “una controversia, un escándalo y un alboroto” (p. 386). Esta interpretación es visiblemente incompatible con la exigencia del juez Martin de que el fomento del odio sea intencional o que el mismo se haya previsto como casi cierto. Por consiguiente, se ordenó que el juicio volviera a ser llevado a cabo. La interpretación dada a la palabra “voluntariamente” en el caso Buzzanga influye mucho en el alcance de la restricción de la libertad de expresión a través del núm. 319(2). Este elemento moral, que necesita mucho más que la simple negligencia o la indiferencia con respecto a las consecuencias, restringe considerablemente el alcance de la disposición y reduce por el mismo hecho el de la expresión tenida en vista. Esta reducción del alcance fue reconocida y aplaudida por la Comisión de reforma del derecho en Canadá en su documento de trabajo con respecto a la apología del odio, op. cit., p. 41: El principio de la moderación exige que el legislador se interese no solamente por los comportamientos que desea reprimir sino también por aquellos que no desea reprimir. Puede muy bien que, por ejemplo, el abandono de la exigencia de la intención permita que muchos procesos sean llevados a cabo son éxito en situaciones similares al caso Buzzanga en el cual un grupo minoritario había realizado apología del odio contra sí mismo con el objeto de suscitar la controversia o de provocar una reforma. Esta infracción no debió haber sido invocada para procesar a tales individuos. Apruebo la forma en que la palabra “voluntariamente” ha sido interpretada en el caso Buzzanga y me adhiero a la opinión, expresada en el documento de trabajo de la Comisión de reforma del derecho, según la cual esta norma severa en materia de mens rea es un medio inestimable para limitar toda incursión a través del núm. 319(2) en el campo de la expresión aceptable (aunque, quizá, ofensiva y controvertida). Es evidente que la palabra “voluntariamente” impone al ministerio público una pesada carga de prueba y permite reducir al mínimo las restricciones contra la libertad de expresión. Sin embargo, se ha sostenido que una exigencia severa de mens rea no otorga al núm. 319(2) un alcance aceptable desde el punto de vista constitucional. El problema, se ha dicho, radica en el hecho de que la infracción no exija la prueba de que la comunicación haya efectivamente engendrado el odio, siendo el argumento que únicamente tal prueba permite demostrar un perjuicio lo suficientemente grave como para justificar la restricción de la libertad de expresión en virtud del art. 1. Y sobre todo porque la norma no exige tal prueba del odio efectivamente engendrado el juez Kerans concluyó en la Corte de apelaciones que el núm. 319(2) es contrario a la Carta. Aun siendo consciente de los peligros evocados por el juez Kerans, no los estimo lo suficientemente graves como para exigir la invalidación del núm. 319(2). En primer lugar, hacer reposar la restricción de la libertad de expresión en la prueba de la existencia del odio efectivo implica no tener en cuenta en forma adecuada el grave traumatismo psicológico que padecen los miembros de los grupos identificables atacados por la apología del odio. En segundo lugar, es manifiestamente difícil demostrar la existencia de un nexo causal entra una declaración dada y el odio hacia un grupo identificable. En efecto, exigir la prueba directa del odio a los auditores comprometería con seriedad la eficacia del núm. 319(2) para cumplir con los objetivos del Parlamento. Es generalmente reconocido que el Parlamento puede servirse del derecho penal para
prevenir el riesgo de perjuicios graves, uno de los principales ejemplos radica en las disposiciones del Código penal relativas a conducir en estado de ebriedad. Las conclusiones del Comité Cohen y de grupos de estudio ulteriores demuestran que el riesgo de que la apología del odio engendre el odio es muy real, vista la gravedad del perjuicio a evitar en el contexto de la presente apelación, concluyo que la pruebe del odio efectivo no es necesaria para justificar una restricción en virtud del art. 1. Otra particularidad del artículo en causa que debe llamar nuestra atención acto seguida es la expresión “fomente [...] el odio contra un grupo identificable”. Siendo que la disposición busca criminalizar la diseminación del odio en el seno de la colectividad, estimo que la palabra “fomente” que significa “suscitar o atisbar un sentimiento o una acción nefasta” expresa el apoyo activo o la instigación. El verbo inglés “promotes” comporta mucho más que simplemente apoyar o favorecer. El fomentador del odio debe tener la intención de excitar directa y activamente al odio contra un grupo identificable o prever esta consecuencia como casi cierta. Por lo que respecta a la expresión “grupo identificable”, el núm. 318(4) sostiene que la misma “designa a toda sección del público que se diferencia de las demás por el color, la raza, la religión u origen étnico”. El acto proscrito es, pues, la instigación voluntaria del odio contra miembros particulares de nuestra sociedad, por oposición a un individuo. Resta dilucida el sentido de la palabra “odio”. Como el término “voluntariamente” debe interpretarse en el contexto del núm. 319(2), de igual manera la palabra “odio” debe ser definida en función de su contexto. Recurrir a los diccionarios poco puede aportar en este ejercicio, dado que, por su naturaleza, un diccionario busca presentar un conjunto de posibles usos más que el sentido exacto de una palabra tal como la concibe el legislador. Teniendo en cuenta el objeto del núm. 319(2), estimo que la palabra “odio” designa una emoción a la vez intensa y extrema que se halla claramente asociada a la calumnia y a la detestación. Como lo dijo el juez Cory en la Corte de apelaciones en el caso R. c. Andrews, cit., p. 179: [TRADUCCIÓN] La palabra “odio” no tiene una connotación anodina. Fomentar el odio es incitar a otro a detestar, a la enemistad, al malquerer y a la malevolencia. A todas luces, la expresión de ir muy lejos para cumplir las exigencias de la definición del núm. 319(2). El odio supone la destrucción y de ello resulta que el odio contra grupos identificables se alimenta de la insensibilidad, del sectarismo y de la destrucción tanto del grupo en cuestión como de los valores propios a nuestra sociedad. El odio tomado en tal sentido representa una emoción extrema a la cual la razón es una extranjera; una emoción que, si dirigida contra los miembros de un grupo identificable, implica que dichas personas deben ser menospreciadas, degradadas, maltratadas y vilipendiadas, y ello, a causa de su pertenencia a tal grupo. Quienes preconizan la invalidación del núm. 319(2) alegan la imposibilidad de dar una definición exacta y precisa a un término como “odio”. No obstante, como ya lo dejado dicho, la palabra “odio” se emplea en el núm. 319(2) en una acepción que no denota un vasto conjunto de emociones diferentes, pero se limita a la forma más intensa de la aversión. Igualmente se ha planteado en apelación, sin embargo, que independientemente de la definición dada por los tribunales a la expresión “odio”, la decisión que el juez de los hechos debe tomar acerca de si realmente el acusado tuvo la intención de fomentar el “odio” es una decisión subjetiva. Para los fines de tal decisión, el juez de los hechos, fundándose en las declaraciones en cuestión, realiza normalmente una inferencia con relación a la mens rea requerida. Ahora bien, se pretende que la naturaleza subjetiva de esta inferencia hace nacer el peligro de que juez de los hechos no concluya, aunque sin justificación, la existencia del tipo de odio previsto en el núm. 319(2) cada vez que éste desapruebe o tenga por ofensivo el contenido de las declaraciones del acusado.
No podemos descartar a la ligera el peligro de que un juez de los hechos decida en forma equivocada que el odio debe ser inferido de declaraciones que, personalmente, el mismo encuentre ofensivas. No obstante, no creo que la subjetividad inherente a la decisión relativa a la intención del acusado de fomentar el odio, por oposición a una emoción que comporte un menor nivel de aversión, represente una autorización ilimitada de extender el alcance de la infracción. Reconociendo la necesidad de circunscribir la definición de la expresión “odio” de la manera hasta aquí expuesta, un juez debería dar al jurado instrucciones referidas a la naturaleza de dicho término en el contexto del núm. 319(2) (o tomar consciencia él mismo). Debería mencionar expresamente en sus instrucciones la necesidad de guardase de presentar al acusado como teniendo la intención de fomentar el odio simplemente porque sus expresiones le desagradan. Si se toma cuidado, se evitará el peligro ya evocado y la restricción impuesta a la libertad de expresión no irá más allá de los límites de lo necesario. b. Los medios de defensa oponibles al núm. 319(2) Resulta de los factores antes mencionados que el núm. 319(2) no restringe indebidamente la garantía prevista en el inc. 2b). Las condiciones de la infracción, tal como las he definido, indican antes bien que el núm. 319(2) comporta una definición restrictiva que asegura que no alcanzará sino a las actividades expresivas que se oponen abiertamente al objetivo tenido en vista por el legislador y únicamente persigue, pues, al mas que es el objeto de la prohibición. Cito de nuevo los medios de defensa expresamente previstos, que precisan aún más el alcance de la infracción: 319.... (3) Nadie será declarado culpable del hecho previsto en el numeral (2) en los casos siguientes: a) cuando se demuestre la veracidad de las declaraciones exteriorizadas; b) cuando, de buena fe, se exprese una opinión sobre un tema religioso, o se haya intentado dilucidar el fondo de la cuestión a través de una discusión; c) cuando las declaraciones se refieran a una cuestión de interés público cuyo examen haya sido hecho en interés de la opinión pública y, por motivos razonables, se las crea verdaderas; d) cuando de buena fe, se haya querido atraer atención, a fin que se remedien, cuestiones que provoquen o cuya naturaleza sea provocar sentimientos de odio respecto de un grupo identificable en Canadá. Deriva de la atenta lectura de los medios de defensa previstos en el núm. 319(2) que los mismos engloban tipos de actividad expresiva que, generalmente, no corresponderían al “fomento voluntario del odio”, según mi definición de esta expresión. Así, los tres medios de defensa que comportan elementos de buena fe o de creencia sincera, a saber los incs. 319(3)a), c) y d), parecen jugar de manera a apoyar directamente la mens rea requerida para la infracción, dado que raros son los casos en que una persona que tiene la intención de fomentar el odio actúa de buena fe o es movida por una creencia sincera. Estos medios de defensa sirven para ayudar a precisar de manera más explícita el alcance del fomento voluntario del odio, indican en forma clara a las personas que se dedican al género de expresión así descripto que dicha actividad escapa al alcance del tipo penal. De ello resulta una apreciable disminución del peligro, si es que realmente lo es, que el alcance del núm. 319(2) sea demasiado amplio o desmesuradamente vago, o que así se lo perciba. Por más que
justifique al acusado cuya actividad, de otra manera, se subsumiría en el tipo de fomento voluntario, el núm. 319(3) traduce la voluntad de no restringir la libertad de expresión de un particular sino en casos límites. La línea demarcatoria entre las heridas del debate público y los ataques brutales, negativos y perjudiciales contra grupos identificables es, pues, tenue de manera a dejar cierta latitud al ejercicio de la libertad de expresión. El conflicto entre el núm. 319(2) y los medios de defensa es menos marcado en el caso de la defensa de la verdad, la razón de ello radica en que es más probable más probable que el fomento voluntario del odio pueda ser excusado por el inc. 319(3)a) que por otros medios de defensa. Este aumento de posibilidades hace del medio de defensa previsto en el inc. a) una indicación particularmente sorprendente de la prudencia y el cuidado que con que el Parlamento protege la libertad de expresión. Cierto, si se realizan declaraciones verdaderas sin intención de fomentar el odio hacia grupos identificables, no hay hecho punible en los términos del núm. 319(2). Por otra parte, si se presenta una situación en la cual un individuo se sirve de declaraciones verdaderas para fomentar el odio contra grupos identificables, el acusado será absuelto a pesar de la existencia del mal que el legislador busca prevenir. Excusar al acusado que fomenta el odio intencionalmente a través de la exteriorización de declaraciones verdaderas es, pues, una medida de prudencia habida cuenta de la importancia que se concede a la verdad y, por tanto, a la libertad de expresión, en nuestra sociedad. Se ha sostenido enérgicamente ante nosotros que el medio de defensa de la verdad es una protección insuficiente contra una disposición en materia de apología del odio cuyo alcance sea excesivamente amplio. En este orden de ideas, se señala, a justo título, que un buen número (por no decir la mayoría) de las comunicaciones que caen bajo la órbita del núm. 319(2) no se prestan a una clasificación de verdadero-falso, dado que se trata de ideas u opiniones en el espíritu de la persona que comunica. El acusado podría, pues, creer sinceramente en el valor de su punto de vista aun viéndose en la imposibilidad de valerse del medio de defensa acordado por el inc. 319(3)a). Se pretende, por otra parte, que, aun cuando una declaración puede ser calificada de verdadera o falsa, la persona que comete un error de buena fe acerca de la legitimidad de su posición (aunque esta persona sea inocente) queda sin protección, lo que restringe peligrosamente la libertad de expresión por efecto “paralizante” que la misma puede ejercer sobre quienes ejercen la autocensura temiendo que sus manifestaciones sean falsas. Por último, podemos preguntarnos si los tribunales no se aventuran en un terreno peligroso al intentar distinguir entre lo verdadero y lo falso. El riesgo de parcialidad, sea intencional o subconsciente, en tal decisión es un peligro frecuentemente mencionado por los teóricos de la libertad de expresión (riesgo que se manifiesta igualmente en el inc. 319(3)a) en la medida en que las ideas sean apreciadas en función a su carácter “razonable” y al “interés del público”). Vista la definición del hecho punible tipificado en el núm. 319(2) a la que he arribado, en el contexto tenido en cuenta por la sociedad y del valor de la expresión prohibida, tengo algunas dudas acerca de la cuestión de saber si la Carta exige que las declaraciones verídicas comunicadas con la intención de fomentar el odio escapan a la condena penal. La verdad puede servir a los fines más diversos, y me es difícil aceptar que existan circunstancias en las cuales las declaraciones conformes a los hechos puedan ser utilizadas con el único fin de fomentar el odio contra un grupo racial o religioso. Parece ser, pues, que de ello deriva que no existe razón alguna para que un individuo, que utiliza intencionalmente tales declaraciones con fines perjudiciales, se beneficie en virtud de la Carta de una protección contra las sanciones penales. Sin embargo, es preferible para el Parlamento hacer concesiones a los valores de la libertad de expresión, sea que la Carta lo ordene o no. El respeto a la verdad en tanto valor esencial a la libertad de expresión ha llevado, pues, al legislador federal a prever el medio de defensa enunciado en el inc. 319(3)a), aun cuando el acusado se haya servido de declaraciones verdaderas para causar un
perjuicio del tipo que se subsume netamente en el objetivo tenido en vista por la disposición en causa. Cuando una declaración no contiene ningún elemento de verdad, no obstante, dicho destello de justificación para el fomento intencional del odio se diluye y no queda sino la malevolencia perniciosa del autor. La relación entre el valor de la apología del odio en tanto que expresión y el objetivo del legislador de eliminar el mal, ligeramente modificado para dar a la primera una importancia acrecida cuando la declaración del acusado sea verdadera, se retrae a su estado más habitual en que la supresión de la expresión se halla permitida. La veracidad de las declaraciones es igualmente un medio de defensa oponible a una acusación en virtud del núm. 319(2), pero ésta no modifica en nada el hecho de que el acusado tenía la intención de fomentar el odio contra un grupo identificable. Esta es la razón por la cual no puedo concluir que exista una gran restricción a la libertad de expresión por la simple razón de que el núm. 319(3)a) no prevea el caso del error negligente o inocente. El que una declaración pueda o no ser calificada como verdadera o falsa, me lleva a creer que tal error no debe excusar a la persona que voluntariamente se haya servido de una declaración a fin de fomentar el odio contra un grupo identificable. Que la línea de demarcación legislativa sea trazada de manera a que se declare culpable a un acusado que ha sido negligente o aun inocente en lo que respecta a la exactitud de sus declaraciones es perfectamente aceptable, dado que el error no se refiere al uso que se ha dado a las informaciones, a saber el fomento voluntario del odio contra un grupo identificable. En lo que respecta al argumento según el cual los tribunales y el legislador no deberían inmiscuirse en la apreciación de la “verdad”, ni en la de los “motivos razonables para creer que las declaraciones sean verdaderas” ni en la del “interés del público”, la respuesta es idéntica. Cuando la posibilidad que una idea sea verdadera o que presente una ventaja cualquiera disminuye al punto de desaparecer, y que la declaración en cuestión tiene consecuencias perjudiciales que entran en conflicto con los valores más fundamentales de una sociedad libre y democrática, no es excesivamente difícil pronunciarse en un sentido que imponga restricciones a la expresión. Antes de examinar el efecto de otras reacciones eventuales a la apología del odio con relación a la proporcionalidad del núm. 319(2), algunas observaciones se imponen respecto a un último argumento esgrimido en apoyo a la invalidación del núm. 319(2) a causa de su alcance excesivo o imprecisión. Se pretende que la existencia de esta disposición ha llevado a las autoridades a sumergirse en una gama variada de expresiones políticas, educativas y artísticas y que ello demuestra en forma completamente clara como el alcance excesivo y la imprecisión puede conllevar una invasión indebida y amenaza de persecución. En tal sentido, se mencionan los numerosos incidentes en que las autoridades parecen tener exceso de celo en su interpretación de la ley, incluido el arresto de personas que distribuyen panfletos lleva a los americanos a dejar su país y a la retención temporaria en la frontera de una película Nelson Mandela así como la novela Los versos satánicos de Salman Rushdie (véase, por ejemplo, Borovoy, op. cit., p. 141; nótese que en los dos últimos ejemplos no se trata del núm. 319(2) sino de disposiciones análogas de las Tarifas de aduanas, L.C. 1987, ch. 49, art. 114, y anexo VII, Código 9956b)). Es ciertamente inquietante que el núm. 319(2) haya podido, en el pasado, llevar a las autoridades a restringir una expresión que significaba un aporte a las artes, a la enseñanza o a la política en Canadá. Espero, sin embargo, que sobresalga netamente de mis observaciones referentes a su alcance que el núm. 319(2) no se aplica sino a las formas de expresión más intencionalmente extremas. Desde esta óptica, podemos afirmar sin temor que los incidentes mencionados más arriba no demuestran el alcance excesivo y la imprecisión de esta disposición, sino que constituyen más bien ejemplos de medidas que el Estado no puede legalmente tomar en virtud del núm. 319(2). Evidentemente, la posibilidad de hostigamiento policial ilegal influye poco en la proporcionalidad que puede tener una ley en materia de apología del odio con los objetivos legítimos del Parlamento. Se debe pues rechazar el argumento fundado en tal hostigamiento.
