CORTE SUPREMA DE LOS ESTADOS UNIDOS WEST COAST HOTEL CO. v. PARRISH 300 U.S. 379 (1937) apelación contra un fallo de la corte suprema del estado de washington No. 293. Alegatos Diciembre 16-17, 1936 – Fallo Marzo 29, 1937 Sumario 1. La privación de la libertad de contratar está prohibida por la Constitución si se lo hace sin el debido proceso legal, empero la restricción o regulación de esta libertad sí resulta razonable en relación a su objetivo y en caso de ser adoptada para la protección de la comunidad contra los males que afectan a la salud, la seguridad, la moral y el bienestar el pueblo, pues se ajusta al debido proceso. P. 391. 2. Al regular la relación entre el empleador y el empleado, la Legislatura cuenta necesariamente con un amplio campo de discreción de manera a poder establecer una buena protección de la salud, la seguridad y que dicha paz y tal bien pueda ser promovido para asegurar la liberación de todas las condiciones laborales y la libertad contra la opresión. 3. El Estado tiene interés especial en la protección de las mujeres contra contratos de trabajo que establecen miserables condiciones de trabajo, largas jornadas laborales o salarios insuficientes que las dejen sin el apoyo adecuado y terminen por dañar su salud; pues (a) La salud de las mujeres está peculiarmente vinculada al vigor de la raza; (b) Las mujeres están especialmente expuestas a ser sobrecargadas y explotadas por empleadores inescrupulosos; y (c) Esta explotación y la denegación de un salario viable no solo va en detrimento de la salud y bienestar de las mujeres afectadas, sino que impone una carga directa a la comunidad que debe prestarle apoyo. Pp. 394, 398 et seq. 4. Se ha tomado nota en forma judicial de las demandas sin paralelo buscando protección que se han presentado durante el reciente período de depresión y cuya cantidad aún resulta alarmante a pesar del grado de recuperación económica que se ha verificado. P. 399.
5. Una ley estatal que establece salarios mínimos a favor de las mujeres no constituye una discriminación arbitraria por la simple razón de no beneficiar a los hombres. P. 400. 6. Se declara válida la ley del Estado de Washington (Leyes, 1913, c. 174; Remington Rev. Stats., 1932, §7623 et seq.) que establece salarios mínimos para mujeres. Se revoca el precedente del caso Adkins v. Children’s Hospital, 261 U.S. 525. Se distingue del caso Morehead v. New York ex rel.Tipaldo, 298 U.S. 587. P. 400. El presente caso se originó en una apelación presentada contra el fallo dictado por la Corte Suprema del Estado de Washington, que revocó el pronunciamiento de la instancia anterior, ante una acción iniciada por una empleada de una compañía hotelera a fin de percibir la diferencia entre el monto del salario que le era abonado según contrato y el monto que debía percibir conforme al salario mínimo fijado por la Comisión Estatal. Los Sres. E. L. Skeel y John W. Roberts, ambos de Seattle, Washington, por el recurrente. Los Sres. W. A. Toner y Sam M. Driver, de Wenatchee, Washington, por los recurridos. EL SR. MAGISTRADO PRESIDENTE HUGHES redacta la opinión de la Corte: Este caso presenta la cuestión de la validez constitucional de la ley de salario mínimo del Estado de Washington. La ley, intitulada “Ley del Salario Mínimo para las Mujeres” autoriza la fijación de salarios mínimos para las mujeres y menores. Laws 1913 (Washington) c. 174, p. 602, Remington, Rev. Stat. (1932) 7623 y sigtes. La misma dispone: “Artículo 1. El bienestar del Estado de Washington requiere que las mujeres y los menores sean protegidos de las condiciones de trabajo que sean perjudiciales para su salud y moral. El Estado de Washington, por tanto, en ejercicio de su política y poder soberano declara que el salario inadecuado y las condiciones insalubres de trabajo ejercen efectos perniciosos”. “Artículo 2. Será contrario a la ley la contratación de mujeres o menores en cualquier industria u ocupación dentro del Estado de Washington bajo condiciones de trabajo que conlleven efectos perniciosos para su salud o moral; y será contrario a la ley la contratación de mujeres en cualquier industria dentro del Estado de Washington con salarios inadecuados para su manutención”.
“Artículo 3. Por ello, se crea una Comisión que será conocida como ‘Comisión de Bienestar Industrial’ para el Estado de Washington, la cual establecerá el estándar de los salarios y las condiciones de trabajo para las mujeres y menores empleados dentro del Estado de Washington, que puedan ser tenidas como razonables y que no vayan en detrimento de las salud y moral, y que no sea insuficiente para la decente manutención de las mujeres”. Provisiones posteriores requirieron que la Comisión averiguara los salarios y las condiciones de trabajo de las mujeres y menores dentro del Estado. Audiencias públicas fueron convocadas. Si tras la investigación la Comisión hallaba que en alguna ocupación, comercio, o industria los salarios pagados a las mujeres resultaban “inadecuados para cubrir los costos de vida y para mantener sanos a las trabajadoras”, la Comisión estaba habilitada a convocar una junta de representantes de los empleadores y empleados junto a terceros ajenos al caso que representarían a la sociedad. Esta junta debía elevar recomendaciones a la Comisión, bajo su solicitud, un salario mínimo estimado que resulte suficiente para el propósito antes señalado, y aprobadas las recomendaciones, devenía un deber de la Comisión el dictar una orden obligatoria estableciendo los salarios mínimos. Cada orden podía ser reabierta y la cuestión reconsiderada con la ayuda de la antigua junta o una nueva. Fueron otorgadas licencias especiales a los empleadores de mujeres que se hallaban “físicamente faltas de salud o impedidas por la edad u otro motivo”, y también para los aprendices, para fijar un salario inferior al legalmente establecido. A través de una ley posterior la Comisión de Bienestar Industrial fue abolida y sus atribuciones fueron transferidas al Comité de Bienestar Industrial el cual se integraba por el Director del Trabajo e Industrias, el Supervisor de Seguridad Industrial, el Supervisor de Relaciones Industriales, el Estadístico Industrial y el Supervisor de Mujeres en la Industria. Laws 1921 (Washington) c. 7, p. 12, Remington, Rev. Stat. (1932) 10840, 10893. El recurrente dirige un hotel. La recurrida Elsie Parrish fue contratada como camarera e (junto con su esposo) incoó la presente acción de modo a percibir la diferencia entre el salario que le era abonado y el mínimo establecido de acuerdo a la ley del Estado. El mínimo era de $ 14.50 por semana de 48 horas. El recurrente atacó de inconstitucional a la ley por atentar contra la cláusula del debido proceso de la 14ta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. La Suprema Corte del Estado, al revocar el fallo del inferior, sostuvo la constitucionalidad de la ley y falló a favor de los entonces demandantes. Parrish v. West Coast Hotel Co., 185 Wash. 581, 55 P (2d) 1083. El caso llega ante Nos por vía de apelación.
