1° Edición Abducción Editorial: septiembre 2015
© Santiago Ambao, 2015 www.santiagoambao.com Ilustración de portada: Francisco Schilling Diseño: Gwendolyn Stinger isbn: 978-956-9673-02-3 Reservados todos los derechos de esta edición para Abducción Editorial Curicó 372, Santiago de Chile
Impreso en Santiago de Chile
Un milagro al revés
ABDUCCIÓN Editorial
Un milagro al revés Santiago Ambao
ABDUCCIÓN Editorial
El Renault 12 se detuvo en la banquina, apenas pasada la rotonda, varios kilómetros antes de Florindo Saucedo. En quince o veinte minutos amanecería y en la ruta no había ni un alma. Un viento frío zumbaba tenaz. Goiti, que ocupaba el lugar del acompañante, encendió un cigarrillo. La tímida llama del fósforo iluminó su cara larga y sus ojeras pronunciadas. El conductor lo miró como si fuera a decirle algo, aunque mantuvo la boca cerrada. —¿Te molesta si fumo? El conductor negó con un gesto resignado. —Mejor. —¿Este es el punto de encuentro? —preguntó el petiso gordito que se sentaba atrás. El conductor asintió. El gordito dijo que todo aquello parecía cosa de locos y soltó una risa nerviosa. —No digas pelotudeces, Sívori. La cuestión es delicada —censuró Goiti.
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Sívori se disculpó. Entonces vieron una F-100 acercándose: venía del lado de Florindo Saucedo, despacio y con las luces apagadas. Se detuvo en la banquina opuesta a la del Renault 12, a unos treinta metros. Los iluminó con las altas: dos lamparazos breves. Goiti miró a Sívori, que sacó un papel arrugado del bolsillo interior de su campera. Hizo un esfuerzo pero no veía nada. Puteó. El conductor encendió una linterna y se la pasó. Sívori leyó y dijo que sí, que aquella era la señal convenida. —Contestale —ordenó Goiti. El conductor del Renault hizo luces. Pasaron varios segundos. La F-100 volvió a iluminar la ruta, apenas por un instante. —¿Y por qué no viene? —Nos tenemos que bajar nosotros —dijo Sívori. —¿Nosotros? —Eso indicó en el fax. Se va a acercar cuando el coche nos deje. —Qué hinchapelotas, está fresco. Sívori se encogió de hombros. —Y aclaró también que iba a esperar tres minutos: si no bajamos, se va. En ese caso nos esperaría dentro de tres días, a la misma hora. Goiti se dio vuelta y le sostuvo a Sívori una mirada inquisitiva.
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—En serio. —Yo no pienso clavarme otra madrugada en esta ruta podrida —dijo el conductor. —Vos te callás —replicó Goiti. —¿Sabés una cosa? —dijo, tras un instante, el conductor. —¿Qué? —Me parece que te estás tomando esto demasiado en serio. Sívori soltó otra vez la risita nerviosa mientras se frotaba las manos. Goiti los miró a los dos, alternativamente. La pausa se prolongó varios segundos. Al final dijo: —Esto es serio. La F-100 puso el motor en marcha. —¡Hacé luces! —exclamó Goiti mientras abría la puerta y bajaba de un salto. Sívori lo siguió. El Renault 12 dio la vuelta y volvió para el lado de la rotonda. Cuando se perdió de vista, la F-100 cruzó la ruta. Un hombre calvo de mirada triste y hombros angostos se bajó de la camioneta. —¿Goiti? —Soy yo. ¿Usted es Arriaga? El calvo de mirada triste asintió mientras le estrechaba la mano. —Bienvenido. Como única respuesta, Goiti arqueó las cejas. —¿Y este quién es? —preguntó Arriaga.
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—Sívori, un psiquiatra del Ministerio. Arriaga inclinó un poco la cabeza y lo observó de arriba abajo, con los ojos entreabiertos. —En el fax dejé bien claras las condiciones. En Florindo Saucedo las cosas se están yendo al carajo. Hay muchos infiltrados, en todos los niveles. —Tranquilo, Sívori merece mi mayor confianza. Hace años que trabaja conmigo... —la frase fue interrumpida por la risita nerviosa del psiquiatra, que se detuvo de repente ante la mirada gélida de Goiti—. ¿No le parece fundamental su colaboración para evaluar lo que está pasando? —retomó de inmediato. Arriaga aceptó con un gesto ambiguo. Los tres subieron a la camioneta. Arriaga condujo en dirección a Florindo Saucedo. Unos seis kilómetros separaban la rotonda de las primeras casas del pueblo. La camioneta avanzaba por la ruta despacio, con las luces apagadas. —Arriaga, nos vamos a hacer bolsa —dijo Goiti. Arriaga no contestó. —Con todo respeto, eh. No lo tome a mal. Pero ¿por qué no enciende las luces? En la cara de Arriaga se insinuó una sonrisa. —Sería un error grave, amigo —dijo—. Aunque lo parezca, Florindo Saucedo nunca duerme. No desde que empezó todo esto.
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—¿Hace cuánto? —preguntó Sívori. Tras una pausa, Arriaga dijo que el tema se venía gestando hacía meses. Sívori soltó un silbido largo. —¿Y por qué no nos llamó antes? —estalló Goiti. —Bueno, era... un poco difícil de explicar. Sívori y Goiti cruzaron una mirada cómplice. —Aparte, la situación se volvió crítica hace pocos días, recién. Ahí les mandé el fax. —Cuando entramos al pueblo, hace tres días, no vimos nada raro. Y nadie nos supo explicar dónde encontrarlo. —Es que esos facinerosos maquillan muy bien el golpe. Menos mal que me tuvieron paciencia y siguieron mis instrucciones, recién ayer pude sacarme la vigilancia de encima. —A ver si nos explica de una vez qué pasa acá. Su fax preocupó mucho al gobernador. El país está convulsionado, Arriaga. Vamos por el tercer presidente en menos de una semana y no creo que este vaya a durar mucho. La gente está un poco nerviosa y en Economía se baraja desde una dolarización hasta una devaluación bien bestia. Estamos arrancando el milenio con el pie izquierdo y lo que menos necesitamos ahora es que se subleve un pueblo. —¡Qué despelote!
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—Me parece rara su sorpresa: ¿qué clase de intendente es usted? Arriaga se encogió de hombros. —Tengo demasiados problemas acá como para pensar en la Capital. Unos quinientos metros antes de llegar a las primeras casas, Arriaga pegó un volantazo. Una mueca de espanto atravesó la cara de Goiti. Sívori gritó. Pronto notaron que no habían caído a la banquina: Arriaga había tomado un camino de tierra perpendicular a la ruta. Goiti preguntó para dónde iban. Arriaga respondió que meterse en el pueblo sería imprudente. Los llevaría a un viejo casco de estancia a unos cinco kilómetros de ahí. Tardaron menos de quince minutos en llegar. La claridad del día ya iluminaba el campo. En el horizonte se dibujaba el contorno tímido de Florindo Saucedo. Arriaga bajó con una escopeta. Les dijo que esperasen: antes revisaría la estancia. —Por lo general esos desquiciados no salen del pueblo, pero prefiero echar un ojo. Se alejó despacio. Goiti y Sívori lo miraron entrar. Sívori soltó la risita. —¿La podés cortar? ¿No ves que la mano se puede poner peluda? Sívori se disculpó con un gesto ambiguo. —Estoy nervioso.
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—¿Por qué no tomás un calmante? —¡Eso es automedicarse! La expresión dura de Goiti se relajó hasta la sonrisa. Arriaga salió de la estancia y los llamó. La cocina era amplia, con grandes ventanales a través de los cuales se veía la llanura extensa y las sombras de algunos árboles estiradas por la luz roja del amanecer. Goiti y Sívori se sentaron. —Nos interesa conocer los detalles de la situación —dijo Goiti—. El fax nos pareció poco claro. El gobernador no quiere más problemas en la Provincia, y por ahora ningún medio dijo nada de todo esto... aunque no sepa bien qué es «todo esto». —¿Tienen tiempo? —Todo el día. —Entonces se lo voy a contar desde el principio. Sívori sacó un grabador y lo puso en la mesa. —Si no le molesta, querría... —dijo mientras señalaba el aparatito. Arriaga dudó un instante, al final asintió. Sívori apretó un botón. El intendente abrió la boca como para empezar, pero el psiquiatra levantó su mano mientras verificaba algo en el grabador. Un par de segundos después le hizo un gesto con la cabeza. Arriaga empezó a hablar.
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Yo no sé bien cuándo empezó todo esto. Y hasta me cuesta un poco explicar a qué me refiero con «esto». Ahora el loquero del pueblo está abarrotado de infelices, pero hasta hace unas semanas no era así. Ustedes dirán que en los registros del Ministerio figura otra cosa. Sí, sí, claro. ¿Saben lo que pasa? Hacer política en un pueblo chico no es fácil. Acá te conoce todo el mundo, uno conoce a todo el mundo. Acá, uno quiere hacer las cosas bien. No se ría, Goiti. Usted descree porque viene de la Capital. A mí me ofrecieron, hace años, entrar como diputado de la Provincia. Tenía buena imagen en los pueblos de la zona, decían. Pero ¿me imagina en La Plata, lejos de mi gente? Y lejos en todo sentido. No, a mí lo de la Intendencia me gusta. Siempre me gustó. Yo arranqué hace años, como concejal. Cáguese de risa, Goiti: acá hablábamos en serio. Si a veces me presentaba al Consejo Deliberante con
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una idea y después de discutir toda la tarde salía pensando distinto. Y no me pasaba sólo a mí, también a la gente del oficialismo cuando yo era oposición. ¿Ustedes vieron algo así en la Capital? Por eso le digo: tienen que entender que los registros del Ministerio están un poco, a ver, cómo decirlo... bueno, iba a decir manipulados pero tampoco. Me da julepe hablar tanto, aunque supongo que con el quilombo que hay en el país no se van a volver puristas. De hecho, Carmona, mi vice, siempre dijo que de alguna manera ustedes nos autorizaban a tomarnos algunas licencias. Bueno, o que hacían la vista gorda. En todo caso es lo mismo. Mire, en el pueblo luchamos siempre por tener un hospital. La población crecía y seguíamos con la misma salita de auxilios. Cuando nos sorprendía una emergencia salíamos corriendo para Olavarría o Azul. ¿Me entiende? Son más de cincuenta kilómetros; la ruta está medio hecha pelota y a veces llueve que da calambre. Y con los fondos de la Intendencia apenas si cubríamos los gastos corrientes. Un ministro me confesó que a Florindo Saucedo le dieron el rango de municipio por descuido. Algún paisano que trabajaba como asesor de un diputado retocó un proyecto de ley y claro, con más de cien municipios, se coló. Se ve que los diputados votaron sin leer en detalle. Cosas
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que pasan. Pero tampoco cambió demasiado el panorama, acá: Florindo Saucedo siempre estuvo relegado. Vialidad, por ejemplo, nunca puso un mango para arreglarnos la ruta. Yo no pido que me hagan una autopista hasta la rotonda, pero tapar los agujeros como para llegar a Olavarría sin dar tanto salto, por lo menos. Y la mano venía así, Goiti. Hace como cuatro años, acá vivían más de dos mil personas, éramos un municipio, manejábamos nuestra plata. Pero la plata era poca y la gente reclamaba el hospital. Y yo no podía hacer nada. Bueno, hasta que sacaron la ley aquella de salud mental. Ahí se dio vuelta la tortilla. Estaba bien, decía el Puerco Espadea. Espadea es psicólogo. Leyó la ley enterita. Le sorprendió que en la Capital promulgasen una ley útil. No se lo tome así, Goiti: entienda que en un pueblo como este tenemos una visión, cómo decirlo, a ver, sin perder la elegancia: un poco radical de sus motivaciones. Por algo la habrían promulgado, pensaba yo, alguien mordería un cacho. ¿Se acuerdan de la ley? Impulsaba un nuevo esquema en el trabajo con los insanos mentales, buscaba la descentralización. Un proyecto ejecutado por la Provincia, en rigor, pero ratificado y apoyado por el Gobierno Nacional. El proyecto proponía facilitar dos millones de pesos a cada municipio para la construcción de
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un hospital psiquiátrico y una subvención anual por cada internado. Y como Florindo Saucedo es un municipio, lógico, ahí nos tocaba. ¿Se está acordando de la ley? Algo turbio habría, porque ni en Azul ni en Olavarría ni en ningún otro municipio de por acá se construyó un carajo. Aunque la guita entró, eh. Bueno, nos llegaron un millón setecientos mil, pero tampoco me voy a andar quejando. A mí una vez me dejó bien claro el secretario del partido lo de los gastos de campaña y esas cosas. No, no se preocupe. Si los tiros no van por ese lado. La cuestión es que a los concejales y a mí nos sorprendió toda esa plata junta. Por primera vez se acordaban de nosotros. Yo no sé si por alguna voltereta de la burocracia o si de nuevo algún paisano metió mano allá, o qué, pero la guita estaba en el banco. Mucha guita, sí. Nos pusimos a hacer cuentas: nos alcanzaba para un hospital, uno no demasiado grande, pero digno. El tema era que, según la ley, la subvención debía invertirse en la construcción de un hospital psiquiátrico. Y nos surgía una controversia: en Florindo Saucedo no teníamos locos. Ni uno. ¿Me lo puede creer? Bueno, ninguno que valiera la pena encerrar. Vio cómo es la gente de solidaria en estos lugares: a Álvarez le había saltado la térmica después del último mundial, pero lo cuidábamos
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entre todos. ¿A usted le parece construir un hospital para meter a un tipo que no necesita estar en el hospital? Sí, las paradojas de la política. Eso mismo me dijo un asesor del subsecretario de Sanidad Mental de la Provincia. Porque lo fui a ver, claro. Bueno, yo no sabía que había un tipo que era Subsecretario de Sanidad Mental de la Provincia. Viajé a La Plata con la idea de pedirle permiso al gobernador para invertir el dinero en un hospital de verdad. Pero el gobernador no me atendió. Tampoco el vice ni el ministro de Salud. Según escuché por ahí, pensaban que era broma eso de un municipio que se llamaba Florindo Saucedo. Se creían que iba a ser una jodita para alguno de esos programas de la tele, con cámara oculta y demás. Cuestión que me volvía con las manos vacías. Entonces, medio de carambola, di con el asesor del subsecretario este... Dubrovsky o Durlosky. Un rusito. Le expliqué la situación. Se me quedó mirando un rato largo, así, como me está mirando usted ahora. Yo no sé si le sorprendía la carencia de locos o que me haya ido hasta allá para contárselo. Me preguntó qué quería exactamente. Le dije lo del hospital, lo del otro, el de verdad. Se demoró varios segundos moviendo la cabeza para adelante y para atrás, con movimientos cortitos, tocándose la barbilla. Al final arrancó con un discurso larguísimo.