c. Los otros medios de alcanzar el objetivo del Parlamento Uno de los argumentos más fuertes para pretender que el núm. 319(2) viola de manera inaceptable la garantía enunciada en el inc. 2b) es que ninguna sanción penal es necesaria para alcanzar al objetivo del legislador. Así pues, aun cuando el texto del núm. 319(2) y la naturaleza de los medios de defensa que se pueden alegar no expongan a una persona a una declaración de culpabilidad sino en circunstancias bien precisas y claramente definidas, se afirma que el perjuicio ocasionado por la apología del odio puede ser combatido de manera más eficaz a través de medios que no corresponden al derecho penal. De manera más general, se dice que la información y la educación que señalen los méritos de la tolerancia y la cooperación entre los grupos raciales y religiosos son la mejor respuesta a las ideas discriminatorias. Con relación a la prohibición de la apología del odio, se ha señalado que las leyes en materia de derechos humanos constituyen una reacción a la vez menos severa y más eficaz que el derecho penal. No solamente estas leyes exponen a quien difunde la apología del odio a estigmas y sanciones menos graves, sino que constituyen una manera menos conflictiva de eliminar tal género de expresión. Esta posición más conciliadora es preferible a la sanción penal dado que quien difunde la apología del odio se vería animado a prestar su concurso a los tribunales de derechos humanos y así a mejorar su comportamiento. Dado que los estigmas y las sanciones que se relacionan a la declaración de culpabilidad y teniendo en cuenta la existencia de otros medios para el gobierno de luchar contra la intolerancia, podemos preguntarnos a justo título si el núm. 319(2) porta la menor injerencia a la libertad de expresión. En lo que respecta a la eficacia de la legislación penal para alcanzar los objetivos de igualdad y de tolerancia multiculturales de Canadá, convengo que el núm. 319(2) debe jugar un rol limitado. Es importante, en mi opinión, no ilusionarse con respecto a la capacidad de esta única disposición de borrar de nuestra sociedad de la apología del odio y de los males que de ello deriva. En efecto, podría ser peligroso dejarse llevar a una complacencia excesiva y olvidar que existe una multitud de maneras de abordar el problema de la intolerancia racial y religiosa. Evidentemente, se debe tener el recurso de diversas medidas en la persecución de objetivos tan nobles e importantes. En la apreciación de la proporcionalidad de una disposición legislativa con un objetivo gubernamental viable, sin embargo, el artículo primero no debe jugar en todos los casos de manera a constreñir al gobierno a no intervenir sino en la manera que conlleve la menor injerencia a un derecho o a una libertad protegida por la Carta. Puede que, en efecto, haya diversos medios de alcanzar un objetivo urgente y real, cada uno de los cuales imponga un grado más o menos elevado de restricción a un derecho o a una libertad. En tales circunstancias, el gobierno puede legítimamente recurrir a una medida más restrictiva, sea aisladamente sea en el marco de un plan de acción más extendido, con tanto que esta medida no tenga doble efecto, que permita realizar el objetivo de maneras que serían imposibles por vía de otras medidas, y que sea a todas luces proporcional a un objetivo legítimamente a los fines del art. 1. Aunque la mejor manera de favorecer una actitud tolerante entre los canadienses sea la combinación de diversas medidas, el perjuicio causado por la apología del odio puede exigir reacciones particularmente severas para eliminar y prohibir cierta categoría muy restringida de actividad expresiva. Actualmente, por ejemplo, el Estado puede reaccionar a la apología del odio aplicando sea el Código penal, sean disposiciones en materia de derechos humanos. En mi opinión, es perfectamente justificado en una sociedad libre y democrática que el Estado tenga a su disposición estas dos posibilidades. No veo ninguna razón para suponer que el Estado emplearía invariablemente el medio más draconiano del que dispone, a saber el derecho penal, para impedir la apología del odio. Cuando la aplicación de la sanción prevista en el núm. 319(2) es imprudente, puede que sea preferible recurrir a la legislación en materia de derechos humanos, pero también pueden darse situaciones en las que la reacción más conflictiva de los procesos penales sean los apropiados para sancionar a los recalcitrantes fomentadores del odio. La expresión inequívoca de la
reprobación, que sirve a la vez al refuerzo de los valores subyacentes al núm. 319(2) y a la disuasión a algunos individuos que infligirían un daño a los miembros de un grupo débil y al conjunto de la colectividad para la comunicación voluntaria de la apología del odio, necesitará, a veces, recurrir al derecho penal. d. Conclusión relativa a la restricción mínima Para resumir el análisis que precede, vista la gran importancia del objetivo tenido en vista por el legislador y el valor reducido de la expresión en causa, concluyo que el texto del núm. 319(2) tipifica un hecho punible de límites estrechos, que no peca ni de alcance excesivo ni de imprecisión. Esta interpretación deriva en una amplia medida de que, en mi opinión, esta disposición plantea una exigencia rigurosa relativa a la mens rea, a saber la intención de fomentar el odio o el conocimiento de la fuerte probabilidad de tal consecuencia; esta interpretación se halla, por otra parte, apoyada por la conclusión de que el sentido de la palabra “odio” se limita al oprobio más marcado y más profundamente resentido. Además, la conclusión de que el núm. 319(2) conlleva la menor restricción posible a la libertad de expresión se halla apoyada por el hecho de que excluye la conversación privada de su campo de aplicación, que exige que el fomento del odio tenga en vista a un grupo identificable y que existen diversos medios de defensa en el núm. 319(3). Con relación al argumento según el cual la existencia de otros medios de lucha contra la apología del odio elimina la necesidad de una disposición penal, es eminentemente razonable recurrir a más de un tipo de instrumento legislativo para buscar impedir la difusión de la expresión racista y el perjuicio que de ella resulta. Si es verdad que una disposición penal es más difícil justificar en virtud del art. 1, estimo que la justificación requerida ha sido establecida en el caso del núm. 319(2). Concluyo, en consecuencia, que el núm. 319(2) del Código penal no porta una restricción indebida a la libertad de expresión y no resta sino determinar si, por sus efectos, impone a la garantía enunciada en el inc. 2b) una restricción tan grave que prevalezca por sobre las ventajas de una medida proporcional a un objetivo legislativo importante. (iv) Los efectos de la restricción El tercer punto del criterio de proporcionalidad consiste en sopesar la importancia del objetivo tenido en vista por el Estado y el efecto de los límites impuestos a un derecho o libertad protegida por la Carta. Aunque si la medida restrictiva tiene en vista un objeto importante y que los dos primeros elementos del criterio de proporcionalidad se hallan presentes, los efectos deletreados de una restricción pueden ser demasiados graves para permitir la violación del derecho o de la garantía en causa. He examinado la importancia de los valores inherentes a la libertad de expresión que son amenazados por el núm. 319(2) y del objetivo subyacente a la prohibición penal. Es ahora bien evidente que no considero la violación del inc. 2b) por parte del núm. 319(2) como una restricción grave. La actividad expresiva tenida en vista por esta disposición cae bajo una categoría especial, que tiene únicamente un débil nexo con los valores que sostiene a la garantía de la libertad de expresión. Por otra parte, el alcance restringido del núm. 319(2) así como los medios de defensa previstos impiden la prohibición de la expresión que no corresponde a esta categoría restringida. Por consiguiente, la supresión de la apología del odio por el núm. 319(2) no representa una restricción de las más graves a la libertad de expresión del individuo. Conviene recordar aun la importancia capital del objetivo que es la razón de ser del núm. 319(2), y cuya importancia hace que justifique incluso la medida severa de la prohibición penal. Pocas preocupaciones son tan cruciales para el concepto de una sociedad libre y democrática que la de la eliminación del racismo y, cuando apreciamos los efectos de una medida legislativa atacada, no
debemos jamás perder de vista el valor particularmente elevado que la sociedad canadiense concede a este objetivo. Puesto que tal es el objeto del núm. 319(2), no me es difícil concluir que sus efectos, a saber la restricción de un género de expresión que es ampliamente extraño a los valores esenciales de la libertad de expresión, no son a tal punto elevados como para que prevalezcan por sobre toda ventaja extraída de la restricción impuesta al inc. 2b). E. Análisis del núm. 319(2) en virtud del art. 1 de la Carta: Conclusión Concluyo que la restricción impuesta a la libertad de expresión del recurrido, protegida por el inc. 2b), debe ser mantenida en tanto constituye un límite razonable prescrito por una regla de derecho en el marco de una sociedad libre y democrática. Destinada a realizar un objetivo extremadamente importante y teniendo en vista una expresión que se sitúa lejos de los valores centrales de la libertad de expresión, el núm. 319(2) satisface cada una de las exigencias del criterio de proporcionalidad. No suscribo, en consecuencia, a la conclusión de la Corte de apelaciones de Alberta de que esta prohibición penal que reprime la apología del odio constituye una violación a la Carta, razón por la cual no me inclino por hacer lugar a la apelación con relación a este punto. VIII. El inc. 319(3)a) y la presunción de inocencia Como ya lo he dicho, el núm. 319(3)a) del Código penal dispone que nadie podrá ser declarado culpable de fomento voluntario del odio si “demuestra que las declaraciones exteriorizadas eran verdaderas”. Se reprocha a esta disposición el violar supuestamente la presunción de inocencia que enuncia el inc. 11d) de la Carta. La Corte debe, pues, decidir si el hecho de permitir al acusado demostrar una defensa de verdad de acuerdo a la preponderancia de probabilidades viene a invertir la carga de la prueba constituyendo, pues, una violación al inc. 11d). Si hay violación del inc. 11d), se debe entonces determinar si dicha inversión de la carga de la prueba se halla o no justificada en virtud del art. 1 de la Carta. A. El inc. 319(3)a) y la violación aparente del inc. 11d) de la Carta En los procedimientos iniciados en virtud del inc. 319(2), incumbe al ministerio público demostrar fuera de toda duda razonable los diversos elementos del hecho punible, a saber, que el acusado, a través de la comunicación de declaraciones emitida fuera de conversaciones privadas haya fomentado el odio contra un grupo identificable por el color, la raza, la religión o el origen étnico. Para determinar si una acusación corresponde o no al núm. 319(2), el juez debe examinar la veracidad o falsedad de las declaraciones. El medio de defensa de la verdad, que debe ser demostrada por el acusado de acuerdo a la preponderancia de probabilidades, no se toma en consideración más que si el ministerio público demuestra fuera de toda duda razonable los elementos previstos en el núm. 319(2). Los fallos de las cortes de apelaciones en autos y en el caso conexo Andrews manifiestan una divergencia de opiniones con respecto a saber si el medio de defensa de la verdad viola el inc. 11d) de la Carta. En la Corte de apelaciones de Alberta, el juez Kerans tuvo por decisiva la posibilidad de que un acusado sea declarado culpable de fomento voluntario del odio a pesar de la existencia de una duda razonable con relación a la veracidad de las declaraciones formuladas. Dado que este medio de defensa obliga al acusado a demostrar la veracidad de acuerdo a la preponderancia de probabilidades, concluyó que dicha norma viola el inc. 11d). La Corte de apelaciones de Ontario, por el contrario, resolvió en el caso R. c. Andrews, cit., que el inc. 319(3)a) no impone al acusado una verdadera inversión de la carga de la prueba. Apoyándose en la opinión de la mayoría en el caso R. c. Holmes, 1988 CSC 84, [1988] 1 R.C.S. 914, el juez Grange estimó que el inc. 319(3)a) prevé un medio de defensa que no entra en juego sino cuando todos los elementos del hecho punible han sido demostrados fuera de toda duda razonable, y que dicho estado de cosas descarta la violación de la
presunción de inocencia (p. 193). El juez Grange realizó una distinción con el fallo de esta Corte dictada en el caso R. c. Whyte, 1988 CSC 47, [1988] 2 R.C.S. 3, en cuanto que la presunción legal atacada en dicho caso se refería a la prueba de un elemento esencial del hecho punible. No es particularmente difícil reglar el desacuerdo entre las cortes de apelaciones de Alberta y Ontario. Aunque una cierta confusión haya podido reinar tras el fallo del caso Holmes pronunciado por esta Corte, es evidente desde el caso Whyte que la presunción de inocencia se viola cada vez que el acusado corre el riesgo de ser declarado culpable a pesar de la existencia de una duda razonable con relación a su culpabilidad en el espíritu del juez de los hechos. Como esta Corte lo afirmó en forma unánime en el caso Whyte, p. 18: ... la distinción entre los elementos del hecho punible y otros aspectos de la acusación no es pertinente cuando el examen se funda en el inc. 11d). La preocupación verdadera no consiste en saber si el acusado debe refutar un elemento o demostrar una excusa, sino en que un acusado puede ser declarado culpable mientras subsista una duda razonable. Cuando esta posibilidad exista, hay violación a la presunción de inocencia. La calificación exacta de un factor como elemento esencial, factor accesorio, excusa o medio de defensa no debería tener incidencia en el análisis de la presunción de inocencia. El efecto final de una disposición con relación al veredicto es lo determinante. Si una disposición obliga a un acusado a demostrar ciertos hechos de acuerdo a la preponderancia de probabilidades para evitar una declaración de culpabilidad, la misma constituye una violación de la presunción de inocencia dado que permite una declaración de culpabilidad a pesar de la existencia de una duda razonable en el espíritu del juez de la causa con relación a la culpabilidad del acusado. Un proceso en materia penal no puede ser dividido en etapas bien definidas de manera que la carga de la prueba incumba al acusado en una etapa intermedia y la carga última al ministerio público. Como lo indica en forma clara el pasaje citado, carece de consecuencia el que una conclusión de hecho sea calificada como elemento “esencial” del hecho punible cuando se trata de determinar si, a primera vista, existió violación al inc. 11d). Cuando se aplica a la presente apelación la posición adoptada en el caso Whyte, es evidente que el inc. 319(3)a) viola la presunción de inocencia. Contrariamente a lo que alegan quienes concluyen a la compatibilidad del inc. 319(3)a) y el inc. 11d), carece de importancia que el medio de defensa de la verdad se halle destinado a jugar un rol menor en la protección contra las declaraciones de culpabilidad. Lo importante no es la “naturaleza esencial” del hecho punible, sino que el juez de la causa deba dictar un veredicto de culpabilidad a pesar de la existencia de una duda razonable con respecto a la veracidad de las declaraciones del acusado. Ello significa que hay violación del inc. 11d) y que se debe, pues, examinar al inc. 319(3)a) a la luz del art. 1 de la Carta. B. El inc. 319(3)a) ¿halla justificación en los términos del art. 1 de la Carta? Mis observaciones generales respecto al rol del art. 1 y el criterio del caso Oakes se aplican evidentemente a la cuestión de la justificación del medio de defensa de la verdad como restricción razonable en una sociedad libre y democrática. Es igualmente pertinente una buena parte de lo que he dicho en mi análisis del núm. 319(2), aunque todavía sea necesario llevar adelante un examen distinto de la validez de la inversión de la carga de la prueba derivada del inc. 319(3)a).
La razón de ser del inc. 319(3)a) representa en alguna manera una excepción a los objetivos generales que sostienen al núm. 319(2). Como ya lo he remarcado, el hecho punible de fomento voluntario del odio reposa en la voluntad nacional e internacional de asegurar la libertad de expresión, la igualdad y el respecto de la dignidad humana y el multiculturalismo. Sin descartar este amplio fundamento, el inc. 319(3)a) tiene en vista un objetivo que ampara a la importancia que el legislador federal concede a la expresión de la verdad (véase el informe del comité Cohen, op. cit., p. 68, y la Comisión de reforma del derecho en Canadá, op. cit., p. 41). Más precisamente, el medio de defensa de la verdad permite a un acusado huir de la responsabilidad puesto que es posible que sus declaraciones, a pesar de estar destinadas a fomentar el odio, adquieran no obstante un mérito mayor (con respecto a los valores de la libertad de expresión) por ser verdaderas. El hecho de que un medio de defensa pueda justificarse por el mérito que se concede a las declaraciones verdaderas no aclara, sin embargo, nada con relación a los objetivos tenidos en vista por el Parlamento al exigir que el acusado demuestre la veracidad según la preponderancia de probabilidades. El objetivo de la inversión de la carga de la prueba realizado por este medio de defensa se halla estrechamente vinculado al objetivo inspirador del núm. 319(2). Un perjuicio se causa cada vez que declaraciones se realizan con la intención de fomentar el odio, encierren o no parte de verdad. Si es muy fácil prevalerse del medio de defensa, ello comprometerá indebidamente la realización del objetivo urgente y real que busca el legislador para prevenir dicho mal, y, pues, con el fin del alcanzar este mismo objetivo es que la veracidad debe ser probada por el acusado de acuerdo a la preponderancia de probabilidades. Por las razones expuestas en el marco de mi examen del objeto del núm. 319(2), concluyo, en consecuencia, que el objetivo perseguido por el legislador al prever la inversión de la carga de la prueba en el inc. 319(3)a) es urgente y real. Pasando al examen de la proporcionalidad de la medida que establece la inversión de la carga de la prueba con relación al objetivo legislativo perseguido, la primera cuestión a plantearse radica en saber si el inc. 319(3)a) cuenta con un nexo racional con el objetivo de prevenir el mal causado por el fomento voluntario del odio. En mi opinión, tal nexo existe en forma explícita. La inversión de la carga de la prueba que opera el medio de defensa de la verdad juega de manera a que sea más difícil sustraerse a una declaración de culpabilidad en un caso en que el fomento voluntario del odio haya sido demostrado fuera de toda duda razonable. Como el fomento voluntario del odio es contrario a los objetivos perseguidos por el legislador, el hecho de imponer tal carga al acusado se halla racionalmente unido a un objetivo que es válido a los fines del art. 1. El segundo punto del examen de la proporcionalidad plantea la cuestión de saber si la medida atacada conlleva la menor violación posible al derecho o libertad en causa. Para responder a la misma, debe tomarse en consideración la naturaleza del medio de defensa en cuestión y sobre todo su relación con el hecho punible previsto en el núm. 319(2). Como ya lo he dicho al tratar la cuestión de la proporcionalidad del núm. 319(2), el medio de defensa de la veracidad es, en cierta manera, inconciliable con el objetivo del Parlamento de prevenir el perjuicio causado por la apología del odio a los miembros del grupo respectivo y a la armonía entre las diferentes grupos, en el sentido de que tiene por efecto excusar los actos del acusado a pesar de la existencia del perjuicio que se busca prevenir. Que tal ruta de escape sea proporcionada al acusado no puede ser exigida por la Carta, pero ella nada tiene de más ilógico. Por precaución, el Parlamento hizo una concesión dictada por la importancia que reviste la verdad entre los valores subyacentes a la libertad de expresión, concesión destinada a permitir a un acusado beneficiarse de la posibilidad, por débil que sea, que sus declaraciones, reconocidas como difamatorias con respecto a ciertos grupos, tengan cualquier utilidad social en el marco de un diálogo público legítimo. En el contexto global del núm. 319(2), es, pues, evidente que fue con el objetivo de establecer un equilibrio que el Parlamento recurrió a la disposición que invierte la carga de la prueba. Exigir del acusado que demuestre la veracidad de sus declaraciones según la norma aplicable en
materia civil, hace parte integrante de este equilibrio y una carga menos pesada provocaría un grave desequilibrio. Si la falsedad fuera incluida como elemento del núm. 319(2), por ejemplo, o incluso si el acusado estuviera simplemente obligado a hacer nacer una duda razonable en lo que respecta a la veracidad de las declaraciones, la eficacia del núm. 319(2) para alcanzar su objetivo se vería fuertemente comprometida. En el primer caso, ello sería un obstáculo directo al objetivo del Parlamento, dado que numerosas son las declaraciones que no pueden ser calificadas como verdaderas o falsas. En los dos casos, no obstante, si existe una duda razonable con respecto a la falsedad de las declaraciones del acusado, éste sería absuelto. Para que tal resultado pueda ser aceptado, se debería convenir que esta posibilidad relativamente escasa de veracidad prevalezca por sobre el mal causado por el fomento voluntario del odio. Estimo, sin embargo, que el objetivo vital perseguido por el legislador justifica la exigencia de una prueba más convincente de la veracidad posible en las declaraciones de un fomentador del odio, dado que un medio de defensa invocado con éxito proporciona una excusa en desmedro de la existencia del mal que se busca suprimir (véase, Rauf, loc. cit., pp. 368-369). Que el acusado esté obligado a demostrar la veracidad según la preponderancia de probabilidades representa una precaución comprensible y legítima contra una justificación muy fácil de tal perjuicio. Siendo así, concluyo que la inversión de la carga de la prueba prevista en el inc. 319(3)a) conlleva la menor violación posible a la presunción de inocencia. En lo que respecta al último elemento del criterio de proporcionalidad del caso Oakes, concluyo sin dificultad alguna que la importancia de la prevención del perjuicio causado por la expresión que fomente el odio prevalece por sobre la violación al inc. 11d) de la Carta por el legislador federal. Al arribar a esta conclusión remito a la posición adoptada por esta Corte en el caso Whyte. En dicho caso, el acusado atacó lo que ahora es el inc. 258(1)a) del Código penal, que crea la presunción de que una persona que ocupa el asiento del conductor de un vehículo automotor tiene la guarda o el control a los fines de las disposiciones relativas a la conducta con facultades disminuidas. Esta presunción no puede refutada más que si el acusado demuestra que ocupaba el asiento del conductor con un objetivo distinto a ponerlo en circulación. Esta Corte, que mantuvo la presunción legal en virtud del art. 1, realizó las observaciones siguientes con relación a la proporcionalidad entre los efectos de la medida y el objetivo perseguido, p. 27: ... el inc. [258(1)a)] satisface al elemento final de análisis en los términos del art. 1. La prueba producida en autos demuestra que la seguridad pública se halla amenazada por el alcohol al volante, situación que esta Corte ha reconocido en otros casos. Aunque [el inc. 258(1)a)] conlleve efectivamente la violación al derecho que protege el inc. 11d) de la Carta, lo hace en un contexto legislativo en que es irreal exigir que el ministerio público demuestra una intención de conducir. En efecto, la disposición que invierte la carga de la prueba acuerda al acusado un medio de defensa que, de otra manera, no podría invocar. En el caso Whyte, no fue sino después pasar revista a la historia de la legislación en materia de alcohol al volante y reconocido a la vez el grave peligro que representa el alcohol al volante para la sociedad y las dificultades que suscitaría que se obligue al ministerio público a demostrar la intención de conducir, que esta Corte juzgó que la presunción legal atacada estaba justificada a pesar de su incidencia en la presunción de inocencia. Como ya lo hecho notar, factores similares entran en juego para justificar la disposición que impone una inversión de la carga de la prueba, atacada en la presente apelación, especialmente la importancia particular atacada a la prevención del mal causado por la expresión que fomenta el odio y el hecho de que el medio de defensa de la veracidad puede ser invocado a pesar de la existencia de tal perjuicio. La violación del inc. 11d) se produce, pues, en un contexto legal y práctico en que es irreal exigir que el ministerio público demuestre la falsedad de las declaraciones en causa y, para retomar la fórmula empleada en el caso Whyte, concluyo que el la inversión de la carga de la prueba por el inc. 319(3)a) acuerda al acusado un medio de defensa que, de otra manera, no podría invocar.
C. Conclusión relativa al inc. 319(3)a) En resumen, habiéndome fundado en el caso Whyte, fallado por esta Corte para decidir que el inc. 319(3)a) viola a primera vista el inc. 11d) de la Carta, concluyo no obstante que la disposición atacada halla justificación en los términos del art. 1. La inversión de la carga de la prueba que comporta el medio de defensa de la veracidad es la única manera que tuvo el Parlamento para ofrecer este medio de defensa y al mismo tiempo proscribir eficazmente la expresión que fomente el odio a través de disposiciones penales. Exigir que el Estado demuestre fuera de toda duda razonable la falsedad de una declaración significaría excusar una buena parte de la actividad expresiva nociva tenida en vista por el núm. 319(2) aun en presencia de una prueba mínima de su valor. En mi opinión, la justificación del tal inversión de la carga de la prueba debe residir en el hecho de ella juega únicamente en los casos en que el ministerio público haya demostrado fuera de toda duda razonable la intención de fomentar un odio perjudicial, y en el reconocimiento que detenerse demasiado en si una declaración es verdadera, se arriesgaría a obstaculizar el objetivo del legislador. IX. Conclusión Por más que busque prohibir la expresión de ciertas ideas, el núm. 319(2) del Código penal viola la garantía de la libertad de expresión enunciada en el inc. 2b) de la Carta. Vista la importancia del objetivo del legislador de impedir la difusión de la apología del odio y teniendo en cuenta la debilidad del nexo entre esta expresión y los valores que sostienen al inc. 2b) de la Carta, concluyo, sin embargo, que la disposición de alcance restringido que el núm. 319(2) es justificable en virtud del art. 1. De igual manera, aun cuando la inversión de la carga de la prueba realizada por el inc. 319(3)a) entre en conflicto con la presunción de inocencia prevista en el inc. 11d), esta norma puede ser considerada como un medio justificable para excusar declaraciones verdaderas sin minar el objetivo de prevenir el mal causado por el fomento voluntario del odio. Habiendo arribado a tales conclusiones, doy a las cuestiones constitucionales planteadas, las respuestas siguientes: 2. El núm. 281.2(2) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora núm. 319(2) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46) ¿viola la libertad de expresión protegida por el inc. 2b) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Respuesta: Sí. 3. Si el núm. 281.2(2) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora núm. 319(2) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46) aunque viole el inc. 2b) de la Carta canadiense de los derechos y libertades, ¿constituye un límite razonable impuesto por una regla de derecho y cuya justificación pueda demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática, en los términos del art. 1 de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Respuesta: Sí. 4. El inc. 281.2(3)a) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora inc. 319(3)a) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46) ¿viola el derecho a ser presumido inocente protegido por el inc. 11d) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Respuesta: Sí.
5. El inc. 281.2(3)a) del Código penal de Canadá. S.R.C. 1970, ch. 34 (ahora inc. 319(3)a) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46) aunque viola el inc. 11d) de la Carta canadiense de los derechos y libertades, ¿constituye un límite razonable cuya justificación puede demostrarse en el marco de una sociedad libre y democráctica, en los términos del art. 1 de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Respuesta: Sí. En consecuencia, soy de opinión que la sentencia de la Corte de apelaciones de Alberta debe revocarse y hacerse lugar a la apelación. El caso se devuelve a la Corte de apelaciones para que regle las cuestiones que no han sido examinadas a raíz de su decisión de invalidar las disposiciones atacadas. La opinión que sigue ha sido redactada por EL MAGISTRADO LA FOREST (disidente) — Suscribo la opinión de la magistrada McLachlin con relación a las cuestiones relativas a la libertad de expresión. Resolvería la apelación y respondería a las dos primeras cuestiones constitucionales de la manera que la misma propone. Estimo inútil examinar las cuestiones relativas al derecho a ser presumido inocente y, consecuentemente, responder a las otras cuestiones constitucionales. La opinión de los magistrados Sopinka y McLachlin ha sido redactada por LA MAGISTRADA MCLACHLIN (disidente) — Introducción La cuestión en la presente apelación es la de saber si los núms. 319(2) y (3) del Código penal, L.R.C. (1985), ch. C-46, que tipifican el hecho punible de fomento del odio, deberían ser invalidados por violar la garantía de la libertad de expresión y presunción de inocencia consagradas en la Carta canadiense de los derechos y libertades. El señor Keegstra, profesor de escuela secundaria en Eckville, una pequeña ciudad de Alberta, fue hallado culpable de haber fomentado el odio en contravención al núm. 319(2). Según la prueba, éste denigraba sistemáticamente a los judíos y al judaísmo en sus clases. Designaba a los judíos con epítetos tales como “revolucionarios”, “pérfidos”, “impostores”, “comunistas”, “disimulados”, “furtivos”, “manipuladores” y “engañosos”. Enseñaba que los judíos son “bárbaros”, “subversivos”, “sádicos”, “materialistas”, “libertinos” y “ávidos de poder”. Sostenía que todo judío era malvado y que las personas malvadas debían ser judías. No se contentaba con solamente realizar estas afirmaciones, sino que decía a los alumnos que debían aceptar sus opiniones como exactas, a menos que pudieran contradecirlo. Esperaba, por otra parte, que los alumnos reflejen estas ideas en sus composiciones y exámenes. Si lo hacían, tenían buenas notas. Si no lo hacían, llevaban malas calificaciones. Antes del proceso, el señor Keegstra solicitó a un juez del Tribunal de Juicio de la Reina de Alberta que se anulara la acusación por constituir el núm. 319(2) del Código penal una violación al derecho a la libertad de expresión protegido por la Carta. Este argumento fue rechazado por el juez Quigley, reflex, (1984), 19 C.C.C. (3d) 254. Consideró dicho numeral no como una restricción a la libertad de expresión sino como una disposición protectora que favorece la libertad de expresión.
