1° Edición Abducción Editorial: abril 2015
© Christopher Rosales, 2015 Ilustración de portada: Francisco Schilling Diseño: Gwendolyn Stinger isbn: 978-956-9673-05-4 Reservados todos los derechos de esta edición para Abducción Editorial Curicó 372, Santiago de Chile
Impreso en Santiago de Chile
Canciones espectrales
ABDUCCIÓN Editorial
Canciones espectrales Christopher Rosales
ABDUCCIÓN Editorial
Nada es bastante real para un fantasma lihn
† Visitábamos la tumba del difunto Monroy al menos una vez al mes. Alguien había dicho algo de un pacto con el Diablo y desde entonces se tornó ineludible, un rito que debíamos seguir rigurosamente hasta el día en que muriésemos. En aquel tiempo teníamos una banda de death metal a la que en principio habíamos llamado Daisy’s Destruction, pero que cambiamos antes de que tuviera verdadero sentido para nosotros, quizás por un designio externo, divino, demiúrgico que nos azotó de pronto; tal vez por azar. Aun así llegamos a tener poleras que nos había bordado la mamá del loco Tuma y un dibujo del Samuel para la portada de un disco que nunca nació. El finado Monroy terminó por comerse la banda en todos los sentidos posibles. Partió por el nombre, continuó con las
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letras de nuestras canciones y terminó con el suicidio del guatón Emanuel que de vez en cuando cantaba en la banda, lo que, dicho sea de paso, sólo hacía porque era un cercano y necesitaba una función, un rol, algo que lo hiciera parte. Era amigo del otro guitarrista y hermano del batero, pero claramente no tenía talento. Ninguno de nosotros en verdad lo tenía, pero él menos que nadie. No sabía tocar nada y era gordo. A mí me caía bien, me volví su amigo, hasta diría que fue un gran amigo para mí y que lo extraño, pero nunca me gustó que estuviera en la banda por lástima. A veces pienso que fue eso lo que lo llevó a matarse. Que sabía que no era nadie. Que sus padres evangélicos no le perdonaban su aspecto. Que no tenía mina. Que la que tuvo era fea y que lo había pateado. Que estaba lleno de espinillas. Que tenía tetas. Todo. Se sabía sin lugar en la banda. En el mundo. Pero el resto decía que no. Que no era esa la razón. Que el difunto Monroy era el único responsable. Que la sangre con la que bañó a los temerosos leones del mausoleo de enfrente, justo antes de morir desangrado sobre la tumba del propio finado Monroy, no podía significar nada más: Monroy, nuestro demoniaco patrono, se lo había ordenado. Eso creían. Yo igual lo creo a ratos. Pero no. Tenía que haber otra explicación. A veces yo también veo a Monroy.
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††Emanuel: la historia se escribe con sangre. Esta historia estå escrita con sangre. Hemoglobina, culiao, puro chocolate derramado en tu honor.
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††† En la banda éramos cuatro: Samuel, el batero; el Colina en la guitarra principal; el loco Tuma en el bajo; yo en la segunda guitarra y también la voz. El Emanuel era el quinto. También cantaba. Su voz era más aguda y rasposa. Una voz borracha, una voz malherida. El chillido de un payaso enfermo y desquiciado. Cuando no cantaba, bailaba. Era una danza rara, demente y sincera. En retrospectiva, esa improvisación bizarra, pero de entraña, era lo más cercano a arte verdadero que teníamos. Lo más próximo a darle un aura propia a nuestro proyecto, a nuestro sueño oscuro lleno de guitarras distorsionadas, doblepedales y acoples insufribles en la amplificación. Entonces fuimos cinco.
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Componíamos canciones y tocábamos covers principalmente de Venom y Mayhem, aunque también algo de Deicide. Del primer Deicide, por supuesto. El Samuel le puso al bombo de la batería un logo con el nombre de la banda que él mismo diseñó. La batería se la habían regalado los papás para que tocara en la Iglesia. Antes lo hacía, aunque era sólo para cumplir, como si pagara una deuda por el regalo de sus padres, porque el Samuel siempre ha sido satánico; más diabólico que Kristian Eivind. Ensayábamos dos veces por semana. A veces tres. Nunca había pauta, pero más corazón que la rechucha. Eso y Monroy, su legado, nuestra inspiración. Trascendencia. Grabamos un CD donde un tipo que tenía un estudio en Matta. Nos cobró veinte lucas por la sesión, los arreglos, todo. El dato era del loco Tuma. Amigo de un primo que tocaba música andina o algo así. Perdimos toda la tarde grabando. El tipo estaba chato pero hizo la pega. En todo caso, ni había mucho que arreglar. Nos gustaba que el sonido fuera sucio y macabro. Al día siguiente lo encontramos tirado en el piso, curao y jalao a más no poder. Se hizo mierda con nuestra plata el muy bastardo. Cuando nos vio quiso incorporarse, pero a cambio de eso se puso a buitrear. Podría haberse ahogado con su propio vómito. Mal por él. Pescamos el CD y nos marchamos.
Nos fuimos escuchando una y otra vez el disco en la radio del auto del tío del Colina. No sé quién se quedó con el original. Yo perdí mi copia cuando me enteré de lo del Emanuel. Sentí impotencia y la tiré al techo. A los días me arrepentí y me subí a sacarla, pero no sonaba nada. Los rayones y el sol habían eliminado lo que hacía poco fuera tan importante para mí. Subimos un video a youtube tocando en vivo, grabado con la cámara de un celular. Sonaba horrible. Además lo eliminaron porque en una parte el Guatón se desnudaba y se masturbaba en el escenario. Era justo cuando la canción decía que solamente el sexo pútrido acallaba el llanto de los sufrientes de Monroy. El loco Tuma escribía la mayoría de las letras. Le quedaban buenas, aunque no sé si alguien lo supo apreciar realmente. El Emanuel escribió sólo una letra. Era la más bizarra de todas. Nunca la tocamos, aunque el Colina y yo habíamos creado unos riffs que pegaban como no lo había hecho ninguna otra de nuestras canciones. Buscamos un sonido sucio, asqueante. Repetíamos incesantemente el Si Bemol: el tritón: el sonido del Diablo. No había otra forma de tocar ese tema, de haberlo hecho hubiese sido el mejor, pero no alcanzamos. El Guatón se murió antes. La canción murió con él.