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Según el procedimiento, dijo, se debería anular la partida, devolverla al Ministerio, pedir audiencia con el gobernador para que redactase otra ley o por lo menos un decreto, girar la plata de la Subsecretaría de Sanidad Mental a la Tesorería y de la Tesorería al Ministerio de Obras Públicas, esperar que el Ministerio asignase la partida a la Secretaría de Infraestructura y la de Infraestructura moviese los dos millones para la Subsecretaría de Infraestructura Hospitalaria... ahí lo interrumpí para aclararle que dos millones no, que un millón setecientos mil. No sabe la cara que puso. ¿Un millón setecientos mil? preguntó. Un millón setecientos mil, insistí. Fingió reflexionar y agregó: ¡Claro! ¡Un millón setecientos mil! Y comentó algo de una comisión pero medio para adentro. No pasaba nada, le expliqué, yo devolvía esa plata y si me giraban de nuevo la misma cantidad estaba todo en orden. Pero él no parecía seguro de que la cosa fuera fácil. Empezó a mirar el cielorraso, la punta de sus zapatos, se tocaba los labios, faltaba que se sacara un moco, nomás. Entonces oteó para los costados como asegurándose de que nadie lo viera, porque estábamos en un pasillo del Ministerio, ¿entiende?, y me dijo que no me complicara, que nadie iba a andar fijándose en detalles, que hiciera, que hiciera. Me lo dijo y guiñó un ojo, como si fuéramos amigotes.
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¿Que haga qué?, le pregunté. Vamos, Arriaga, sea ejecutivo, usted haga, haga. ¿El hospital?, volví a preguntarle. Sí, si quiere un hospital, dele para adelante, dijo, es que a veces la burocracia es lenta, torpe, aleja a los políticos de la gente, y bueno, hace falta cintura, hace falta acercarse a la gente. Yo no entendía bien para dónde apuntaba con aquello. Él insistió con la misma línea de argumentación: haga, hombre, haga. ¿El hospital? Sí, si quiere, sí. Volví al pueblo medio confundido. Nos juntamos con los muchachos del Consejo Deliberante en el bar Los Arándanos, el de enfrente de la plaza, donde nos reunimos para discutir las problemáticas sensibles de Florindo Saucedo. Cuando empezamos había cuatro o cinco vecinos, y no sé bien cómo fue, si alguno hizo correr la bola, pero la cuestión es que en cuarenta y cinco minutos medio pueblo presenciaba el debate. Y empezaron a opinar, lógicamente. Que un hospital psiquiátrico estaba bien, decía uno; que para qué, si no hay locos, decía otro; que nunca se sabe, decía otro; que nunca se sabe qué, preguntaba otro; que nunca se sabe nada, agregaba otro; que nunca se sabe si alguien lo puede necesitar, exclamaba el primero; que con lo bien que nos vendría un hospital de en serio, retrucaba otro; que si la plata se mandó para eso sería
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irresponsable usarla para otra cosa, decía otro; que en la Capital se venían cagando en nosotros desde tiempo inmemorial y ya nos tocaba protagonizar nuestro destino, decía otro. La cuestión es que disponíamos de un montón de guita para hacer algo innecesario y nos sobraban otro montón de carencias. Y sí, como imaginará, consideramos razonable construir el hospital. El de verdad, digo. ¿Me entiende, Goiti? La solución la aportó el Puerco Espadea: si al final, entre un hospital psiquiátrico y uno de verdad casi no hay diferencia, dijo. El truco residía en construir y listo. Llegado el caso, siempre íbamos a estar a tiempo de cambiarle el uso al edificio. O podíamos alegar que no habíamos entendido bien la circular: hospital, hospital psiquiátrico... ¿se dan cuenta? No lo veíamos como una malversación: se trataba de un atajo. Yo quería acercarme a la gente, como me había sugerido Dubrosky o Durlosky. ¿Lo conoce al ruso? Parece buen tipo, o me dio esa impresión. Ah, claro, usted trabaja en el Gobierno Nacional... no, es otra cosa entonces, no me haga caso. Al año siguiente teníamos el hospital funcionando. No quisimos hacer ceremonia para inaugurarlo, por si venía alguien de la Gobernación y saltaba la ficha. A mí me dio bastante bronca, no se le voy a negar. Desde que soy intendente sueño
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con inaugurar algo. Aunque sea algo chiquito, vio. Para un intendente es lindo: viene algún ministro, a veces el gobernador o aunque sea el vice, algún periodista de la Capital. Qué sé yo, a uno lo ilusionan esos detalles. Pero claro, debíamos ser discretos: mandamos los papeles para la Gobernación indicando que el hospital estaba terminado y a otra cosa mariposa. Ahí se lució el Tano Muzalewski, el arquitecto, porque se le ocurrió la idea brillante de no anotar nada en los planos, ¿me entiende? Si usted veía la planta del edificio, así, sin indicar qué era cada sala, pasaba por un psiquiátrico sin demasiado problema. Y en la Gobernación no deben mirar mucho, porque no dijeron ni «mu». Hasta nos sobró algo de plata: figúrese que un millón setecientos mil pesos son un montón de pesos. Y nos vino bien, porque no habíamos calculado que, una vez construido el hospital, era menester mantenerlo. Sí, sí, son detalles que uno, por la falta de experiencia, no tiene del todo claro antes de enfrentar al monstruo. La gestión es ardua, Goiti. Pero ¿qué le voy a decir a usted que usted no sepa? ¡Usted que viene de la Capital! Esas sí son palabras mayores. Pero para nosotros, un pueblito perdido en el medio de la Provincia... Sí, sí, un municipio, usted dirá, pero ¿sabe qué?, en el fondo nunca dejamos de sentirnos
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pueblito. Entonces, como le venía diciendo, ese sobrante nos vino como anillo al dedo para poner en marcha tamaña infraestructura. ¡Y no le puedo explicar la alegría de los vecinos! Se iban una vez por semana a hacerse un análisis de sangre o de orina, o un completito, como le decía Escarmeta, el bioquímico. O cualquier cosa iban a hacer con tal de sentirse un poco protagonistas del evento. Pero como a los cinco meses de la inauguración, nos dimos cuenta de un detalle: para fin de año se acabaría el dinero. ¿Y después? Me preguntó Carmona, mi viceintendente. Se me fue el alma a los pies, Goiti. Porque le juro, con mi mujer nos tiramos dos semanas haciendo números y nada. No había manera. Si incluíamos en el presupuesto el mantenimiento del hospital, nos faltaba para pagarle a los maestros del centro cultural o a los empleados de la municipalidad o a la concesionaria de la limpieza. Es que en estos pueblos los números están muy justos... en la Capital o en La Plata es otra cosa. Inclusive en Olavarría tienen margen. Pero nosotros no. Más o menos por esa época, cuando nos quedaba dinero para mantener el hospital durante dos o tres meses, llegó la notificación del Ministerio de Salud de la Provincia. La mandaba un burócrata de segunda o tercera línea. Informaban
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que por alguna confusión habían traspapelado la lista de enfermos bajo tratamiento del Hospital Psiquiátrico Florindo Saucedo, se disculpaban y nos la volvían a solicitar. Al principio tardé en entender, porque en el pueblo no teníamos ningún psiquiátrico. Pero es que se referían al hospital de verdad. Claro, en los registros figuraba como un loquero. Y allá se preguntarían qué pasaba, por qué había semejante cacho de hospital vacío. Ahí nos dimos cuenta de dos cosas. La primera, como usted se imaginará, era que se podría armar un flor de escándalo con la cuestión de gastar tanta plata en un psiquiátrico si en el pueblo no había locos. Sí, sí, el ruso Durlosky aquel, la Ley de Descentralización de Sanidad Mental, todo lo que quiera. Pero si la cuestión saltaba a la prensa, bueno, el hilo siempre se corta por lo más delgado. Y nos preocupaba más aún que, ante lo extraño del panorama, mandasen de la Gobernación una auditoría. O del Estado Nacional, porque estos emprendimientos conjuntos nunca los termino de entender. ¿Usted sabe cómo se gestionan? A mí me consta que la mitad de la plata salió de la Provincia, la otra mitad de la Nación, y un pedazo grande se quedó por el camino. Mucho más, la verdad, no sé. Lo que sí sé es que justo en ese momento, cuando estábamos preocupadísimos porque no nos alcanzaba la guita y porque de la
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Provincia nos exigían el listado de locos, el Puerco Espadea recordó algo relacionado con auditorías. No tenía claro qué, pero algo había. Entonces nos fijamos: el Estado Nacional y el Provincial crearían un organismo conjunto cuya responsabilidad sería la de llevar adelante un minucioso seguimiento de la administración de los fondos girados a los municipios, para lo cual delegarían en una comisión especial, mixta, la facultad de realizar auditorías anuales a los nosocomios. Dicho en un lenguaje menos técnico, su gente vendría a rompernos las pelotas, Goiti. ¿Comprende la magnitud de nuestro cagazo? Si una comisión nos auditaba, descubriría que habíamos usado la guita a nuestro antojo, saltándonos la ley, y para colmo habíamos resultado tan poco eficientes que seríamos incapaces de mantener el hospital. Ante la crítica situación, nos reunimos los integrantes del Poder Ejecutivo y el Legislativo de Florindo Saucedo en el bar Los Arándanos, el de enfrente de la plaza. Ante todo, decretamos el estado de emergencia, y acordamos crear un gobierno de coalición municipal con el único fin de fortalecer las instituciones. Debíamos dejar atrás las mezquindades partidarias en pro del bien común, porque al fin y al cabo, ustedes entenderán, señores, los políticos debemos acercarnos a la gente. Es algo
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en lo que reflexiono mucho desde mi charla con Durlosky. Una vez que redactamos un acuerdo marco según el cual se regiría la nueva coalición, decidimos articular los medios imprescindibles para salvar el culo. A ustedes se lo digo así, con esta crudeza, porque son del partido. No se vayan a creer que carezco de sensibilidad política. Por otra parte, no debemos perder de vista que nuestra necesidad de salvar el culo era perfectamente compatible con la otra: la de acercarnos a la gente. ¿Me entienden? En el fondo, si la cuestión no hacía ruido en la Provincia, bueno, nosotros estaríamos tranquilos y nuestros conciudadanos tendrían su hospital. Discutimos el tema acaloradamente pero, sépalo, manteniendo siempre en alto el espíritu de camaradería, sin que la coyuntura despertara recelos o alentara puñaladas traperas. En principio, se presentaba la cuestión de la lista. Nos la solicitaban para la semana siguiente. Y después lo otro: las auditorías. Estudiando con detenimiento la Ley, comprendimos que el comité auditor efectuaría su primera visita dieciocho meses después de la entrada en funcionamiento del centro, y de ahí en adelante se sucederían anualmente. Faltaban todavía unos nueve meses. Como bien comprenderá, Goiti, usted que conoce desde dentro los entreveros del universo político, los tiempos de
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la gestión guardan sus particularidades: para la auditoría faltaba un montón y la problemática de las listas nos estallaba en las manos. Hubo acuerdo inmediato en mandar un listado de treinta o cuarenta ciudadanos para sacar las papas del fuego. Con lo otro, bueno, ya se vería. El desafío consistía en elegir a quiénes anotaríamos en las listas. Desde el punto de vista legal, nos explicó el Puerco Espadea, aquellos que incluyéramos serían declarados insanos. En consecuencia, no podrían votar ni ejercer cargos públicos. Por lo tanto, solicitamos voluntarios entre los apáticos políticos. Al principio los vecinos se mostraron reticentes, porque de alguna manera consideraban que su inclusión en la lista los estigmatizaría. Pero el Puerco Espadea los convenció de que llegado el caso, con un buen tratamiento, se les podría dar el alta. Lo del tratamiento era una forma de decir: el Puerco nos explicó que tampoco sería creíble que de un momento a otro alguien se curase así, como milagro. En realidad, difícilmente alguien se cura de un desequilibrio de esa índole, pero en el universo psiquiátrico hay muchas zonas aún inexploradas —estoy citando a Espadea, no se vayan a creer— y siempre quedan márgenes para la sorpresa. Es decir que había retorno, ofrecerse como voluntarios no los limitaría por el resto de su vida. Así, hablando