El recurrente se fía del fallo de esta Corte dictado en Adkins v. Childrens’s Hospital, 261 U.S. 525, en el cual se sostuvo la inconstitucionalidad de la Ley de Salario Mínimo del Distrito de Columbia (40 Stat. 960) la cual fue atacada bajo la cláusula del debido proceso de la 5ta Enmienda. En sus alegatos ante esta Corte, los representantes de los recurridos intentaron distinguir el caso Adkins del presente puesto que la recurrida fue empleada en un hotel y que el negocio de un hotelero está afectado de interés público. Dicho esfuerzo por establecer una distinción es obviamente fútil, puesto que salta a la vista que en uno de los casos resueltos por el fallo dictado en Adkins el empleado era una mujer contratada como operadora de ascensores en un hotel. Adkins v. Lyons, 261 U.S. 525. El reciente caso de Morehead v. New York ex. rel. Tipaldo, 298 U.S. 587, 103, A.L.R. 1445, llegó hasta esta Corte por vía de Certiorari a la Corte de Apelaciones de New York, que sostuvo que la Ley de Salarios Mínimos para las Mujeres era inconstitucional. La minoría de esta Corte sostuvo que la ley neoyorkina era distinguible en sentido material de aquella involucrada en el caso Adkins y que por aquella y otras razones la ley neoyorkina debía sostenerse como válida. Pero, la Corte de Apelaciones de New York sostuvo que no existía diferencia material entre ambas leyes y esta Corte afirmó que el “significado de la ley” tal y como fue fijado en el fallo de la Corte estatal “debía ser aceptado aquí como si dicho significado hubiera sido específicamente establecido en el instrumento de sanción de la ley”. 298 U.S. 587. Esta posición tendiente a la confirmación por esta Corte del fallo en el caso Morehead se amparó en que, como esta Corte consideró que la única cuestión antes de ello era si el caso Adkins era distinguible y que la reconsideración de dicha decisión no fue solicitada. Respecto de este punto la Corte afirmó: “La petición de certiorari solicitó revisión amparado en el argumento de que este caso (Morehead) es distinguible de aquél (Adkins). No fue incoada petición alguna para la reconsideración de la cuestión constitucional allí decidida. La validez de los principios sobre los cuales dicho fallo descansa no han sido atacados. En consecuencia, esta Corte restringe su competencia a los puntos sobre los cuales el recurso ha sido planteado o aceptado”. *** La revisión aceptada no ha sido extendida más que a los puntos solicitados por el recurrente. *** El mismo carece de legitimación y no debe solicitar a la Corte la consideración de la cuestión de si el caso Adkins debería ser anulado. El mismo mantiene que no puede distinguirse sobre los motivos por los que las leyes son sumamente diferentes. 298 U.S. 587. Creemos que la cuestión, que fue no estimada y por tanto no abierta en el caso
Morehead, se halla abierta y necesariamente se halla presente en este caso. La Suprema Corte del Estado de Washington confirmó la constitucionalidad de la ley estatal de salarios mínimos. Se ha decidido que dicha ley ha sido un ejercicio razonable del poder de policía del Estado. Arribando a dicha conclusión, la Corte estatal invocó principios desde hace largo tiempo establecidos por esta Corte en
aplicación de la 14ta Enmienda. La Corte estatal rehusó estimar el caso Adkins como determinante y dejó de lado ambos fallos como justificantes de su decisión. Somos de opinión de que esta decisión de la Corte estatal demanda de nuestra parte un reexamen del caso Adkins. La importancia de la cuestión, respecto de la cual muchos estados poseen legislación similar, la estrecha división con la cual el fallo en Adkins ha sido dictado, y las condiciones económicas sobrevenidas, y en vista que la razonabilidad del ejercicio del poder de protección del Estado debe ser considerada, hace que ello no solamente sea apropiado, pero también consideramos imperativo que para decidir en el presente caso la cuestión debería recibir nueva consideración. La historia de litigios respecto de esta cuestión puede ser brevemente expuesta. La Ley de Salarios Mínimos de Washington ha sido dictada casi veinte y tres años atrás. Antes del fallo del presente caso, la constitucionalidad de la misma ha sido sostenida por la Suprema Corte del Estado en dos ocasiones. Larsen v. Rice, 100 Wash. 642, 171 P. 1037; Spokane Hotel Co. v. Younger, 113 Wash. 359, 194 P. 595. La ley de Washington es esencialmente igual a la sancionada en el Estado de Oregon en el mismo año. Laws 1913 (Oregon) c. 62, p. 92. La constitucionalidad de ésta última fue sostenida por la Corte Suprema de Oregon en Stettler v. O’Hara, 69 Or. 519, 139 P. 743, L.R.A. 1917 C, 944, Ann. Cas. 1916 A, 217; y Simpson v. O’Hara, 70 Or. 261, 141 P. 158. Dichos casos, tras los respectivos alegatos, fueron confirmados por esta Corte, por una mayoría muy ajustada en 1917. 243 U.S. 629. La Ley de Salarios Mínimos del Distrito de Columbia (40 Stat. 960) fue sancionada en 1918. La constitucionalidad de ella fue sostenida por la Corte Superior del Distrito en el caso
Adkins. En la apelación, la Corte de Apelaciones del Distrito confirmó el fallo inferior, empero, por vía de un recurso de revisión, modificó su propio fallo y revocó el pronunciamiento de primera instancia, llegando el caso a esta Corte en 1923. El segundo fallo de la Corte de Apelaciones del Distrito de Columbia en el cual se sostuvo la inconstitucionalidad de la ley fue confirmado, empero, con la disidencia del Magistrado Presidente Taft y de los Sres. Magistrados Holmes y Sanford, y la inhibición del Sr. Magistrado Brandeis. Los votos disidentes sostuvieron que dicha decisión constituía una variación de los principios que esta Corte frecuentemente anunció y aplicó. En 1925 y 1927 la inconstitucionalidad de las leyes de salarios mínimos de Arizona y Arkansas fue sostenida en base al precedente Adkins. Los Magistrados disidentes en aquél caso, esta vez, se inclinaron ante dicha decisión, y el Sr. Magistrado Brandeis fue el único disidente. Murphy v. Sardell, 269 U.S. 530;
Donham v. West-Nelson Co., 273 U.S. 657. La cuestión no ha sido vuelta a presentar ante esta Corte hasta el último período de sesiones en el caso Morehead, como he señalado supra. En dicho caso, sendos amicus curiae sosteniendo la constitucionalidad de la ley neoyorkina fueron remitidos por los Estados de Ohio, Connecticut, Illinois, Massachusetts, New Hampshire, New Jersey y Rhode Island. 298 U.S. p. 694, nota 103 A.L.R. 1445. Sin embargo, a lo largo de todo este período la ley de Washington, ahora bajo análisis, estuvo plenamente vigente.
El principio que debe gobernar nuestra decisión no está sujeto a duda alguna. La norma constitucional invocada es la cláusula del debido proceso de la 14ta Enmienda que gobierna a los Estados, tal como la cláusula invocada en Adkins gobernaba al Congreso. En cada caso la violación constitucional alegada al atacar las leyes que establecían salarios mínimos para las mujeres fue la restricción de la libertad de contratación. Pero, ¿qué es esta libertad? La Constitución no menciona la libertad de contratación. Ella menciona a la libertad y prohíbe la privación de ella sin el debido proceso legal. Al establecer tal prohibición, la Constitución no reconoce una absoluta libertad no sometida a control alguno. La palabra libertad en cada una de sus frases posee su propia historia y connotación. Pero la libertad salvaguardada es la libertad en la organización social que requiere protección por parte de la ley contra los males que amenazan la salud, seguridad, moralidad y bienestar del pueblo. La libertad según las disposiciones constitucionales está así sujeta a las limitaciones del debido proceso, y la regulación razonable en relación con sus fines y adoptada en interés de la comunidad constituye debido proceso. Esta limitación en general de la libertad en general gobierna la libertad de contratación en particular. Más de veinte y cinco años atrás hemos hecho a un lado el principio aplicable en estos términos, al decidir los casos antes descriptos en los cuales la libertad protegida por la 14ta Enmienda1. “Pero ha sido reconocido en los casos citados, como en muchos otros, que la libertad de contratación es un derecho calificado, pero no un derecho absoluto. No existen derechos absolutos para hacer lo que uno quiere o escoge. La garantía de la libertad no puede excluir del control de la ley aquél amplio campo de actividad en el que consiste la redacción de los contratos, o negar al gobierno el poder de proveer garantías restrictivas. La libertad implica la ausencia de arbitrariedad, no la inmunidad de regulaciones razonables y prohibiciones impuestas en interés de la comunidad”. Chicago, Burlington & Quincy R. Co. v. McGuire, 219 U.S. 549. Este poder constitucional de restringir la libertad de contratación cuenta con muchas facetas2. El hecho de que ella puede ser ejercida en consideración al interés público 1
Allgeyer v. Louisiana, 165 U.S. 578; Lochner v. New York, 198 U.S. 45; Adair v. United States, 208
U.S. 161.
