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Dennis Morales Iriarte

EN EL OJO DE LA AGUJA Dennis Morales Iriarte

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Dennis Morales Iriarte (Cochabamba, 1974). Es escritor, corrector literario, biólogo, educador, músico e ilustrador. Publicó poesía, ensayos, cuentos y novelas. El Gobierno Autónomo Departamental de Cochabamba le ofreció el Reconocimiento por el aporte a la cultura literaria en Cochabamba el año 2020. Para el año 2021 es Secretario General del PEN-Bolivia en la filial Cochabamba y también coordinador de SUPERNOVA, la Sociedad de Escritores de Narrativa Fantástica, Ciencia Ficción y Terror.

En el ojo de la aguja

In memoriam: Germán Morales Chávez, destacado astrofísico boliviano, mirando a las estrellas desde arriba.

El dosel del bosque madre siempre era causa de un respeto profundo, los gorjeos ominosos de las criaturas invisibles a lo alto apretaban el corazón, así también los misterios que se escabullían detrás el follaje rastrero. Los escasos hilos de luz que filtraban las copas se posaban apenas en ciertos rincones, iluminando con destellos a las hordas de insectos que comían la materia en descomposición; criaturas inofensivas pero abundantes. Los cuatro viajeros tenían cuidado de no pisar a los limpiadores del bosque madre. De hacerlo desadvertidos, su olor interno al exponerse atraería a los peligrosos cola de látigo y no tendrían tiempo para lidiar con ellos. Las figuras corpulentas caminaban sin prisa en una sola línea para disfrazar su rastro, si acaso algún depredador les seguía la pista. Los viajeros eran amplios de torso y gruesos de extremidades, las cabezas de insecto eran redondeadas y fijas sobre sus hombros, los ojos compuestos desde el frente hasta los lados apenas reflejaban la escasa luz que llegaba. Sus corpachones estaban formados por placas articuladas de escarabajo y el revestimiento exterior de sus brazos y piernas estaba plagado de cerdas espaciadas en anillos consecutivos. Llevaban aparatosas mochilas de mimbre trenzado y con las manos de dedos ganchosos cada quien agarraba sendos bastones de viaje. Los venerables siempre decían: “El primer error que cometas en la selva podría ser el último”, por eso se mantenían alertas ante cualquier signo que apareciera en su camino. Caminaban en silencio y se comunicaban con señales de manos levantando sus bastones escarbadores de puntas aguzadas. El desvío amplio que hicieron en la ruta fue por la aparición de los aurochs de cuernos altos, empujándolos por parajes que rara vez transitaban, quizás hollando tierra que nadie viera antes, por lo

que ejercían el mayor de los cuidados. La lluvia torrencial llegaba de improviso, cobijándose en la oquedad de un árbol madre por suerte vacante; el tiempo no tenía sentido si recitaban las mantras de luz azul meciéndose sentados sobre la tierra añeja, ajenos al diluvio de afuera o a las escolopendras que intentaban treparlos sin éxito. Así era el mundo del bosque madre. El trayecto se abría desconocido ante ellos, pero igual de maravilloso, descubriendo una laguna despejada entre las paredes de árboles, donde se veían entre las copas altísimas atisbos del azul del cielo como una oportuna bendición. Desde la orilla se oteaban pejesapos grandes y pequeños surcando las aguas; eso significaba que eran puras e impolutas por el polen corrosivo. Sin pensar más, los hombres-insecto hincaron las rodillas para acercar la mole de sus cuerpos al espejo de agua, usando pajillas para succionar el líquido elemento hasta saciarse. Tan abstraídos por este inusitado deleite, no se percataron de un tronco que flotaba cerca, con ramas verdes en un extremo y algunas raíces libres en el otro. La pieza flotante giró sobre su eje exhibiendo la parte sumergida, revelando de inmediato que no era un árbol caído. Los cuatro viajeros cesaron la ingurgitación reculando asustados. Dentro la laguna se erguía una criatura altísima y flaca, también sorprendida por la presencia insospechada de aquellas pequeñas figuras. La mole tenía una cabeza clara con mechones verdes hirsutos llenos de cosas que parecían flores, en el rostro se veían con claridad tres ojos angulares apuntando a lo que era una boca abierta con la sorpresa. Tenía dos brazos larguísimos que colgaban como látigos terminados en algo que parecían cuchillas, en el torso angosto exhibía dos brazos más cortos plegados sobre el pecho, con dedos manipuladores, sin duda. Al asomarse fuera de las aguas revelaba las cuatro patas huesudas, largas y angulares, que le permitía avanzar en cualquier dirección. La aparición producía sonidos ululantes bastante graves, articulando un idioma imposible de entender para los hombres-insecto. —Yuánding… —exclamó uno de los viajeros con una voz apagada dentro de su cabeza insectil. La criatura mediría lo mismo que tres de ellos uno sobre otro, su color era gris salvo la cabeza cuyos penachos verduzcos