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con los vecinos, haciéndoles comprender cuán importante era su implicación en el proyecto, logramos reunir treinta y dos colaboradores. Diecisiete mujeres y quince hombres. Espadea, con la ayuda de Miguel Ángel Calivanich, nuestro psiquiatra y, en consecuencia, el responsable legal de cualquier diagnóstico, se tiraron todo un fin de semana inventándoles patologías a esos treinta y dos valientes. El lunes a primera hora mandamos el listado a La Plata y respiramos tranquilos. Teníamos hospital, teníamos locos, teníamos todo lo necesario para seguir adelante con nuestras vidas rutinarias. Tardamos menos de una semana en olvidar esta serie desagradable de sobresaltos, y volvimos a mancomunar esfuerzos, entre el oficialismo y la oposición, para debatir a conciencia sobre los temas que preocupaban a Florindo Saucedo. No negaré que a nivel mediático hubo una fuerte puja por capitalizar el éxito de las gestiones, pero finalmente, con el ánimo de evitar cualquier tipo de campaña sucia, decidimos pactar y mostrarnos ambos, oficialismo y oposición, artífices de la nueva política sanitaria del municipio. Ustedes ponen esa cara de asombro porque en la Capital la mezquindad está a la orden del día. Pero ya les dije, y no me cansaré de repetirlo: en Florindo Saucedo nos motiva la vocación. Créalo o no,
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Goiti. A mí me da exactamente lo mismo. Hay un punto de esta historia interesantísimo que nos enseñó una lección magistral. Como les conté, elaboramos el listado de treinta y dos locos persiguiendo el objetivo de evitar cualquier intervención del Gobierno Provincial en Florindo Saucedo. Pero fue extraordinario el hecho de que el azar nos haya facilitado la respuesta no a un problema, sino a dos, con una sola jugada. Una economía de medios extraordinaria. Porque un mes después de enviar la lista al Ministerio de Salud, desde la Gobernación nos giraron treinta y ocho mil cuatrocientos pesos. Figúrese nuestra sorpresa y nuestra alegría. Y un importe igual sería girado mensualmente. Y es que, abrumados por la emergencia, habíamos pasado por alto que de la Gobernación no solicitaban la lista de locos porque sí, sino porque según la bendita Ley de Descentralización de Sanidad Mental, a los municipios les correspondería una subvención por cada internado. Y por treinta y dos locos correspondía esa extraordinaria cifra: treinta y ocho mil cuatrocientos pesos. Cáguese de risa, Goiti. Nunca se habían acordado de nosotros, siempre habíamos sido relegados a ser un municipio fantasma, ni siquiera me recibía el gobernador ni el vice ni algún ministro, pero nos giraban y prometían seguir
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girando esa cantidad nada despreciable de dinero. Nosotros, de cara al resto de los municipios de la zona, preferimos no hacer alarde del mecanismo descubierto. Sin embargo, con discreción, investigamos si ellos se habían beneficiado de la Ley. Y no. Tanto en Azul como en Olavarría, para ponerle un ejemplo, los locos eran escasos y no habían creído conveniente completar el papeleo de las subvenciones. No necesito aclararles que con ese importe cubríamos los gastos del hospital. Y no nos pareció mal, nada mal, utilizarlo con ese fin. Bueno, de hecho, con el correr de los meses, concluimos que otros temas delicados merecían también una resolución, para lo que, ustedes comprenderán, los medios resultaban imprescindibles. Había la necesidad de mejorar el alumbrado público, de aumentar los sueldos de los maestros del centro cultural, de tapar los agujeros de la ruta que Vialidad Nacional no tapaba, de renovar el parque automotor de la delegación policial de la ciudad. En fin, una considerable cantidad de mejoras que habíamos estado posponiendo durante años por nuestra exigua disponibilidad económica. Ya no recuerdo quién propuso que aumentáramos los locos de la lista, para incrementar así el caudal monetario girado desde la Provincia y la Nación a nuestro pueblo. No me acuerdo quién lo planteó, pero
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sí que fue en Los Arándanos, el bar de enfrente de la plaza. Estábamos reunidos en pleno y el debate fue álgido. Si bien coincidíamos en que la medida sería claramente redistributiva, temíamos que despertara algún tipo de suspicacia en los organismos de control. Pero ustedes, hombres políticos, lo comprenderán: había ciertos recaudos que si bien, a priori, podrían considerarse imprescindibles, bueno, cómo decirlo, ante la envergadura de las falencias estructurales que deseábamos paliar, merecían ser desestimados. En consecuencia, señores, agregamos setenta y seis locos a la lista. Yo reconozco, ahora, viéndolo en perspectiva, que para un municipio de poco más de dos mil personas, ciento ocho insanos puede parecer excesivo. Está claro, y leo en su cara, señor Sívori, que coincide. Pero usted es psiquiatra, se ha codeado desde siempre con estadísticas y estudios. Ni yo ni los concejales ni ninguno de los habitantes, a excepción de Espadea y Calivanich, claro, estábamos en el tema. Y tanto el Puerco como Calivanich argumentaron en contra de la decisión, todo hay que decirlo. Aun así, fueron tibios. Yo, para serle sincero, considero que deberían haber sostenido sus posiciones con más tenacidad. La cuestión es que mandamos el nuevo listado de los nuevos locos y empezamos a recibir el dinero correspondiente.
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No le puedo explicar el sentimiento triunfalista que se vivía por entonces. Florindo Saucedo era, por fin, un municipio pujante. Y más allá de haber elevado el estándar de vida de nuestros vecinos, paladeábamos con orgullo la victoria sobre la Capital. Ahora, cuando lo veo en perspectiva, Goiti, no estoy orgulloso, para nada. ¿Cómo va a creer algo así? Pero entonces la euforia nos eclipsó el raciocinio: nos sentíamos héroes que le habíamos arrebatado al poder económico reconcentrado de la Capital una tajada de su botín. ¡Florindo Saucedo protagonizaba una revolución! ¿Me comprende? Y éramos nosotros mismos los artífices de esa revolución: habíamos, por fin, dejado de depender de las migajas de la Capital, qué digo de la Capital, de La Plata, o mire, diré más, en algún momento hasta fuimos mendigos de ciudades vecinas como Olavarría o Azul. Ahora no, Goiti. Ahora contábamos con recursos. Y la fuente de esos recursos era legítima: ¡los locos eran nuestros! ¿Entienden lo que ese sentimiento significaba para los habitantes de Florindo Saucedo? Pero como le digo una cosa, le digo la otra. Nuestra historia reciente está marcada por los altibajos. Porque aprendimos que el éxito es tan duro como el fracaso. Al éxito se lo debe alimentar a diario, es un monstruo insaciable. Nunca llega
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la ocasión de relajarse. Ojo, en algún momento pensamos que así sería: administrar empezaba a ser facilísimo con tantos recursos. Pero tuvimos nuestro revés. Bueno, ustedes, hombres fogueados en los avatares de la alta política, hombres duchos en el arte de anticipar los movimientos del destino, habrán caído en la cuenta de que teníamos pendiente una auditoría. Nosotros, aprendices de este elevado arte, comprendimos, apenas treinta días antes de que la Comisión Auditora se presentara en Florindo Saucedo, que el panorama psiquiátrico del pueblo no se condecía con el informado a las oficinas de la Gobernación. Quiero decir: no teníamos ni un loco. Bueno, sí, estaba Álvarez. Pero ustedes se van a reír: no lo habíamos anotado en la lista. El único loco de verdad, un visionario, y lo habíamos desestimado. Qué se le va a hacer, consecuencias del vértigo del día a día... Por supuesto, cuando nos llegó la notificación de la auditoría, nos reunimos de urgencia en Los Arándanos, el bar de enfrente de la plaza. Discutimos durante horas, y sólo se nos ocurrió una salida de aquel embrollo. O al menos una que guardara la elegancia que desde el inicio del nuevo período de Florindo Saucedo nos había caracterizado. Noto en su mirada cómplice, Goiti, que ya la adivina. Y sí, efectivamente. Si una Comisión Auditora vendría de la Capital
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a verificar el funcionamiento de una institución en la cual suponía encontrar a ciento ocho locos, bueno, claramente debíamos meter en ese hospital a ciento ocho locos. O, en su defecto, a ciento ocho personas dispuestas a comportarse como si lo fueran. ¿Me entienden? Esa estrategia carecía de fisuras. La táctica tampoco presentaba complicaciones: el Puerco Espadea y Miguel Ángel Calivanich aunarían esfuerzos con Irma Lezama, la profesora de teatro del pueblo, para capacitar a los integrantes de la lista en el arte del engaño. Cuando esa comisión viniera a Florindo Saucedo, se encontraría con lo que buscaba: ciento ocho personas que se comportarían como locos hechos y derechos. Trazar un perfil claro para cada uno de estos ciento ocho valientes no fue labor fácil. Casi diez días de ininterrumpido esfuerzo les costó a los tres responsables de la Operación Sanidad Mental, como decidimos llamarla en ese pleno del bar Los Arándanos, el de enfrente de la plaza. Es preciso reconocer que el Puerco, Irma y Miguel Ángel, infatigables, se comportaron como titanes. Aunque, humildemente, debo distinguir también la importancia de mi rol en el operativo. La cuestión fue que, cuando faltaban apenas días para el inicio del curso intensivo de dramatización, algunos integrantes de
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la lista se mostraron dudosos de querer participar, o al menos de hacerlo incondicionalmente. Primero fueron pocos: el Rengo Aymar, el Corcho Villariño, el licenciado Goristiza y la Gorda Sosa. Claramente significaba una coyuntura delicada, pero aún no había estallado el conflicto gremial que puso en jaque la estabilidad del proyecto. Sin embargo, el conflicto se estaba gestando, y las voces díscolas entre los locos que no eran locos fueron en aumento. Hasta que la mañana anterior a la primera clase, en la municipalidad, había una delegación conformada por seis sindicalistas, quienes representaban a más del noventa por ciento de los ciento ocho falsos alienados. Su reclamo, lo reconozco, no era del todo desacertado: ellos, durante dos semanas de capacitación, deberían dedicar su tiempo libre a esta empresa, sin recibir retribución alguna. Y no nos olvidemos de las setenta y dos horas durante las cuales permanecerían internados. Traté de explicarles que era por el bien común, que de esa manera ayudarían a mantener en alto el sueño de un Florindo Saucedo pujante. Se mostraron orgullosos de colaborar, pero al mismo tiempo reticentes a hacerlo sin percibir a cambio una compensación. De no atender a su reclamo, se declararían en huelga. Imagínese el desastre: si venían los psiquiatras de la Capital y esos locos no estaban
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locos, se iba al carajo no sólo mi gestión, sino toda una etapa de bonanza. No fueron momentos fáciles: los necesitábamos, a los ciento ocho, ni a uno menos. Y, por otro lado, el reclamo parecía justo. Carmona me propuso importar locos de verdad, de otros pueblos. Si uno va por ahí, por la Provincia, siempre va a encontrar en las plazas algún que otro trastornado. Pero ¡ciento ocho! Y también, debo decirlo, yo buscaba por todos los medios descomprimir el conflicto. Los díscolos habían iniciado una negociación dura, pero las cosas no se habían ido de las manos: aún vivíamos un clima pacífico. Ustedes bien sabrán que un hombre como yo, un estadista, debe pensar y repensar antes de cruzar determinadas líneas. Y ojo, no profeso una política de incondicional mano blanda. A veces uno debe llevar sus convicciones hasta las últimas consecuencias. Pero antes es conveniente agotar los caminos de la confraternización. El tejido social de Florindo Saucedo aún estaba íntegro, y consideraba prioritario mantenerlo así. Decidí negociar, a pesar de que mi mujer me haya considerado un flojo. Les propusimos un acuerdo: si los locos que no eran locos se comprometían a integrar el elenco estable, a participar en ensayos semanales y a actuar no sólo en la auditoría que se nos venía encima,