En su opinión, “libertad de expresión” en los términos del inc. 2b) de la Carta no significa en forma alguna la libertad absoluta que confiere un derecho ilimitado a expresarse. Agregó que, si su conclusión de que el núm. 319(2) no conlleva violación al inc. 2b) fuera errónea, concluiría que se trataba de una duda razonable cuya justificación podía ser demostrada en el marco de una sociedad libre y democrática, en el sentido del art. 1 de la Carta. La Corte de apelaciones, no obstante, revocó esta decisión y anuló la declaración de culpabilidad inscripta en el proceso: 1988 ABCA 141, (1988), 43 C.C.S. (3d) 150. En su opinión, el núm. 319(2) del Código penal viola la Carta en forma doble. En primer lugar, al hacer de la veracidad de las declaraciones tendentes a fomentar el odio un medio de defensa imponiendo al acusado la carga de probarla, viola la presunción de inocencia. En segundo lugar, constituye una violación a la garantía de la libertad de expresión enunciada en el inc. 2b) de la Carta. El juez Kerans, en nombre de la Corte, sostuvo que [TRADUCCIÓN] “el fomento imprudente del odio corresponde a la definición de la libertad de expresión” (p. 162) a los fines de este inciso, y que los errores de hecho cometidos por quienes se expresan – incluso por aquellos cuyo error carece de todo fundamento razonables – se benefician de la protección de la Carta. Además, según la Corte de apelaciones, la violación en cuestión no puede justificarse en virtud del art. 1 de la Carta. [TRADUCCIÓN] “Esta regla tiene un alcance excesivamente amplio” lo remarcó el juez Kerans al señalar que el numera en causa no exige que el fomento del odio por el autor del hecho punible lleve efectivamente a alguien a odiar a un miembro del grupo protegido. Conviene que la reglamentación de la propagación del odio contra grupos identificables pueda ser justificada, pero concluyó que el hecho de que la ley tipifique simples tentativas sin admitir como medio de defensa al error involuntario excluye su justificación como medida razonable justificada en una sociedad democrática. El juez Kerans estimó, por otra parte, que los valores del multiculturalismo y de la legalidad consagrados en la Carta no vuelven razonable en el sentido del art. 1 al límite impuesto a la libertad de expresión por el núm. 319(2) del Código penal. El art. 15 no tiene en vista sino la acción gubernamental, mientras que el núm. 319(2) refiere a la expresión individual – que está protegida por el inc. 2b) de la Carta. De acuerdo al juez Kerans, nada en la Carta deja a suponer la existencia en materia de expresión de una ortodoxia a la cual se pueda ser legalmente constreñido. Al contrario, nuestra adhesión a la noción del mercado de ideas nos prohíbe presumir que los fomentadores del odio llegarán a despertar tal odio en la mayoría de los Canadienses. Además, la libertad de expresión es una libertad individual a tal punto capital que solo puede prevalecer sobre ella un objetivo de importancia excepcional. La Corte de apelaciones decidió, finalmente, que la Carta protege incluso al fomento imprudente del odio a un punto tal en que éste realmente llega a despertar en los oyentes el odio respecto a los grupos concernidos. El ministerio público recurrió ante esta Corte. Las disposiciones legislativas El recurrido ha sido acusado en virtud del núm. 319(2) del Código penal, cuyo texto es como sigue: 319. . . . (2) Quienquiera que, por exteriorización de declaraciones en situaciones que no sean una conversación privada, fomente voluntariamente el odio contra un grupo identificable será culpable:
a) sea de un hecho punible y pasible de pena privativa de libertad de hasta dos años; b) sea de una infracción punible con declaración de culpabilidad por procedimiento sumario. (3) Nadie será declarado culpable del hecho previsto en el numeral (2) en los casos siguientes: a) cuando se demuestre la veracidad de las declaraciones exteriorizadas; b) cuando, de buena fe, se exprese una opinión sobre un tema religioso, o se haya intentado dilucidar el fondo de la cuestión a través de una discusión; c) cuando las declaraciones se refieran a una cuestión de interés público cuyo examen haya sido hecho en interés de la opinión pública y, por motivos razonables, y se las crea verdaderas; d) cuando de buena fe, se haya querido atraer atención, a fin que se remedien, cuestiones que provoquen o cuya naturaleza sea provocar sentimientos de odio respecto de un grupo identificable en Canadá. ... (6) No se podrá iniciar persecución penal por el hecho previsto en el numeral (2) sin el consentimiento del procurador general. (7) Las siguientes definiciones se aplican al presente artículo: “comunicar” se entiende especialmente la comunicación por teléfono, radiodifusión u otros medios de comunicación visual o sonoro. “declaraciones” se entiende especialmente palabras orales, escritas o registradas por medios electrónicos o electromagnéticos o de otra forma, o por gestos u otros signos de representación visible. “lugar público” todo lugar al cual el público tiene acceso por derecho o invitación, expresa o tácita. “grupo identificable” tiene el sentido que le confiere el artículo 18. 318. . . . (4) En los términos del presente artículos “grupo identificable” indica a toda sección del público que se diferencie de los demás por su color, raza, religión u origen étnico.
Podemos constatar que lo prohibido es el fomento voluntario del odio contra grupos identificables. Simples lapsus no dan lugar a procesos. Por otra parte, no es necesario que las declaraciones tengan realmente el efecto de fomentar el odio. La veracidad es un medio de defensa, pero es al acusado a quien incumbe demostrarla. La disposición en causa debe ser examinada a la luz de los principios enunciados en la Carta, especialmente en los artículos siguientes: 1. La Carta canadiense de los derechos y libertades protege los derechos y libertades que en ella se enuncian. Los cuales no podrán ser restringidos sino por una regla de derecho, dentro de límites que sean razonables y cuya justificación pueda ser demostrada en el marco de una sociedad libre y democrática. 2. Todos gozarán de las siguientes libertades fundamentales: ... b) la libertad de pensamiento, creencia, opinión y expresión, comprendida la libertad de la prensa y otros medios de comunicación; 11. Todo acusado tiene derecho a: ... d) ser presumido inocente mientras no sea declarado culpable, de acuerdo a la ley, por un tribunal independiente e imparcial tras un proceso público y justo; 15. (1) La ley no hará acepción de persona y se aplicará a todos por igual, y todos tendrán derecho a igual protección y al mismo beneficio de la ley, independientemente de toda discriminación, especialmente las fundadas en la raza, origen nacional o étnico, el color, religión, sexo, edad o deficiencias físicas o mentales. 27. Toda interpretación de la presente Carta debe estar de acuerdo con el objetivo de promover el mantenimiento y la valorización del patrimonio multicultural de los canadienses. Las cuestiones en litigio El litigio versa en las cuestiones siguientes: 1. El núm. 319(2) del Código penal ¿viola el inc. 2b) de la Carta? 2. Los núms. 319(2) y (3) del Código penal, ¿violan el inc. 11d) de la Carta? 3. Si la respuesta a una u otra de las dos primeras cuestiones fuera afirmativa, ¿estas violaciones pueden ser justificadas en los términos del art. 1 de la Carta? Estas cuestiones están reflejadas en las cuestiones constitucionales formuladas por el magistrado presidente Dickson:
1. El numeral 281.2(2) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora núm. 319(2) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46), ¿viola la libertad de expresión protegida por el inc. 2b) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? 2. Si el numeral 281.2(2) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora núm. 319(2) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46), atenta contra inc. 2b) de la Carta canadiense de los derechos y libertades, ¿constituye el mismo un límite razonable impuesto por una regla de derecho cuya justificación puede demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática, de acuerdo al artículo primero de la Carta canadiense de los derechos y libertades? 3. El inciso 281.2(3)a) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora inc. 319(3)a) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46), ¿viola la presunción de inocencia protegida por el inc. 11d) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? 4. Si el inciso 281.2(3)a) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora inc. 319(3)a) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46) atenta contra el inc. 11d) de la Carta canadiense de los derechos y libertades ¿constituye un límite razonable impuesto por una regla de derecho cuya justificación pueda demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática, de acuerdo al artículo primero de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Análisis I. Contexto Esta instancia plantea cuestiones muy importantes y muy difíciles. A fin de situarlas en un contexto apropiado, presentaré a modo de prefacio mi análisis de las cuestiones en litigio un breve repaso filosófico e histórico del rol de la libertad de expresión en nuestra sociedad, tanto de un punto de vista general como en relación a la apología del odio. A. Una visión filosófica de la libertad de expresión y la Carta Existen diversas justificaciones filosóficas de la libertad de expresión. Algunas de ellas ubican a la libertad de expresión entre los medios de alcanzar otros fines. Otras la ponen como un fin en sí misma. Entre las justificaciones de la libertad de expresión que se ubican en la primera categoría, la más remarcable sostiene que esta libertad contribuye a favorecer el libre intercambio de ideas que es indispensable a la democracia y al funcionamiento de las instituciones democráticas. Es lo que llamamos, a veces, la justificación fundada en el proceso político: véase A.W. MacKay, “Freedom of Expression: Is it All Just Talk?” (1989), 68 R. du B. can. 713. El enunciado clásico de esta justificación se encuentra en A. Meiklejohn, Free Speech and its Relation to Self-Government (1948). El punto de vista según el cual la libertad de expresión se impone en razón de su rol en el proceso político tiene por corolario que solo amerita la protección constitucional la expresión relativa al proceso político. Sin embargo, la expresión, decimos, se beneficia con una protección absoluta en el interior de sus límites. La justificación fundada en el proceso político jugó un rol importante en la evolución de la interpretación de la Primera Enmienda en los Estados Unidos, y varios magistrados de la Corte Suprema de los Estados Unidos (que, no obstante, nunca estuvieron
en mayoría) adoptaron la teoría del carácter absoluto de la protección de la expresión dentro de estos límites precisos. La importancia de esta justificación fue igualmente afirmada por tribunales canadienses, tanto antes como después de la entrada en vigor de la Carta. Una variante de la teoría relativa al proceso político atribuye a la libertad de expresión un rol crucial en lo que sería la libertad clave de la cual dependen todas las demás. En efecto, sin la libertad de comentar y de criticar, otros derechos fundamentales podrían verse negados por el Estado. Este argumento privilegia, pues, la libertad de expresión con relación a los demás derechos. La legitimidad de la justificación de la libertad de expresión fundada en el proceso político es incuestionable. No obstante, la misma tiene sus límites. Ella no justifica, en efecto, sino aspecto relativamente restringido de la libertad de expresión – mucho más restringido que lo que parece desprenderse del texto de la Primera Enmienda o del inc. 2b) de la Carta. Otra venerable justificación de la libertad de expresión (que se remonta al menos al Areopagítica de Milton en 1644) sostiene que la misma es una previa esencial de la búsqueda de la verdad. Este modelo, como el basado en el proceso político, parte de un punto de vista instrumentalista. La libertad de expresión es percibida como un medio de favorecer un “mercado de ideas” donde ideas rivales se disputan la supremacía a fin de hacer surgir la verdad. La metáfora del “mercado de ideas” fue forjada por el magistrado Oliver Wendell Holmes en su célebre opinión disidente en el caso Abrams v. United States, 250 U.S. 616 (1919). Sin embargo, se ha reprochado a esta justificación que la misma no ofrece ninguna garantía que la libre expresión de ideas conducirá verdaderamente a la libertad. En efecto, como la historia lo demuestra, es muy posible que ideas peligrosas, destructivas y fundamentalmente falsas prevalezcan, al menos durante corto tiempo. A pesar de su fuerza, esta crítica no destruye la justicia esencial de la noción del valor del mercado de ideas. Si la libertad de expresión no concede garantía alguna que la verdad prevalecerá siempre, podemos aun así sostener que ella contribuirá, de maneras que serían imposibles en su ausencia, a favorecer la búsqueda de la verdad. Basta con tomar el caso de sociedades que han restringido la libertad de expresión para constatar cuanto sufren a la vez la verdad y la creatividad humana. No es coincidencia que, en sociedades en que la libertad de expresión ha sido severamente limitada, la verdad deje su lugar a menudo a la propagación forzada de ideas que poca relación tendrán con los problemas reales de las sociedades. Tampoco es una coincidencia que el desarrollo industrial y económico así como la creatividad científica y artística se vean frenadas en dichas sociedades. Podemos sostener, por otra parte, que constituye un error limitar la justificación de la libertad de expresión a la promoción de la verdad, ya que por importante que la verdad pueda ser, es imposible probar que ciertas opiniones son verdaderas o falsas. Muchas ideas y expresiones que no pueden ser verificadas tienen, no obstante, valor. Estas consideraciones con convencen que la libertad de expresión puede justificarse, en parte al menos, por el hecho de que favorece el “mercado de ideas” y permite así la creación de una sociedad más actual, más dinámica y más progresista. La libertad de expresión puede, no obstante, ser percibida como mucho más que un medio de alcanzar otros fines. Muchos son quienes afirman, en efecto, que la libertad de expresión es un fin en sí, un valor esencial al tipo de sociedad que deseamos preservar. Siguiendo este punto de vista, la libertad de expresión [TRADUCCIÓN] “deriva de la premisa generalmente aceptada en Occidente que la verdadera finalidad del hombre es el desarrollo de su carácter y la realización de todas sus posibilidades de ser humano”. Deriva de esta premisa que cada uno tiene derecho a formar sus propias creencias y opiniones y expresarlas. [TRADUCCIÓN] “Pues la expresión es parte integrante del desarrollo de las ideas, de la exploración intelectual de la afirmación en sí”: T.I. Emerson, “Toward a General Theory of the First Amendment” (1963), 72 Yale L.J. 877, p. 879.
Implica desvalorizar la libertad de expresión y constituye un error de los defensores de este punto de vista, el concebir este derecho en función únicamente a los fines que puede ayudarnos a alcanzar. [TRADUCCIÓN] “El hecho de que un ejercicio particular del derecho puede ser considerado favorecer o retardar la realización de otros fines colectivos no es la medida general de la libertad de expresión de una persona” (p. 880). La libertad de expresión merece ser protegida en razón de su valor intrínseco. Quienes afirman que la libertad de expresión merece ser protegida por su valor intrínseco como medio de realizar el desarrollo tanto del que expresa como para los oyentes, tienen tendencia a unir esta justificación a otras (véase, por ejemplo, Emerson, loc. cit., pp. 879-880), y L. Tribe, American Constitutional Law (2da ed., 1988), pp. 785-789). Tomada aisladamente, esta justificación de la libre expresión es pues, muy amplia y muy imprecisa para fundar un principio constitucional. Por otra parte, ella no explica por qué la expresión merece un status constitucional particular y no ciertamente otras actividades de desarrollo personal. No obstante, la importancia dada al valor intrínseco de la libertad de expresión es un complemento útil a las justificaciones de carácter más utilitario que admiten, por ejemplo, ciertas formas de expresión artística que ciertamente, de otra manera, se verían excluidas. En el pensamiento de F. Schauer (Free Speech: A Philosophical Enquiry (1982)), los argumentos fundados en el valor intrínseco se unen a los fundados en las consecuencias prácticas. Antes que evaluar la expresión para ver por qué podría merecer protección, Schauer considera las razones susceptibles de llevar a un gobierno a intentar limitar la expresión. La historia demuestra, señala Schauer, que los intentos de restricción de la expresión figuran en número desproporcionado entre los anales gubernamentales – desde la condena a Galileo por haber afirmado que la Tierra es redonda hasta la supresión de grandes obras de arte juzgadas “obscenas”. El profesor Schauer explica esta curiosa incapacidad de los gobiernos que practican la censura de evitar los errores por hecho que al limitar la expresión los gobiernos se constituyen, a menudo, en juez y parte. Están interesados en hacer callar las críticas a su respecto, o incluso a aumentar su propia popularidad al ahogar la expresión impopular. Estos móviles los ponen, a menudo, en la imposibilidad de sopesar correctamente los pros y los contras de la supresión. Ello no quiere decir que es siempre legítimo de parte de los gobiernos imponer restricciones a la expresión, sino que todo intento de parte de un gobierno debe a primera vista levantar sospechar. El razonamiento de Schauer nos recuerda que ninguna justificación es definitiva en materia de libertad de expresión. En efecto, es probable que teorías relativas a la libertad de expresión sigan desarrollándose. ¿En qué estas diversas justificaciones de la libertad de expresión se relacionan con el inc. 2b) de la Carta? Podemos señalar antes que nada que el amplio alcance del texto del inc. 2b) de la Carta es quizá incompatible con una justificación fundada en una sola faceta de la libertad de expresión. Ello deja a suponer que no constituye una necesidad el adoptar una justificación definitiva de la libertad de expresión. Diferentes justificaciones de la libertad de expresión pueden tomar diversos grados de importancia en situaciones diferentes. No obstante, cada una de las justificaciones antes citadas puede aclararnos el alcance y el contenido del inc. 2b). La interpretación que se ha dado al inc. 2b) de la Carta confirma la pertinencia de las justificaciones de la libertad de expresión según su valor tanto instrumental cuanto intrínseco. Esta Corte interpreta los derechos y libertades que protege la Carta en función del objetivo perseguido. En el contexto de la historia judicial de la libertad de expresión en Canadá, ello permite pensar que hay lugar, en la determinación de su alcance y del carácter justificable de su restricción, a tener en cuenta los fines a los que puede servir la libertad de palabra. Estos fines incluyen el mantenimiento de nuestros derechos democráticos y las ventajas de la creatividad y de la investigación de la verdad
en las ciencias, en el arte, en la industria y otros campos. Al mismo tiempo, la importancia que esta Corte concede a la dignidad intrínseca del individuo al interpretar los derechos y libertades que protege la Carta indica que la justificación que es el desarrollo personal debe jugar un rol de primer plano en las decisiones fundadas en el inc. 2b) de la Carta. Conforme con esta posición ecléctica, esta Corte en el caso Irwin Toy Ltd. c. Québec (Procurador general), 1989 CSC 87, [1989] 1 R.C.S. 927, enumeró tres valores que sostienen la garantía de la libertad de expresión enunciada en el inc. 2b) de la Carta: la búsqueda de la verdad; la participación en la toma de decisiones de interés social y político; y el enriquecimiento y desarrollo personales. Por todas y cada una de estas razones, la libertad de expresión es un valor fundamental en nuestra sociedad. Este valor no es, sin embargo, absoluto. Como otras libertades a las cuales damos tanto valor, la libertad de expresión debe en ciertas circunstancias ceder el paso a consideraciones opuestas. Se trata siempre de una cuestión de equilibrio. La libertad de expresión protege ciertos valores que tenemos por fundamentales – la democracia, una cultura viva, dinámica y creativa, y la dignidad del individuo. Puede, no obstante, que la libertad de expresión comprometa otros valores. Ella puede, en efecto, afectar a la reputación e incitar a la violencia. Puede abusarse de ella con el objetivo de afectar a nuestras instituciones políticas fundamentales y minar la armonía racial y social. El legislador puede, legítimamente, restringir la libertad de expresión en los casos en que riesgos inherentes a esta libertad prevalezcan por sobre su valor. Los redactores de la Carta reconocieron a la vez el carácter fundamental de la libertad de expresión y la necesidad de, a veces, imponerle límites cuando los riesgos que ella plantea son demasiado grandes como para ser tolerados por la sociedad. Su importancia se refleja en la definición amplia y sin restricción del vocablo “expresión” que figura en el inc. 2b). La garantía de la libertad de expresión, a diferencia de otros derechos que protege la Carta (por ejemplo, el art. 8 de la Carta) o contrariamente a las garantías análogas que enuncia el Convenio para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales, 213 R.T.N.U. 221 (1950), y en el Pacto internacional de derechos civiles y políticos, 999 R.T.N.U. 171 (1966), no está sujeta a limitación alguna que derive de su propio texto. La garantía de la libertad de expresión que figura en dichos documentos autoriza explícitamente una gran variedad de restricciones a la misma – restricciones que la persona que invoca el derecho a la libertad de expresión debe respetar. La garantía canadiense de la libertad de expresión, al contrario, es más global. La disposición prevé una garantía muy amplia y toda expresión se beneficia a primera vista de su protección. Toda derogación debe ser justificada por el Estado en los términos del art. 1. Además, como lo observaré más adelante, la libertad de expresión ya había adquirido un status cuasi constitucional en Canadá, mucho antes de ser expresamente consagrada por la Carta. Todo ello permite pensar que los redactores de la Carta concibieron a la libertad de expresión como un derechos fundamental de vasto alcance y gran importancia. La Carta permite, sin embargo, la restricción de la libertad de expresión por una regla de derecho cuando ello se justifique por la necesidad de proteger valores opuestos más importantes. Así, la garantía amplia de la libertad de expresión del inc. 2b) de la Carta está sujeta al art. 1 que permite que este derecho se vea restringido dentro de límites razonables cuya justificación pueda ser demostrada en el marco de una sociedad libre y democrática. B. La perspectiva histórica La libertad de expresión y la libertad de prensa habían adquirido un status cuasi constitucional mucho antes de la adopción de la Carta en 1982. En una serie de casos que versaron sobre medidas legislativas tomadas por regímenes provinciales represivos, la Corte Suprema dio su
aval a la tesis según la cual el derecho de expresar las ideas políticas no podía ser limitado por los legisladores provinciales: véase, MacKay, loc. cit., pp. 715-716. Estos casos refieren, principalmente, al reparto de competencia entre las provincias y el gobierno federal. La consulta relativa a la prensa albertina (Consulta relativa a los Estatutos de Alberta, 1938 SCC 1, [1938] R.C.S. 100) es un buen ejemplo de ello. El litigio versaba en un proyecto de ley presentado ante la legislatura de Alberta, que buscaba forzar a los diarios a divulgar las fuentes de sus noticias y a publicar declaraciones del gobierno que corregían artículos anteriores. Tal proyecto de ley fue declarado inválido dado que la provincia carece de competencia sobre el libre funcionamiento de las instituciones políticas del Estado. La expresión política, vital para el conjunto del país, no podía ser limitada por un texto legislativo provincial. Esta posición respecto a la libertad de expresión fue aceptada y desarrollada por ciertos magistrados de esta Corte en los casos Saumur c. Ciudad de Québec, 1953 SCC 3, [1953] 2 R.C.S. 299, y Switzman c. Elbling, 1957 SCC 2, [1957] R.C.S. 285. Los magistrados Rand y Abbott hablaron de una declaración de derechos implícita extraída de la disposición de la Ley constitucional de 1867 que preveía “una constitución similar en sus principios a la del Reino Unido”. Estos casos vienen a confirmar la importancia fundamental de la libertad de expresión y de la libertad de prensa en Canadá. Sin embargo, la concepción de la libertad de expresión que encierran estos casos se limitan en lo esencial a un modelo de proceso político. En casos posteriores, tales como Cherneskey c. Armdale Publishers Ltd., 1978 CSC 20, [1979] 1 R.C.S. 1067, dejan relucir cierta reticencia a favorecer una concepción amplia de la libertad de expresión. Además, antes de la Carta, se reconoció en último análisis que las nociones fundamentales de la libertad de palabra estaban sujetas a restricciones legislativas. La idea de una declaración implícita de derechos, avanzada en los casos Saumur y Switzman, fue rechazada por esta Corte en el caso Procurador general de Canadá y Dupond c. Ciudad de Montreal, 1978 CSC 201, [1978] 2 R.C.S. 770, y poder preponderante de las legislaturas de definir los límites de la libertad de expresión fue confirmada en el caso Procurador general de Canadá c. Colegio de abogados de Columbia Británica, 1982 CSC 29, [1982] 2 R.C.S. 307. Existe, sin embargo, en toda esta jurisprudencia una constante: el reconocimiento que la libertad de expresión es un valor fundamental en Canadá. Otros casos anteriores a la Carta traducen una posición más global del alcance de la libertad de palabra. En el caso Boucher c. El Rey, 1950 SCC 2, [1951] R.C.S. 265, esta Corte confirmó la importancia fundamental de la libertad de palabra no solamente en nuestro sistema político, sino también en el conjunto de la sociedad. El magistrado Rand sostuvo, p. 288: [TRADUCCIÓN] La libertad de opinión y de palabra y las divergencias de opiniones en materia de ideas y de creencias sobre todos los temas concebibles constituyen la esencia de nuestra vida. El choque de discusiones críticas sobre temas políticos, sociales y religiosos, se halla anclado en la vida cotidiana de un modo tal que no pueden incriminarse las controversias por el solo hecho de que éstas hacen nacer enemistades [...] Divergencias de opiniones sobre cuestiones abstractas plantean continuamente vivas controversias; en ciertos campos la herejía aún constituye pecado mortal; las ideas al igual que los seres humanos pueden contar con el sello de un puritanismo fanático; pero nuestra sociedad libre acepta y asimila estas diferencias y, reposando en una uniformidad más profunda y extendida que constituye la estabilidad social, ellas se manifiestan en el marco más general de la libertad y el orden.