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El Samuel quiso recitarla en su funeral, como si se tratase de un poema, una elegía terrible y autoimpuesta, el propio réquiem del guatón Emanuel, pero unos tíos lo tomaron y lo sacaron del lugar mientras la mamá le gritaba que parara, que acaso no le bastaba con haber llevado a su hermano menor a la locura. Luego dirigió su mirada a nosotros, una mirada infernal e inmisericorde, y nos dijo, con un odio que algún día le daría su lugar en el infierno, que no teníamos respeto ni perdón de Dios, que lo que merecíamos era arder por la eternidad, mientras el papá, que era pastor, la abrazaba y en intervalos extraños, entre miradas fijas a nosotros y desviaciones al cielo, pedía a su dios que nos perdonara y guiara a retomar el buen camino. El Colina escupió una de las coronas grandes que adornaban el cajón del Guatón. Ahí tuvimos que salir corriendo porque los tíos, por muy evangélicos que fueran, no iban a tolerar tamaña herejía. El Samuel, sin embargo, se negó a correr. Se quedó solo, parado firme y desafiante, mirando a sus familiares iracundos perseguirnos. Por lo mismo le llegó un combo que lo tiró al suelo y le dejó una inflamación que duró casi un mes. Aun así, en un acto heroico envidiable, les mostró la otra mejilla a esos infelices. Luego de eso no lo volvimos a ver en un buen tiempo. Si hasta llegamos a pensar que lo habían ofrecido en sacrificio a su inmundo dios. Cuando
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reapareció estaba cambiado, más callado que nunca y con el pelo corto. Le preguntamos qué onda, pero no respondió. Dijo démosle no más, y nos pusimos a ensayar, aunque esa tarde nada sonó como esperábamos y terminamos antes, fumándonos un caño que el loco Tuma había traído. Alguien propuso ir a tomar a la tumba del Guatón, pero el Samuel dijo que tenía algo más que hacer y al resto nos terminó dando paja. Fue rara la situación que se vivió ahí, y aunque todos los de la banda entendíamos a lo que se debía, nos negábamos a aceptar lo evidente. Los Monroy’s Destruction olíamos a muerte, cada uno cargaba con una corona de flores negras para nuestro propio funeral. Un Dark Funeral. La sala de ensayo esa tarde era la evidencia insoslayable de nuestro estado de defunción, nuestro propio ataúd abriéndose ante nosotros y sellándose por el resto de nuestros días. Ahí murieron los Monroy’s Destruction, nuestro epitafio nació como una revelación que nos negamos a creer:
aquí yacen los restos de los sufrientes de monroy si guardas silencio aún se oyen sus trémolos acordes implorar resurrección
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†††† Monroy era nuestro Aleister Crowley y como tal lo venerábamos. No teníamos una mansión pero teníamos su mausoleo deslucido con el tiempo, la soledad y los embates de los sismos de cuando en cuando. Teníamos la escalera enorme que impedía sellar el trato con Satán. Pero sobre todo, teníamos a los leones temerosos mirándonos, gruñéndole al difunto Monroy, recordando su pacto demoniaco del que alguna vez alguien de la banda, tal vez el Samuel, escuchó pronunciar a algún sepulturero medio borracho en busca de cráneos para venderle a los estudiantes forenses o a metaleros y góticos engrupidos como fuimos nosotros por entonces. Eso fue antes de la muerte del guatón Emanuel. Antes de que tuviéramos algo que contar sobre nuestra banda que entonces no se llamaba Monroy’s
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Destruction. Fue algo aparentemente fortuito. Pero con Monroy no era así, nada podía ser casual. Lo conocimos de rebote, sí, pero había algo más, había una conexión mucho más profunda entre él y nosotros, de eso no hay duda. Así llegamos a Monroy —nuestro Crowley—, así le dimos sentido a nuestras canciones, a nuestra vestimenta lúgubre, a nuestros rostros pintados, a la idea constante de abrir su tumba y sacar esa cruz que alguien puso para diluir su legado. Era como si su voz sepulcral nos llamara constantemente. Una petición extraña desde el más allá: quiten la cruz, sáquenla, inviértanla. Sentíamos la urgencia de responder a ese llamado, queríamos servir a Monroy. Una vez lo intentamos pero un cuidador nos echó con una luma de fierro retráctil. Salgan de ahí, mierda, nos gritó mientras se abalanzaba sobre nosotros con brío infernal. El Samuel tenía algo enfermo que lo impelía a desafiar los golpes; le llegaron la mayor parte de los lumazos, hasta quedó inconsciente y el Colina con el loco Tuma lo tuvieron que cargar, mientras el Emanuel le gritaba te vamos a matar, conchetumadre, nadie toca a un monroy y se queda así nomás, te vamos a sacrificar, perro culiao. Yo salté con una patada sobre el viejo que había llegado en bicicleta y con el fierro en la mano, como una especie de caballero medieval penoso y con un trabajo de mierda, pero que aun
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así podía decir que era el cuidador de tumbas, que era el defensor del reino de la muerte; salté sobre él, pero con reflejos felinos me dio un lumazo en la pierna que todavía me duele. Salimos corriendo y no volvimos en varias semanas. Con todo, Monroy nos impulsaba a gritos a hacer cosas por él. Nos pedía que lo liberáramos y que divulgáramos su palabra. Eso resultaba un problema porque aparte de los enfrentamientos con los cuidadores, no teníamos la más puta idea de cuál era su palabra, su mensaje de caos (o de amor) para el mundo. Buscábamos respuestas, como todos, pero nos pasaba lo que siempre pasa con esas respuestas: suelen ser un eco profundo, desesperado e ininteligible. En este caso era nuestro propio eco diluido en las paredes de un mausoleo altísimo y desolado, del que poco y nada sabíamos, pero que intuíamos de un significado hermoso, un sentido cantado por ángeles caídos y de voces intensamente guturales.
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††††† Nadie pensó nunca en sacarle una foto al Guatón muerto, tendido, desangrado, vomitado y cagado sobre la escalinata del mausoleo del difunto Monroy. Nadie pensó en hacerla carátula de nuestro primer ep y así saltar a la fama. Nadie pensó en crucificar el cadáver del Emanuel sobre una de las cruces vueltas animitas del Cementerio General, ni llevar su cuerpo y tenderlo frente a la iglesia evangélica metodista Hermanos de Jacob donde su papá hacía las veces de pastor. Nadie pensó siquiera un segundo en los verdaderos deseos del Guatón, nadie pensó nunca en honrar su nombre de esa forma. Yo lo pensé, pero un miedo imperdonable revolvió mis entrañas. Nadie lo hizo, nadie lo pensó, nadie fue tan true, al fin y al cabo.
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†††††† Pasamos por varias etapas antes de ser lo que fuimos. Yo ingresé poco antes de cambiarnos el nombre. Llegué por casualidad. Era amigo del Samuel y del loco Tuma, con el que fuimos compañeros en el colegio. Él me invitó. Me dijo que el vocalista anterior se había ido, que se había vuelto loco y que no lo habían vuelto a ver desde entonces, que se lo había tragado la tierra. Estaba pitiao ese culiao, me dijo. Respondí que no cantaba, que sabía tocar la guitarra y que me gustaba el thrash. Me dijo no importa, grita lo que sea, nosotros hacemos la magia. Entonces hicimos algo como una audición y resultó que sí cantaba y que en la guitarra el death no me venía nada mal. Me invitaron al cementerio a celebrar o a hacer un rito de iniciación, ya ni sé. Ahí fue que conocí la
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tumba del difunto Monroy, ahí oí su historia y me fascinó inmediatamente. Comenzamos a visitar el lugar muy seguido y a hablar con él. Al poco tiempo ya habíamos cambiado el nombre y de paso el Guatón se nos acopló de lleno. Acababa de terminar con la polola y lo de la banda le venía bien. Un cambio de aire, de enfoque, qué sé yo. Fue ahí que gradualmente del death pasamos a una onda más oscura y atmosférica. Terminamos siendo una mezcla de death y black, algo doom incluso, una amalgama que no lograba consumarse bien, pero que nos convencía. Y la muerte del Emanuel lo coronó todo. Ahí alcanzamos el tono, ahí fuimos realmente los Monroy’s Destruction, aunque la banda, cabe decir, murió con él. Fuimos un destello oscuro que se apagó en la inopia del panorama metalero tercermundista. En su sepulcro yacen también los restos de lo que fuera la más brutal banda de metal chileno.
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† †††††† Había un sueño recurrente: el Emanuel corriendo; el Emanuel huyendo de su polola; su polola cagándoselo; la mina pidiéndole disculpas; la mina en una cama implorando la indulgencia de un Emanuel iracundo; en el sueño estaba yo; la mina metiéndose conmigo y pidiéndonos perdón. Pasábamos por un puente. No juntos, pero los dos lo hacíamos. El puente era grande y estaba destruido. Existía la posibilidad de que se cayera, de morir en el intento y hasta hubiese sido bueno que así fuera si de eso dependía mitigar la sensación terriblemente angustiosa de aquel sueño. Todo era confuso, nada tenía un sentido claro, aunque estaba seguro —lo estoy— de que en él había un significado, de que era una advertencia o algo. Y ese algo era pura evasión, escape, necesidad de supervivencia. Y mutilación.
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Una sentencia. Cuando él huía, yo también lo hacía. Era raro porque a ratos huía de él y a ratos con él. Lo que sí, él nunca huía de mí, su objetivo último era otro. Ni siquiera sé si me seguía. En cualquier caso, tanto en su huida como en la mía, estaba la sensación de que al no hacerlo nos iban a matar. Nunca entendí el sueño, pero se repitió innumerables veces. Era un sueño de símbolos y sensaciones. Era un sueño sin narración. Lo conectaba con la propia historia de los Monroy’s Destruction, que también era pura entraña, cero narración. En el sueño aparecía también la tumba del difunto Monroy, aunque ahí no se trataba de una tumba; era una casa. Tenía una reja negra en su entrada. La recuerdo abriéndose lentamente y por sí sola, pero nada más. Se veía una sombra alta y delgada a unos metros tras la entrada. Una suerte de Slender Man que yo intuía era el propio difunto mostrando su silueta blasfema. Sentía miedo, pero al mismo tiempo una curiosidad enorme por ir más allá. No pude entrar. Algo me lo impedía: mis pies yacían fundidos con el suelo del cementerio que en el sueño no era tal, sino un barrio aristocrático de principios del siglo pasado. El Emanuel, en cambio, sí entraba guiado por la figura oscuramente paternal que posaba la mano derecha en su gordo hombro. Entonces él se daba vuelta una última vez
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sólo para decirme que nos veríamos pronto. Te veré en el infierno, me decía cariñosamente, mientras esbozaba una sonrisa y plantaba su mirada en mí. Luego se iba. Dejaba todo atrás. Pasaba a otro plano. Yo quería seguirlo pero no podía. No estaba listo. Estaba condenado a pertenecer a este mundo, a este barrio, a esta necrópolis maloliente que vio nacer y morir a los Monroy’s Destruction, y que en un nicho irónicamente pequeño guarda los restos del Emanuel. El sueño era un vaticinio y a la vez la evidencia de algo insoportablemente obvio. Del minuto en que murieron los Monroy’s, nunca más volví a soñar.