daban la ilusión de ser una planta, resultando ser algas colgantes oportunistas. Ellos sabían muy bien qué era aquella aparición; las canciones de los antiguos hablaban de ellos, los verdaderos dueños del bosque madre. El gigante de muchas extremidades reaccionó como un animal asustado lo haría, tomando una actitud defensiva al oscilar uno de sus brazos largos sobre la aparición más cercana. Las cuchillas de hueso que tenía a manera de dedos resultaron ser desgarradoras. La coraza de uno de los hombresinsecto se desbarató en pedazos diagonales, revelando que solo era una armadura hechiza, con partes de insectos muertos cosidas unas con otras, incluido el casco que era la cabeza vacía de un gran bicharraco. Dentro se exponía un portador de piel pálida, cabellos y barba rubios trenzados, aterrado al ver sus extremidades saltar cortadas de cuajo, además de exponer sus entrañas despanzurradas por las cuchillas del Yuánding. La sangre roja se expelía con violencia apurando su muerte en cuestión de instantes. —¡¡No!! —gritaron los otros hombres-insecto dentro de sus respectivas corazas artificiales. El mismo Yuánding cambió su expresión por una aversión completa al descubrir qué escondían esas pequeñas criaturas disfrazadas. Empezó a ulular con fuerza un sonido portentoso que podría atravesar la selva entera, sin duda para alertar a los otros de su especie. —¡Damnación para ti! —gritó una de las figuras insectiles, blandiendo sus dos bastones que también resultaban ser piezas de defensa con puntas de sílex en los extremos. Arremetió contra el dios del bosque sin pensarlo dos veces. Los otros dos combatientes aterrados por la apostasía, no podían abandonar el ímpetu de su compañero en el afán de vengar la horrenda muerte del primero. El Yuánding era rápido pero no podía con los tres. Alguno de ellos le destrozó una de las patas y el gigante se tambaleó hasta perder el equilibrio y caer de bruces. La lucha cuerpo a cuerpo probó ser efectiva, el dios del bosque madre era de carne y sangre pese a todo, descubriéndolo cuando hundían las puntas de sus bastones en su torso o en sus ojos aterrados. —¡Lo hemos matado! —clamó una de las figuras vestidas de insecto, tratando de recuperar el aliento, descubriéndose como la única