La adopción del inc. 2b) de la Carta representó a la vez la continuidad en estas tradiciones y un nuevo fundamento de la importancia de la libertad de expresión en el seno de la sociedad canadiense. Como lo dice el profesor MacKay, loc. cit., p. 714: [TRADUCCIÓN] La libertad de expresión no ha sido inventada por la Carta de los derechos y libertades, pero ella tomó nuevas dimensiones como efecto de su constitucionalización. La idea de continuidad ha sido destacada en casos como SDGMR c. Dolphin Delivery Ltd., 1986 CSC 5, [1986] 2 R.C.S. 573, en el cual el magistrado McIntyre, p. 583, reconoció que la libertad de expresión se halla profundamente enrizada en la sociedad canadiense y que la misma ha jugado un rol clave en nuestra evolución democrática: La libertad de expresión no es, sin embargo, una creación de la Carta. Ella constituye uno de los conceptos fundamentales sobre los cuales reposa el desarrollo histórico de las instituciones políticas, sociales y educativas de la sociedad occidental. La democracia representativa en su forma actual, que es en gran parte fruto de la libertad de expresar ideas divergentes y discutirlas, depende para su existencia de la preservación y de la protección de esta libertad. Al mismo tiempo, guardando el espíritu del amplio alcance de la redacción de la garantía del inc. 2b), así como la necesidad de una interpretación amplia y liberal susceptible de asegurar la realización de los objetivo de esta garantía, esta Corte ha manifestado su preferencia por la interpretación amplia expuesta por el magistrado Rand en el caso Boucher. Descartando la idea que la garantía de la libertad de expresión contenida en la Carta se refiera al campo político, esta Corte juzgó en los casos Ford c. Québec (Procurador general), 1988 CSC 19, [1988] 2 R.C.S. 712, e Irwin Toy, cit., que la Carta se aplica a la expresión comercial. Toda actividad que transmite o intenta transmitir una significación se subsume prima facie en la garantía: Irwiy Toy, el magistrado presidente Dickson y los magistrados Lamer y Wilson. En el marco de este principio general, no obstante, ciertas justificaciones clásicas de la protección de la libertad de expresión se vieron acordar un rol limitado en la interpretación del inc. 2b), demostrar que la actividad expresiva se halla conectada a los valores que, según el caso Irwin Toy, sostienen a la libertad de expresión protegida por el inc. 2b): la búsqueda de la verdad; la participación en la toma de decisiones de interés social y político; y el enriquecimiento y desarrollo personales. C. La apología del odio y la libertad de expresión – un vistazo Antes de proceder al estudio de la cuestión de saber si el núm. 319(2) del Código penal es o no incompatible con la Carta y, consecuentemente, inválido, podría ser útil examinar los valores opuestos subyacentes a la cuestión de la prohibición de los escritos que incitan al odio y la forma en que esta cuestión fue analizada en otras jurisdicciones. Los escritos que incitan al odio se hallan en conflicto con nuestra concepción del valor de la libertad de expresión. Su contenido ofensivo ataca, a menudo directamente, a un gran número de otros principios tan valiosos para nuestra sociedad. La tolerancia, la dignidad e igualdad de todos; estos y otros valores se ven debilitados a través de la difusión de los sentimientos de odio. Este problema no es propiamente canadiense, es universal. En todo lugar en que se encuentren juntos grupos que difieran en la raza o cultura, se hallarán personas, normalmente una débil minoría de la población, que se permitirán denigrar a los miembros de un grupo distinto al suyo. Canadá no se halla exento de tal fenómeno. Nuestra historia abunda en ejemplos de expresiones discriminatorias. Los Canadienses de origen asiático, los negros, los autóctonos, durante un tiempo fueron víctimas
de expresiones tendentes a provocar el odio. En el caso de autos, las víctimas de tal tipo de calumnias fueron los judíos. Que la apología del odio es reprensible no me cabe duda alguna. La misma causa sufrimiento a los miembros del grupo víctima y los humilla. Por más que ello pueda llevar a otras personas a adoptar igual punto de vista, pone en riesgo a la estabilidad social. Ella es aún más chocante en sí a los ojos de las personas – mayoritarias en gran parte de los países democráticos – que creen en la igualdad de todos independientemente de la raza o creencias. Por tanto, los gobiernos han legislado contra la difusión de la apología del odio contra grupos raciales y tales medidas legislativas, a veces, han sido atacadas ante los tribunales. En el caso de Canadá, quizá la experiencia de los Estados Unidos, es quizá la más pertinente dado que la Constitución estadounidense, como la nuestra, concede un valor elevado a la libertad de expresión, poniendo en relieve el conflicto entre la libertad de expresión y los valores de la dignidad individual y de la armonía social que constituyen su contrapeso. Como el inc. 2b), la Primera Enmienda expresa a la libertad de expresión en términos amplios, no restrictivos, cuando prevés que [TRADUCCIÓN] “el Congreso no dictará ley alguna [...] que limite la libertad de palabra o la libertad de prensa”. La pertinencia de ciertos aspectos de la experiencia americana en autos fue reseñada en los memoriales y los alegatos de las partes, que se inspiraron ampliamente en ideas provenientes de los Estados Unidos. Las protecciones acordadas por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, y especialmente la libertad de palabra, siempre han revestido una importancia particular en el sistema constitucional estadounidense, siendo consideradas como la piedra angular de todas las demás libertades democráticas. Como lo afirma el magistrado Jackson en el caso West Virginia State Board of Education v. Barnette, 319 U.S. 624 (1943), [TRADUCCIÓN] “si existe en nuestro país un principio constitucional intangible es el que sostiene que ningún funcionario, independientemente de su rango puede prescribir la ortodoxia en materia de política, de nacionalismo, de religión u otras cuestiones de opinión ni forzar a los ciudadanos a confesar a través de palabras o gestos su creencia en dicha ortodoxia” (p. 642). La Corte Suprema de los Estados Unidos, sobre todo durante el curso de estos últimos años, sostuvo enérgicamente la necesidad de proteger la expresión aun en desmedro de los demás valores importantes que le hacen concurrencia. Sin embargo, la tolerancia con respecto a la expresión impopular y sobre todo con relación a la que se percibía como una amenaza para con los intereses vitales en materia de seguridad, no fue inicialmente la imagen de marca de la Corte Suprema de los Estados Unidos. En efecto, cuando el dirigente sindical Eugene Debs pronunció un discurso criticando la participación de los Estados Unidos en la I Guerra Mundial, la Corte se contentó en mantener el veredicto de culpabilidad por haber [TRADUCCIÓN] “provocado voluntariamente o intentado provocar [...] la insubordinación, la deslealtad, el amotinamiento o la negativa a servir ene el ejército o la marina [...] o [de haber] voluntariamente trabado [...] el reclutamiento o enrolamiento”: Debs v. United States, 249 U.S. 211 (1919). Un caso conexo enuncia el criterio clásico para determinar si la restricción de la libertad de expresión es o no justificable: [TRADUCCIÓN] La cuestión en cada caso radica en determinar si a través de circunstancia en las cuales se han vertido y a través de su propia naturaleza las expresiones crean un peligro claro y están en situación de ocasionar los males concretos que el Congreso tiene el derecho de prevenir. (Schenck v. United States, 249 U.S. 47 (1919), p. 52)
Este criterio ha sido reforzado en las célebres disidencias del magistrado Holmes en el caso Abrams v. United States, cit., p. 628. [TRADUCCIÓN] “el peligro presente de un mal inmediato o la intención de ocasionarlo” y del magistrado Brandeis (con la adhesión del magistrado Holmes) en el caso Whitney v. California, 274 U.S. 357 (1927), pp. 377 y 378: [TRADUCCIÓN] Ningún hombre de valor e independiente que confíe en el poder del razonamiento libre y sin temor ejercido en el marco del gobierno popular, puede estimar claro y presente un peligro suscitado por el discurso a menos que el daño aprehendido no sea inminente en forma tal que pueda producirse sin dejar ocasión a una discusión completa. Si es posible exponer al gran jurado, por medio de la discusión, lo que es falso y erróneo y denunciar el daño recurriendo al proceso de la educación, el remedio a aplicar es permitir la palabra y no imponer el silencio... Por otra parte, ningún peligro inminente puede justificar la prohibición de estas funciones esenciales en una democracia eficaz, a menos que el daño aprehendido sea relativamente grave [...] Debe existir la probabilidad de que el Estado sufra un perjuicio grave. Esta formulación más estricta del criterio del “peligro claro y presente” fue finalmente aceptada como la norma de la restricción justificada de la libertad de palabra, pero la misma sufrió también interpretaciones variadas. En la atmósfera de crisis de la guerra fría, la Corte Suprema de los Estados Unidos, en el caso Dennis v. United States, 341 U.S. 494 (1951), mantuvo veredictos de culpabilidad de haber complotado en vías a instigar el derrocamiento del gobierno de los Estados Unidos, dictados contra comunistas. Bajo la bandera de aplicar el criterio anteriormente citado, la corte dio su aprobación a la formulación siguiente (p. 510): [TRADUCCIÓN] En cada caso, los tribunales deben averiguar si la gravedad del “mal”, teniendo en cuenta su improbabilidad, justifica las restricciones a la libertad de palabra que sean necesarias para evitar el peligro. He aquí la situación de las cosas cuando se presentó a la Corte por primera vez la cuestión de la apología del odio. En el caso Beauharnais v. Illinois, 343 U.S. 250 (1952), la corte, por exigua mayoría, declaró constitucional una ley que presentaba cierta semejanza con el núm. 319(2) del Código penal canadiense y prohibía mostrar en espacios públicos publicaciones que representen [TRADUCCIÓN] “como depravados, criminales, inconscientes o peligrosos a un grupo de ciudadanos que se diferencien por la raza, color, creencia o religión, [que expongan a estos ciudadanos] al desprecio, a la exclusión o al oprobio que incite la violación de la paz pública o a revueltas”. El magistrado Frankfurter que redactó la opinión de la corte, sostuvo que la ley en cuestión prohibía declaraciones difamatorias que tenían en vista a grupos y que la Primera Enmienda, no se aplicaba a dichas declaraciones. Citando el caso Chaplinski v. New Hampshire, 315 U.S. 568 (1942), afirmó (pp. 225-257): [TRADUCCIÓN] Hoy día todos los estados de la Unión [sancionan] la difamación contra particulares. Existen ciertos tipos de expresión bien definidos y concretamente identificados cuya prohibición y sanción nunca ha sido considerada como planteando un problema constitucional. Se trata especialmente de palabras morbosas, obscenas, blasfemas y difamatorias, de palabras injuriosas u hostiles, ahora bien, las palabras cuya sola pronunciación conlleva un perjuicio o tiende a incitar a perturbar inmediatamente la paz pública. Se dijo con razón que tales palabras de ninguna manera son esenciales para la exposición de ideas y que su valor social en la
búsqueda de la verdad es mínima a tal punto que toda ventaja que pueda extraerse de ellas cede manifiestamente el paso al interés que tiene la sociedad en el orden y la moralidad... No obstante, no fue sino después del caso Beauharnais que la doctrina de la Primera Enmienda tomó toda su fuerza. La jurisprudencia subsecuente vino a debilitar este precedente a tal punto que muchos lo tienen por revocado. Primeramente, la Corte Suprema de los Estados Unidos reconoció que las leyes en materia de difamación plantean efectivamente “problemas constitucionales”. El caso New York Times Co. v. Sullivan, 376 U.S. 254 (1964), sostuvo que un funcionario público no podía intentar una acción por difamación antes de demostrar que era personalmente afectado por la declaración difamatoria y que el autor de la declaración conocía la falsedad de la misma. En segundo lugar, el criterio del “peligro claro y presente” sufrió, aun, otra metamorfosis. En el caso Brandenburg v. Ohio, 395 U.S. 444 (1969), se invalidó una ley que prohibía [TRADUCCIÓN] “pregonar el deber, la necesidad o la legitimidad del crimen, del sabotaje, de la violencia o métodos terroristas ilegales como medios de llevar a cabo la reforma industrial o política”, en el marco de los procesos iniciados contra un miembro del Ku Klux Klan que había presentado una película denigrando a los negros y los judíos y dejaba entender que se debía tomar revancha hacia ellos. El criterio que se desprende del caso Brandenburg es mucho más estricto que las formulaciones anteriores: el hecho de preconizar el uso de la fuerza o la violación de las leyes no puede ser prohibido [TRADUCCIÓN] “sino cuando las palabras en cuestión buscan incitar o suscitar de manera inminente actos ilegales y amenacen con incitar o suscitar tales actos” (p. 447). La Corte Suprema seguidamente rehusó admitir un certiorari en otros dos casos recientes que ponían en duda al caso Beauharnais. En Collin v. Smith, 578 F.2d 1197 (7th Cir. 1978), un tribunal federal invalidó una ordenanza que prohibía la difusión de toda forma (incluidas las exposiciones públicas con significación simbólica) que favorecían el odio racial o religioso e incitando, en un en que neo nazis deseaban desfilar pacíficamente portando la svástica en la ciudad de Skokie (Illinois) cuya población era mayoritariamente judía. En el caso American Booksellers Ass’n. Inc. v. Hudnut, 771 F.2d 323 (7th Cir., 1985), una ordenanza que prohibía la instalación de representaciones [TRADUCCIÓN] “clara y sexualmente explícitas del sometimientos de las mujeres” fue declarada inconstitucional. Estos casos tuvieron por efecto minar la autoridad del caso Beauharnais, cit. Como lo afirma Tribe, op. cit., p. 861, nota 2: [TRADUCCIÓN] La cuestión de saber si el caso Beauharnais se aplica aún, se halla lejos de estar reglada. Véase, p. ej., Smith v. Collin, 439 U.S. 916 (1978) (el magistrado Blackmun, disidente con respecto a la denegación del certiorari, remarcó que el caso Beauharnais “no ha sido revocado ni su alcance formalmente limitado”). Durante el curso de los últimos años, los tribunales han dado al caso Beauharnais una interpretación muy restrictiva. En el caso Collin v. Smith, [...] el Séptimo Circuito sostuvo: “Podemos preguntarnos tras casos tales como Cohen v. California (403 U.S. 15 (1971)), Gooding v. Wilson, (405 U.S. 518 (1972)), y Brandenburg v. Ohio, (395 U.S. 444 (1969) (la corte) si, desde el punto de vista constitucional, el criterio de la tendencia a incitar la violencia, implícitamente aprobado en el caso Beauharnais, sería aceptable hoy día)” [...] En el caso American Booksellers Ass’n, Inc. v. Hudnut [...] el Séptimo Circuito sostuvo que la jurisprudencia subsecuente “había limitado en tal forma los fundamentos del caso Beauharnais que éste ya no podía ser considerado como autoridad en la materia”. Es útil exponer algunas teorías sobre la libertad de expresión que integran el razonamiento adoptado en los casos estadounidenses y que se invocan en las presentaciones de las partes. Una de ellas es la jerarquía de las limitaciones que pueden ser impuestas a la libertad de palabra. Se distingue, en efecto, entre los textos legislativos que prohíben el contenido de la
expresión y aquellos que vienen a limitar la expresión de otra manera, los primeros requieren un análisis judicial más atento. Por ejemplo, si existe tradicionalmente cierta latitud en la reglamentación [TRADUCCIÓN] “del momento, del lugar y del medio” de la expresión, una ordenanza que en los alrededores de las escuelas se realizaran piquetes distintos a los realizados por los obreros fue invalidada pues realizaba una distinción fundada en el contenido de la expresión: Police Department of the City of Chicago v. Mosley, 408 U.S. 92 (1972). Las restricciones de la expresión fundados en el punto de vista, es decir, a través de las cuales el gobierno escogía entre distintos puntos de vista, rara vez hallan justificación. Probablemente sea más exacto decir que el núm. 319(2) del Código penal tenga en cuenta el contenido antes que el punto de vista, pues el mismo gobierno no escoge directamente entre puntos de vista. Por ejemplo, la afirmación según la cual una raza es superior a otra no se prefiere a la afirmación de la jerarquía contraria. Al contrario, toda discusión de la superioridad de una raza determinada por sobre otra puede ser sospechosa. Esta disposición que tiene en cuenta el contenido es similar, en este punto, a una ley que prohíbe manifestaciones contra gobiernos extranjeros en un radio de 500 pies de las embajadas, que fue invalidada en el caso Boos v. Barry, 108 S.Ct. 1157 (1988). A pesar de menos chocantes que las fundadas en el punto de vista, las restricciones de la expresión fundadas en el contenido fueron sometidas a [TRADUCCIÓN] “un examen extremamente minucioso” por la Corte Suprema de los Estados Unidos, que no las ha juzgado válidas salvo que sean [TRADUCCIÓN] “necesarias para servir a un interés imperioso del Estado y [...] formuladas cuidadosamente para alcanzar tal fin”. Perry Education Ass’n v. Perry Local Educators’ Ass’n, 406 U.S. 37 (1983), p. 45. La distinción entre las restricciones a la libertad de expresión fundadas en el contenido y las fundadas en la forma fue incluida, aunque de manera distinta, en el análisis fundado en el inc. 2b) de la Carta: Irwin Toy, cit. Otros dos conceptos utilizados en los Estados Unidos, en los casos relativos a la prohibición de difundir escritos racistas han sido invocados durante el curso de los debates ante nosotros. Se tratan de nociones de alcance excesivo e imprecisión. Tribe, op. cit., p. 1056, define así el alcance excesivo: [TRADUCCIÓN] Las leyes que delegan incondicionalmente a los funcionarios encargados de su administración el poder de decidir como y cuando las sanciones serán infligidas o concedidos los permisos tendrán un alcance excesivo en cuanto acordarán a estos funcionarios el poder de actuar de manera discriminatoria – de realizar indirectamente a través de una aplicación selectiva una censura al contenido de las comunicaciones que serían manifiestamente inconstitucionales si se realizaran por medios directos. Si los actos legítimos protegidos por la Primera Enmienda, estuvieran afectados por la ley, ésta podría ser atacada de inválida. Aun cuando los actos de la parte en el litigio no ameriten en sí la protección, esta parte puede, no obstante, invocar el vicio constitucional que es el alcance excesivo. Subsidiariamente, el argumento del alcance excesivo puede, a veces, ser refutado a través de una interpretación de la ley que la circunscribe claramente en los límites de la constitucionalidad, a suponer que existe una tal interpretación (es decir, una interpretación atenuada). En la hipótesis contraria, sin embargo, la ley será manifiestamente inválida. La imprecisión difiere del alcance excesivo y sus consecuencias son diferentes en el derecho constitucional americano. Citamos de nuevo a Tribe, op. cit., pp. 1033-1034: [TRADUCCIÓN] La imprecisión es un vicio constitucional conceptualmente distinto del alcance excesivo de una ley en que una ley muy amplia no se halla necesariamente desprovista de claridad o de precisión y que una ley imprecisa no se
aplica forzosamente a actos protegidos por la Primera Enmienda. Desde el punto de vista de la equidad del proceso, una ley será manifiestamente nula si ella fuera imprecisa a tal punto que las personas “de inteligencia ordinaria se vieran en la necesidad de conjeturar con respecto a su sentido y tengan opiniones divergentes con relación a su aplicación”. Tal imprecisión se producirá cuando una legislatura formule sus prescripciones en términos tan vagos que la línea de demarcación entre la conducta inocente y la conducta defendida se convierta en una cuestión de conjeturas... Empero, la imprecisión no puede ser demostrada con exactitud [...] La Corte Suprema normalmente no invalida una ley por el hecho de que ciertos defectos marginales aun puedan ser comprendidos en su texto. La conclusión de que una ley es demasiado imprecisa y, por ende, nula por razones de equidad del procedimiento no será probablemente extraído en ausencia de dos constataciones: que la persona que ataca una ley se cuenta verdaderamente entre los inocentes atacados por la sanción y que, en la práctica, habría sido posible al legislador redactarla con mayor precisión. [Citas omitidas] Ahora bien, la imprecisión de una ley no es una defensa en sino en circunstancias muy restringidas: cuando la ley es imprecisa en su aplicación a la conducta de una parte en el litigio o que sea aplicable en cualquier hipótesis. Un ejemplo de éste último caso es el de una ordenanza que declaraba ilegal el hecho de que [TRADUCCIÓN] “tres personas o más se reúnan en una acera y se conduzcan de manera a molestar a los pasantes”, invalidada en el caso Coates v. City of Cincinatti, 402 U.S. 611 (1971). La invalidación de leyes imprecisas o con alcance excesivo (incluso cuando la conducta de la parte no se halle manifiestamente protegida por la Primera Enmienda) fue explicada por el efecto paralizante que las mismas tienen sobre la libertad de expresión. En efecto, la protección de la libertad de palabra es considerada como un valor tan sólido que una ley que persigue fines legítimos y que en la práctica no sirva a la realización de tales fines podrá ser declarada inválida si ella tendiera a obstruir la expresión protegida. En los Estados Unidos, una disposición análoga al núm. 319(2) del Código penal fue invalidada en el caso Collin v. Smith, cit., dado que su alcance era fatalmente excesivo. Además, la Corte de Apelaciones para el Séptimo Circuito dejó entrever que la disposición en cuestión podría igualmente ser invalidada por causa de imprecisión. La disposición en causa en el caso Collin prohibía: [TRADUCCIÓN] ... la difusión en la ciudad de Skokie de toda expresión que favorezca el odio con respecto a ciertas personas en razón de su raza, origen nacional o religión, y que incite a ello y sea concebida con tales fines. La Corte decidió que la actividad protegida en este caso – una manifestación neo nazi en Skokie (Illinois) – constituía una forma de expresión protegida por la Primera Enmienda. La ordenanza, concluyó la Corte, tenía un alcance excesivo, pues [TRADUCCIÓN] “ella podría en teoría ser aplicada para tipificar como hecho punible, la difusión del Mercader de Venecia o la realización de un acalorado debate sobre el valor de la discriminación racial inversa” (p. 1207). Diversos textos legislativos que prohíben la difusión de la propaganda racial fueron atacados en base a diversos instrumentos internacionales, con resultados opuestos a los atacados en los Estados Unidos. El Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales contiene las siguientes disposiciones:
Artículo 10 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras. El presente artículo no impide que los Estados sometan las empresas de radiodifusión, de cinematografía o de televisión a un régimen de autorización previa. 2. El ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones, previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la protección de la reputación o de los derechos ajenos, para impedir la divulgación de informaciones confidenciales o para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicial. La Comisión europea de derechos humanos concluyó sin mucha dificultad que este artículo autoriza procesos por la difusión de ideas y escritos racistas: véase por ejemplo, Glimmerveen c. Países Bajos, Com. Eur. D.H., Demandas n° 8348/78 y 8406/78, 11 de octubre de 1979, D.R. 18, p. 187. Visto el alcance de la cláusula restrictiva, que menciona expresamente la protección “de la salud o la moralidad” y “de la reputación o derechos de otros”, ello no resulta escandaloso. En otros contextos, a menudo se ha mostrado decididamente tibio con respecto a la libertad de expresión en virtud de este artículo, lo que conviene por otra parte en el caso de un instrumento internacional destinado a limitar lo menos posible la soberanía de las naciones signatarias. Por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos también confirmó procesamientos iniciados contra un librero en Irlanda del Norte por haber difundido The Little Red Schoolbook, un libro educativo sobre la sexualidad, destinado a adolescentes de 12 a 18 años, pues tales procesamientos buscaban “la protección de la salud o de la moral”: Trib. Eur. D.H., caso Handyside, sentencia del 7 de diciembre de 1976, serie A n° 24. Otros instrumentos internacionales van más lejos y exigen que los Estados partes prohíban ciertas formas de apología del odio. El Pacto internacional de derechos civiles y políticos, del cual Canadá es signatario, dispone en especial: Artículo 19... 2. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión... 3. El ejercicio del derecho previsto en el párrafo 2 de este artículo entraña deberes y responsabilidades especiales. Por consiguiente, puede estar sujeto a ciertas restricciones que deberán, sin embargo, estar expresamente fijadas por la Ley y ser necesaria para: a) Asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás; b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.