Munn v. Illinois, 94 U.S. 113; Railroad Commission Cases, 116 U.S. 307; Willcox v. Consolidated Gas Co., 212 U.S. 19; Atkin v. Kansas, 191 U.S. 207; Mugler v. Kansas, 123 U.S. 623; Crowley v. Christensen, 137 U.S. 86; Gundling v. Chicago, 177 U.S. 183; Booth v. Illinois, 184 U.S. 425; Schmidinger v. Chicago, 226 U.S. 578; Armour & Co. v. North Dakota, 240 U.S. 510; National Union Fire Insurance Co. v. Wanberg, 260 U.S. 71; Radice v. New York, 264 U.S. 292; Yeiser v. Dysart, 267 U.S. 540; Liberty Warehouse Company v. Burley Tobacco Growers' Association , 276 U.S. 71; Highland v. Russell Car Co., 279 U.S. 25; O’Gorman & Young v. Hartford Insurance Co., 282 U.S. 2
respecto de los contratos entre empleador y empleado es incuestionable. Así se ha sostenido la constitucionalidad de las leyes que limitan el trabajo en las minas subterráneas y fundiciones a ocho horas por día (Holden v. Hardy, 169 U.S. 366); de las que requerieron el pago en dinero de las compras realizadas en las tiendas u otras evidencias indubitables de haberse pagado los salarios (Knoxville Iron Co. v.
Harbison, 183 U.S. 13); de las que prohibieron el pago por adelantado de los salarios de los marineros (Patterson v. The Bark Eudora, 190 U.S. 169); de las que declararon la ilegalidad de los contratos en los cuales se estipulaba el pago de los mineros por cantidad de tarifas sobre la base de carbón manufacturado en vez del peso del carbón originalmente producido por la mina (McLean v. Arkansas, 211 U.S. 539); de las que prohibieron que contractualmente se limitara la responsabilidad del empleador por daños ocasionados al empleado (Chicago, Burlington & Quincy R. Co.
v. McGuire, supra); de las que limitaron las horas de trabajo de los empleados en las manufacturas (Bunting v. Oregon, 243 U.S. 219); y de las que mantuvieron las reglas de indemnización para las mujeres (New York Central R. Co. v. White, 243 U.S. 188; Mountain Timber Co. v. Washington, 243 U.S. 219, Ann. Cas. 1917 D, 642). Con respecto a la relación entre empleador y empleado, la Legislatura debe contar necesariamente con un amplio campo de discrecionalidad en razón de que debe establecer protección adecuada para la salud y seguridad, y que la paz y buen orden debe promoverse a través de regulaciones destinadas a la asegurar saludables condiciones de trabajo y a proteger la libertad de la opresión. Chicago, Burlington &
Quincy R. Co. v. McGuire, supra, 219 U.S. 549. El punto fuertemente enfatizado de que los empleados adultos deberían estimados competentes para firmar sus propios contratos fue decisivamente recibido casi cuarenta años atrás en Holden v. Hardy, supra, donde hemos destacado la diferencia de equilibrio entre las partes. Hemos dicho (Id., 169 U.S. 366, 397, 390): “La
Legislatura
experiencia
de
también los
ha
reconocido el hecho,
legisladores
de
varios
que la
estados
han
corroborado, que los propietarios de estos establecimientos y sus dependientes no se hallan en pie de igualdad, y que sus intereses están, en cierto modo, en conflicto. El antiguo deseo natural de obtener tanto trabajo como sea posible de sus empleados, mientras estos últimos a menudo son inducidos por miedo al despido a conformarse con las regulaciones que a su juicio, frecuentemente ejercido, debería pronunciar en detrimento de su salud o fuerza. En otras palabras, los propietarios dejan de lado las leyes y los obreros se hallan prácticamente constreñidos a 251; Hardware Insurance Co. v. Glidden Co., 284 U.S. 151; Packer Corporation v. Utah, 285 U.S. 105; Stephenson v. Binford, 287 U.S. 251; Hartford Accident Co. v. Nelson Co., 291 U.S. 352;
Petersen Baking Co. v. Bryan, 290 U.S. 570; Nebbia v. New York, 291 U.S. 502.
obedecerlos. En tal casos, el propio interés es un guía peligroso y la Legislatura puede, adecuadamente, interponer su autoridad”. Y agregamos que el hecho de “que ambas partes son mayores de edad, y capaces para contratar, no necesariamente priva al Estado del poder de intervenir, donde las partes no se hallan en pie de igualdad, o donde el interés público demanda que una de las partes en el contrato sea protegida de sí misma”. “El estado aún retiene un interés en su beneficio, sin embargo, ello puede ser imprudente. El todo no es más que la suma de todas las partes, y cuando la salud, seguridad y bienestar individual son sacrificadas o descuidadas, el estado debe sufrir”. Es manifiesto que este principio establecido es peculiarmente aplicable en relación al trabajo femenino en cuya protección el Estado tiene especial interés. Esta cuestión ha recibido detenida consideración en Miller v. Oregon, 208 U.S. 412 (1908), donde la autoridad constitucional del Estado para limitar el número de horas de trabajo para las mujeres fue confirmada. Hemos enfatizado la consideración de que “la estructura física femenina y sus funciones maternales la ponen en desventaja en la lucha por la subsistencia” y que su bienestar físico “deviene objeto de interésy cuidado público en orden a proteger la fuerza y el vigor de la raza”. Hemos enfatizado también la necesidad de proteger a las mujeres contra la opresión a pesar de su posesión de derechos contractuales. Hemos dicho que “aunque las limitaciones sobre los derechos personales y contractuales pueden ser removidos por la legislación, su disposición y hábitos de vida pueden operar contra la plena afirmación de estos derechos. Debe existir cierta legislación que la proteja para una real igualdad de derechos”. “Por tanto, ellas han sido puestas en una clase por sí mismas, y la legislación destinada a protegerlas debe ser mantenida, incluso cuando idéntica legislación no es necesaria para los hombres, y no pueda ser mantenida”. Hemos concluido que las limitaciones que la ley, analizada aquí, “estableció respecto de su capacidad contractual, su derecho a acordar con su empleador, como el tiempo que deba trabajar” ha sido “impuesta no solamente en el único beneficio de ellas, sino de toda la sociedad”. Otra vez, en Quong Wing v. Kirkendall, 223 U.S. 59, refiriéndonos a la diferencia existente con respecto a la contratación femenina, sostuvimos que la 14ta Enmienda no interfiere con el poder de los Estados creando una “igualdad ficticia”. Hemos referido que las clasificaciones reconocidas en base al sexo con respecto a las horas de trabajo y en otros puntos, y observamos que aquellos puntos particulares en que la legislación debe ser reforzada se han hallado siempre en poder del Estado. En fallos posteriores esta Corte confirmó la constitucionalidad de la regulación del horario de trabajo para las mujeres en Riley v. Massachusetts, 232 U.S. 671 (fábricas), Miller v. Wilson, 236 U.S. 373, L.R.A. 1915 F, 829 (hoteles) y Bosley v.