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†† †††††† No era nadie. Estaba terminando cuarto medio en un dos por uno porque del colegio lo echaron por repetir tres veces el segundo medio. Tomaba. Inhalaba tolueno de cuando en cuando. Rayaba iglesias y sepulturas con inscripciones latinas y cruces al revés. Era un caso perdido. Su familia había abandonado toda esperanza. Su aspecto desaseado, los pantalones con hoyos y la chaqueta de mezclilla llena de parches con palabras ininteligibles sólo eran una lápida en un ser sin futuro como él. Era negro. Nació muerto. No tenía mina. Lo dejaron por otro. Por un amigo. Uno sin tetas. Sus padres rezaban por su alma cada noche. Perdían el tiempo. Se sentían culpables. Tenían razón en hacerlo. Recibieron el perdón de Dios. O su castigo.
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††† †††††† Al cuidador de la entrada lateral del Cementerio General de Recoleta le gustaba contar historias espectrales. Decía, por ejemplo, que esa entrada — la suya— correspondía a la de las brujas, porque de los tres accesos era el último en cerrarse, lo que lo hacía el lugar propicio para que quienes ejercen la magia negra puedan colarse por la noche, cuando ya sólo quedan los muertos y los cuidadores y el silencio cómplice de la necrópolis. A esas horas el cementerio es otro: todo es tan oportuno para los rituales, las mandas, las invocaciones. En palabras del viejo: al caer la noche las brujas a escondidas aguachaban muertitos. Decía que dejaban ofrendas, sacaban tierra de cementerio, prendían velas, enterraban fotos, se tajeaban para realizar pactos de sangre con los fiambres más indóciles del lugar:
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criminales, asesinos, muertos prematuros y sin bautizo. A veces, las brujas más osadas, eran capaces incluso de profanar tumbas, de llevarse restos y hacer amuletos con los despojos robados. Todo esto parecía contarlo con cierto orgullo, tal vez por lo que implicaba estar a cargo del cuidado de una entrada tan enigmática: ¿cuántas brujas debió echar?, ¿cuántas lo maldijeron por frustrar sus planes?; o quizá era fruto del placer producido por el invento de innumerables historias de ultratumba, de cientos de mentiras sobre lo desconocido orquestadas por un viejo con mucho tiempo muerto. Con todo, la idea de la usurpación de cadáveres nos resultó particularmente atractiva: imaginamos un atril construido con las vértebras del propio Monroy; una máscara con el cráneo; uñetas con los dientes o con las mismas uñas que de cadáver siguen creciendo. ¿Qué tan largas serían las uñas de Monroy? ¿Qué sonidos tenebrosos saldrían de esos rasgueos —de sus rasgueos? Fue el mismo viejo el que contó la historia del difunto Monroy, el mismo viejo conchesumadre que después nos atacó cuando cruzamos el sendero que él mismo dibujó para nosotros. Viejo culiao demente. Yo no estaba cuando la contó, yo recién me había hecho parte de la banda. Se lo contó al loco Tuma, al parecer, y este la encontró tan bacán, tan digna de los entonces Deisy’s Destruction, que
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corrió a contarle al Samuel y de ahí al resto que no tardamos en juntarnos para visitar el lugar. La historia era sencilla: en ese mausoleo enorme y gris, sin ninguna figura religiosa que adornase su cúspide y provisto de una escalera gigante de aspecto helénico, semejante a las de las doce casas de los Caballeros Dorados, se escondía algo, un secreto. La escalinata se extendía por al menos tres metros, algo poco común entre los mausoleos, y al subirla se quedaba de frente, cara a cara, con la propia cabeza de Monroy, sombrío, duro, constante. Tras esta, una cruz metálica sobria y triste puesta por un pariente anónimo varios años después de la muerte de Monroy, con la que buscaba atenuar la enorme laicidad del mausoleo, quizá esperando iluso el verdadero descanso del difunto. Nada más ajeno a la realidad: Monroy no deseaba el descanso eterno, no anhelaba el cielo en ningún caso, tampoco el infierno; el difunto Monroy había hecho pacto con el mismísimo Demonio, pidió dinero, pidió fortuna, por eso pudo pagar esa tremenda tumba que lo acoge en su oscuro reposo. Pero los pactos se pagan en algún momento y Monroy lo sabía. También sabía que no se cobran de inmediato: cuando el cuerpo toca tierra en el camposanto, Lucifer cobra su parte y se lleva el alma del que hizo el contrato. Es por eso que en su lecho de muerte Monroy mandó a hacer un mausoleo muy alto, altísimo, para así no
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tocar tierra nunca, para jamás pagar la deuda con el Coleflecha. La historia era interesante, pero perfectamente podía ser mentira. La prueba está en el mausoleo vecino, nos dijo el cuidador, ¿ven esos leones? Gruñen, tienen miedo, su mirada está plantada en la parte superior del mausoleo del difunto Monroy, cuidan al finado de las energías oscuras que furibundas merodean el sepulcro del endemoniado. Los leones son figuras habituales en los cementerios, pero el aspecto de estos distaba del común reposo y relajo que solíamos ver en el resto de las tumbas del lugar. Acá era distinto. Defensivos. Irascibles. Temerosos. El arquitecto del mausoleo de enfrente sabía del demoniaco vecino que encontraría el cadáver al que tenía que hacerle una casa y quiso prevenir que cualquier energía negativa o quizá que hasta el mismísimo Satán, colérico tras el engaño de Monroy, fuese a cobrar en venganza otra alma, el alma del vecino. Los leones tenían miedo. La escalera develaba el secreto. Monroy hizo pacto con el Diablo. El pacto no pudo cerrarse. Nosotros admirábamos a Monroy. Los Monroy’s Destruction. Siempre nos preguntábamos si quitando los leones los demonios invadirían el lugar. Pensábamos en si eso de algún modo enfurecía a Monroy o al mismo Satanás. Queríamos quitarlos y lo
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intentamos: la fractura de una de las patas del león izquierdo es nuestra marca, aunque lo hayan atribuido al terremoto. Aun así, el terremoto contribuyó a que esta adelgazara más y hasta amenazara con derribar a uno de los defensores sepulcrales. Sería deseable, en todo caso, que otro sismo viniera y arrasara con ambos felinos para que así la maldición contamine todo el lugar. (Que haga caer la cruz también; que la invierta). Es lo que quería el Emanuel. Él mismo fue quien le pegó el hachazo a una pata. Nosotros lo avivamos, era de noche y estábamos curaos, vimos caer un pedazo y nos dio miedo insistir. Estábamos en parte picados con el viejo de los cuentos por habernos atacado. Era la primera vez que volvíamos al lugar después del acontecimiento. Cayó un pedazo de yeso y creo que el mismo Guatón se quedó con él, creo que hasta lo levantó y dijo viva Monroy, conchetumadre, aunque tal vez lo imaginé. Las imágenes de ese momento son tan difusas como fantásticas. El caso es que escuchamos ruidos y nos urgimos muchísimo. Nadie lo reconoció, pero sentimos miedo y decidimos marcharnos, sin embargo nos fuimos contentos, sabiendo que habíamos sido leales seguidores de Monroy. Al otro día comprobamos las heridas del león, pero los borrachos brazos del Emanuel no eran tan fuertes y el yeso era duro como la vida misma. En
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todo caso ese fue el hito que marcó un antes y un después en nuestra relación con Monroy. Después de eso vino todo. Después de eso la oscuridad colmó nuestras vidas para siempre.
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†††† †††††† Nosotros intentamos aguachar a Monroy: le dejamos de ofrenda un gato que el propio Samuel degolló luego de encontrarlo vagando cerca de las tumbas que parecen blocks. En una de esas está su hermano. En una de esas tumbas refulgentes de pobreza y dolor extremo, yacen los restos del Emanuel. En un nicho pareado en el que apenas entró su féretro se pudre el Guatón de los Monroy’s Destruction.