Artículo 20. 2. Toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituye incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la Ley. El Comité de Derechos Humanos de la ONU rechazó una demanda iniciada contra Canadá por el señor Taylor (que también recurrió ante esta Corte), alegando que Canadá no hizo sino cumplir sus obligaciones internacionales al procesar al señor Taylor por la propagación del odio contra grupos étnicos: véase Taylor y Western Guard Party c. Canadá, Comunicación n° 104/1981, Informe del Comité de derechos humanos, 38 N.U. GAOR, Supp. n° 40 (A/38/40) 246 (1983), decisión parcialmente publicada en (1983), 5 C.H.R.R. D/2097. Obligaciones similares se enuncian en otra convención, de la cual Canadá es parte. Ella es la Convención internacional para la eliminación de toda forma de discriminación racial, R.T. Can. 1970, n° 28, cuyo art. 4 prevé que los Estados partes: Artículo 4... a) Declararán como acto punible conforme a la ley toda difusión de ideas basadas en la superioridad o en el odio racial, toda incitación a la discriminación racial así como todo acto de violencia o toda incitación a cometer tal efecto, contra cualquier raza o grupo de personas de otro color u origen étnico, y toda asistencia a las actividades racistas, incluida su financiación; b) Declararán ilegales y prohibirán las organizaciones, así como las actividades organizadas de propaganda y toda otra actividad de propaganda, que promuevan la discriminación racial e inciten a ella, y reconocerán que la participación en tales organizaciones o en tales actividades constituye un delito penado por la ley; c) No permitirán que las autoridades ni las instituciones públicas nacionales o locales, promuevan la discriminación racial o inciten a ella. Estos instrumentos internacionales traducen una concepción de la libertad de expresión que difiere bastante de la que se desprende de la jurisprudencia relativa a la Primera Enmienda estadounidense. Las decisiones internacionales traducen las prioridades muy explícitamente expresadas en estos documentos en lo que respecta a las relaciones entre la libertad de expresión y el objetivo de eliminar el discurso que promueva el odio racial y cultural. Parece darse a la libertad de expresión una interpretación suficientemente atenuada como para asegurar la validez del texto legislativo que prohíba la expresión en cuestión. Tanto el método estadounidense como el internacional reconocen que la libertad de expresión no es absoluta y debe, en ciertas circunstancias, ceder el paso a otros valores. La divergencia radica en el modo de determinación de dichos límites. De acuerdo al método internacional, el objetivo de la supresión del odio parece suficiente para justificar la restricción a la libertad de expresión. En los Estados Unidos, en cambio, debe irse algo más lejos y demostrarse la existencia de un peligro claro y presente antes de restringir la libertad de expresión. La Carta adopta el método estadounidense, reconociendo a la libertad de expresión como un derecho fundamental con amplio alcance y buscando sopesar, por una parte, los valores protegidos por la libertad de expresión e inherentes a ésta y, por otra, la ventaja conferida por el texto legislativo que limita esta libertad en virtud del art. 1 de la Carta. Ello es conforme a la sólida tradición liberal a favor de la libertad de palabra en nuestro país – tradición que nos ha llevado a
atribuir un status cuasi-constitucional a la libertad de expresión antes de toda declaración de derechos e incluso con anterioridad a la misma Carta. No obstante, los criterios aplicados no son necesariamente los mismos que en los Estados Unidos. Habiendo presentado un resumen de la experiencia estadounidense y de la internacional en materia de apología del odio, terminaré con un breve relato histórico de los intentos de restricción de este tipo de expresión en Canadá. En Canadá, dos crímenes de origen antiguo fueron juzgados pertinentes en materia de apología del odio. En el caso Boucher c. El Rey, cit., el ministerio público acusado por el hecho punible de libelo sedicioso (previsto actualmente en el art. 59 del Código penal) a un testigo de Jehová, que reprochaba a los Quebequenses y a los católicos la persecución a los testigos de Jehová. Esta Corte, sin embargo, concluyó que la intención de engendrar entre diferentes clases de súbditos de Su Majestad sentimientos de odio y enemistad no constituía una intención sediciosa. Se tenía antes bien, por ejemplo, la intención de perturbar la paz pública o de desobedecer a las autoridades públicas. El otro hecho punible de aplicación general que fue juzgado pertinente en materia de apología del odio es la de la difusión de noticias falsas (prevista actualmente en el art. 181 del Código penal). La razón de ser inicial de este hecho punible, que tiene origen en la infracción De Scandalis Magnatum (1275), era reprimir la difusión de rumores falsos que tiendan a sembrar la discordia entre el rey y los grandes del reino. La situación, en el caso Boucher, había sido juzgada como no constituyendo un libelo sedicioso, fue el objeto del procedimiento por difusión de rumores falsos en el caso R. v. Carrier (1951), 104 C.C.C. 75 (B.R. Qué.). La Corte, concluyó que el alcance del art. 181 se circunscribía de manera análoga y no podía aplicarse a una situación que no estaba destinada a ocasionar desórdenes, por lo que dictó un fallo absolutorio. En forma reciente, sin embargo, en el caso R. c. Zundel, 1987 ONCA 121, (1987), 58 O.R. (2d) 129 (C.A.), el art. 181 fue aplicado en el caso de ataques contra judíos cuya falsedad, se resolvió, era conocida por el acusado. Su aplicación a la apología del odio, como los hechos punibles referentes a la apología del odio en sí, es controvertida. Estas disposiciones, habida cuenta sobre todo de la jurisprudencia que vino a limitar su alcance, fueron juzgadas insuficientes por mucho para hacer frente al problema que parecía plantear la apología del odio. En reacción a los argumentos avanzados por distintos grupos y tras lo que se decía ser un aumento de las actividades neo nazis al principio de los años 60 en Canadá, Estados Unidos y Gran Bretaña, el ministro de Justicia estableció un comité especial encargado del estudio de la apología del odio (el comité Cohen). En su informe, publicado 1966, el comité recomendó que nuevos hechos punibles fueran tipificados en el Código penal. En 1970, tras la asunción al cargo de Primer Ministro de Pierre-Elliot Trudeau, antiguo miembro del comité, se dio curso a tales recomendaciones. Se tipificaron, pues, en el Código penal los hechos punibles de aliento al genocidio (art. 318), el de incitación pública al odio susceptible de conllevar una violación de la paz (núm. 319(1)) y el de fomento voluntario al odio (núm. 319(2)). Las estrategias que buscan eliminar la apología del odio no se limitan al Código penal. Ya en 1934, el núm. 19(1) de la Ley sobre la difamación de Manitoba, L.R.M. 1987, ch. D20 (entonces art. 13A de la Libel Act de Manitoba), preveía una reparación bajo forma de medida cautelar para los miembros de un grupo racial o religioso atacado, cuando la difamación tendía [TRADUCCIÓN] “a exponer al odio, al ultraje o al ridículo a las personas que pertenecientes a dicha raza o creencias, y susceptible de provocar la inquietud o el desorden entre la población”. Por lo demás, disposiciones que teóricamente podían aplicarse a la apología del odio fueron incluidas en diversas leyes relativas a los derechos humanos. La primera de estas leyes fue la Ley contra la discriminación racial 1944, S.O. 1944, ch. 51, art. 1, de Ontario, que prohibía publicar o exponer [TRADUCCIÓN] “afiches, escritos, insignias, emblemas, símbolos u otras representaciones que indiquen una discriminación a cualquier fin que respecte a una persona o categoría de personas”. Gradualmente, todas las
jurisdicciones canadienses adoptaron disposiciones análogas, siendo la más reciente y la que cuenta con el alcance más amplio el art. 13 de la Ley canadiense sobre los derechos humanos, S.C. 1976-77, ch. 33 (ahora L.R.C. (1985), ch. H-6), atacado en la apelación conexa Canadá (Comisión de derechos humanos) c. Taylor, [1990] 3 R.C.S. 000. Las disposiciones de leyes provinciales que prohíben publicar “afiches, escritos, insignias, emblemas, símbolos u otras representaciones” se aplican por definición a escritos que contienen indicaciones tales como “Se prohíben Negros”. Se ha intentado aplicarlas a la apología del odio, empero los tribunales han rechazado una interpretación tan amplia. En el caso Re Warren y Champam, reflex, (1984), 11 D.L.R. (4th) 474 (B.R. Man), la disposición de Manitoba fue juzgada inaplicable a una serie de artículos periodísticos que se alegaron constituían discriminación y un editorial (con caricaturas) injuriosas con relación a las mujeres publicado en un diario estudiantil fue juzgado como no constituyendo [TRADUCCIÓN] “una representación” en los términos del núm. 14(1) del Código de derechos humanos de Saskatchewan, S.S. 1979, ch. S-24.1, en el caso Saskatchewan (Comisión de derechos humanos) c. Sociedad de Estudiantes de Ingeniería, 1989 SKCA 286, (1989), 56 D.L.R. (4th) 604 (C.A. Sask), autorización para apelar denegada, [1989] 1 R.C.S. xic. Aparte de contar con alcance limitado, varias de estas disposiciones prevén una excepción a la “libertad de palabra” o a la “libre expresión de opiniones”: véase, por ejemplo, el Código de derechos humanos de Saskatchewan, núm. 14(1). El art. 13 de la ley federal es único entre las disposiciones relativas a los derechos humanos. El mismo prevé que constituirá un acto de discriminación el hecho de utilizar un teléfono en forma repetida para abordar “cuestiones susceptibles de exponer al odio, al desprecio o al ridículo a las personas que pertenezcan a un grupo identificable por un motivo de distinción ilícita”. No contiene ninguna excepción explícita para la libertad de palabra o de expresión. Su aplicación se asegura a través de una orden “de no innovar” que puede ser solicitada a la Corte Federal y cuya violación puede dar lugar a un proceso por desacato al tribunal. II. El alcance del inc. 2b) de la Carta El inc. 2b) de la Carta protege en nuestro país la libertad de pensamiento, de creencia, de opinión y de expresión. Lo hace en términos amplios. La cuestión que abordamos bajo esta rúbrica es la de saber si el núm. 319(2) del Código penal impone un límite a esta libertad de amplio alcance. Empezaré por los principios jurídicos que rigen la interpretación del inc. 2b) de la Carta. El principio planteado en el caso Dolphin y en los casos subsiguientes comporta dos aspectos. La garantía de la libertad de expresión enunciada en la Carta es considerada según la interpretación “amplia y liberal” que halla justificación a través de su historia y que conviene dar a los derechos conferidos por la Carta. La libertad de expresión no es, sin embargo, absoluta. La misma puede ceder el paso a otros derechos e intereses en ciertas situaciones. Un grupo de fallos de esta Corte tratan las implicaciones de estas proposiciones: ¿Cuál es el alcance de la libertad de expresión protegida por la Carta? ¿A qué tipos de expresión se aplica la misma? ¿En qué circunstancias prevalecen otros derechos o intereses? Esta Corte concede al inc. 2b) un amplio alcance. Antes que nada, la misma dio una definición amplia al término “expresión”. Toda actividad que transmita o intente transmitir una significación se subsume, a primera vista, en la garantía: Irwin Toy, el magistrado presidente Dickson y los magistrados Lamer y Wilson. En segundo lugar, se sostuvo que la garantía se aplica en forma independiente de la naturaleza del contenido de la expresión. La naturaleza de su contenido jamás podrá conllevar la exclusión de la expresión de la protección de la Carta. Como se sostuvo en el caso Irwin Toy, pp. 968-969:
La libertad de expresión fue consagrada por nuestra Constitución [...] para asegurar que cada persona pueda manifestar sus ideas, opiniones, creencias, y de hecho, todas las expresiones del corazón o del espíritu, por impopulares, molestas o radicales que sean. ... No podemos [...] excluir a una actividad humana del campo de la garantía de la libertad de expresión basándonos en el contenido de la significación. En efecto, si la actividad transmite o busca transmitir una significación, la misma tiene un contenido expresivo y, a primera vista, corresponde al campo de la garantía. [El subrayado es mío] De igual manera, el magistrado Lamer afirmó en la Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Manitoba), 1990 CSC 105, [1990] 1 R.C.S. 1123, p. 1180: Las actividades no pueden ser excluidas del campo de la libertad de expresión protegida en razón del mensaje o del contenido transmitido. Esta Corte afirmó además que la libertad de expresión no es absoluta. Pueden legítimamente imponérsele restricciones, lo que puede hacerse de diversas maneras. En primer lugar, ciertas formas de expresión pueden ser distinguidas de su contenido y excluidas del campo del inc. 2b) de la Carta. En el caso Dolphin Delivery, se indicó que la violencia y las amenazas de violencia se hallan excluidas de la protección del inc. 2b). Por otra parte, en el caso Irwin Toy, p. 970, esta Corte afirmó que “el autor de un homicidio o de una violación no puede invocar la libertad de expresión para justificar el modo de expresión que escogió”. En segundo lugar, no existe violación al inc. 2b) más que si puede demostrarse que el acto en cuestión (en autos el núm. 319(2) del Código penal) tiene por objeto o por efecto limitar la libertad de expresión. En caso que el gobierno no busque imponer restricciones a la libertad de expresión y lo haga en forma accesoria en su intento de alcanzar otro fin, la persona que se queja de la violación debe demostrar que ello tuvo por efecto imponer una restricción a la libertad que le concede la Constitución. En autos, la justificación compuesta de la libertad de expresión, propuesta especialmente por Emerson, se ha visto atribuir un rol limitado. Para demostrar la violación del inc. 2b) cuando la restricción a la libertad de expresión de parte del gobierno es accesoria a su búsqueda de un fin distinto, incumbe a quien la reclama demostrar la violación a uno de los valores que se tienen por subyacentes a dicha garantía. Estos valores son tres. Primero, “la búsqueda de la verdad es una actividad que es buena en sí misma”. Segundo, “la participación en la toma de decisiones de interés social y política debe ser alentada y favorecida”. Tercero, “la diversidad de formas de enriquecimiento y desarrollo personal debe ser alentada en una sociedad esencialmente tolerante, e incluso acogedora, no solamente con respecto a quienes transmiten un mensaje, sino también con respecto a quienes el mismo está destinado”: Irwin Toy, p. 976. Un acto estatal que no busque suprimir la libertad de expresión no constituye, pues, una violación si el quejoso no logra demostrar que uno de los valores citados entra en juego para proteger su expresión. En la aplicación de estos principios, la etapa inicial de un análisis fundado en el inc. 2b) de la Carta consiste en determinar si el acto o el texto legislativo atacado, habida cuenta de su forma y su contenido, corresponde a una conducta protegida por la garantía de la libertad de expresión. En caso afirmativo, debe preguntarse enseguida si el acto estatal tiene por objeto o efecto restringir la libertad de expresión. Si la respuesta a ambas cuestiones es afirmativa, la violación del inciso se ha demostrado y debe examinarse si el acto estatal o texto legislativo se halla amparado por el art. 1 de la Carta.
Lo afirmado me lleva antes que nada a la cuestión de saber si la expresión en causa en esta apelación se halla amparada en el campo de la conducta protegida por la garantía de la libertad de expresión enunciada en la Carta. Como esta Corte lo ha afirmado repetidas veces, el contenido de una declaración no puede privarla de la protección del inc. 2b), por ofensivo que éste resulte. El contenido de las afirmaciones del señor Keegstra resulta en extremo ofensivo y avasallante, no obstante, de acuerdo a los principios sentados por esta Corte, ello no parece suficiente para hacerlas perder la protección que brinda la Carta. Tres argumentos se han presentado para sostener que las declaraciones que infringen el núm. 319(2) se sitúan fuera de la esfera de protección que otorga el inc. 2b) de la Carta. El primer argumento afirma que la forma de las declaraciones no se halla protegida puesto que ellas se asemejan a violencia o amenazas de violencia y, en consecuencia, se hallan excluidas de la aplicación del inc. 2b). El segundo argumento sostiene que, por diversas razones y especialmente a causa de otras disposiciones de la Carta y de las obligaciones internacionales que pesan sobre Canadá, el inc. 2b) no debe ser interpretado de manera a cubrir este tipo de expresión. Según el tercer argumento, el fomento del odio es un acto reprensible que carece de todo valor que pueda sostenerlo y que no merece, pues, protección alguna. Examinaré uno por uno cada uno de estos argumentos. A. El argumento relativo a la violencia De acuerdo a este primer argumento, el fomento del odio equivale a amenaza de violencia revistiendo, de esta manera, una forma excluida del campo de aplicación del inc. 2b). Tal como ya lo he remarcado, esta Corte juzgó en el caso Dolphin Delivery, cit., que la libertad de expresión no es tan extrema al punto de proteger a las amenazas o actos de violencia. Se ha afirmado, amparados en los fundamentos de esta jurisprudencia, que, en la medida en que han fomentado el odio, las declaraciones del señor Keegstra se asemejan a amenazas de violencia por lo que, consecuentemente, carecen de protección. Este argumento exige la ampliación de la categoría de excepciones al inc. 2b), pues resulta evidente que las declaraciones del señor Keegstra no constituyen ni “amenazas” ni “actos de violencia”. Ivamy define “amenaza” en la obra Mozley & Whiteley’s Law Dictionary (10ma ed., 1988) en los siguientes términos: [TRADUCCIÓN] Toda amenaza que, por su naturaleza y su alcance, perturbe el espíritu de la persona concernida e imprima a sus actos el carácter libre y voluntario que solo constituye el consentimiento. Aun cuando muchos puedan hallar inquietantes las ideas del señor Keegstra, no pretendemos que ellas hayan sido expedidas con la intención, que hayan tenido por efecto, afligir a los judíos o conducir a otros a una cierta conducta. Ellas no incitaron a la violencia contra los judíos. Ahora bien, fue el contexto en el cual el término “amenaza” fue empleado en el caso Dolphin Delivery. Las palabras del señor Keegstra son ofensivas y cuentan con difusión, pero no constituyen amenazas en el sentido ordinario del término. El propósito del señor Keegstra tampoco reviste el carácter de violencia. En efecto, según el Shorter Oxford English Dictionary (3ra ed., 1987), la palabra violencia tiene por principal significado [TRADUCCIÓN] “el uso de la fuerza física de manera a infligir lesiones a personas o daños a bienes”. Esta es la acepción en que dicha palabra fue empleada en el caso Dolpin Delivery, como lo indica en forma clara el pasaje siguiente, p. 588:
Por supuesto, esta libertad no entrará en juego en caso de amenazas o actos de violencia. Ninguna protección se acuerda cuando existe destrucción de bienes, vías de hecho u otros tipos de conducta manifiestamente ilegal. La violencia a la que hacen referencia los casos Dolphin Delivery e Irwin Toy connota una ingerencia o amenaza de ingerencia material real en las actividades de otros. Concluyo que las declaraciones del señor Keegstra no constituyen ni violencia ni amenazas de violencia. Queda, pues, examinar el argumento subsidiario que afirma que las declaraciones destinadas a fomentar el odio se asemejan a amenazas de violencia y debería, por ende, excluirse del campo de aplicación del inc. 2b). En forma general, en ausencia de demostración clara de una necesidad social o lógica, no dudaré en extender el alcance de una excepción a un derecho o a una libertad protegida por la Carta. Esta necesidad existe cuando hay violencia o amenazas de violencia. Pero, ¿existe la misma de igual manera en el caso de la apología del odio? No lo creo. Que la violencia se halle excluida de las formas de expresión protegidas se justifica no simplemente por el hecho de que la violencia es perjudicial a la víctima, sino también por el hecho de ser contraria a la noción de primacía del derecho de la cual dependen todos los derechos y libertades. Lo mismo con relación a las amenazas de violencia. Coercitivas, estas amenazas destruyen la libre elección y obstruyen la libertad de acción. Pero en forma más fundamental, las mismas obstaculizan una de las justificaciones más esenciales de la libertad de expresión, es decir, el rol de la libre expresión en la promoción de la libertad de escoger entre ideas diferentes (el argumento relativo a la verdad) o entre diferentes líneas de conducta (el argumento relativo a la democracia). Como éstas se oponen diametralmente a los valores que sostienen la garantía de la libertad de expresión, es lógico y conveniente que la violencia y las amenazas de violencia no se hallen incluidas dentro del campo de la garantía. ¿Qué hay con relación al fomento del odio? En ciertos contextos, el mismo carece de todo efecto sobre el buen funcionamiento de la democracia. Por ejemplo, en el campo de un debate político, los protagonistas libran a menudo ataques que en otro contexto fácilmente podrían ser considerados como “fomento del odio”. Se trata a los adversarios de incompetentes, corruptos e imbéciles – e incluso peor. Grupos adversos – por ejemplo los miembros del Gabinete o del partido de oposición – pueden verse vilipendiados sin misericordia. No obstante, aunque se suponga la existencia de una intención de fomentar el odio contra los miembros de estos grupos o incluso que pueda preverse el odio que resultaría, nada en la forma de tales declaraciones daña a la democracia o a las libertades fundamentales de la manera en que la violencia o las amenazas de violencia pueden hacerlo. Evidentemente, puede existir una diferencia enorme entre tales declaraciones y la expresión afectada por el núm. 319(2), empero se trata de una diferencia de contenido antes que de forma. Se ha pretendido que la apología del odio mina la garantía de la libertad de expresión al atacar el crédito de los miembros de los grupos vilipendiados, arruinando de esta manera su capacidad de comunicar eficazmente: véase, A. Fish, “Hate Promotion and Freedom of Expression: Truth and Consequences” (1989), 2 Can. J.L. & Juris. 111. Este argumento presenta varias dificultades. En primer lugar, reposa en la suposición de que la libertad de expresión comporta el derecho a ser creído. Ahora bien, no conozco fundamento histórico alguno o filosófico que sustente dicha proposición. El postulado de la justificación de la libertad de expresión fundado en el “mercado de ideas, y de la justificación fundada en consideraciones de orden público, es que un gran número de ideas serían rechazadas. Incluso la justificación que está dada por el desarrollo personal no constituye fundamento de un derecho a ser oído o creído. La libertad de expresión protege el derecho a difundir las ideas; no el derecho a ser oído o creído.
