CORTE SUPREMA DE CANADÁ Rodriguez c. Columbia Británica (Procurador General), [1993] 3 R.C.S. 519 Sue Rodriguez
Recurrente
c. El Procurador General de Canadá y El Procurador General de Columbia Británica
Recurridos
Y La Coalición de Personas con Discapacidades de Columbia Británica Morir con Dignidad La Sociedad Canadiense por el Derecho a Morir Coalición de Organizaciones provinciales de defensa de los discapacitados La Sociedad Pro-Vida de Columbia Británica La Sociedad Médicos por la Vida del Pacífico La Conferencia Episcopal Católica de Canadá La Comunidad Evangélica de Canadá y People in Equal Participation Inc., Intervinientes Caratulado: Rodriguez c. Columbia Británica (Procurador General) N° de registro: 23476 Oída Mayo 20, 1993; Fallada Septiembre 30, 1993 Presentes: El Muy Honorable Magistrado Presidente Lamer y los Honorables Magistrados La Forest, L’Heureux-Dubé, Sopinka, Gonthier, Cory, McLachlin, Iacobucci y Major. APELADA DE LA CORTE DE APELACIONES DE COLUMBIA BRITÁNICA Derecho constitucional – Carta de derechos – Vida, libertad y seguridad de la persona – Justicia fundamental – Paciente en fase terminal que solicita asistencia para darse muerte – La disposición del Código Penal que prohíbe el suicidio asistido ¿viola el art. 7 de la Carta canadiense de los derechos y libertades? – En caso afirmativo, la violación ¿halla justificación en los términos del art. 1 de la Carta? – Reparaciones que pueden acordarse en caso de violación de la Carta – Código Penal, L.R.C. (1985), ch. C-46, art. 241b). Derecho constitucional – Carta de derechos – Derecho a la igualdad – Discriminación fundada en la discapacidad física – Paciente en fase terminal que solicita asistencia para darse muerte – La disposición del Código Penal que prohíbe el suicidio asistido, ¿viola el art. 15 (1) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? – En caso afirmativo, esta violación ¿puede ser justificada en virtud del art. 1 de la Carta? – Reparaciones que pueden acordarse en caso de violación a la Carta – Código Penal, L.R.C. (1985), ch. C-46, art. 241b). Derecho constitucional – Carta de derechos – Pena cruel e inusitada – Paciente en fase terminal que solicita asistencia para darse muerte – La disposición del Código Penal que prohíbe el suicidio asistido ¿viola el art. 12 de la Carta canadiense de los derechos y libertades? – En caso afirmativo, ¿puede
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dicha violación justificarse en los términos del art. 1 de la Carta? – Reparaciones que pueden acordarse en caso de violación a la Carta – Código Penal, L.R.C. (1985), ch. C-46, art. 241b). La recurrente, madre de familia de 42 años, sufre de esclerosis lateral aminotrófica. Su estado se deteriora rápidamente y pronto la misma ya no será capaz de comer, hablar, caminar ni moverse sin ayuda. Perderá rápidamente la capacidad de respirar sin respirador, y de comer sin sufrir gastrostomía y deberá guardar cama permanentemente. Su expectativa de vida se oscila entre 2 y 14 meses. La recurrente no desea morir mientras pueda disfrutar de la vida pero solicita que se autorice a un médico calificado a poner en marcha medios tecnológicos que ella pueda utilizar, cuando pierda la capacidad de disfrutar de la vida, para darse muerte ella misma en el momento en que lo decida. La recurrente presentó una demanda ante la Corte Suprema de British Columbia solicitando que la misma declare que el art. 241, inc. b) del Código Penal, que prohíbe el suicidio asistido sea declarado inconstitucional por atentar contra los derechos protegidos por los arts. 7, 12 y 15 (1) de la Carta y además, inoperante en virtud del art. 52 (1) de la Ley constitucional de 1982, en la medida en que prohíbe a un paciente en fase terminal darse muerte con ayuda de un médico. La Corte rechazó la demanda de la recurrente, y la Corte de Apelaciones, por mayoría, confirmó dicho fallo. Fallo (el Magistrado Presidente Lamer y los Magistrados L’Heureux-Dubé, Cory y McLachlin votan en disidencia): se rechaza la petición. El art. 241, inc. b) del Código Penal no es inconstitucional. Los Magistrados La Forest, Sopinka, Gonthier, Iacobucci y Major: La recurrente sustenta su argumento relativo al art. 7 de la Carta en la violación de los derechos a la libertad y a la seguridad de la persona. No se puede disociar estos derechos del principio del carácter sagrado de la vida, que es el tercer valor protegido por el art. 7. Aún cuando la muerte parezca inminente, tratar de controlar el momento y la forma de morir constituye una elección consciente de la muerte antes que la vida. Por ello la vida, como valor, se halla en juego en autos. El derecho de la recurrente a la seguridad de su persona debe ser examinada en función de otros valores mencionados en el art. 7. La seguridad de la persona según el art. 7 engloba nociones de autonomía personal (al menos en lo que al derecho de hacer elecciones relativas a la propia persona se refiere), de control sobre la integridad física y mental sin injerencia del Estado, y de dignidad humana fundamental. La prohibición prevista en el art. 241, inc. b), que presenta una relación suficiente con el sistema de justicia para arrastrar la aplicación de las disposiciones del art. 7, priva a la recurrente de su autonomía personal y le ocasiona dolores físicos y una tensión psicológica de una manera tal que constituye un atentado contra la seguridad de su persona. No obstante, toda privación que de ello resulta no es contraria a los principios de justicia fundamental. La conclusión es la misma respecto de todo interés en materia de libertad que pueda entrar en juego. La expresión “principios de justicia fundamental” contenidas en el art. 7 de la Carta implica un cierto consenso respecto a su carácter primordial o fundamental en la noción de justicia en nuestra sociedad. Ellos deben poder ser identificados con cierta precisión y aplicados a situaciones de una manera que engendre un resultado comprensible. Deben igualmente ser principios jurídicos. Para definir los principios de justicia fundamental que rigen a un caso particular, es útil observar el common law y la historia legislativa de la infracción en causa y, en particular, la razón de ser de la práctica (en autos, el mantenimiento de la penalización del suicidio asistido) y los principios que la sostienen.
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Igualmente se debe considerarse el interés del Estado. La justicia fundamental exige la ponderación equitativa de los intereses del Estado y los del individuo. El respeto de la dignidad humana es uno de los principios sobre los cuales reposa nuestra sociedad pero no constituye un principio de justicia fundamental en el sentido del art. 7. El suicidio asistido, prohibido en common law, ha sido prohibido por el Parlamento desde la adopción del primer Código Penal de Canadá. La prohibición general establecida desde larga data, prevista en el art. 241, inc. b), y que responde al objetivo del gobierno de proteger a las personas vulnerables, se funda en el interés del Estado en proteger la vida y refleja la política del Estado según la cual no se debe desvalorizar la vida humana permitiendo quitar la vida. Esta política del Estado integra nuestra concepción fundamental del carácter sagrado de la vida. Una prohibición general del suicidio asistido similar a la del art. 241, inc. b) parece ser también la norma entre las democracias occidentales y este tipo de prohibición nunca ha sido juzgada inconstitucional o contraria a los derechos fundamentales de la persona. Estos países, así como Canadá, reconocen y, en general, aplican el principio del carácter sagrado de la vida so reserva de excepciones restringidas en los casos en que las nociones de autonomía personal y dignidad humana deben prevalecer. Se ha mantenido la distinción entre las formas pasiva y activa de intervención en el proceso de la muerte y, con pocas excepciones, la prohibición del suicidio asistido en casos que se asemejan al de la recurrente. No podemos concluir que existe un consenso a favor de la despenalización del suicidio asistido. Si existe un consenso, ése radica en que la vida humana debe ser respetada. Este consenso encuentra expresión jurídica en nuestro sistema de derecho que prohíbe la pena de muerte. La prohibición del suicidio asistido cumple un objetivo similar. Al despenalizar la tentativa de suicidio, en el Código Penal, el Parlamento no ha reconocido que el suicidio debe ser aceptado en la sociedad canadiense, sino más bien que el derecho penal no es medio eficaz y apropiado para tratar la cuestión de la tentativa de suicidio. Teniendo en cuenta el temor de abusos y la gran dificultad para elaborar garantías adecuadas, la prohibición general del suicidio asistido no resulta ni arbitraria ni injusta. Esta prohibición está conectada al interés del Estado en proteger a las personas vulnerables, y refleja valores fundamentales vehiculados en nuestra sociedad. El artículo 241, inc. b) no viola disposición alguna del art. 7 de la Carta. El artículo 241, inc. b) del Código Penal tampoco viola el artículo 12 de la Carta. La recurrente no ha sido sometida por el Estado a forma alguna de pena o trato cruel o inusitado. Aun suponiendo que el “trato” en el sentido utilizado por el art. 12 pueda incluir a los que sean impuestos por el Estado en un contexto distinto al penal o cuasipenal, la simple prohibición impuesta por el Estado con respecto a una cierta acción no puede constituir “trato” en el sentido del art. 12. Ello requiere la puesta en marcha de un proceso estatal más activo, que comporte el ejercicio de un control por parte del Estado sobre el individuo, sea a través de una acción positiva, una omisión o bien una prohibición. Sostener, sin que la recurrente se halle sometida de manera alguna al sistema judicial o administrativo del Estado, que la prohibición prevista en el art. 241, inc. b), viola el art. 12, falsearía el sentido verdadero de la expresión “contra todo trato” impuesto por el Estado. Resulta preferible en autos no dilucidar las importantes y delicadas cuestiones planteadas por la aplicación del art. 15 de la Carta y presumir, antes bien, que la prohibición del suicidio asistido previsto en el art. 241, inc. b) del Código penal viola el art. 15, puesto que la violación, si es que verdaderamente existe, se halla claramente justificada en virtud del art. 1 de la Carta. El art. 241, inc. b) se sustenta en un objetivo legislativo urgente y real y responde a las exigencias de la proporcionalidad. La prohibición del
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suicidio asistido posee un lazo razonable con el objetivo del art. 241, inc. b) el cual es proteger y preservar la vida humana. Esta protección encuentra fundamento en un consenso importante en los países occidentales, las organizaciones médicas y en nuestra propia Comisión de reforma del derecho, respecto de que el mejor medio de proteger a las personas vulnerables de la sociedad radica en prohibir, sin excepción alguna, el suicidio asistido. Los intentos llevados adelante para modificar esta disposición mediante la introducción de excepciones o la formulación de garantías destinadas a prevenir abusos no han dado resultados satisfactorios. El art. 241, inc. b) no tiene un alcance desmesurado dado que no existen medidas que permitan asegurar la plena realización del objetivo perseguido por la ley. El Parlamento debe disponer de un cierto margen de apreciación para reglamentar esta cuestión “controvertida” y “cargada de elementos morales”. Teniendo en cuenta el gran apoyo que recibe el art. 241, inc. b) o este tipo de disposición, el gobierno ha concluido razonablemente que el mismo es conforme a la exigencia del atentado mínimo. En fin, el equilibrio entre la restricción y el objetivo gubernamental, se halla igualmente respetado. Las Magistradas L’Heureux-Dubé y McLachlin (disidentes): El art. 241, inc. b) del Código penal viola el derecho a la seguridad de la persona protegido por el art. 7 de la Carta. Este derecho comporta un elemento de autonomía personal, que protege la dignidad y la vida privada de las personas con respecto a las decisiones relativas a su propio cuerpo. Un régimen legislativo que restringe el derecho de una persona a disponer de su propio cuerpo como lo quiera puede violar los principios de justicia fundamental en virtud del art. 7 si la restricción es arbitraria. Una restricción impuesta es arbitraria si carece de relación, o es incompatible, con el objetivo visado por la ley. Cuando se debe determinar si una ley infringe los principios de justicia fundamental en el sentido del art. 7 a raíz de su carácter arbitrario, el análisis se centra en la cuestión de saber si el régimen legislativo viola los intereses protegidos de una persona dado de una forma que no encuentra justificación en el objetivo del tal régimen. Los principios de justicia fundamental exigen que cada uno, individualmente considerado, sea tratado equitativamente por la ley. El temor de abusos posibles si se permite a un individuo dañar aquello que le está vedado no es ni un poco pertinente en la etapa del art. 7. La ponderación de los intereses de la sociedad y los del individuo debe llevarse adelante en el marco del art. 1 de la Carta. En autos, el Parlamento ha puesto en vigencia un régimen legislativo que despenalizó el suicidio y mantiene penalizado el suicidio asistido. Esta distinción tiene por efecto negar a ciertas personas la posibilidad de poner fin a su vida por la sola razón de hallarse físicamente imposibilitadas, impidiéndoles ejercer sobre su persona la autonomía de la que disfrutan otros. El hecho de privar a una persona de la posibilidad de poner fin a su propia vida es arbitrario y equivale, en consecuencia, a una restricción del derecho a la seguridad de su persona, lo cual es incompatible con los principios de justicia fundamental. El art. 241, inc. b) del Código penal no encuentra justificación en los términos del art. 1 de la Carta. El objetivo práctico del art. 241, inc. b) es eliminar el temor de abusos respecto del suicidio asistido legalizado que conllevaría la muerte de personas que dieron su consentimiento a la muerte verdadera, ni libremente. Sin embargo, ni el temor que ha llevado a prohibirlo de que el suicidio asistido sea utilizado homicidios, ni el temor de que el consentimiento a la muerte no sea voluntario, bastan para negar a la recurrente, en virtud del art. 7, su derecho a poner fin a su vida de la manera y en el momento que ella lo desee. Las garantías ofrecidas por las actuales disposiciones del Código penal responden ampliamente a los temores relativos al consentimiento. Estas disposiciones del Código acompañados por el sesgo de una reparación, de una condición que exija que la asistencia al suicidio sea autorizada por resolución judicial, cuando el juez está convencido que el
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consentimiento ha sido libremente manifestado, asegurarán que únicamente quienes realmente desean poner fin a sus vidas obtengan la ayuda. El art. 15 de la Carta no se aplica en autos. El presente caso no se refiere a discriminación alguna, y tratarlo como tal podría desviar a la jurisprudencia sobre la igualdad del verdadero objeto del art. 15. Aunque ciertas condiciones enunciadas por el Magistrado Presidente Lamer no sean necesarias en autos, aceptamos en lo esencial la reparación que propone. Las exigencias variarán según cada caso. Lo esencial en todos los casos es que el juez esté convencido que cuando el suicidio asistido tenga lugar, ello lo será con el pleno y libre consentimiento del requirente. El Magistrado Presidente Lamer (disidente): El inc. 241b) del Código viola el derecho a la igualdad previsto en el núm. 15(1) de la Carta. Aún cuando es aparentemente neutro a primera vista, el inc. 241b) tiene por efecto crear una desigualdad puesto que impide a personas físicamente incapaces de poner fin a sus días sin ayuda escoger el suicidio sin contravenir la ley, mientras que esta opción se halla abierta al resto de la población. Esta desigualdad – la privación del derecho de escoger el suicidio – puede ser calificada como carga o desventaja, dado que limita la capacidad de personas que son víctimas de tomar y llevar adelante decisiones fundamentales relativas a su vida y su persona. Para ellas, los principios de autodeterminación y autonomía, que tienen una importancia fundamental en nuestro sistema de derecho, han sido limitados. Tal desigualdad se impone a personas incapaces de poner fin a sus días sin ayuda, a raíz de una deficiencia física, una característica personal que figura entre los motivos de discriminación enumerados en el inc. 15(1). Vistas las conclusiones respecto del núm. 15(1), no es necesario tratar la constitucionalidad de la disposición en el marco de los arts. 7 y 12 de la Carta. En virtud del núm. 52(1) de la Ley constitucional de 1982, el inc. 241b) es declarado inoperante suspendiéndose los efectos de la presente declaración por el período de un año a contar de la fecha del fallo, de modo a dar al Parlamento el tiempo de determinar, dado el caso, la naturaleza de la disposición que deba reemplazar a la misma. Aun cuando una reparación individual rara vez sea acordada en virtud del núm. 24(1) en forma correlativa con una acción intentada en virtud del núm. 52(1), hay lugar en autos a acordar a la recurrente, so reserva de ciertas condiciones especiales, una exención constitucional de la aplicación del inc. 241b) durante el período de suspensión, la cual no puede ser acordada sino durante el período de suspensión de una declaración de inconstitucionalidad. Durante la suspensión de un año, la exención será igualmente acordada a todas las personas que se hallan o se hallaren físicamente incapaces de darse muerte sin auxilio y cuyo derecho a la igualdad ha sido violado por el inc. 241b). Tal exención podrá ser acordada por vía de una petición dirigida a un tribunal superior si las condiciones enumeradas, o condiciones similares adaptadas a las circunstancias particulares de cada caso concreto, han sido satisfechas. El Magistrado Cory (disidente): Principalmente por las razones expuestas por el Magistrado Presidente Lamer y la Magistrada McLachlin, el inc. 241b) del Código viola el art. 7 y el inc. 15(1) de la Carta, no hallando justificación en virtud del artículo primero.
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El artículo 7 de la Carta, que acuerda a los canadienses el derecho constitucional a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona, es una disposición que pone énfasis en la dignidad inherente a la existencia humana. La muerte es parte integrante de la vida, cuando la muerte como esta de la vida tiene derecho a la protección constitucional prevista por el art. 7. De ello deriva que el derecho a morir con dignidad debe con tanta protección como cualquier aspecto del derecho a la vida. Las prohibiciones sancionadas por el Estado, que imponen una muerte atroz y dolorosa a un enfermo en fase terminal, impedido y lúcido, constituyen un insulto a la dignidad humana. No existe diferencia alguna entre permitir a un paciente sano de espíritu escoger morir con dignidad al rehusar un tratamiento y permitir a un enfermo sano de espíritu pero en fase terminal escoger morir con dignidad deteniendo el tratamiento que le permitiría sobrevivir, aun cuando, de hecho, a raíz de su incapacidad física, tal medida deba materialmente ser llevada adelante por interpósita persona siguiendo sus instrucciones. De igual manera, no existe razón para impedir que un paciente en fase terminal a punto de morir pueda poner fin a sus días a través de un tercero. Dado que el derecho a escoger la muerte está abierto a los enfermos que no se hallan físicamente impedidos, no existe razón alguna para denegar tal derecho a quienes sí lo están. Esta elección, de parte de un enfermo en fase terminal, estaría sujeta a ciertas condiciones. Visto que semejantes condiciones se hallan ya establecidas, el art. 7 de la Carta puede ser aplicado para permitir a un tribunal acordar la orden que propone el Magistrado Presidente Lamer. El inc. 15(1) de la Carta puede igualmente ser aplicado para acordar igual beneficio, a menos a los enfermos físicamente impedidos que se hallan en fase terminal. Jurisprudencia Citada por el magistrado Sopinka Caso aplicado: R. c. Morgentaler, 1988 CanLII 90 (C.S.C.), [1988] 1 R.C.S. 30; casos mencionados: Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Manitoba), 1990 CanLII 105 (C.S.C.), [1990] 1 R.C.S. 1123; Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, 1985 CanLII 81 (C.S.C.), [1985] 2 R.C.S. 486; Thomson Newspapers Ltd. c. Canadá (Director de sumarios e investigaciones, Comisión contra las prácticas restrictivas del comercio), 1990 CanLII 135 (C.S.C.), [1990] 1 R.C.S. 425; R. c. Lyons, 1987 CanLII 25 (C.S.C.), [1987] 2 R.C.S. 309; R. c. Beare, 1988 CanLII 126 (C.S.C.), [1988] 2 R.C.S. 387; Cunningham c. Canadá, 1993 CanLII 139 (C.S.C.), [1993] 2 R.C.S. 143; Ciarlariello c. Schacter, 1993 CanLII 138 (C.S.C.), [1993] 2 R.C.S. 119; Nancy B. c. Hôtel-Dieu de Québec, reflex, [1992] R.J.Q. 361; Malette c. Shulman reflex, (1990), 72 O.R. (2d) 417; Cruzan c. Director, Missouri Health Department (1990), 111 L. Ed. 2d 224; Airedale N.H.S. Trust c. Bland, [1993] 2 W.L.R. 316; Demanda no 10083/82, R. c. Reino Unido, 14 de julio de 1983, D.R. 33, p. 270; R. c. Swain, 1991 CanLII 104 (C.S.C.), [1991] 1 R.C.S. 933; R. c. Smith, 1987 CanLII 64 (C.S.C.), [1987] 1 R.C.S. 1045; Chiarelli c. Canadá (Ministro del Trabajo y la Inmigración), 1992 CanLII 87 (C.S.C.), [1992] 1 R.C.S. 711; Soenen c. Director del Edmonton Remand Centre (1983), 6 C.R.R. 368; R. c. Blakeman reflex, (1988), 48 C.R.R. 222; Weatherall c. Canadá (Procurador general), reflex, [1988] 1 C.F. 369 (1ra. inst.), revocado por otros motivos, reflex, [1989] 1 C.F. 18 (C.A.); Howlett c. Karunaratne reflex, (1988), 64 O.R. (2d) 418; Consulta relativa a McTavish y el Director, Ley de bienestar infantil 1986 CanLII 138 (AB Q.B.), (1986), 32 D.L.R. (4th) 394; Carlston c. Nuevo Brunswick (Abogado General) reflex, (1989), 43 C.R.R. 105; Kindler c. Canadá (Ministro de Justicia), 1991 CanLII 78 (C.S.C.), [1991] 2 R.C.S. 779; Tétreault-Gadoury c. Canadá (Comisión de trabajo e inmigración), 1991 CanLII 12 (C.S.C.), [1991] 2 R.C.S. 22.
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Citada por la magistrada McLachlin (disidente) R. c. Morgentaler, 1988 CanLII 90 (C.S.C.), [1988] 1 R.C.S. 30; R. c. Swain, 1991 CanLII 104 (C.S.C.), [1991] 1 R.C.S. 933; Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, 1985 CanLII 81 (C.S.C.), [1985] 2 R.C.S. 486; Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Manitoba), 1990 CanLII 105 (C.S.C.), [1990] 1 R.C.S. 1123; R. c. Beare, 1988 CanLII 126 (C.S.C.), [1988] 2 R.C.S. 387; Cunningham c. Canada, 1993 CanLII 139 (C.S.C.), [1993] 2 R.C.S. 143. Citada por el magistrado presidente Lamer (disidente) R. c. Morgentaler, 1988 CanLII 90 (C.S.C.), [1988] 1 R.C.S. 30; Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Manitoba), 1990 CanLII 105 (C.S.C.), [1990] 1 R.C.S. 1123; Burke c. Isla del Príncipe Eduardo 1991 CanLII 2746 (PE S.C.T.D.), (1991), 93 Nfld. & P.E.I.R. 356; Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, 1985 CanLII 81 (C.S.C.), [1985] 2 R.C.S. 486; Schachter c. Canada, 1992 CanLII 74 (C.S.C.), [1992] 2 R.C.S. 679; Andrews c. Colegio de abogados de Columbia Británica, 1989 CanLII 2 (C.S.C.), [1989] 1 R.C.S. 143; R. c. Big M Drug Mart Ltd., 1985 CanLII 69 (C.S.C.), [1985] 1 R.C.S. 295; R. c. Turpin, 1989 CanLII 98 (C.S.C.), [1989] 1 R.C.S. 1296; R. c. Swain, 1991 CanLII 104 (C.S.C.), [1991] 1 R.C.S. 933; Comisión de derechos humanos de Ontario c. Simpsons-Sears Ltd., 1985 CanLII 18 (C.S.C.), [1985] 2 R.C.S. 536; Canadian Odeon Theatres Ltd. c. Comisión de derechos humanos de Saskatchewan, 1985 CanLII 183 (SK C.A.), [1985] 3 W.W.R. 717; Tremblay c. Daigle, 1989 CanLII 33 (C.S.C.), [1989] 2 R.C.S. 530; Ciarlariello c. Schacter, 1993 CanLII 138 (C.S.C.), [1993] 2 R.C.S. 119; Egan y Nesbit c. Canada (1993), 153 N.R. 161; Brooks c. Canada Safeway Ltd., 1989 CanLII 96 (C.S.C.), [1989] 1 R.C.S. 1219; Janzen c. Platy Enterprises Ltd., 1989 CanLII 97 (C.S.C.), [1989] 1 R.C.S. 1252; R. c. Oakes, 1986 CanLII 46 (C.S.C.), [1986] 1 R.C.S. 103; Malette c. Shulman reflex, (1990), 72 O.R. (2d) 417; Nancy B. c. Hôtel-Dieu de Québec, reflex, [1992] R.J.Q. 361; R. c. Jobidon, 1991 CanLII 77 (C.S.C.), [1991] 2 R.C.S. 714; Irwin Toy Ltd. c. Québec (Procurador general), 1989 CanLII 87 (C.S.C.), [1989] 1 R.C.S. 927; R. c. Chaulk, 1990 CanLII 34 (C.S.C.), [1990] 3 R.C.S. 1303; Tétreault-Gadoury c. Canadá (Comisión de trabajo e inmigración), 1991 CanLII 12 (C.S.C.), [1991] 2 R.C.S. 22; Nelles c. Ontario, 1989 CanLII 77 (C.S.C.), [1989] 2 R.C.S. 170; R. c. Edwards Books and Art Ltd., 1986 CanLII 12 (C.S.C.), [1986] 2 R.C.S. 713; Rocket c. Real colegio de cirujanos dentistas de Ontario, 1990 CanLII 121 (C.S.C.), [1990] 2 R.C.S. 232; Osborne c. Canadá (Consejo de Hacienda), 1991 CanLII 60 (C.S.C.), [1991] 2 R.C.S. 69; R. c. Seaboyer, 1991 CanLII 76 (C.S.C.), [1991] 2 R.C.S. 577, conf. 1987 CanLII 174 (ON C.A.), (1987), 35 C.R.R. 300 (C.A. Ont.); Hunter c. Southam Inc., 1984 CanLII 33 (C.S.C.), [1984] 2 R.C.S. 145. Citada por el magistrado Cory (disidente) Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, 1985 CanLII 81 (C.S.C.), [1985] 2 R.C.S. 486; R. c. Morgentaler, 1988 CanLII 90 (C.S.C.), [1988] 1 R.C.S. 30; Ciarlariello c. Schacter, 1993 CanLII 138 (C.S.C.), [1993] 2 R.C.S. 119; Andrews c. Colegio de abogados de Columbia Británica, 1989 CanLII 2 (C.S.C.), [1989] 1 R.C.S. 143. Leyes y reglamentos citados Carta canadiense de los derechos y libertades, art. 1, 7, 12, 15(1), 24(1). Código penal, L.R.C. (1985), ch. C-46, art. 14, 215 [mod. 1991, ch. 43, art. 9 (ann., n 2)], 241a) [mod. ch. 27 (1er suppl.), art. 7(3)], b). o
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Código penal, 1892, S.C. 1892, ch. 29, art. 237, 238. Código penal (Dinamarca), art. 240. Código penal (España), art. 409. Código penal (Francia), art. 63, 318-1, 318-2, 319. Código penal (Italia), art. 580. Código penal (Suiza), art. 115. Ley constitucional de 1982, art. 52(1). Ley de 1972 modificatoria del Código penal, S.C. 1972, ch. 13, art. 16. Ley penal de 1945 (Austria), art. 139b. Ley sobre el suicidio, 1961 (R.-U.), 9 & 10 Eliz. 2, ch. 60, art. 2. Doctrina citada Blackstone, William. Commentaries on the Laws of England, vol. 4, Oxford: Clarendon Press, 1769. Carswell, 1890.
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APELACIÓN contra una sentencia de la Corte de apelaciones de Columbia Británica 1993 BCCA 1191, (1993), 76 B.C.L.R. (2d) 145, 22 B.C.A.C. 266, 38 W.A.C. 266, 14 C.R.R. (2d) 34, 79 C.C.C. (3d) 1, [1993] 3 W.W.R. 553, que rechazó la apelación planteada por la recurrente contra la decisión del juez Melvin (1992), 18 W.C.B. (2d) 279, [1993] B.C.W.L.D. 347, que a su vez denegó su petición de obtener una sentencia que declare la invalidez del art. 241 del Código penal. Apelación rechazada, el magistrado presidente Lamer y los magistrados L’Heureux-Dubé, Cory y McLachlin en disidencia. Christopher M. Considine y Philip N. Williams, por la recurrente. James D. Bissell, c.r., y Johannes A. Van Iperen, c.r., por el recurrido el Procurador General de Canadá. George H. Copley, por el recurrido el Procurador General de Columbia Británica. James F. Sayre y James W. Pozer, por la interviniente la Coalición de personas con discapacidades de Columbia Británica. Martin H. Campbell y Nancy E. Mills, por la interviniente Dying with Dignity. Robyn M. Bell, por la interviniente Right to Die Society of Canada. Anne M. Molloy y Janet L. Budgell, por el interviniente COPOH. A. G. Henderson, c.r., y Neil Milton, por los interviniente Pro-Life Society of British Columbia y Pacific Physicians for Life Society.