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††††† †††††† La primera vez que sacrificamos un animal lo hicimos en un potrero junto al canal, para el cumpleaños del Samuel. A ninguno de nosotros se le había pasado nunca por la cabeza hacerlo, ni mucho menos dimensionamos la sensación de superioridad que implicaba el asesinato de una criatura. Tampoco previmos el significado trascendental que había tras el acto, ni que la sangre y la muerte se fundían y mutaban desencadenando todo su valor revitalizador. Nos sentimos vivos. Lo del sacrificio fue idea del Emanuel, aunque el único que algo de experiencia tenía al respecto era su hermano que a los cuatro años presenció uno. De niños ambos vivieron un tiempo en Coñaripe, en casa de sus abuelos. Sólo el Samuel tenía algunos recuerdos vagos de aquello, porque el
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Guatón era muy chico, apenas una guagua, y porque aparte su memoria estaba llena de baches, atrofiada y entremezclada con sucesos improbables, delirios de una cabeza insensata y perturbada, de la que nadie nunca podía fiarse. No obstante, de entre los recuerdos del Samuel, había uno en especial, un fragmento de memoria nítido, oscuro y brutal repitiéndosele constantemente, persiguiéndolo como rémora desde su infancia hasta hoy: la imagen de su abuelo —el último recuerdo vívido de él, acaso el único— colgando a la Laika, la perra de la familia. La Laika acompañó a su abuelo toda una vida, estaba en la casa mucho tiempo antes de que el propio Samuel naciera, tenía quince años y se encontraba muy enferma. Era buena, la quería, la utilizaba para la caza y para ahuyentar intrusos, pero desde hacía un tiempo era una molestia y su condición penosa; había que sacrificarla. El Samuel nada entendió de lo que vio, sin embargo las imágenes del sacrificio —la perra vieja caminando lento; la perra entregada; la perra envuelta por un lazo al cuello que el propio abuelo apretó con firmeza; la perra gimiendo resignada, con la claridad de que lo que venía no era bueno, pero entendiendo que en el fondo debía ser así, que en cierto sentido era lo mejor; la Laika colgada de un sauce y jalada por su propio dueño— se enquistaron en sus ojos para nunca más abandonarlo.
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El abuelo impávido realizó el acto y de igual modo se retiró del lugar. No pareció disfrutar, tampoco sufrir. Eso sí, según contaba el Samuel, en la escena había un profundo respeto al animal, nada personal; un designio simplemente. Incluso dijo que cuando le preguntó a su abuelo el porqué, este respondió con una voz profundísima que aún resuena en su cabeza, porque así es y nada más. El Samuel observó todo de principio a fin paralizado, casi sin pestañear, sin un solo sentimiento invadiendo su curiosidad infantil que no fuera la perplejidad; se quedó ahí parado frente a la perra desde el inicio hasta después de que su abuelo terminara el trabajo, contemplando fijo cada movimiento espasmódico del animal hasta que se detuvo y sólo quedó un leve vaivén que lo mecía del árbol completamente exánime, como si buscara memorizar cada detalle de lo ocurrido esa tarde, como deseando que esas imágenes siguieran allí por siempre persistiendo, como una revelación infame o como una lección de vida prematura y que algún día le resultaría vital. Así fue. Nos contó eso y el Emanuel propuso de inmediato, casi extasiado, sacrificar a un perro con distemper, que a duras penas sobrevivía gracias a los restos de pan y comida que los vecinos insistían en dejarle a orillas del botadero. Pensé que el Samuel estaría en desacuerdo y hasta temí que reaccionara
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con violencia a la propuesta de su hermano, pero no fue así. Aceptó enseguida. No lo ahorcamos, le abrimos el cogote con una cortapluma automática que tenía el Samuel. Él mismo hizo el corte mientras el loco Tuma afirmaba el torso de la bestia y le cerraba el hocico. El perro se cagó después de matarlo y el loco Tuma quedó con sus botas ensangrentadas y enmierdadas. El Colina nunca participó en estos ritos. Tampoco se oponía a ellos, pero siempre había excusas y yo entendía que en el fondo no quería hacerlo. Un par de veces el Samuel lo presionó, pero al Colina le dio igual, no tengo nada que probarte, le dijo. Todo el resto experimentamos el éxtasis del sacrificio. El guatón Emanuel hasta guardaba la sangre en botellas de Coca-cola. En aquel entonces ya habíamos empezado a pintarnos la cara blanca y ennegrecíamos nuestros párpados y labios, como imaginábamos lucía la muerte. El Emanuel nos sugirió echarnos la sangre que había guardado sobre los rostros pintados cada vez que tocáramos, pero nadie, salvo él, lo consideró en serio. La idea no era buena, a la sangre le salieron grumos y comenzó a coagular rápidamente. De todos modos al Guatón le importó un carajo, y con la misma determinación con la que gota a gota llenó varias botellas de medio litro, la aplicó sobre su rostro cada vez que tocamos en algún lado. Hedía
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horrible, pero lo dejamos. Sentíamos que el gesto tenía su sello y ciertamente no importaba. A mí me producía un poco de miedo que en cualquier minuto apareciera el SAG y nos multaran por inmundos, como ocurrió en la visita de Gorgoroth, cuando casi cancelaron el concierto porque las autoridades sanitarias evaluaron como inadmisibles las tinas de sangre de cerdo en las que se bañaban los integrantes. Por suerte lo lograron arreglar. Mantengo vívido el recuerdo de la banda arrojando vísceras al público y yo ahí adelante, con el loco Tuma, extasiados en esa experiencia única, macabra y mística. En lo del Guatón algo de eso había, tal vez fue esa la razón por la que nadie se opuso a que lo hiciera, a pesar del olor. Nunca nos pasó nada y el Guatón siguió aplicándose sus reservas de sangre de perros y gatos, chorro a chorro, gota a gota, hasta el día de su muerte. Una vez se dibujó lágrimas con coágulos larguísimos que descendían lentamente mientras tocábamos hasta llegar a su boca. Fue asqueroso, sobre todo porque el Guatón llevó su lengua a las comisuras ensangrentadas y saboreó el crúor fétido, como si de pronto se convirtiera en un vampiro, en la reencarnación de Tito Lastarria o de José Tomás Vargas o de los dos. Visto de otra forma, quizá el verter su sangre sobre los leones del cementerio fue un gesto tributo a
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todos los animales que donaron la suya a la causa de Monroy. Quizá por eso esa noche maquilló su rostro con su propia sangre, como un último sacrificio. En todo caso, si hay que ser sinceros en algo, el corpse paint en el Guatón siempre me pareció una ridiculez.
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†††††† †††††† Varias veces hablamos con Monroy, aunque por lo general él optaba por un mutismo horrendo. Íbamos a su tumba y hacíamos psicofonías con una grabadora de casete que también usábamos en los ensayos. En esa máquina vieja y de mala calidad logramos capturar su voz. Era rasposa, grave y doliente, como la de Eduardo Topelberg, de ultratumba y procaz. Por eso nos gustaba tanto, por eso sabíamos que era él, por eso queríamos oírla una y otra vez, a pesar de que el chirrido constante de la grabación pocas veces materializó en la voz del difunto Monroy. Queríamos registrar su canto, asimilarlo, hacerlo uno con el nuestro y en cierta forma así fue. Hubo una ocasión memorable, oímos su risa y la literal referencia a la mamá del Colina. Decía