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sino también en las posteriores, la municipalidad les retribuiría con un salario. Tras intensas negociaciones, acordamos que les pagaríamos seiscientos pesos, es decir la mitad del dinero percibido por la municipalidad en carácter de subvención. Como ustedes imaginarán, si les pagábamos ese monto, deberíamos duplicar la cantidad de locos para poder mantener el equilibrio fiscal. Y como nos habíamos propuesto una política económica de déficit cero, de ese modo procedimos. Esa misma semana buscamos nuevos voluntarios entre nuestros conciudadanos, y enviamos un listado de otros ciento ocho insanos a la Provincia. Está claro que, esta vez, resultó más fácil: el incentivo económico alentaba a nuestros vecinos a postularse. Al punto que la oferta superó con creces a la demanda y, entre Irma, el Puerco y Calivanich articularon un exigente proceso de selección. De esta manera, para cuando llegaron los auditores, teníamos en el pueblo un elenco de doscientos dieciséis locos. El diez por ciento de la población. Sin duda, un número elevado. Diré que su trabajo fue impecable: los psiquiatras pasearon por el hospital, hablaron con los internados, leyeron sus historias clínicas y no percibieron ni un atisbo de cordura entre los protagonistas de aquella farsa heroica. ¡Ni uno solo, le digo! ¿Me lo pueden
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creer? Esa es la demostración cabal y plena de que en el pueblo los políticos, los dirigentes, los artistas, los científicos y cada uno de nuestros vecinos trabajamos de forma mancomunada en el desarrollo de una sociedad justa. Los psiquiatras se fueron bastante conformes y nosotros retomamos la rutina. El hospital volvió a cumplir su rol de hospital de verdad, los falsos locos volvieron a sus casas. Pero claro: aprendimos la lección y mantuvimos un sistema por el cual, en el caso de algún imprevisto, como una auditoría sorpresa —cuya posibilidad figuraba en la Ley de Descentralización de Sanidad Mental—, en menos de veinte minutos redecorábamos el hospital y los voluntarios se internaban. Para articular un sistema eficaz de alarma, decidimos aprovechar unas viejas sirenas que creíamos obsoletas desde hacía casi treinta años. Se ubicaban en el techo de la municipalidad, y las había comprado, al estallar la guerra de Malvinas, el entonces intendente ante el temor de que fuéramos víctimas de algún ataque aéreo. Me acuerdo que se las compró a los ingleses de un remanente de la Segunda Guerra. Al accionarlas, su berrido llegaba a todos los rincones del pueblo, y los integrantes del elenco estable acudían de inmediato al hospital, redecoraban las instalaciones y ocupaban sus sitios. Y para
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no dormirnos en los laureles, convenimos con los muchachos del Consejo Deliberante en la necesidad de realizar simulacros. Uno o dos al mes, no más. Viera usted qué maravilla, cuando las sirenas sonaban por la madrugada, a mitad de la tarde, al anochecer, y de pronto esos corajudos dejaban lo que estuvieran haciendo para correr al hospital y montar aquella farsa hermosa. Quienes integrábamos la clase política, tanto desde el oficialismo como desde la oposición, mirábamos con orgullo a nuestros vecinos: qué tesón, qué actitud irreprochable. Ellos siguieron cobrando su sueldo, lógicamente. Tengan en cuenta que aparte de esos simulacros, dos veces a la semana se reunían con Irma, con el Puerco y con Calivanich para los ensayos. Aunque debo decirle, Goiti, que en Florindo Saucedo conviven las mismas tensiones, las mismas bajezas que en cualquier gran ciudad. En nuestro caso, al ser pocos, al conocernos, siempre nos cabe la alternativa de dialogar, de tender puentes. Pero el ser humano es mezquino. Todo hay que decirlo. Con esto quiero referir, Goiti, que pronto empezó a correr entre la población un sentimiento de envidia: unas doscientas personas cobraban un sueldo nada despreciable por dedicarle al proyecto un par de tardes a la semana. Quienes no formaban parte del elenco
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codiciaban esas plazas. Y, paradójicamente, los actores, lejos de contentarse con las condiciones salariales, exigían un aumento. Según alegaban, el proyecto les demandaba una dedicación completa. ¿Dedicación completa? ¡Dos veces por semana ensayaban los desgraciados! ¡Y en turnos de cuatro horas! ¿Ustedes saben cuántas horas trabajo yo? ¡De sol a sol, trabajo! Pero no, ellos se quejaban, debían estar siempre atentos a las sirenas, decían. Y estaban muy bien organizados, con delegados y todo. No habían pasado ni tres meses desde la visita de la Comisión Auditora cuando en Florindo Saucedo se abría un doble frente. Por un lado, los doscientos dieciséis integrantes del elenco estable exigían una recomposición salarial. Y no sólo hablaban de su abnegado esfuerzo, sino que también invocaban motivos ideológicos: perseguían un cambio profundo, buscaban alcanzar una verdadera redistribución, haciéndose acreedores a un porcentaje mayor del dinero «expoliado por la Capital a los pueblos del interior». Y como contrapartida, otro grueso de la población, manifestando los mismos principios ideológicos, alegaba su inalienable derecho de formar parte de aquel circo. Parecía joda, Goiti. Ojo, yo no digo que no entendiera los reclamos. Ni siquiera digo que no los considerara justos. Pero la justicia y la política,
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usted comprenderá, son dos cosas distintas. Y tampoco pasemos por alto que ya, lo de los doscientos dieciséis locos, era exagerado. De hecho, no entraban bien en el hospital. Resultaría inconveniente seguir metiendo insanos en ese edificio. De seguir internando vecinos, nos puso sobre aviso Calivanich, una nueva junta auditora calificaría esas condiciones como de hacinamiento. ¿Me entiende? Esa fue otra lección, señores. El mismo mecanismo que nos había sacado del pozo, nos llevaba hasta el borde de un abismo. Estábamos siendo víctimas de nuestro éxito. Como ven, la situación pasaba de castaño a oscuro. Pero ¿saben una cosa? En esos meses durante los cuales nos habíamos enfrentado con asiduidad a tantas crisis, o que, mejor dicho, habíamos estado tantas veces al borde de la crisis y siempre habíamos sabido gambetear la fatalidad a fuerza de imaginación, bueno, yo, en lo personal, le había tomado el gusto a esos desafíos. Ya era como un juego para mí. Ojo, un juego serio, eh. Nunca le resté importancia al futuro de mis vecinos. No, no, no; no confundamos un cosa con otra. Pero había en aquel vértigo una adrenalina que mi cuerpo empezaba a disfrutar. En mi posición no correspondía que me dejara apretar por un grupo de inadaptados. Porque si lo hacía, ¿quién me garantizaba que en el futuro no
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sería víctima de otros aprietes, y cada vez más escandalosos? Una cosa es mostrarse predispuesto al diálogo, otra ceder al chantaje. En consecuencia, decidí encarar una negociación dura con los sectores participantes del reclamo. Como primera medida, suspendí los pagos a quienes conformaban el elenco estable y cerré el hospital. Los integrantes del elenco estable se declararon en huelga. Los ciudadanos que exigían un puesto en el elenco estable organizaron piquetes en los accesos al hospital. No sé si ve con claridad el panorama: los locos no podían llegar al hospital por los piquetes, pero igual no iban porque estaban en huelga. Nosotros no les pagábamos a los locos mientras ellos se manifestaban para que les pagásemos más. Los piquetes imposibilitaban acceder al hospital, y por otra parte lo habíamos cerrado. Después de dos semanas de tensión, caí en la cuenta de que protagonizábamos una ridiculez de conflicto. Pero ¿qué hacer? ¿Dar marcha atrás? ¿Mostrar debilidad? Aguirre, el comisario, me recomendó encerrar a los locos en el hospital. Al fin y al cabo, Calivanich podía alegar el peligro que acarreaba dejarlos libres. Si los encerrábamos y los manteníamos con las subvenciones, los ciudadanos que reclamaban el ingreso al elenco estable quedarían en orsai y no deberíamos montar más farsas. ¿Y
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después?, le pregunté. Fácil, respondió Aguirre: los mantenemos adentro un par de meses y, a medida que se vayan calmando, les vamos dando el alta. Sería una sanción ejemplificadora. Una vez que se les diera el alta a todos, el edificio quedaría vacío y tal vez hasta sería fácil, sin montar ningún engaño de cara a los organismos de control, reasignarlo para otros usos. Por ejemplo, un hospital de verdad. Casi me convence. Porque al final, su plan desactivaba al mismo tiempo todos los frentes del conflicto. Pero un punto se le pasaba por alto: bajo ningún concepto debíamos victimizar a ninguna de las partes. La cuestión, para mí, era mantenerlos divididos hasta encontrar una solución que se leyera como un triunfo político. Si yo metía a los locos en el loquero, los otros ciudadanos se solidarizarían con ellos. Fíjese que ante el desmantelamiento del elenco estable, los ciudadanos deseosos de entrar a dicho elenco perderían las esperanzas. Luego nos verían como al único enemigo. Luego, al compartir el enemigo con sus vecinos represaliados, de inmediato se sentirían vinculados a ellos. Y usted, Goiti, me entenderá: en menos de un año tendríamos elecciones. No habría tiempo suficiente para redireccionar la opinión de los votantes. Fue por eso que, tras dos semanas de inestabilidad social, convoqué a
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una sesión extraordinaria en Los Arándanos, el bar de enfrente de la plaza. Dejé bien claro a los concejales que el conflicto se nos iba de las manos. Y no sólo estaba en juego mi cabeza, sino todo el orden vigente. Debíamos mantener en alto el espíritu constitucionalista, tejer acuerdos entre las distintas fuerzas políticas para erigirnos, los representantes, como artífices de una salida justa, razonable y razonada. Y los muchachos estuvieron de acuerdo, no se vaya a creer. ¿Ve, Goiti? Esos detalles nos diferencian de ustedes. Acá no estamos esperando el traspié del adversario para hacernos arteramente con su lugar. No, señor. La nuestra es una clase política por y para la gente. Debatimos las alternativas. Había dos frentes de disputa que a cualquier observador inocente le habrían parecido antagónicos y hasta irreconciliables. Sin embargo, usted lo sabrá tan bien como yo, Goiti, cualquier situación presenta al menos dos lecturas, cuando no más, y está en la calidad del buen observador el saber apreciar los distintos paisajes que un mismo conflicto dispara. Por un lado, los integrantes del elenco estable amenazaban con ir a la huelga. Por otro, una plataforma compuesta por casi trescientos vecinos amenazaba con denunciar al poder reconcentrado de la Nación
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y la Provincia el fraude. Alguien propuso echar a los locos del elenco estable y contratar a los desempleados. Pero sólo habríamos invertido los papeles y aumentado la crispación entre los vecinos. Estaba claro, después de mi negativa al plan de Aguirre, que mi nueva postura buscaba la confraternización. ¡Si somos un mismo pueblo, Goiti! ¿Acaso queríamos alimentar una guerra fratricida? Desde el punto de vista económico, los dos conflictos podían encontrar soluciones complementarias. Fíjese que si sumábamos más locos a la lista, podríamos pagarles más, porque reteniendo un porcentaje menor de las subvenciones seguiríamos cubriendo las responsabilidades asumidas en esta nueva y pujante etapa de Florindo Saucedo. Pero estaba la otra cuestión, la del hacinamiento. El Puerco Espadea nos ofreció la solución. Si se analizaba en detalle la Ley de Descentralización de Sanidad Mental, en ningún lado se leía que los locos debían estar internados. Había, por un lado, un impulso del Gobierno Nacional y del Provincial por alentar la construcción de un hospital psiquiátrico en cada municipio, y por otro la promesa de una subvención destinada al tratamiento de los ciudadanos enfermos. Esta sutileza, que habíamos pasado por alto hasta entonces, marcaba una diferencia fundamental.