McLaughlin, 236 U.S. 385 (hospitales).
Esta serie de precedentes y los principios en ellos aplicados fueron sostenidos por los Magistrados disidentes en el caso Adkins para afirmar que la constitucionalidad de la ley atacada debía confirmarse. La validez de la distinción realizada por la Corte entre el salario mínimo y el máximo de horas que limitaban la libertad de contratación fueron especialmente cuestionadas. 261 U.S. 525. Dichos cuestionamientos persisten sin respuesta satisfactoria. Como lo observó el Magistrado Presidente Taft: “En la absoluta libertad de contratación la condición de uno es tan importante como la del otro, para que ambos entren igualmente en la consideración de dar y recibir, una restricción como la presente no es, en esencia, mayor que la otra, y sí lo es del mismo tipo. Uno es el multiplicante y el otro el multiplicando”. Y el Sr. Magistrado Holmes, si bien reconoció que “las distinciones de la ley son distinciones de grado”, no pudo “percibir diferencia alguna entre el tipo o grado de interferencia con la libertad, la única cuestión que nos concierne, entre un caso y el otro. El trato se ve igualmente afectado cualquiera sea la regulación”. Id., 261 U.S. 525, página 569, 43 S. Ct. 394, 405, 24 A.L.R. 1238. Uno de los puntos que ha sido utilizado por la Corte para mantener su decisión del caso Adkins fue que el estándar establecido por la Ley del Distrito de Columbia no consideró apropiadamente el valor de los servicios prestados. En el caso Morehead, la minoría sostuvo que la ley neoyorkina satisfizo este punto en su definición de un “salario justo” y que acorde a ello se presentaba una característica distinguible que la Corte pudo reconocer dentro de los límites en los cuales la petición de certiorari fue admitida. La Corte, sin embargo, no consideró este punto y la ley de New York fue considerada esencialmente igual a la del Distrito de Columbia. La ley, que ahora se halla ante Nos, es similar a la última, pero no somos competentes para determinar que con esta disposición el Estado ha ido más allá de los límites generales de su poder de protección. El salario mínimo a pagarse bajo la ley de Washington se fija tras ser considerado por representantes de los empleadores, y el público. Puede asumirse que este salario mínimo es fijado en consideración a los servicios que son prestados en cada ocupación en particular bajo condiciones normales. Existen disposiciones especiales que permiten fijar un salario inferior al mínimo en caso de mujeres que no puedan prestar todo el servicio contratado. La declaración del Sr. Magistrado Holmes en el caso Adkins es pertinente: “Esta ley no obliga a nadie a pagar nada. Simplemente prohíbe la contratación con un salario inferior a aquél mínimo requerido para salud y vida decente. Es seguro asumir que las mujeres no serán empleadas por los menores salarios a menos que ellas lo permitan, o a menos que el negocio del empleador pueda sostener la carga. Es decir, la ley en su estructura y aplicación es una de las muchas llamadas leyes de policía como las que se han sostenido”. 261 U.S. 525. Y el Magistrado Presidente Taft forzadamente destacó la consideración que es básica en una ley de esta naturaleza: “Las Legislaturas que adoptan un requerimiento de
jornada máxima o salario mínimo pueden creer que cuando los sudados empleadores perciben que remuneran con un salario excesivamente bajo por ley ellos continuarán su trabajo, disminuyendo parte de sus ganancias en beneficio de las necesidades de los trabajadores, y concederán los mejores términos requeridos por la ley, y que mientras en casos individuales, podrían darse privaciones, la restricción extenderá el beneficio de la clase general de trabajadores en aquellos en cuyo interés la ley fue dictada, y así para toda la comunidad entera”. Id. 262 U.S. 525. Creemos que los principios así señalados son sensatos y que la decisión en Adkins fue una desviación de la verdadera aplicación de los principios que gobiernan la regulación por el Estado de la relación de empleadores y empleados. Esos principios han sido reforzados por nuestros fallos subsiguientes. Así en Radice v. New York, 264 U.S. 292, hemos sostenido la constitucionalidad una Ley de Nueva York que restringió la contratación de mujeres en los restaurantes por la noche. En O’Gorman
& Young v. Hartford Fire Insurance Co., 282 U.S. 251, en el cual sostuvimos una Ley que regulaba las comisiones de los corredores de seguros, afirmamos que la presunción de constitucionalidad de la ley reguladora de una materia requiere que lo haga dentro de los límites de su poder de policía y la ausencia de un presupuesto de hecho que justifique tal norma hizo que los mencionados límites hayan sido excedidos. En Nebbia v. New York, 291 U.S. 502, en el que examinamos una ley de New York que estableció precios mínimos para la leche, la materia general de la regulación del uso de la propiedad privada y de la contratación privada recibió un exhaustivo examen, y hemos declarado que si tales leyes “guardan razonable relación con real propósito legislativo, y no están viciados de arbitrariedad ni establecen discriminaciones, los presupuestos del debido proceso están satisfechos”; que “con la prudencia de la política adoptada, con la adecuación o practicabilidad de la ley sancionada en el futuro, las cortes son incompetentes para deshacerlas”; que “un sinnúmero de veces hemos dicho que la Legislatura es el juez primario de la necesidad de cada ley, que toda presunción posible se da a favor de la constitucionalidad, y que aunque las cortes sostener opiniones inconsistentes con la prudencia de la ley, no puede anularla a menos que palpablemente la Legislatura haya incurrido en abuso de poder”. Id. 291 U.S. 502. Con el reconocimiento de toda la seriedad y el vigor que han caracterizado al caso
Adkins, hallamos imposible reconciliar dicho fallo con estas bien consideradas declaraciones. ¿Qué puede ser más preciado para el interés público que la salud de las mujeres y su protección de las inescrupulosas extralimitaciones de los empleadores? Y si la protección de las mujeres constituye un legítimo fin del ejercicio del poder estatal, ¿cómo puede decirse que el requerimiento del pago de un salario mínimo justamente fijado para satisfacer las necesidades de existencia no constituye una medida admisible para dicho fin? La Legislatura del Estado estaba claramente legitimada para considerar la situación de las mujeres trabajadoras, el hecho de ellas
se hallan en una clase que percibía un salario excesivamente bajo, que su capacidad su capacidad de contratación es relativamente débil, y que ellas están listas para ser víctimas de aquellos que toman ventaja de su situación necesitada. La Legislatura estaba legitimada para adoptar las medidas para reducir los males del “sistema del sudor”, que explota a los trabajadores remunerándolos con salarios tan reducidos que resulta insuficientes para cubrir mínimamente el costo de vida, así como expone su impotencia a la ocasión de las más injuriosas competencias. La Legislatura tiene derecho a considerar que el requerimiento de un salario mínimo debería ser una importante ayuda para llevar a cabo su política de protección. La adopción de un requerimiento similar por varios estados evidencia una muy arraigada convicción tanto de la presencia de las injusticias como de las medidas que deben ser adoptadas para combatirlas. La respuesta legislativa a tal convicción no puede ser considerada como arbitraria o caprichosa y sobre la cual debemos decidir. Incluso si la prudencia de esta política es considerada discutible y sus efectos inciertos, aún así, la Legislatura está legitimada a adoptar medidas como la presente. Queda aún una poderosa consideración adicional y es que la reciente experiencia económica ha traído a la luz de forma incuestionable. La explotación de la clase obrera, la cual se halla en posición desfavorable respecto de la capacidad de contratar y está relativamente desprotegida contra la denegación de un salario mínimo lo cual no solo va en detrimento de su salud y bienestar sino que también proyecta una carga directa para su manutención sobre la comunidad. Lo que estos trabajadores pierden al no percibir un salario adecuado los contribuyentes están llamados a pagar. El costo de vida debe poder ser cubierto. Debemos tomar nota de las exigencias sin precedentes para aliviar surgidas para aliviar a aquellas que surgieron durante el período de depresión y que continúan con una alarmante expansión a