La segunda dificultad que presenta este argumento radica en que justificaría la supresión de una expresión muy útil. Es imposible concebir un vivo debate político sobre una cuestión controvertida en el cual los participantes no dudan en poner en tela de juicio la credibilidad de las ideas, de las conclusiones y opiniones de sus adversarios. Este tipo de debate es, sin embargo, indispensable al mantenimiento y buen funcionamiento de nuestras instituciones democráticas. Podríamos afirmar en apoyo de este argumento que la expresión justificable debería limitarse a la discusión racional de las cuestiones que constituyen el objeto del debate y no debería extenderse a ataques irracionales contra la credibilidad del adversario. Empero, ¿a quién incumbe determinar lo que es o no una discusión racional? Además, debería estar permitido en el marco de un debate vivo no limitarse a argumentos racionales sobre el fondo y atacar el crédito del adversario. La falta de credibilidad del sustentador de una idea es un motivo importante y justificado para rechazar su punto de vista. De esta manera, pretender que el inc. 2b) de la Carta no se aplique a la expresión que mine el crédito de las personas pertenecientes a grupos determinados viene a privar de la protección de la Carta a una enorme cantidad de expresiones cuya importancia y valor se reconocen desde hace largo tiempo. No puedo admitir que el alcance del inc. 2b) se vea limitado de esta manera. Concluyo que las declaraciones que fomentan el odio no constituyen violencia ni amenazas de violencia y que, consecuentemente, debe rechazarse el argumento que busca excluirlas por tal razón del inc. 2b) de la Carta. B. Los argumentos relativos a la interpretación Siguiendo con estos argumentos, el inc. 2b) de la Carta no debe ser interpretado como aplicable a las declaraciones que contravengan al núm. 319(2) del Código penal. Estos argumentos se sustentan en tres consideraciones distintas: el art. 15 de la Carta, el art. 27 de la Carta, y las obligaciones internacionales de Canadá. (1) El argumento fundado en el art. 15 de la Carta El primer argumento alega que el art. 15 de la Carta viene a limitar el alcance del inc. 2b). Este argumento se sustenta en el principio de interpretación según el cual las disposiciones de una ley deben, en la medida de lo posible, ser interpretadas conjuntamente a fin de evitar conflictos. La expresión que denigra a un grupo étnico o religioso particular, se pretende, viola la garantía de igualdad enunciada en el art. 15. Los valores concurrentes de dos artículos pueden, pues, conciliarse infundiendo al contenido del inc. 2b) los valores del art. 15. Siendo así, la garantía de la libertad de expresión debe recibir una interpretación restringida de manera a excluir de la categoría de expresión protegida a las declaraciones cuyo contenido favorece tal género de desigualdad. Es importante precisar desde el principio la naturaleza del conflicto potencial entre el inc. 2b) y el art. 15 de la Carta. Este no constituye un caso de colisión entre dos derechos que un caso preciso haga entrar en conflicto. En autos no existe violación al art. 15 puesto que ninguna ley ni acto del Estado restringe la garantía de igualdad. El derecho conferido por el art. 15 es el de servir de protección contra toda desigualdad o discriminación infligida por el Estado. Este derecho no ha sido violado en el presente caso. Así, pues, no se trata de un conflicto entre derechos, sino, más bien, entre filosofías. Dos consideraciones importantes se hacen presentes contra argumento fundado en el art. 15. Primero, es importante tener en cuenta la naturaleza de las dos garantías en causa. Por una parte, el inc. 2b) confiere a todos la libertad de expresión, no restringida por la reglamentación o acción gubernamental, que únicamente se halla sujeta a una restricción eventual en virtud del art. 1. Por otra parte, el art. 15 confiere el derecho a no ser sometido a desigualdad y a discriminación por parte del Estado. Visto que protección otorgada por el inc. 2b) busca proteger a los individuos
contra la restricción a su libertad de expresión por parte del gobierno, constituiría una aplicación errónea de los valores de la Carta el limitar el alcance de la garantía dada al individuo a través de un argumento fundado en el art. 15 que busca circunscribir los poderes del Estado. No es mi intención afirmar, de esta manera, que diversos artículos de la Carta carezcan de pertinencia en la misión de definir el contenido de las garantías individuales. En efecto, los principios que sostienen sus diversas disposiciones reflejan numerosos valores fundamentales de la sociedad canadiense. En ciertos casos, la interpretación de un artículo dado puede verse facilitada a través del recurso a los valores expresados en otras disposiciones a fin de ubicar a la garantía en cuestión en una perspectiva histórica y filosófica apropiada. En autos, no estoy de acuerdo en afirmar que la protección proporcionada por el art. 15 contra la acción gubernamental debería ser utilizada para erosionar la protección acordada a la expresión individual. Esta conclusión halla apoyo en un segundo factor que milita contra una restricción del alcance de la libertad de expresión que sería fundada en la garantía del art. 15. Los casos en los cuales la Corte analizó el sentido del inc. 2b) rechazaron expresamente la idea de que ciertas declaraciones deberían verse privada de protección a raíz de su contenido. Esta Corte afirmó varias veces que, por ofensivo o molesto que sea el contenido de la expresión, no existe razón para retirarles la protección del inc. 2b) de la Carta: Irwin Toy y Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1) del Código penal (Manitoba), cits. El argumento sustentado en el art. 15 se opone claramente a este principio pues propone privar de protección a la expresión cuyo contenido entre en conflicto con los valores que sostienen la garantía del art. 15. Si fuera posible remontar estas dificultades, nos hallaríamos ante la perspectiva de la reducción de una libertad protegida por la Carta, puesto que el ejercicio de esta libertad podría atentar contra la filosofía que sostiene a otro artículo de la Carta. La magistrada Wilson en el caso Edmonton Journal c. Alberta (Procurador general), 1989 CSC 20, [1989] 2 R.C.S. 1326, se refirió a la imposibilidad de realizar una elección en abstracto entre valores concurrentes consagrados en la Carta y señaló la necesidad de apreciar a los valores opuestos en el contexto del caso. Precisamente tal género de dificultades se originarían si se sopesaran el inc. 2b) de la Carta y el art. 15. La violación alegada del inc. 2b) puede ser ubicada en un contexto fáctico. Empero, como no existe violación alguna al art. 15, el otro valor a sopesar no puede ser ubicado dentro de un contexto fáctico. Ello haría que sea extremamente difícil la evaluación relativa de los valores opuestos. Suponiendo que esta evaluación se realice, se plantearía, entonces, la cuestión de saber si convendría más hacerlo en virtud del art. 1 que en virtud del inc. 2b). La negativa de esta Corte a reducir el alcance del inc. 2b) por razón del contenido, en casos como Irwin Toy, las consideraciones de orden contextual invocadas por la magistrada Wilson en el caso Edmonton Journal y la cuestión de saber quién debería incumbir la carga de la prueba cuando de se trata de restringir derechos y libertades, son por lo demás, factores que indican que quizá convendría mejor, en efecto, que ello se realice en virtud del art. 1 a que se impongan restricciones a la definición amplia de la libertad de expresión que hallamos en inc. 2b). Concluyo que esta Corte no debería ampararse en el art. 15 de la Carta para reducir el alcance de la expresión protegida por el inc. 2b) de la Carta. (2) El argumento fundado en el art. 27 de la Carta En los términos del art. 27, toda interpretación de la Carta debe ser acorde con el objetivo de promover la conservación y valorización del patrimonio multicultural de los canadienses. Las consideraciones aplicables a este argumento son similares a los aplicados al argumento que se funda en el art. 15 de la Carta. Al igual que en el caso del argumento fundado en el art. 15, no se trata
de un conflicto de derechos, pues el art. 27 no confiere un derecho o una libertad sino que enuncia un principio de interpretación. Y como en el caso del argumento fundado en el art. 15, el que se ampara en el art. 27 viene a proponer que la protección del inc. 2b) sea negada a ciertas declaraciones a raíz de su contenido, idea que ha sido rechazada por esta Corte. Recurrir al art. 27 para limitar la protección asegurada por el inc. 2b) da lugar igualmente a la objeción de que ello dejaría sin protección a un amplio campo del debate social y político que puede ser considerado como legítimo. A todo ello se agrega la dificultad que existe en sopesar, de un lado, valores abstractos tales como el multiculturalismo y, por otro, la libertad de expresión. Podemos fácilmente concebir otras dificultades. Distintas personas pueden tener ideas diferentes de lo significa multiculturalismo. La cuestión es vaga en sí y, en cierta medida, una cuestión de opinión personal. Por ejemplo, podría pretenderse que la declaración de que Canadá no debería admitir inmigrantes provenientes de una cierta parte del mundo es incompatible con la conservación y valorización del multiculturalismo. ¿Debe, entonces, restringirse el alcance del inc. 2b) a fin de que tal declaración no sea protegida habida cuenta de la divergencia de opiniones que puede esperarse acerca de este género de cuestiones? Podría sostenerse, por otra parte, que una sociedad multicultural, en la cual diferentes grupos se disputan recursos limitados, comporta necesariamente cierta latitud en la expresión de opiniones que desobligan con respecto a otros grupos. Por ejemplo, en el caso R. v. Buzzanga and Durocher, reflex, (1979), 49 C.C.C. (2d) 369 (C.A. Ont), un caso de un proceso iniciado con base en el núm. 319(2), la apología del odio alegada se refería a la cuestión de la oportunidad de construir una escuela francesa en un barrio principalmente angloparlante. Declaraciones de este género son deplorables. Sin embargo, antes de concluir que debe negársele toda protección constitucional en toda circunstancia – la consecuencia de su exclusión del inc. 2b) – debemos plantearnos serias cuestiones. ¿La represión de tales opiniones no reforzaría los prejuicios irracionales en lugar de atenuarlos? El ideal de tolerancia, fundamental en nuestra concepción tradicional de la libertad de expresión ¿no es igualmente la esencia del multiculturalismo?, y ¿podemos promoverlo a través de la negación de este ideal? Dado que una expresión excluida del amparo del inc. 2b) se halla desprovista de toda protección poco importan las circunstancias ¿conviene en el caso de tales debates excluir del alcance del inc. 2b) a las declaraciones que, como se pretende, perjudican al multiculturalismo? Este género de cuestiones sacan a relucir a qué punto es difícil determinar con alguna exactitud qué declaraciones estarían excluidas de la aplicación del inc. 2b) por atentar contra el patrimonio multicultural. Antes de concluir acerca de este punto, agregaré que no se ha demostrado en forma alguna que, de hecho, la legislación atacada contribuya a la promoción y a la preservación del multiculturalismo en Canadá. Recurrir al art. 27 para moldear o restringir de otra manera la protección que asegura el inc. 2b) arriesgaría, pues, la violación de una libertad fundamental sin garantía de logros tangibles a cambio. En mi opinión, es más apropiado sopesar los intereses y valores implícitos en cuestiones como éstas en el marco del art. 1 de la Carta. (3) El argumento fundado en el derecho internacional El tercer argumento radica en la interpretación fundada en el derecho internacional. Se ha sostenido que la exclusión de la apología del odio de la garantía de la libertad de expresión es compatible con las diversas convenciones internacionales, que ciertamente han sido firmadas por Canadá. Aun cuando esta Corte no se halle atada por el derecho internacional en su interpretación de los derechos y libertades que protege la Carta (Consulta relativa a la Ley sobre relaciones laborales en la Función Pública (Alberta), 1987 CSC 88, [1987] 1 R.C.S. 313), se ha afirmado que el inc. 2b) debe ser interpretado en forma acorde con la posición internacional.
Ya he mencionado las distintas filosofías relativas a la libertad de expresión que informan de la tradición internacional, por una parte, y de la tradición estadounidense, por la otra. La tradición internacional tiende a definir a la libertad de expresión de una manera que permita a los Estados adoptar textos legislativos que impongan restricciones a la apología del odio, lo que excluye todo debate sobre la cuestión de saber si tales medidas atentan contra la libertad de expresión y, en caso afirmativo, si están justificadas. Ahora bien, también ya he indicado que este modelo no se aplica a la Carta canadiense, la cual, conforme al status cuasi-constitucional otorgado a la libertad de expresión en este país antes de la Carta, prevé en el inc. 2b) un derecho amplio e ilimitado a la expresión que únicamente puede ser restringido en virtud del art. 1 si el Estado demuestra que la restricción impuesta o la violación ocasionada al derecho en cuestión pueden ser razonablemente justificadas en el marco de una sociedad libre y democrática. Independientemente de esta diferencia de puntos de vista, existe otra razón que conduce a pensar, en mi opinión, que se cometería un error al limitar el alcance del inc. 2b) de la Carta por la razón de que Canadá haya firmado tratados incompatibles con la protección de la propaganda racial. Esta razón radica en que este argumento, como los fundados en los arts. 15 y 27 de la Carta, exigiría la reducción de la protección que ofrece el inc. 2b) de la Carta en función del contenido de las declaraciones que deseamos proteger. Negaría a ciertas declaraciones la protección constitucional por razón de que su contenido se halle destinado a promover la discriminación y el odio con respecto a ciertos grupos que integran la colectividad. Esta es una posición que esta Corte ha rechazado en forma expresa. Las obligaciones internacionales de Canadá y los acuerdos negociados entre gobiernos nacionales pueden ser útiles para ampliar el contexto de evaluación de la Carta. Principios reconocidos por las sociedades libres y democráticas pueden informar la comprensión de ciertas garantías. No obstante, sería un error considerar que estas obligaciones permitan definir o limitar el alcance de estas garantías. Las disposiciones de la Carta, a pesar de inspiradas en una filosofía política y social compartida con otras sociedades democráticas son particulares en Canadá. En consecuencia, estas consideraciones pueden llevar, como en autos, a una conclusión relativa a una violación de derechos que no necesariamente estaría de acuerdo con las convenciones internacionales. Agrego que no soy de opinión de que estas medidas tomadas para poner en marcha obligaciones internacionales destinadas a luchar contra la discriminación racial y la apología del odio, son necesariamente inconstitucionales. Las obligaciones enunciadas en el Pacto internacional de derechos civiles y políticos (de prohibir por ley “toda instigación al odio nacional, racial o religioso que constituya una incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia”) y en la Convención internacional para la eliminación de toda forma de discriminación racial (de “tipificar como hechos punibles por la ley toda difusión de ideas fundadas en la superioridad o el odio racial”) son de naturaleza general. No existe precisión alguna con relación a los métodos que deben ser empleados. Nada en estos instrumentos obliga a la adopción del núm. 319(2) así como a la de otras disposiciones destinadas a la lucha contra el racismo. Concluyo que ninguno de los argumentos presentados a favor de una interpretación restrictiva del inc. 2b) de la Carta, que excluya de la protección de este inciso a las declaraciones contrarias al núm. 319(2) del Código penal, pueden ser admitidos. C. La ausencia de valor intrínseco Los argumentos invocados bajo esta rúbrica parten de esta premisa fundamental de que únicamente la expresión justificada o meritoria se beneficia de la protección del inc. 2b). Estos argumentos revisten varias formas.
Se sostiene, antes que nada, que la protección del fomento voluntario del odio jamás ha sido un objetivo de los redactores de la Carta y puede, de esta manera, ser tipificado como hecho punible sin que exista la necesidad de satisfacer a la norma de justificación determinada en el art. 1. Este es un argumento que se apoya en los términos del caso Hunter c. Southam Inc., 1984 CSC 33, [1984] 2 R.C.S. 145, p. 155; y en el caso R. c. Big M Drug Mart Ltd., 1985 CSC 69, [1985] 1 R.C.S. 295, p. 344, de donde deriva que los protegidos por la Carta deben interpretarse en función del fin que persiguen, a la luz de los intereses que están destinados a proteger, y en su contexto lingüístico, filosófico e histórico apropiado. Se destaca que la libertad de expresión, a pesar de ser históricamente reconocida como un valor importante en la sociedad canadiense, jamás ha sido absoluta. Siempre según este argumento, las leyes en materia de difamación así como los artículos del Código penal relativos al fomento del odio han sido aceptadas como restricciones a la libertad de expresión antes de la adopción de la Carta por lo que deben continuar siéndolo. Esta argumentación viene afirmar que la libertad de expresión consagrada en la Carta no debe sobrepasar el alcance de las reglas que se aplicaban a la libertad de palabra antes de la entrada en vigor de la Carta. En general, esta Corte no ha interpretado tan restrictivamente los derechos y libertades que protege la Carta, sino que ha preferido una interpretación amplia y liberal, en armonía con el carácter general y fundamental de los principios consagrados por la Carta. La interpretación de estos derechos puede inspirarse en el espíritu de la jurisprudencia anterior a la Carta, pero sin limitar indebidamente el desarrollo de los principios que mejor traducen el espíritu amplio y progresista de la Carta. Además, incluso la misma jurisprudencia anterior a la Carta rechaza estos argumentos. Por ejemplo, en common law británico el fomento de la enemistad y de la hostilidad entre sujetos constituía hecho punible de sedición criminal. En el caso Boucher, cit., no obstante, esta Corte sostuvo que el principio de la libertad de palabra exigía que el alcance de la definición tradicional de la sedición criminal se vea reducido de manera a incluir únicamente la intención de incitar a las personas a cometer realmente actos de violencia, atentados a la paz pública o actos ilegales. Pues, incluso antes de la Carta, esta Corte no estuvo dispuesta a aceptar que la expresión se vea sometida a restricciones jurídicas históricas cuando éstas entraban en conflicto con la concepción canadiense más amplia de la libertad de palabra. Una variante de este argumento invoca las justificaciones generalmente admitidas para la protección de la libertad de palabra – tales como la verdad, la democracia y el desarrollo personal – e interroga en qué el “fomento del odio” sirve a la promoción de estos valores. La primera dificultad que presenta este argumento es que ningún anterior de esta Corte relativo a la libertad de expresión ha seguido esta posición. En el caso Ford, como ya lo hecho notar, la Corte rechazó aplicar este tipo de análisis al inc. 2b) porque convenía mejor a la apreciación de los reclamos concurrentes en virtud del art. 1. Los argumentos extraídos de la verdad, de la democracia y del desarrollo personal tuvieron un rol limitado en la interpretación del inc. 2b) en el caso Irwin Toy, sino únicamente en las situaciones en que el gobierno no busca restringir la libertad de expresión. La expresión en causa en el caso Irwin Toy no tenía sino un reducido valor intrínseco susceptible de sostenerla. Ello porque el gobierno la proscrito, acto legislativo que esta Corte declaró justificado en los términos del art. 1. La Corte, sin embargo, arribó sin mucha dificultad a la conclusión de que la restricción de este tipo de expresión violaba la garantía de la libertad de expresión enunciada en el inc. 2b) de la Carta. El argumento es, por otra parte, esencialmente tautológico. En efecto, si se parte de la premisa de que la expresión tenida en vista por el núm. 319(2) es peligrosa y sin valor, fácil es, pues, concluir que ninguna de las justificaciones corrientemente manifestadas para la protección de la libertad de expresión no se aplica al caso.
Otro problema inherente a este razonamiento radica en la dificultad que existe para determinar cuándo la expresión cuenta con valor intrínseco que la sostenga. En casos como el de autos, puede fácilmente arribarse a un consenso casi unánime de que las declaraciones en causa nada aportan de positivo a nuestra sociedad. Sin embargo, la proposición que sostiene a este argumento no se limita a tales casos. Para que su argumento sea válido, quienes lo defienden deben demostrar especialmente que toda expresión que, teóricamente, pueda subsumirse en el núm. 319(2) del Código penal se halla desprovista de toda pertinencia con relación al funcionamiento de la democracia representativa. Para que haya lugar a eventuales procesamientos en los términos del núm. 319(2), basta que la expresión denigre voluntariamente a un grupo identificable. (Ahora bien, el que se expresa actúa “voluntariamente” si se fija conscientemente el objetivo de fomentar el odio o si prevé que ello será la consecuencia cierta o muy probable: Buzzanga. Este objetivo o esta previsión pueden, a veces, inferirse fácilmente en casos en que se trate de una expresión altamente controvertida). ¿Es inconcebible que cuestiones que interesen al orden público engendren este tipo de expresión? La Asociación canadiense por las libertades civiles explica, como ejemplo, el caso de un dirigente autóctono que, frustrado por la negativa del gobierno a reconocer las reivindicaciones territoriales, empieza con declaraciones difamatorias contra los Blancos. Un debate enconado acerca de la lengua de enseñanza dio lugar a procesamientos en los términos del núm. 319(2): Buzzanga. La experiencia demuestra que, en la práctica, puede ser difícil trazar una línea de demarcación entre la expresión que tiene valor para la democracia o la discusión de cuestiones sociales, y la que no lo tiene. Los intentos de restricción de la garantía de la libertad de expresión que se limitan únicamente al contenido que se considera cuenta con valor positivo o ser conforme con valores aceptados, chocan con la esencia misma del valor de la libertad, reduciendo el campo de protección de los debates a aquello que no golpea o que es compatible con las ideas actuales. Si la garantía de libre expresión debe tener un sentido, debe proteger la expresión que ataca incluso a las concepciones fundamentales de nuestra sociedad. Un compromiso real frente a la libertad de expresión no exige menos. D. El alcance del inc. 2b) – resumen No puedo retener los argumentos expresados como fundamento de la proposición según la cual el inc. 2b) no protege a las declaraciones que fomentan voluntariamente el odio tenidas en vista en el núm. 319(2) del Código penal. Me dirijo, antes bien, a la afirmación del caso Irwin Toy acerca de que si la actividad que constituye el objeto de la reglamentación cuenta con un contenido expresivo y que no transmite una significación por medios violentaos, a primera vista cuenta con la protección del inc. 2b) de la Carta. En caso que se demuestre, por otra parte, que la acción gubernamental en cuestión tiene por objeto o por efecto restringir la libertad de expresión, la violación del inc. 2b) se halla probada. En autos, ambas condiciones se hallan cumplidas. El núm. 319(2) se refiere al contenido de ciertas declaraciones. Se aplica en casos en que la significación se transmite por medios no violentos. Por último, su objeto es imponer restricciones a lo que puede decirse. La violación al inc. 2b) se halla, pues, probada y pasaremos ahora al análisis de su justificación en los términos del art. 1 de la Carta. III. El inc. 11d) – la presunción de inocencia El núm. 319(3) del Código penal prevé varios medios de defensa, entre los cuales, la veracidad, en el inc. 319(3)a). Esta defensa halla su origen en el informe del comité Cohen, que llevó a la adopción de núm. 319(2). En dicho informe se sostuvo que la verdad debería constituir un medio de defensa oponible a la acusación de fomento del odio.
En los términos del inc. 319(3)a), cuando el ministerio público demuestra fuera de toda duda razonable que el acusado fomentó voluntariamente el odio contra un grupo identificable, el mismo será absuelto si “demuestra que las declaraciones emitidas eran verdaderas”. En lo que respecta a esta defensa, que es la primera y más importante de las que prevé el inc. 319(3), es evidente que la carga de la prueba incumbe al acusado. Ahora debemos preguntarnos si, de esta manera, existe o no violación a la presunción de inocencia que enuncia el inc. 11d) de la Carta. En mi opinión, la respuesta a esta cuestión se halla en la sentencia que esta Corte dictó en el caso R. c. Whyte, 1988 CSC 47, [1988] 2 R.C.S. 3, en la cual el magistrado presidente Dickson, en nombre de la Corte, sostuvo que el delito de conducir un vehículo automotor u ostentar la guarda o el control con facultades disminuidas, que sobresale de una disposición que prevé se presumirá que una persona que ocupa el asiento del conductor ostenta la guarda y el control del vehículo, violaba el inc. 11d) de la Carta. El magistrado presidente repitió la opinión que había expresado precedentemente en el caso R. c. Holmes, 1988 CSC 84, [1988] 1 R.C.S. 914, p. 935, a saber: “Según el principio fundamental del common law, el acusado no está obligado a demostrar un medio de defensa”. Y además sostuvo en la p. 18: La calificación exacta de un factor como elemento esencial, factor accesorio, excusa o medio de defensa, no debe incidir en el análisis de la presunción de inocencia. Lo decisivo es el efecto final que una disposición tiene con relación al veredicto. Si una disposición obliga a un acusado a demostrar ciertos hechos de acuerdo a la preponderancia de probabilidades para evitar una declaración de culpabilidad, la misma viola la presunción de inocencia por permitir una declaración de culpabilidad a pesar de la existencia de una duda razonable en el espíritu del juez de los hechos con respecto a la culpabilidad del acusado. El principio fundamental según el cual no puede obligarse a un acusado a demostrar un medio de defensa sin que ello conlleve una violación al inc. 11d) no ha sido modificado, desde mi punto de vista, en nuestra sentencia dictada en el caso R. c. Schwartz, 1988 CSC 11, [1988] 2 R.C.S. 443. Los magistrados que formaron la mayoría en el caso Schwartz aceptó que el principio fundamental enunciado en el caso Whyte, pero estimó que la producción de un certificado de registro de arma de fuego por el acusado no constituía un medio de defensa, y concluyó que “no se impone la carga de la prueba al acusado”, pues “éste no está obligado a probar la existencia o inexistencia de un elemento del hecho punible” (p. 485). Basta señalar, a los fines del caso que ello no se aplica aquí. El Parlamento incluyó expresamente la falsedad entre los elementos del hecho punible al prever a la veracidad como un medio de defensa. Decir que la falsedad no es un elemento del hecho punible es afirmar que el hecho punible se demuestra en forma independiente de la veracidad o la falsedad de la declaración. Evidentemente, tal no ha sido la intención del legislador federal. Éste hizo de la veracidad una defensa. Al imponer al acusado la carga de demostrar la veracidad, faltó al principio según el cual el acusado no está obligado a demostrar una defensa. Con relación al argumento según el cual es impracticable exigir al ministerio público que demuestre la falsedad de las declaraciones que se pretende contraria al núm. 319(2) del Código penal, es más apropiado estudiarlo en el contexto del art. 1 que en el del inc. 11d). Concluyo que el inc. 319(3)a) del Código penal viola el inc. 11d) de la Carta. IV. El análisis bajo la órbita del art. 1 A. El art. 1 y la restricción a la libertad de expresión
El rol de un tribunal a los fines del art. 1 de la Carta consiste en sopesar y apreciar. Incluso antes de sumergirse en el análisis que exige el art. 1, el tribunal debe haber ya decidido que la ley en cuestión afecta a un derecho o una libertad que protege la Carta. Esta sola violación no determina, sin embargo, la invalidez de la ley. En efecto, por más que el límite que la misma imponga al derecho sea mínimamente “razonable” y que su “justificación pueda demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática”, la ley es válida. La demostración de esta justificación, cuya carga incumba al Estado, exige la prueba de la existencia de otros derechos o intereses que, en las circunstancias, prevalecen por sobre el derecho al cual éste viola. El art. 1 concede impone esencialmente a los jueces una carga de apreciación. Por una parte, se halla la violación o la restricción de un derecho o libertad fundamental; por la otra, existe un objetivo opuesto que el Estado pretende más importante que el pleno ejercicio del derecho o libertad en cuestión, que cuenta con una importancia suficiente para que la restricción sea razonable y que su “justificación pueda ser demostrada”. Esta muy delicada carga obliga al juez a realizar juicios de valor. Al realizarlos, la lógica y los precedentes solo constituyen un seguro limitado. Lo es verdaderamente determinante en última instancia es el juicio del tribunal, fundado en una comprensión de los valores que constituyen el fundamento de nuestra sociedad y de los intereses en juego en el caso. Como lo observó la magistrada Wilson en el caso Edmonton Journal, cit., tal juicio no puede formarse en abstracto. Antes que hablar de valores como si de ideales platónicos se tratara, el juez debe realizar su análisis en función de los hechos de la causa en que entiende, sopesando en dicho contexto los diferentes valores en cuestión. No podría, pues, afirmarse que la libertad de expresión prevalecerá siempre por sobre el objetivo de la dignidad individual y de la armonía social o viceversa. El resultado en un caso particular dependerá de la apreciación de la importancia de la restricción impuesta a la libertad de expresión por la ley en cuestión con relación a la importancia de los objetivos y como contrapeso, a la probabilidad de que la ley permitirá alcanzar dichos objetivos y a la proporcionalidad del alcance de la ley para con dichos objetivos. El criterio enunciado en el caso R. c. Oakes, 1986 CSC 46, [1986] 1 R.C.S. 103, guía el análisis requerido por el art. 1 y refleja las etapas de la carga principal que es la de sopesar valores contradictorios en el contexto de autos. Dos condiciones deben cumplirse para que una ley que imponga restricciones a derechos y libertades que protege la Constitución sea mantenida en virtud del art. 1. En primer lugar, es necesario que el objetivo perseguido por la restricción esté revestido con suficiente importancia como para justificar la afectación a un derecho protegido por la Constitución. Seguidamente, probada la existencia de tal objetivo, la parte que invoca el art. 1 debe demostrar que los medios escogidos para alcanzar el mismo son razonables y que su justificación puede ser demostrada en el marco de una sociedad libre y democrática. Antes de concluir que los medios son razonables y que su justificación puede ser demostrada, el tribunal debe estar convencido de tres cosas: 1. Las medidas concebidas para alcanzar el objetivo legislativo (en el caso de autos el núm. 319(2) del Código penal) deben contar con un nexo racional con tal objetivo; 2. Los medios empleados deben imponer la menor restricción que sea posible al derecho o libertad en cuestión; 3. Debe existir proporcionalidad entre el efecto de las medidas que limitan el derecho o libertad que protege la Carta y el objetivo legislativo perseguido a través de la limitación de estos derechos. Ello implica que se sopesará la restricción a tales derechos protegidos por la Carta y el objetivo de la limitación de estos derechos.