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algo de su culo: el culo de tu madre, y volvía a reír confundiéndose la carcajada burlesca con el ruido blanco, y todos entendimos que se refería a esa madre y no a otra, primero, porque el Colina era quien había preguntado si le gustaría que hiciéramos algo por él, y segundo, porque se trataba de una observación que todos habíamos hecho alguna vez y compartíamos plenamente. La vieja estaba rica, bombeable decía el Guatón, que cuando íbamos a la casa del Colina hasta parecía enamorado de la señora, hipnotizado por el culo enorme y muy bien formado de la vieja que, separada hacía poco, sencillamente se dejaba querer. Una milf. A mí me parecía sospechoso ese culo, imaginaba que algún truco debía haber allí, quizá esos pantalones que venden las colombianas o esos calzones con hoyos que realzan lo imposible; relleno en una de esas, o que incluso si de verdad su culo no requería ningún tipo de magia ni artilugio tropical para lucir así, debía tener celulitis o al menos alguna espinilla o furúnculo indeseable; no podía estar tan buena la raja de la vieja del Colina, imposible que me cupiera en la cabeza su inasible perfección. A veces cuando hacíamos este tipo de pruebas de audio aparecían otras voces rogando atención. Nunca nos importaron mucho esas presencias suplicantes, así que los echábamos a puteadas. A pesar de esto, recuerdo una voz que interpreté como la de
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una niña. Nadie se esforzó demasiado en entender lo que decía y los demás la echaron de inmediato. El Samuel le dijo sale maraca culiá, de seguro querí pico, y mientras decía esto se llevaba la grabadora a la entrepierna y hacía el gesto fálico con el aparato: un Pato Yáñez. Todos rieron, yo también reí, sin embargo lo que creí escuchar me quedó rondando un par de noches. La niña decía no quiero más, y a mí me atormentaban las ideas que circundaban su discurso, saber qué era aquello que no quería: un recuerdo de vida, un fragmento de memoria, de ese breve lapso antes de morir; algo de ahora, algo de muerta, algo que ignoramos, pero que de seguro el Emanuel ya conoce: un misterio horrible que los muertos siempre se niegan a develar. Por lo general preguntábamos estas cosas a nuestros muertos, ¿qué hay más allá?, ¿dónde estás?, ¿es el infierno ese lugar?, ¿hay algo después de la muerte?, pero siempre se iban o volvían a repetir una palabra o frase que habían dicho antes, un ripio, un estribillo en su relato fantasmal. Cuando quisimos interrogar a Monroy al respecto, hubo un sonido fuerte y borroso en la psicofonía que nos obligó a taparnos los oídos, como si el ruido blanco, que dentro de sus irregularidades tenía cierta uniformidad, sufriera una saturación demoniaca, insufrible, un acople. Luego la voz de
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Monroy, inconfundible, pero esta vez más severa que nunca, agónica y hasta irritada, pronunciándose por última vez. Escuchamos esa grabación millones de veces, pero nunca llegamos a un consenso de qué fue exactamente lo que nos dijo. El Samuel aseguró que decía «nine» y quiso interpretarlo como que nuestro disco tenía que tener nueve canciones, que simbolizaban el seis al revés, una especie de símbolo cabalístico ocultista y que no se agotaba ahí, pues, como Aleister Crowley decía, el nueve es el número más malvado de todos a causa de su estabilidad inenarrable: el número de las declaraciones satánicas de Anton LaVey, el número de pecados de su biblia satánica, el ritual de los nueve ángulos, la suma áurea del seis seis seis y de su reducción en nueve, en nine. 6 + 6 + 6= 18 1+8=9 nine
La explicación del Samuel no cesaba, el 9 es un número loco a cagar, decía, el más diabólico de todos, y es un número del que es imposible escapar, como la serpiente esa que se come así misma: si multiplican cualquier número por nueve y luego suman los dígitos resultantes hasta llegar a una sola
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cifra, siempre tendrán el nueve, perversa la hueá, hueón, chacal, decía el Samuel extasiado a más no poder por su relato y también un tanto por el copete. Luego ejemplificó: 7 x 9 = 63 6+3=9 Luego lo multiplicó por sí mismo para comprobar su punto y del ochentaiuno llegamos al nueve una vez más. El loco Tuma sugirió multiplicarlo por el número de la bestia, y con la ayuda de un celular nos volvió a dar. Quedamos negros con esa revelación. 666 x 9 = 5994 5 + 9 + 9 + 4 = 27 2+7=9 Hice la prueba en mi cabeza con varios números, buscando la excepción, la ruptura de la norma, una salida, pero no: el resultado siempre fue el mismo. Nueve. Nueve. 9. Los tres seis contraídos a cagar. Grábenselo en la cabeza, conchetumadres, nueve es el número de Monroy, nueve es el número de todos nosotros, culiaos, tenemos que hacer un disco en que todo dé nueve: el número de canciones, los minutos de los temas, el nombre, todo. Tatuémonos
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el nueve en el pecho, hueón, es el mensaje de Monroy, loco, de los Monroy’s Destruction. Dijo esto emocionado y se empinó lo que quedaba del chimbombo que rigurosamente portábamos como parte del rito. Esta interpretación del Samuel era sin duda fascinante, muchísimo más que la de su propio hermano y el loco Tuma, que solo escucharon un «Ay», una expresión de dolor y lamento intensa, pero poco sustancial y creíble viniendo de un espectro como Monroy. Monroy era un inglés radicado en Chile a fines del siglo xix, por lo que no era tan extraño que su respuesta fuese en inglés, de hecho el Colina, siguiendo esa misma línea, creyó escuchar un «bye», lo que sin ser tan potente como lo del Samuel, tenía bastante sentido puesto que luego de esa comunicación nunca más volvió la voz del difunto Monroy, algo que, por cierto, hizo que el Emanuel se pusiera hueón y llenara de puteadas al loco Tuma que había hecho la pregunta aquella vez. Le ofreció combos incluso, pero quedó en nada. Yo, en cambio, escuché algo más aterrador, simple y sincero y me helaba la piel pensar en ello, me congela la mollera darle vueltas a su respuesta. No Hay, retumbó por última vez la voz del fiambre en mi cabeza, antes de diluirse por completo entre el silencio mortuorio que invade ese lugar.
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† †††††† †††††† Incluíamos las psicofonías entremedio de nuestras canciones. A veces como intro, otras entrecruzándose con los versos más siniestros y satánicos que colmaban las letras de los Monroy’s Destruction. Incluso aquella grabación en donde el propio difunto se pronunciaba acerca de la mamá del Colina fue parte de una canción. Nunca le dijimos, no sé por qué, no creo que se hubiera opuesto, a ese hueón no le importaban nada esas cosas; si alguno de nosotros se hubiese metido con su madre todo seguiría igual —soy tu papá así que respétame, le diría yo si se hubiese presentado la oportunidad. En todo caso ni se escuchaba, se perdía entre el sonido rasposo del bajo afinado en un tono menos y el del doblepedal golpeando el bombo miles de veces por minuto. Pero ahí estaba, innegable y
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poderosa, la voz burlesca del difunto, cantando junto a nosotros justo antes del grito gravísimo y reverberante que me correspondía dar, para iniciar el coro que con el Guatón llevábamos a dos voces —a tres. Nos recagábamos de la risa cuando sonaba el tema y de la nada aparecía ese «culo de tu madre» colándose entre el clamor fúnebre de mi voz, al mismo tiempo que nos enorgullecíamos de que en él cantara Monroy. Ese mismo tema, por razones distintas, marcaría un antes y un después en nuestra puesta en escena, en la postura que como Monroy’s Destruction sosteníamos. Cómo medir lo que significa ese tema ahora, cómo calibrar lo que valía entonces. Se trataba de la misma canción con la que el Emanuel haría su despedida en el escenario. No le dijo a nadie, pero desde que se mató entendí que ese fue su réquiem, su propia marcha fúnebre, la construcción de un camino directo a esos nichos infinitamente más pequeños que la tumba de Monroy. Cavó su pozo, la cuenca, las fauces que se lo tragarían para siempre. Por eso cuando tocamos hizo lo que hizo. Por eso su voz sonó tan distinta, más maltrecha que nunca: circense y porcina, diluida entre su performance macabra y autodestructiva. Parecía entender que después de eso iba a acabarse todo. Parecía tenerlo decidido desde ese minuto o antes; no fue un mero arrebato de borrachera ni la falta de consciencia
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tras la inhalación de químicos altamente tóxicos como todo el mundo creyó. Siempre supo que era lo correcto a través de ese tema abrir camino hacia su tumba. Su último canto, tras la voz de Monroy, el alarido triste de un animal agónico. Imborrable.