pesar que la recuperación de la economía ha sido lograda. No es necesario citar estadística oficial para ilustrar algo que es de conocimiento común a lo largo y ancho del país. Si bien en el presente caso ningún amicus curiae ha sido presentado, no existe razón para creer que el Estado de Washington se ha encontrado con los mismos problemas sociales que existen en otros sitios. La comunidad no está obligada, en efecto, a proporcionar subsidio a empleadores inconscientes. La comunidad puede dirigir su poder de darse leyes para corregir el abuso que emanan del egoísmo indiferente para con el interés público. El argumento de que la legislación en cuestión constituye una arbitraria discriminación, porque no se extiende a los hombres, está agotado. Esta Corte ha sostenido frecuentemente que la autoridad legislativa, actuando dentro de su propio campo, no está obligada a extender su regulación a todos los casos que puedan estar a su alcance. La Legislatura “es libre para reconocer grados de daño y puede reducir sus restricciones a aquellos casos en los cuales estime que la necesidad es más claramente percibible”. Si “la ley presumiblemente toca a los males allí donde es más palpable, no será derrocada porque existen otras instancias en que puede ser aplicada”. No existe
“requerimiento doctrinario” de que la legislación debería expresarse en todos los términos. Carroll v. Greenwich Insurance Co., 199 U.S. 401; Patsone v. Pennsylvania, 232 U.S. 138, 144; Keokee Coke Co. v. Taylor, 234 U.S. 224; Sproles v. Binford, 286 U.S. 374; Semler v. Board, 294 U.S. 608. Este principio familiar ha sido repetidamente aplicado a la legislación que distinguió a las mujeres y casos particulares de mujeres, en ejercicio del poder protector del estado. Miller v. Wilson, supra, 236 U.S. 373, página 384, L.R.A. 1915 F, 829; Bosley v. McLaughlin, supra, 236 U.S. 385, páginas 394, 395; Radice v. New York, supra, 264 U.S. 292, páginas 295-298, 326, 327. Su relativa necesidad en presencia de las necesidades no es menor que la existencia de la necesidad en sí, por ello, esto es materia de juicio legislativo. La conclusión de esta Corte enunciada en el caso Adkins v. Children’s Hospital, supra, debe ser, y es dejada de lado. Por tanto, se confirma el fallo de la Suprema Corte del Estado de Washington.
Así se ordena. Charles Evans Hughes, Louis Brandeis, Harlan Fiske Stone, Owen Roberts, Benjamin Cardozo, George Sutherland, Willis Van Devanter, James Clark McReynolds, Pierce Butler.
EL SR. MAGISTRADO SUTHERLAND, con la adhesión de los SRES. MAGISTRADOS VAN DEVANTER, McREYNOLDS y BUTLER, en disidencia. Los Sres. Magistrados VAN DEVANTER, McREYNOLDS, BUTLER y yo creemos que el fallo de la Suprema Corte de Washington debió ser revocado. Los principios y autoridades en los cuales debió fundamentarse la sentencia de la Corte han sido consideradas en Adkins v. Children’s Hospital, 261 U.S. 525, Morehead v. New York
ex. rel. Tipaldo, 298 U.S. 587, y su falta de aplicación a los casos como el presente fue señalado. Suficiente respuesta a todo lo que se ha dicho ahora se encuentra en los fallos de la Corte en los mencionados casos. Sin embargo, in las circunstancias, parece correcto reafirmar nuestras razones y conclusiones. Bajo nuestra forma de gobierno, donde la Constitución escrita, según sus propias palabras, es la ley suprema, una de sus ramas debe contar el poder para decidir en definitiva cuestiones como la validez de una ley atacada de inconstitucional. La Constitución establece claramente que dicho poder ha sido confiado a esta Corte cuando la cuestión surge en una controversia sometida a su jurisdicción; y tanto como dicho poder permanezca aquí, su ejercicio no puede ser evitado sin traicionar la confianza.
Se ha señalado en muchas ocasiones, como en el caso Adkins, que este deber judicial posee una gran gravedad y delicadeza; y que las dudas razonables deben resolverse a favor de la constitucionalidad de la ley atacada. Pero, ¿dudas de quién y por quién deben resueltas? Indudablemente es un deber de un miembro de la Corte, en el proceso para llegar a una correcta conclusión, otorgar el debido contrapeso a las opiniones contrarias de sus colegas; pero al fin, la cuestión que debe responder no es tal como dichas opiniones parece sensato a aquellos que la consideran, pero si ellos lo convencen que la ley es constitucional o engendran en su mente una duda razonable sobre dicho punto. El juramento prestado como juez no es un juramento compuesto sino bien individualizado. Y al estudiar la validez de la ley, deja de lado la obligación que pesa sobre él, que no puede consumarse automáticamente con la simple aceptación de los puntos de vista de sus colegas que no han podido convencerlo ni crear una duda razonable en su mente. Si la sobre una cuestión tan importante entrega así su deliberado juicio, debe renunciar. No puede subordinar sus convicciones hasta cierto punto y conservar su juramento o su moral e independencia judicial. La sugerencia que la sola limitación del ejercicio de esta función judicial, cuando es propiamente incoada, para declarar un derecho constitucional superior a una ley constitucional es la propia facultad de los jueces de dominarse a sí mismos. El dominio de sí mismo encaja en el dominio de la voluntad no del juicio. La limitación que pesa sobre los jueces es aquella que fue impuesta por el juramento, por la Constitución, y por su propia concienzuda e informada convicción; y desde que existe la obligación de formar la propia mente y fallar acorde a ello, es difícil ver donde podría hallarse otra restricción. Esta Corte actúa como un todo. No puede actuar por otra vía; y la mayoría (si una mayoría simple o una mayoría de todos pero uno de sus miembros), por tanto, establece la posición prevaleciente como la opinión de la Corte, vinculante, por tanto tiempo como permanezca sin modificar, igualmente para los disidentes como para los que votaron por ella. De lo contrario, la administración de justicia debería cesar. Pero, es derecho de aquellos que se hallan en la minoría el disentir, y a veces, en las materias de gran importancia, es su deber imperativo expresar su disidencia tan detalladamente como lo exija la ocasión siempre, por supuesto, en términos, que, si bien enérgicos, sin embargo, no ofendan las convicciones u ofendan las buena fe de quienes han tomado un camino contrario. Se ha querido que la cuestión involucrada reciba nueva consideración, entre otras razones, en razón de “las condiciones económicas que han sobrevenido”; pero el significado de la Constitución no cambia con el constante fluir de los acontecimientos económicos. Frecuentemente hemos resaltado en términos generales que la Constitución debe interpretarse en base al presente. Si ello significara que la Constitución está hecha de palabras vivientes que se aplican a toda condición nueva que ellas incluyan, la declaración es completamente cierta. Pero decir, si se quiere,
que las palabras de la Constitución dicen hoy lo que no decían cuando fueron redactadas, que ellas no se aplican a las situaciones a las que ahora deben aplicarse, entonces ello implica robar a aquel instrumento esencial que debe estar vigente como el pueblo lo estableció para sí, y no según la opinión de sus agentes oficiales que la interpretaron en otro sentido. Las palabras del Juez Campbell en People ex. rel. Twitchell v. Blodgett, 13 Mich. 127, 139, 140, se aplican con peculiar fuerza. “Pero sucede más fácilmente”, ha dicho, “que disposiciones específicas puedan, en situaciones imprevistas, dejarse de lado para que no rijan. Esto no hace que la norma sea menos vinculante. Las Constituciones no pueden modificarse por únicamente por los acontecimientos. Las mismas continúan vinculantes como actos del pueblo en ejercicio de su soberanía, como los Padres Fundadores del Gobierno, hasta que sean enmendadas o derogadas por un acto emanado de la autoridad creada por ella. Ningún departamento del Gobierno es competente para modificar la Constitución, o declararla modificada, simplemente por razón de que se deba adaptarla a un nuevo estado de cosas” ***. “Se han encontrado restricciones, cierto, más probables que seguras para ser inadecuadas para situaciones imprevistas. *** Pero, donde los males surgen de la aplicación de tales regulaciones, su fuerza no puede ser negada o evadida; y el remedio consiste en anularlas o enmendarlas, y no en una construcción falsa”. El principio se halla reflejado en varios fallos de esta Corte. Véanse: South Carolina v.