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Robert M. Nelson y Todd J. Burke, por los intervinientes: la Conferencia Episcopal católica de Canadá y la Comunidad Evangélica de Canadá. G. Patrick S. Riley y John A. Myers, por el interviniente People in Equal Participation Inc. La opinión de los magistrados La Forest, Sopinka, Gonthier, Iacobucci y Major ha sido redactada por EL MAGISTRADO SOPINKA — He leído el voto del magistrado presidente y el de la magistrada McLachlin para el caso de autos. La conclusión de mis colegas en sus respectivas opiniones es que toda persona que, a raíz de una incapacidad, sea incapaz de darse muerte, tiene derecho, en virtud de la Carta canadiense de los derechos y libertades, a no ser molestada por el gobierno cuando busca ayuda para suicidarse. Tiene derecho a una excepción constitucional a la aplicación del art. 241 del Código penal, L.R.C. (1985), ch. C-46, que prohíbe ayudar a alguien a darse muerte (en adelante, el “suicidio asistido”). La excepción sería aplicable durante el período de suspensión de efectos de la decisión de esta Corte y, por consiguiente, el Parlamento debería tener esto en cuenta para reemplazar la disposición legislativa. Con todo el debido respeto, debo expresar mi desacuerdo con la conclusión y los fundamentos de mis colegas. En mi opinión, nada en la Carta lleva a tal resultado, el cual plantea graves dificultades que se mencionan a continuación: 1. Reconoce un derecho constitucional al suicidio asistido que va más allá de lo que está reconocido en todos los países occidentales, más allá de toda proposición seria de reforma en el mundo occidental y más allá de la petición formulada en autos. Esta última extensión aparentemente se halla motivada por el hecho que la restricción de este derecho al enfermo en fase terminal no estaría justificada en los términos del art. 15. 2. No ofrece las garantías que son exigidas en virtud de las directivas holandesas o propuestas recientes de reforma presentadas en los Estados de Washington y California, las cuales fueron rechazadas por los electores principalmente porque juzgaron insuficientes las garantías comparables e incluso más rigurosas. 3. Las condiciones impuestas son vagas y en ciertos puntos de imposible aplicación. Mientras que las proposiciones de California fueron criticadas por no precisar la categoría de médicos autorizados a auxiliar y que las directivas holandesas precisan debe ser el médico tratante, las condiciones impuestas por mis colegas no exigen que la persona que presta su ayuda sea un médico ni imponen alguna restricción al respecto. Puesto que una parte del cuerpo médico se opone a toda participación en el suicidio asistido por constituir tal gesto la antítesis de su rol que consiste en curar a los enfermos, muchos médicos negarán su ayuda, lo que hace surgir la macabra posibilidad que recuerda al Dr. Kervokian y su máquina del suicidio. 4. Aparte de su incertidumbre, las condiciones no deben servir sino a título de directivas, dejando a cada juez al que se recurre la decisión de acordar o denegar el derecho a suicidarse. En el caso de la recurrente, la reparación propuesta por el magistrado presidente, a la cual adhiere la magistrada McLachlin, no requiere que tal petición sea formulada. Sólo la recurrente debe decidir que las condiciones o directivas sean respetadas. Su decisión no sería pasible de control judicial salvo que ella se diera muerte y se formulara
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acusación contra la persona que haya prestado su ayuda. En su voto, la magistrada McLachlin suprime toda exigencia relativa al control ulterior de la decisión de la recurrente, de manera que el acto podría sobrevenir después que la última expresión de su voluntad de suicidarse haya caducado y perimido. En mi opinión, la conclusión de mis colegas no encuentra apoyo en las disposiciones de la Carta. Los arts. 7, 12 y 15 han sido invocados en autos y los examinaré uno por uno. I. El artículo 7 La cuestión principal en la presente apelación radica en determinar si el inc. 241b) viola el art. 7 al impedir a la recurrente controlar el momento y las circunstancias de su muerte. Concluyo que, si el art. 7 viola el interés de la recurrente en materia de seguridad, toda privación que resulta de ello, no es contraria a los principios de justicia fundamental. Mi conclusión sería la misma con respecto a todo interés de libertad que podría hallarse en juego. El art. 7 de la Carta dispone: 7. Todos tienen derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona; ninguna restricción se impondrá a este derecho salvo conformidad con los principios de justicia fundamental. La recurrente sostiene que al prohibir a alguien, bajo amenaza de sanción penal, ayudarla a poner fin a su vida en el momento en que su enfermedad la haga incapaz de hacerlo sin ayuda, el art. 241b) la priva a la vez de la libertad y de la seguridad de su persona. Sostiene que petición se funda en a) el derecho a vivir el resto de su vida con la dignidad inherente a un ser humano, b) el derecho a controlar lo que sobrevenga a su cuerpo durante el curso de su vida, y c) el derecho a verse libre de toda injerencia estatal en sus decisiones personales fundamentales con relación a las últimas etapas de su vida. Los dos primeros derechos alegados se refieren tanto a la libertad como a la seguridad de la persona; el tercero se halla más estrechamente vinculado sólo a la libertad. a) Vida, libertad y seguridad de la persona La recurrente solicita una reparación que le asegure cierto control sobre el momento y las circunstancias de su muerte. Aun cuando funde su pretensión en la violación a su derecho a la libertad y a la seguridad de su persona, no podemos disociar estos intereses del carácter sagrado de la vida, la cual constituye uno de los valores protegidos por el art. 7 de la Carta. A priori, ninguno de estos valores prevalece por sobre los demás. Todos deben ser tomados en cuenta para determinar el contenido de los principios de justicia fundamental y no existe razón alguna para imponer una carga más pesada con respecto a un valor que la impuesta con relación a otro. El art. 7 posee dos elementos de análisis. El primero se refiere a los valores en juego en lo que respecta al individuo. El segundo se refiere a las restricciones eventuales de estos valores bajo el ángulo de su conformidad con los principios de justicia fundamental. Para evaluar el primer elemento, podemos considerar si se ha violado el
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derecho de la señora Rodriguez a la seguridad de su persona y debemos examinar esta cuestión teniendo en cuenta los demás valores mencionados. A título preliminar, rechazo la pretensión de que las dificultades de la recurrente resultan no de una acción gubernamental, sino de las deficiencias físicas ocasionadas por la enfermedad incurable que padece. Es evidente que la prohibición prevista en el inc. 241b) contribuirá al sufrimiento de la recurrente se la impide darse muerte en las circunstancias que, como ella teme, sobrevendrán. Tampoco puedo aceptar el argumento según el cual la recurrente no puede ampararse en el art. 7 porque no ha tenido problemas con el sistema de justicia penal, y que verosímilmente jamás los tendrá. Se ha sostenido que los comentarios aportados en el caso R. c. Morgentaler, 1988 CSC 90, [1988] 1 R.C.S. 30, y la Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal, 1990 CSC 105, [1990] 1 R.C.S. 1123, sobre la noción de seguridad de la persona no se aplican en autos y que la recurrente no puede de manera alguna solicitar la protección del art. 7 porque el mismo se refiere, antes bien, a las relaciones entre el individuo y el sistema judicial. En mi opinión, el hecho que sea la prohibición prevista en el inc. 241b) la que prive a la recurrente de su capacidad de dar fin a sus días en el momento en que ya no se halle en condiciones de hacerlo sin asistencia crea una relación suficiente con el sistema de justicia para hacer entrar en juego a las disposiciones del art. 7, suponiendo que el derecho a la seguridad se halle, por otra parte, en cuestión. Mejor fundado, desde mi punto de vista, se halla argumento según el cual la seguridad de la persona, por su misma naturaleza, no puede incluir el derecho a cumplir un gesto destinado a poner fin a la vida de alguien puesto que la seguridad de la persona se relaciona intrínsecamente al bienestar de la persona viva. Este argumento se sustenta en la creencia generalmente vehiculada y profundamente enraizada en nuestra sociedad de que la vida humana es sagrada o inviolable (términos que empleo en el sentido no religioso, definido por Dworkin en Life’s Dominion: An Argument about Abortion, Euthanasia and Individual Freedom, (1993), para indicar que la vida humana posee ella misma un profundo valor intrínseco). En tanto miembros de una sociedad fundada en el respeto del valor intrínseco de la vida humana y en la dignidad inherente de todo ser humano, ¿podemos incluir en la Constitución, que consagra nuestros valores más fundamentales, el derecho a quitarse la propia vida en todas circunstancias? Esta cuestión plantea, a su vez, otros interrogantes de fundamental importancia, tales como la medida en la cual nuestra concepción del carácter sagrado de la vida comprende igualmente nociones de calidad de vida. Como ya lo veremos, históricamente, el principio del carácter sagrado de la vida significa la exclusión de la libre elección de darse muerte y, ciertamente, la exclusión de la participación de otros en el ejercicio de tal elección. Cuanto menos, ningún consenso nuevo ha nacido en la sociedad que se oponga al derecho que tiene el Estado de reglamentar la participación de otros ejerciendo un poder sobre las personas que desean poner fin a sus vidas. La recurrente sostiene que, para los enfermos en fase terminal, la elección radica en el tiempo y las circunstancias antes que en la muerte en sí misma habida cuenta que ésta última es inevitable. No estoy de acuerdo. Se trata, más bien, de escoger la muerte en lugar de permitir que la naturaleza siga su curso. El momento y las circunstancias precisas de la muerte permanecen desconocidos hasta que la misma efectivamente sobrevenga. No puede preverse con seguridad las circunstancias precisas de una muerte. La muerte es inevitable para todos los mortales. Aunque la muerte parezca inminente, buscar
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controlar el momento y la forma de morir constituye una elección consciente de la muerte antes que la vida. He ahí la razón por la cual la vida, como valor, entra en juego en el caso del enfermo en fase terminal que solicitar escoger la muerte antes que la vida. En efecto, se ha señalado abundantemente que estas personas son particularmente vulnerables con relación a su vida y su voluntad de vivir, y graves preocupaciones han sido expresadas con respecto a la necesaria protección, como ya veremos más adelante. No concluyo de lo expuesto que, en tales circunstancias, la vida como valor debe prevalecer por sobre la seguridad de la persona o la libertad, en el sentido de estos valores en los términos de la Carta, sino que la misma constituye uno de los valores que deben ser considerados en autos. ¿Entonces, qué significa la seguridad de la persona en el presente contexto? Para dar respuesta a esta cuestión, debemos, antes que nada, referirnos al caso Morgentaler, cit., en el cual esta Corte invalidó disposiciones del Código penal que tenían por efecto denegar a las mujeres el acceso al aborto terapéutico salvo que se conformaran a un régimen administrativo que fue juzgado contrario a los principios de justicia fundamental. Al concluir que se verificaba una violación al derecho a la seguridad de la persona, el magistrado Beetz, sostuvo en la p. 90: La “seguridad de la persona” debe incluir un derecho al tratamiento médico de un estado peligroso para la vida o la salud, sin amenaza de represión penal. Que el magistrado Beetz haya o no restringido su razonamiento a las prohibiciones penales que limitaban el acceso a un tratamiento médico que mejore la salud, precisó (p. 90) que no era necesario concluir que su opinión delimitaba el alcance del art. 7 en otros contextos. Sea como fuera, el magistrado presidente Dickson no parece haber limitado así su opinión. En efecto, declaró lo siguiente, pp. 54-57: Los tribunales canadienses ya han debido expedirse acerca del alcance del interés protegido por la rúbrica “seguridad de la persona”. En el caso R. v. Caddedu (1982), 40 O.R. (2d) 128, p. 139, el Tribunal superior de Ontario recordó que el derecho a la seguridad de la persona, como cada uno de los puntos del art. 7, constituye un derecho fundamental cuya violación desata graves consecuencias para el individuo. La Corte de apelaciones aprobó esta caracterización en la Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, p. 501. La Corte de apelaciones de Ontario juzgó que el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona [TRADUCCIÓN] “parece relacionarse con la integridad física o mental de una persona y al control que ésta ejerce al respecto...” (R. v. Videoflicks Ltd., 1984 ONCA 44, (1984), 48 O.R. (2d) 395, p. 433). ... La jurisprudencia me lleva a concluir que la violación que el Estado impone a la integridad corporal y la tensión psicológica grave causada por el Estado, al menos en el contexto del derecho penal, constituye
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una violación a la seguridad de la persona. No es necesario, en autos, preguntarnos si el derecho va más allá y protege los intereses primordiales de la autonomía personal, tales como el derecho a la vida privada o los intereses que carecen de vínculos con la justicia penal. ... Aunque esta violación a la integridad física y emocional baste por sí misma para iniciar un examen del art. 251 en función a los principios de justicia fundamental, el funcionamiento del mecanismo decisorio establecido por el art. 251 crea otras flagrantes violaciones a la seguridad de la persona. [El subrayado es mío] La magistrada Wilson adoptó un punto de vista más amplio, prefiriendo resolver el caso en el contexto del derecho a la libertad previsto en el art. 7. Compartió, no obstante, la opinión de que la seguridad de la persona “protege a la vez la integridad física y psicológica de la persona” y que el control ejercido por el Estado respecto de la capacidad de reproducción de la mujer “también constituye una violación a su ‘persona’ física” (p. 173). En mi opinión, podemos, pues, ver que los fundamentos de esta Corte en el caso Morgentaler contienen una noción de autonomía personal que incluye, al menos, el control de la integridad de la persona sin intervención alguna del Estado y la ausencia de toda tensión psicológica y emocional impuesta por éste. En la Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal, cit., el magistrado Lamer (ahora magistrado presidente) igualmente expresó esta opinión, afirmando, pp. 1177 y 1178 que “[e]l art. 7 entra también en juego cuando el Estado restringe la seguridad de la persona afectando el control que el individuo ejerce sobre su integridad física o mental y suprimiéndolo”. Así pues, no existe duda alguna de que la noción de seguridad de la persona incluye la autonomía personal, al menos en lo que respecta al derecho de realizar las elecciones relativas a la propia persona, el control de la integridad física y mental, y la dignidad humana fundamental, o cuanto menos la ausencia de prohibiciones penales que la obstaculicen. La prohibición prevista en el art. 241b) tiene por efecto privar a la recurrente de la asistencia necesaria para suicidarse en el momento en que ya no se halle en medida de hacerlo por sí misma. Teme tener que vivir hasta que su enfermedad evoluciones a un punto tal que su muerte sobrevendrá por asfixia, sofocación o neumonía causadas por la aspiración de alimentos o secreciones. Dependerá totalmente, para sus funciones corporales, de máquinas y personas que la rodean. Durante este tiempo, seguirá siendo mentalmente capaz y podrá comprender todo lo que suceda. Aunque los cuidados paliativos puedan atenuar el dolor físico que sentirá, la recurrente teme a los efectos sedativos de los medicamentos y sostiene que, de todas formas, los mismos no actuarán sobre el dolo psicológico y emocional resultante de esta situación de extrema dependencia y pérdida de la dignidad. El common law reconoce desde hace largo tiempo el derecho a escoger cómo será tratado el propio cuerpo, incluso en un contexto de tratamiento médico benéfico. Imponer un tratamiento médico a una persona que no lo desea constituye un acto de violencia, y el common law reconoció el derecho a exigir la interrupción o la no administración de un tratamiento médico que prolongue la vida. En mi opinión, estas consideraciones permiten concluir que la prohibición prevista en el art. 241b) priva a la recurrente de su autonomía personal y le causa dolores físicos y una tensión psicológica tales que llegan a configurar una violación a la seguridad de la persona. El derecho de la
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recurrente a la seguridad (considerad en el contexto del derecho a la vida privada y a la libertad) se halla, pues, en causa y se hace necesario determinar si la misma ha sido privada de ellos de acuerdo con los principios de justicia fundamental. b) Los principios de justicia fundamental En esta etapa del análisis de este problema extremamente complejo y perturbador, estoy impresionado por la presente reserva expresada por el estadounidense L. Tribe, su obra intitulada American Constitutional Law (2da edición, 1988), pp. 1370-1371: [TRADUCCIÓN] El derecho del paciente a precipitar su muerte como tal – antes que simplemente suspender los tratamientos médicos de tal manera que la enfermedad siga su curso natural – reposa en una concepción de los derechos individuales más amplia que la que conciben los principios reconocidos del common law. El derecho a determinar el momento y la forma de morir reposan en principios constitucionales relativos a la vida privada y a la naturaleza humana o sobre concepciones generales, quizá paradójicas, acerca de la autodeterminación. Aunque no se haya dado curso a estas cuestiones ante los tribunales, su silencio con relación a tales principios constitucionales traduce probablemente el temor de que una vez reconocidos, los derechos a morir vengan a ser incontrolables y susceptibles de ocasionar graves abusos, lo cual deja entrever que los tribunales no están convencidos de que las nociones de autodeterminación y de naturaleza humana puedan comprender el derecho a prescribir las circunstancias en las cuales se puede poner fin a la vida. De todas formas, poco importan las razones por las cuales los tribunales no han elaborado ninguna gran noción sobre la autodeterminación, esta deferencia para con el legislador puede ser sabia, teniendo en cuenta la naturaleza compleja de los derechos en juego y del riesgo considerable que en ausencia de directrices legislativas o de controles procedimentales elaborados progresivamente, la legalización de la eutanasia, en lugar de sostener al respeto a la persona, la ponga en peligro. Por una parte, la Corte debe ser consciente de su rol en el seno de la estructura constitucional de nuestra forma de gobierno democrático y no debe buscar aportar cambios fundamentales a políticas bien establecidas, fundándose en principios constitucionales generales y en su propia opinión de la sabiduría de la ley. Por otra parte, la Corte no solamente está habilitada a pronunciarse sobre esta cuestión sino que incluso está obligada a hacerlo si pareciera clara una violación a la Carta. El poder de examinar una ley para determinar si es compatible con la Carta se extiende tanto a las cuestiones de fondo como a las procesales. Los principios de justicia fundamental dejan un gran margen al juicio individual y la corte debe velar porque los mismos no vengan a ser principios que sean de justicia fundamental únicamente a los ojos del interesado. No se cuestiona, en la presente apelación, la validez y la oportunidad general del inc. 241b) puesto que el mismo responde al objetivo del gobierno de preservar la vida y de proteger a la persona vulnerable. El cuestionamiento se refiere al alcance excesivo de la ley puesto que la misma no sustrae de su aplicación a personas que, como la recurrente, se
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hallan en fase terminal, mentalmente capaces, pero incapaces de suicidarse sin ayuda. Se sostiene generalmente que extender la prohibición a la recurrente resulta a la vez arbitrario e injusto pues el suicidio en sí no es ilegal y porque el common law permite al médico, con instrucciones de su paciente, a interrumpir o no administrar un tratamiento que mantenga o preserve la vida y a proporcionar cuidados paliativos que tengan por efecto precipitar el deceso. Teniendo en cuenta tal contexto jurídico, la existencia de una prohibición penal de ayuda al suicidio respecto de una persona que se encuentre en la situación de la recurrente, ¿es contraria a los principios de justicia fundamental? Es difícil identificar los principios de justicia fundamental con los cuales la restricción del derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona debe ser compatible para llevar adelante un examen constitucional. Una simple regla de common law no basta para formar un principio de justicia fundamental. Por el contrario, como la expresión lo implica, los principios deben ser el fruto de un cierto consenso con relación a su carácter primordial o fundamental en la noción de justicia de nuestra sociedad. Los principios de justicia fundamental no deben, sin embargo, ser generales al punto de verse reducidos a vagas generalizaciones acerca de lo que nuestra sociedad estima justo y moral. Deben poder ser identificados con cierta precisión y aplicados a diversas situaciones de una manera que engendre un resultado comprensible. Deben igualmente, en mi opinión, ser principios jurídicos. El magistrado Lamer sostuvo esta posición, ahora bien conocida, en la Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, 1985 CSC 81, [1985] 2 R.C.S. 486, pp. 512-513: En consecuencia, los principios de justicia fundamental se encuentran en los preceptos fundamentales no solamente de nuestro proceso judicial, sino también de los demás componentes de nuestro sistema jurídico. ... La manera en que debemos determinar los principios de justicia fundamental es simplemente la que, como lo ha escrito el profesor L. Tremblay, reconoce que [TRADUCCIÓN] “el crecimiento futuro reposará en sus raíces históricas”... La cuestión de saber si un principio dado puede ser considerado como un principio de justicia fundamental en los términos del art. 7 dependerá del análisis de la naturaleza, de las fuentes, de la razón de ser y del rol esencial de este principio en el proceso judicial y en nuestro sistema jurídico en la época en causa. Esta Corte a menudo afirmó que, para identificar los principios de justicia fundamental que rigen a un caso particular, es útil reportarse al common law histórico y al historial legislativo del hecho punible en cuestión (Consulta relativa a la Ley sobre vehículos automotores de Columbia Británica y Morgentaler, cits., y R. c. Swain 1991 CSC 104, [1993] 1 R.C.S. 933). Por el contrario, no basta solamente realizar un examen histórico y concluir que, porque ni el Parlamento ni las distintas asociaciones médicas se han expresado aún la opinión de que debe despenalizarse al suicidio asistido, debemos decir que su prohibición es contraria a los principios de justicia fundamental. Tal posición sería aleatoria por dos razones. Primero, un análisis estrictamente histórico en un caso como el de autos llevará sin lugar a dudas a la conclusión de que la restricción es conforme a la justicia fundamental porque la ley no ha evolucionado al ritmo de los progresos realizados por la tecnología médica. Segundo, porque tal razonamiento resulta algo tautológico en lo que hace a la
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conservación de la prohibición que permite concluir que la prohibición es fundamentalmente justa. La manera de resolver estas dificultades no radica en evitar el análisis histórico, sino más bien en asumir que no se considera únicamente la existencia de la práctica misma (es decir, la conservación de la penalización del suicidio asistido), sino también la razón de ser de la práctica y los principios que la sostienen. La recurrente sostiene que el respeto de la dignidad y la autonomía de la persona constituyen principios de justicia fundamental, y que someterla de esta manera a sufrimientos inútiles la priva de su dignidad. La importancia del concepto de dignidad humana en nuestra sociedad ha sido expresada por el magistrado Cory (en disidencia, con la adhesión del magistrado presidente Lamer) en el caso Kindler c. Canadá (Ministerio de Justicia), 1991 CSC 78, [1991] 2 R.C.S. 779, p. 813. El respeto a la dignidad humana constituye el fundamento de numerosos derechos y libertades que protege la Carta. No se niega que el respeto a la dignidad humana sea uno de los principios fundamentales de nuestra sociedad. Sin embargo, veo difícil que la misma pueda ser calificada en sí misma de principio de justicia fundamental en los términos del art. 7. Si el respeto a la dignidad humana constituye la fuente de numerosos principios de justicia fundamental, no todas las leyes no que no demuestran tal respeto violan estos principios. Afirmar que el “respeto a la dignidad y la autonomía de la persona” constituye un principio de justicia fundamental viene, pues, a afirmar esencialmente que privar a la recurrente de la seguridad de su persona es contrario a los principios de justicia fundamental porque la misma ha sido privada de la seguridad de su persona. Esta interpretación asimilaría la seguridad de la persona a un principio de justicia fundamental y haría que ésta última resultara redundante. No puedo adherir a la opinión de mi colega la magistrada McLachlin según la cual no hay lugar a considerar el interés del Estado para identificar los principios de justicia fundamental en la presente apelación. Esta Corte ha afirmado que, para establecer estos principios, es necesario ponderar los intereses del Estado y los del individuo. En el caso Thompson Newspapers Ltd. c. Canadá (Director de sumarios e investigaciones, Comisión contra las prácticas restrictivas del comercio), 1990 CSC 135, [1990] 1 R.C.S. 425, p. 539, el magistrado La Forest, refiriéndose a sus propias opiniones vertidas en los casos R. c. Lyons, 1987 CSC 25, [1987] 2 R.C.S. 309, p. 327; y R. c. Beare, 1988 CSC 126, [1988] 2 R.C.S. 387, pp. 402-403, sostuvo que era necesario “examinar (la medida atacada) teniendo en cuenta los principios aplicables y las políticas que animaron la práctica legislativa y judicial en el campo”. El magistrado La Forest concluyó lo siguiente: Estas prácticas han buscado establecer un justo equilibrio entre los intereses del particular y los del Estado que, en ambos casos, juega un rol en la cuestión de saber si una ley particular viola los principios de justicia fundamental; véanse los casos R. c. Lyons, cit., pp. 327-329; R. c. Beare, cit., pp- 403-405, así como mi voto en el caso R. c. Corbett, 1988 CSC 80, [1988] 1 R.C.S. 670, p. 745 (disidente, pero con respecto a otro punto); véase igualmente el caso R. c. Jones, 1986 CSC 32, [1986] 2 R.C.S. 284, p. 304, el magistrado La Forest (a cuya opinión adhirieron el magistrado presidente Dickson y el magistrado Lamer). Los intereses tenidos en cuenta en el campo que en autos nos concierne deben ser sopesados de manera particularmente delicada y,