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†† †††††† †††††† Luego de que Monroy dejara de lado las psicofonías, tuvimos que intentar con otros métodos de comunicación. Probamos con el péndulo, con el libro rojo, con los lápices reticulares y hasta con escritura automática. Nada. El difunto Monroy no nos dirigía la palabra y amenazaba con no volver a hacerlo nunca más. Nos hizo la ley de hielo. Nos dio por muertos. Nos sentimos huérfanos, pero insistimos con terquedad pueril, como los chivos que al faenarlos patean con su única pata libre, torpemente. En un viaje al persa a comprar poleras de bandas, encontré en un puesto de juguetes una tabla ouija marca Hasbro. Me costó barata, cinco lucas, y hasta brillaba en la oscuridad. Le conté a los del grupo y la probamos de inmediato. Funcionó o eso
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creo. Siempre estaba la duda de si alguien estaba moviendo el cursor a su antojo. Todos juraron y rejuraron que no lo hacían, sin embargo la primera respuesta que obtuvimos a la pregunta ¿quién eres? resultaba increíble. satán. Por inercia, todos sacamos el dedo y nos miramos incrédulos buscando al culpable de la broma. Ante la negativa de todos, sólo era posible pensar en dos opciones: la primera, que efectivamente nos comunicamos con Satán padre; la segunda, que en realidad se trataba de un espíritu infame que quería darnos un susto o algo. Obviamente, aunque así fuera, no lo lograría. Le dije si de verdad eres Satán abre esta tumba, invierte la cruz que perturba el descanso del difunto Monroy, demuestra que eres quien dices ser. El resto pareció impresionado por mi reacción y me quedaron mirando extrañados. Luego todos comenzamos a girar la cabeza lentamente cerciorándonos de si acaso ocurría algo a nuestro alrededor, de si la presencia, más allá de hablarnos desde la tabla, se manifestaba físicamente. Silencio. Aguardamos unos segundos. No ocurrió nada. Tampoco se movía el cursor del tablero. Nos miramos desconcertados y me atreví a increpar al espíritu, a develar su farsa. No erís el Jefe, culiao chanta, le dije, y sin alcanzar a terminar la frase, la
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ouija volvió a moverse violentamente. «mierdas», anotó, y comenzó a dar vueltas en círculos muy muy fuertes, y a amenazar con salirse, llevando el cursor a los extremos del tablero, lo que nos obligaba a aplicar presión y reincorporarlo, para que no escapase lo que ahí había. No quería irse y terminamos echándolo a la fuerza. Nunca supe si en verdad cerramos el portal que esa tarde abrimos. Quizá ese espíritu poseyó al Guatón. Quizá ese espíritu contribuyó a la infestación del lugar. Fue este resultado el que hizo al Tuma pensar en que podíamos escribir canciones utilizando mi tabla. Volvimos a jugar con ese propósito, pero esta vez lo hicimos en la casa del Samuel y el Guatón. A ambos les pareció buena idea hacerlo allí y hasta pensaron que servía como lección a sus padres canutos que no hacían más que criticarlos o, en el mejor de los casos, hacer de cuentas que no existían, que nunca tuvieron dos hijos que les salieran torcidos, doblados, que les crecieran al revés. La experiencia fue bizarrísima, pero nos dio como para tres canciones. Los muertos se comportan distinto, son diferentes, su latencia en la tabla es un enigma hasta toparse con uno y otro y otro fiambre más. Con todo, no hubo nada excesivamente abrumante, aunque sí dos experiencias que volvimos canciones y que suspendían esa duda
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constante del prójimo ante el juego de la ouija, esa sospecha inevitable, ese esto no puede ser verdad. La primera había sido la presencia del abuelo del Emanuel y el Samuel. Ellos casi no lo conocieron, murió poco después de que naciera el Guatón, cuando el Samuel apenas iba a cumplir cinco años, de un cáncer al hígado fulminante. No dio detalles de su muerte, tampoco insistimos en ello, sin embargo hubo algo notable, un dato que no se puede obviar en esta historia. Uno tiende a probar a los muertos (o a tus compañeros de rito, si se quiere) con preguntas capciosas, y en este caso el Samuel decidió preguntar por la cantidad de hijos que tuvo, por sus tíos. La respuesta fue nueve —número persecutor; hermoso por lo demás— lo que no calzaba puesto que el Samuel y el Emanuel hicieron el recuento y solo dieron con ocho (esto incluyendo a un hijo no legítimo, a un niño huérfano vecino del sur, en Coñaripe, amigo de la familia, que habían adoptado a eso de los cuatro años, luego de que sus padres se mataran). No obstante, ambos sentían una corazonada enorme, tal vez un deseo, de que en verdad hablaban con su abuelo desconocido y de que en ese número una vez más estaba la clave. Por eso, terminada la sesión, tomaron el teléfono y llamaron a su abuela. No la llamaban nunca, no la visitaban nunca, si alguien les decía tu abuela en cuatro les importaba una mierda, porque en realidad
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nunca sintieron ese lazo sanguíneo ni con ellos ni con nadie, pero algo, algo loco, inentendible, les hacía despertar una suerte de ternura y curiosidad ingente por sus abuelos, por esa verdad oculta, y entonces la llamaron. Le preguntaron cómo estaba, cómo se sentía, cómo iba la vida en el sur, eso y más, y la abuela al borde de las lágrimas por la sorpresa mayúscula de sus nietos, como casi diciendo ahora puedo morir en paz; todo para llegar a la pregunta clave, a la respuesta clave, y es que sí, efectivamente eran nueve los hijos, nueve los tíos, nueve como el número marcado en el tablero, pero uno había muerto al nacer. Vi al Emanuel al borde de las lágrimas, al Samuel no tanto. Él siempre ha sido más duro, pero se notaba que en el fondo estaba afectado y nosotros, con un respeto inverosímil, preferimos guardar silencio y lo dejamos hasta ahí y esa tarde no jugamos más. La tabla, en todo caso, demostró que era mejor que el programa de reencuentros del Pollo Fuentes. La otra experiencia fue menos emotiva. El muerto era aburrido y no decía nada. Sólo se limitaba a repetir una y otra vez la palabra azapa, que en ese momento no teníamos la más mínima idea de qué mierda significaba. Le preguntamos su nombre: azapa; le preguntamos su edad: azapa; su sexo: azapa; nada. Ninguna otra respuesta. Sólo un paso lento,
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pausado y ripioso por el tablero, como si estuviera en la búsqueda de algo, de una palabra clave, de una letra, de un símbolo que se tradujera en la respuesta más precisa a nuestra pregunta, que respondiese incluso a las suyas de muerto, pero que lejos de cumplir las expectativas, finalmente derivaba en lo mismo: azapa-azapa-azapa, como una especie de loop, de círculo vicioso infinito e infalible. Entonces lo echamos y llegó otro que algunas luces nos dio sobre el asunto. Andaban juntos, al parecer, ambos reincidían en azapa, pero este, a pesar de no querer darnos su nombre, nos habló de su muerte, nos dijo que lo habían asesinado. En Azapa. El ritmo de este muerto era distinto, más fluido, menos doliente, casi en paz, lo que hacía que la comunicación tuviese mucho más efecto. Le preguntamos cuándo y dijo que el 76; esta hueá está fome, dijo el Colina, está hueá es política, se reafirmó, pero nadie hizo caso y seguimos inquiriendo a nuestro espíritu. Dijo que no era chileno y que tampoco era de los países vecinos. Le preguntamos si sabía dónde estaba su cuerpo y volvió a decir azapa y cayó en el ripio, no dijo nada más. Tuvimos que investigar al respecto, pero no había mucho. Se hablaba de un testimonio reciente, acerca de posibles muertos extranjeros enterrados en el Valle de Azapa, que entonces supimos era un
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lugar al norte de Chile, por Arica, donde se sacan las aceitunas. Nadie pensó nunca en denunciar estos hechos ni nada, ni siquiera se nos pasó por la mente viajar al norte y buscar los cráneos, aguachar sus almas. Con todo, hicimos un tema que titulamos The valley of death. En él hablamos de beber vino sobre los restos de niños muertos y de comer productos de la zona, como si fuera triturar los huesos de infantes malparidos.
