OPINIÓN | P. Eugenio de la Fuente
opinión
si en mí está la verdad, tiene que explotar Una reflexión sobre la persona del beato Juan Pablo ii
C P. Eugenio de la Fuente
eugeniodelafuente@ gmail.com Sacerdote Diocesano
«¡No tengáis miedo! ¡Abrid, aún más, abrid de par en par, las puertas a Cristo!… Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe!».
on este clamor al mundo, Juan Pablo II iniciaba su pontificado: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, aún más, abrid de par en par, las puertas a Cristo!…Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe!»1. ¿Qué había detrás de esta apasionada invitación? La respuesta la encontramos en su primera Encíclica, que explica el espíritu de todo su pontificado: «Cristo Redentor, […] revela plenamente el hombre al mismo hombre»2. «El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo –no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes– debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo»3. Esta convicción fue la que movió todo el ministerio pastoral de Karol Wojtyla, y traspasó su vida sacerdotal, episcopal y de Vicario de Cristo. Su existencia fue un testimonio viviente de quien ha descubierto el Tesoro Escondido; un estupor invencible ante el infinito amor de un Dios que, haciéndose hombre, nos ama sin condiciones y hasta el extremo de dar su vida por nosotros, y nos revela cuánto valemos para Él, junto con la inmensa dignidad que nos ha dado. Desde aquí, da el siguiente paso: Cristo, que muestra por una parte el rostro amoroso de Dios, revela al mismo tiempo, con su existencia humana, el verdadero modo de ser hombre, a su imagen y semejanza, creado para amar y para ser amado.
Ver a Cristo es entender quién es el hombre. Juan Pablo II, como su vicario en la tierra, se configuró a tal punto con Él, que su vida fue ser un reflejo de Cristo y, por lo mismo, fue un ser humano tremendamente humano. Así, la vida del papa polaco fue un estar expuesto permanentemente al amor infinito de Dios; un estar siempre viviendo de cara a Él, dejándose amar y amándolo con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. Son innumerables los testimonios de esta primacía de Dios en toda su existencia; el lugar primordial que tenía en su vida y ministerio la Eucaristía, a la que calificaba como su «deber más sagrado» y «la necesidad más profunda de su alma»4. Las largas horas que dedicaba diariamente a la oración, a pesar de su inagotable actividad; su capacidad para, literalmente abstraerse de todo, cuando entraba en esa comunión con su Señor. Nada le impedía que esto se llevara a cabo. Es particularmente ilustrador el testimonio del sacerdote Franciszek Tokarz. Muchas veces le tocó viajar con el padre Karol en tren toda la noche desde Cracovia a Lublin, en cuya universidad el futuro papa dictaba clases una vez a la semana. El padre Tokarz comentaba que en el tren al amanecer, «al momento de despertar, yo salgo del compartimento a fumar un cigarro, pero Karol se arrodilla frente a la ventana y reza, reza, reza sin terminar»5. Pero este estar «sumergido en Dios», lejos de alejarlo de los hombres, lo llevó a tomar apasionadamente en sí mismo, como
1. Juan Pablo II, Homilía inicio pontificado, 22 de octubre de 1978. 2. Redemptor Hominis 10, (Cfr. Constitución Apostólica Gaudium et Spes 22). 3. Ibíd. 4. Juan Pablo II, Don y Misterio.
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