(1) El objeto del núm. 319(2) del Código penal En el caso Oakes, el magistrado presidente Dickson, en nombre de la mayoría, sostuvo que el primer punto a considerar en un análisis bajo la perspectiva del art. 1 es la de saber si el objetivo es “suficientemente importante como para justificar la supresión de un derecho o una libertad que protege la Constitución” (p. 138). Citando el caso R. c. Big M Drug Mart Ltd., cit., hizo observar que la norma debe ser severa a fin que objetivos poco importantes no se beneficien con la protección del art. 1. El objetivo debe revestir un carácter urgente y real, sin lo cual no puede ser calificado como suficientemente importante como para prevalecer por sobre un derecho protegido por la Carta. El núm. 319(2) del Código penal tiene por objeto impedir el fomento del odio contra grupos identificables en nuestra sociedad. Como lo sostuvo el procurador general de Canadá, se trata de una disposición legislativa que busca [TRADUCCIÓN] “especialmente proteger a grupos raciales, religiosos y otros contra el fomento voluntario del odio a su respecto, impedir la propagación del odio, prevenir la discordia racial y social, y ‘evitar’ la destrucción de nuestra sociedad multicultural”. Estos objetivos se hallan comprendidos en los dos valores de la armonía social y la dignidad individual. Estos son objetivos loables y serios. Y además son manifiestamente importantes. Teniendo en cuenta la historia de los conflictos raciales y religiosos en el mundo durante los últimos cincuenta años, podemos, también, calificarlos de urgentes, aun cuando no se alegue que dicha situación constituya una urgencia en Canadá. El Informe del Comité especial sobre la apología del odio en Canadá (1966), pp. 11-16 (el informe Cohen), proporciona un fundamento empírico para el punto de vista según el cual la difamación contra grupos particulares constituye una preocupación urgente y real en Canadá. Una prueba de la preocupación pública actual y permanente con respecto a la tensión racial y religiosa en Canadá en general y, en particular, con relación a la materia tratada en el núm. 319(2), se encuentra en L’Égalité ça presse! (1984), el informe del Comité especial de la Cámara de los Comunes acerca de la participación de las minorías visibles en la sociedad canadiense, pp. 1-7 y 75-81. El hecho de que expresiones que realizan apología del odio continúen existiendo en Canadá es un síntoma de la triste realidad actual: los canadienses a menudo se vanaglorian de preservar una sociedad tolerante y acogedora, pero también deben hacer frente a divisiones raciales y religiosas persistentes. El conflicto es perjudicial tanto para los individuos y grupos alcanzados por los prejuicios, como para el conjunto de la sociedad. Ciertos miembros de grupos minoritarios se inclinan a considerarse a sí mismos como extranjeros en su propio país y pueden verse desalentados de proporcionar una contribución en la medida de sus deseos y capacidades. La pérdida de dichos talentos y capacidades en potencia amenaza con privar a Canadá de las competencias y talentos de quienes se sienten excluidos o rechazados. Además, la animosidad creada por la ignorancia y el odio exacerba las divisiones en el país. El problema no es nuevo, pero tampoco desaparece rápido. Como lo señala en forma clara el Informe anual 1989 (1990) de la Comisión canadiense de derechos humanos, la intolerancia entre los canadienses con respecto a miembros de grupos diferentes sigue siendo un problema grave (p. 24): Los demonios de prejuicios raciales y culturales jamás han sido ni oficialmente ni oficiosamente exorcizados de nuestra sociedad. Puede que, en esta ocasión, hayamos sido un poco más bendecidos que nuestros vecinos del Sur, pero en nuestro pasado abundan historias de racismo e intolerancia, de las cuales no es difícil hallar vestigios en nuestra vida cotidiana.
Habida cuenta del problema de los prejuicios raciales y religiosos en nuestro país, estoy convencida de que el objetivo perseguido por las disposiciones legislativas en causa es suficientemente importante como para justificar restricciones a derechos y libertades que protege la Constitución. (2) La proporcionalidad a) Generalidades La verdadera cuestión en autos, según mi parecer, consiste en dilucidar si el medio – la prohibición penal del fomento voluntario del odio – es proporcional y adaptado al objeto de la supresión de la apología del odio a fin de asegurar la conservación de la armonía social y la dignidad individual. El objetivo perseguido por las disposiciones legislativas en cuestión es muy importante, al tal punto que, por cierto, puede adelantarse a los valores fundamentales protegidos por la Carta. La cuestión última radica en determinar si este objetivo cuenta con importancia suficiente para justificar la restricción impuesta a la libertad de expresión por el núm. 319(2) del Código penal. Para dar respuesta a esta cuestión, el tribunal debe no solamente tomar en consideración la importancia del derecho o libertad en causa y la importancia de la restricción impuesta, sino que también debe examinar si la manera en que la restricción ha sido impuesta puede tener justificación. ¿Cuál es la gravedad de la violación a la libertad protegida por la Constitución, en autos la libertad de expresión? En la práctica, la medida restrictiva ¿permitirá verdaderamente alcanzar el objetivo perseguido? ¿La medida restrictiva cuenta con un alcance excesivamente amplio o es más invasiva de lo que debiera? Finalmente, habida cuenta de todos estos factores, ¿la ventaja a obtener del texto legislativo prevalece por sobre la gravedad de la restricción? Tales son las consideraciones pertinentes a la cuestión de la proporcionalidad de la ley restrictiva. He dicho que en autos debemos separar al derecho fundamental a la libertad de expresión, por una parte, y a los valores que representan la armonía social y la libertad individual, por la otra. Ante la difícil carga de determinar cuál debe primar en el contexto de la presente instancia, es importante que no nos dejemos ofuscar por el contenido ofensivo de buena parte de la expresión en causa. Como esta Corte lo ha sostenido a menudo, aun las palabras más reprensibles o molestas cuentan, a primera vista, con la protección del inc. 2b). No son las declaraciones del señor Keegstra las que se hallan en causa en autos, sino la constitucionalidad del núm. 319(2) del Código penal. Es este punto el lugar al cual debe dirigirse nuestra atención. Otra consideración general en la apreciación de valores a los fines del criterio de proporcionalidad en autos radica en naturaleza de la libertad de expresión. La libertad de expresión es única entre los derechos y libertades que protege la Carta, y ello, en base a dos puntos distintos. La primera forma en que la libertad de expresión puede ser única ya ha sido invocada en el contexto del examen de la base filosófica de la libertad de expresión. El derecho a expresar completa y abiertamente los puntos de vista acerca de cuestiones sociales y políticas es fundamental para nuestra democracia y, por tanto, para todos los derechos y libertades que protege la Carta. Sin libertad de expresión, no podría existir este vivo debate sobre las políticas y los valores que es subyacente al gobierno participativo. Sin libertad de expresión, los derechos pueden ser limitados sin recurso posible ante el tribunal de la opinión pública. Ahora bien, ciertas restricciones impuestas a la libertad de expresión pueden ser necesarias y justificadas y, ciertamente, perfectamente compatibles con una sociedad libre y democrática. No obstante, las restricciones que se sitúan en el corazón mismo del debate social y político llaman a un examen particularmente minucioso a raíz de los peligros inherentes a toda censura a la cual el Estado podría someter tal debate. Ello toma una importancia particular bajo el régimen del art. 1 de la Carta, que exige expresamente que el tribunal
examine si las restricciones son razonables y justificadas en el marco de una sociedad libre y democrática. Una segunda características propia a la libertad de expresión es que las restricciones que se le imponen tienden a hallar incidencia respecto de otras opiniones que en ella se amparan. He ahí lo que en los Estados Unidos se ha dado en llamar efecto paralizante. Siempre existirán limitaciones inherentes a la utilización de palabras, pero ello no debe impedir la búsqueda de la mayor precisión posible en la redacción, puesto que de otra manera la prohibición podría disuadir no solamente a la expresión tenida en vista sino igualmente a la expresión legítima. El ciudadano respetuoso de leyes que no desea cometer un hecho punible decidirá no correr dicho riesgo en caso de duda. La creatividad y el intercambio benéfico de ideas sufrirán. Este efecto paralizante debe ser tomado en cuenta cuando se procede a la apreciación requerida a los fines del análisis en los términos del art. 1. Ello quiere decir que en la apreciación del carácter invasivo de una restricción impuesta a la libertad de expresión, la investigación no debe limitarse a quienes finalmente podrían llegar a ser declarados culpables de una violación a la restricción, sino que debe englobar a quienes se hallen en la incertidumbre respecto a la posibilidad de ser declarados culpables de disuadir la expresión legítima. Menciono un último punto antes de abordar los criterios precisos de proporcionalidad propuestos en el caso Oakes. Para determinar si una restricción particular impuesta a un derecho o a una libertad halla justificación en los términos del art. 1, importa no solamente tomar en consideración la proporcionalidad y la eficacia de la ley en cuestión, sino también examinar si existen otros medios de alcanzar dicho objetivo. Ello resulta particularmente importante en la segunda etapa (la injerencia mínima) y en la tercera (la apreciación de la restricción con relación al objetivo perseguido) del análisis propuesto en el caso Oakes. En este contexto, pasaré ahora a las tres consideraciones cruciales para determinar si el núm. 319(2) del Código penal impone a la libertad de expresión una restricción razonable cuya justificación puede ser demostrada en el marco de una sociedad libre y democrática. b) El nexo racional La primera cuestión es la de saber si el núm. 319(2) del Código penal se halla cuidadosamente concebido como para alcanzar los objetivos que plantea o si presenta un nexo racional con los mismos. Existen dos maneras de abordar esta cuestión. La primera consiste en preguntarse si el legislador federal concibió cuidadosamente el núm. 319(2) para alcanzar los objetivos propuestos. A pesar de la existencia de indicaciones claras de que se ha tenido cuidado al establecer un nexo entre el núm. 319(2) y sus objetivos, se plantea que su alcance es excesivo, alegación que examinaré en detalle al tratar la cuestión de saber si el núm. 319(2) conlleva “la menor restricción posible” a la libertad de expresión protegida por el inc. 2b) de la Carta. No obstante, es claro que la ley, al menos en un plano, contribuye al objetivo perseguido por el Parlamento. El procesamiento de individuos por motivo de declaraciones ofensivas con respecto a un grupo particular puede generar en los miembros de un grupo particular la convicción de que son apreciados y respetados en su colectividad y que el punto de vista que algunas personas malévolas no refleja la opinión del conjunto de la población. Puede que tal utilización del derecho penal permita consolidar ciertos valores y prioridades reales e importantes. Sin embargo, debemos ir más lejos y tomar en consideración no solamente la intención del Parlamento, sino preguntarnos igualmente si, habida cuenta del efecto real de la ley, existe un nexo racional entre ésta y los objetivos que persigue. Puede que, en efecto, una medida legislativa
destinada a alcanzar un objetivo constituya un obstáculo. En el caso R. c. Morgentaler, 1988 CSC 90, [1988] 1 R.C.S. 30, esta Corte examinó el efecto real de las disposiciones legislativas en materia de aborto destinadas a proteger la vida y la salud de las mujeres y concluyó que al imponer exigencias procesales y retardos irracionales las mismas producían efectos contrarios a aquellos que perseguían. Esta Corte tuvo particularmente en cuenta de que, en la práctica, estas exigencias tenían por efecto aumentar considerablemente los riesgos para la salud de las mujeres embarazadas, sobre todo en ciertas localidades. El magistrado presidente Dickson trató este punto en el contexto del nexo racional, afirmando que “en la medida en que el núm. 251(4) fue concebido para proteger la vida y la salud de las mujeres, el procedimiento que establece puede, en efecto, poner en jaque a dicho objetivo” (p. 76). Así, se reconoce que el art. 1 de la Carta podría fácilmente verse debilitado si la intención del gobierno de actuar en interés de un grupo desfavorecido bastara siempre para determinar la existencia del nexo racional requerido entre la medida legislativa y su objetivo. En ciertos casos, el nexo entre la intención del legislador y la realización del objetivo puede ser evidente. En otros, puede dudarse acerca de si la medida legislativa vaya a alcanzar verdaderamente su objetivo; al resolver tal duda debe actuarse con deferencia respecto a los legisladores federales y provinciales. Sin embargo, en casos como Morgentaler, en que se percibe no solamente que la medida legislativa corre el riesgo de no alcanzar su objetivo, sino que podía tener el efecto opuesto, el tribunal justificadamente podrá concluir la inexistencia del nexo racional entre la medida y el objetivo. Es una simple cuestión de sentido común. Efectivamente, ¿cómo una medida que hasta cierto punto restringe una libertad conferida por la Constitución puede ser razonable y justificable cuando no existe posibilidad alguna de que ésta permita alcanzar el objetivo sobre el cual reposa su justificación? Cuando, en lugar de esta probabilidad, se llegar a creer que la medida puede, en efecto, ir contra los objetivos que persigue, la ausencia de un nexo racional entre la medida y el objetivo se muestra evidente. En mi opinión, el núm. 319(2) del Código penal se subsume en esta última categoría. Bien puede que el núm. 319(2) tenga un efecto paralizante respecto a las expresiones defendibles de los ciudadanos respetuosos de la ley. Al mismo, se halla lejos de ser cierto que tener domados a los fomentadores del odio resulta un medio eficaz de defensa. En efecto, muchos pretenden que esta disposición podría ayudar a su causa. Los medios dedican grandes espacios a cubrir los procesos iniciados en virtud del Código penal por declaraciones racistas. Zundel, procesado no en base al núm. 319(2) sino por el hecho punible de difusión de noticias falsas (art. 181), afirmó que su proceso le había reportado [TRADUCCIÓN] “un millón de dólares en publicidad”: Globe and Mail, 1 de marzo de 1985, p. P1. Algunos de los escritos que dieron lugar al proceso en cuestión en la apelación conexa Andrews dan a entender algo como la alegría del martirio: [TRADUCCIÓN] La mentira del holocausto se halla ahora gravada profundamente en el espíritu de los detestados “goyim”, siendo que en ciertos países [...] el hecho de negarla puede implicar la privación de libertad. (R. v. Andrews, 1988 ONCA 200, (1988), 65 O.R. (2d) 161, p. 165, (C.A)) No solamente el proceso proporciona al acusado publicidad para sus causas dudosas, sino que también pueden inclinar a su favor la simpatía. El proceso penal se presenta como un conflicto entre el acusado y el Estado, conflicto en el cual el acusado puede parecer el más simpático de los hombres. Esta acotación de Franz Kafka no fue totalmente fantasiosa: “Cuando sabemos ver, podemos hallarnos con que todos los acusados son bellos” (El proceso, (1964), p. 248). El argumento según el cual los procesos penales contra estos tipos de expresiones reducen el racismo y favorecen al multiculturalismo supone que ciertos oyentes serán los
suficientemente crédulos como para dar fe a las afirmaciones en cuestión si tomaran conocimiento. Empero, si tal hipótesis resultara válida, resulta muy probable que estos oyentes crean que la verdad se halla en la expresión racista puesto que el gobierno intenta suprimirla. Teorías acerca de la existencia de un gran complot entre el gobierno y ciertos elementos de la sociedad, percibidas a menudo como malévolas, pueden devenir atractivas si el gobierno les da valor y prohíbe totalmente su expresión. En consecuencia, no resulta para nada raro que la penalización de la apología del odio y la realización de procesos penales en virtud de disposiciones legislativas aprobadas al efecto, plantee una viva controversia en Canadá. Encontramos también en la historia razones para juzgar con suspicacia la afirmación de que las leyes relativas a la apología del odio sirven a la causa del multiculturalismo. Esta prueba se halla resumida por A.A. Borovoy en When Freedoms Collide: The Case of our Civil Liberties (1988), p. 50: [TRADUCCIÓN] Hecho notable, la Alemania prehitleriana tenía leyes en extremo similares a la ley canadiense contra el odio. Esta leyes fueron, por lo demás, aplicadas con bastante energía. Durante el curso de los quince años que precedieron a la ascensión de Hitler al poder, existían más de doscientos procesos por antisemitismo. Y, según lo decía el principal organismo judío de la época, diez por ciento de estas causas, a lo sumo, padecieron la desidia de las autoridades. Ahora bien, como lo atestigua tan dolorosamente la historia subsiguiente, tal género de legislación se mostró ineficaz precisamente cuando más necesarias resultaban. En efecto, podemos creer que los nazis de la Alemania prehitleriana supieron explotar en forma ventajosa los procesos penales a los efectos aumentar el número de sus simpatizantes. Se sirvieron de dichos procesos para la propagación de su mensaje. Desde el punto de vista del efecto real, podemos pretender que el nexo racional entre el núm. 319(2) y los objetos que persigue existe. Ciertamente, no podríamos afirmar la existencia de un nexo fuerte y evidente entre la penalización de la apología del odio y su eliminación. c) La injerencia mínima La segunda cuestión a abordar para determinar si la violación derivada de las disposiciones legislativas en causa es o no proporcionada al objeto que persiguen, es la de la injerencia mínima al derecho en cuestión. Quienes se pronuncian a favor del núm. 319(2) del Código penal insisten en el hecho de que se aplica únicamente al fomento voluntario del odio y no a la incitación de emociones menos fuertes. El odio, sostienen, es a la vez la más extrema y la más reprensible de las emociones humanas. Señalan, por otra parte, que el núm. 319(2) prevé varios medios de defensa, entre ellos la veracidad de las declaraciones, el examen en interés del público de una cuestión de interés público (con tal que hayan existido motivos razonables para creer que las declaraciones eran verdaderas), y la expresión de buena fe de una opinión acerca de un tema religioso. Afirman igualmente que el núm. 319(2) no hace sino cumplir con las obligaciones internacionales de Canadá y que existen disposiciones análogas en otras democracias occidentales. Los defensores de la inconstitucionalidad del núm. 319(2) afirman que la emoción subjetiva que es el odio constituye una noción de alcance excesivo y vago, que los jueces y jurados pronunciarán veredictos de culpabilidad únicamente cuando la expresión fuera impopular, y que pueda haber responsabilidad penal aunque la declaración no haya incitado a nadie al odio o a cualquier otra emoción. Por otra parte, el hecho de que la carga de la prueba de demostrar la veracidad de las declaraciones incumbe al acusado quiere decir que incluso declaraciones verdaderas pueden conllevar declaraciones de culpabilidad.