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††† †††††† †††††† Tuvimos nuestro momento de gloria. Fue poco después de cambiarnos el nombre. Antes de la muerte. Como Deisy’s Destruction sólo tocamos una vez en un bingo vecinal. Habíamos sido invitados por el tío del Colina, que era miembro de la junta de vecinos, el típico viejo que siempre andaba en todas y que ocupaba ese lugar que a nadie le interesaba ocupar. Abrimos el show. Los asistentes, casi puras viejas y matrimonios con cabros chicos insoportables, no entendieron nada. Aun así, varios amigos metaleros fueron al bingo y vacilaron nuestros temas. Los corearon. Hicieron un mosh. Quedó la cagá con cuática. Fue un momento eterno, que en realidad duró nada,
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porque los viejos reclamaron, nos llenaron de pifias y amenazaron con irse si no nos bajaban del escenario. Para arreglar las cosas los organizadores hicieron subir al doble de Zalo Reyes, que era el plato fuerte esa noche. La rompió. Nunca más nos invitaron a eventos de este tipo. Igual ni nos importaba. Lo que nosotros hacíamos no era para todos ni queríamos que así fuese. La radicalidad de nuestras voces y guitarras requerían toda una comprensión discursiva, existencial, filosófica si se quiere, que la gente promedio —el mainstream— estaba muy lejos de alcanzar. Como Monroy’s Destruction, en cambio, las cosas fueron diferentes. No sé si debido a la experiencia, a cierta madurez musical; quiero creer que sí. Eso y Monroy, lógico. Nos invitaron a un par de tocatas y por supuesto no desperdiciamos las oportunidades. Hubo una particularmente memorable cerca del cementerio, en Recoleta. Un loco que había visto un video de nosotros en youtube nos contactó. Teníamos que preparar el ambiente antes de que tocara una banda thrashera más conocida, los Pipeño Nuclear. Cumplimos. Dejamos la cagá. Fue la cuarta y la última tocata de la banda. Del reborn de la banda, claro. El Guatón ya la estaba rayando en mala y tras la última canción tomó una
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bolsa del Líder que había junto a uno de los parlantes, donde minutos antes hubo dos packs de Bálticas heladas como nicho, se la puso en la cabeza y, en el momento en que debía dar el último grito intenso, un chillido que se perdería con el rasgueo definitivo y constante de las guitarras en distorsión, comenzó a enrollar el cable del micrófono sobre la bolsa y su cuello y a aplicar presión con todas sus fuerzas. Siguió gritando y apretando por un breve lapso de tiempo y su voz no tardó en volverse silencio. El Samuel, por la sorpresa, abandonó el doble bombo un segundo, un ripio, una pérdida de ritmo que retomó enseguida al notar que lo que hacía su hermano tenía más sentido del que había tenido cualquiera de nuestros actos nunca; en él estaba la esencia de los Monroy’s Destruction: el grito desesperado y ahogado era el del propio difunto Monroy hablándonos desde su tumba vecina, prueba de que por supuesto oía nuestro homenaje y lo aprobaba; era Monroy haciéndose carne. El Guatón no tardó en perder el aire y las fuerzas, por lo que su grito se apagó por completo, junto a su mueca horrible de dolor y tranquilidad que se perdía entre los bramidos de los metaleros borrachos que estaban ahí esa noche. Un dolor silente, escalofriante, semejante al rostro de entrega a la muerte, que debió ser el mismo rostro del Emanuel desangrándose sobre la escalera del mausoleo del difunto la tarde en que
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perdió por completo la razón y se quitó la vida. No pudo, entonces, seguir aplicando presión y el último acorde de la guitarra del Colina desapareció al igual que el grito. Sólo entonces el Samuel se acercó a su hermano y le quitó la bolsa de la cabeza. Seguido, el Guatón vomitó bilis y Báltica sobre el escenario y todo el mundo enloqueció. Esa tocata fue la zorra, estuvo mandinga la hueá. Los organizadores nos putearon, pero había que reconocer que en la performance del Guatón cabía el mundo: era poética la escena, era Monroy hablando a través de nosotros, era nuestro jefe dirigiéndonos nuevamente la palabra, no se había ido, no nos había abandonado. Fuimos como Silencer, me dijo el Emanuel después de bajarnos del escenario, con una sonrisa que no hallaba espacio en su gordo rostro y la mirada ebria posada en mí y en nada a la vez. Le dije que sí y en verdad lo creía, pero me importaba más saber si se encontraba bien después de haberse autoinflingido tal asfixia. En todo caso no le había pasado nada o se recuperó muy rápido, y entonces reafirmé mi respuesta; y es que en verdad lo sentía, en verdad lo habíamos sido: el grito apagado del Guatón había hecho que el público nos amara o, mejor dicho, nos respetara, que es la forma más cercana al amor —aparte del aborrecimiento más profundo— a la que podemos llegar los metaleros de verdad.
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†††† †††††† †††††† Después de eso vino la muerte y sólo volvimos a tocar una vez. No funcionó. Estábamos malditos, eso pensaban los cabros, eso pensé yo entonces. Fui a la tumba una noche solo y le pregunté a Monroy si acaso era eso lo que quería, si acaso era su decisión acabar con nuestro sueño, llevarse al Guatón, llevarnos a todos. No respondió. Hice una psicofonía y tampoco obtuve respuestas. Hubo algo, pero no era él. La voz lejana que se oía intermitentemente decía ser la de un tal Miguel Lira. Decía frío, decía miedo, decía dolor. No me interesaba el fantasma de Lira; no indagué más. Le dije chao, nos vemos pronto. Tuve pesadillas. Me pesaba la idea de la muerte del Emanuel. Me pesaba haberme comido a su mina. Cuando supe de su suicidio la fui a putear,
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me dijo que era un hipócrita de mierda y le pegué un charchazo y la escupí. Terminamos culiando. La loca no estaba ni ahí. Yo lloré toda esa noche y volví a la tumba. Me emborraché, dormí en el cementerio, meé los leones del mausoleo vecino, recité la canción escrita por el Guatón a todo chancho, como desafiando a la muerte y a los sepultureros que no pescaron. Me dejaron ser. Quise intoxicarme con pastillas, pero terminé tirado vomitando junto la tumba de mi amigo. Me dolía la cabeza y estaba mareado. Quizá me desmayé, no lo tengo claro. Una vieja a la que nunca más volví a ver me tocó el hombro, me ayudó a reincorporarme y me acompañó hasta la salida. Me sentí vulnerable. Solo. Me di lástima. Debí morir, pero aquí estoy. Quizás sea inmortal.
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††††† †††††† †††††† Nunca más volvimos a visitar el mausoleo, nunca más volvimos a visitar al difunto Monroy: ahora es él quien nos visita a nosotros, ahora es él quien nos encara con su inexorable rostro lleno de verdad.
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†††††† †††††† †††††† A veces escuchaba voces. Estoy seguro de que no era el único, pero después del suicidio y de que el Samuel anunciara de manera formal que dejaría la banda, las cosas se pusieron demasiado tensas como para dedicar tiempo a hablar de muertos. Queríamos seguir, intentarlo de todos modos, pero estábamos malditos. Me negué a creerlo entonces, sin embargo las evidencias del inminente quiebre nos perseguían por todas partes, hiciéramos lo que hiciéramos, como cuando un serial killer mata uno a uno a tus amigos y tienes la certeza de que el próximo en su lista eres tú. Y fue así: la respiración de Monroy nos perseguía y el desconsuelo de los fantasmas manifestado a través de la tabla y de las grabaciones hicieron osmosis en los agonizantes Monroy’s Destruction hasta sepultarnos para siempre.
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Sucedió de a poco. Intentamos llenar los vacíos y curar nuestras heridas. Pero en vez de eso sólo fuimos acumulando fracaso tras fracaso. Buscamos batero y nos fue pésimo. Creo que el Colina puso un aviso en internet que nadie vio. Estuvimos un mes entero sin baterista y, dicho sea de paso, sin saber nada del Samuel. Tampoco nos importaba mucho, en ese minuto hasta lo odiábamos un poco por desertor. El loco Tuma tenía un amigo que estaba empezando a tocar y lo invitamos. No hubo rito de iniciación, no hubo feeling, no hubo nada. Ni una semana llevaba tocando con nosotros cuando ya se había agarrado a combos con el Colina, porque este le exigió tocar bien derribándolo de una patada en el sillín. El amigo del loco Tuma se reincorporó de inmediato y empujó al Colina. El Colina respondió con un combo seco —brutal— que jamás hubiera esperado, pues, si viniera al caso comparar, diría que siempre fue el más tranquilo del grupo. Luego del incidente el amigo del Tuma no quiso volver a ensayar con nosotros, por más que el loco le insistiera. El Colina se excusó diciendo que nunca fue su intención sacarlo de la banda y a renglón seguido miró al Tuma y le dijo: no sabía que era tan sentimental tu amigo, y una sonrisa maldita se dibujó en su rostro, inesperadamente desafiante. De todos modos, el loco Tuma y el amigo ese quedaron
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en iniciar un proyecto paralelo a los Monroy; menos duro, más rockero, medio sicodélico-mariguanero incluso (sé que esto fue lo que más atrajo la atención del Tuma), aunque ni idea de en qué quedó su proyecto, ni me importa. Nunca tuvo cabida en la banda. Aparte de ser incapaz de sostener un golpeteo constante, seco y animal de la caja —y ni hablar del doblepedal—, sus gustos musicales nos resultaban infumables. Escuchaba Ratt y Van Halen y usaba una muñequera de cuero horrenda, última de maraca, que alguna vez creo habérsela visto al hueón de Maná. Patético. El loco Tuma nos decía que habíamos sido demasiado severos, que era buena tela y que si lo esperábamos un tiempo demás que veríamos resultados óptimos. Hasta se atrevió a compararlo con mi ingreso a los entonces Deisy’s Destruction, lo que me pareció inoportuno y desatinado en demasía, así que lo mandé a la chucha y no le hablé en tres semanas, ni siquiera a la hora de ensayar. Nunca encontramos quien llenara ese vacío, y aun así los tres seguimos por varios meses juntos, aunque ensayando cada vez de forma más irregular; lo de tocar en vivo no volvió a ocurrir nunca. En un arranque de desesperación, fui a la casa del Samuel a pedirle —suplicarle/humillarme— reconsiderara volver a la banda, que si lo necesitaba podíamos ensayar menos (no le dije que eso ya era
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lo que estábamos haciendo), pero que era indudable que para los Monroy’s su ausencia significaba una inmensa pérdida que amenazaba darnos fin de una vez por todas, y que, si de pérdidas se hablaba, él y yo sabíamos que con el Guatón era más que suficiente. Sentí que entendía mi punto, hasta pude ver en él un arrebato de nostalgia que lo impelía a aceptar mi oferta, pero una vez más me equivoqué. La otra semana me voy a Iquique, me dijo, me voy de voluntario a hacer el servicio militar. Cuando me contó, no pude contener gritarle lo maricón que era, que cómo iba a dejar sus sueños metaleros e irse así como así, con un conformismo e hipocresía que me hacían desconocerlo. Despreciarlo. Eso no se hace, loco, eso no se le hace al metal, culiao, ¿no erai tan true, hueón? Pensé que erai true po, hueón, le escupí y un nudo de impotencia y odio se apoderó de mi garganta y todavía no me abandona. No respondió. Por último hazlo por tu hermano, insistí sin pensarlo, y mis palabras cavaron un silencio abisal y decidor. Me miró fijo, con determinación, hasta odio vi en sus ojos: yo ya no tengo ningún hermano, hueón, no hay vuelta atrás. Punto. Fue como una puñalada para mí, o como la patada que empuja al abismo de la tumba al fantasma que reniega su muerte. Eso fue. Eso es.