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El Puerco Espadea insistía en que era perfectamente posible darle a gran parte de los locos un tratamiento ambulatorio. Y, aseguraba, estos tratamientos resultaban más eficaces al no marginar a quienes sufren esas tristes enfermedades al enclaustramiento. El hecho de continuar en contacto con los vecinos, de seguir adelante con una vida normal, representaba ya de por sí un tratamiento. Calivanich disentía en lo referente a los beneficios de este tipo de terapias «modernitas», como él mismo catalogó. A nosotros nos resultó evidente que esa clase de política sanitaria desactivaría el conflicto social. Así fue como instamos al Puerco y a Calivanich a poner por escrito los detalles de los nuevos tratamientos, y que de ese modo quedasen recogidos en el marco de una ordenanza municipal. Esa misma tarde nos reunimos con las dos partes en cuestión. A los desempleados les ofrecimos unirse al elenco estable, y a todos les comunicamos que la retribución por sus servicios ascendería a novecientos pesos. Así fue como Florindo Saucedo se pacificó y superamos otro capítulo de nuestra historia que bien podría haber terminado en tragedia. Como ustedes imaginarán, de alguna manera temíamos, al enviar la lista a la Provincia, que allí consideraran atípica la situación. Habíamos
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registrado a quinientos tres locos, sobre una población de dos mil ciento catorce personas. Es decir, al veinticinco por ciento de nuestra población, en teoría, se le había salido la cadena. A mí, un ignorante en lo que a psiquiatría se refiere, me parecía desproporcionado. A Calivanich y a Espadea, ni hablar. Pero también estaba claro que la crisis nos había obligado tomar decisiones radicales, y justamente en esos momentos límite se ve la estirpe de un político. Nosotros no íbamos a abandonar a nuestro pueblo al fracaso después de haber logrado una etapa de crecimiento sin precedentes. O sea que, para enunciarlo de alguna manera, apretamos las muelas y mandamos las listas. ¿Imagina la respuesta de la Provincia? Ninguna. Siguieron girando la plata correspondiente: ni un llamado, ni una consulta. Ni siquiera para preguntar si había sido un error de impresión lo de los quinientos tres locos. Y eso, sin contar a Álvarez, a quien de nuevo olvidamos incluir. Desde entonces empezamos a preparar ese inmenso teatro en el que se convertiría nuestro pueblo. Porque si antes contábamos con un elenco de doscientos dieciséis personas cuyo escenario era el hospital, ahora el elenco ascendía a quinientos tres actores, y el escenario a cada calle, a cada rincón del pueblo. Imagínese, Sívori, usted que
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sabe del tema: si promulgábamos una ordenanza según la cual se autorizaba el tratamiento ambulatorio, debíamos permitirles ambular, ¿me entiende? En ocho meses caería la segunda auditoría, y los auditores, después de leer las historias clínicas, de seguro querrían ver a algunos de los ciudadanos bajo tratamiento. Estamos hablando de la cuarta parte del pueblo. Un desafío inmenso. Pero inmensa también fue la voluntad de los vecinos, todo hay que decirlo. Los días siguientes a la firma del nuevo convenio colectivo, a la ampliación de la plantilla del elenco estable, Irma Lezama se puso manos a la obra con la tarea de capacitación. Calivanich y Espadea trabajaron con no menos ahínco. De hecho, no sólo diseñaron las patologías de los nuevos ciudadanos bajo tratamiento, sino que también argumentaron motivos para pasar a un alto porcentaje de los internados a terapia ambulatoria. Le diré que durante aquellos días presencié álgidas discusiones entre el Puerco y Miguel Ángel. Miguel, de un perfil más conservador, se mostraba reticente a firmar salidas. El Puerco no se cansaba de argumentar en defensa del nuevo tratamiento. En varias ocasiones entraron ambos a mi despacho, a los gritos, buscando mi arbitraje en esas encarnizadas batallas. Yo les recordaba que los locos no estaban locos, que era todo lo
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mismo, que esto era teatro y no la vida. Tómenlo como arte, les decía, nada más. Y el Puerco, desde joven caracterizado por su alma sensible, estallaba con violencia: ¡El arte es la vida!, gritaba, ¡Sin arte no hay vida! ¡Sin vida no hay arte! Y Calivanich, a su lado, lo miraba mientras sus cachetes enrojecían y los ojos se le salían de órbita. ¡Animal!, replicaba, ¡Bestia! ¡El arte es una actividad elevada pero la única verdad es la ciencia! Y así se podían tirar horas discutiendo. Claro que yo cortaba la pelea de cuajo, ponía paños fríos y a otra cosa mariposa. Al final, consideramos razonable dejar a cincuenta locos en el hospital y al resto sueltos. Calivanich no parecía del todo conforme, pero cedió, porque sinceramente, el espíritu de aquel operativo no era el de reafirmar las profundas convicciones de los profesionales de la salud mental, sino generar el contexto apropiado para que Florindo Saucedo disfrutara, en paz y armonía, de las ventajas de la nueva y pujante política sanitaria. Como les decía, después de estos entreveros, respiramos tranquilos. Las últimas semanas habían sido agotadoras. Ahora, por fin, entrábamos en una etapa de calma. Por entonces hablé mucho al respecto con Carmona, tratando de analizar el pasado reciente. La verdad, desde que habían promulgado la Ley de Descentralización de
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Sanidad Mental, las idas y vueltas se habían sucedido con un vértigo asfixiante. Y nosotros, sumidos en esa locura del día a día, articulábamos medidas, tomábamos decisiones, pero, cómo explicarlo, sobre la marcha. Como si actuáramos por instinto, ¿me entienden? Como si fuéramos animales políticos. Ahora, por primera vez, se nos presentaba la posibilidad de relajarnos, de reflexionar. Y seré sincero: me sentía bastante orgulloso de cómo había llevado aquel barco en medio de la tormenta. Con pulso firme, aunque sin carecer de la templanza suficiente para rectificar el rumbo en los momentos en que nos encontramos a punto de naufragar. Con Carmona conveníamos en que por fin Florindo Saucedo disfrutaría del éxito. ¿Qué nuevo revés nos podría asestar el destino? Especulamos con la idea de alguna nueva exigencia de los locos, pero estaban ganando novecientos pesos al mes. Otro reclamo hubiera sido, ya no injustificado, sino claramente reprobable. Y la alternativa de que más ciudadanos planteasen el deseo de formar parte de aquel elenco... sí, esa alternativa siempre estaba latente. Pero la verdad, quienes no lo habían solicitado hasta entonces, habían sido los vecinos de buen pasar. En fin, no manejábamos ninguna hipótesis de conflicto. Y para colmo, con la plata de las subvenciones, gobernar se
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hacía facilísimo. Piense que hasta entonces los frentes internos no nos habían permitido organizar los pequeños aunque fundamentales aspectos del día a día. Habíamos estado ahí, de crisis en crisis, con la auditoría, con las rencillas intestinas. Bueno, qué le voy a contar a ustedes, señores, que vienen de la Capital. Lo que habrán visto por allá. Yo les digo una cosa: ahí terminé de aprender. Si ahora me llaman para ser presidente o gobernador, o miren, aunque sea intendente de un partido más grande, no agarro ni loco. Ahora más convencido que nunca, eh. Cuando me ofrecieron la banca de diputado me negué para no alejarme de mi gente, pero algún regustito amargo me quedó. Y, uno se crío en un pueblo chico, se la pasó mirando por la tele todo eso del Congreso y la Casa Rosada... un poco lo seduce el glamour de aquel mundillo. Había en mí, cómo decirlo para ser claro, una batalla interna: un constante divorcio, si se quiere. Siempre ganaba la voluntad y el deseo de permanecer en mi pueblo. Pero la batalla se presentaba. Con todo este ir y venir, que fue algo así como una muestra gratis de lo que sería un quilombo político de envergadura colosal, tuve suficiente. Y entonces, de un día para otro, operó un cambio en mi cosmovisión. Yo estaba bien acá, en Florindo Saucedo. Si teníamos alumbrado público, una peatonal, una comisaría
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con tres patrulleros, un centro cultural que era el orgullo de... de... bueno, era el orgullo de Florindo Saucedo, créanmelo. Y el hospital, claro. Por otro lado, me sentía de vuelta. Había protagonizado varios despelotes, de ahí en más quería vivir tranquilo. Y ya ni le cuento después de ajustar bien los detalles que, debido a la conflictividad reciente, habíamos sido incapaces de ajustar: distribuimos la plata de los subsidios, tapamos agujeros (económicos y los otros: los de la ruta a Olavarría), reacomodamos responsabilidades y deberes de los funcionarios (porque gracias al incremento del presupuesto pudimos tomar a más gente en la municipalidad). En fin, ordenamos todo de manera tal que el municipio funcionaba en piloto automático. ¡Y hasta teníamos superávit! ¡Cáguese de risa, Goiti! ¡Superávit! Yo que había escuchado esa palabrita un montón de veces por la tele y no tenía ni idea de lo que venía a significar. Claro, durante semanas no salimos ni a la calle. A mí siempre me gustó hacer las cosas así: duro y parejo hasta el final, y recién después a descansar. Por prepotencia de trabajo, vio. Como cuentan que hizo Dios. Y tan mal no le salió... Bueno, le podría haber salido mejor, eso no se discute. Pero mire, yo que conozco la responsabilidad de llevar adelante no le digo un universo, sino
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mucho menos, el día a día de un pueblo, qué quiere que le diga. Entonces, como les comentaba, nos tiramos cinco semanas encerrados redactando ordenanzas, reacomodando organigramas, procedimientos, un montón de cosas. Imagínese mi sorpresa cuando fui, después de tanto enclaustramiento, a Los Arándanos, el bar de enfrente de la plaza. Apenas me siento, se me acerca Estanislao Guardiola, el mozo. Le pido un café. Me pregunta si la señorita que me acompaña va a tomar algo. Yo, que estaba solo, le pregunté qué señorita. Entonces Guardiola forzó una mueca de complicidad, arqueo un poco la boca, asintió sin énfasis y se fue a la barra. Le comentó algo a Segismundo Otalora, que me miró, lo miró a Estanislao como retándolo, me volvió a mirar, le preguntó algo a Estanislao, después me miró, le pegó a Estanislao con la mano abierta, en la nuca, sin demasiada fuerza pero con bastante teatralidad, y se acercó a mi mesa. Se disculpó. A veces, explicó, Estanislao se desubicaba con ese humor tan particular. Antes era de lo más serio, me dijo Otalora bajando la voz, como si ocultara algo. Yo asentí, porque efectivamente lo recordaba como un tipo más bien callado, de risa difícil cuando no imposible. Otalora se quedó ahí, como con ganas de agregar algo. Sujetaba un
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trapo rejilla, y lo apretaba, lo apretaba: parecía nervioso. Del trapo caía un hilo de agua que iba formando un charquito en la mesa. Está así desde que lo abdujeron, agregó. Yo no le respondí porque, francamente, ¿cómo se responde a semejante comentario? Otalora descubrió recién entonces el charquito de agua en la mesa. Lo secó con el trapo. Al instante volvió a practicar el mismo gesto obsesivo de retorcerlo. Otro hilo de agua empezó a caer, formando un nuevo charquito en la mesa. Yo me sentía incómodo. No sé cómo explicarle: no por lo que me había dicho Estanislao, ni siquiera por lo de Otalora. Había otra cosa. Miré en derredor. Tardé en notar en aquel bar un equilibrio imposible. Quiero decir: todo el mundo iba y venía con normalidad, o fingiendo normalidad, pero había otra cosa, había pequeños gestos, pequeñas actitudes, en todos o casi todos, que me parecían desubicadas. Espalter hurgaba en su nariz, se sacaba bolitas de moco, las pegaba debajo de la mesa con una discreción torpe; Azucena abrazaba su cartera con un ahínco exasperante, como si ahí guardara su vida o como si su vida dependiera de lo que ahí guardaba; Módena, en un rincón, tocaba una trompeta imaginaria. Pero no me escandalizaban esas acciones. No, no; había algo peor. Tardé en darme cuenta. Mientras yo miraba en derredor, Otalora volvió
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a secar el charquito de la mesa. De inmediato volvió a retorcer el trapo. Se están dando muchas abducciones, dijo, yo creo que deberían tratar el tema en la próxima sesión del Consejo, porque se los llevan y los devuelven muy cambiados. A mi mujer se la chuparon, continuó, al principio me puse contento, pero me la trajeron de vuelta y ahora la muy desquiciada tiene poderes paranormales. ¿Me lo puedo creer, Arriaga? En ese momento comprendí que no me escandalizaban tanto esas actitudes extrañas, sino la armonía en que convivían. ¿Entiende, Sívori? Porque acá empieza la historia que vino a escuchar, ¿no? Bueno, no sé si acá, o si en verdad empezó unas semanas después, cuando el pueblo se salió de control, o tal vez empezó cuando aquel empleado de La Plata coló en el viejo proyecto de Ley de Reestructuración de Partidos el nombre de Florindo Saucedo. Porque todo hay que decirlo: la primera locura la gestaron ustedes, desde el Poder Central. ¿Cómo van a darle a un pueblito el rango de municipio? Yo supongo que Otalora adivinó en mi mirada el desconcierto. No sé cómo explicarlo, su cara se limpió de pronto de cualquier tinte de extravío y dijo que no me preocupara, que era día de ensayo general. No terminé de entender la frase, pero tampoco tuve mucho tiempo para analizarla. Por la espalda de Otalora apareció, de pronto, Irma