United States, 199 U.S. 437, 448, 449, 4 Ann. Cas. 737; Lake County v. Rollins, 130 U.S. 662, 670; Knowlton v. Moore, 178 U.S. 41, 95; Rhode Island v. Massachusetts, 12 Pet. 657, 723; Craig v. Missouri, 4 Pet. 410, 431, 432; Ex parte Bain, 121 U.S. 1, 12; Maxwell v. Dow, 176 U.S. 581, 602; Jarrolt v. Moberly, 103 U.S. 580, 586. La función judicial es la de interpretar; ella no incluye el poder de enmendar bajo guisa de interpretación. Borrar el punto de diferencia entre ambos es hacer que desaparezca todo cuanto significa la frase “suprema ley de la nación” y convertir todo cuanto ha sido entendido como un mandato inevitable y duradero en meras obligaciones morales. Si la Constitución, inteligente y razonablemente construida en consideración a estos principios, permanece en la vía de la legislación deseable, la culpa pertenecerá en dicho instrumentos y no a la Corte por hacerla cumplir de acuerdo a sus términos. El remedio en esta situación – y el único posible – es enmendar la Constitución. El Juez Cooley, en el primer tomo de su obra Constitutional Limitations (8va. Ed.), p. 124, ha señalado claramente que muchos de los beneficios esperador de una Constitución escrita se pierden si sus disposiciones son torcidas por las circunstancias o modificadas por la simple opinión pública. Señaló, además, que el common law, diferente de la Constitución está sujeto a modificación por los sentimientos públicos y las acciones en las que los tribunales los reconozcan; pero, que “un tribunal o
legislatura que permita que un sentimiento público lo influencie en otorgar a una Constitución escrita una disposición no contenida en la intención de sus redactores, puede, con justicia, ser acusada de indiferencia temeraria hacia su juramento oficial y deber público; y si su actuación deviene un precedente, deberían tener escaso valor. *** Lo que el tribunal debe hacer, por lo tanto, es declarar la ley tal como está escrita y entregarla al pueblo para ellos mismos le impriman los cambios que las nuevas circunstancias requieren. El significado de la Constitución se ha fijado cuando se la adoptó, y no es distinto en ningún tiempo subsiguiente cuando un tribunal tiene ocasión de dictar sentencia sobre ella”. El caso Adkins se originó en una ley del Congreso que pasó el examen tanto del Poder Legislativo como del Ejecutivo. Esta Corte reconoció, por tanto, que dichos departamentos confirmaron la constitucionalidad de la ley, y con propiedad declararon que su determinación debía contar con gran peso, pero, se concluyó, tras un minucioso examen, que sus posiciones no podía sostenerse. Pensamos, ahora, que no es apropiado agregar nada respecto de dicho tema antes de entrar a analizar la cuestión que se halla inmediatamente bajo análisis. El pueblo, a través de la Constitución, estableció tres separadas, independientes e iguales ramas del gobierno. La estructura del mismo descansa, y ha sido establecido para descansar, no sobre uno ni dos, sino tres pilares fundamentales. No es necesario repetir, lo que frecuentemente se ha dicho, que los poderes de dichas ramas son diferentes y deben ser ejercidos independientemente. Las diferencias clara y definitivamente se hallan establecidas en la Constitución. Cada una de las ramas cuenta con un agente, y el agente de una de ellas no puede ser agente de ninguna otra. Cada una de dichas ramas es responsable hacia quien las estableció, no hacia las demás. La opinión, por tanto, del Ejecutivo y del Congreso que una ley es constitucional es persuasiva en grado extremo; pero no es dominante. Pasando, ahora, a considerar la ley de Washington, en primer lugar debe observarse que ella guarda sustancial similitud con el que estuvo involucrado en el caso Adkins. Los mismos vicios presentes en el mismo se hallaban presentes en aquella. Y si el caso Adkins fue correctamente decidido, como nosotros, que adherimos a aquel fallo pensamos que lo fue, necesariamente sigue que la ley de Washington es inconstitucional. En apoyo de las leyes de salarios mínimos se ha alegado, por una parte, que los grandes beneficios resultarán a favor del trabajo mal remunerado, y, por otra parte, que el peligro de tal legislación radica en que el mínimo terminará por convertirse en el máximo y así reducir las ganancias de los más eficientes hacia el nivel de los empleados menos eficientes. Pero estas especulaciones no nos interesan. Únicamente nos concierne la cuestión de la constitucionalidad.