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Hubo un mes en el que no ensayamos un solo día. Era como si ninguno de nosotros se acordara de la banda, como si todos ignoraran los gritos de ultratumba del difunto Monroy o como si el duelo del Guatón nos hubiera vuelto a invadir. Por supuesto no era así, pero creo que los tres notábamos que los recursos se agotaban, si acaso ya no lo habían hecho por completo entonces. Cuando nos volvimos a ver fue sólo para entender que era el fin. Algo pasó entremedio que no soy capaz de ver ahora, y que menos supe vislumbrar entonces, que hizo de nosotros otras personas; que perdiéramos el rumbo. El Colina estaba cambiado, se había cortado el pelo y la barba y andaba con una polera verde con un bolsillo en el pecho. Había entrado a un cft a estudiar cableado o algo así. El loco Tuma y yo no opinamos nada al respecto, no nos importaba mucho a decir verdad, y nunca leímos el mensaje entrelíneas que nos entregaba. Se estaba justificando, nos daba razones para su salida de los Monroy’s. Agregó que entraría a trabajar de reponedor en un mayorista y que no le quedaría tiempo para la banda. Yo lo miré fijo, intentando penetrarlo, dañarlo. Hay que hacer algo por la vida, ya me aburrí de vivir esta mentira, me aburrí de la mentira del metal, me dijo. No supe qué responder y desvié mi mirada hacia el suelo.
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No me indigné, no me enojé, nada. De alguna forma entendía que no era del metal de lo que escapaba el Colina. Se veía en su rostro, en el brillo de sus ojos resaltaban las sombras de todos esos animales muertos; en sus palabras resonaban los susurros de espectros innombrables que por envidia nos querían ver morir. Hubo un silencio incómodo e insoportablemente extenso. El loco Tuma buscó aplacarlo con marihuana. Me ofreció y acepté. El Colina no. Ahí dijo me voy, nos vemos. El loco Tuma movió la cabeza con letargo, pero se entendía el gesto; yo me quedé plantado, sentado en el piso mirando el suelo, buscando nada. Sentí pena por él. Lástima. Conecté mi guitarra al amplificador y toqué Freezing moon. Luego abrí una lata de cerveza y me la mandé al seco. Bastardo culiao, dije, hijo de puta, complementó el Tuma. Ahí murieron los Monroy, el loco Tuma y yo no podíamos hacer nada para evitar ese destino trágico que ya nos había alcanzado. Nunca lo conversamos, nunca declaramos esa defunción, pero era algo tácito, innegable. Nos seguimos juntando un tiempo. Íbamos a tocatas y conciertos de cuando en cuando, pero de la banda nada. El loco Tuma hasta parecía haberla olvidado, o bien era más fuerte que yo —más
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realista— y lo superó rápido. Al poco tiempo se puso a tocar folklore en el grupo de su primo y yo seguía dándole vueltas en mi cabeza a la idea de revivir la banda. Para no perder toda esperanza, le propuse hacer un dúo que fusionara lo que hacía actualmente con lo que fuimos, algo medio doom folk atmosférico y que llevara por nombre Ema’s Destruction, en honor al Guatón. Lució interesado, dijo démosle y por un minuto pensé que de verdad lo consideraba y que podría llegar a funcionar, pero no contaba con que a las semanas desaparecería del mapa. Habíamos quedado de ir juntos al concierto de Testament con Cannibal Corpse, pero no llegó y por esperarlo quedé más atrás que la mierda. Al otro día esperé que el hueón se manifestara y me dijera qué le había pasado, sobre todo porque antes me había pedido que le comprara la entrada, que después me pasaba la plata, pero ni rastro de él. Fui a su casa y me dijeron cortante que no estaba, que ya no vivía ahí, remarcando extrañamente ese no vivir como si significase algo más, como si implicara un sentido de merecimiento o algo. No supe nada más de él. Se lo había tragado la tierra, tal vez la misma tierra que se tragó al guatón Emanuel tiempo atrás. Escuché algo de que se había ido con una mina italiana mayor que él. Que la mina le ofreció casa,
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le ofreció todo. Que la mina no era tan mina. Que pagaba ella los moteles. Que era de plata. Que la primera vez al loco Tuma no se le paró por estar muy volado. Todo eso lo escuché, pero ni idea. Yo nunca vi a la italiana, yo nunca le vi una mina a ese hueón. Me quedé solo. Solo. Sólo con el alma de Monroy pesándome sobre los hombros —y él cargando en los suyos el peso de un pacto demoniaco ancestral e irresuelto—, aplastándome, reduciéndome a cenizas, aniquilándome. Quizá invitándome a cruzar esa reja, esa brecha sepulcral que separaba a los Monroy’s Destruction del verdadero mensaje, llamándome a ser realmente un miembro de su banda mortal; pero no había certezas, no habían mensajes ni visiones ni sueños ni nada que me permitiera contar con ello; no había cómo saberlo; la única evidencia presente era la ausencia y la desolación. Y aquí estoy ahora, camino a la pega escuchando Darkthrone, pensando todavía en todo esto: en esa tumba, en nuestra banda, en el Guatón y en esas voces. Pasándome el rollo enorme de que quemar la iglesia de sus padres sería un lindo tributo, una hermosa coronación de todo; un triunfo. Un único y mísero triunfo que para mí haría que todo esto valiese la pena, que nada de esto fue una mentira. He pensado en el humo como una luz negra: el fulgor del alma de Monroy, de un difunto Monroy presente y todopoderoso.
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Lo pienso y llego a nada. No me atrevo. No soy Varg ni tengo ancestros vikingos. Echarse al cura, echarse al pastor. Ya se ha hecho. La banda muerta es mi peor fantasma. Pienso en eso y en la muerte y en mi vida y en el dolor, que es parte de la vida, que es parte del metal. Pienso en que nadie más lo supo ver así, que nadie más le fue tan fiel al metal después de todo. Que nadie fue leal al juramento que le hicimos a nuestro jefe, nuestro Aleister Crowley, al difunto Monroy. Que todos huyeron, que era lo fácil. Yo no. Yo estoy aquí, yo me casé con lo que soy, yo soy estos gritos, yo soy estas guitarras, yo soy de verdad, culiaos. Porque eso, a fin de cuentas, es lo que hace poderoso al metal: que es vida, que es más real que la mierda, que no se anda con pancartas ni mentiras, que va con la verdad de frente sin importar lo inmunda que esta sea. La vida es una mierda y te lo dice; el amor no existe, la carne manda, la monogamia es otro invento más del cristianismo impostor; los que creen y le cantan al amor, deben atenerse a las implicancias siempre nefastas que van de la mano: la traición, el engaño, la mariconería; y ahí está para refregarte lo importante del placer sexual, la invocación de Pititis y el onanismo feroz, endemoniado. Dios es un maraco y su hijo se gasta parejo como su padre también; el metal no,
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el metal es realidad y de la realidad no se escapa, hueón. Nadie escapa. Ese era el mensaje del difunto Monroy, no otro. Lo sé ahora y me resuena constantemente como una vocecilla del más allá, como una epifanía, una revelación. Monroy: un metalero ancestral, primigenio, que desde la muerte nos mostró la vida y toda su crueldad, que destruyó todos los sueños habidos y por haber. No lo odio por eso, cómo hacerlo. Era su misión, porque los sueños, al fin y al cabo, son para pendejos y nada más. Eso me lo dijo el Guatón un día que tocamos en una peña. Me lo dijo curao, me lo dijo volao, me lo dijo extasiado en su performance misteriosa y bizarra. Me lo dijo un guatón que nunca debió estar en la banda —que mató la banda— pero que paradójicamente también era la banda. Me lo dijo con una sabiduría ajena a él, proveniente del otro lado, del más allá. Me lo dijo y más razón no podían contener esas palabras: era el propio Monroy hablando a través de sus labios borrachos, era el propio difunto Monroy hablándome a mí, su servidor, el último portador de su mensaje de destrucción.
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