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Lezama. ¿Cómo explicarle, Goiti, el grito bestial de Irma? Un grito pero del carajo. Otalora se puso pálido, empezó a temblar: apretó todavía más fuerte el trapo rejilla. Irma le reprochó su falta de profesionalismo, la tildó de incompatible con su responsabilidad. Lo amenazó con suspenderlo, o hasta desafectarlo del elenco estable, si volvía a cometer semejante imprudencia. A Otalora le temblaba el labio inferior; el ojo derecho, entrecerrado, le lagrimeaba. Necesitaba el puesto, gimoteó, y más ahora que su hijo estudiaba en la Capital y le debía pasar plata para el alquiler. Irma se ablandó un poquito. Pero un poquito, nomás. Le dijo que se tranquilizara, que se tomara un café y descansara diez minutos. Otalora asintió y salió corriendo para la barra. El resto de los presentes había presenciado la discusión atónito. Irma giró con todo su cuerpo enorme sobre sí misma y les ordenó, con un tono tranquilo aunque autoritario, volver a lo suyo. Y así cómo así, Azucena empezó a apretar su cartera contra su pecho, Módena retomó la trompeta imaginaria, Espalter reincidió en ese hurgar desesperado de su nariz, y le juro, Goiti, todos se metieron en sus papeles de desquiciados. Irma se sentó en mi mesa. Con un tono pausado me contó que una vez a la semana había ensayo general. Desde el amanecer hasta la noche, cada
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uno de los cuatrocientos cincuenta y tres actores que interpretaban esas patologías bajo tratamiento ambulatorio, salían a las calles dispuestos a encarnar sus papeles. Yo, la verdad, no estaba al tanto. Por un lado, no voy a negarlo, sentí un orgullo profundo al ver a mis vecinos tomarse con tanta seriedad aquella empresa. No perdamos de vista que la farsa se había vuelto el sostén de nuestra economía. Ya no digo el hospital: habíamos llegado a un punto en el cual las cuentas de la municipalidad dependían de forma directa de las subvenciones. Mirándolo así, me encontraba en la obligación de felicitar a Irma. Pero ¿le digo una cosa?: todo eso me asustaba un poco. Era muy fuerte salir cada jueves a la calle y ver a un cuarto del pueblo desquiciado. Claro, el único modo de sostener tamaña obra era aplicando una rutina rigurosa. Imagínese, me decía Irma, con tantos actores, con tantos detalles, si no ensayamos corremos riesgos. Ensayar, claro, sí, decía yo, pero ¿todo un día? ¿de sol a sol? Irma se limitaba a asentir con una sonrisa distante. La cuestión es que el diálogo quedó ahí, no le di el visto bueno, pero mi silencio, mi tibieza, avalaron su planteo. Quienes ensayaban los jueves eran los enfermos con tratamiento ambulatorio. Los cincuenta internados lo hacían lunes y miércoles, en la escuela de teatro. En principio, porque lo acotado
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del escenario en el que interpretaban sus papeles así lo permitía. Pero sobre todo porque la puesta de los jueves no buscaba foguear apenas a los actores, sino también al resto del pueblo. Calivanich y Espadea me lo dejaron bien claro: las futuras auditorías no sólo evaluarían que los locos estuvieran locos, sino también la calidad de sus tratamientos. Y para que lo considerasen apropiado, los ciudadanos cuerdos de Florindo Saucedo deberían saber convivir con sus hermanos atormentados. Porque, dígame usted, Sívori, cómo podemos pretender que un desequilibrado aprenda a llevar adelante una vida digna en un contexto en el cual se lo margine o estigmatice. Y si los actores no ensayaban sus papeles en el escenario real, difícilmente el resto de los vecinos respondería con naturalidad durante las auditorías. Efectivamente, aquella obra magnánima exigía un esfuerzo acorde. Y el pueblo completo lo hacía, no sólo los quinientos tres valientes que se habían anotado en la lista. Y el gran ensayo de los jueves no era todo, eh. Una o dos veces al mes sonaban las alarmas que les habíamos comprado a los ingleses. Calivanich, con el acuerdo de Irma Lezama y el Puerco Espadea, daba la orden. El espectáculo no tenía desperdicio, Goiti. El berrido irrumpía en nuestra rutina a cualquier hora, cualquier día de la
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semana. No había manera de preverlo, y doy fe que Calivanich se esforzaba por que así fuera. Ni bien sonaba la alarma, los cincuenta internados corrían al hospital. En menos de veinte minutos redecoraban toda un ala del edificio y se encerraban en sus celdas. El resto de los intérpretes seguían con sus actividades, aunque asumiendo su papel. Quiero decir, si estaban comiendo en familia seguían comiendo en familia, si estaban en el trabajo seguían en el trabajo, si estaban paseando por la calle seguían paseando, pero, no sé si me entienden, cambiaban la forma de hacerlo. Así, de un segundo a otro. Y no hablo sólo de los actores, eh. Por ejemplo, imagínese que usted está en el cumpleaños de su hijo, Goiti. Entonces escucha la alarma. Usted no está loco, dirá, por lo tanto esa alarma no le afecta... Bueno, no es así. Con un veinticinco por ciento de locos en el pueblo, en cada familia, en cada casa, había por lo menos uno. Entonces, como le venía diciendo, suena la alarma y su mujer, para ponerle un ejemplo, es víctima de una alucinación. Usted, Goiti, no va a reaccionar ni ignorándola ni montando una escena de estupefacción. Usted va a seguir con su vida pero como si en su vida fuera normal que ella padeciera alucinaciones. Le digo la verdad: había algo hermoso en aquella farsa. El pueblo entero era un gran
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escenario, un gran teatro, y de alguna manera, todos éramos actores. Y durante quince, veinte, cuarenta minutos, hasta que la alarma sonaba otra vez, la mentira se prolongaba. Como les decía, todos en el pueblo éramos, en cierta medida, actores. Para prepararnos, el Puerco Espadea coordinó charlas sobre la problemática de las familias de los enfermos. Y los vecinos íbamos, escuchábamos, formulábamos preguntas. Hemos aprendido mucho, Sívori, con esas charlas. Yo no sé si en la Capital organizan algo así. Nosotros aprendimos que el rol de la familia, de los vecinos, de la comunidad toda es clave para ayudar a quienes caen víctimas de cualquier enfermedad mental. Porque al fin y al cabo, si en una célula cualquiera, una familia por ejemplo, aparece alguien que presenta algún mal de este tipo, ¿acaso no está la familia entera un poco enferma? Pasados un par de meses, cuando veíamos el buen trabajo de Irma, de esos quinientos tres valientes, y la excelente predisposición de los vecinos para ayudarlos, los muchachos del Consejo Deliberante propusieron que tamaño esfuerzo merecía una recompensa. Porque, todo hay que decirlo, los vecinos cuerdos, con su colaboración, se la habían ganado. Sí, claro, ya los premiábamos día a día con la clara mejoría en su nivel de
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vida, pero bueno, no estaban recibiendo ningún tipo de remuneración por sus esfuerzos. Un compañero del Consejo Deliberante presentó un proyecto para cubrir los gastos ordinarios del municipio con el superávit fiscal. De esa manera suspenderíamos por tiempo indeterminado los impuestos municipales. El espíritu de la ordenanza me pareció atinado. Y me pareció atinado el aumento de sueldo para los concejales. Sobre todo teniendo en cuenta que en los momentos críticos habían trabajado a conciencia, sin pergeñar intrigas en busca de una capitalización ruin de los efectos de las tensiones internas. Y también merecían un reconocimiento, cómo no, Calivanich, Irma y Espadea: los nombraríamos directores del nuevo organismo de Sanidad Mental, que crearíamos para poder nombrarlos directores del mencionado organismo. Se trataba, sin duda, de un acto de justicia y el símbolo que representaría para Florindo Saucedo el fin de la Historia. Hicimos cuentas, y con el superávit no nos alcanzaba del todo para ejecutar las reformas propuestas. Pero, a esta altura, ¿íbamos a demorar el «fin de la Historia»? No lo discutimos ni diez minutos. Agregamos doscientos cincuenta locos en la lista. Así, no sólo podíamos implementar las nuevas disposiciones municipales, sino que hasta
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estábamos en condiciones de aumentar los sueldos de quienes participaban en el elenco estable. Redactamos las ordenanzas necesarias, abrimos el proceso de selección, y a otra cosa mariposa. Créanlo o no, señores, a mí me da lo mismo, ni de la Capital ni de La Plata dijeron ni «mu». Yo no sé en qué anda esa gente. Digo, ahora que entiendo las dimensiones colosales de nuestro bestial proyecto de pueblo, no dejo de sorprenderme ante la apatía del Poder Central. Nosotros alimentando una burbuja psiquiátrica, y los organismos de control, sin implicarse. Cuestión que al otro mes ya nos estaban girando la plata correspondiente a nuestros setecientos cincuenta y tres locos. Así siguió la cuestión: ya no pagábamos impuestos, más de un tercio del pueblo vivía de su trabajo en el elenco estable, alcanzamos el pleno empleo absoluto, redujimos a cero la tasa de pobreza, y por supuesto: la economía alcanzó un dinamismo asombroso, porque al fin y al cabo, los actores volcaban el dinero que ganaban al consumo. A ustedes les parecerá difícil de creer, pero no nos costó demasiado acostumbrarnos a la nueva rutina de Florindo Saucedo. Uno salía los jueves a la calle preparado para encontrar al Manco Subiría de pie en la esquina de la municipalidad,
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rígido, mirando al sur, con un hilito de baba bien fino cayendo por la comisura de sus labios; o a Isabel Espronceda tratando de convencer a los transeúntes de que caminaran con el culo contra la pared, pues si no los demonios perversos se les meterían por el ano y desde ahí contaminarían su torrente sanguíneo hasta pudrirles el corazón; o a Julia Monzón bailando junto al monumento a Florindo Saucedo mientras un sequito de hombres libidinosos —bajo las órdenes del Enano Rubio— le suplicaba a gritos que se quitase su ropa, y ella, claro, tras dos o tres horas de ruego, dejaría ver con sensualidad torpe primero su corpiño negro y enorme y después sus enormes tetas caídas. Y les describo una parte mínima de aquel paisaje. Imagínense: setecientos veintitrés locos. Aunque claro, hombre, no todos eran así de escandalosos. Muchos pasaban desapercibidos: permanecían sentados, mirando la nada, o ambulaban por ahí, en silencio. Usted, Sívori, bien lo sabrá: a estas enfermedades se las estigmatiza mucho, pero un enfermo casi nunca molesta. Aparte, los actores no sólo interpretaban la enfermedad, sino más bien la enfermedad bajo tratamiento: muchos se mostraban dopados, con movimientos lentos, con la mirada extraviada. En menos de un mes, la obra funcionaba de maravilla. Aun así, Irma, con un tesón admirable,
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seguía controlando cada pequeño detalle. Fue el quinto o sexto jueves de ensayo general que ella apareció en un jeep conducido por Espadea. Ambos vestían ropa militar. Iban dando vueltas por el pueblo, ella de pie, indicando a los locos distintas pautas, utilizando un altavoz a pesar de que a veces estaba a uno o dos metros de los actores. Al día siguiente de su primera aparición en el jeep, Irma me explicó que los máximos responsables de la Dirección de Sanidad Mental —es decir ella, Espadea y Calivanich— habían decidido camuflarse entre los locos. Fíjense, señores, cuán atinada había sido su decisión. La envergadura de la obra hacía necesaria la constante presencia del director. Y mediante ese recurso, nadie sospecharía del artificio. ¡El director dirigía la obra desde su interior, y su trabajo de darle forma a la puesta se volvía consustancial a la puesta! Calivanich, que era quien accionaba las sirenas, lo hacía siempre desde el techo de la municipalidad mientras gritaba que estaban a punto de atacar. Y después de escrutar el horizonte con sus prismáticos, miraba hacia el pueblo, y por radio le indicaba a Irma dónde resultaba más necesario su aporte. Sin duda el papel de Calivanich era fundamental por dos motivos: uno, para justificar las sirenas, absurdas en cualquier otro
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contexto; otro, para brindarle apoyo logístico a Irma y a Espadea. Como consecuencia de su nueva forma de trabajo, debimos anotarlos como locos. Los retiramos, en los papeles, de la Dirección de Sanidad Mental y nombramos en su lugar a Zembrino, un neurólogo retirado, y a Bordón, un joven recién recibido de psicólogo. Pero Zembrino y Bordón eran títeres. El Consejo Deliberante habilitó una partida de gastos reservados de manera que Calivanich, Irma y Espadea siguieran cobrando de allí su sueldo y dispusieran de un fondo destinado a los gastos operativos. A partir de entonces, no sabría decirles cómo o por qué, las alarmas empezaron a sonar más seguido. Si antes sonaban una o dos veces al mes, ahora lo hacían una o dos veces a la semana. Lo más interesante, señores, es que al recordarlo me parece grotesco, pero entonces, que el pueblo estaba sumido en una vorágine irreflexiva, ese crescendo descarado nos resultó de lo más natural. Porque Irma, Calivanich y Espadea justificaban con la pronta e inevitable auditoría aquel nuevo impulso en la operación. Y sí, efectivamente, según nuestro calendario, faltaban menos de dos semanas para la visita de los psiquiatras. Sin embargo, esta vez no nos enviaron ningún aviso. La cuestión es que pasaron dos semanas,
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pasaron tres, pasaron cinco, y nadie apareció. Ni nos escribieron, ni nos llamaron, ni nada. Leímos y releímos los boletines oficiales de los últimos seis meses, a ver si habían modificado la ley, o si la habían derogado, o cualquier cosa, pero no. Entre quienes soportábamos el peso de dirigir el destino de Florindo Saucedo se abrieron dos vertientes de opinión: algunos atribuíamos al constante desorden de la burocracia de la Capital y de La Plata el que no hayan venido, y considerábamos indispensable mantenernos preparados para una eventual visita sorpresa. Otro grupo de legisladores atribuía la falta de auditorías al constante desorden de la burocracia de la Capital y de La Plata, y consideraba que ya no auditarían los programas de salud mental. Nuestra obligación, sin duda, residía en articular los medios para enfrentar la más hostil de las hipótesis. Tal vez, señores, gobernar se trate de eso. Un buen estadista debe desterrar el optimismo. En consecuencia decidimos, por votación unánime en el bar Los Arándanos, el de enfrente de la plaza, mantener la alerta en nivel uno. Más o menos por entonces, Irma, Calivanich y Espadea consideraron innecesarios los ensayos de los jueves: reflexionaron sobre la metodología de trabajo y arribaron a la conclusión de que, si se presentaba una auditoría, sería por sorpresa.