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como lo ha demostrado la magistrada Wilson, los diferentes países de common law han abordado la cuestión de maneras muy diferentes. No deseo asumir la carga ingrata de determinar cuál es la mejor manera de proceder. Las mismas me parecen razonables, pero lo importante es que las disposiciones de la Carta me parecen profundamente enraizadas en la experiencia canadiense anterior. No deseo decir con ello que debemos permanecer prisioneros de nuestro pasado. Deseo, sin embargo, decir que al buscar establecer el mejor equilibrio en los contextos particulares, debemos partir de nuestra propia experiencia... Esta teoría de la ponderación fue confirmada por un fallo muy reciente de esta Corte, Cunningham c. Canadá, 1993 CSC 139, [1993] 2 R.C.S. 143, en el cual la magistrada McLachlin concluyó que el recurrente había sido privado de un derecho a la libertad protegido por el art. 7. Enseguida, examinó si tal restricción era conforme a los principios de justicia fundamental (pp. 151-152): Estos principios afectan no solamente al derecho de la persona que sostiene que su libertad ha sido limitada, sino igualmente a la protección de la sociedad. La justicia fundamental exige un justo equilibrio entre estos derechos, tanto desde el punto de vista de fondo como desde el de forma (véase Consulta relativa a la Ley sobre vehículos automotores de Columbia Británica, 1985 CSC 81, [1985] 2 R.C.S. 486, pp. 502-503, el magistrado Lamer; Singh c. Ministro del trabajo y la inmigración, 1985 CSC 65, [1985] 1 R.C.S. 177, p. 212, la magistrada Wilson; Pearlman c. Comité judicial del Colegio de abogados de Manitoba, 1991 CSC 26, [1991] 2 R.C.S. 882, el magistrado Iacobucci). En mi opinión, el equilibrio obtenido en autos satisface a esta exigencia. La primera cuestión es la de saber si, desde el punto de vista de fondo, la modificación de la ley establece un justo equilibrio entre los derechos del acusado y los intereses de la sociedad. No es necesario señalar el interés que tiene la sociedad en ser protegida contra los actos de violencia que podrían sobrevenir de la puesta en libertad anticipada de detenidos cuya pena no ha sido completamente compurgada. Por otra parte, igualmente es necesario considerar el derecho a la puesta en libertad anticipada en forma condicional. [El subrayado es mío] La magistrada McLachlin concluyó que un justo equilibrio había sido alcanzado “para la restricción del derecho que tiene el detenido con relación a la manera en que su pena debe ser purgada” (p. 152). Cuando la restricción del derecho en causa poco o nada hace por promover el interés del Estado (cualquiera pueda ser), parece ser que una violación de la justicia fundamental será demostrada pues la restricción del derecho del particular no habrá servido a fin válido alguno. Desde mi óptica, se trata esencialmente del género de análisis que sugiere E. Colvin en su artítulo “Section Seven of the Canadian Charter of Rights and Freedoms” (1989) 68 R. du B. can. 560, y que fue efectuado en el caso Morgentaler. En efecto, el magistrado presidente Dickson y el magistrado Beetz eran de opinión que al menos ciertas restricciones al acceso al aborto carecían de pertinencia en lo que respecta al
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objetivo del Estado, que era el de proteger al feto y al mismo tiempo a la madre. Desde este punto de vista, las restricciones se constituían en arbitrarias e injustas. De ello sigue que, antes de concluir que una disposición legislativa resulta contraria a la justicia fundamental, es necesario examinar el nexo que existe entre la disposición y el interés del Estado. No puede concluirse que una cierta restricción resulta arbitraria porque (según las palabras de mi colega la magistrada McLachlin, pp. 619-620) “carece de todo nexo o es incompatible con el objetivo perseguido por la ley”, sin considerar el interés del Estado y las preocupaciones de la sociedad a las cuales los mismos responden. No podemos, pues, decir que en autos se trata de determinar si la prohibición general del suicidio asistido es arbitraria o injusta porque no existe nexo que la vincule al interés del Estado en proteger a las personas vulnerables y porque no existe fundamento alguno en la tradición jurídica y en las creencias de la sociedad que, como se sostienen, ella representa. El inc. 241b) busca la protección de la persona vulnerable que, en un momento de debilidad, podría ser incitada a suicidarse. Este objetivo, fundado en el interés del Estado en la protección de la vida, traduce la política del Estado según la cual no debe desvalorizarse el valor de la vida humana permitiendo suprimir la vida. Esta política encuentra su expresión en las disposiciones de nuestro Código penal que prohíben el homicidio y otros actos de violencia contra los demás, independientemente del consentimiento de la víctima, así como en la política que prohíbe la pena de muerte y, hasta su derogación, la tentativa de suicidio. Sin embargo, no se trata sólo de la política solamente de una política del Estado, sino de un elemento de nuestra concepción fundamental del carácter sagrado de la vida humana. La Comisión de reforma del derecho expresó justamente expresó esta filosofía en su Documento de trabajo 28 intitulado Eutanasia, ayuda al suicidio e interrupción del tratamiento (1982), p. 41: La preservación de la vida humana es un valor reconocido como fundamental por nuestra sociedad. Acerca de este punto, nuestro derecho penal tiene en el fondo una historia poco variada. Éste sanciona, de manera general, el principio general del carácter sagrado de la vida humana. No obstante, durante el curso de los años, el mismo fue llevado a aportar flexibilizaciones al absolutismo aparente del principio, a descubrir sus límites intrínsecos y a darle su verdadera dimensión. Como lo indica el pasaje citado, se admite ahora que el principio del carácter sagrado de la vida no exige toda vida humana sea preservada a cualquier precio. En efecto, está reconocido, al menos por algunos, que el mismo incluye consideraciones relativas a la calidad de la vida y que está sometido a ciertos límites y restricciones referidos a las nociones de autonomía y dignidad de la persona. Es necesario analizar nuestra política legislativa y social en este campo para determinar si los principios de justicia fundamental han evolucionado al punto de entrar en conflicto con la validez de la ponderación de los intereses del Parlamento. (i) Historial de las disposiciones en materia de suicidio En common law, el suicidio fue inicialmente considerado como una forma de homicidio que a la vez ofendía a Dios y al interés del Rey en la vida de sus súbditos. Como lo señala Blackstone en sus Commentaries on the Laws of England (1769), vol 4, p. 189:
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La ley de Inglaterra considera tal acción bajo un punto de vista sabio y religioso: ella juzga que nadie tiene derecho a quitarse la vida; que únicamente Dios, que es su auto, puede disponer de ella. Y, como el suicidio constituye una doble ofensa, una espiritual, al usurpar la prerrogativa del Todopoderoso, y al ir a su presencia sin ser llamado; y la otra temporal, cometida contra el Rey, que tiene interés en que todos sus súbditos conserven la vida; la ley, en consecuencia, ha tipificado este hecho entre los más graves; ella lo ha constituido en una categoría particular de crímenes, un crimen contra sí mismo. (Traducción por N.M. Chompré, Commentaires sur les lois anglaises (1823), t. 5, pp. 526-527). Es, esencialmente, la opinión que han expresado Platón y Aristóteles, según los cuales el suicidio es [TRADUCCIÓN] “un crimen contra los dioses y el Estado” (M.G. Velasquez, “Defining Suicide” (1987), 3 Issues in Law & Medicine 37, p. 40). Sin embargo, una escuela de pensamiento diverso, fundada en las nociones de libertad y de compasión, siempre ha existido. Los estoicos romanos, por ejemplo, [TRADUCCIÓN] “se inclinaban por tolerar el suicidio como un acto de sabiduría en los casos de vejez, enfermedad o deshonor” (Velasquez, loc cit., p. 40). Adoptando un tono más humano, el Lord Chancellor Francis Bacon prefirió dejar a los médicos la carga de aliviar el sufrimiento de sus pacientes o incluso la de ponerles fin (L. Depaule, “Le droit à la mort: rapport juridique”, 7 Revue des droits de l’homme 464, p. 467). Jamás ha existido consenso acerca de esta escuela de pensamiento. Así, hasta 1823, el derecho inglés prescribía la confiscación de los bienes del suicidado y el abandono de su cadáver, traspasado por una estaca, en un cruce de dos rutas. El Antiguo Régimen en Francia infligía igualmente indignidades al cadáver del suicidado el que, a menudo, era sometido a proceso, antes de ser crucificado (G. Williams, The Sanctity of Life and the Criminal Law (1957), p. 259; Depaule, loc cit., p. 465, citando a la Ordonnance de 1670, título XXII). Sin embargo, habida cuenta de las dificultades prácticas para perseguir al autor de un suicidio, las prohibiciones pasaron a referirse sobre todo a la tentativa de suicidio; la que también fue considerada como un hecho punible, y la responsabilidad del cómplice del suicidio también era punible. En Inglaterra, el principio tomó la forma de una acusación por complicidad antes de la muerte o de la misma, hasta la sanción de la Ley sobre el suicidio, 1961(R.U.), 9 & 10 Eliz. 2, cap. 60, que creó el tipo penal de ayuda al suicidio, cuya redacción se asemeja a nuestro art. 241. En Canadá, el carácter penal de la ayuda al suicidio ha sido reconocido en common law (G.W. Burbidge, A Digest of the Criminal Law of Canada (1890), p. 224) y fue consagrado en el primer Código penal, S.C. 1892, cap. 29, art. 237. Es, aparte de algunas modificaciones en la redacción, el art. 241 actual. En Canadá, el hecho punible vinculado a la tentativa de suicidio tiene también una larga historia. Tipificada en el art. 238 del primer Código, la misma conservó esencialmente la misma forma hasta su derogación a través de la S.C. 1972, cap. 13, art. 16. Esta despenalización, sin embargo, no implica ningún apoyo particular en el presente análisis. Contrariamente a la despenalización parcial del aborto, puede decirse que la despenalización de la tentativa de suicidio traduce un consenso, tanto en el legislador como en el seno de la población canadiense en general, según la cual el derecho a la autonomía de
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quienes desean poner a fin a su vida debe primar por sobre el interés del Estado en proteger la vida de sus ciudadanos. Se ha considerado, antes bien, que la cuestión del suicidio se fundamenta en cuestiones ajenas al derecho y que, por tanto, la misma no exige una solución de orden jurídico. Desde luego, existieron algunos intentos de despenalización de la ayuda al suicidio en algunos proyectos de ley, pero ninguno obtuvo éxito. (ii) Cuidados médicos al final de la vida Los tribunales canadienses han reconocido a los pacientes el derecho en common law de rehusar un tratamiento médico o de exigir que un tratamiento, una vez iniciado, sea interrumpido (Ciaralariello c. Schacter, 1993 CSC 138, [1993] 2 R.C.S. 119). Este derecho ha sido expresamente reconocido incluso cuando la interrupción del mismo o la negativa a continuarlo puedan significar la muerte (Nancy B. c. Hôtel-Dieu de Québec, reflex, [1992] R.J.Q. 361 (C.S.), y Malette c. Shulman, reflex, (1990), 72 O.R. (2d) 417 (C.A.)). Recientemente, en el caso Cruzan v. Director, Missour Health Department (1990), 111 L.Ed. 2d 224, la Corte Suprema de los Estados Unidos igualmente reconoció que el derecho a rehusar un tratamiento médico que prolongue la vida constituye un aspecto del derecho a la libertad protegida por la Decimocuarta Enmienda. Sin embargo, el mismo tribunal igualmente sostuvo que, si el paciente se halla inconsciente y por tanto incapaz de expresar su voluntad, el Estado tiene derecho a exigir una prueba convincente de que el paciente efectivamente ha solicitado el cese del tratamiento en caso de hallarse incapaz. La Cámara de los lores, recientemente, también debió hacer frente a la cuestión de la interrupción de un tratamiento. En el caso Airedale N.H.S. Trust v. Bland, [1993] 2 W.L.R. 316, los lores autorizaron, con el consentimiento de los padres, la interrupción de la alimentación artificial a un joven de 17 años que se encontraba en estado vegetativo permanente a raíz de lesiones sufridas durante el curso de disturbios ocurridos durante un partido de futbol. Juzgaron que mantener al paciente en estado vegetativo no le resultaba benéfico y que el principio del carácter sagrado de la vida, que no es absoluto, no se vería, pues, violado a través de la interrupción del tratamiento. Aunque la cuestión no les haya sido planteada los lores comentaron la distinción entre la interrupción de un tratamiento y la eutanasia activa. Lord Keith afirmó, p. 362, que, aunque el principio del carácter sagrado de la vida no sea absoluto, [TRADUCCIÓN] “el mismo prohíbe la toma de medidas activas que busquen abreviar la vida de un paciente en fase terminal”. Lord Goff igualmente enfatizó esta distinción, señalando que el derecho establece una distinción crucial entre la eutanasia activa y la eutanasia pasiva. El mismo sostuvo cuanto sigue, pp. 368-369: [TRADUCCIÓN]... la primera [la eutanasia pasiva] puede ser legal, en el caso en que el médico respete la voluntad de su paciente de interrumpir el tratamiento o los cuidados, e incluso en ciertos casos, en los cuales (según los principios que ya serán descriptos) el paciente no se halla en medida de acordar o rehusar un tratamiento. Sin embargo, no es legal que un médico administre un medicamento a su paciente para provocar su muerte, aunque tal acción esté inspirada por una humanitaria voluntad de poner fin a su sufrimiento, por grande que éste sea [...] Realizar este gesto implica saltar la valla que separa, por una parte, los cuidados al paciente vivo y, por otra, la eutanasia que consiste en causar activamente el deceso del paciente para evitarle sufrimientos o para ponerles un fin [...] Evidentemente
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está reconocido que numerosos miembros responsables de nuestra sociedad se dicen a favor de la legalización de la eutanasia; sin embargo, tal resultado no podría, en mi opinión, ser obtenido sino gracias a una ley que exprese la voluntad democrática de introducir un cambio fundamentales en nuestro derecho, y que, si aprobada, asegure que la muerte no pueda ser legalmente provocada sino bajo apropiada vigilancia y control adecuado. Ciertamente, tal distinción puede ser reprochada de hipócrita; en efecto, tendríamos derecho a preguntarnos por qué, si el médico que interrumpe el tratamiento tiene por consiguiente derecho a dejar morir a su paciente, no está autorizado a poner fin a su suplicio inmediatamente, de una manera más humana a través de una inyección letal, antes que dejarlo agonizar hasta la muerte. Pero el derecho no se considera habilitado a autorizar la eutanasia, aun en circunstancias como la de autos; si reconocemos la legalidad de la eutanasia en estas circunstancias, será, pues, difícil hallar justificación lógica para excluirla en otros casos. Tras su Documento de Trabajo 28, la Comisión de reforma del derecho recomendó, en su informe de 1983 presentado al ministro de Justicia, que el Código penal sea modificado para indicar que las disposiciones en materia de homicidio no deben ser interpretadas como exigiendo del médico que inicie un tratamiento contra la voluntad del paciente o continuarlo cuando el mismo se haya vuelto “terapéuticamente inútil”, o como obligando al médico a “interrumpir la administración de cuidados paliativos y medidas destinadas a eliminar o atenuar los sufrimientos de una persona por la sola razón de que estos cuidados o estas medidas sean susceptibles de acortar la expectativa de vida de una persona” (Informe Nº 20, Eutanasia, ayuda al suicido e interrupción de tratamientos (1983), pp. 36-37). La Comisión de reforma del derecho analizó en el Documento de trabajo la posibilidad de despenalizar el suicidio asistido, pp. 61-62: Antes que nada, la prohibición de [art. 241] no se halla restringida únicamente al caso del paciente en fase terminar, hacia quien podemos experimentar cierta simpatía, ni al caso de su médico o de uno de sus allegados que ayuda a poner fin a su sufrimiento. El artículo es mucho más general. Se aplica a una variedad de situaciones respecto a las cuales se muestra difícil sentir tal simpatía. ¿Qué decir, por ejemplo, de quien aprovechando el estado depresivo de otra persona, la incite al suicidio para extraer de ello un beneficio pecuniario? ¿Cómo juzgar el gesto de quien, conociendo las tendencias suicidas de un adolescente, le proporciona una dosis de medicamentos suficiente para causarle la muerte? No podríamos afirmar en estos casos que el “cómplice” no es moralmente censurable. Despenalizar completamente la ayuda, el consejo y el aliento al suicidio probablemente no es una política legislativa válida en un plano general. Sin embargo, ¿lo es cuando nos dirigimos a individuos en fase terminal? En este caso concreto, debe constatarse una vez más que la razón probable que ha llevado al legislador a no realizar excepciones a favor de los agonizantes, se funda en el temor de excesos o abusos que una
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flexibilización de la ley podría ocasionar. Como en el caso del homicidio por compasión, la despenalización se basaría en el carácter humanitario del motivo que ha llevado a la persona a proporcionar ayuda, consejo o aliento. Como en el caso del homicidio por compasión, la ley puede, no obstante, temer legítimamente a las dificultades que puedan presentarse para demostrarla motivación real el autor del acto. Además, la ayuda o la incitación, por una parte y el homicidio, por otra, se hallan extremamente cercanos unos a otro. ¿Qué será, por ejemplo, del médico que sostiene el vaso con el veneno y vierte el contenido en la boca del paciente? ¿Constituye esto una ayuda al suicidio? ¿O es más bien un homicidio, puesto que el consentimiento de la víctima a la muerte resulta indiferente? El legislador puede temer que casos de homicidio de personas en fase terminal por motivos poco nobles, puedan fácilmente ser considerados como ayuda al suicidio. En su Documento de trabajo, la Comisión inicialmente recomendó que el consentimiento del procurador general sea obtenido antes de iniciar procesos en virtud del art. 241b). No obstante, ante la respuesta negativa del público, la misma volvió sobre sus pasos y retiró dicha recomendación de su informe de 1983. Podemos ver que, si la Cámara de los lores y la Comisión de reforma del derecho de Canadá expresaron su profunda simpatía para con las personas que desean poner fin a sus días a los efectos de evitar grandes sufrimientos, ni una ni otra estuvieron dispuestas reconocer que la ayuda activa de un tercero para realizar este deseo debía ser tolerada, aun en el caso de un enfermo en fase terminal. Tal negativa parece fundarse en dos razones: por una parte, la participación activa de una persona en la muerte de otra es intrínsecamente censurable en el plano moral y jurídico y, por otra, no existe seguridad alguna de que podrán prevenirse los abusos a través de una prohibición menor a una general. Crear una excepción para los enfermos en fase terminal arriesgaría, en consecuencia, desbaratar el objetivo de la ley, que busca proteger a la persona vulnerable, puesto que es difícil, por no decir imposible, concebir directivas que permitan evitar los abusos. (iii) Examen de la legislación comparada Un breve examen de la experiencia legislativa de otras democracias occidentales demuestra que, de manera general, su posición se halla próxima a la que actualmente prevalece en Canadá. En ningún lugar el suicidio asistido está expresamente permitido y la mayor parte de los países cuentan con disposiciones que tratan expresamente el suicidio asistido que son, al menos, tan restrictivas cuando nuestro art. 241. Por ejemplo, el art. 139b de la Ley penal de 1945 de Austria y el art. 409 del Código penal español contienen disposiciones prácticamente idénticas a la nuestra, mientas que el art. 580 del Código penal italiano de 1930 se halla redactado en términos incluso más generales, cuyo texto señala: Quien incite a un tercero al suicidio, o aliente el proyecto de suicidio de un tercero, o bien facilite su realización de la manera que sea, será sancionado...
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(Código penal italiano, traducido por P. de Casabianca, en Les codes pénaux européens (1957), t. II, p. 980). La disposición pertinente de la Ley sobre el suicidio, 1961 del Reino Unido sanciona [TRADUCCIÓN] “a quienquiera que ayude, aliente, aconseje o practique el suicidio o la tentativa de suicidio de una persona”. Esta forma de prohibición se repite en los Estados y Territorios de Australia (M. Otlowski, “Mercy Killing Cases in the Australian Criminal Justice System” (1983), 17 Crim. L.J. 10). La disposición en vigor en el Reino Unido aparentemente es la única prohibición de ayuda al suicidio que, antes de la presente apelación, fue sometida a un examen de los tribunales con relación a su impacto sobre los derechos humanos. En la demanda nº 10083, R. c. Reino Unido, el 4 de julio de 1983, D.R. 33, p. 270, la Comisión europea de derechos humanos debió decidir si el art. 2 de la Ley sobre el suicidio, 1961 violaba el derecho a la vida privada protegido por el art. 8 o la libertad de expresión prevista en el art. 10 del Convenio para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales. El demandante, a la sazón miembro de una asociación pro eutanasia, fue declarado culpable de diversos cargos de acusación de complot en vista a asistir y alentar el suicidio, por haber puesto a personas deseosas de suicidarse en contacto con su co-acusado, quien, seguidamente, los ayudó a darse muerte. La Comisión europea concluyó (p. 274) que “los actos de asistencia, consejo, o ayuda al suicidio se hallan excluidos de la noción de vida privada pues atentan contra el interés general de la protección de la vida, tal como lo traducen las disposiciones penales de la ley de 1961”, y mantuvo la declaración de culpabilidad del demandante con respecto al hecho punible. Por otro lado, la Comisión confirmó la restricción del derecho a la libertad de expresión del demandante, reconociendo (pp. 272-273): ...el interés legítimo del Estado en tomar medidas tendentes a proteger de todo comportamiento criminal la vida de los ciudadanos, especialmente de aquellos particularmente vulnerables a raíz de la edad o por razón de enfermedad. Está reconocido el derecho del Estado frente al Convenio a prevenir los inevitables abusos criminales que se producirían en ausencia de una legislación que reprima la asistencia al suicidio. Aunque los hechos que dieron lugar a dicha decisión difieren de los del caso de autos, resulta significativo que la Comisión europea de derechos humanos ni ningún otro tribunal judicial jamás hayan concluido que está prohibido a un Estado, por motivos constitucionales o relativos a los derechos humanos, penalizar el suicidio asistido. Ciertos países europeos han atenuado la prohibición de la ayuda al suicidio de manera que la asistencia en un caso similar al que nos ocupa podría resultar legal. En los Países Bajos, aunque la asistencia al suicidio y la eutanasia activa voluntaria sean oficialmente ilegales, ningún proceso penal se inicia si las directivas médicas establecidas son respetadas. Los críticos de la posición neerlandesa señalan que la existencia de una prueba que indique que la eutanasia activa involuntaria (prohibida por las directivas) es practicada con una frecuencia que va en aumento. Esta tendencia inquietante puede indicar que un relajamiento en la prohibición absoluta confirmaría el argumento del “dedo en la llaga”. Ciertos países europeos, como Suiza o Dinamarca, se interesan por el motivo que inspira al que asiste al autor del suicidio. Así, el art. 115 del Código penal suizo no sanciona a quien, con un fin interesado, incite a una persona a suicidarse, o lo ayude, y el art. 240 del Código penal danés, si sanciones toda ayuda impone una pena más severa a quienes actúen movidos por intereses personales. En Francia, ninguna disposición del Código penal trata
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específicamente la cuestión del suicidio asistido, empero la omisión de intentar impedir a alguien a darse muerte, en virtud del art. 63, inc. 2 (omisión de auxilio a una persona en peligro) o del art. 319 (homicidio involuntario por negligencia o imprudencia) de dicho Código pueden dar lugar a sanciones penales. Además, la Ley nº 87-1133 del 31 de diciembre de 1987 introdujo dos nuevos artículos al Código penal, los arts. 318-1 y 318-2, que penalizan la provocación al suicidio. Este tipo penal que exige una forma de interacción que va más allá de la simple ayuda al suicidio, fue tipificado en respuesta a la notoriedad macabra del libro Suicide, mode d’emploi (1982). De igual manera, algunas jurisdicciones de los Estados Unidos, para decidir formular una acusación por homicidio involuntario o por ayuda al suicidio (Connecticut, Maine y Pennsylvania) o para declarar la culpabilidad por ayuda al suicidio (Puerto Rico e Indiana) toman en consideración, el hecho de que el acusado haya o no, por coerción, fuerza, coacción o engaño llevado a la víctima a cometer suicidio. Véase C.D. Shaffer, “Criminal Liability for Assisting Suicide” (1986), 86 Colum. L. Rev. 348, pp. 351-353, n. 2526, 35-36. Como es el caso en Europa y en el Commonwealth, la vasta mayoría de los Estados que integran la unión norteamericana que adoptaron disposiciones legislativas expresamente referidas a la ayuda al suicidio no prevén, sin embargo, ninguna exigencia en materia de intención o malevolencia, aparte de la intención de facilitar el suicidio. Por otra parte, los Estados que no han dictado ninguna disposición legislativa en este campo parecen extraer del common law el poder para prohibir la ayuda al suicidio (Shaffer, loc cit., p. 352; y M.M. Penrose, “Assisted Suicide: A Tough Pill to Swallow” (1993), 20 Pepp. L. Rev. 689, pp. 700-701). Es necesario señalar igualmente que recientemente, en dos Estados norteamericanos, dos intentos de legalización de la ayuda al suicidio a través de un médico en circunstancias similares a las del caso de autos han sido rechazadas vía referéndum. En efecto, el 5 de noviembre de 1991, los electores del Estado de Washington rechazaron el proyecto 119, que habría legalizado la ayuda al suicidio por un médico en el caso que dos médicos hayan certificado que la muerte del paciente sobrevendría en el término de seis meses y dos testigos desinteresados certifiquen que el paciente realizó su elección libremente. Un año más tarde, la proposición 161, que habría autorizado el suicidio asistido en California y que incorporaría garantías más estrictas que las del proyecto 119 fue rechazada por los electores del estado (que en general, son considerados más abiertos a tales innovaciones jurídicas) por un margen idéntico al obtenido en el Estado de Washington, es decir, 54% contra 46%. En ambos Estados, el rechazo de los proyectos de ley parece haberse debido principalmente al temor de que las garantías previstas resulten insuficientes contra los abusos (Penrose, loc.cit., pp. 708-714). Noto que, al menos en el Estado de California, las condiciones eran más restrictivas que las enunciadas en autos por el juez presidente de Columbia Británica McEachern y por mis colegas el magistrado presidente y la magistrada McLachlin. Así, en su conjunto, parece que una prohibición general de la ayuda al suicidio parecida a la del art. 241 constituye la norma en el seno de las democracias occidentales y que este género de discriminación nunca ha sido juzgada inconstitucional o contraria a los derechos fundamentales de la persona. Recientes intentos de modificar el statu quo en nuestro vecino del Sur han sido rechazados por los electores, lo que indica que, aun reconociendo que la prohibición general conlleva sufrimientos en ciertos casos, el interés de la sociedad en preservar la vida y proteger a las personas vulnerables hace que sea preferible la prohibición general a una ley que corra el riesgo de prevenir suficientemente los abusos.