persona que quedaba en pie. Los otros estaban yertos o desmembrados cerca del Yuánding exangüe. Solo entonces se dio cuenta del enorme costo que este deicidio significó para ellos y un terror absoluto empezó a cundir en la figura sobreviviente. Los alaridos que profirió la criatura habrían convocado a los suyos y era menester alejarse de ese lugar cuanto antes. Sin tiempo de ofrecer un entierro apropiado a los viajeros caídos, la figura disfrazada se apresuró en colocar en su propia mochila de mimbre los otros cargamentos desperdigados. Antes de partir observó por última vez a los suyos y también al Yuánding muerto. El peso era extremo con las cargas de cuatro personas en las espaldas de una sola, pero no había otra forma; los bastones le ayudaban bastante y, sin embargo, la caminata hacia la aldea programada en cinco días se convirtieron en diez de penurias.  Cuando ya los daban por muertos después de tanto tiempo incierto, el vigía de turno escuchó la cadencia de golpes en los juncos huecos que rodeaban la aldea, asombrándose al divisar una figura solitaria rendida sin poder dar un paso más. —¡Es… Shu Lien! Pero, ¡dónde están los otros! —De inmediato los vigías engalanados con sus mejores armaduras de insecto corrieron para ayudar la única persona que sobrevivió tan malhadado viaje. La entrada a la ciudadela de burbujas en medio de la arboleda fue un triunfo para el viajero abatido que llegaba a su hogar después de tantas ordalías. El bosque madre tenía los árboles más portentosos y entre medio se escondían las estructuras artificiales que emulaban los nidos de los insectos erigidos con mucílago de construcción y con húmedas burbujas amplias entre los entramados de ramas y cuerdas. Los andariveles encubiertos conectaban las chozas de burbuja y las estancias compartidas. Los hombres-insecto deambulaban ocupados en sus asuntos, cediendo el paso a la figura desmirriada que apenas había llegado. Shu Lien renqueaba con ligereza sin su carga, hasta dar con un habitáculo traslúcido de burbuja. Usó su dedo para horadar una abertura en el mucílago del portal sin romper la tensión superficial del enclaustramiento gelatinoso y su cuerpo traspasó la barrera sin ninguna dificultad, porque vestía la armadura de insecto libre de adherencia a las burbujas.

Dentro del amplio espacio interior se extendía un futón de pieles donde yacían durmiendo tres niños pequeños desnudos. El viajero se quitó el yelmo insectil que filtraba el polen y luego la pieza superior entera de la amplia vestimenta acorazada, continuando con los pantalones abombados. La figura expuesta resultaba ser la de una mujer delgada, con llagas sangrantes en los hombros a causa del peso de su carga. La mujer vestía apenas un taparrabos de la única tela que ellos podían hilar. Tenía los ojos verdes con una profundidad marcada por los horrores vistos. Su cabello era dorado y rizado por la humedad, y su tez demacrada y macilenta. Era pálida por la falta de sol y tenía sus pechos minúsculos por la malnutrición crónica. Lo primero que hizo fue arrojarse al lado de los niños para llorar en silencio mientras los abrazaba con ternura. El lamento era desgarrador pensando en esos infantes que ahora crecerían sin sus padres. Cuando la mujer se tranquilizó, consciente de su buena fortuna pese a todo, no dejaba de pensar en sus compañeros muertos frente a la laguna, cuyos restos se habrían convertido en pasto para las bestias carroñeras, junto con aquella otra… ¡Mataron a un dios del bosque! Solo ahora, Shu Lien sentía un pesar profundo por haber cometido una apostasía mayor; los ancianos desaprobarían de inmediato semejante acto y hasta podrían desterrarla, con justa razón, por haber roto el balance sagrado del bosque madre. Este secreto tendría que morir con ella, se dijo apesadumbrada, luego cayendo sumida en un sueño pesado, poco reparador, visitado solo por pesadillas.

 Lejos de ahí, a orillas de la laguna apenas abierta a la magnificencia del cielo estrellado y luminoso, las mismas pesadillas se reunían por decenas para atestiguar la matanza. Parados como árboles ellos mismos, proferían sonidos que causaban vibraciones continuas en el agua, repercutiendo en el bosque nocturno. Los despojos de los tres humanos inflamaban el descontento que sentían por ellos. Uno de los Yuánding hincó las cuatro patas hacia el suelo y extendió un brazo manipulador hacia las carcasas humanas para examinarlas. Pellizcó un trozo de carne saponificada aún pegada al hueso, la llevó a su boca para saborearla y de paso revelar los secretos que encerraba esa estirpe. El esperpento se acunó