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Por lo tanto, los actores debían prepararse para tal escenario. Lo que sí, con el objetivo de compensar la suspensión de los ensayos programados, la sirena empezó a sonar a diario, y en ocasiones dos veces al día. O hasta tres, miren lo que les digo. También, ante el creciente temor de que se presentaran los auditores sin avisar, construimos la torre de vigía, no sé si la vieron, unos cien metros antes de las primeras casas del pueblo. Gracias a Dios, decía Irma, nuestra situación geopolítica era adecuada para mantener un óptimo sistema de alerta temprana. Sí, Goiti, esa misma cara puse yo, sobre todo teniendo en cuenta que lo dijo en uno de sus momentos de cordura. Entonces, como les decía, levantamos la torre y en ella apostamos un centinela. El centinela se encargaba de avisar a Calivanich en caso de identificar la proximidad de un comité auditor. Pero también, durante los ensayos generales, vigilaba que no viniera nadie de un pueblo vecino. Como verán, las dificultades abundaban. Porque ¿cómo saber si un coche pertenecía a una junta auditora, a un vecino de otro pueblo o a un viajero errante? Bien, en principio, a Florindo Saucedo no viene ni Dios. Eso se lo garantizo. Si se meten cinco o seis coches al año, es mucho. Aun así, nos veíamos en la obligación de ajustar
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hasta los mínimos detalles. Decidimos, entonces, construir una garita bajo la torre y apostar allí un policía. El oficial detenía a todos los coches, pedía documentación, hacía preguntas y, en función de los datos recabados, le indicaba a Calivanich sobre los visitantes. Calivanich decidía cuándo dar orden de iniciar o terminar con un ensayo general. Porque a veces, si en medio de un ensayo aparecía un coche de un viajero errante, resultaba útil continuar con la farsa. Los actores, el resto de los vecinos, veían al visitante ignorando si se trataba de un simple viajero o de un auditor, entonces continuaban con la obra y eso templaba sus corazones. Sívori, usted me mira con esa cara porque no estuvo acá. ¿Sabe lo que pasa?: nos fuimos metiendo poco a poco en la mierda, ¿vio? Llegó un momento en que ya no nos estábamos jugando sólo la bonanza económica de Florindo Saucedo, sino mucho más: la mitad de la población y la totalidad de la clase dirigente corríamos el riesgo de caer procesados por estafa. Y el resto de los vecinos, por complicidad. ¿Se dan cuenta? Más allá de este tecnicismo, no sé cómo decirlo, habíamos entrado en una espiral que naturalizaba la toma absurda de decisiones. Entonces, los ensayos ocurrían a diario. A veces duraban una hora, a veces cinco minutos. En una
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ocasión Calivanich mantuvo el simulacro durante tres días. Les juro, durante esos tres días ninguno de los actores se quejó ni se salió del libreto. Y como quien no quiere la cosa, nos acostumbramos. El tema ni se hablaba. Sonaba la alarma, todos cubrían sus posiciones; volvía a sonar la alarma, los ciudadanos regresaban a lo suyo. Algunos días la alarma sonaba cada quince minutos. Otros días la alarma casi no sonaba. Otros, el ensayo duraba horas. Ustedes bien sabrán, señores, que la junta auditora jamás apareció. No sabemos si derogaron la Ley, o si en la Capital surgieron otras prioridades. Igual, el dinero siguió entrando. Y gracias a ese caudal tan bestia de plata que nos inyectan, la dinámica del pueblo ha continuado más o menos igual. Aunque confesaré la verdad irrefutable de que, si me permiten el eufemismo, me estaba empezando a hinchar las pelotas el circo. Sin embargo, Calivanich y Espadea, que casi nunca estaban de acuerdo en casi nada, sí lo estaban en mantener el endemoniado ritmo de los ensayos. Decidí esperar. Ustedes, que están acostumbrados a los ires y venires de las coyunturas, sabrán tan bien como yo cuán necesario es distanciarse del conflicto. La mayoría de los conflictos se soluciona al enfriarse. Ahí sí, ahí uno va y ¡zácate¡
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¡A cortar cabezas! Pero en caliente no... bueno, salvo casos de fuerza mayor, claro. Y yo no andaba tampoco con ganas de cortar cabezas, no se vayan a creer. Para esa altura me sentía cansado de mi responsabilidad. Anhelaba que se relajase un poco aquel vértigo agotador para cambiar el rumbo del pueblo. Porque suponía que los vecinos, los actores sobre todo, tarde o temprano se cansarían. Pero no se cansaron. Y para peor: aumentaron los locos. Esto es difícil de explicar: Calivanich me empezó a traer listas de nombres que no figuraban en el elenco estable, pero que, según su opinión, presentaban severos desequilibrios. Quería incluirlos en la lista oficial. A mí me parecía inconveniente llevar a cabo cualquier modificación en la lista. Fíjense que si la burocracia central le daba la espalda al fenómeno psiquiátrico de Florindo Saucedo, muy probablemente se debía al cajoneo de la documentación correspondiente. De reactivar la maquinaria burocrática, los obligaríamos a desempolvar esa documentación. Calivanich argumentó que yo no entendía: esas personas presentaban desequilibrios reales. Tenían derecho a ser incluidas en el programa. Traté de negociar. De agregarlas en la lista, le dije, deberíamos sacar a otras. —Eso no sería creíble —respondió Calivanich—.
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Si informamos al Ministerio sobre tantas altas, se interesarán por conocer nuestro tratamiento en profundidad. Y debo recordarle, señor, que usted está metido hasta el cuello en esto. No sé bien cómo explicarlo, pero la voz de Calivanich sonaba violenta, amenazante. Tenía, a ver, cómo decirlo: un clarísimo tono marcial. Intentando ocultar mi preocupación, pregunté qué sugería. —Bien, en principio, la potestad de actualizar la lista pasará a la órbita de la Dirección de Sanidad Mental. La Dirección se convertirá en un organismo autárquico, no aceptaremos ningún tipo de control por parte del Consejo Deliberante o del Poder Ejecutivo. Y para que la autarquía sea real, vemos imprescindible aumentar nuestro presupuesto y administrarlo de forma opaca. —¿Perdón? —Mire, yo no sé si usted comprende la gravedad de la crisis, pero está en juego la seguridad municipal. Todo lo que hemos logrado en los últimos meses se podría caer de un momento a otro si no somos precavidos. A estas palabras no respondí. En principio, no sabía que atravesábamos una crisis. Por otro lado, ese hombre no había venido a dialogar, sino a exigir. Lo que yo dijera le resbalaría. Tras una pausa, retomó el diálogo:
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—De ahora en adelante, la mitad del dinero recaudado por la municipalidad a través de las subvenciones, una vez abonados los sueldos a los integrantes del elenco estable, se destinará a los gastos reservados de la Dirección. Ese monto me parecía excesivo: la municipalidad debía afrontar obligaciones. Intenté explicarle que el sistema colapsaría si reasignábamos los recursos con ese criterio. —Usted no debe preocuparse por eso —replicó con sonrisa irónica. Está claro, señores, que me debería haber negado. Ese hombre, cuya obligación era estar al servicio del municipio, me exigía poner al municipio a su servicio. Sin embargo, el miedo me paralizó. A ver si lo comprenden: en la Dirección de Sanidad Mental contaban con suficiente documentación como para demostrar cuán implicado estaba yo en aquel despelote. Por otra parte, todo hay que decirlo, yo soy un político. Y un político no hace lo que quiere ni lo que considera correcto. En absoluto. Los principios y la voluntad tienen poco que ver con la política. Un político hace lo que puede. Dejando lo menos posible de lado sus valores, por supuesto, pero al fin y al cabo, hace lo que puede. Yo quería darle a los vecinos de Florindo Saucedo un nivel de vida óptimo y mantenerlos a salvo de
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cualquier iniciativa revanchista articulada desde el Poder Central. En un caso como el nuestro, y eso jamás lo dudé, a los de la Capital no les temblaría el pulso y judicializarían la embestida buscando por todos los medios institucionalmente potables represaliar a los artífices de esta revolución. Porque no perdamos de vista lo medular. En política es clave no perder de vista el tema medular: nosotros habíamos iniciado una revolución en Florindo Saucedo. Conquistamos una inobjetable redistribución del ingreso, capitalizamos nuestros recursos para transformarnos en sus verdaderos beneficiarios. Después de años de expolio, nos levantamos y dijimos ¡basta! Y ese logro debíamos mantenerlo. ¿Ustedes creen que el pueblo se merecía tirar por la borda una conquista como aquella? Porque enfrentarme con la gente de la Dirección de Sanidad Mental habría producido severas fisuras en nuestras instituciones. Habría abierto las puertas a quién sabe qué nuevo escenario. Acepté redactar la ordenanza, pero no estaba seguro de que sería ratificada por los muchachos del Consejo Deliberante. Se lo dije a Calivanich. —Usted convoque a una reunión extraordinaria del Consejo. De los detalles me encargo yo —respondió. Convoqué a la sesión para esa misma tarde, en el bar Los Arándanos, el de enfrente de la plaza. No
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me pregunten cómo, pero los compañeros concejales aceptaron las modificaciones por unanimidad. Al día siguiente empezaron a aparecer más locos en la lista. Yo, realmente, no sabía si esos locos nuevos estaban locos o no. Llegué a pensar que se trataba de una artimaña de Calivanich, Espadea e Irma para obtener recursos frescos. Porque estos locos nuevos sólo estaban locos cuando las sirenas sonaban. El resto del tiempo, no le voy a decir que andaban de lo mejor, pero se los veía bien. Calivanich me contó algo sobre «mimetización». Según me explicó, estaban locos de verdad, pero se brotaban cuando la corneta sonaba. Por entonces, el pueblo pasaba tanto o más tiempo ensayando que viviendo, y propuse a los muchachos del Consejo Deliberante regular la duración y frecuencia de los ensayos. El mismo día en que lo propuse, me visitaron en mi despacho Irma, Calivanich y Espadea. Me llamó la atención que los tres vistieran ropa militar, como si estuvieran listos para actuar su papel en la colosal obra. Se lo dije. Restaron importancia al comentario. Debían estar preparados, siempre, para una auditoría sorpresa, explicó Irma. Después me «recomendaron» echar para atrás el proyecto que había llevado al «Consejo Delirante». —Consejo Deliberante —corregí. Irma sonrió con una mezcla indeterminada
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de crueldad y soberbia. —Bueno, como quiera, pero anule ya mismo esa iniciativa. —¿Y si no? —pregunté de mal humor. —Si no, deberemos tomar medidas. ¿Medidas? ¡Me estaban amenazando! ¿Qué medidas iban a tomar, si eran mis empleados? Se lo dije con dureza, aunque no es mi estilo. Espadea, con voz meliflua, intentó tranquilizarme: no debía sentirme agredido, dijo, ellos apenas si querían proteger a la gente del pueblo. Entonces Calivanich le comentó a Espadea que me notaba un poco estresado. Y agregó también que tanta presión podría generarme un brote. —Sería una pena tener que incluirlo en la lista —agregó. Sívori, usted entiende cómo va esto. Si me incluían en esas listas, el Gobierno Provincial me destituiría. ¿Qué podía hacer? Por la tarde retiré el proyecto de ordenanza. Miren, señores, el resto fue más vertiginoso aún. En menos de dos semanas, la Dirección de Sanidad Mental controlaba el pueblo. Yo me sentía un títere, y si bien no perdía las esperanzas de que surgiesen fisuras en el nuevo orden, a medida que trascurrían los días, el nuevo orden continuaba imponiéndose. Es decir, no hice nada. Seguí en mi sillón, en mi despacho,
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presenciando cómo se iba al carajo, en nombre de lo que habíamos logrado, todo lo que habíamos logrado. Las listas incluyeron, en menos de tres meses, a mil ochocientos setenta y dos integrantes. Ustedes lo sabrán bien, si vienen de la Capital. ¿No lo saben? ¿Ven? Si serán un quilombo las cosas allá que ni se enteraron. Acá estarán todos locos, pero ustedes llevan un país como el culo, eh. Y la auditoría jamás se presentó. Y las instituciones de Florindo Saucedo estaban francamente debilitadas. Pero lo peor era la frecuencia de los ensayos. Empezaron a prolongarlos, hasta que, desde hace unas semanas, parece que lo que se ensaya es la cordura. Para entonces empecé a creer que los locos que no estaban locos habían enloquecido a causa de alguna enfermedad contagiosa. Si no ¿cómo se explica el descalabro? El tema lo hablé con Zembrino, el neurólogo que, en los papeles, estaba a cargo de la Dirección de Sanidad Mental. Él me miró medio raro, como me está mirando usted, Sívori, y me dijo, después de una pausa prolongada, después de haberse acariciado la tupida barba blanca, después de haber reflexionado el tema en profundidad, que no dijera pelotudeces. Pelotudeces o no, al pueblo le pasaba algo anormal. Y se lo dije. En eso estuvo de acuerdo.