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(iv) Conclusión acerca de los principios de justicia fundamental El examen que precede demuestra que Canadá y otras democracias occidentales reconocen y aplican el carácter sagrado de la vida a título de principio general sometido a excepciones circunscriptas y restringidas en los casos en que las nociones de autonomía personal y dignidad deben prevalecer. Sin embargo, estas mismas sociedades persisten en establecer una distinción entre la forma pasiva y activa de intervención en el proceso de la muerte, y con pocas excepciones, en prohibir la ayuda al suicidio en casos que se asemejan al de la recurrente. Es, pues, necesario delimitar la razón de ser estas distinciones y determinar si ellas pueden ser mantenidas en el plano constitucional. La distinción entre el cese de un tratamiento a petición del paciente, como ocurrió en el caso Nancy B., y la ayuda al suicidio, ha sido criticada como reposando en una ficción jurídica – es decir, la distinción entre la forma activa y la pasiva de tratamiento. Las críticas se refieren por una parte a que sabemos que la interrupción de las medidas que mantienen la vida conllevará la muerte, así como la ayuda al suicidio, y, por otra, a que la muerte es, en efecto, el resultado de la acción. Véase, por ejemplo, el comentario publicado en la Harvard Law Review “Physician-Assisted Suicide and the Right to Die with Assitence” (1992), 105 Harv. L. Rev. 2021, pp. 2030-2031. Sin embargo otros autores realizan esta distinción porque, en los casos de cese de tratamiento, la muerte resulta “natural” – las fuerzas artificiales de la tecnología médica que han mantenido al paciente con vida son retirados y la naturaleza sigue su curso. Por el contrario, en los casos de ayuda al suicidio o de eutanasia, el curso de la naturaleza se interrumpe, y la muerte resulta directamente de la acción humana (E.W. Keyserlingk, Le caractère sacré de la vie ou la qualité de la vie du pont de vue de l’ethique, de la médecine et du droit, (1979), documento de estudio para la Comisión de reforma del derecho en Canadá, en la Serie protección de la vida). La Comisión de reforma del derecho califica de “muy importante” esta diferencia (p. 22 del Documento de trabajo 28). No obstante, estemos o no de acuerdo en mantener la distinción entre la medida activa y la medida pasiva, no es menos cierto que, en virtud de nuestro common law, el médico no tiene otra alternativa más que seguir las instrucciones de su paciente que le solicita interrumpir el tratamiento. Continuar con el mismo cuando éste último ha retirado su consentimiento constituye un acto de violencia (Ciarlariello y Nancy B., ya citados). El médico, no está obligado a realizar una elección que conllevaría la muerte del paciente, como lo sería el caso si escogiera ayudarlo a suicidarse o practicar la eutanasia activa. Se sostiene que el hecho de que los médicos estén autorizados a administrar cuidados paliativos a los pacientes en fase terminal sin temor de sanción atenúa aún más toda distinción legítima que pueda establecerse entre la ayuda al suicidio y lo que constituye hoy una forma de tratamiento médico aceptable. La administración de medicamentos destinados a controlar el dolor según una dosis que el médico sabe que abreviará la vida del paciente implica, sea cual fuere el criterio, una contribución activa a la muerte del paciente. Sin embargo, la distinción establecida aquí se funda en la intención – en el caso de cuidados paliativos, es la intención de atenuar el dolor que tiene por efecto precipitar la muerte, mientras que en el caso de la ayuda al suicidio, la intención indudablemente es la de causar la muerte. La Comisión de reforma del derecho, que recomienda el mantenimiento de la prohibición penal de la eutanasia y de la ayuda al suicidio, declara, no obstante, p. 80, de su Documento del trabajo, que un médico jamás debe negarse a administrar un cuidado
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paliativo a su paciente en fase terminal por la sola razón de que su administración pueda causar la muerte. En mi opinión, las distinciones fundadas en la intención son importantes, y constituyen en efecto el fundamento de nuestro derecho penal. Aunque, en los hechos, a veces pueda ser difícil establecer la distinción, en el plano jurídico, ella resulta clara. No podemos afirmar que, porque un tercero, en ciertos casos bajo el velo de cuidados paliativos, practicara la eutanasia o la ayuda al suicidio sin ser sancionado a raíz de dificultad en probar dicha conducta, la prohibición venga a ser fundamentalmente injusta. Los principios de justicia fundamental no pueden ser creados para cada caso a fin de reflejar la desaprobación de la Corte frente a una ley dada. Si los principios de justicia fundamental no se aplican únicamente al proceso, es necesario referirnos a los principios que son “fundamentales” en el sentido de que serían generalmente aceptados entre las personas razonables. El análisis que precede no me ha permitido discernir nada que se parezca a una unanimidad acerca de la cuestión en la que entendemos. Independientemente de las opiniones personales de cada uno acerca de la cuestión de saber si las distinciones establecidas entre, por una parte, el cese de un tratamiento y los cuidados paliativos y, por otra, la ayuda al suicidio resultan convincentes, el hecho es que las mismas se mantienen y pueden ser defendidas de manera persuasiva. Si un consenso existe es que la vida humana debe ser respetada y debemos guardarnos de minar las instituciones destinadas a protegerla. Este consenso encuentra su expresión en nuestro sistema jurídico, que prohíbe la pena de muerte. Esta prohibición está fundada en parte en el hecho que permitir al Estado matar desvalorizaría la vida humana y así el Estado sería en cierta forma un modelo para los individuos de la sociedad. La prohibición de la ayuda al suicidio sirve a un objetivo similar. Al mantener el respeto de la vida, ella es susceptible de disuadir del suicidio a quienes, en un momento particular, consideran que la vida es intolerable, o se perciben como una carga para los demás. Permitir a un médico participar legalmente en la supresión de la vida indicaría que existen casos en los cuales el Estado aprueba el suicidio. Resulta igualmente revelador, en mi opinión, que diversas asociaciones médicas hayan tomado oficialmente posición contra la despenalización de la ayuda al suicidio (Asociación médica canadiense, British Medical Association, Council of Ethical and Judicial Affaires of the American Medical Association, Asociación médica mundial y la American Nurses Association). Teniendo en cuenta los temores expresados respecto a los abusos y a la gran dificultad en elaborar las garantías que permitan prevenirlos, no se podría afirmar que la prohibición general de la ayuda al suicidio es arbitraria o injusta, o que ella no refleje los valores fundamentales de nuestra sociedad. En consecuencia, me inclino por concluir que el inc. 241b) no viola ningún principio de justicia fundamental. II. El artículo 12 El art. 12 de la Carta dispone que: 12. Todos tienen derecho a la protección contra tratos o penas crueles e inusitadas. Para obtener la protección que ofrece el art. 12, la recurrente debe demostrar dos elementos: primero, que el Estado le inflige un trato o una pena y, segundo, que el trato o pena en cuestión resulta cruel o inusitada. En autos, la recurrente alega que la prohibición del suicidio asistido tiene por efecto imponerle un trato cruel e inusitado en
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cuanto prolonga su sufrimiento hasta el momento de su muerte natural o la obliga a poner fin a su vida antes, es decir, en un momento en el cual aún pueda hacerlo sin ayuda. En mi opinión, no podemos decir que el Estado inflija a la recurrente una pena en los términos del art. 12. La cuestión de saber si se le impone un “trato” resulta, sin embargo, menos evidente. Esta Corte no ha determinado de manera definitiva la medida en la el vocablo “trato” que figura en el art. 12 puede aplicarse fuera del contexto de las penas impuestas en vista a asegurar la aplicación y ejecución de la ley. En el caso R. c. Smith, 1987 CSC 64, [1987] 1 R.C.S. 1045, en el cual esta Corte invalidó la pena mínima de siete años por importación de estupefacientes, el magistrado Lamer mencionó a título de ejemplo de “tratos” que serían contrarios al art. 12, por oposición a una pena, la lobotomía de ciertos criminales peligrosos y la castración en casos de crímenes sexuales. Aun admitiendo que pueda existir una distinción formal entre el objetivo de las penas tales como la privación de libertad y los azotes, a través de las cuales el culpable paga su deuda para con la sociedad por el mal que cometió, y los tratos señalados por el magistrado Lamer, los cuales, podría pretenderse, buscan principalmente proteger a la sociedad contra el ofensor, hago notar que estos tratos son impuestos por el Estado en el contexto de la represión de la conducta criminal. En el caso Chiarelli c. Canadá (Ministro del Trabajo y la Inmigración), 1992 CSC 87, [1992] 1 R.C.S. 711, esta Corte dio a entender que el art. 12 podría aplicarse fuera del contexto penal. En el referido caso, he concluido en nombre de la Corte que la orden de expulsión, que constituía el objeto impugnado, en cuestión no se erigía en una pena impuesta con respecto a un hecho punible en particular, empero señalé lo siguiente, p. 735: Puede, sin embargo, que la expulsión constituye un “trato” en el sentido del art. 12. En efecto, según la definición que nos da el Petit Robert I (1990), el término “trato”, designa a un “comportamiento frente a (alguien); actos que traducen este comportamiento”. No obstante, éste es un punto que no requiere ser dilucidado a los fines de la presente apelación, en mi opinión, la expulsión autorizada [...] no es cruel ni inusitada. Aunque la orden de expulsión en causa en el caso Chiarelli careciera de naturaleza penal, pues no era el resultado de la perpetración de un hecho punible particular, sin embargo, fue impuesta por el Estado en el contexto de la puesta en marcha de una estructura administrativa estatal – el régimen de inmigración y sus reglamentos. El caso del recurrido Chiareli, que no había respetado las exigencias impuestas por el régimen de reglamentación, fue atendido de acuerdo a los preceptos del sistema administrativo. Bajo este punto de vista, todo “trato” se sitúa siempre en los límites del control que el Estado ejerce sobre el individuo en el marco del régimen que ha establecido. Instancias inferiores juzgaron que era necesario atribuir al “trato” un alcance mucho más amplio que a la “pena”. En el caso Soenen c. Director del Edmonton Remand Centre, (1983), 6 C.R.R. 368 (B.R. Alb.), en el cual el problema residía en las restricciones impuestas al acusado que se hallaba en prisión preventiva a la espera del juicio, el juez McDonald afirmó lo siguiente (p. 372): [TRADUCCIÓN] En mi opinión, el vocablo “trato” no se halla limitado en su alcance por el vocablo “pena” [...] Además, el vocablo
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“trato” resulta más general que “pena”, y ningún denominador común aparente entre ambos podría, aun si el orden de las palabras se invirtiera, conllevar la aplicación de la regla eiusdem generis. De igual manera, en el caso R. c. Blakeman, reflex, (1988) C.R.R. 222 (H.C. Ont.), el juez Watt concluyó que al nivel preliminar, someter a una persona enferma a un juicio puede constituir un trato cruel. Realizó los siguientes comentarios, p. 239: [TRADUCCIÓN] El vocablo “trato” surge de una conducta, acción o de un comportamiento con respecto a alguien. Tiene un alcance más amplio o exhaustivo que su par disyuntivo “pena”, en cuanto se extiende, al menos potencialmente, a todas formas de incapacidad o desventaja y no solamente a aquello que se impone como pena infligida para asegurar la aplicación y el respeto de la primacía del derecho. Otros actos fuera del contexto penal han sido considerados como un “trato” en los términos del art. 12: los strip search (Weatherall c. Canadá (Procurador general), reflex, [1989] 1 C.F. 18 (C.A.)), y el tratamiento médico impuesto sin consentimiento a pacientes discapacitados mentales (Howlet c. Karunaratne, reflex, (1968), 64 O.R. (2d) 418). Véase igualmente, Consulta relativa a McTavish y el Director, Ley de bienestar infantil, 1986 ABQB 138, (1986), 32 D.L.R. (4th) 394 (B.R. Alb.), en el cual se concluyó que el art. 12 [TRADUCCIÓN] “puede incluso limitarse a las cuestiones penales o cuasi penales” (p. 409). A los fines del presente análisis, estoy dispuesto a presumir que el “trato” en los términos del art. 12 puede incluir a todo lo impuesto por el Estado en un contexto de naturaleza distinta a la penal o cuasi penal. Sin embargo, soy de opinión que la simple prohibición impuesta por el Estado respecto de una cierta acción, sin más, no puede constituir un “trato” en los términos del art. 12. No es necesario deducir de ello que en mi opinión, únicamente las acciones positivas del Estado pueden ser consideradas como tratos en los términos del art. 12; puede que existan situaciones en las que la prohibición de ciertas formas de acción pueda constituir un “trato”, como lo ha dado a entender el juez Dickson del Tribunal de juicio de la Reina de Nuevo Brunswick, en el caso Carlston c. Nuevo Brunswick (Abogado general), reflex, (1989), 43 C.R.R. 105, quien estuvo dispuesto a examinar si la prohibición total de fumar en los establecimientos penitenciarios constituía un “trato” en los términos del art. 12. La distinción entre este caso al igual que los demás precedentemente citados y la situación del caso de autos radica, sin embargo, en que, en los casos citados, el individuo, en cierta forma, se hallaba sometido a un control administrativo particular por parte del Estado. En autos, la recurrente simplemente está sometida a las disposiciones del Código penal, como todos los demás ciudadanos. El hecho de que en razón de la situación personal en la cual ella se encuentra, una prohibición particular la afecte de una manera susceptible de causarle sufrimiento no significa que está sometida a un “trato” impuesto por el Estado. De igual manera, la persona hambrienta, a quien está prohibido bajo sanción penal “hurtar un trozo de pan”, tampoco está sometida a un “trato” en el sentido del art. 12 a raíz de las disposiciones relativas al hurto previstas en el Código, como tampoco el heroinómano a quien está prohibido poseer heroína en virtud de las disposiciones de la Ley sobre estupefacientes, L.R.C. (1985), ch. N-1. Para que la situación constituya un “trato” en el sentido del art. 12, la acción del Estado, sea que se trate de una acción positiva, una omisión o una prohibición, debe desencadenar la puesta en marcha de un proceso estatal más activo, que conlleve el ejercicio del control del Estado sobre el
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individuo. En mi opinión, sostener que, la prohibición prevista en el inc. 241b), sin que la recurrente de manera alguna se halle sometida al sistema administrativo del Estado, se sitúa en los límites del art. 12, forzaría el sentido ordinario de la expresión “contra todo trato” impuesto por el Estado. Por tanto, concluyo que el inc. 241b) no es contrario al art. 12. III. El artículo 15 El magistrado presidente concluye que las personas discapacitadas que son incapaces de suicidarse sin ayuda padecen discriminación contraria al art. 15 por cuanto se ven privadas de una ventaja o sometidas a una desventaja a través del inc. 241b) del Código penal. Esta aplicación del art. 15 plantea dos puntos importantes y delicados: (1) ¿Puede la reivindicación formulada por el enfermo en fase terminal que no puede suicidarse sin ayuda fundarse en la razón de que el inc. 241b) constituye una discriminación respecto a todos los discapacitados incapaces de suicidarse sin ayuda? (2) ¿La imposibilidad de escoger el suicidio constituye la privación de una ventaja o la imposición de una desventaja en los términos del art. 15 de la Carta? Estas cuestiones obligarían a la Corte a formular conclusiones fundamentales con respecto al alcance del art. 15. Habida cuenta que soy de opinión que la violación, si es que la hay, se halla justificada en virtud del art. 1 de la Carta, prefiero no pronunciarme acerca de estas cuestiones en el caso de autos. Será mejor examinarlas en un contexto en el cual dilucidarlas resulte esencial. En lugar de ello, presumiré que se ha verificado una violación al art. 15 y examinaré la aplicación del art. 1 de la Carta. IV. El artículo 1 Estoy de acuerdo con el magistrado presidente en decir que el inc. 241b) se funda en un “objetivo legislativo manifiestamente urgente y real” basado en el respeto a la vida humana, un valor fundamental de la Carta, y el deseo de protegerla. He analizado el objetivo del inc. 241b) en el presente voto al momento de referirme al art. 7. En lo que hace a la proporcionalidad, el segundo punto a considerar a los fines del art. 1, sería difícil sostener que la prohibición de la ayuda al suicidio carezca de nexo racional con el objetivo del art. 241b). El magistrado presidente no lo refuta. El inc. 241b) protege a las personas contra el control de otros sobre su vida. La introducción de una excepción a esta protección universal a favor de ciertos grupos crearía una desigualdad. Como he intentado demostrarlo en mi análisis del art. 7, esta protección encuentra su fundamento en un importante consenso, entre los países occidentales, entre las organizaciones médicas y en el seno de nuestra propia Comisión de reforma del derecho, acerca de que el mejor medio para proteger eficazmente la vida de las personas vulnerables de la sociedad consiste en prohibir, sin excepciones, la ayuda al suicidio. Los intentos de flexibilizar esta posición a través de la introducción de excepciones no han obtenido resultados satisfactorios y tienen de sostener la teoría del “dedo en la llaga”. La formulación de garantías destinadas a prevenir los abusos igualmente dio resultados insatisfactorios y no han logrado disipar los temores de que la flexibilización de una norma clara establecida por la ley debilitaría la protección de la vida y conduciría a la utilización abusiva de las
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excepciones. Conviene reiterar el pasaje del reciente Documento de trabajo de la Comisión de reforma del derecho que ya ha sido citado anteriormente: En este caso concreto, debe constatarse una vez más que la razón probable que ha llevado al legislador a no realizar excepciones a favor de los agonizantes, se funda en el temor de excesos o abusos que una flexibilización de la ley podría ocasionar. Como en el caso del homicidio por compasión, la despenalización se basaría en el carácter humanitario del motivo que ha llevado a la persona a proporcionar ayuda, consejo o aliento. Como en el caso del homicidio por compasión, la ley puede, no obstante, temer legítimamente a las dificultades que puedan presentarse para demostrarla motivación real el autor del acto. Lo que precede permite además responder al argumento según el cual la disposición atacada cuenta con un alcance excesivo. No existen medidas que permitan asegurar, con todas las garantías que se quieran, la plena realización del objetivo perseguido por la ley; en primer lugar, porque este objetivo se extiende a la protección de la vida de los enfermos en fase terminal. Como ya lo he explicado antes, este objetivo busca en parte disuadir a los enfermos en fase terminal de escoger la muerte antes que la vida. En segundo lugar, si ésta última consideración puede sustraerse al objetivo de la ley, no tenemos ninguna garantáis de que la excepción vaya a ser concebida de manera a limitar la supresión de la vida a los enfermos en fase terminal que desean morir con toda sinceridad. Estoy completamente de acuerdo con el magistrado presidente en que el Parlamento debe disponer de un cierto margen de actuación para tratar esta cuestión “controvertida” y “repleta de elementos morales”. En tales circunstancias, la cuestión planteada, retomando las palabras del magistrado La Forest, citadas por el magistrado presidente, en el caso Tétreault-Gadoury c. Canadá (Comisión del trabajo y la inmigración), 1991 CSC 12, [1991] 2 R.C.S. 22, p. 44: “¿puede el gobierno demostrar que era razonablemente fundado concluir que era conforme con la exigencia de injerencia mínima?”. Teniendo en cuenta el amplio apoyo que recibe el tipo de legislación atacada en autos y el carácter controvertido y complejo de las cuestiones en juego, concluyo que el gobierno se hallaba razonablemente fundado al concluir que estaba conforme con la exigencia de injerencia mínima. Ello satisface a las exigencias de este aspecto del criterio de proporcionalidad y no es función de esta Corte realizar conjeturas con relación a otras posibles soluciones que se ofrecen al Parlamento. Teniendo en cuenta lo que antecede, estoy convencido que el último punto del criterio de proporcionalidad, el equilibrio entre la restricción y el objetivo gubernamental, ha sido igualmente respetado. Concluyo, así pues, que en autos, cualquier violación del art. 15, si las hubiere, se encuentra claramente justificada en virtud del art. 1 de la Carta. V. Dispositivo Comparto los sentimientos expresados por los jueces de la Corte de apelaciones de Columbia Británica, el presente caso resulta espantoso desde un punto de vista personal. Experimento la más profunda simpatía para con la recurrente y su familia así como, estoy convencido, todos mis colegas, y estoy consciente de que el rechazo de su petición por parte de esta Corte apeligra impedirla controlar las circunstancias de su
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muerte. Sin embargo, he concluido que la prohibición prevista en el inc. 241b) no resulta contraria a las disposiciones de la Carta. En consecuencia, se rechaza la apelación sin costas. Las cuestiones constitucionales reciben las siguientes respuestas: 1. ¿El inc. 241b) del Código penal de Canadá viola, total o parcialmente, los derechos y libertades protegidos por los arts.7 y 12 y por el núm. 15(1) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Respuesta: No, salvo en lo que respecta al art. 15 cuya violación se presume. 2. En caso afirmativo, ¿la violación referida, se halla justificada en virtud del art. 1 Carta canadiense de los derechos y libertades, siendo compatible con la Ley constitucional de 1982? Respuesta: En lo que respecta a los arts. 7 y 12, dar respuesta a esta cuestión no resulta necesario. En lo que respecta al art. 15, la respuesta es afirmativa. La opinión que sigue ha sido pronunciada por EL MAGISTRADO PRESIDENTE LAMER (disidente) — I. Los hechos Los hechos del presente caso son simples y bien conocidos. Sue Rodriguez vive en Columbia Británica. Tiene 42 años, es casada y es madre de un niño de ocho años y medio. La señora Rodriguez padece esclerosis lateral aminotrófica (SLA), más conocida con el nombre de mal de Lou Gehrig. Su expectativa de vida se sitúa entre 2 y 14 meses, empero su estado se deteriora rápidamente. Muy pronto, será incapaz de avalar, hablar, caminar y moverse sin ayuda. Perderá, seguidamente la capacidad de respirar sin respirador, de comer sin sufrir gastrostomía, y finalmente, quedará confinada a una cama en forma permanente. La señora Rodriguez conoce su estado, el progreso de la enfermedad y avance inevitable; la misma desea decidir las circunstancias, condiciones y el momento de su muerte. No desea morir, mientras pueda disfrutar la vida. Sin embargo, cuando haya perdido su capacidad de disfrutarla, la misma será físicamente incapaz de poner fin a su vida sin asistencia. La señora Rodriguez solicitó a la Corte suprema de Columbia Británica una resolución que declare la invalidez del inc. 241b) del Código penal, L.R.C. (1985), ch. C-46, inválido en virtud del núm. 24(1) de la Carta canadiense de los derechos y libertades, por violar los derechos que le aseguran los arts. 7, 12 y 15(1) de la misma, y porque, en la medida en que impide a un enfermo en fase terminal darse muerte con ayuda de un médico, el núm. 24(1) es inoperante en los términos de núm. 52(1) de la Ley constitucional de 1982. El juez Melvin de la Corte suprema de Columbia Británica rechazó la demanda: (1992), 18 W.C.B. (2d) 279, [1993] B.C.W.L.D. 347. La Corte de apelaciones de Columbia Británica, con la
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disidencia del juez presidente McEachern, rechazó la apelación interpuesta: 1993 BCCA 1191, (1993), 76 B.C.L.R. (2d) 145, 22 B.C.A.C. 266, 38 W.A.C. 266, 14 C.R.R. (2d) 34, 79 C.C.C. (3d) 1, [1993] 3 W.W.R. 553. II. Las disposiciones legislativas pertinentes El art. 241 del Código penal dispone: 241. Comete hecho punible pasible de pena privativa de libertad de hasta catorce años quien, según el caso: a) aconseje a una persona a darse muerte; b) ayude o incentive a alguien a darse muerte, sin que importe que el suicidio se haya o no llevado a cabo. Las disposiciones pertinentes de la Carta son las siguientes: 1. La Carta canadiense de los derechos y libertades protege los derechos y libertades que enuncia. Ninguno de ellos podrá ser objeto de restricción sino a través de una regla de derecho, dentro de límites que sean razonables y cuya justificación pueda demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática. 7. Todos tienen derecho a la vida y a la seguridad de su persona; no se podrá restringir este derecho excepto cuando sea en conformidad con principios de justicia fundamental. 12. Todos tienen derecho a la protección contra todo trato o pena cruel e inusitada. 15(1). La ley no realiza acepción de personas y se aplica por igual a todos, y todos tienen derecho a la misma protección y al mismo beneficio de la ley, independiente de toda discriminación, especialmente las fundadas en la raza, origen nacional o étnico, el color, la religión, el sexo, la edad, o las discapacidades mentales o físicas. III. Las opiniones de las instancias inferiores
La Corte suprema de Columbia Británica En vista a determinar si se verificó o no una restricción a un derecho o libertad, el juez Melvin examinó la naturaleza del derecho reivindicado por la recurrente, es decir, el derecho de disfrutar de sus últimos momentos de vida con la dignidad propia a un ser humano, de ser dueña del destino de su cuerpo durante su vida y el de escoger el momento, las circunstancias y el medio de su muerte. A la vista del art. 7, el juez Melvin señaló que la recurrente fundaba su argumento no en el “derecho a darse muerte” sino en el derecho a “morir con dignidad”.
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El juez Melvin remarcó que en el caso R. c. Morgentaler, 1988 CSC 90, [1988] 1 R.C.S. 30, la Corte, por mayoría, invalidó el art. 251 del Código que tenía por efecto restringir la capacidad de una mujer de recibir “tratamiento médico” eficaz y oportuno y violaba así su derecho a la seguridad de su persona protegido por el art. 7. Aplicando esta conclusión al presente caso, el juez Melvin se expresó así: [TRADUCCIÓN] Con relación al argumento según el cual el art. 241 viola el derecho de la demandante a la vida, la libertad y a la seguridad de su persona y a su capacidad de efectuar sus elecciones fundamentales, concluyo que el art. 241 carece de incidencia sobre sus derechos. La misma puede llevar adelante su elección; la dificultad radica en los efectos de su enfermedad respecto de la determinación del momento en que el evento cuya realización desea sobrevendrá. A lo mejor, en ausencia del art. 241, la demandante no tendría sino la posibilidad de solicitar a un médico que la ayude a alcanzar su objetivo. Como ningún médico está obligado a realizar la acción perseguida por la demanda de la recurrente, el derecho que busca obtener no podría, por definición, ser ejercido. Además, según el juez de primera instancia, el inc. 24b) constituye un obstáculo al derecho del médico a ayudar a la recurrente. Acordar a la señora Rodriguez una reparación fundada en la Carta equivaldría, en opinión del juez Melvin, a imponer a los médicos la obligación de ayudar a los pacientes que escojan poner fin a su vida, lo que sería [TRADUCCIÓN] “completamente contrario al principio fundamental que sostiene la Carta de derechos y libertades, es decir, el carácter sagrado de la vida humana”. El juez Melvin analizó, acto seguido, el objetivo del art. 7 y las garantías jurídicas constitucionalizadas en la Carta. Concluyó, al respecto, que el art. 7 entra generalmente en juego cuando una persona se enfrenta al sistema judicial y particularmente cuando corres el riesgo de ser detenida o ver que le impongan una pena. Según el juez de primera instancia, la señora Rodriguez, poco importa la conducta que realice, no será alcanzada por el sistema de justicia penal; sino que, antes bien, la parte que la ayude a darse muerte sería la que corra dicho riesgo. Lo que llevó al juez Melvin a observar: [TRADUCCIÓN] Sus elecciones fundamentales con respecto a su vida no se hallan restringidas por el Estado. Su enfermedad, quizá, limita su capacidad de poner en práctica sus decisiones pero, así lo entiendo, ello no equivale a una limitación impuesta por el Estado al derecho a la vida, a la libertad o a la seguridad de su persona. Los intereses que la recurrente busca proteger en el marco del art. 7 no son lo que establecen las formas en que ella puede ser llamada responder por sus actos ante los tribunales. Según el juez de primera instancia, la recurrente solicitaba al tribunal que vaya más allá del dominio judicial para ingresar en el que corresponde al orden público en general, mientras que, en la Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal (Manitoba), 1990 CSC 105, [1990] 1 R.C.S. 1123, esta Corte ordenó a los tribunales que no den dicho paso. El juez Melvin concluyó que es el mal que aqueja a la señora Rodriguez, y no el Estado o el sistema judicial, el que la impide determinar a su voluntad el momento y las circunstancias de su muerte. Además, por tal razón, el juez concluyó que la protección ofrecida por el art. 12 contra los tratos crueles e inusitados no se aplica.
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El juez de primera instancia vio en el caso Burke c. Isla del Príncipe Eduardo, 1991 PESCTD 2746, (1991), 93 Nfld. & P.E.I.R. 356 (C.S.I.P.E.), el único fallo canadiense relativo al status jurídico del suicidio. En dicho caso se afirmó que el art. 7 protege el derecho a la vida no a la muerte. El juez Melvin agregó que [TRADUCCIÓN] “interpretar el art. 7 de manera incluir en el mismo el derecho protegido por la Constitución de quitarse la vida en nombre de la libertad de elección es, en mi opinión, incompatible con el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona”. Estimando que, en autos, ningún derecho constitucional se hallaba en juego en virtud del art. 7 de la Carta, el juez de primera instancia concluyó que la aplicación del art. 241 del Código no viola el art. 7. Con respecto a la demanda de la recurrente fundada en el núm. 15(1), el juez Melvin rechazó la pretensión según la cual, dado que no es ilegal denegar un tratamiento médico que preserve o prolongue la vida, o darse muerte, o precipitarla a través de dosis terapéuticas de analgésicos, la ilegalidad del suicidio llevado a cabo con asistencia de un médico constituye una discriminación ilegal con respecto a los discapacitados físicos que se hallan en la situación de la señora Rodriguez. El juez de primera instancia concluyó: [TRADUCCIÓN] “En mi opinión, el art. 241 no hace diferencia con respecto a los discapacitados físicos. El mismo busca proteger, y no discriminar, en consecuencia soy de opinión que el mismo no viola el referido artículo de la Carta”. Finalmente, pronunciándose en forma incidental, sobre la cuestión de saber si, en caso que una instancia superior concluyera a la violación de la Carta, tal violación estaría justificada en virtud del art. 1, el juez Melvin declaró que el art. 241 constituye una restricción impuesta dentro de un límite razonable, cuya justificación puede ser demostrada en el marco de una sociedad libre y democrática. Estimó que, por una parte, el art. 241 protege a las personas que toman la decisión de poner fin a sus vidas [TRADUCCIÓN] “en un momento de debilidad” y que son particularmente vulnerables a la influencia de otros, y por otra parte, elimina el riesgo de posibles abusos sancionando a quienes, fuera cual fuese su motivación, ayuden o incentiven a una persona a darse muerte.
La Corte de apelaciones de Columbia Británica El juez presidente McEachern, disidente El juez presidente McEachern inició su análisis con un historial de las disposiciones relativas a la ayuda al suicidio en common law y en la ley. En su opinión, la evolución lleva a lo que llamó subsecuentemente [TRADUCCIÓN] “una tendencia médico-jurisprudencial bastante reciente y clara, hacia una humanidad y una sensibilidad mayores con respecto a las dificultades terribles a las cuales hacen frente los ciudadanos en fase terminal” (p. 163). El juez presidente McEachern examinó las diferentes opciones que se ofrecen a los enfermos en fase terminal y que son legales en Canadá, como el derecho a rehusar un tratamiento médico y el de detener los aparatos que permiten sobrevivir. Señaló, no obstante, que si el enfermo en fase terminal escoge darse muerte con la ayuda de un médico, por una parte, el médico cometería un acto ilegal y, por otra, el paciente se expondría a acusaciones de complot y, hasta su deceso, a una acusación de ser parte en el hecho punible cometido por quienes lo hayan asistido. El juez presidente McEachern rechazó la pretensión de la recurrente según la cual la gestión razonable de una enfermedad terminal no da lugar a la aplicación del
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common law precisando que el suicidio asistido por un médico no podría ser considerado como un tratamiento paliativo. Según el juez presidente McEachern, la única vía que se abría a la señora Rodriguez pasaba por la Carta. Tras haber analizado la naturaleza del examen fundado en el objeto de los derechos de la Carta y de su vínculo con la noción de dignidad humana, el juez presidente McEachern afirmó cuanto sigue, p. 158: [TRADUCCIÓN] Teniendo en cuenta la naturaleza de los derechos que, en otros casos, son protegidos por la Carta, no dudo que en virtud de la escala de valores sobre la que reposa la Carta, una persona en fase terminal en la situación de la recurrente amerita la protección en nombre de la libertad o de la seguridad de su persona. Tal protección incluye al menos el derecho de un enfermo en fase terminal a poner fin a sus días y, en mi opinión, obtener ayuda en las circunstancias apropiadas. Constituiría un error, según mi parecer, el ver el presente caso como un conflicto entre la vida y la muerte. La Carta no se refiere únicamente a la vida, sino igualmente a la calidad y a la dignidad de ésta. Como lo veo, la muerte y la manera en que ésta sobreviene forman parte de la vida misma. La conclusión del juez presidente McEachern se apoya principalmente en el caso Morgentaler y particularmente en los pasajes que señalan la flexibilidad de la protección ofrecida por los elementos “libertad” y “seguridad de [l]a persona” del art. 7. En su opinión, cuando se imponen prohibiciones que tengan por efecto prolongar los sufrimientos físicos y psicológicos de una persona, el Estado viola prima facie estos dos elementos del art. 7. El juez presidente McEachern se preguntó enseguida si la violación a los derechos de las personas en fase terminal protegidos por el art. 7 era conforme con los principios de justicia fundamental. El mismo se apoya en el caso Morgentaler para concluir que una disposición que tenga efectos desiguales o manifiestamente inequitativos no es conforme con el elemento de fondo de los principios de justicia fundamental. Por otra parte, fundándose en el caso Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, 1985 CSC 81, [1985] 2 R.C.S. 486, el juez presidente McEachern precisó que, con relación al fondo, la justicia fundamental no se limita a las situaciones descriptas en los arts. 8 al 14 de la Carta. Señaló que, en Vehículos automotores, ya se había dicho que el concepto de justicia fundamental reunía todo lo que razonablemente puede esperarse de una sociedad y de un sistema judicial “fundado en la fe en la dignidad y el valor de la persona humana y la primacía del derecho”. Reconociendo que el presente caso afecta a una categoría de enfermos en fase terminal, el juez presidente McEachern señaló que solo la recurrente se halla ante el tribunal. Constatando la importancia de las cuestiones de principio del presente caso, sin embargo, descartó la idea de que los tribunales deberían renunciar a su obligación de interpretar el derecho y esperar directrices complementarias del legislador. En fin, juzgó que la prohibición tradicional del suicidio en common law era un hecho histórico interesante, pero poco pertinente a los fines del presente caso, remarcando que el legislador derogó su prohibición, excluyéndola del Código en 1972.
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Tras haber descripto la aceptación de que gozan en la sociedad canadiense los cuidados paliativos y su reconocimiento del derecho del moribundo, en caso de hallarse lúcido, a ser dejado en tranquilidad, respondió a la cuestión de saber si se violaron los derechos del enfermo en fase terminal protegidos por el art. 7 conforme a los principios de justicia fundamental de la siguiente manera (p. 164): [TRADUCCIÓN] Lo repito, el art. 7 ha sido adoptado a los efectos de proteger la dignidad humana y la autonomía individual, mientras con ello no se dañe a otros. Habida cuenta de la nobleza de tal objetivo, debe derivarse tanto lógica como jurídicamente que una disposición que imponga un período indefinido de sufrimiento físico y psicológico inútil a una persona que de todas formas se halla cerca de la muerte no puede ser conforme a los principios de justicia fundamental. De esta manera, tal disposición con toda seguridad debe ser declarada como contraria a la justicia fundamental. Habiendo concluido por la violación del art. 7 de la Carta, el juez presidente McEachern no examinó las posibles violaciones del art. 12 y del núm. 15(1). Antes bien, centró su atención en el art. 1 de la Carta para determinar si la violación del art. 7 podía o no justificarse en el marco de una sociedad libre y democrática. Señaló en primer lugar cuán difícil se mostraba encontrar una disposición que priva a una persona del derecho a la libertad o a la seguridad de su persona sin ser conforme a los principios de justicia fundamental que se vea, no obstante, justificada en los términos del art. 1. Este dilema no se ha presentado puesto que concluyó que el art. 241 era incapaz de satisfacer al criterio del caso Oakes. Aunque el art. 241 haya podido ser dictado para responder a un objetivo urgente y real, el juez presidente McEachern resolvió que el mismo, empero, no respetaba la injerencia mínima a los derechos de los enfermos en fase terminal o, en autos, los de la recurrente. En consecuencia, concluyó que la violación del art. 7 a través del art. 241 del Código carecía de justificación. Concluyó que el art 241 era inconstitucional, pero únicamente en la medida en que su aplicación afecta a la recurrente en su situación particular. Reconociendo la distinción realizada entre las reparaciones fundadas en el núm. 24(1) de la Carta y las que se fundan en el núm. 52(1) de la Ley constitucional de 1982, en el caso Schachter c. Canadá, 1992 CSC 74, [1992] 2 R.C.S. 679, el juez presidente McEachern prefirió elaborar, fundándose en el núm. 24(1), una reparación exclusivamente adaptada a la recurrente y estructurada de manera a proporcionar una guía a los futuros accionantes que encuentren en una situación análoga. El juez presidente McEachern, así pues, se inclinó por concluir que el artículo resultaba inoperante en la medida en que afectaba a la recurrente y a cualquier médico que le preste asistencia, y que la misma podía adoptar todas las disposiciones necesarias para darse muerte con ayuda de un médico bajo reserva de las condiciones enunciadas en el siguiente extracto (pp. 168-169): [TRADUCCIÓN] En primer lugar, la recurrente debe ser mentalmente capaz de decidir poner fin a sus días, su capacidad debe ser certificada por escrito por un médico tratante y por un psiquiatra independiente que la haya examinado como máximo 24 horas antes de la puesta en marcha de los medios que permitirán a la recurrente
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poner término a su vida. Estos medios no pueden ser puestos en funcionamiento sino en presencia de un médico. En el certificado, los médicos deben expresar la opinión de que la misma es capaz y que en su opinión, ella realmente desea poner fin a sus días y ha tomado esta decisión con toda consciencia, sin presión ni influencia alguna salvo la que deriva de su propia situación. Para formar su opinión, los médicos pueden tener en cuenta el hecho que la recurrente ha dado a conocer sus intenciones al iniciar este procedimiento y utilizando varios otros medios. Deben, sin embargo, velar que la recurrente no haya cambiado de opinión luego de sus últimas declaraciones. En segundo lugar, los médicos deben certificar que en su opinión, aparte de ser mentalmente capaz, (1) la recurrente se halla en fase terminal y cercana a la muerte, sin que subsista esperanza alguna de mejora; (2) que padece, o sin tratamiento, padecería dolores físicos intolerables o sufrimientos psicológicos graves; (3) que la han avisado y que la misma comprende que le es posible, en todo tiempo, renunciar a su proyecto de dar fin a su vida; y (4) en qué momento, verosímilmente, en su opinión, la recurrente moriría a) si se le administrara un tratamiento paliativo y b) sin que se le administre ningún tratamiento paliativo. Tercero, no menos de tres días hábiles antes que un psiquiatra examine a la recurrente a los efectos de redactar el certificado a los fines mencionados precedentemente, un dictamen debe ser comisionado de la región o distrito en el cual la misma debe ser examinada. El comisionado, o la persona que éste designe, que debe ser médico, puede estar presente en ocasión del examen de la recurrente por un psiquiatra a fin de verificar que la misma efectivamente es mentalmente capaz de decidir y que efectivamente decide dar término a su vida. Cuarto, uno de los médicos que remite un certificado precedentemente mencionado debe reexaminar a la recurrente cotidianamente tras la puesta en marcha de los medios antes mencionados a fin de asegurarse que ésta no ha cambiado de opinión en cuanto a poner fin a sus días. Si la misma se diera muerte, este médico debe proporcionar un segundo certificado al comisionado confirmado que, en su opinión, la recurrente no cambió de opinión. Quinto, nadie puede ayudar a la recurrente a intentar darse muerte o a darse muerte tras la expiración de treinta y un días a contar de la fecha de expedición del primer certificado y, desde la expiración de dicho plazo, todas las medidas tomadas para ayudar a la recurrente a darse muerte deben ser inmediatamente interrumpidos y serán inválidos. La presente condición tiene por objetivo asegurar, en la medida de lo posible, que la recurrente no ha modificado su intención tras ser examinada por un psiquiatra.