Que la cláusula de la 14ta Enmienda que prohíbe a los Estados privar a cualquier persona de la vida, libertad o propiedad sin el debido proceso legal incluye la libertad de contratar se halla tan bien establecido que no hay lugar a debate sobre ello. Tampoco puede disputarse razonablemente que los contratos de trabajo están incluidos en dicha regla. Adair v. United States, 208 U.S. 161, 174, 175, 280, 13 Ann. Cas. 764; Coppage v. Kansas, 236 U.S. 1, 10, 14, L.R.A. 1915 C, 960. En el primero de dichos casos, el Sr. Magistrado Harlan, en nombre de la Corte, dijo, “El derecho de una persona a vender su trabajo bajo los términos que estime adecuados, es en esencia, lo mismo que el derecho del comprador de trabajo a prescribir las condiciones bajo las cuales aceptará el trabajo de la persona que le ofrece venderlo. *** En cada caso particular, el empleador y el empleado tienen igualdad de derecho, y cualquier legislación que turbe esta igualdad constituye una injerencia arbitraria en la libertad de contratar, que gobierno alguno puede justificar en un país libre”. En el caso Adkins nos remitimos a dichas palabras, y dijimos que si bien no existe la libertad absoluta de contratar, pero, que, en cambio, está sujeta una gran variedad de restricciones, sin embargo, la libertad de contratar siempre fue la regla y la restricción la excepción; y que el poder de reducir esta libertad podría verse justificado en presencia de circunstancias excepcionales. Esta declaración respecto de esta regla, ha sido confirmada en numerosas ocasiones; y no entendemos que es lo que se ha cuestionado en el presente caso. También destacamos cuatro clases distintas de casos en los que esta Corte de tiempo en tiempo ha confirmado interferencias legales en la libertad de contratación. Ellos fueron, (1) los relativos a las leyes que establecen tarifas y cargos para ser exigidas en los negocios dotados de interés público; (2) los relativos a las leyes relativas a contratos para la prestación de servicios públicos; (3) los relativos a las leyes que establecen la forma, el método y el tiempo para el pago de salarios; y (4) los relativos a las leyes que establecen horarios de trabajo. Es la última clase de casos la que ha permitido a la Corte sostener la constitucionalidad de la Ley de Salarios Mínimos; y gran parte del fallo en Adkins, 261 U.S. 525, 547-553, 397, 24 A.L.R. 1238, está dedicado a establecer la diferencia entre la legislación que fija horarios de trabajo y la que fija salarios. Lo que se ha dicho allí no necesita ser repetido. Es suficiente para el propósito del presente caso decir que las leyes anteriores que incidían sobre el trabajo, no necesariamente incidían sobre el salario. Estaba permitido a las partes contratar libremente respecto al salario, y con se ello iguala toda carga adicional que pueda pesar sobre el empleador como resultado de las restricciones del horario de trabajo a través de un ajuste en el monto del salario. Esta Corte, dondequiera que la cuestión fuera advertida, ha sido muy cuidadosa para rechazar cualquier propósito de sostener la validez de la legislación que fija salarios, y, ha reconocido la diferencia esencial entre ambas. Véase, por ejemplo, Bunting v. Oregon, 243 U.S. 426, Ann. Cas.
1918 A, 1043; Wilson v. New, 243 U.S. 332, 345, 346, 353, 354, L.R.A. 1917 E, 938, Ann. Cas, 1918 A, 1024; y Freund, Police Power, 318. Cuando señalamos que las leyes que establecen salarios mínimos como la que involucra el presente caso no tiene relación alguna con ningún negocio o cargo de interés público, o con la forma, métodos o períodos de pago de salarios, o con las horas de trabajo, o con la protección de personas con discapacidades legales, o con la prevención de fraude. Simple, lisa y llanamente, es una ley que fija salarios para mujeres adultas, las cuales son legalmente capaces para contratar por sí mismas tal y como los hombres, y, por tanto, no se encuentra asidero alguno en el cual pueda sostenerse su constitucionalidad a menos que ello se funde en otros principios, distintos a los involucrados en los casos anteriormente fallados por esta Corte. Dos casos estuvieron involucrados en el fallo Adkins. En uno de ellos, se presentó una mujer de veintiún años de edad quien incoó la acción, empleada en un hotel como operadora de ascensores con salario fijo. Sus servicios fueron satisfactorios, y estaba ansiosa por conservar su empleo, empero, su empleador, aun cuando estuviera dispuesto a conservarla, se vio obligado a dispensarla del servicio, justamente a causa de las prescripciones de la ley. Los salarios percibidos por ella eran los mejores que podría percibir por cualquier trabajo que fuera capaz de realizar; y la imposición de la ley la privó, como ella misma lo alegó, no solamente de su empleo, sino que la puso en la posición de no poder retener posición alguna con la cual pueda vivir bien física y moralmente y con salarios tan buenos como los que percibía y deseaba percibir. La ley de Washington, por supuesto, admite la misma situación y resultado, y a quienes piensan lo contrario, decimos que la situación del presente caso pudo ser exactamente igual a la recién descripta. Ciertamente, para que las disposiciones de esta ley se apliquen a tales casos, deben justificarse como una razonable restricción a la libertad de contratar. De lo contario, ella sería esencialmente arbitraria. Ninguna de las leyes involucradas en Adkins ni la de Washington, involucrada aquí, tienen la más mínima relación con la capacidad o ganancia de poder por parte de los empleados, con el número de horas que constituyen la jornada de trabajo, el carácter y el lugar donde debe prestarse el servicio, o con las circunstancias que rodean el servicio. La única base que resta a la cuestión de la validez es la que señala que la trabajadora debe percibir una suma de dinero suficiente que le permita preservar su salud y moral. Y, hemos señalado, a lo largo de aquel caso (261 U.S. 525, 400, 401, 24 A.L.R. 1238), la cuestión así presentada para determinación de la Junta no puede ser resuelta por una fórmula general dictada por una oficina creada por la ley, desde que no ella no es un compuesto, sino una cuestión individual considerada en sí misma. Cuando hemos dicho en aquel caso (261 U.S. 525, páginas 557-559, 401, 24 A.L.R. 123), es igualmente aplicable al presente:
“La ley toma en cuenta únicamente las necesidades de una de las partes en el contrato e ignora las necesidades del empleador al constreñirlo a no pagar una suma inferior a la por ella determinada, no considera si el trabajador es competente para ganarlo, sino que independientemente de su habilidad para el trabajo, generosamente le concede el privilegio de abandonar su ocupación por otra que no le conlleve pérdidas. Dentro de los límites del salario mínimo, el empleador está prohibido, bajo pena de multa y privación de libertad, de ajustar la remuneración según los distintos méritos de sus empleados. Ella lo constriñe a pagar la suma fijada para cada caso, porque el trabajador lo necesita, pero requiere de éste último un equivalente valor de servicio. Ella, por tanto, se encarga de resolver una parte del problema. La otra parte es el correspondiente establecimiento de un estándar de eficiencia, y ello no forma parte de la política de la legislación, aunque en la práctica una parte, sin la otra, se dirige hacia el fracaso final, de acuerdo con la inexorable ley nadie puede continuar indefinidamente
a tomar más de lo que pone sin
finalmente agotar el suministro. La ley no se circunscribe a los grandes y poderosos empleadores, sino también a aquellos que cuyo poder regatea y que pueden ser tan débiles como un empleado. Ella no toma en cuenta los períodos de bajas y crisis de negocios, de agobiantes pérdidas, que pueden dejar al mismo empleador sin los adecuados medios de subsistencia. El alcance de la suma fijada excede el justo valor del trabajo prestado, implica un compulsorio despojo al empleador para sustentar a una persona casi indigente, por cuya posición pesa sobre él ninguna
responsabilidad peculiar,
y
por tanto,
en
efecto,
arbitrariamente quita de sus hombros una carga y la deposita sobre todos, sobre la sociedad como un todo”. “La característica de esta ley, que tal vez más que cualquier otra, pone sobre ella el sello de la inconstitucionalidad, que ella extrae del empleador un pago arbitrario para un propósito y sobre una base que carecen de nexo causal con el trabajo prestado, o con el contrato al que se compromete el trabajador. La base, ya señalada, no es el valor del servicio prestado, sino circunstancias externas que hacen que el trabajador necesite percibir una suma fija de dinero para asegurar su subsistencia, salud y moralidad. El derecho ético de cada trabajador, hombre o mujer, a un salario digno puede ser concedido. Uno de los propósitos declarados de los más importantes de las organizaciones de comercio es
asegurarlo. Y con este principio y con todo otro esfuerzo legítimo para hacerlo, de hecho, nadie puede pelear, pero la falacia del método propuesto para alcanzar el resultado es asumir que todo empleador está obligado, en todos los casos, a proveerlo. El requerimiento moral implícito en todo contrato de trabajo, a saber, que el monto a ser pagado y el servicio a ser prestado deben hallarse en una relación de mutua equivalencia, es completamente
ignorado.