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Decidimos organizar un comité para estudiar el caso. Convocaríamos también a Bordón, el psicólogo que supuestamente también formaba parte de la jefatura de la Dirección de Sanidad Mental, y al doctor Paredes, el director del hospital. Ambos, por suerte, no habían sido atacados aún por la locura. Ustedes se preguntarán por qué no acudí en ese momento a la Gobernación. Miren, esto que les estoy contando pasó hace como diez días. Para entonces, ya había decidido pedir ayuda. Pero no era fácil. La gente de Calivanich había reventado la antena de telefonía celular del pueblo, la única entrada y salida de Florindo Saucedo estaba rigurosamente controlada por la policía, que respondía a Irma Lezama, y hombres de confianza de Espadea habían intervenido la central telefónica: ellos escuchaban las conversaciones, elaboran informes diarios para el Puerco, y llegaban incluso a interrumpir las llamadas cuyo contenido pusiera en jaque la continuidad del nuevo orden. El servidor de internet también lo sabotearon. Es decir, estábamos absolutamente incomunicados. Yo intenté salir del pueblo en una oportunidad, pero el suboficial Rosi me detuvo a la altura de la garita, me indicó que por un motivo de seguridad municipal debía mantenerme dentro del perímetro urbano. Yo estaba que me comía los
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codos. No se me ocurría la forma de burlar a la gente de Espadea. Hasta que se me ocurrió lo del fax: ni Calivanich ni Irma ni Espadea recordaban que tenía uno en mi despacho. Cuando el pobre Marcos Pons, en la central telefónica, escuchó los pitidos y pitirridos del fax, no supo para dónde correr. Me consta que ubicó de inmediato a Espadea y le repitió lo que había oído. Espadea, como ustedes comprenderán, fue incapaz de conocer el contenido del mensaje, pero adivinó el peligro. Entonces cortó definitivamente las comunicaciones telefónicas y vino a mi despacho, acompañado por Irma y Calivanich. Los escoltaban Marcos Larrata, Julio Cesar Leuco y el Zurdo Arévalo. Todos vestían ropa militar. Me interrogaron durante horas, me preguntaron una y otra vez por el contenido del mensaje. Me exigieron que les entregase el texto original del fax. Les mentí: aseguré que lo había destruido, que se trataba de un informe rutinario enviado a la Gobernación. Temí que registraran mi despacho, la hoja estaba en un cajón de mi escritorio. Había sido bastante idiota y la había guardado. Me juré quemarla apenas se retirasen. Pero no tuve la oportunidad. Me obligaron a acompañarlos: quedaba relevado del mando, dijeron. Una junta compuesta por Irma, Espadea y Calivanich se haría cargo del pueblo.
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No les puedo explicar mi estupor. Ocurría lo peor: un golpe de Estado en Florindo Saucedo. Una verdadera fatalidad. Se lo dije. —Mire, Arriaga, esto no es lo que usted cree —respondió Espadea—. El pueblo sigue eligiendo a sus gobernantes. Y nos eligieron a nosotros. Lo han hecho ayer, a última hora, en una asamblea pública en la plaza. Usted debería haber venido. El tema es que los mil novecientos noventa y cuatro vecinos de la lista no pueden votar mediante el sistema tradicional. Figuran en los padrones de la Capital como insanos. ¿Qué podemos hacer? ¿Someternos a la voluntad de un puñado de hombres que conservan el privilegio de la cordura? ¿No sería una aberración? ¡Por favor! El voto calificado no tiene lugar en un pueblo de iguales. Me sentí absolutamente desencajado: ¿mil novecientos noventa y cuatro locos? —Así es —dijo Irma—, nuevos hombres y mujeres se han sumado a las filas del nuevo sistema. No hubo más tiempo para el diálogo. Los hombres bajo su mando me sacaron de mi despacho por la fuerza. Pero esto no fue lo peor. Según Irma, mi estado mental representaba un peligro para el sistema: no sólo sabían que haría lo posible por obstaculizar al nuevo gobierno, sino que yo, con mi cordura, les echaba en cara a todos en Florindo Saucedo que ellos también, en algún
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punto, en algún rincón oscuro de su ser, guardaban algo de sanidad. —Y esa certeza incómoda que usted transmite con su orgullo de cuerdo es peligrosa —dijo Espadea—. Es desestabilizadora. ¿Saben lo que hicieron? Me llevaron al hospital. Así como lo escuchan. Me encerraron en el ala norte, la destinada a los supuestos locos. Según me explicó Calivanich, habían decidido pasar a todos los internados al tratamiento ambulatorio, y destinarían ahora ese pabellón para los inadaptados. A ver si lo vemos claro, señores: los inadaptados éramos nosotros, los setenta y dos tipos cuerdos del pueblo, los que nos habíamos resistido a enloquecer. En ese pabellón, también internados, estaban Carmona y Bordón. Apenas me encerraron, Paredes y Zembrino vinieron a verme. En principio me alegré: había hablado con ellos el día anterior, estaban de mi parte. Sin embargo, les noté una mirada distinta. Se sentaron junto a mí. Querían ayudarme, dijeron, yo ahora creía estar bien, pero ellos harían lo necesario para que comprendiera cuál era el mejor camino. Zembrino parecía quien más empatizaba conmigo. Incluso en varias ocasiones me preguntó si no sufría alucinaciones, si no sentía a mi alrededor presencias extrañas, si no había alguna fuerza sobrenatural en el ambiente
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que me hiciera sentir en peligro. Y no sé cuántas preguntas más me hizo. A mí me parecían idioteces y respondía en consecuencia. Tras mis negativas, ambos se miraron preocupados, se pusieron de pie y salieron de la sala. Mientras se iban, comentaron algo por lo bajo. No querían que los escuchase, estoy seguro, pero aun así llegó a mis oídos, bien clara, la siguiente frase: —No hay nada que hacer. Está completamente cuerdo. Estuve internado tres días. Mi mujer venía a verme a diario. Me contaba cómo iban las cosas en casa, decía que los alienígenas del patio eran de lo más amables. Que ayudaban a Dalila, nuestra hija, en las tareas de la escuela. Y que ella había aprendido a hablar con la heladera y el lavarropas. Lo decía con un brillo en los ojos, a ver, cómo decirlo, un brillo de orgullo, de ternura. Yo no respondía, me esforzaba por sostenerle la mirada. Quería seguir sintiéndola cerca. Si no ¿qué me quedaba? Yo estaba en una celda pequeña, incomunicado. En ella había una ventanita. Desde allí se veía, a lo lejos, la plaza. Durante esos días, las sirenas casi no tocaron, y cuando lo hicieron fue para ensayar la cordura. En una ocasión en que un coche se metió en Florindo Saucedo vaya usted a saber por qué, los locos fingieron normalidad
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hasta que se fue. Apenas sonó la sirena, los vecinos coparon de nuevo la plaza, volvieron a su estado de inútil asamblea permanente. Y ese era el panorama del pueblo: la mayoría de los asambleístas presenciaban silenciosos, babeándose, los discursos de los líderes. Levantaban la mano ante todas las propuestas, aunque se contradijeran. Otros hablaban sin parar, al mismo tiempo, sin mirarse. Irma recorría las calles del pueblo en el jeep que conducía Espadea. Parada en el asiento del acompañante, orgullosa en su traje militar, arengaba a los locos a través del megáfono. Mauricia Bullrich gateaba por las calles del pueblo, meando en los árboles; Dalma Domínguez gritaba sin descanso que se acercaba el fin del mundo; Rubén del Huergo se sentía propietario de uno de los bancos de la plaza, y parecía dispuesto a pelear con quien lo pusiera en tela de juicio; Eduardo Moneta tarareaba marchas militares sobre un pequeño escenario que él mismo había improvisado con un tablón y varios ladrillos; Isabel Espronceda no bajaba los brazos en su esfuerzo por convencer a todo el mundo de que caminara con el culo contra la pared; Julia Monzón bailaba con su sensualidad torpe junto al monumento a Florindo Saucedo mientras el Enano Rubio, secundado por su manga de libidinosos, le gritaba sin pausa que se desnudara. Y el resto,
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cientos de hombres y mujeres, iban y venían como zombis, babeando, arrastrando los pies, casi ausentes. En eso se había convertido el pueblo. Yo, señores, no tengo ni idea de cómo sucedió. ¿Usted, Sívori, sabe de alguna enfermedad que pueda producir estos síntomas? Zembrino juraba y rejuraba que no, pero entonces ¿qué fue lo que pasó en el pueblo? ¿Un milagro al revés?
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—No, señor Arriaga, no existe ninguna enfermedad contagiosa que produzca esos síntomas —respondió Sívori. —Lo del milagro al revés también lo descartaría —intervino Goiti—. Entienda que somos gente seria. Sívori soltó otra vez el siseo de su risita aguda. Goiti lo miró de refilón, entonces el psiquiatra apretó fuerte los dientes. —Gente seria o no, en Florindo Saucedo pasa algo, y debemos tomar medidas. Y no sólo por nuestro pueblo: el mal puede propagarse. —¿Cómo? —preguntó Goiti. —Cuando salí del hospital, Irma estaba organizando pequeños grupos para enviarlos a las ciudades cercanas. Al ritmo que se extiende la locura, no tardarán en conquistar el resto del país. Goiti y Sívori se miraron preocupados. —Lo que no nos explicó es cómo salió del
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hospital —dijo Sívori. —Los engañé —respondió Arriaga. —¿Los engañó? —Exacto. Ellos me querían enloquecer y les di el gusto. Goiti lo miraba curioso. Sívori parecía escéptico. Arriaga esperó un instante, tal vez para cargar de dramatismo el tramo final de su relato, tal vez porque estaba cansado de hablar durante horas. —Después de los dos primeros días internado, comprendí que de mí dependía recuperar la libertad. Y comprendí que no la recuperaría mientras me supieran cuerdo. Paredes me había explicado, en más de una ocasión, que me retenían para cuidarme de los vecinos y para cuidar a los vecinos de mí. Querían ayudarme, decía. En verdad, buscaban convertirme en un igual. Fingí sufrir alucinaciones. Dije que mi padre muerto se me aparecía, me acusaba de estar cuerdo. Lo de las alucinaciones era mentira, claro, pero después de tantas horas en el hospital me sentía nervioso, y eso me ayudó a convencer a Paredes. Él me arregló una reunión con Espadea y Calivanich. Estuvimos los cuatro hablando durante casi dos horas. —¿Paredes también estuvo en la charla? —preguntó Goiti. —No, no, nada de eso. En la charla estuvimos Espadea, Calivanich, mi padre muerto y yo.
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—Ah, su padre muerto... —dijo Sívori. —Quiero decir, yo les dije que estaba mi padre muerto. —¿Y le creyeron? —Es que lo vieron. —¿Cómo es eso? —Yo estaba inventando aquello, claro, pero después de explicarles sobre mis alucinaciones, empezaron a hablar con mi padre. Él los convenció de que me soltaran. —¿Su padre muerto los convenció? —preguntó Goiti. —Sí, sí, bueno, más o menos: ellos creyeron verlo y creyeron también escuchar de su boca argumentos para que me dieran el alta. —¿Y después? —Apenas terminó la reunión, Espadea me felicitó efusivamente. Yo estaba completamente chiflado, dijo, me sugirió compartir ese momento con los míos. Al salir me crucé con Irma. No creía lo de mi cordura. Juró que me vigilaría. —¿Y eso fue todo? —Bueno, debí continuar con el engaño. Si notaban que les había mentido, tomarían represalias. —¿Hace cuánto de esto? —preguntó Goiti. —Me soltaron ayer. —¿Y por qué no fue en busca de ayuda? Si nos trajo hasta acá, usted sabe cómo escapar del pueblo.
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—Contaba con que ustedes vendrían hoy. Escapar hubiera representado un riesgo innecesario. No quería dejar a mi familia sola, y es duro reconocerlo, pero tampoco puedo confiar en ella. Mi hija se pasa dos o tres horas al día hablando con la heladera; mi mujer prepara kilos de comida que deja en el patio para los alienígenas. —¿Tiene alienígenas en el patio? —preguntó Sívori. —¡Son los delirios de mi mujer! Goiti miró a Sívori abriendo grande los ojos y Sívori bajó la vista. —Disculpe —dijo Goiti—, estamos muy cansados. El viaje desde la Capital fue largo y es muy tarde. —Sí, entiendo. —Entonces —continúo Goiti—, según dice, su único contacto con el exterior fue aquel fax. —Así es. —Bien. La situación es grave. Tal vez incluso más que la del resto del país —concluyó Goiti y suspiró con teatralidad. —¿Pueden ayudarme? —A eso venimos. Pero necesitamos su colaboración —respondió Sívori. —Denlo por hecho. —Bien, ahora lo mejor es no pensar más en esto... usted debe descansar.
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—¡¿Descansar?! ¡Tenemos que hacer algo ya! No sé, ir a buscar psiquiatras de la Capital, traer a la policía, tal vez gendarmes, no va a ser fácil restaurar el orden en Florindo Saucedo. —Pero hombre, no se preocupe por eso —replicó Goiti—. Ese es un tema nuestro. Usted ahora debe preocuparse por su salud. —¿Mi salud? —Se lo ve estresado. —Yo estoy bien... ¡yo estoy bien! —Sí, sí, está bien, pero venga con nosotros, lo vamos a acompañar hasta su pueblo para protegerlo... —¿Qué? ¡A Florindo Saucedo! Pero ¿están locos? ¡¿Están locos, ustedes?! Arriaga se puso de pie y empezó a recular buscando la puerta. Goiti saltó sobre él y, mientras lo sujetaba fuerte, Sívori manoteó algo de su maletín. Arriaga los miraba con la expresión desencajada. Sívori se le acercó con una hipodérmica en la mano. Arriaga empezó a sacudirse, se trataba de zafar, pero Goiti era más grande y fuerte. Sívori clavó la hipodérmica en el brazo de Arriaga, que se debilitó poco a poco, y mientras los miraba por última vez, antes de perder el conocimiento, murmuró: —Están locos, ustedes... están locos.
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Durante los meses de junio y julio del 2015, esta novela fue publicada por entregas y en formato digital en www.abduccioneditorial.com