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Este límite mucho me perturba pues hubiera preferido que la recurrente pueda escoger libremente el momento en el que desea darse muerte. Sin embargo, no estoy dispuesto a acordar un plazo más extendido porque debo tener en cuenta el hecho que ella puede cambiar de opinión. La misma puede, sin embargo, proceder a su ritmo retardando el momento del examen psiquiátrico hasta que estime que el momento de poner fin a su suplicio se acerca. Si la misma no se diera muerte durante el curso de los treinta y un días siguientes a tal examen, será, pues, posible que no haya tomado su decisión definitiva o, como todos tienen derecho, haya cambiado definitivamente de opinión, o que se vea en la incapacidad de tomar tal decisión. En fin, el acto que le cause la muerte debe ser un acto de la misma recurrente sin ayuda, y no un acto de otro. Estas condiciones han sido redactadas con algo de precipitación habida cuenta de la urgencia que presenta la situación de la recurrente, y no deseo que, en demandas subsiguientes los jueces vean aquí más que directivas. Finalizando, el juez presidente McEachern señaló que la reparación se dirige exclusivamente a la recurrente en su situación excepcional, y que otras personas en igual situación deben dirigirse individualmente al tribunal a los efectos de obtener una orden similar. El juez Hollinrake El juez Hollinrake comparte la opinión del juez presidente en que, por aplicación del inc. 241b) del Código, la recurrente se ve privada de su derecho a la seguridad de su persona según lo protege el art. 7. Sin embargo, en su opinión, esta violación no contraviene a los principios de justicia fundamental. Enuncia su posición en el siguiente pasaje (p. 171): [TRADUCCIÓN] Si es posible que la diferencia entre el suicidio cometido con la asistencia de un médico y los cuidados paliativos sea sostenida desde el punto de vista médico (no necesariamente la profesión con relación a la ciencia), estimo que desde el punto de vista histórico y filosófico la diferencia es a la vez marcada e importante. El juez Hollinrake precisó que los principios de justicia fundamental deben anclarse en el marco legislativo, social y filosófico de nuestra sociedad. Citando un conjunto de informes de asociaciones médicas e informes de la Comisión de reforma del derecho, se fundó en la historia legislativa y médica del art. 241 del Código para concluir que el peso de la opinión médica y la intención del Parlamento privilegian la conservación de la prohibición del suicidio cometido con la asistencia de un médico. Señaló la distinción que persiste entre tratamientos paliativos, que buscan atenuar el dolor a fin de mejorar la calidad del fin de la vida de una persona en fase terminal, y el suicidio cometido con la asistencia de un médico que busca poner fin a la vida.
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Seguidamente analizó el caso Morgentaler. En su opinión, este caso puede distinguirse del de autos pues, en el caso del aborto, una excepción adoptada en 1968 legalizó esta actividad en ciertas circunstancias. Por el contrario, la prohibición del suicidio cometido con la asistencia de un médico siempre ha sido absoluta. Por tal razón, el juez Hollinrake arribó a la siguiente conclusión: [TRADUCCIÓN] En autos, la ley no ha reconocido que el suicidio cometido con la asistencia de un médico se halle aceptado por la opinión de la sociedad contemporánea. La situación sería distinta si el legislador hubiera sancionado una excepción a la prohibición de ayudar a una persona a suicidarse, como lo hizo en el caso Morgentaler. La diferencia radica en el hecho de que la disposición legislativa indica una iniciativa tomada por el legislador y en el hecho de que podríamos sostener que la posición legislativa revela el consenso público acerca de esta controvertida cuestión. Debe prestarse atención a las críticas según las cuales cuando los tribunales afirman que incumbe al legislador legislar, se sustraen al pleno alcance del poder que les ha sido confiado bajo el régimen de la Carta. Sin embargo, soy de opinión que, en los campos en que se oponen opiniones públicas extremas y en los cuales se plantean consideraciones fundamentalmente filosóficas y no jurídicas, hay lugar a dejar la cuestión en las manos del legislador como en el pasado ha sido el caso. Hasta que la opinión del legislador, de la profesión médica y de la sociedad permitan franquear dicha línea (como lo fue en forma relativa el caso de la reforma social llevada a cabo en Morgentaler), el juez Hollinrake no vio motivo alguno que justifique declarar la inconstitucionalidad del art. 241. En su opinión, el principio rector que sostiene la opinión de la sociedad acerca de esta cuestión siempre ha sido, y aún lo es hoy, el carácter sagrado de la vida. Agregó que la recurrente en autos es [TRADUCCIÓN] “una de las personas a las cuales el inc. 241b) tiene por misión proteger” (p. 180). Aunque el juez Hollinrake haya sostenido que el inc. 241b), era conforme a la Carta, no obstante, debió comentar el modo de reparación propuesto por el juez presidente McEachern. El juez Hollinrake vio en ella una modificación que se introducía al inc. 241b), modificación que, según su parecer, invadía consideraciones políticas histórica y legalmente reservadas en forma exclusiva al Parlamento. Sin embargo, aunque se pronunció por rechazar la apelación, agregó que, si hubiera concluido que la violación de la seguridad de la persona de la recurrente era contraria a los principios de justicia fundamental, no habría dudado en adherirse a la posición del juez presidente McEachern. La jueza Proudfoot Aunque concluyó lo mismo que el juez Hollinrake, la jueza Proudfoot restringió su análisis a la interpretación y aplicación del caso Morgentaler en autos. En su opinión, el mismo no planteaba las cuestiones traídas a conocimiento en el presente caso pues se refería exclusivamente a la cuestión del acceso limitado a un tratamiento médico. En su parecer, [TRADUCCIÓN] “evidentemente, la muerte constituye la antítesis de la garantía de la ‘vida, la libertad y la seguridad de su persona’ que consagra el art. 7” (p. 182).
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Por otro lado, la jueza Proudfoot remarcó que el caso Morgentaler fue dictado en un contexto de derecho penal. La idea que la misma señora Rodriguez se exponga a acusaciones de complot y, por consiguiente, a las sanciones del derecho penal, le pareció desprovista [TRADUCCIÓN] “de toda apariencia de realidad”. En consecuencia, en su opinión, la petición llevada ante el tribunal intentaba eximir a una persona desconocida de una eventual responsabilidad penal – una reparación que, de acuerdo a su posición, no se halla autorizada en derecho por ningún precedente o autoridad. Finalmente, la jueza Proudfoot expresó su acuerdo con la Comisión de reforma del derecho de que la presente constituye esencialmente una cuestión de política cuya resolución corresponde al Parlamento. Al opinar por el rechazo de la apelación, afirmó cuanto sigue (p. 186): [TRADUCCIÓN] En mi opinión, a excepción de los aspectos jurídicos y procesales, no conviene que un tribunal resuelva, a petición de una sola persona, las grandes cuestiones religiosas, éticas, morales y sociales propias del presente caso, fundándose en una prueba de afidávit. La prueba sustancial que nos ha sido remitida no nos permite evaluar el nivel de consenso en Canadá con relación al suicidio asistido [...] Soy de opinión que corresponde al Parlamento interpretar el pulso de la población. IV. Las cuestiones constitucionales El 25 de marzo de 1993, una providencia de esta Corte enunció las siguientes cuestiones constitucionales: 1.
¿El inc. 241b) del Código penal de Canadá viola, total o parcialmente, los derechos y libertades protegidos por los arts.7 y 12 y por el núm. 15(1) de la Carta canadiense de los derechos y libertades?
2.
En caso afirmativo, ¿la violación referida, se halla justificada en virtud del art. 1 Carta canadiense de los derechos y libertades, siendo compatible con la Ley constitucional de 1982?
V. Análisis Concluyo que el inc. 241b) del Código penal es contrario al núm. 15(1) de la Carta. En efecto, estimo que las personas discapacitadas que se ven o se verán en la imposibilidad de dar fin a su vida sin asistencia padecen discriminación por efecto de la referida disposición pues, al contrario de las personas que son capaces de darse muerte, ellas están privadas de la posibilidad de escoger al suicidio. Concluyo además que el art. 1 de la Carta no otorga ninguna justificación al inc. 241b) del Código penal. En mi opinión, los medios escogidos para alcanzar el objetivo legislativo, la prevención de abusos eventuales, no imponen la menor restricción razonablemente posible al derecho a la igualdad consagrada por el núm. 15(1) de la Carta. Habida cuenta de mis conclusiones relativas al núm. 15(1), no me pronunciaré acerca de la constitucionalidad de la disposición atacada en el marco de los arts. 7 y 12 de la Carta.
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(1) El núm. 15(1) de la Carta a)
Método de análisis
En el caso Andrews c. Colegio de abogados de Columbia Británica, 1989 CSC 2, [1989] 1 R.C.S. 143, esta Corte definió la forma de abordar el derecho a la igualdad que prevé el núm. 15(1) de la Carta. El magistrado McIntyre, a cuya opinión adhirió la mayoría con relación a la cuestión del sentido y alcance del art. 15, propuso un análisis en tres etapas a los efectos de determinar si se produjo o no una violación a la Carta. La primera de ellas consiste en verificar si se ha violado uno de los derechos a la igualdad previstos en dicha disposición. Se trata esencialmente de saber si la ley establece distinciones entre grupos o categorías de personas sobre la base de sus características personales. Si se constata tal desigualdad, la segunda etapa consiste en determinar si la misma constituye discriminación. En caso afirmativo, su justificación se analiza en función al art. 1 de la Carta. En la primera etapa del análisis, el magistrado McIntyre señaló en primer lugar el carácter esencialmente comparativo del delicado concepto de igualdad (p. 164): Es un concepto comparativo cuya materialización no puede ser alcanzada o percibida sino comparando la situación con otras que se presentan en el contexto socio-político en el que se plantea la cuestión. Sin embargo, rechazó la idea según la cual la igualdad necesariamente implica que las personas que se hallan en situaciones análogas deben ser tratadas en forma análoga, conocida como el criterio de la igualdad formal. Sostuvo lo siguiente (p. 164): Sin embargo, debemos reconocer desde el principio que toda diferencia en el trato entre los individuos ante la ley no necesariamente producirá una desigualdad y, además, que un trato idéntico puede, con frecuencia, engendrar graves desigualdades. Así las cosas, el magistrado McIntyre hizo suyas las siguientes palabras que el magistrado Dickson (más tarde magistrado presidente) había redactado en el caso R. c. Big M Drug Mart Ltd., 1985 CSC 69, [1985] 1 R.C.S. 295, p. 347: La igualdad necesaria para sostener la libertad de religión no exige que todas las religiones reciban idéntico tratamiento. En efecto, la verdadera igualdad bien puede exigir que ellas sean tratadas de distinta manera. El magistrado McIntyre precisó enseguida que no todas las desigualdades dan lugar a la aplicación del núm. 15(1), sino que sólo lo hacen las desigualdades que originan “discriminación”. Afirmó lo siguiente (p. 172): El artículo 15 consagra al mismo tiempo que el derecho a la igualdad ante la ley y en la ley así como el derecho a la misma protección y al mismo beneficio que emana de la ley deben existir independientemente a toda discriminación. La discriminación es
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inaceptable en una sociedad democrática pues encarna los peores efectos de la denegación de la igualdad y la discriminación consagrada por la ley resulta particularmente repugnante. La peor forma de opresión resulta de las medidas discriminatorias que cuentan con fuerza de ley. Lo que el art. 15 sanciona es una garantía contra el referido mal. El magistrado McIntyre tuvo por aplicable la siguiente definición de “discriminación” (p.174): Afirmaré, pues, que la discriminación puede ser descripta como una distinción, intencional o no, pero fundada en motivos referentes a las características personales de un individuo o de un grupo de individuos, que tiene por efecto imponer a dicho individuo o grupo cargas, obligaciones o desventajas no impuestas a otros o impedir o restringir el acceso a las posibilidades, beneficios y ventajas ofrecidas a los demás miembros de la sociedad. En el caso R.c. Turpin, 1989 CSC 98, [1989] 1 R.C.S. 1296, la magistrada Wilson volvió a tratar la cuestión de la discriminación, y afirmó (pp. 1331-1332): Para determinar si existe discriminación por razones vinculadas a características personales de un individuo o grupo, es necesario examinar no sólo la disposición legislativa atacada que establece la distinción contraria al derecho a la igualdad, sino que también es necesario analizar el conjunto de los contextos: social, político, económico y jurídico... ... En consecuencia, solamente al examinar el contexto general un tribunal de justicia puede determinar si la diferencia de trato engendra una desigualdad o si, por el contrario, la identidad de trato es la que engendra, a causa del contexto particular, una desigualdad o presenta una desventaja. En mi opinión, la constatación de discriminación requerirá a menudo, pero quizá no siempre, indagar la desventaja que existe independientemente de la distinción jurídica atacada. En el caso R. c. Swain, 1991 CSC 104, [1991] 1 R.C.S. 933, resumí de la siguiente manera el método de análisis a seguir respecto a una demanda fundada en el núm. 15(1) (p. 992): El tribunal debe, antes que nada, examinar si el recurrente ha demostrado que no de los cuatro derechos fundamentales a la igualdad le ha sido violado (la igualdad ante la ley, la igualdad en la ley, igual protección de la ley, iguales beneficios emanados de la ley). Este análisis se referirá sobre todo a la cuestión de saber si la ley realiza (intencionalmente o no) entre el recurrente y otras personas una distinción fundada en sus características personales. Seguidamente, el tribunal debe indagar si la violación del derecho ha dado lugar a una “discriminación”. En este punto se indagará en gran parte acerca de la
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cuestión de saber si el trato distinto tuvo por efecto imponer cargas, obligaciones o desventajas no impuestas a otros o impedir o restringir el acceso a las posibilidades, beneficios y ventajas ofrecidas a otros. Además, para determinar si se ha producido una violación a los derechos que el núm. 15(1) reconoce al recurrente, el tribunal debe considerar si la característica personal en cuestión se halla afectada por las razones enumeradas en esta disposición o por razones análogas, a los efectos de asegurarse que la demanda corresponde al objetivo general del art. 15, es decir, corregir o impedir la discriminación contra grupos de víctimas de estereotipos, desventajas históricas o prejuicios políticos o sociales en la sociedad canadiense. Antes de pasar a la aplicación de estos principios al inc. 241b) del Código penal, resulta útil agregar algunas precisiones acerca de los conceptos de discriminación involuntaria y discriminación resultante de un efecto perjudicial. b) La discriminación involuntaria y la discriminación resultante de un efecto perjudicial En el caso Andrews, el magistrado McIntyre confirmó que, en el contexto del derecho a la igualdad reconocido en la Carta, los tribunales deben aplicar la posición adoptada frente a diversas leyes de derecho humanos, a saber que los individuos no solamente se hallan protegidos contra la discriminación voluntaria y directa, sino también contra la discriminación involuntaria o indirecta. En el caso Comisión de derechos humanos de Ontario c. Simpsons-Sears Ltd., 1985 CSC 18, [1985], el magistrado McIntyre explicó, a propósito del Código de derechos humanos de Ontario, que la intención de discriminar no es requerida para dar aplicación a las disposiciones anti discriminación de dicha ley, puesto que su objetivo no es sancionar al autor de la discriminación, sino más bien corregir la situación (p. 547): El Código persigue la supresión de la discriminación. Allí se halla la evidencia. Sin embargo, la vía principal de proceder consiste no en sancionar al autor de la discriminación, sino, antes bien, en ofrecer una vía de recurso a las víctimas de la discriminación. Es el resultado o el efecto de la medida contra la cual se presenta la queja lo que verdaderamente importa. Si la misma efectivamente origina discriminación, si tiene por efecto imponer a una persona o a un grupo de personas obligaciones, penas o condiciones restrictivas no impuestas a los demás miembros de la sociedad, entonces la misma será discriminatoria. Una distinción fundada en un motivo prohibido, aún efectuado sin intención de privar de una ventaja o beneficio a una persona o a una categoría de personas, podría, pues, constituir discriminación en el contexto de las leyes sobre derechos humanos. De igual manera, el magistrado McIntyre estableció que, para desencadenar la aplicación del Código de derechos humanos de Ontario, no era necesario demostrar la que la ley atacada crea directa y expresivamente distinciones fundadas en un motivo ilícito. Una regla aparentemente neutra podría igualmente constituir discriminación si tuviera por efecto
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crear tales distinciones. Es el concepto de discriminación resultante de un efecto perjudicial, definido y explicado por magistrado McIntyre en los siguientes términos: Este tipo de discriminación se produce cuando un empleador adopta, por razón de negocios verdaderos, una regla o norma que a primera vista se muestra neutra y que se aplica por igual a todos los empleados, pero que tiene efecto discriminatorio por un motivo prohibido únicamente para un empleado o un grupo de empleados en cuanto les impone, a raíz de una característica especial, obligaciones, penas o condiciones restrictivas no impuestas a los demás empleados. Esencialmente por las mismas razones que sostienen a la conclusión que la intención de establecer una discriminación no resulta un elemento necesario de la discriminación proscrita por el Código, soy de opinión que esta Corte puede considerar que la discriminación resultante de un efecto perjudicial, descripta en el presente voto, resulta contraria al Código. Una condición laboral adoptada honestamente por buenas razones económicas o de negocios, aplicable por igual a todos a quienes afecta, puede resultar discriminatoria si afecta a una persona o grupo de personas de una manera distinta con relación a las demás personas a las cuales puede aplicarse. No cabe duda alguna que, tras el caso Andrews, esta teoría se aplica igualmente en el contexto del núm. 15(1) de la Carta. En este caso, el magistrado McIntyre retomó la definición de discriminación al que arribó en el caso Simpson-Sears, cit., e igualmente insistió en la necesidad de considerar, cuando se realiza un análisis en virtud del núm. 15(1), el efecto de la disposición atacada. Afirmó lo siguiente (p. 165): Para aproximarnos al ideal de una igualdad completa y entera ante la ley y en la ley – y en los asuntos humanos una aproximación es todo lo que puede esperarse – la principal consideración de la ley debe ser el efecto de la ley para con el individuo o el grupo afectado. Reconociendo que siempre habrá una variedad infinita de características personales, aptitudes, derechos y méritos en quienes se hallan sometidos a una ley, es necesario alcanzar el máximo grado de igualdad, beneficio y protección y evitar la imposición de más restricciones, sanciones o cargas a unos más que a otros. En otras palabras, según el ideal que resulta imposible de ser alcanzado, una ley destinada a aplicarse a todos no debería, por razón de diferencias personales no pertinentes, tener un efecto más coactivo o menos favorable para unos que para otros. No solamente el núm. 15(1) impone al gobierno una vigilancia aumentada en el establecimiento de distinciones expresas o directas sobre el fundamento de características personales, sino que también es necesario que las leyes igualmente aplicables a todos puedan restringir el derecho a la igualdad consagrado en dicha disposición y que puedan, pues, ser justificadas en los términos del art.1. Aun imponiendo medidas universales, el gobierno debe tener en cuenta las diferencias que existen entre los individuos y asegurarse, en la medida de lo posible, que las medidas adoptadas no tendrán, en razón de características personales no pertinentes, repercusiones más pesadas para con ciertas categorías de personas que para el resto de la población. Dicho en otros términos, para
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favorecer el objetivo de una sociedad más igualitaria, el núm. 15(1) se opone a que las autoridades políticas dicten medidas sin considerar su posible efecto respecto de categorías de personas que son desfavorecidas. c)
El inc. 241b) del Código penal
Aplicando los mismos principios que vengo de exponer, concluyo que el inc. 241b) del Código penal viola el derecho a la igualdad previsto en el núm. 15(1) de la Carta. Esta disposición da lugar, en efecto, a una desigualdad puesto que impide a las personas físicamente incapaces dar fin a su propia vida sin ayuda escoger el suicidio, mientras que esta opción, en principio, se halla abierta al resto de la población. Esta desigualdad, por otra parte, se impone a personas incapaces de dar fin a sus días sin ayuda, a raíz de una deficiencia física, una característica personal que se encuentra entre los motivos de discriminación enumerados por el núm. 15(1) de la Carta. Además, la desigualdad puede, en mi opinión, ser calificada como carga o desventaja puesto que limita la capacidad de las personas que son víctimas de tomar decisiones fundamentales relativas a su vida y su persona. Para ellas, el principio de la autodeterminación ha sido limitado. (i) Desigualdad Parece evidente que el inc. 241b) del Código penal da origen a una desigualdad en cuanto impide a las personas incapaces de suicidarse sin asistencia escoger este gesto respetando la legalidad, mientras que las personas capaces de poner fin a sus días, sin asistencia, pueden decidir suicidarse sin contravenir a las leyes de Canadá. Desde 1972, la tentativa de suicidio ya no constituye un hecho punible en Canadá (Ley de 1972 modificatoria del Código penal, S.C. 1972, ch. 13, art. 16). Estoy de acuerdo en que el inc. 241b) jamás ha tenido por objeto crear esta desigualdad y que a primera vista esta disposición, que no contiene ninguna distinción fundada en las características personales, trata a todos los individuos de igual manera. Por las razones anteriormente invocadas, ello no permite, sin embargo, descartar el argumento según el cual esta disposición engendra una desigualdad. Aunque ello no hubiera constituido la intención del legislador, e incluso si el inc. 241b) no contiene ninguna medida específicamente aplicable a las personas incapacitadas, se muestra evidente que estas personas, quienes son incapaces de suicidarse sin asistencia, se ven afectadas más directamente que otras, por razón de su discapacidad, por el inc. 241b) del Código penal. De paso, tomo nota que la Corte de apelaciones de Saskatchewan, en el caso Canadian Odeon Theatres Ltd. c. Comisión de derechos humanos de Saskatchewan, 1985 SKCA 183, [1985] 3 W.W.R. 717, demostró correctamente, en el contexto de la discriminación fundada en una deficiencia física, que es absurdo sostener que no existe discriminación cuando las personas impedidas reciben el mismo trato que el resto de la población. Refiriéndose a tal argumento, el juez Vancise afirmó (p. 741): [TRADUCCIÓN] Si esta interpretación de la discriminación en los términos del inc. 12(1)b) es justa, entonces el derecho a no ser objeto de discriminación fundada en una deficiencia física se halla desprovisto de sentido. Si esta interpretación es correcta, no puedo ver ninguna situación en la cual una persona impedida venga a ser víctima de discriminación en la utilización de los arreglos, servicios e instalaciones abiertos al público. Por otra parte, se estimará entonces
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que el propietario de un espacio público que ofrezca a las personas impedidas baños similares a los que se ofrece a la población en general u ofrezca servicios que una persona en silla de ruedas no pueda utilizar ha cumplido con su obligación en los términos del Código. En mi opinión, la persona impedida no se beneficia de una igual oportunidad de utilizar las instalaciones o servicios que no le resultan de utilidad. El trato idéntico no necesariamente significa un trato igual o ausencia de discriminación. En breve, si a primera vista, las personas incapaces de suicidarse y las que pueden hacerlo son tratadas en forma igual por el inc. 241b) del Código penal, no es menos cierto que son tratadas de manera desigual pues, por efecto de esta disposición las personas incapaces de suicidarse sin asistencia se hallan privadas de toda posibilidad de suicidarse de una manera que no resulte ilegal, mientras que el inc. 241b) no tiene este efecto para con las personas capaces de poner fin a sus días sin asistencia. De esta manera, es necesario determinar si tal desigualdad se muestra discriminatoria. Antes de examinar la cuestión, estimo, sin embargo, necesario agregar algunas palabras acerca del alcance de la desigualdad creada por el inc. 241b) del Código penal. He ahí una cuestión muy difícil. En mi opinión, es preferible, en el contexto de la presente apelación, guardarnos de definir en forma demasiado amplia el alcance de la desigualdad a la que da origen el inc. 241b) del Código. Realmente, solo ha sido demostrada ante esta Corte, según lo veo, la desigualdad que padecen las personas afectadas por una discapacidad grave y que se hallan absolutamente privadas, como será el caso de la recurrente, de toda posibilidad de darse muerte sin asistencia, aun en la hipótesis en que todos los medios habituales de suicidarse se hallen a su disposición. Prefiero no pronunciarme sobre la situación de las personas afectadas con discapacidades menos graves, cuyo estado físico puede ciertamente complicar el acceso a los medios habituales de suicidio, pero que son capaces, si estos medios fueran puestos a su disposición, de cumplir el gesto. No deseo pronunciarme sobre esta situación, y prefiero abstenerme ante la ausencia de datos que indiquen que, en materia de acceso a los métodos de suicidio, las personas discapacitadas se hallan en una situación que difiere radicalmente de la del resto de la población. Igualmente se plantea, en esta situación, la cuestión de la definición de “deficiencias físicas” en los términos del núm. 15(1) de la Carta. Estimo, pues, que el inc. 241b) tiene un efecto desigual para con las personas que son o serán incapaces de suicidarse, aun en la hipótesis en que todos los medios habituales sean puestos a su disposición. ¿Constituye discriminación esta desigualdad? A los efectos de determinar si la desigualdad creada por el inc. 241b) del Código penal constituye discriminación, es necesario antes que todo determinar si esta disposición tiene por efecto imponer a ciertas personas o grupos de personas una desventaja o carga, o incluso privarlas de una ventaja o beneficio. Enseguida, debe determinarse si tal privación se impone a raíz o por efecto de una característica personal enumerada en el núm. 15(1) de la Carta o bien en una característica análoga. (ii) Desventaja o carga ¿El hecho de no poder darse muerte respetando la legalidad, constituye una desigualdad o carga según los términos del núm. 15(1) de la Carta?