Únicamente
las
necesidades
del
trabajador son consideradas, y ellas surgen fuera de la relación laboral, son las mismas cuando no hay trabajo, que cuando lo hay, las mismas en un gran trabajo, que en otro. Ciertamente el empleador, por pagar lo justo equivalente al servicio prestado, aunque no sea suficiente para asegurar la manutención del trabajador, no ha contribuido con su pobreza. De lo contrario, con el monto que paga, ha contribuido a aliviarla. En principio, no puede existir diferencia entre venta de trabajo y de bienes. Si alguien va al carnicero, al panadero, o al tendero a comprar comida, se tiene moralmente derecho a obtener el valor de su dinero, pero no más. Lo que se obtiene es lo equivalente al valor que se paga, no se puede pedir más, simplemente porque se necesita más; y el tendero, habiendo actuado de buena fe y en forma honesta en dicha transacción, no tiene por qué preocuparse de una cuestión como las particulares necesidades de sus compradores. Si la ley se dispone a investir a una comisión del poder de determinar la cantidad necesaria de comida para la subsistencia, e imponer al tendero, que venda a cada uno no más de la
cantidad fijada
como máximo, ella
indudablemente
fracasaría aun antes de ser constitucionalmente analizada. La falacia de todo argumento esgrimido en apoyo de dicha ley debería ser rápidamente expuesta. El argumento esgrimido en apoyo del que ahora consideramos es igualmente falaz, aunque la debilidad de ella no sea clara. Una ley que requiera a un empleador pagar en dinero, pagar en intervalos regulares, pagar el valor de los servicios prestado, incluso pagar con justicia el equivalente de los beneficios obtenidos con el trabajo, debería ser comprensible. Pero una ley que prescriba el pago sin considerara ninguna de esta cosas, y únicamente cuestiones ajenas a la relación laboral, el trabajo afectado por ella, y el servicio prestado en dicho marco, es claramente el producto de un bruto, arbitrario ejercicio del poder que no puede ser permitido existir bajo la Constitución de los Estados Unidos”.
Si ello debería igual o verdaderamente aplicado respecto de las leyes de varios estados no es cuestión que debamos analizar. Ello no está en consideración ante nosotros, y es suficiente que ello se aplique en particular a la ley de Washington ahora bajo análisis. La ley de Washington, así como la del Distrito de Columbia, establece salarios mínimos para mujeres adultas. Los hombres adultos y sus empleadores son libres para regatear como les plazca, y ello es un importante factor a considerar el hecho de que todas las leyes que han sido traídas a nuestra consideración revistieron el mismo carácter. Las reglas del common law que restringen la capacidad femenina para contratar, bajo nuestro sistema, prácticamente han desaparecido. Las mujeres, hoy, política y legalmente se hallan en pie de igualdad con los hombres. Por tanto, no hay razón que justifique que sean hechas diferencias en su favor con respecto a su capacidad legal para contratar; ni tampoco debe ser negado, en efecto, el derecho a competir con los hombres por trabajo remunerado con salarios más bajos que los hombres puede disponerse a ser aceptado. Y es un arbitrario ejercicio del poder legislativo hacerlo. En el caso Tipaldo, 298 U.S. 587, 615, 925, 103 A.L.R. 1445, se percibe que la legislatura del Estado de New York aprobó dos leyes sobre salarios mínimos, una que aprovechó únicamente a las mujeres y la otra tanto a los hombres como a las mujeres. La ley que beneficiaba también a los hombres fue vetada por el Gobernador. La otra, aplicable sólo a las mujeres, fue sancionada. El “contexto fáctico” con respecto a ambas leyes fue sustancialmente el mismo. Al señalar la arbitraria discriminación resultante (298 U.S. 587, páginas 615-617, 925, 103 A.L.R. 1445), la Corte dijo: “Estas medidas legislativas, en forma de relatos de hechos, sirven para ilustrar correctamente por qué cualquier medida que priva a los empleadores y a las mujeres adultas de la libertad para contratar con respecto al salario, dejando a los empleadores y a los
empleados
hombres
en
libertad
para
hacerlo,
es
necesariamente arbitraria. Y más aun, si no todo aquello que se dijo en justificación de las disposiciones de la ley con respecto a los salarios de las mujeres se aplica por igual a la regulación de los salarios de los hombres. Mientras los hombres son libres para establecer sus salarios acordándolo con sus empleadores, debería suponerse que las regulaciones de los salarios de las mujeres serían utilizadas para prevenir o disminuir los males listados en el primer artículo de la ley. Los hombres necesitados de trabajo se ven, igual que las mujeres, obligados a aceptar, remuneraciones extremadamente
insuficientes
ofrecidas
por
empleadores
inescrupulosos. Los hombres, en mayor número que las mujeres, se mantienen a sí mismos y por causa de la necesidad, trabajan
por cualquier salario, sin consideración al valor del servicio, y aunque el pago sea más que inferior al mínimo establecido de acuerdo a la ley. Es claro que, bajo circunstancias tales como las señaladas, el ‘contexto fáctico’ en el cual se establecen salarios mínimos
únicamente
para
las
mujeres
las
perjudica
irrazonablemente en comparación con los hombres, y tiende, arbitrariamente, a privarlas de una posibilidad cierta de encontrar trabajo”. Una apelación al principio de que la Legislatura es libre para reconocer grados de daños y reducir sus restricciones de acuerdo a ellos, puede plantear la cuestión, ¿establece – desde que los derechos contractuales son los mismos para las mujeres y los hombres – la ley, ahora bajo análisis, al restringir únicamente a las mujeres su derecho a contratar como de establecer salarios, una arbitraria discriminación? Creemos que lo hace. La diferencia entre los sexos no es un motivo razonable para establecer una restricción aplicable a los contratos sobre salarios de todas las mujeres trabajadoras mientras que iguales contratos, pero con respecto a los hombres, son establecidos libremente. Ciertamente una sugestión es que la habilidad para el regateo de la mujer promedio no es igual a la del hombre promedio. Pero, la habilidad para proceder a un buen regateo lo conoce cualquiera, no depende del sexo. Si, en vista de los hechos, la legislación del estado, sin razón o por razones de mera conveniencia, excluye a los hombres de sus provisiones, entonces el poder de legislar fue arbitrariamente ejercido. Por otra parte, si tal legislación con respecto a los hombres,
los
excluyó
razonablemente
de
sus
provisiones,
lo
que
sería
inconstitucional, la misma conclusión de inconstitucionalidad inevitablemente se aplica con respecto a similar legislación restrictiva en el caso de las mujeres. Adkins, 261 U.S. 525, 553, 339, 24 A.L.R. 1238. Finalmente, debe decirse que una ley que establece salarios fijos en forma absoluta en varias industrias, y que prohíbe a los empleadores y empleados contratar otro monto que el que se ha establecido probablemente no sería cumplida aunque fuera constitucional. Es difícil saber por qué el fijar salarios mínimos no connota el mismo poder con respecto a los salarios máximos. Y aún, si ambos poderes fueran ejercidos estableciendo tanto el mínimo como el máximo, ello sería sustancialmente lo mismo, el derecho a contratar con respecto al salario habrá sido completamente derogado. Una discusión más completa puede hallarse en los fallos de los casos Adkins y
Tipaldo, supra citados. Con todo el debido respeto, disentimos.
George Sutherland, Willis Van Devanter, James Clark McReynolds, Pierce Butler.