entre los congregados mientras oscilaba sus brazos largos en una cadencia acompasada por el canto de los otros. Horas después apareció un abombamiento en su tronco inferior y, por donde empezaban sus cuatro patas fibrosas, se abrió una apertura con la pujanza interior de la vida que emergía rota la fuente. Hasta una decena de criaturas vermiformes plagadas de pedúnculos oculares en las cabezas reptaban sobre el mucus que dejaban, programadas para olfatear el rastro molecular que habían dejado los perpetradores, reafirmando su objetivo con el primer festín que se daban con las carcasas. En lontananza la pista era vieja pero los gusarapos coincidían en la dirección y empezaron a avanzar con avidez hacia otra promesa nutricional. Los Yuánding los seguían de cerca en apretado tropel, haciendo un completo silencio esta vez, avanzado paso a paso, como un bosque de furia navegando la espesura.

 Los juncos del cerco se agitaron y el tintineo musical rompía la noche cerrada. El vigía soñoliento de los hombres-insecto supuso que era una racha de viento estival, levantando la vista dentro el yelmo para otear las estrellas entre el follaje de los árboles, pero estos estaban cayendo sobre él, sintiendo que sus ramas lo envolvían. La parálisis fue instantánea. Las babosas rastreadoras se habían enroscado en su armadura insectil, buscando recovecos para besar su piel humana por dentro. Las grandes burbujas de mucílago no eran un obstáculo y la redada surtió efecto pese a la tardía alarma de algunos pobladores. Los Yuánding estaban por doquier, izando figuras tetanizadas, demoliendo estructuras, avasallando la más estrecha intimidad. El bosque madre era de ellos; siempre lo fue. Entre tanto, las babosas habían cumplido su cometido y sucumbían bajo las patas fibrosas de sus creadores. Algunas figuras humanas estaban desnudas, otras con sus gruesas armaduras hechizas, pero todas tenían los ojos desorbitados y la lengua muda ante los dioses del bosque que cerraban un cerco a su alrededor. Este sería su fin y lo sabían. No había nada que pudieran hacer. El bosque madre había ganado. De repente los Yuánding empezaron a ulular unos sonidos aciagos bajo el cielo nocturno abierto, insospechados por los pobladores humanos

que recobraban el movimiento, abrazándose unos a otros. Una potente luz azulada empezó a brillar sobre ellos.

 Shu Lien apenas tenía puesto su taparrabos y algunos vendajes amarrados en su torso, mientras los destellos cerúleos la bañaban por completo; no existía otro color, ellos y los dioses uno mismo. Veía el origen y era el cielo estrellado que se había abierto sobre sobre todos por igual, rasgándose al formar un anillo azul que encerraba una blancura que lastimaba los ojos. Ella no entendía qué estaba pasando y sin embargo no tenía miedo, tal como los otros a su alrededor. Entonces, algunos hombres, mujeres y niños empezaron a flotar hacia la luz, carentes de peso alguno, tratando de aferrarse del suelo o de otros todavía firmes. Había quienes querían nadar de vuelta a la superficie pero sin ningún aval. Flotaban hacia la luz azul sin remedio, uno a uno, sin excepción, hasta que fue el turno de Shu Lien. Ella sabía que era el castigo por haber roto el balance del bosque madre y quizás por su culpa habían dado con la aldea pese a sus mejores esfuerzos por esconderse. Ahora sus lágrimas ascendían indecisas junto con ella. Los Yuánding los enviaban de regreso puesto que no había espacio para ellos aquí. Cuando su cuerpo atravesó el anillo parecía que sus partículas se estiraban hasta el infinito luminoso y eterno, como un hilo enhebrado en el ojo de una aguja perforando la tela del cosmos, casi tocando las estrellas con su conciencia esparcida. Las estrellas, de las que provinieron, ahora a las que regresaban sin pena.

Segunda parte

Reflexiones sobre astrofísica

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