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Es necesario precisar, en primer lugar, que la ventaja de la cual la recurrente pretende que ha sido privada no radica en la opción de cometer suicidio como tal. Ella no sostiene que el suicidio constituye un beneficio del cual se vería privada por efecto del inc. 241b) del Código penal. La recurrente, antes bien, sostiene que se verá privada del derecho a escoger el suicidio, de su capacidad de decidir por sí misma la conducción de su vida. En el caso Turpin, cit., esta Corte ha reconocido que el hecho de ser privado del derecho a escoger podría constituir una desventaja o carga en el contexto de un análisis en virtud del núm. 15(1) de la Carta. La diferencia de trato en cuestión derivaba de la posibilidad que tenían ciertos acusados, pero de la cual estaban privados los recurrentes, de escoger que el juicio se desarrolle únicamente ante el juez o un juicio por jurados. Concluyendo que la pérdida de este derecho podría desfavorecer a los recurrentes, la magistrada Wilson hizo suyas las palabras de la Corte de apelaciones de Ontario, que había afirmado (pp. 1329-1330): [TRADUCCIÓN] En autos, no se trata de decidir si una forma de juicio presenta mayores ventajas que otra, es decir, si una persona acusada por homicidio se halla mejor protegida en un juicio por jurados o en un juicio realizado únicamente ante el juez. Se trata, más bien, de determinar si el hecho de contar con dicha elección constituye una ventaja en los términos de un beneficio de la ley. El señor Gold, que representa a los recurridos en autos, da a entender que el hecho de poder realizar esta elección, “la posibilidad de escoger el modo de juicio” constituye la ventaja que tienen las personas acusadas por homicidio en Alberta con relación a las personas acusadas por homicidio en el resto de Canadá. Debemos aceptar esta pretensión. [Cursiva en el original] El derecho a escoger en cuestión aquí, es decir, el derecho a escoger el suicidio, ¿puede ser descripto como una ventaja de la cual la recurrente se vería privada? En mi opinión, esta Corte debe responder a esta cuestión haciendo abstracción de las consideraciones filosóficas y teológicas que animan el debate acerca de la moralidad del suicidio o de la eutanasia. Debemos abordar la cuestión que nos ha sido sometida desde una perspectiva jurídica (Tremblay c. Daigle, 1989 CSC 33, [1989] 2 R.C.S. 530), sin olvidar que la Carta consagra el carácter esencialmente laico de la sociedad canadiense y el lugar central que ocupa la libertad de consciencia en el funcionamiento de nuestras instituciones. Como lo ha dicho el magistrado Dickson en el caso Big M Drug Mart, cit., p. 336: Una sociedad verdaderamente libre puede aceptar una gran diversidad de creencias, de gustos, de puntos de vista, de costumbres y de normas de conducta. Una sociedad libre busca asegurar a todos la igualdad con respecto al disfrute de las libertades fundamentales y esto lo afirmo sin apoyarme en el art. 15 de la Carta. Y agregó más adelante, p. 346: ...es necesario remarcar que la insistencia en la consciencia y el juicio individual igualmente se sitúa en el centro mismo de nuestra tradición política democrática. La posibilidad que tiene cada ciudadano de tomar decisiones claras y libres constituye la condición sine qua non
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de la legitimidad, de la aceptabilidad y de la eficacia de nuestro sistema de auto determinación. En materia de medicina, el common law reconoce en amplia medida el derecho de cada uno de tomar decisiones relativas a su propia persona, más allá de las consecuencias, graves a veces, de estas elecciones. Recientemente, en el caso Ciarlariello c. Schacter, 1993 CSC 138, [1993] 2 R.C.S. 119, el magistrado Cory, en nombre de la Corte, reafirmó el derecho del paciente a decidir los tratamientos que aceptará (p. 135): No olvidemos que todo paciente tiene derecho al respeto de la integridad de su persona, lo que incluye el derecho a decidir si, en qué medida, aceptará someterse a actos médicos. Cada uno tiene derecho a decidir aquello a lo cual se someterá a su cuerpo y, por ende, de rehusar un tratamiento médico al cual no ha consentido. Este concepto de la autonomía individual constituye un elemento básico del common law... El common law, como la misma Carta en varias de sus disposiciones, reconoce, pues, la importancia fundamental de la autonomía individual y de la autodeterminación en nuestro sistema jurídico. Ello no significa que estos valores son absolutos. El núm. 15(1) exige, sin embargo, en mi opinión, que las restricciones impuestas a estos valores fundamentales sean repartidas con cierta igualdad. En este contexto, y sin pronunciarme acerca del valor moral del suicidio, me veo llevado a concluir que el hecho de que las personas incapacitadas de poner fin a su propia vida no puedan escoger el suicidio porque legalmente no tienen acceso a asistencia para hacerlo, constituye – en el plano jurídico – una desventaja según los términos del núm. 15(1) de la Carta. ¿Se funda esta desventaja en una característica personal prevista en el núm. 15(1)? d) Característica personal En el caso Andrews, cit., el magistrado McIntyre afirmó que la primera característica de la discriminación es que se trata de una “distinción fundada en motivos relativos a características personales de un individuo o grupo de individuos” (p. 174). ¿Podemos afirmar que la distinción, en autos, está “fundada” en motivos vinculados a una característica personal a las que se refiere el núm. 15(1)? En mi opinión si, como lo da a entender el magistrado McIntyre, el núm. 15(1) debe aplicarse a la discriminación resultante de un efecto perjudicial, no es necesario considerar de manera excesivamente literal la definición formulada en el caso Andrews. Hago mías, al respecto, las palabras del juez Linden, que en disidencia, afirmó lo siguiente en el caso Egan y Nesbit c. Canadá, 1993 CAF 2947, [1993] 3 C.F. 401, p. 196: Si una distinción debe fundarse en motivos relativos a características personales del individuo o del grupo para constituir discriminación, las palabras “fundada en” no significan que la distinción debe haber sido concebida por referencia a dichos motivos. Al contrario, lo que debe ser examinado es la manera en que esta distinción afecta al individuo o grupo con respecto a sus características personales...
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En otras palabras, la diferencia de trato estar íntimamente vinculada a la característica personal de la persona o grupo de personas. En autos, la existencia de tal vínculo está fuera de toda duda. Únicamente en razón de sus deficiencias físicas las personas incapaces de darse muerte por sí mismas se hallan desigualmente afectadas por el inc. 241b) del Código penal. La distinción se halla, pues, incuestionablemente fundada en esta característica personal. ¿Se trata de una característica prevista en el núm. 15(1)? Las deficiencias físicas se cuentan entre las características personales enumeradas en el núm. 15(1) de la Carta. Así, pues, no resulta necesario interrogarnos largamente acerca de los vínculos que existen entre el motivo de distinción aquí en causa y el objetivo general del art. 15, a saber la eliminación de la discriminación respecto a grupos de víctimas de estereotipos, desventajas o prejuicios. Nadie podría pensar en contestar seriamente el hecho de que los discapacitados son objeto de tratos desfavorables en la sociedad canadiense, hecho que confirma la mención de esta característica personal entre los motivos ilícitos de discriminación enumerados en el núm. 15(1) de la Carta. En el caso Andrews, cit., el magistrado McIntyre afirmó (p. 175): Los motivos enumerados traducen [...] las prácticas de discriminación más corrientes, las más clásicas y verosímilmente más destructivas socialmente y deben, según el núm. 15(1), recibir una atención particular. No es necesario abocarnos a una larga demostración a fin de demostrar que las personas físicamente discapacitadas al punto de no poder dar fin a su vida sin asistencia, aun suponiendo que todos los medios habituales de suicidio sean puestos a su disposición, se subsumen en la categoría de personas que padecen deficiencias físicas en los términos del núm. 15(1) de la Carta, que no define la expresión “deficiencia física”. Las personas limitadas a tal punto en su movimiento constituyen incluso, en cierta medida, el ejemplo típico de lo que se entiende en el lenguaje corriente por persona físicamente impedida. Prefiero diferir para otra ocasión la carga de definir, a los fines del núm. 15(1), el sentido de la expresión “deficiencia física”. Por otra parte, es evidente que la categoría de personas que padecen deficiencias físicas es más amplia que la de las personas incapaces de dar fin por sí mismas a su propia vida. En otras palabras, el inc. 241b) del Código penal tiene por efecto tratar desigualmente a ciertas personas que padecen deficiencias físicas, no a todas, y sin dudas, no a todas las personas que padecen deficiencias físicas. El hecho de que ello no constituya un obstáculo a un recurso en virtud del núm. 15(1) me parece haber sido claramente establecido en los casos Brooks c. Canada Safeway Ltd., 1989 CSC 96, [1989] 1 R.C.S. 1219, y Janzen c. Platy Enterpises Ltd., 1989 CSC 97, [1989] 1 R.C.S. 1252. En el caso Brooks la cuestión a decidir era si un tratamiento desfavorable a raíz de un embarazo podía ser asimilado a una medida discriminatoria fundada en el sexo. Respondiendo al argumento de que ello no era el caso porque no todas las mujeres estaban afectadas por la referida medida, el magistrado presidente Dickson afirmó (p. 1247): El argumento según el cual la discriminación fundada en el embarazo no puede equivaler a la discriminación fundada en el sexo porque no todas las mujeres están embarazadas al mismo tiempo no me convence. Aunque la discriminación fundada en el embarazo no pueda golpear a una parte identificable, no puede afectar a nadie que
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se halle fuera de este grupo. Una gran cantidad, si no la mayor parte, de los casos de discriminación poseen esta característica. Como numerosos casos y numerosos autores lo sostienen, esta realidad no hace que la medida resulte menos discriminatoria. En el caso Janzen, esta Corte debía determinar si el acoso sexual constituye una forma de discriminación fundada en el sexo. La Corte de apelaciones arribó a la conclusión que, habida cuenta que no todas las mujeres estaban afectadas por tal comportamiento, de éste no derivaba ninguna discriminación. El magistrado presidente Dickson rechazó este argumento en los siguientes términos (p. 1289): Si fuera necesario, para que se tenga por demostrada la discriminación, que todos los miembros del grupo afectado se vean tratados de idéntica manera, la protección legislativa contra la discriminación tendría poco valor. En efecto, rara vez ocurre que una medida discriminatoria sea tan perfectamente expresada que se aplique de manera idéntica a todos los miembros del grupo afectado. e)
Conclusión
Por las razones expresadas, concluyo que el inc. 241b) del Código penal viola el derecho a la igualdad previsto en el núm. 15(1) de la Carta. Esta disposición da lugar a un efecto discriminatorio con relación a las personas incapaces de suicidarse sin ayuda, aun en el caso que todos los medios habituales de suicidio sean puestos a su disposición, porque en razón de una característica física no pertinente, la capacidad de las mismas de tomar decisiones fundamentales relativas a su vida y a su persona se halla sujeta a restricciones que no son impuestas a los demás miembros de la sociedad canadiense. Pasaré ahora al examen del inc. 241b) en función al art. 1. (2) El art. 1 a)
Introducción
Habida cuenta que he concluido que el inc. 241b) del Código viola el art. 15 de la Carta, debo ahora determinar si esta violación halla justificación en los términos del art. 1. Al Estado incumbe demostrar que la justificación de una violación a un derecho protegido por la Carta puede ser sostenida en el marco de un país libre y democrático. El test al cual debe satisfacer el Estado bajo el régimen del art. 1 se halla ahora bien establecido y consiste en dos puntos inicialmente enunciados en el caso R. c. Oakes, 1986 CSC 46, [1986] 1 R.C.S. 103. El primer punto se refiere a la validez del objetivo legislativo y el segundo a la de las medidas adoptadas para alcanzarlo. b) El objetivo legislativo La recurrente no parece negar que la disposición en cuestión busque proteger a las personas susceptibles de dejarse influenciar por otras al momento de decidir si pondrán o no fin a sus días, en qué momento y en qué manera. El juez de primera instancia se refirió a este elemento esencial en los siguientes términos: [TRADUCCIÓN] ...el individuo que, en un momento de debilidad o cuando se halle incapaz de reaccionar o plantear juicios de valor, se
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expone a la voluntad de quien, animado con las mejores o las peores intenciones, lo ayude y aliente a darse muerte. El art. 241 protege al joven inocente, al incapaz mental, al deprimido y a todos los miembros de nuestra sociedad que, en un particular momento de sus vidas, piensan, por el motivo que sea, que deben dar fin a su vida. Adhiero a dicha interpretación. No obstante, aunque el inc. 241b) haya estado siempre destinado a proteger a las personas vulnerables, el contexto en el cual se aplica ha sido modificado en 1972, cuando el legislador derogó el hecho punible de tentativa de suicidio que hasta entonces se hallaba previsto en el Código penal. La prueba indica que la derogación del hecho punible de tentativa de suicidio tradujo la opinión predominante en la sociedad según la cual el suicidio correspondía más a la política social y sanitaria que a la justicia penal. El legislador reconoció así que la amenaza de privación de libertad no se mostraba como una firma disuasión a la persona determinada a suicidarse. Estimo, por otra parte, que la derogación del hecho punible de tentativa de suicidio demuestra que el Parlamento no estaba listo para asegurar la protección de un grupo que reunía un gran número de personas vulnerables (quienes desean suicidarse) a pesar de la voluntad libremente ejercida de una persona decidida a poner fin a sus días. La autodeterminación fue, desde entonces, el factor primordial en la reglamentación estatal del suicidio. Si no se podía demostrar ninguna injerencia ni intervención externa, la tentativa de suicidio ya no podía originar responsabilidad penal. Por el contrario, si la injerencia e intervención externa fueran demostradas y, si la prueba de la autodeterminación fuera menos fiable, el tipo penal de ayuda al suicidio podía entrar en juego. Sin embargo, como ya lo dije antes, a pesar de ser neutro en apariencia, en su aplicación, el inc. 241b) tenía ahora un efecto perjudicial respecto a la elección que se ofrece a los impedidos físicos, cuya capacidad de ejercer su autodeterminación depende de la ayuda al suicidio. En otros términos, ¿podemos afirmar que conservando el inc. 241b) tras haber derogado la tentativa de suicidio, el legislador desea reconocer la primacía de la autodeterminación sólo para las personas físicamente capaces? Estas son las delicadas cuestiones que plantea la conservación del tipo penal de ayuda al suicidio tras la derogación de la tentativa de suicidio. El objetivo del inc. 241b) debe igualmente ser analizado en el contexto más general del régimen jurídico que rige al control que pueden ejercer los individuos sobre el momento y las circunstancias de su muerte. Por ejemplo, reconocemos ahora que los pacientes pueden prohibir al médico que les administre algún tratamiento esencial para la conservación de su vida (Malette c. Shulman, reflex, (1990), 72 O.R. (2d) 417 (C.A.)); de igual manera, los pacientes que reciben cuidados que les permitan permanecer con vida pueden exigir al médico que los interrumpa (Nancy B. c. Hôtel-Dieu de Québec, reflex, [1992] R.J.Q. 361 (C.S.)), aun cuando estas decisiones sean susceptibles de causar directamente la muerte. Estas decisiones se fundan en la promoción de la autonomía individual; véase, Ciarlariello, cit., p. 135. El derecho de un individuo a ser el amo de su propio cuerpo no deja de existir por el solo hecho de que éste dependa ahora de otros para los cuidados físicos de su cuerpo; en efecto, esta forma de autonomía es pues, a menudo, esencial para el sentimiento de confianza en sí y de dignidad de un individuo. Como lo ha dicho en pocas palabras R. Dworkin en su reciente estudio, Life’s Dominion: An Argument About Abortion, Euthanasia and Individual Freedom (1993), p. 217: [TRADUCCIÓN]: “Hacer morir a una persona de una manera que los demás aprueban, pero que ésta estima como una contradicción horripilante de su vida, constituye una forma de tiranía devastadora y odiosa”.
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Deseo, no obstante, señalar que, en nuestra sociedad, el derecho a la autodeterminación en materia de integridad corporal jamás es absoluto. Si no puede imponerse restricción alguna al derecho del paciente para rehusar o interrumpir un tratamiento, existen límites a los tratamientos que éste puede exigir, y a los cuales se halla legalmente habilitado a otorgar su consentimiento. El tratamiento paliativo, por ejemplo, administrado para mitigar el dolor o el sufrimiento en la fase terminal de una enfermedad, aunque tenga por efecto abreviar considerablemente la vida, no necesariamente se ofrece a una persona que padezca una enfermedad crónica pero cuya muerte no se muestre inminente: véase, M.A. Somerville, “Pain and Suffering at Interfaces of Medicine Law”, (1986), 36 U.T.L.J. 286, pp. 299-301. La más importante de estas restricciones se encuentra en el art. 14 del Código penal, que niega a todos el derecho a consentir a que la muerte le sea infligida. Por otra parte, se halla demostrado que en common law, existen circunstancias en las cuales el consentimiento de un individuo a ser objeto de ciertos actos no será reconocido: R. c. Jobidon, 1991 CSC 77, [1991] 2 R.C.S. 714. A la vista de tales restricciones, concluyo que el objetivo del inc. 241b) del Código puede ser perfectamente definido como la protección de las personas vulnerables, sea que consientan o no, contra la intervención de otros en sus decisiones relativas a la planificación y ejecución de su suicidio. El principio de la preservación de la vida es el que sostiene al objetivo legislativo. El inc. 241b) se funda, pues, en un objetivo legislativo manifiestamente urgente y real. Por tal razón, estimo que el mismo satisface al primer punto del test establecido en el caso Oakes. Me apresuro, sin embargo, en agregar que la derogación de la tentativa de suicidio revela que el legislador ya no preservará la vida humana por encima del derecho a la autodeterminación de las personas físicamente capaces. Debo ahora determinar si, dada la importancia del objetivo legislativo, el legislador ha privado justificadamente a las personas impedidas de su derecho a la autodeterminación en igual medida. c)
La proporcionalidad
El segundo punto del test aplicable en el marco del art. 1 consiste en determinar si existe un equilibrio razonable entre el objetivo legislativo y las medidas adoptadas para arribar al mismo. Este análisis reúne a tres elementos. El primero exige que las medidas adoptadas para alcanzar el objetivo legislativo sean racionales y equitativas y que no sean arbitrarias. En virtud del segundo elemento, los medios deben imponer la menor restricción posible al derecho en cuestión. En fin, es necesario, de acuerdo al tercer elemento, determinar si la restricción resulta suficientemente proporcional a la importancia del objetivo perseguido. La restricción a un derecho o libertad que protege la Carta carecerá de justificación en los términos del art. 1 si no satisface a cada uno de los tres elementos. (i) Nexo racional El primer elemento del criterio de proporcionalidad exige que las medidas adoptadas hayan sido rigurosamente concebidas para alcanzar el objetivo legislativo. ¿Podemos afirmar que la disposición que prohíbe a alguien ayudar o alentar a otro a darse muerte ha sido cuidadosamente concebida para proteger a las personas vulnerables? El gobierno sostiene que la prohibición absoluta de la ayuda al suicidio es necesaria puesto que en la práctica, es imposible determinar los motivos que llevan a una persona a ayudar a otra a darse muerte. En otras palabras, no puede distinguirse a la persona animada de compasión de aquellas deshonestas. Por otro lado, vista la naturaleza irrevocable del suicidio, el gobierno sostiene que en cualquier estado de causa, es necesario y justificado
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restringir el derecho a la autodeterminación de ciertos discapacitados físicos a los efectos de asegurar la protección de todos los que, bajo presión o constreñimiento, corren peligro de darse muerte. Estimo que la prohibición de la ayuda al suicidio cuenta con un nexo racional con el objetivo que consiste en proteger a las personas vulnerables que, quizá, aspiran a poner punto final a sus vidas. El inc. 241b) tiene por efecto manifiesto imponer sanciones penales a quienes, utilizando la coacción “ayuden” a una persona a suicidarse. La restricción de esta prohibición a quienes tienen necesidad de ayuda para poner fin a sus vidas constituye, en cierta manera, una medida irracional pues se funda en la insostenible hipótesis de que quienes requieren ayuda para darse muerte necesariamente resultarán los más vulnerables a la coacción u otra forma de influencia abusiva. De ahí que, la disposición legislativa no permita establecer una distinción entre quienes han escogido libremente poner punto final a sus vidas y quienes, quizá, padecen la presión o coacción de otros. De esta manera, se impone la vulnerabilidad a todos aquellos que se ven en la incapacidad física de suicidarse sin ayuda y esta categoría entera de personas se encuentra, por consiguiente, privada del derecho a escoger el suicidio. Esta situación presenta, no obstante, una dificultad relativa menos a la racionalidad de las medidas adoptadas por el Estado para realizar su objetivo que al alcance excesivo de las medidas adoptadas. Las personas vulnerables efectivamente están protegidos en virtud del inc. 241b), pero igualmente lo están, parecería, quienes no son vulnerables, que no desean la protección del Estado, y que de toda manera se halla sometido a la aplicación del 241b) únicamente por razón de sus deficiencias físicas. El segundo elemento del criterio de proporcionalidad resuelve de manera satisfactoria la cuestión del alcance excesivo de las medidas en tales circunstancias. (ii) Injerencia mínima Según el segundo elemento del criterio de proporcionalidad, la disposición en cuestión de haber sido cuidadosamente concebida como para imponer la menor restricción razonablemente posible a los derechos a la igualdad de la recurrente. En el caso Irwin Toy Ltd. c. Québec (Procurador general), 1989 CSC 87, [1989] 1 R.C.S. 927, esta Corte estableció una distinción entre los casos en los cuales el Estado juega el rol de “adversario singular”, como cuando actúa en los casos penales, y los casos en los que desempeña un rol de “conciliación de reivindicaciones contrarias de grupos o individuos” (p. 994). El caso Irwin Toy, como lo indica el pasaje que a continuación se cita, sostiene que, en el marco del art. 1, es necesario mayor flexibilidad ante una disposición legislativa que tienda a establecer un equilibrio entre intereses opuestos que ante una disposición que busque principalmente perseguir hechos punibles (p. 993): Para hallar el punto de equilibrio entre grupos concurrentes, la elección de los medios, así como el de los fines, a menudo exige la evaluación de pruebas científicas contradictorias y de peticiones legítimas pero contrarias respecto al reparto de recursos limitados. Las instituciones democráticas buscan que todos compartamos la responsabilidad de estas difíciles decisiones. Así, cuando los tribunales se ven llamados a controlar los resultados de las deliberaciones del legislador, sobre en materia de protección de grupos vulnerables, deben tener presente la función representativa del poder legislativo.
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El caso que nos ocupa no deriva de un proceso penal; el Estado no se constituye en “adversario singular”. Incluso, a la luz de ciertos hechos que nos han sido presentados, no se muestra cierto que se formularán acusaciones contra quien sea. Ninguna de las partes puede asegurar que la señora Rodriguez efectivamente recurrirá a algún tipo de asistencia para suicidarse al momento en que se halle físicamente incapaz de poner fin a sus días sin ayuda. La misma puede escoger vivir su vida sin ninguna intervención. Puede escoger dar término a su vida mientras aún sea capaz de hacerlo sin asistencia. En la Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal, cit., que se refería a una disposición del Código penal que traducía un compromiso político fundado en los valores morales, afirmé que el Parlamento debe contar con un cierto margen de apreciación en sus decisiones políticas: El rol de esta Corte no consiste en evaluar posteriormente la sabiduría de las decisiones políticas nuestros legisladores. La prostitución, y más precisamente la solicitud en vista a la prostitución, constituye una cuestión particularmente controvertida y, por el momento, cargada de elementos morales, que exigen sopesar presiones políticas contradictorias. La cuestión que esta Corte de dilucidar no radica en determinar si el Parlamento sopesó estas presiones e intereses de manera sabia, sino más bien si el límite que éste impuso a un derecho o una libertad que reconoce la Carta es razonable y justificado. Podemos igualmente calificar al hecho punible de ayuda al suicidio como “controvertido” y “cargado de elementos morales”; sería, pues, injusto para esta Corte circunscribir indebidamente las opciones que se presentan al Parlamento en un análisis de las “presiones políticas contradictorias” que forjan su decisión. En el caso R. c. Chaulk, 1990 CSC 34, [1990] 3 R.C.S. 1303, p. 1343, sostuve que “éste [el legislador] quizá no ha escogido el medio menos restrictivo entre todos para arribar a su objetivo, empero ha escogido entre una gama de medios de naturaleza a imponer la menos restricción posible al inc. 11d). Entre esta variedad de medios, es prácticamente imposible saber, y menos con seguridad, cuál de ellos afecta en menor medida a los derechos protegidos por la Carta”. (Subrayado en el original). Además, hay lugar a determinar en autos si se ha impuesto la menor restricción razonablemente posible a los derechos a la igualdad de la recurrente. Para hacerlo, esta preocupación de decisiones complejas y delicadas que se pide al Parlamento entre diferentes opciones políticas razonables, de las cuales algunas arriesgan violar los derechos de un particular o de un grupo más que los de otros, no significa que el Parlamento puede, cuando lo juzgue necesario, afectar a discreción los derechos protegidos por la Carta. Como el magistrado La Forest lo ha observado en el caso Tètreault-Gadoury c. Canadá (Comisión del trabajo y la inmigración), 1991 CSC 12, [1991] 2 R.C.S. 22, p. 44: No obstante, no es necesario decir, que la deferencia demostrada al gobierno que legisla en estas materias no le perite infringir impunemente los derechos que corresponden a un individuo en los términos de la Carta. Si el gobierno no puede demostrar que era razonablemente concluir que estaba conforme a la exigencia de la injerencia mínima al buscar alcanzar sus objetivos, la ley será invalidada. Así, en el caso Re Blainey and Ontario Hockey Association, 1986 ONCA 145, (1986), 54 O.R. (2d) 513, la Corte de apelaciones de
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Ontario juzgó qu el núm. 19(2) del Código de derechos humanos (1981) de Ontario, L.O. 1981, ch. 53, que permite la discriminación fundada en el sexo en las organizaciones y actividades deportivas no pudo ser justificado en virtud del art. 1. En nombre de la mayoría, el juez Dubin (pues tal era su título al momento) señaló, p. 530, que el amplio alcance del núm. 19(2) era desproporcionado a los fines perseguidos y que el gobierno no había realizado esfuerzo alguno por justificar que se trataba de un límite razonable al derecho a la igualdad. Se ha sostenido que, si la ayuda al suicidio fuera autorizada incluso en casos limitados, se daría lugar a que el homicidio de una persona discapacitadas o en fase terminal sea fácilmente percibido como una ayuda al suicidio y que las personas más vulnerables se vean, en efecto, más expuestas a esta seria amenaza. Efectivamente, quizá existan motivos para inquietarse. Infelizmente, nuestra sociedad parece conceder cada vez menos importancia a la vida de quienes, a causa de la enfermedad o de la edad, ya no son amos de su propio cuerpo. Tales sentimientos, lamentablemente, son compartidos frecuentemente por las personas físicamente impedidas, quienes a menudo se perciben solo como una carga y fuente de gastos para su familia o el conjunto de la sociedad. Por otra parte, como lo ha hecho notar la interviniente COPOH (Coalición de organizaciones provinciales, ombudsman des handicapés) en su memorial, [TRADUCCIÓN] “[l]as actitudes y estereotipos negativos con relación a la ausencia de valor y calidad propias a la vida de una persona impedida resultan particularmente peligrosas en este contexto puesto que tienden a hacer pensar que un suicidio ha sido cometido en respuesta a estos factores antes que en respuesta a la presión, la coacción o la fuerza”. Se teme principalmente que la despenalización de la ayuda al suicidio acentúa el riesgo de que las personas discapacitadas sean manipuladas por otras personas. Este argumento del “dedo en la llaga” parece ser el fundamento principal de la recomendación de la Comisión de reforma del derecho de Canadá de no derogar la disposición en cuestión. La Comisión se expresó de la siguiente manera en el Documento de trabajo 28, Eutanasia, ayuda al suicidio e interrupción de tratamientos (1982), p. 53: El argumento principal y determinante para la Comisión es, siempre en el plano de la política legislativa, el relativo a los posibles abusos. Existe, primero que todo, un peligro real de que el procedimiento puesto a punto para permitir matar a quienes se sientan como una carga para sí mismos, se vea progresivamente desviado de su objetivo primero, y que también sirva eventualmente para eliminar a quienes resultan una carga para los demás o para la sociedad. Allí reside el argumento del dedo en la llaga que, por ser conocido, no por ello es menos real. Existe además el peligro de que, en muchos casos, el consentimiento a la eutanasia no sea verdaderamente un acto perfectamente libre y voluntario. Si bien comparto esta profunda inquietud respecto a las presiones hábiles y abiertas que tales personas corren el riesgo de padecer en caso de despenalizarse la ayuda al suicidio, aun en casos limitados, no creo que una disposición legislativa que restringe el derecho a la igualdad de un grupo desventajado pueda ser justificada únicamente en base a tales conjeturas, por bien intencionadas que ellas se muestren. Peligros similares a los señalados antes existían igualmente respecto a la tentativa de suicidio. Es imposible conocer