Dos cuestiones resultan pertinentes para determinar si el núm. 319(2) porta la menor injerencia que resulte posible a la libertad de expresión. La primera radica en saber si el núm. 319(2) se halla redactada en términos amplios de manera a englobar más conductas expresivas que no justifica el objetivo de la promoción de la armonía social y de la dignidad individual. La segunda consiste en saber si la penalización del fomento del odio puede constituir en sí una reacción excesiva ante el problema, teniendo en cuenta otras posibilidades de las que se dispone. Abordaré por separado cada una de estas cuestiones. A pesar de las restricciones que comporta el núm. 319(2), puede sostenerse con argumentos poderosos que su alcance resulta excesivo en cuanto que su definición de la expresión ilícita puede alcanzar a numerosas expresiones que deberían estar protegidas. La primera dificultad es la que plantean las diferentes acepciones posibles de la palabra “odio”. El Shorter Oxford English Dictionary define al odio como [TRADUCCIÓN] “La situación o el estado de relaciones en que una persona odia a otra; la emoción del odio; antipatía activa; detestación; hostilidad, enemistad o malevolencia”. Esta definición saca a relucir especialmente la vasta gama de emociones diversas que puede denotar la palabra “odio”. Quienes defienden su empleo en el núm. 319(2) del Código penal señalan un extremo de esta gama – el término odio, según ellos, designa la más poderosa de las emociones virulentas, que sobrepasa los límites de la decencia humana y que limita, en consecuencia, la aplicación del núm. 319(2) a los casos extremos. Quienes se oponen a su utilización ponen énfasis en el otro extremo de la gama e insisten en el hecho de que una “antipatía activa” no constituye una emoción cuyo fomento debería ser pasible de sanción penal. Estos argumentos demuestran, por sí mismos, que la palabra “odio” cuenta con un amplio alcance susceptible de englobar gran diversidad de emociones. No es solamente el vasto alcance del término “odio” el que se muestra peligroso; también hay peligro en la subjetividad. El “odio” se prueba por inferencia – la inferencia del jurado o del juez cuando entiende como juez de los hechos – y las inferencias son más probables cuando se trata de expresiones impopulares. La naturaleza subjetiva y emotiva del concepto de fomento voluntario del odio aumenta la dificultad de asegurar que únicamente se realicen procesos penales en los casos en que exista justificación y que únicamente sean declarados culpables las personas cuya conducta busque disolver los lazos sociales. Empero el “odio” no debe ser considerado en forma aislada. Para ser condenable, el mismo debe haber sido “fomentado voluntariamente”. Esta exigencia, ¿limita suficientemente el término en cuestión como para refutar el argumento del alcance excesivo del núm. 319(2)? En el caso R. v. Buzzanga and Durocher, cit., la Corte de apelaciones de Ontario sostuvo que la exigencia del “fomento voluntario” puede ser cumplida de dos maneras: (1) a través de la prueba de la intención o del objetivo consciente de fomentar el odio; o (2) a través de la prueba de que el acusado previó que el fomento del odio contra un grupo identificable sea la consecuencia cierta o “moralmente cierta” de la comunicación en causa. Se sostiene que la exigencia del “fomento voluntario” hace huir de la aplicación del núm. 319(2) las declaraciones realizadas con fines legítimos, por ejemplo, decir aquello que se considera como la verdad o participar en un debate político y social. El problema con este argumento radica en que estos objetivos son compatibles con la intención (o la presunta intención a raíz de la previsibilidad) de fomentar el odio. La convicción de que lo que se afirma con respecto a un cierto grupo es verdad y constituye un aporte importante al debate político y social es, en efecto, perfectamente conciliable con la intención de fomentar una antipatía activa contra este grupo y puede incluso inspirar esta intención. Tal convicción es, además, compatible con la previsión de que las declaraciones podrían tener por consecuencia fomentar tal antipatía. Resulta de ello que las
personas que emiten declaraciones sobre todo por razones que no cuentan con ningún carácter reprensible corren el riesgo de ser declaradas culpables de fomento voluntario del odio. La ausencia de toda obligación de demostrar que realmente hubo perjuicio o incitación al odio amplia considerablemente el alcance del núm. 319(2) del Código penal. Tal fue, en opinión de la Corte de apelaciones, su vicio principal. En realidad, esta disposición erige en hecho punible no solamente el hecho de incitar efectivamente al odio sino también la tentativa de hacerlo. La Corte de apelaciones retuvo igualmente el argumento de que tales hechos punibles eran, al menos potencialmente, hechos punibles sin víctimas. En opinión del juez Kerans, si la penalización de la expresión que realmente propaga el odio se halla justificada, la penalización de la tentativa no lo está. Aun considerando esta amplitud de alcance como un factor pertinente, dudaría en juzgarla determinante en el plano constitucional. Decir que la apología del odio “no crea víctimas” cuando no se demuestra que ha incitado a sus destinatarios al odio implica realizar una abstracción del efecto denigrante que puede manifestarse en los miembros del grupo tenido como blanco. Entre los judíos, dado que muchos de ellos se han visto personalmente afectados por las consecuencias terribles de la degeneración de una sociedad aparentemente civilizada a través de una barbarie sin parangón, declaraciones como las del señor Keegstra pueden hacer nacer temores muy reales de que se repita la historia. Por otra parte, no es simplemente posible determinar con exactitud los efectos que la expresión de un mensaje dado tendrá sobre todos los que terminarán por oírlo. Estas consideraciones ponen en duda la noción de que podemos trazar una línea de demarcación muy tenue entre las disposiciones que son justificables porque exigen la prueba de que el odio realmente ha sido provocado y la que carecen de justificación por no exigir sino el fomento del odio. Los medios de defensa vienen a restringir en cierta medida el alcance del núm. 319(2). De ello están excluidas las declaraciones realizadas de buena fe sobre cuestiones religiosas y las declaraciones relativas a cuestiones de interés público que el acusado, por motivos razonables, creyera verdaderas, así como las declaraciones realizadas con el objetivo de suprimir el odio. Independientemente del hecho de que incumbe al acusado demostrar cada uno de los medios de defensa, se halla lejos de ser evidente que, en la práctica, los mismos limiten sensiblemente el alcance del núm. 319(2) del Código penal. La defensa más importante es la de la veracidad – si el acusado demuestra que sus declaraciones son verdaderas, no se tipificará la conducta indicada en el núm. 319(2). Por otra parte, como ya lo hice notar, el acusado puede ser declarado culpable aun cuando sus declaraciones sean verdaderas, dado que a éste incumbe la carga de probarlo. Además, los conceptos de “veracidad” y de “creencia razonable en la veracidad” quizá no se aplicarán en todos los casos. En efecto, puede que resulte imposible calificar de verdaderas o falsas a las declaraciones de opinión dado que las mismas en gran medida no comunican hechos, sino sentimientos y creencias. A menudo las declaraciones polémicas no se prestan a la demostración de su veracidad o falsedad. En lo que a la defensa de la creencia razonable respecta, ¿cómo debe un tribunal evaluar el carácter razonable de las diversas teorías, políticas u otras? La defensa relativa a las declaraciones realizadas en el marco del interés público plantea problemas análogos. ¿Cómo debe un tribunal determinar lo que corresponde al interés público habida cuenta la vasta gama de opiniones que pueden existir respecto a cuestiones a las cuales podría aplicarse el núm. 319(2)? No solamente la definición de la categoría de expresión que podría subsumirse en el núm. 319(2) es amplia, sino que la aplicación de la definición de la expresión ilícita, es decir, las circunstancias en las que las declaraciones ofensivas se hallan prohibidas, resulta prácticamente ilimitada. Únicamente las conversaciones privadas se hallan protegidas contra el examen del Estado. El núm. 319(2) tiene por objeto la prohibición absoluta de la expresión de ideas ofensivas en todo espacio público a través del medio que sea. Los discursos se incluyen en esta categoría. Los oradores
callejeros se ven reducidos al silencio. Libros, películas, obras de arte – todos se hallan sometidos al examen del censor a raíz del núm. 319(2) del Código penal. La verdadera respuesta al debate sobre el alcance excesivo del núm. 319(2) se desprende de los antecedentes de esta disposición. Aun siendo relativamente reciente, este numeral ha dado lugar a numerosas acciones cuestionables de parte de las autoridades. A excepción del caso de autos, ninguna declaración de culpabilidad ha sido atacada en las recopilaciones de jurisprudencia. Empero se desprende netamente del expediente que declaraciones ultrajantes respecto de grupos identificables, particularmente cuando representan un punto de vista impopular, pueden motivar la intervención del Estado o llamados a la acción policial. Se solicitó la prohibición de novelas tales como Le Hadj, novela pro-sinoista de León Uris, Toronto Star, 26 de septiembre de 1984, p. A6. Otras obras, especialmente Los versos satánicos de Salman Rushdie, no pueden ingresar a Canadá pues infringen el núm. 319(2). Películas pueden verse temporalmente excluidas, como ocurrió con el film Nelson Mandela, encargado por razones educativas por el Ryerson Polytechnical Institue en 1986: Globe and Mail, 24 de diciembre de 1986, p. A14. Se procedió incluso a arrestos por distribución de volantes que contenían expresiones como “Yankee vete a casa”: Globe and Mail, 4 de julio de 1975, p. 1. La experiencia revela que muchos casos fueron desestimados en ejercicio del poder discrecional con que cuenta el ministerio público y gracias a otros factores. La misma igualmente revela, sin embargo, que, en principio, el núm. 319(2) se aplica a gran variedad de tipos de expresión. Incluso en los casos en que ninguna investigación fue iniciada ni proceso alguno llevado adelante, la imprecisión y la subjetividad inherentes al núm. 319(2) del Código penal justifican el temor de que el efecto paralizante de esta disposición sea considerable. Cuanto más imprecisa resulte la formulación de la prohibición, mayor será el peligro de que ciudadanos de bien limiten la extensión de sus expresiones a los efectos de no infringir la ley. El peligro del que se aquí se trata no radica tanto en que las disposiciones legislativas en cuestión servirían para disuadir a quienes tiene la firme intención de fomentar el odio – por más que tal sea su efecto (respecto a lo cual me declaro escéptica) su alcance, quizá, no es excesivo –. El peligro se halla, más bien, en que estas disposiciones legislativas tengan un efecto paralizante para con actividades legítimas que son importantes para nuestra sociedad al someter a personas inocentes a las desagradables sensaciones del temor al proceso penal. Dado que la imprecisión de la prohibición de la expresión contenida en el núm. 319(2), podemos preguntarnos como quienes las expresan sabrán cuándo sus actividades podrían ser consideradas como subsumidas en el campo prohibido. La reacción resulta previsible. La combinación del alcance excesivo y de la penalización podría llevar a personas deseosas de evitar hasta el mínimo roce con la justicia penal a protegerse lo mejor que puedan – limitando sus expresiones a temas no controvertidos. Los novelistas podrían mantenerse lejos de evocaciones controvertidas de características étnicas, tales como la representación de Shylock por Shakespeare en El mercader de Venecia. Los científicos podrían dudar en llevar adelante investigaciones tendentes a demostrar la existencia de diferencias entre grupos étnicos o raciales y en publicar los resultados de tales investigaciones. Vista la gravedad de las consecuencias de los procesos penales, no constituye una simple conjetura suponer que podrían frenarse los debates públicos acerca de cuestiones vitales como la inmigración, los derechos lingüísticos en materia de educación, la propiedad extranjera de empresas y el comercio. Estas son cuestiones que se sitúan en el centro mismo de las justificaciones tradicionales para la protección de la libertad de expresión. Lo expuesto me lleva al segundo aspecto de la injerencia mínima. Los ejemplos que vengo de mencionar permiten pensar que el hecho mismo de la penalización no representa una reacción excesiva al problema de la propagación del odio. Los procesos y las sanciones del derecho
penal son comparativamente severos. Teniendo en cuenta los estigmas que de ellos resulta y de la libertad que se pone en juego, la lucha entre el particular y el Estado que representa el proceso penal debe ser considerada como extremadamente difícil y penosa. La gravedad de la pena de privación de libertad que puede derivar de una declaración de culpabilidad ahorra comentarios. Por otra parte, el efecto paralizante de las prohibiciones que afectan a la expresión es el más pronunciado cuando se recurre al derecho penal para imponerlas. Es, en efecto, este aspecto de la ley más que cualquier otro el que busca evitar el ciudadano ordinario, respetuoso de las leyes. La sanción complementaria del derecho penal puede que cuente tan sólo con un débil efecto disuasivo en un fomentador convencido del odio, que podrá, incluso, alegrarse con la publicidad que el mismo le procurará; empero, no obstante, podrá disuadir al ciudadano ordinario. Podemos también preguntarnos si la penalización de la expresión destinada a fomentar el odio racial es necesaria. Es posible, en efecto, que otros recursos se muestren más convenientes y resultan más eficaces. La discriminación fundada en la raza y la religión merece ser suprimida. Las leyes en materia de derechos humanos, que enfatizan la reparación antes que el castigo, han logrado, con éxito considerable, desalentar dicho tipo de conductas. Es lo que concluye Borovoy, op. cit., pp. 221-225. Habiendo considerado los códigos de derechos humanos que se centran en la mejora de la conducta y que, bajo su régimen, generalmente resulta posible llegar a acuerdos antes del juicio, Borovoy trata la proposición que [TRADUCCIÓN] “quienes practiquen la discriminación racial sean procesados sin posibilidad de sobreseimiento” (p. 223). Concluye que los procesos penales no solamente no son necesarios, sino que su efecto puede resultar contrario al deseado. No son necesarios porque los procesos iniciados bajo los códigos de derechos humanos logran, en amplia medida, alcanzar el objetivo primordial, es decir, la reducción de la discriminación. Su efecto puede resultar contrario al deseado en cuanto que (1) las personas que practican la discriminación racial y amenazadas con un proceso quizá no tendrán interés en concurrir a las comisiones de derechos humanos cambiando voluntariamente su comportamiento (p. 223); y (2) que abren la vía al argumento según el cual [TRADUCCIÓN] “cuando se previera el inicio de un proceso penal, el Estado está obligado a recurrir en primer lugar a dicho medio” (p. 225), lo que descarta de entrada la posibilidad de una mejora voluntaria de la conducta. Por tales razones, Borovoy concluye que: [TRADUCCIÓN] “Salvo cuestiones accesorias como el inicio de las investigaciones acerca de una denuncia, puede, sin inconvenientes eliminar el proceso penal del campo de los derechos humanos” (p. 225). Es cierto que la mayor parte de las leyes sobre derechos humanos se basan en actos más que en palabras Pero si es poco apropiado e ineficaz penalizar la conducta discriminatoria, la penalización de la expresión discriminatoria que no constituye una conducta resulta doblemente injustificable. Finalmente, podemos sostener que el derecho penal requiere una mayor precisión, que, por ejemplo, la legislación en materia de derechos humanos, y ello, a raíz de la distinta naturaleza de los proceso en ambos casos. Las consecuencias de alegación de una violación al núm. 319(2) del Código penal son directas y extremadamente graves. En el proceso seguido en el campo de los derechos humanos, el tribunal dispone de un amplio poder discrecional para determinar qué mensajes o cuáles conductas deberían ser objeto de una prohibición y quizá, en su resolución, precisar mejor la naturaleza, todo ello antes que el contraventor padezca consecuencia alguna. En resumen, el núm. 319(2) del Código penal abarca a una amplia gama de expresiones que prohíbe globalmente, huyendo a su imperio únicamente las conversaciones privadas. Además, el proceso de puesta en práctica de la prohibición – el derecho penal – es el más severo que nuestra sociedad pueda imponer y sin que sea necesariamente indispensable habida cuenta de la existencia de otros recursos. Concluyo que, teniendo en cuenta sus objetivos, la penalización de la apología del odio no implica una restricción mínima a la libertad de expresión.
d) La importancia relativa del derecho y la ventaja conferida El tercer punto a considerar para determinar si la violación resultante de las disposiciones legislativas en cuestión es proporcionada a los objetivos perseguidos es la importancia relativa de la violación del derecho en cuestión con relación a la ventaja conferida por dichas disposiciones legislativas. Por una parte, ¿cuál es la gravedad de la violación de un derecho o libertad fundamental en cuestión? Por otra parte, ¿cuál es la importancia de la ventaja conferida por las disposiciones atacadas? Sopesando estas consideraciones opuestas, ¿cumplió el Estado con su carga de demostrar que el límite impuesto a la libertad o derecho que protege la Constitución es razonable y que su justificación puede demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática? Abordaré en primer lugar al cuestión de la gravedad de la violación de la libertad protegida por la Constitución en autos. Vista desde la perspectiva de nuestra sociedad en su conjunto, la violación en cuestión de la garantía de la libertad de expresión es grave. El núm. 319(2) del Código penal no hace sino reglamentar la forma o el tono de la expresión – tiene en vista directamente su contenido y los puntos de vista de los particulares. Además, abarca puntos de vista relevantes de campos muy diversos, tanto artístico como social o político. Puede aplicarse no solamente a declaraciones como las de autos, sino también a obras de arte y declaraciones ultrajantes realizadas en el marco de una controversia social. Aunque pocas son procesadas hasta llegar a la declaración de culpabilidad en los términos del núm. 319(2), son numerosas las expresiones a las que se aplica su amplia prohibición. Estos peligros se agravan por el hecho de que el núm. 319(2) abarca a toda expresión pública. Ahora pues, la restricción que el núm. 319(2) del Código penal impone a la libertad de expresión pone en causa a todos los valores sobre los cuales reposa el inc. 2b) de la Carta – el valor que consiste en favorecer una sociedad dinámica y creativa a través del intercambio de ideas, el valor que representa el debate vivo y abierto esencial para un gobierno democrático y la protección de nuestros derechos y libertades; y el valor de una sociedad que alienta el desarrollo personal y la libertad de sus miembros. Consideradas desde el punto de vista del individuo afectado, las consecuencias de la restricción introducida a la libertad de expresión a través del núm. 319(2) del Código penal son también muy graves. El ejercicio de la libertad de expresión en forma contraria a sus disposiciones puede derivar en una declaración de culpabilidad y en una pena máxima de dos años de pena privativa de libertad. A excepción de la descripción que el propio núm. 319(2) contiene (la cual comporta necesariamente elementos subjetivos), no existe indicación alguna acerca del tipo de expresión que puede dar lugar a procesos. Por otra parte, la expresión de individuos que no se hallan afectados puede resultar restringida por el temor a infringir una ley vaga y subjetiva. Estas consideraciones demuestran la existencia de una violación extremadamente grave de la garantía de la libertad de expresión – aun más grave, por ejemplo, que la que ha aceptado esta Corte en virtud del art. 1 en el caso Irwin Toy en el cual el único valor que podía ser invocado como apoyo a la libertad de expresión era el derecho al disfrute. El núm. 319(2) del Código penal, por el contrario, afecta valores que son vitales para la supervivencia del gobierno democrático, de nuestros derechos y libertades y también de nuestro derecho al desarrollo personal. Además, por razón de su amplio alcance, la restricción que impone es grave no solamente por su naturaleza sino también por su amplitud. Una restricción tan grave como la misma no se justifica sino por la existencia de un interés en extremo imperioso para el Estado que constituya su contrapeso. Ello me lleva al otro extremo de la balanza, es decir, a la ventaja que se obtiene de mantener la restricción a la libertad de expresión a través del núm. 319(2) del Código penal. Como ya lo he dicho, es incontestable que los objetivos que sostienen a las disposiciones en cuestión son de los más válidos. Infelizmente, las pretensiones con relación a las ganancias a obtener al precio de la violación de la libertad de expresión a través del núm. 319(2) son dudosas. Lejos está de ser cierto
que esta disposición no ayuda a la causa de los extremistas que fomentan el odio, ni que ella no constituye un obstáculo para la mejora voluntaria de la conducta, que no desalienta la difusión de la apología del odio. Si admitimos la importancia de que están revestidos para nuestra sociedad los objetivos de la armonía social y de la dignidad individual, del multiculturalismo y de la igualdad, es difícil concebir en qué el núm. 319(2) sirve para promoverlos. En mi opinión, el resultado está a la vista. Toda ventaja hipotética que deriva de las disposiciones legislativas en cuestión cede el paso a la grave restricción que el núm. 319(2) del Código penal a la garantía de la libertad de expresión. (3) Conclusión – el art. 1 y la restricción a la libertad de expresión ¿La restricción que el núm. 319(2) del Código penal introduce a la libertad de expresión es razonable y puede demostrarse su justificación en el marco de una sociedad libre y democrática? El núm. 319(2) del Código penal no satisface a ninguno de los tres criterios de proporcionalidad enunciados en el caso Oakes – la existencia de nexo racional entre el texto legislativo y sus objetivos, la injerencia mínima respecto a los derechos y la evaluación relativa de la gravedad de la restricción a la libertad de expresión y de la ventaja que confiere el texto legislativo. Teniendo por cierto que los objetivos perseguidos por dicha disposición son válidos e importantes y que podrían, en principio, prevalecer por sobre la garantía de la libertad de expresión, no puede concluir que los medios escogidos para alcanzarlos, a saber la penalización del fomento eventual o previsible del odio, son proporcionados. B. El art. 1 y la violación de la presunción de inocencia Mi conclusión acerca de la violación del inc. 11d) de la Carta es idéntico a mi conclusión acerca de la violación al inc. 2b) de la Carta. En este caso igualmente, la existencia de la proporcionalidad necesaria entre la violación y los objetivos a alcanzar es dudosa. En efecto, resulta difícil observar un nexo racional entre los objetivos del inc. 319(3)a) y su exigencia de que el acusado demuestre la veracidad de sus declaraciones. Se pretende que sin la inversión de la carga de la prueba, sería difícil, por no decir imposible, en la mayor parte de los caos obtener declaraciones de culpabilidad por manifestaciones tendentes a fomentar el odio. Si objetamos que es implemente difícil demostrar que las declaraciones son verdaderas o falsas, la respuesta es que la carga incumbe al Estado porque éste dispone de mayores medios. Si, por el contrario, la objeción es que resulta imposible saber si las declaraciones son verdaderas o falsas (es decir, que se trata de una verdadera opinión), entonces la respuesta no está excluido que tales declaraciones sean más útiles que perjudiciales, si reconocemos el valor fundamental del intercambio de ideas que expresan la verdad. Se desprende de idénticas consideraciones que la violación de la presunción de inocencia por el inc. 319(3)a) no es mínima ni suficiente, habida cuenta de la gravedad de la violación en el contexto de los procesos iniciados en los términos del núm. 319(2), para prevalecer sobre la dudosa ventaja derivada de tal disposición. Análogas consideraciones se plantean con relación a la cuestión de si el núm. 319(3) del Código penal conlleva la menor injerencia posible a la presunción de inocencia enunciada en el inc. 11d). Se dice que es altamente probable que el declaraciones que busquen fomentar el odio contra grupos identificables sean verdaderas. Pero ello en nada no impide que un acusado que haya podido prevalerse de tal medio de defensa pero que, en razón de sus limitados medios o por cualquier otra razón, no haya podido aportar la prueba. La presunción de inocencia no debería depender del porcentaje de casos en los cuales la defensa en cuestión puede ser invocada. Se ha manifestado que el fomento del odio se halla más en la forma en que las declaraciones se realizan que en su contenido, y que una constituye una argucia política exigir que los individuos que escojan la
persuasión por medios inaceptables estén conscientes de la exactitud de lo que manifiestan. Sin embargo, el núm. 319(2) no se aplica únicamente a la expresión que reviste una forma inaceptable. El mismo penaliza la expresión no en razón de su forma, sino de su contenido. Finalmente, podría pretenderse que en este contexto igualmente sería mejor imponer la carga de la prueba al acusado porque es difícil demostrar la falsedad de las afirmaciones vertidas con respecto a grupos identificables. Ahora, como ya lo hecho observar, puede ser también muy difícil demostrar la veracidad de tales declaraciones. El acusado, que carece de los medios con los que cuenta el Estado, puede en situación más desventajosa que el ministerio público al momento de demostrar la veracidad de sus afirmaciones. El último punto del criterio de proporcionalidad entre los efectos de la violación y los objetivos que persigue se enfrenta a otras dificultades. Debemos partir de la proposición de que el Parlamento ha querido que la veracidad sea un medio de defensa, y que la falsedad sea un elemento importante del hecho punible que tipifica el núm. 319(2) del Código penal. Este hecho, conjugado con la importancia capital de la presunción de inocencia en nuestro derecho penal, permite pensar que la violación no podría justificarse sino por interés estatal en extremo imperioso que constituiría su contrapeso. Sin embargo, como ya lo he mencionado al tratar de la violación de la garantía de la libertad de expresión, no concebimos qué ventajas el núm. 319(2) confiere cuando se trata de limitar la apología del odio y de promover la armonía social y la dignidad individual. Así, pues, Fish, op. cit., al defender la proporcionalidad de la violación frente a la ventaja, se vio finalmente obligado a negar la defensa misma, pues concluyó, en la p. 21: [TRADUCCIÓN] “La defensa de veracidad no presume tanto la falsedad como el hecho de que la veracidad no disculpa el fomento del odio”. Concluyo que el inc. 319(3)a) no se halla cubierto por el art. 1 de la Carta. Conclusión El núm. 319(2) viola la garantía de la libertad de expresión consagrada en la Carta. Además, el medio de defensa previsto en el inc. 319(3)a) viola el derecho del acusado a ser presumido inocente. Objetivos como la supresión de la discriminación y la violencia racial y la promoción del multiculturalismo revisten tal importancia que una restricción limitada y mesurada a la libertad de expresión puede ser justificada en virtud del art. 1 de la Carta, con tal que los medios escogidos sean proporcionados. Sin embargo, la penalización global de la casi totalidad de la expresión que podría ser considerada como fomentadora del odio, en el núm. 319(2) del Código penal, no constituye, según mi parecer, un medio proporcionado y apropiado para alcanzar los objetivos perseguidos por tal numeral. La amplitud de la expresión abarcada, el carácter absoluto de la prohibición que afecta a esta expresión, las consecuencias penales draconianas que conlleva así como la existencia de medios preferibles y, por último, su efecto real contrario al efecto deseado, todos estos aspectos del núm. 319(2) del Código penal se combinan para hacer del mismo un medio inadecuado para proteger a nuestra sociedad contra el mal de la apología del odio. Soy de opinión que la apelación debió rechazarse y que las cuestiones constitucionales debieron recibir las siguientes respuestas: 1. El núm. 281.2(2) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora núm. 319(2) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46) ¿viola la libertad de expresión protegida por el inc. 2b) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Respuesta: Sí. 2. Si el núm. 281.2(2) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora núm. 319(2) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46) aunque viole el inc. 2b) de la Carta canadiense de los derechos y libertades, ¿constituye un límite razonable
impuesto por una regla de derecho y cuya justificación pueda demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática, en los términos del art. 1 de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Respuesta: No. 3. El inc. 281.2(3)a) del Código penal de Canadá, S.R.C. 1970, ch. C-34 (ahora inc. 319(3)a) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46) ¿viola el derecho a ser presumido inocente protegido por el inc. 11d) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Respuesta: Sí. 4. El inc. 281.2(3)a) del Código penal de Canadá. S.R.C. 1970, ch. 34 (ahora inc. 319(3)a) del Código penal de Canadá, L.R.C. (1985), ch. C-46) aunque viola el inc. 11d) de la Carta canadiense de los derechos y libertades, ¿constituye un límite razonable cuya justificación puede demostrarse en el marco de una sociedad libre y democráctica, en los términos del art. 1 de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Respuesta: No. Apelación con lugar, los magistrados LA FOREST, SOPINKA y MCLACHLIN disienten. Representante del recurrente: El Procurador general de Alberta, Calgary. Representante del recurrido: Douglas H. Christie, Victoria. Representante del interviniente el Procurador general de Canadá: John C. Tait, Ottawa. Representante del interviniente el Procurador general de Ontario: el Procurador general de Ontario, Toronto. Representantes del interviniente el Procurador general de Québec: Jean Bouchard, Marise Visocchi y Gilles Laporte, Ste-Foy. Representante del interviniente el Procurador general de New Brunswick: Paul M. LeBreton, Fredericton. Winnipeg.
Representante del interviniente el Procurador general de Manitoba: el Procurador general de Manitoba, Representantes del Congreso judío de Canadá: Davies, Ward & Breck, Toronto.
Representantes de la interviniente la Liga de derechos humanos de la B’nai Brith Canadá: Cooper, Sandler & West, Toronto. Representantes del interviniente Interamicus: Ahern, Lalonde, Nuss, Drymer, Montreal. Representantes del interviniente el Fondo de acción y educación jurídica para las mujeres: Kathleen Mahoney, Calgary; Code Hunter, Calgary. Toronto.
Representante de la interviniente la Asociación canadiense por las libertades civiles: Greenspan, Rosenberg,