A rabiar! Pedro José Valiente Gutiérrez (ADULTOS)

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¡A rabiar! No me podía quitar de la cabeza esas dos palabras, tan agresivas y a la vez tan profundas. En realidad, era la voz de mi madre la que retumbaba en mi cabeza, porque fue ella la que una noche tras otra, me lo decía: -

Hijo, abre tu corazón, sé tú mismo, quiere hasta el infinito, no tengas miedo, un corazón roto se puede curar, un corazón de piedra no tiene solución. ¡Por eso ama, ama a rabiar!

Nunca lo había tenido tan presente. Desde la muerte de mi madre hace dos años en semana santa, no la recordaba así, dándome el impulso que me falta, el último empujón, o el primero según como se mire. Hasta ahora su recuerdo siempre había sido ahogado en lágrimas, sin dejar que se convirtiera en consejos, ayuda y ánimo para salir adelante. Pero, ¿Qué pasó?, como le puedo explicar a alguien que estoy enamorado de una persona que no he visto ni he oído. Como transmitir estos sentimientos que cada mañana me ilusionan y me recargan de energía para recordar a ese ser minuto a minuto. No se lo he contado a nadie, es decir, todos los buenos sentimientos de estos días se han quedado sólo en mí. Como el mejor de los egoístas, decidí quedármelos todos, y en la cama horas y horas disfrutarlos como si fueran los últimos. Todo comenzó en la noche del jueves. Una noche de tormenta como tantas otras en Mürren. Había llegado a casa empapado y apenas lograba ver la cerradura entre los cristales de las gafas mojados y el cabreo justificado que tenía. Llevaba seis meses en Suiza, desde que llegué de España buscando una oportunidad, y la realidad es que no me había acostumbrado al clima, pero tampoco al carácter de la gente. Nada tenía que ver el verde color de las montañas, con el oscuro trato que te ofrecían en la calle y más sabiendo de donde venía. Mi llegada a aquel pueblo fue radiante. Me imaginaba un lugar idílico entre las montañas más importantes de Suiza. Me iba a hacer cargo de la Farmacia y presentía que iba a ser importante para la gente de Mürren. Pero no fue así. Nada fue así. Logré entrar, tirar la mochila en el suelo, quitarme las gafas, quitarme la ropa y meterme en la ducha con agua caliente. Después todo fue mejor, llovía, pero lo hacia fuera, eso ya no era mi preocupación. Me senté delante del ordenador, había limpiado las gafas y me tomaba una rica infusión suiza, a la vez que se me calmaba el humor. Leía noticias de mi querida España, como salía hacer desde hace varios años. Pero ahora al estar lejos, las veía diferentes. Me daba pena, era como una muerte anunciada, nada que ver con este país próspero y frío que me había acogido, pero que no sabían lo que significaba la palabra crisis.


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