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el grado de presión o intimidación que una persona físicamente capaz pueda haber padecido para que resuelva darse muerte. En verdad, no sabemos ni podemos simplemente prever la extensión de las consecuencias que la despenalización de una cierta forma de ayuda al suicidio vaya a tener respecto de la persona físicamente impedida. Lo que conocemos, y no podemos pasar por alto, es la angustia de quienes se encuentran en la situación de la señora Rodriguez. Respetar el consentimiento de estas personas necesariamente implica el riesgo de que éste haya sido obtenido irregularmente. El rol del sistema jurídico en estas circunstancias consiste en ofrecer garantías para que el consentimiento en cuestión sea tan independiente e informado como sea razonablemente posible. El argumento del “dedo en la llaga” no puede, en mi opinión justificar que, por su alcance excesivo, el Código penal afecte no solamente a las personas que pueden ser vulnerables a la presión de otras, sino también a personas que no demuestran vulnerabilidad alguna y, en el caso de la recurrente, a personas que, según una prueba positiva, manifiestan libremente su consentimiento. Sue Rodriguez es y permanecerá mentalmente capaz. Ella ha testificado ante las instancias inferiores el hecho de que ella sola, tras haber consultado con sus médicos, desea decidir por sí misma el momento y las circunstancias de su muerte. No veo razón alguna para no se la crea, y el ministerio público tampoco ha indicado que la misma se halla injustamente influenciada por otro. La señora Rodriguez igualmente ha señalado que es libre y desea permanecer libre y no utilizar la posibilidad de poner fin a su vida si así lo decidiera. En autos, se trata de determinar si está justificada la decisión del legislador de negarle la posibilidad de ejercer esta elección en forma legal, como podría hacerlo toda persona físicamente capaz. Si el inc. 241b) restringe los derechos a la igualdad de todas las personas que son físicamente incapaces de darse muerte sin ayuda, la elección, para una persona mentalmente capaz, pero físicamente impedida, que padece por otro lado una enfermedad fatal, es, creo yo, diferente a la elección que se ofrece a la persona cuya discapacidad no resulte fatal; en otros términos, para la señora Rodriguez, trágicamente, la elección no radica entre vivir en su estado actual o morir, sino más bien en escoger el momento y la forma de morir de una muerte inexorablemente inminente. Sin embargo, al establecer esta distinción, no deseo decir que los enfermos en fase terminal se hallan a salvo de la vulnerabilidad ni que resulta menos probable que sean influenciados por intervención de otra persona, sin que importen mucho los motivos de ésta. En realidad, existe prueba abundante de que las personas que se hallan en esta situación se ven sujetas a ciertas formas de vulnerabilidad a las cuales otras no lo están. Por otro lado, no debemos presumir que la persona físicamente impedida que escoge el suicidio actúe únicamente en razón de su incapacidad. Es necesario reconocer que personas mentalmente capaces que se dan muerte lo hacen por razones muy diversas, independientemente de su estado físico o esperanza de vida. La ley en su forma actual, no tiene en cuenta los riesgos e intereses particulares que pueden entrar en juego en contextos diferentes. La Comisión de reforma del derecho recurrió a la distinción ente estos diferentes contextos para justificar su recomendación de no despenalizar la ayuda al suicidio en su Documento de trabajo 28, op. cit., p. 61: ...la prohibición del art. 224 no se halla restringida únicamente al caso del paciente en fase terminal por el cual podemos sentir simpatía, ni al caso de su médico o uno de sus allegados que lo ayuda a poner fin a
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su sufrimiento. El artículo es mucho más general. Se aplica a una variedad de situaciones respecto de las cuales es difícil sentir simpatía. ¿Qué decir, por ejemplo, para reprender un hecho que recientemente ha ocurrido, la incitación al suicidio colectivo? ¿Qué decir de quien, aprovechándose del estado depresivo de otra persona, la lleva al suicidio para extraer de ello un beneficio pecuniario? ¿Cómo juzgar el gesto de quien, conociendo las tendencias suicidas de un adolescente, le proporciona medicamentos en dosis suficientes para matarlo? No podemos afirmar que en estos casos el “cómplice” no es moralmente reprochable. Tampoco podemos concluir que el derecho penal debería abstenerse de sancionar tales conductas. Despenalizar completamente la ayuda, consejo e incitación al suicidio no resulta, pues, una política válida en el plano general. Estoy de acuerdo en que es importante distinguir entre el caso de una persona a la que se ayuda en su decisión de darse muerte y el caso en que la misma decisión resulta de la influencia de otra persona. Sin embargo, no veo como la prevención de abusos en un contexto debe resultar en la restricción del derecho a la autodeterminación en otro. No me convence el argumento del gobierno que parece indicar que es imposible concebir una disposición legislativa que se sitúe entre la despenalización completa y la prohibición absoluta. En mi opinión, existe una gama de opciones entre las cuales el Parlamento puede escoger a los efectos de salvaguardar los intereses de las personas vulnerables asegurando a las personas físicamente impedidas un derecho igual a la autodeterminación. Los criterios que permitan verificar que el consentimiento de la señora Rodriguez es libre e independiente, enunciados en el voto disidente del juez presidente McEachern en la Corte de apelaciones, parecen destinados a responder a tales preocupaciones, aunque afecten únicamente a los enfermos en fase terminal. Poco importan las garantías que el Parlamento pueda desear adoptar, estimo, sin embargo, que una prohibición absoluta, que no tiene en cuenta al individuo o a las circunstancias de la causa, no puede satisfacer a la obligación constitucional del gobierno de imponer la menor restricción razonablemente posible a los derechos de las personas físicamente impedidas. Como el inc. 241b) no satisface a la norma de la injerencia mínima del criterio de proporcionalidad no es necesario que me pronuncie acerca del tercer elemento del criterio. En consecuencia, concluyo la disposición, que viola el art. 15, no halla justificación en los términos del art. 1. (3) La reparación Teniendo en cuenta que he concluido que la violación del art. 15 no halla justificación en el marco del art. 1, debo ahora determinar la medida correctiva que mejor convenga. a)
Interpretación amplia/Interpretación atenuada
Ni la interpretación amplia ni la interpretación atenuada constituyen reparaciones apropiadas en autos. En efecto, habida cuenta que la incompatibilidad radica en el carácter general de la prohibición prevista en el inc. 241b), no podemos hacerla aceptables desde el punto de vista constitucional disociando una parte de la disposición u otorgándole una interpretación atenuada. Con respecto a la interpretación amplia, las directivas que mencioné en el caso Schachter c. Canadá, cit., indican que esta medida no
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conviene, dada la gama de mecanismos de recambio entre los cuales la Corte debe escoger. En otras palabras, la mejor forma constitucional de alcanzar el legítimo objetivo legislativo, dejando aparte la prohibición absoluta, no resulta evidente. Elaborar un “código” relativo al suicidio asistido, que se aplicaría durante un período indeterminado tras la presente decisión, ciertamente no sería compatible con la decisión del Parlamento de imponer una prohibición absoluta. Por otra parte, esta solución suscitaría serias inquietudes acerca de los roles respectivos de los tribunales y del legislador. b) Declaración de invalidez La más corriente medida correctiva frente a una disposición legislativa juzgada incompatible con la Carta, cuando ni la interpretación atenuada ni la interpretación amplia se muestran convenientes, está dada por una declaración indicando que, en adelante, la misma será inoperante. Esta Corte, sin embargo, reconoció que una declaración de invalidez inmediata no siempre es deseable, particularmente cuando, como en autos, la disposición persigue un objetivo importante, pero cuenta con un alcance excesivo: si esta Corte declara inmediatamente inoperante a la disposición, las personas a la que el gobierno constitucional podría proteger con el auxilio de una disposición mejor adaptada y que efectivamente deben ser protegidas, quedarán sin protección alguna. Tal situación sin lugar a dudas podría representar un “peligro para el público”, de acuerdo al sentido conferido a esta expresión en los casos Swain y Schachter, cits. Por tal razón, soy de opinión que el efecto de la declaración que indica que el inc. 241b) en adelante es inoperante debe suspenderse por un período suficiente de modo a permitir al Parlamento deliberar acerca de esta cuestión tan delicada. En mi opinión, un período de un año a contar de la fecha de esta sentencia debería dar al Parlamento el necesario para determinar, dado el caso, la naturaleza de la disposición que debe reemplazar al inc. 241b). Si la presente declaración de invalidez, cuyos efectos han sido suspendidos, debe ofrecer una reparación a quienes se hallan afectados por la disposición tras el período de suspensión, es, no obstante, necesario acordar, en autos, una reparación a la señora Rodriguez. En el caso Nelles c. Ontario, 1989 CSC 77, [1989] 2 R.C.S. 170, analicé el sentido de la expresión “tribunal competente” del núm. 24(1), e indiqué que “crear un derecho sin prever una reparación es contrario a uno de los objetivos de la Carta que permite asegurar que los tribunales otorguen reparaciones en caso de violación a la Constitución” (p. 196). Hasta ahora, la jurisprudencia no ha definido con claridad el status y los derechos explícitos de las personas sometidas a la ley durante la suspensión de la declaración de invalidez, pues esta Corte nunca ha debido pronunciarse sobre el caso de una persona privada de una reparación individual porque la disposición legislativa atacada lo fuera en virtud del art. 52 de la Ley constitucional de 1982 antes que en virtud del núm. 24(1) de la Carta. En el caso Swain, redactando por la mayoría, sostuve que las disposiciones del Código penal que autorizan la detención por período indeterminado de una persona absuelta por enajenación mental violaba la Carta, pero se decidió suspender el efecto de la declaración de invalidez por un “período transitorio de seis meses”. No obstante, me permití elaborar el régimen legislativo que se aplicaría durante el mismo limitando las órdenes de detención a una duración de 30 a 60 días. Igualmente autoricé a las partes a presentar una petición a la Corte a los efectos de solicitar la extensión del período transitorio o la modificación del régimen instituido. Como pronuncié el término del procedimiento y considerando que el teniente-gobernador de Ontario ordenó la
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cancelación de la orden de detención y la liberación incondicional de Swain, no fue necesario pronunciarme sobre el caso particular del mismo. Por consiguiente, el caso Swain, indica que la ley que es objeto de una declaración de invalidez cuyo efecto se halla suspendido no necesariamente se aplica en todos sus aspectos inconstitucionales y que, bajo el régimen del art. 52, la Corte es competente para dictar un fallo declaratorio dotado de las condiciones que ella estima justas y necesarias para anular el efecto de la violación durante el curso del período de suspensión. La posibilidad de que una forma de reparación individual inmediata sea acordada durante el curso de un período de suspensión ha sido igualmente propuesta en casos subsiguientes. En el caso Schachter, analicé a profundidad la relación entre las reparaciones previstas en el núm. 24(1) y el art. 52. Reconocí que era posible suspender una declaración de invalidez, señalando (p. 716) que se trataba de una “cuestión seria” puesto que, cuando la invalidez deriva de una violación de la Carta, nos vemos llevados a “permitir que se prolongue durante un cierto tiempo una situación que ha sido juzgada contraía a los principios consagrados por la Carta”. Reconociendo que “pueden existir buenas razones pragmáticas para autorizar tal estado de cosas en casos particulares”, indiqué seguidamente que existía un cierto margen de apreciación destinado a atenuar dicho resultado (p. 720): Raras veces habrá lugar a una reparación en virtud del núm. 24(1) de la Carta al mismo tiempo que una medida tomada en virtud del art. 52 de la Ley constitucional de 1982. [...] En consecuencia, si el efecto de la declaración de invalidez se halla temporalmente suspendido, tampoco habrá a menudo lugar a una reparación en virtud del art. 24. Permitir una reparación fundada en el art. 24 durante el período de suspensión equivaldría a conceder un efecto retroactivo a la declaración de invalidez. [El subrayado es mío] Habida cuenta que antes de la vista del caso Schachter ante esta Corte, el Parlamento había derogado y luego reemplazado la disposición legislativa en cuestión, no fue necesario pronunciar ninguna declaración ni acordar una reparación inmediata. El presente caso plantea por primera vez ante esta Corte la necesidad de acordar una reparación a una persona conjuntamente con una declaración de invalidez cuyo efecto se halla suspendido. Soy de opinión que conviene acordar a la señora Rodriguez, durante el período de suspensión, una reparación que se ha dado en llamar “exención constitucional”. En opiniones incidentes, esta Corte ha reconocido la posibilidad de acordar una exención constitucional cuando una disposición legislativa válida resulta por otra parte, o temporalmente, inconstitucional en su aplicación respecto de un grupo particular. En el caso Big M Drug Mart, cit., p. 315, el magistrado Dickson distinguió las situaciones de la persona jurídica que ataca la validez de una ley en virtud del inc. 2a) de la Carta y de la persona física que tiene creencias religiosas, determinando entonces que la persona jurídica tenía derecho a atacar la ley pues “una cosa es pretender que la ley es inconstitucional en sí misma, y otra es reclamar una ‘exención constitucional’ de la aplicación de una ley válida que es contraria a sus principios religiosos”. En el caso R. c. Edwards Books and Art Ltd., 1986 CSC 12, [1986] 2 R.C.S. 713, el magistrado presidente
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Dickson volvió a referirse a la reparación conocida como “exención constitucional”, describiendo así la decisión anterior (p. 783): En el caso Big M Drug Mart Ltd., la mayoría de la Corte no ha negado la posibilidad de acordar a ciertas personas, en ciertos casos, una “exención constitucional” de la aplicación de una ley válida que se contradice con su libertad de religión. Diversos magistrados de la Corte también se refirieron a la noción de exención constitucional enunciada por el magistrado presidente Dickson. En el caso Rocket c. Real colegio de cirujanos dentistas de Ontario, 1990 CSC 121, [1990] 2 R.C.S. 232, la magistrada McLachlin en nombre de la Corte hizo notar que acordar una exención a una ley juzgada inconstitucional por el hecho su alcance excesivamente general tendría un efecto paralizante, pues se impediría así a las personas dedicarse a actividades lícitas pues la prohibición aún se hallaría “en vigor”. En el caso Osborne c. Canadá (Consejo del Tesoro), 1991 CSC 60, [1991] 2 R.C.S. 69, en el cual fueron atacadas disposiciones federales que prohibían a los funcionarios trabajar para o contra un partido político o candidato en las elecciones federales, la magistrada Wilson (p. 77), a cuya opinión adhirió la magistrada L’Heureux-Dubé, sostuvo que, desde que se concluye que la ley cuenta con un alcance excesivo, que la misma viola un derecho protegido por la Carta y que no halla justificación bajo los términos del art. 1, la Corte [...] nada puede hacer sino invalidar la ley en cuestión o, si sus aspectos inconstitucionales pudieran ser suprimidos, invalidarla en la medida de su incompatibilidad con la Constitución. No creo que esté permitido a l Corte en tales circunstancias crear exenciones a la aplicación de la ley (lo que presupone, en mi opinión, su constitucionalidad) y acordar reparaciones sobre una base individual en virtud del núm. 24(1) de la Carta canadiense de los derechos y libertades. En otras palabras, estimo que la Corte no podría remediar el alcance excesivo procediendo caso por caso, de manera que la ley permanezca en vigor en su versión primitiva del alcance excesivo. Según la magistrada Wilson, el núm. 24(1) tiene por objeto ofrecer a los individuos una reparación conveniente y justa; al respecto, la misma invocó las palabras del magistrado Dickson expresadas en el caso Big M Drug Mart, quien sostuvo que, en los casos en que la impugnación se funda en la inconstitucionalidad de la ley, “es innecesario recurrir al art. 24 y el efecto particular que ella tuviera para con el actor carece de importancia” (p. 313). La magistrada Wilson igualmente estableció una distinción entre la exención constitucional y la “interpretación atenuada”, esta última consiste, pues, en interpretar la ley de una manera que sea compatible con la Carta, mientras que la primera equivale a desdeñar lo que ha sido reconocida como una interpretación “justa”. En el caso Osborne, el magistrado Sopinka (con adhesión de los magistrados Cory y McLachlin) calificó a la exención constitucional como el “corolario” de la interpretación atenuada, antes de indicar que ambos pueden arribar a igual resultado. Resaltó que la Corte de apelaciones de Ontario había recurrido a la exención constitucional en el caso R. c. Seaboyer, 1987 ONCA 174, (1987), 35 C.R.R. 300. El magistrado Sopinka, sin embargo, se negó a acordar una y otra reparación en el caso Osborne, indicando (p. 105) que “mantener en vigor un artículo afectado por tantos defectos de ninguna manera
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sostendría los valores inherentes a la Carta y representaría una muy marcada invasión del rol del Parlamento”. Esta Corte reaccionó a la utilización de la exención constitucional por la Corte de apelaciones de Ontario en el caso Seaboyer al examinar el caso por vía de apelación: 1991 CSC 76, [1991] 2 R.C.S. 577. En el referido caso, la Corte de apelaciones de Ontario, por mayoría, adoptó la solución de la exención constitucional caso por caso, consistente en determinar si las antiguas disposiciones relativas a la protección de las víctimas de violaciones del Código penal, L.R.C. 1985, ch. C-46, art. 276 y 277 (ahora derogadas) violaban el derecho del acusado, protegido por la Carta, a una defensa plena y entera. Adherí a la opinión de la magistrada McLachlin, quien se redactó en nombre de la mayoría, en la cual presumió, sin decidirlo, que la Corte podía acordar una exención constitucional. Sin embargo, determinó que no podía estar de acuerdo con la forma concebida por la Corte de apelaciones, y ello por tres razones. En primer lugar, la exención constitucional elaborada por la mayoría en la Corte de apelaciones otorgaba al juez de primera instancia el poder discrecional de no aplicar la prohibición general del artículo cuando de ello derivara una violación de la Carta, salvaguardando así la ley en un sentido, pero modificándola “sensiblemente” en otro, sustituyendo a la prohibición general por un régimen de excepciones. En segundo lugar, el régimen que reposaba en el poder discrecional del juez reemplazaría a un conjunto de nociones de reconocida pertinencia en common law, que el Parlamento claramente buscó excluir, en beneficio de otro. En tercer lugar, la magistrada McLachlin sostuvo que la práctica equivaldría a decir inútilmente a los jueces de primera instancia que no aplicaran la ley cuando ella no deba serlo por tener por efecto una violación a la Carta; en ausencia de un criterio extraño a la Carta, nunca sería necesario, en virtud de tal concepción, declarar la inoperancia de una ley. La magistrada McLachlin, seguidamente, hizo una distinción respecto a los casos Big M Drug Mart y Edwards Books, notando que éstos se referían a una situación en la cual ciertos grupos, cuyas características podían ser determinadas con ayuda de criterios extraños a la Carta (es decir, propietarios de negocios que cerraban sus puertas un día distinto al domingo por razones religiosas), reclamaban una exención de la aplicación de la ley, satisfaciendo así a las exigencias de certeza y previsibilidad de la ley. La magistrada McLachlin igualmente resaltó que, en el caso Hunter c. Southam Inc., 1984 CSC 33, [1984] 2 R.C.S. 145, el magistrado Dickson rechazó la noción según la cual la Corte debería interpretar la ley de manera a incluir en ella normas constitucionales, lo que resultaría en el establecimiento de normas relativas a la aplicación de una exención constitucional. El alcance de la exención constitucional, pues, ha sido restringido por la mayoría de la Corte: una prohibición general de alcance excesivo no debería ser atenuada por exenciones acordadas por los tribunales a fin de anularla, y los criterios en función a los cuales la exención se acuerda deberían ser extraños a la Carta. En suma, el hecho de que la aplicación de ley a la parte que la ataca viole la Carta no puede, por sí mismo, justificar la exención; por el contrario, debe existir un grupo identificable, delimitado en función de características extrañas a la Carta, al cual pueda aplicarse la exención. La reparación solicitada por la señora Rodriguez y la elaborada por el juez presidente McEachern pueden ser mejor comprendidas en tanto exenciones constitucionales. La recurrente solicita una [TRADUCCIÓN] “declaración que indique que la aplicación del inc. 241b) del Código penal viola [sus] derechos protegidos por la Constitución y que, respetando ciertas condiciones, ni ella ni ningún médico que la ayude a intentar darse muerte o darse muerte infringirán las leyes de Canadá”. El juez presidente McEachern prefirió [TRADUCCIÓN] “no afectar al art. 241 a raíz de sus aspectos
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positivos” (p. 166) para buscar en el núm. 24(1) de la Carta una “reparación menos draconiana” que la requerida por el art. 52. Igualmente señaló que se ocuparía de una sola persona: la recurrente. Los demás se verían en la obligación de presentarse ante los tribunales para demostrar su pertenencia a una categoría de personas [TRADUCCIÓN] “que se hallan en la misma situación que la de la recurrente” y las reparaciones individuales deberían pues, ser adaptadas a cada caso. Igualmente estableció la siguiente distinción (p. 167): [TRADUCCIÓN] En tercer lugar, aunque ambos artículos parecen derivar en el mismo resultado, el análisis que suscitan, en estas circunstancias, es diferente. De todas formas, a fin de evitar los abusos, el tribunal debe establecer condiciones a toda reparación que, en virtud del art. 52 pudiera ser presumida como aplicable a todos los miembros de una categoría de personas en la situación de la recurrente. Además, imponer condiciones a una reparación fundada en el art. 52 se asemeja mucho más a legislar que imponer condiciones a una reparación individual. Por otra parte, la reparación fundada en el núm. 24(1) se aplica únicamente a la recurrente. En consecuencia, me parece evidente que, incluso no habiendo utilizado la expresión “exención constitucional”, el juez presidente McEachern deseaba esta forma de reparación. Comparto gran parte de las preocupaciones expresadas por la magistrada Wilson en el caso Osborne, respecto a las exenciones constitucionales, y contesto a las mismas que las mismas únicamente pueden ser acordadas durante el período de suspensión de una declaración de invalidez. En este caso, la disposición es a la vez inválida y temporalmente mantenida, lo que hace que la exención constitucional resulte particularmente oportuna y limite su aplicación a los casos de necesidad absoluta. La exención no estará en vigor sino por tiempo limitado, de manera que la Corte no se encuentra, de acuerdo a las expresiones de la magistrada Wilson, en el intento de remediar “el alcance excesivo procediendo caso por caso de manera que la ley permanezca en vigor en su versión primitiva de alcance excesiva” (p. 77). Además, la Corte tampoco parece mantener una prohibición general en un sentido “modificándola sensiblemente” por otra que acuerde exenciones a esta prohibición. La prohibición general se conserva por razones de necesidad práctica; de manera que la concesión de exenciones cuando no existe necesidad no conlleva ninguna contradicción. He concluido que la disposición viola los derechos a la igualdad de todas las personas que se ven o se verán físicamente incapaces de darse muerte sin ayuda y esta descripción corresponde a la categoría de personas a la cual la exención constitucional puede ser acordada; la categoría en cuestión no está definida únicamente en función a los conceptos reconocidos por la Carta. La exención constitucional que propongo sólo sería acordada a través de una resolución de un tribunal superior, y dotada de condiciones similares a las establecidas por el juez presidente McEachern. Los criterios que el mismo propone permiten asegurar suficientemente que las condiciones que justifican la suspensión de la declaración de invalidez no se presentan sino en los casos sometidos a los tribunales. Sin embargo, introduciré un cambio importante a la orden que habría sido expedida en la presente apelación.
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He concluido que el inc. 241b) viola los derechos a la igualdad de todas las personas que desean suicidarse, pero que son o serán físicamente incapaces de hacerlo sin ayuda. La restricción de la reparación a los enfermos en fase terminal que sufren de una enfermedad o estado incurables, como el juez presidente McEachern lo habría hecho, no es conforme a los principios que sostienen mi decisión, y podría, incluso dar lugar a una violación de los derechos a la igualdad de quienes no responden a esta descripción, pero que desean darse muerte y no pueden hacerlo sin ayuda. Por consiguiente, yo suprimiría esta parte de las condiciones enunciadas por el juez presidente McEachern en una orden de la corte que acuerde la exención constitucional. Existe otro aspecto de la orden del juez presidente McEachern que me preocupa. Una de las condiciones enunciadas por el mismo es que el acto que pondrá fin a la vida de la recurrente sea suyo y no de un tercero. Aunque esta condición convenga a su situación actual, puesto que puede ponerse en marcha un mecanismo que le permita causar su propia muerte, a pesar de sus limitadas capacidades físicas, ¿por qué prohibirle la opción de escoger el suicidio si su estado se deteriora al punto de que ya no sea físicamente capaz de apretar un botón o soplar un tubo? Ciertamente en tales circunstancias será cuando la ayuda resulte más indispensable. Dado que la señora Rodriguez no ha solicitado una orden de este tipo, no me veo en la necesidad de dilucidar esta cuestión en autos. Prefiero, así pues, dejar la resolución de la misma para otra ocasión. En resumen, soy de opinión que debe acordarse a la señora Rodriguez, y a otros, una exención constitucional provista de las siguientes condiciones: (1) la exención constitucional únicamente puede ser solicitada a través de una acción presentada ante un tribunal superior; (2) un médico tratante y psiquiatra independiente deben certificar, de la manera y en el momento propuestos por el juez presidente McEachern, que el solicitante es capaz de decidir poner fin a su vida, y los médicos deben certificar que su decisión ha sido tomada libre y voluntariamente. Además, al menos uno de los médicos debe hallarse cerca del solicitante al momento en el cual se dé muerte con la ayuda requerida; (3) los médicos deberán certificar igualmente (i)
que el solicitante es o vendrá a ser físicamente incapaz de suicidarse sin asistencia y
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que el mismo fue informado, y que comprende, que sigue teniendo derecho a cambiar de opinión con relación a darse muerte;
(4) el comisionado regional debe ser notificado y ser autorizado a estar presente en el momento y de la manera que describe el juez presidente McEachern; (5) el solicitante debe ser examinado cotidianamente por uno de los médicos que expedirá el certificado en el momento y de la manera que indica el juez presidente McEachern;
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(6) la exención constitucional caducará en el plazo fijado por el juez presidente McEachern; (7) el gesto que ocasione la muerte del solicitante debe ser un gesto suyo, y no el de un tercero. Es necesario señalar las condiciones antedichas han sido concebidas atendiendo a la situación particular de la señora Rodriguez. Las mismas podrán ser utilizadas como líneas directrices para otros recurrentes que en el futuro se hallen en la misma situación, no obstante, cada solicitud deberá ser examinada en contexto individual particular. VI. Dispositivo Responderé a las cuestiones constitucionales de la siguiente manera: 1. ¿El inc. 241b) del Código penal de Canadá viola, total o parcialmente, los derechos y libertades protegidos por los arts.7 y 12 y por el núm. 15(1) de la Carta canadiense de los derechos y libertades? Respuesta: Sí. 2. En caso afirmativo, ¿la violación referida, se halla justificada en virtud del art. 1 Carta canadiense de los derechos y libertades, siendo compatible con la Ley constitucional de 1982? Respuesta: No. Opino, pues, que debió hacerse lugar a la apelación, con costas a favor de la recurrente contra los procuradores generales de Columbia Británica y Canadá, y declarar inoperante al inc. 241b), a condición que el efecto de la presente declaración sea suspendido durante un año a contar de la fecha de la presente sentencia. Durante el curso del período de suspensión, una exención constitucional al inc. 241b) podrá ser acordada por un tribunal superior a pedido de parte, de acuerdo a las modalidades y conforme a las condiciones precedentemente enunciadas. En el caso de la señora Rodriguez, habida cuenta de los hechos sometidos a esta Corte, no resulta necesario que la misma presente una solicitud ante un tribunal superior. En la medida en que la misma satisfaga a las condiciones referidas, se le acuerda la exención constitucional pudiendo actuar a su voluntad. ADDENDUM Mientras redactaba mi voto, la Corte recibió un escrito del abogado de la señora Rodriguez fechado en 13 de julio de 1993. Al mismo se adjuntaba un informe con fecha de 9 de julio de 1993, redactado por el médico de la recurrente, a través del cual se informaba que su estado de salud seguía deteriorándose. Teniendo en cuenta el informe y el hecho de que estamos ahora a finales de agosto, modifico la cuarta condición. Esta modificación se aplicará únicamente al caso de la recurrente. Más precisamente, no mantendré la exigencia de una notificación con antelación de 3 días al comisionado regional y la reemplazo por un preaviso de 24 horas.
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La opinión de las magistradas L’Heureux-Dubé y McLachlin ha sido redactada por LA MAGISTRADA MCLACHLIN (disidente) — En autos debemos determinar si el art. 241 del Código penal, L.R.C. (1985), ch. C-46, puede impedir a un enfermo físicamente impedido obtener ayuda médica para darse muerte: 241. Comete hecho punible pasible de pena privativa de libertad de hasta catorce años quien, según el caso: a) aconseje a una persona a darse muerte; b) ayude o incentive a alguien a darse muerte, sin que importe que el suicidio se haya o no llevado a cabo. Sue Rodriguez, desea vivir, empero padece una enfermedad incurable (E.L.A.) la cual inevitablemente la llevará a la muerte tarde o temprano. Por ello, solicita a la Corte una autorización para decidir el momento y las circunstancias de su muerte. Para darse muerte en el momento deseado, requerirá ayuda médica. De acuerdo a los términos del art. 241 del Código penal, quien proporcione tal ayuda es pasible de sanciones penales. He leído el voto del magistrado presidente. Por convincente que el mismo resulte, soy de opinión que, el punto de partida del presente caso, no se halla en la discriminación del art. 15 de la Carta canadiense de los derechos y libertades, y que analizarlo como tal apeligra desviar la jurisprudencia relativa a la igualdad de objeto verdadero del art. 15, que consiste en “corregir o impedir la discriminación contra grupos víctimas de estereotipos, desventajas históricas o prejuicios políticos o sociales en la sociedad canadiense”: R. c. Swain, 1991 CSC 104, [1991] 1 R.C.S. 933, p. 992, opinión del magistrado presidente Lamer. Estimo, antes bien, que lo que se halla en causa aquí es la manera en que el Estado puede restringir el derecho de un individuo a tomar decisiones relativas a su propia persona que deriva del art. 7. Prefiero, pues, que mi análisis se funde en este punto. También he tenido la ventaja de leer el voto de mi colega, el magistrado Sopinka. En gran parte estoy de acuerdo con lo que afirma. Compartimos su opinión de que el inc. 241b) restringe el derecho, protegido por el art. 7 de la Carta, a la seguridad de la persona, noción que engloba la noción de dignidad y protección de la vida privada. El magistrado Sopinka concluye que esta restricción es conforme a los principios de justicia fundamental, puesto que la misma es necesaria para impedir que se produzcan casos en os cuales la muerte se inflija sin verdadero consentimiento. A partir de aquí, ya no comparto su punto de vista. Según mi parecer, no existe forma de justificar que se prive a Sue Rodriguez de una elección de la que otros disponen. Las actuales disposiciones del Código penal, acompañadas de la exigencia de autorización judicial, y a fin de cuentas, como puede esperarse, una revisión de la ley, bastan ampliamente para impedir eventuales abusos. No puedo admitir que el simple hecho de que el Parlamento no haya discutido el problema de los enfermos en fase terminal sea determinante en la presente apelación. Tampoco puedo admitir que el hecho de que el suicidio con asistencia médica no sea ampliamente aceptado a lo largo del mundo constituya un obstáculo a la solicitud cursada por Sue Rodriguez. Desde el advenimiento de la Carta, esta Corte se ha visto llamada a dilucidar numerosas
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cuestiones que, hasta entonces, no habían recibido respuesta. Si una ley es contraria a la Carta, a esta Corte no queda otro camino más que declarar que así es. En mi opinión, el razonamiento mayoritario en el caso R. c. Morgentaler, 1988 CSC 90, [1988] 1 R.C.S. 30, resuelve las cuestiones planteadas en la presente apelación. En autos, el Parlamento ha puesto en vigencia un régimen legislativo que no prohíbe el suicidio pero que penaliza la ayuda al suicidio. Este régimen tiene por efecto negar a ciertas personas el derecho a poner fin a su vida por la sola razón de hallarse físicamente incapaces. Por esta razón, Sue Rodriguez se ve privada del derecho a la seguridad de su persona (el derecho a tomar decisiones relativas a su propio cuerpo y que la afectan solo a ella) de una manera que infringe los principios de justicia fundamental y que, por tanto, viola el art. 7 de la Carta. Esta violación no se justifica bajo los términos del art. 1. Precisamente la lógica es la que llevó a la mayoría de esta Corte a anular las disposiciones del Código penal en lo que al aborto respecta en el caso Morgentaler. En el mismo, el Parlamento había establecido un régimen que autorizaba el aborto terapéutico. En realidad, las disposiciones tenían por efecto con relación a ciertas mujeres impedir o retardar el aborto terapéutico. Estas disposiciones fueron juzgadas contrarias al art. 7 pues privaban a ciertas mujeres del derecho a disponer de su cuerpo de acuerdo a su elección, violando así el derecho a la seguridad de su persona, de una manera no conforme con los principios de justicia fundamental. No estando el Parlamento en condiciones de hacer valer un interés que pudiera justificar este arbitrario régimen legislativo, las disposiciones en cuestión no podían verse amparadas por el art. 1 de la Carta. El artículo 7 de la Carta El art. 7 de la Carta dispone cuanto sigue: 7. Todos tienen derecho a la vida y a la seguridad de su persona; no se podrá restringir este derecho excepto cuando sea en conformidad con principios de justicia fundamental. Está visto que el art. 7 de la Carta protege el derecho de cada uno a tomar decisiones relativas a su propio cuerpo: Morgentaler, cit. Ello es resultado de que tales decisiones afectan a la “seguridad de [l]a persona”, que el art. 7 protege contra injerencias del Estado que se muestren contrarias a los principios de justicia fundamental. La seguridad de la persona contiene un elemento de autonomía personal que protege a la dignidad y a la vida privada de los individuos con respecto a decisiones relativas a su propio cuerpo. El poder de decidir de manera autónoma lo que mejor convenga al propio cuerpo es un atributo de la persona y de la dignidad del ser humano. Ello se une a lo expresado por el juez presidente de la Corte de apelaciones de Columbia Británica, según el cual [TRADUCCIÓN] “el art. 7 ha sido adoptado a los efectos de proteger la dignidad humana y la autonomía individual, mientras ello no afecte a los demás”: 1993 BCCA 1191, (1993), 76 B.C.L.R. (2d) 145, p. 164. Como bien lo afirmó la magistrada Wilson en el caso Morgentaler, cit., p. 164: La Carta está fundada en una concepción particular del lugar del individuo en la sociedad. Un individuo no constituye una entidad totalmente separada de la sociedad en la que vive. No obstante, el individuo tampoco es un simple engranaje impersonal de una máquina que subordina sus valores, objetivos y aspiraciones a los de
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la colectividad. El individuo es un poco de ambos. La Carta expresa esta realidad dejando un vasto campo de actividades y decisiones al control legítimo del gobierno, fijando al mismo tiempo límites a la extensión apropiada de tal control. El art. 7 de la Carta exige que el Estado, si restringe la manera en la que un individuo dispone de su cuerpo, lo haga de acuerdo a los principios de justicia fundamental: Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, 1985 CSC 81, [1985] 2 R.C.S. 486; Consulta relativa al art. 193 y al inc. 195.1(1)c) del Código penal, 1990 CSC 105, [1990] 1 R.C.S. 1123, p. 1176, voto del magistrado presidente Lamer; y E. Colvin, “Section Seven of the Canadian Charter of Rights and Freedoms”, (1989), 68 R. du B. can. 560. El art. 7 exige que el tribunal verifique si el medio escogido por el Estado para restringir el poder de disponer del propio cuerpo viola los principios de justicia fundamental. La cuestión en autos radica en saber si, habiendo escogido restringir el derecho de un individuo a disponer de su propio cuerpo a través del inc. 241b) del Código penal, el Parlamento actuó conforme a los principios de justicia fundamental. Lo que nos lleva al siguiente interrogante: ¿qué son los principios de justicia fundamental? Son, decimos, los preceptos fundamentales de nuestro sistema jurídico, y su rol radica en asegurarse que la injerencia del Estado en la vida, la libertad y la seguridad de las personas se realice en conformidad con nuestras nociones históricas, y en evolución, de equidad y justicia: Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, cit. Sin definir el contenido entero de la expresión “principios de justicia fundamental”, basta, a los fines del presente caso, resaltar que un régimen legislativo que restringe el derecho de un individuo a disponer de su cuerpo a su voluntad puede infringir los principios de justicia fundamental según el art. 7 de la Carta, si dicha restricción fuera arbitraria. La misma será arbitraria, cuando carezca de todo nexo o sea incompatible con el objetivo perseguido por la ley. He ahí el fundamento de la decisión mayoritaria de esta Corte en el caso Morgentaler. Se plantea ahora la cuestión primordial en autos. El hecho de que el régimen legislativo que reglamenta el suicidio prive a Sue Rodriguez del derecho a darse muerte a raíz de su incapacidad física, ¿torna arbitrario al régimen y consecuentemente contrario al art. 7? De acuerdo al régimen establecido por el Parlamento, la persona físicamente capaz se halla legalmente autorizada a suicidarse o a intentar suicidarse. La persona físicamente impedida de cumplir el acto no está autorizada de la misma manera a darse muerte. Tal es el efecto del inc. 241b) del Código penal, que penaliza el hecho de ayudar una persona a darse muerte y que puede convertir a la persona que desea suicidarse en parte de un complot a los efectos de cometer el hecho punible en cuestión. Suponiendo – sin decidir acerca de este punto – que el Estado pueda penalizar todos los suicidios, sean o no asistidos, ¿el hecho de que el suicidio no constituye un hecho punible, torna arbitraria a la penalización de cualquier ayuda al suicidio? Mi colega el magistrado Sopinka observa que la despenalización del suicidio indica que el Parlamento estima preferible dejar la cuestión a otras ciencias distintas al derecho. Parece indicar que no puede verse allí consenso alguno que indique que el interés de autonomía de quienes desean poner fin a su vida prevalezca por sobre el interés del Estado en la protección de la vida. Estoy de acuerdo. Pero esta conclusión evade la cuestión principal. ¿Dónde radica la diferencia entre el suicidio y el suicidio asistido que justifique declarar lícito a uno y punible al otro, o que justifique autorizar esta elección a unos y negarla a otros?
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Para dar respuesta a la cuestión, es necesario determinar si hecho de privar a Sue Rodriguez de lo que se halla acordado a otros puede encontrar justificación. Se sostiene que denegar a Sue Rodriguez la posibilidad de disponer de su cuerpo de una manera permitida a las personas físicamente capaces está justificada pues la legalización de la ayuda al suicidio abrirá las puertas, si no las esclusas, a un aluvión de casos en los cuales se provocarían la muerte la muerte de personas discapacitadas que no hayan consentido verdaderamente en morir. El argumento es, esencialmente, el siguiente: no existe razón alguna, habida cuenta de los hechos de la causa, para denegar a Sue Rodriguez la elección de poner fin a su vida, una elección de la cual disponen las personas físicamente capaces de hacerlo. Sin embargo, debemos negarle esta posibilidad a raíz del riesgo de que otras personas ejerzan erradamente su poder sobre personas débiles y enfermas para forzarlas a poner fin a su vida en contra de su voluntad. En consecuencia, se pide a la recurrente cargar con el peso del riesgo de que otras personas, en otras circunstancias, actúen criminalmente para dar muerte a otras personas o para convencerlas a suicidarse. Se le pide, pues, que haga las veces de chivo expiatorio. El valor de este argumento puede ser examinado en la siguiente etapa del análisis, cuando es necesario determinar si una restricción contraria a los principios de justicia fundamental pues, no obstante, ser preservada de acuerdo a los términos del art. 1 de la Carta porque su justificación puede ser demostrada en el marco de una sociedad libre y democrática. Ahora bien, este argumento no interviene en el marco del análisis fundado en el art. 7 en autos. Para determinar si una ley infringe los principios de justicia fundamental según el art. 7 a raíz de su carácter arbitrario, el análisis se ancla en la cuestión de saber si el régimen legislativo viola los intereses protegidos de una persona precisa de una manera que no se justifica a través del objetivo del régimen. Los principios de justicia fundamental exigen que cada uno individualmente sea tratado equitativamente por la ley. El temor de posibles abusos en caso de permitirse a un individuo lo que se le niega erróneamente carece de toda pertinencia en esta etapa inicial. En resumen, es contrario a los principios de justicia fundamental no permitir a Sue Rodriguez lo que se halla permitido a otros, por la simple razón de que es posible que otras personas, en un momento dado, padezcan, pero sin que lo hayan solicitado, el acto de dar muerte sin consentimiento verdadero. Como bien lo indicó el magistrado presidente Lamer en el caso Swain, cit., p. 977: No es aceptable que el Estado pueda impedir el ejercicio del derecho del acusado intentando hacer entrar en juego a los intereses de la sociedad en la aplicación de los principios de justicia fundamental, y restringir así los derechos reconocidos al acusado por el art. 7. Los intereses de la sociedad deben entrar en línea de cuenta en la aplicación del art. 1 de la Carta, cuando incumba al ministerio público demostrar que la justificación de la regla de derecho atacada puede demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática. En otras palabras, estimo que la evaluación de los intereses de la sociedad con relación al derecho individual protegido por el art. 7 no debe hacerse en el contexto del art. 1 de la Carta. Agrego que, en general, no es apropiado obligar al recurrente a refutar los intereses de la sociedad en la etapa del art. 7, en la cual la carga de la prueba le incumbe, y que la cuestión debe, más bien, ser analizada en el contexto del art. 1, en el que la carga incumbe al Estado.
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Como lo señala mi colega el magistrado Sopinka, esta Corte ha decidido que los principios de justicia fundamental pueden, en ciertos casos, reflejar un equilibrio entre los intereses del individuo y los del Estado. Ello depende de la naturaleza del principio de justicia fundamental que se halle en causa. Cuando, por ejemplo, la Corte determina si con conformes a los principios de justicia fundamental la toma de huellas dactilares a una persona que ha sido arrestada, pero que aún no ha sido declarada culpable (R. c. Beare, 1988 CSC 126, [1988] 2 R.C.S. 387), o un cambio preciso introducido al derecho correccional que ha tenido por efecto privar a un prisionero de un interés de libertad (Cunningham c. Canadá, 1993 CSC 139, [1993] 2 R.C.S. 143) puede que entonces el principio alegado no sea comprensible si el interés del Estado ha sido tomado en cuenta en la etapa del art. 7. Quien invoca la Carta puede verse llamado a soportar la carga de demostrar que prácticas bien establecidas o, a primera vista, necesarias resultan contrarias a los principios de justicia fundamental. La cuestión de saber si un régimen legislativo es arbitrario plantea puntos de vista diferentes. Siempre corresponde al Estado demostrar la oportunidad de un régimen legislativo arbitrario, una vez que el recurrente ha demostrado la arbitrariedad del mismo. El Estado lo hará en la etapa del art. 1, cuando el Estado soporta la carga de la prueba, y cuando las consideraciones de interés público que puedan justificar la conservación del régimen arbitrario resultan pertinentes. Precisamente de esta manera la opinión mayoritaria en el caso Morgentaler ha tratado las cuestiones planteadas; soy de opinión que la Corte debería proceder la misma manera en autos. Igualmente se sostiene que la recurrente debe verse privada del derecho a hacer con su cuerpo lo que otros pueden hacerlo, porque el Estado tiene formal interés en prohibir a cualquiera ayudar a alguien a darse muerte. Como lo afirma mi colega el magistrado Sopinka: “...la participación activa de una persona en la muerte de otra es intrínsecamente censurable en el plano moral y jurídico” (p. 601). La respuesta a este argumento es que el Parlamento ha impuesto en forma constante la intención de penalizar los actos de causan la muerte de otros. Así, los individuos cuyas omisiones causan la muerte de otros no son pasibles de sanciones penales. De igual manera, quienes faltan a la obligación legal de proporcionar las “cosas necesarias para la existencia” y causan así la muerte tampoco son pasibles de sanciones penales cuando se demuestra la existencia de una causa de justificación legítima, como el consentimiento de la víctima o la incapacidad de proporcionar: véase el art. 215 del Código penal. Por otro lado, matar en legítima defensa no conlleva culpabilidad. Ninguna regla absoluta afirma que el hecho de causar la muerte de ayudar a la muerte de otro sea penalmente reprensible. La culpabilidad criminal depende de las circunstancias en las cuales la muerte ha sido provocada o asistida. El derecho reconoce desde hace largo tiempo que si, con una justificación válida, una persona causa la muerte de alguien, ella no será penalmente responsable. En el caso de la recurrente, podríamos sostener que tal justificación existe, y ella consiste en reconocerle la capacidad, de la gozan las personas físicamente capaces, de dar fin a su vida y la justificación que otorga su consentimiento evidente y su deseo de poner término a su vida en el momento en que estime que su vida ya no vale la pena ser vivida. El argumento según el cual la prohibición de ayuda al suicidio se halla justificada por hecho del interés del Estado en penalizar todo acto deliberado que contribuya a la muerte de otros carece, pues, de todo fundamento. Esta conclusión responde al argumento según el cual únicamente la asistencia pasiva – la interrupción de los cuidados necesarios para conservar la vida – debe ser permitida. Si está demostrada la justificación de la asistencia aportada a una persona para darse muerte, no puedo aceptar distinguir entre el acto “pasivo”, es decir, la interrupción de los cuidados necesarios para conservar la vida, y el acto “activo”, o el
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hecho de proporcionar los medios que permitirán a una persona sana de espíritu escoger entre poner fin a su vida con dignidad. Algunos intervinientes invocaron el temor de que la anulación del inc. 241b) pueda aminorar el valor de la vida. Pero, ¿puede decirse que tiene valor una vida la posibilidad de hacer lo que uno desea con ella? La vida de una persona incluye su muerte. Personas diferentes tienen opiniones diferentes acerca de la vida y aquello que la desvaloriza. Para algunos, la posibilidad de escoger entre poner fin a su vida con dignidad resulta infinitamente preferible a los dolores y el advenimiento inevitable de un declive largo y lento. El art. 7 protege esta elección contra las medidas estatales arbitrarias que buscan suprimirla. En resumidas cuentas, la ley establece una distinción entre el suicidio y el suicidio asistido. El segundo constituye un hecho punible, mientras que el primero no lo es. Esta disposición tiene por efecto impedir a las personas como Sue Rodriguez ejercer sobre su persona la autonomía de la que los demás disfrutan. “En el plano lógico”, para retomar los comentarios de la Comisión de reforma del derecho de Canadá, la distinción “es extremamente difícil [de justificar]”: Documento de trabajo 28: Eutanasia, ayuda al suicidio e interrupción de tratamiento (1982), p. 60. Así pues, esta disposición es arbitraria. El objetivo que motivó el régimen legislativo adoptado por el Parlamento respecto al suicidio no se refleja en el tratamiento del suicidio asistido. Por tanto, la prohibición prevista en el inc. 241b) viola los principios de justicia fundamental y, por derivación, al art. 7. El artículo 1 de la Carta La disposición legislativa que infringe los principios de justicia fundamental en los términos del art. 7 de la Carta puede justificarse en los términos del art. 1 de la Carta si el Estado demuestra que la restricción es “razonable” y que “su justificación puede demostrarse en el marco de una sociedad libre y democrática”. El Estado debe, en primer lugar, demostrar que la disposición sirve a un objetivo suficientemente importante como para que prevalezca por sobre la gravedad de la violación a las libertades individuales. ¿Cuál es, pues, el objetivo de la disposición del Código penal que penaliza la ayuda al suicidio? No puede ser la penalización del suicidio puesto que el legislador lo ha despenalizado. Tampoco puede ser la prevención del gesto que contribuya a causar la muerte pues, lo repito, en muchos casos tal gesto no constituye un hecho punible. El objetivo verdadero, me parece, corresponder al orden práctico. Se teme que, en caso de permitir que se ayude a alguien a darse muerte, se abuse de este poder y que así puedan ser asesinadas personas que no han expresado verdadera y libremente su consentimiento en morir. He aquí el temor que mi colega el magistrado Sopinka invoca cuando afirma que el objetivo del inc. 241b) radica en “proteger a la persona vulnerable que, en un momento de debilidad podría verse incitada a suicidarse” (p. 595). Esta justificación del inc. 241b) afecta a dos temores distintos. Primero, está el temor de que, a menos que se mantenga la prohibición, la ayuda al suicidio sirva de cobertura no al suicidio, sino a homicidios. Desde este ángulo, el objetivo de la prohibición no consiste en prohibir lo que persigue, es decir, la ayuda al suicidio, sino en el homicidio u otras formas culpables de homicidios. Dudo seriamente si una disposición legislativa que afecte los principios de justicia fundamental pueda ser considerada como razonable y justificarse por la sola razón
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de que los hechos punibles que prohíbe corren el riesgo de venir a ser más frecuentes que si no existiera. No es evidente que tal disposición sea necesaria en Canadá; los hechos punibles de homicidio ofrecen un recurso suficiente. No obstante, el temor no puede ser mayor a la extensión del reverso de la mano; ciertos elementos de prueba provenientes de algunas jurisdicciones extranjeras indican que ciertas leyes que autoricen el suicidio asistido pueden resultado de muertes no deseadas de personas de avanzada edad y discapacitados. En segundo lugar, se teme que, aun cuando el consentimiento haya sido manifestado, éste no resulte verdaderamente voluntario. Se teme, por ejemplo, que algunas personas consientan en morir en un momento de depresión pasajera. Se teme igualmente que la decisión de darse muerte haya sido tomada bajo la influencia de otro. Se sostiene que la legalización del suicidio asistido permitirá a las personas, algunas bien intencionadas, otras no, someter a una influencia excesiva a la persona vulnerable, ocasionando así un suicidio que de otra forma no habría tenido lugar. La respuesta evidente a ello es que los mismos peligros rodean a todos los suicidios. Las personas se suicidan cuando se hallan presas de una depresión, y ello no constituye una conducta punible. Además, la presente apelación afecta al inc. 241b) del Código penal. El inc. 241a) que prohíbe aconsejar el suicidio permanecerá en vigor si se declara la inconstitucionalidad del inc. 241b). Sin embargo, habida cuenta de la vulnerabilidad particular de la persona físicamente impedida, podría ser muy fácil quedar allí. Es necesario encarar el riesgo que constituye el consentimiento pasajero u obtenido en forma irregular. El temor relativo a las muertes provocadas por influencia externa o una depresión se vincula directamente al concepto del consentimiento. Si una persona sana de espíritu, plenamente consciente de todas las circunstancias pertinentes, resuelve poner fin a su vida en cierto momento, como lo ha hecho la recurrente, difícilmente puede sostenerse que el derecho penal debe intervenir para impedirlo mientras que lo hace respecto de los demás miembros de la sociedad en su conjunto. Se teme que una persona que no haya dado su consentimiento sea víctima de un homicidio o que el consentimiento de una persona vulnerable sea irregularmente obtenido. Estos temores, por reales que sean, ¿son suficientemente importantes como para prevalecer por sobre el derecho de la recurrente protegido por el art. 7 de la Carta a poner fin a su vida, de la manera y al momento de su elección? Si la prohibición absoluta del suicidio asistido fuera realmente necesaria a los efectos de evitar muertes ocasionadas sin consentimiento o a través de consentimiento irregularmente obtenido, la respuesta bien podría ser afirmativa. Si, por otra parte, las garantías ofrecidas por la ley, acompañadas por directivas como las propuestas por el juez presidente McEachern, bastan para disipar los temores relativos al consentimiento, no puede pretenderse que es necesario y justificado privar a la recurrente del derecho a poner fin a su vida, un derecho del cual disponen las personas que no se hallan físicamente impedidas. En mi opinión, las actuales disposiciones del Código penal contribuyen en gran medida a disipar los temores relativos a la ausencia de consentimiento y al consentimiento irregularmente obtenido. Aunque la causa de la muerte de una persona enferma o discapacitada sin el consentimiento de ésta última puede ser sancionada a través de las disposiciones que tipifican el homicidio doloso. Una vez que la causa de la muerte haya quedado establecida, corresponderá a la persona involucrada demostrar que la muerte fue realmente consecuencia de un suicidio, para el cual el difunto haya manifestado su
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consentimiento. La existencia de sanciones penales contra quienes no puedan demostrarlo debería bastar para disuadir de muertes provocadas sin consentimiento o consentimiento incierto. Como ya lo he indicado más arriba, aconsejar el suicidio seguiría constituyendo un hecho punible en virtud del inc. 241a). Además, ejercer una influencia excesiva sobre una persona vulnerable seguiría estando prohibido. Estas disposiciones pueden estar acompañadas, por vía de una reparación acordada en la presente apelación, de condiciones complementarias que exijan que una orden de un tribunal autorice la ayuda al suicidio en cada caso concreto. El juez debe estar convencido de que el consentimiento ha sido manifestado libremente, con pleno conocimiento de todas las circunstancias. Ello asegurará que solo las personas que verdaderamente desean poner fin a su vida obtengan la autorización para la ayuda. Si ello implica requerir a la recurrente más de lo que se requiere a una persona no discapacitada que desea suicidarse, estas precauciones complementarias pueden justificarse por la vulnerabilidad particular de una persona que es físicamente incapaz de poner fin a su vida. Concluyo que no ha sido demostrado que la restricción impuesta al art. 7 de la Carta a través del inc. 241b) se halle justificada en los términos del art. 1 de la Carta. Los roles respectivos del legislador y los tribunales Se ha sostenido enérgicamente que la reglamentación del suicidio asistido corresponde al Parlamento y que esta Corte debe guardarse de pronunciarse acerca de esta cuestión. Estos argumentos constituyen un eco de las opiniones de los jueces que, en autos, formaron la mayoría en la Corte de apelaciones. El juez Hollinrake indicó: [TRADUCCIÓN] “soy de opinión que, en los campos en los que oponen opiniones públicas extremas y en los que se plantean consideraciones fundamentalmente filosóficas y no jurídica, la cuestión debe ser dejada en manos del legislador como ha ocurrido en autos” (p. 177). La jueza Proudfoot agregó: [TRADUCCIÓN] “la prueba sustancial que nos ha sido remitida no nos permite evaluar el nivel de consenso existente en Canadá con relación al suicidio asistido [...] Soy de opinión que corresponde al Parlamento interpretar el pulso de la población” (p. 186). Si la carga que me ha sido conferida consistiera en tomar el pulso a la población, yo también retrocedería aunque en materia de obligación constitucional, un tribunal ante el cual se denuncia una violación de la Carta puede no disponer del lujo de escoger sobre qué se pronunciará y sobre qué no lo hará. Estimo, no obstante, que ésa no es la carga que a esta Corte incumbe en autos. No se nos ha pedido que reconsideremos el objetivo del Parlamento al penalizar la ayuda al suicidio. Nos corresponde la carga más modesta de determinar si, teniendo en cuenta el régimen legislativo instituido por el Parlamento para reglamentar el suicidio, el hecho de privar a la recurrente de poder poner fin a su vida es arbitrario y equivale, en consecuencia, a una restricción de su derecho a la seguridad de su persona que resulta incompatible con los principios de justicia fundamental. El Parlamento, en efecto, ha escogido legislar en materia de suicidio. Sancionó un régimen que despenaliza el suicidio pero penaliza la ayuda al suicidio. La única cuestión radica en determinar si habiendo resuelto actuar en este delicado campo que afecta a la autonomía de las personas sobre sí mismas, el legislador actuó de una manera fundamentalmente equitativa para todos. Lo importante no es la razón que movió a la acción al legislador, sino la manera en la cual éste lo hizo.
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Reparación Suscribo, en lo esencial, a la reparación propuesta por el magistrado presidente en voto aunque no estoy convencida de que ciertas condiciones enunciadas en sus directivas sean indispensables. En autos, un caso en el que será un gesto de la propia recurrente el que pondrá fin a su vida, quizá no sea necesario que el consentimiento sea verificado cada día, ni limitar a 31 días la duración del certificado. Las exigencias variarán en cada caso. Lo esencial en todos los casos será que el juez esté convencido que cuando tenga lugar el suicidio, si es que lo tiene, lo será con el consentimiento libre y entero del solicitante. Dejaría al juez el cuidado de redactar la orden final, teniendo en cuenta las directivas propuestas por el juez presidente McEachern y las circunstancias propias del caso en cuestión. Me inclino por responder a las cuestiones constitucionales en el sentido propuesto por el magistrado presidente. La opinión que sigue ha sido redactada por EL MAGISTRADO CORY (disidente) — He leído los excelentes votos redactados por el magistrado presidente y los magistrados Sopinka y McLachlin. Estoy de acuerdo con la forma en la que el magistrado presidente propone resolver el caso, principalmente por las razones expuestas tanto por él como por los fundamentos expresados por la magistrada McLachlin. Explicaré brevemente los motivos de mi conclusión. Antes que nada, observo que todas las partes involucradas en el presente debate están de acuerdo en el punto primordial de que la vida humana cuenta con fundamental importancia para nuestra sociedad democrática. Quienes se oponen a la autorización que solicita la recurrente buscan conservar las disposiciones atacadas del Código penal en base al fundamento de que las mismas ayudan a la sociedad a proteger la vida humana. Quienes defienden su posición reconocen la importancia de proteger la dignidad esencial de la vida humana, la cual incluye, con relación a la recurrente, el derecho a morir con dignidad. El art. 7 de la Carta canadiense de los derechos y libertades reconoce a todos los canadienses el derecho constitucional a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona. Es una disposición que enfatiza la dignidad inherente a la existencia humana. Esta Corte, al estudiar el art. 7 de la Carta, con frecuencia reconoció la importancia de la dignidad humana en nuestra sociedad. Véanse, por ejemplo, Consulta relativa a la Ley de vehículos automotores de Columbia Británica, 1985 CSC 81, [1985] 2 R.C.S. 486, p. 512; y R. c. Morgentaler, 1988 CSC 90, [1988] 1 R.C.S. 30, opinión de la magistrada Wilson, p. 166. La vida de una persona incluye su muerte. La muerte se alza en el acto final del teatro de la vida. Si, como lo creo, la muerte integra la vida, entonces la muerte como etapa de la vida, tiene también derecho a la protección constitucional prevista por el art. 7. De ello deriva que el derecho a morir con dignidad debería también verse protegido así como cualquier otro aspecto del derecho a la vida. Las prohibiciones dictadas por el Estado, que imponen una muerte atroz y dolorosa a un enfermo en fase terminal, discapacitado y lúcido, constituyen un insulto a la dignidad humana.
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Al respecto, quienes se oponen a la petición admitieron que un enfermo sano de espíritu puede rehusar un tratamiento aunque cuando esta negativa conlleve en forma inevitable la muerte. Por consiguiente, para las personas sanas de espíritu, existe el derecho a escoger morir con dignidad antes que aceptar un tratamiento destinado a prolongar su vida. El derecho de un enfermo a rehusar un tratamiento, derivado del concepto de integridad de la persona del common law, ha sido recientemente admitido por esta Corte en el caso Ciarlariello c. Schacter, 1993 CSC 138, [1993] 2 R.C.S. 119. No veo diferencia alguna entre el hecho de permitir a un enfermo sano de espíritu la posibilidad de morir con dignidad rehusando un tratamiento y el hecho de permitir a un enfermo sano de espíritu pero físicamente en fase terminal la posibilidad de escoger morir con dignidad deteniendo el tratamiento que le permitiría sobrevivir, aun cuando, por razón de su incapacidad física, esta medida deba materialmente ser tomada por otra persona que cumpla con sus instrucciones. De igual manera, no veo razón alguna para no permitir que enfermo en fase terminal y cercano a la muerte pueda poner fin sus días por intermedio de otro, como lo ha sugerido la recurrente. El derecho a escoger la muerte está abierto a los enfermos que no están físicamente impedidos. No existe razón alguna para negarlo a quienes lo sean. Esta elección, por parte de un enfermo en fase terminal, se vería sujeta a ciertas condiciones similares a las propuestas por el magistrado presidente y respetadas por la recurrente. Estando fijadas estas condiciones, el art. 7 de la Carta puede ser aplicado para permitir al tribunal acordar la autorización propuesta por el magistrado presidente. Ello asegurará a la recurrente, que ha vivido su vida con dignidad y valor, escoger ponerle fin con igual dignidad y valor. De igual manera, por las razones expuestas por el magistrado presidente, el art. 15 puede ser invocado para acordar la misma autorización al menos a los enfermos discapacitados en fase terminal. Resulta revelador que esta Corte, en el examen del art. 15 de la Carta más de una vez haya señalado la importancia del respeto a la vida humana. Véase, Andrews c. Colegio de abogados de Columbia Británica, 1989 CSC 2, [1989] 1 R.C.S. 143, p. 171. Me inclino, pues, por resolver la cuestión en la forma propuesta por el magistrado presidente. Apelación rechazada. El magistrado presidente LAMER y los magistrados L’HEUREUX-DUBÉ, CORY y MCLACHLIN votan en disidencia. Representante de la recurrente: Considine & Lawler, Victoria. Representante del recurrido el procurador general de Canadá: John C. Tait, Ottawa. Representante del recurrido el procurador general de Columbia Británica: El despacho del Procurador general, Victoria. Representante de la interviniente la Coalición de Personas discapacitadas de Columbia Británica: Community Legal Assistancce Society, Vancouver. Representantes del interviniente Dying with Dignity: Beard, Winter, Toronto. Representantes del interviniente Right to Die Society of Canada: Davies, Ward & Beck, Toronto.
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Representantes del interviniente COPOH: Anne M. Molloy y Janet L. Budgell, Toronto. Representantes de los intervinientes la Sociedad Pro-Vida de Columbia Británica y la Sociedad de Médicos por la Vida del Pacífico: Davies & Company, Vancouver. Representantes de los intervinientes la Conferencia episcopal católica de Canadá y la Comunidad Evangélica de Canadá: Gowling, Strathy & Henderson, Ottawa. Winnipeg.
Representantes del interviniente People in Equal Participation Inc.: Taylor McCaffrey,
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