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a bducción edi tor i a l —
Algunas peculiaridades de los ojos philip k. dick Traducción por Juan Cortés
Descubrí de puro accidente esta increíble invasión a la Tierra por formas de vida de otro planeta. Aún así no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué podría hacer. Le escribí al gobierno y me enviaron de vuelta un panfleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso el asunto es conocido; no soy el primero en descubrirlo. Quizá incluso esté bajo control. Me encontraba sentado en el sillón, pasando ociosamente las páginas de un libro de bolsillo que alguien había dejado en el autobús, cuando me topé con la primera referencia que me puso sobre la pista. Por un momento no reaccioné. Tomó algo de tiempo que su importancia me penetrase. Luego de comprenderla, me pareció extraño no haberla notado de inmediato. La referencia apuntaba claramente a una especie no humana de propiedades increíbles,
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en ningún caso proveniente de la Tierra. Una especie, me apresuro a señalar, habitualmente enmascarada como seres humanos ordinarios. Su disfraz, sin embargo, se volvió transparente al enfrentar las siguientes observaciones del autor. Era obvio que el autor lo sabía todo. Lo sabía todo y se lo tomaba con calma. La frase (y tiemblo aún ahora al recordarla) decía: «… sus ojos recorrieron lentamente la habitación.» Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El pasaje no lo indicaba; parecían moverse a través del aire, no sobre la superficie. Aparentemente con cierta rapidez. Nadie en el relato se sorprendía. Eso fue lo que me puso en guardia. Ningún signo de estupor ante tal monstruosidad. Luego el asunto se amplificaba. «…sus ojos se movieron de una persona a otra.» Allí estaba, sucinto. Los ojos claramente se habían separado del resto de él y se movían con autonomía. Mi corazón martilleaba y mi aliento se atascó en la tráquea. Había tropezado con la mención accidental de una raza totalmente desconocida. Por supuesto, no terrestre. Sin embargo para los personajes del libro era perfectamente natural, lo que sugería que pertenecían a la misma especie.
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¿Y el autor? Un lento recelo comenzó a arder en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada calma. Era evidente que consideraba el fenómeno de lo más natural. No hacía en absoluto ningún intento por disimular lo que sabía. La historia continuaba: «… entonces sus ojos se adhirieron a Julia.» Julia, por ser una dama, tuvo al menos el decoro de sentirse indignada. Se le describe ruborizada y de cejas arqueadas en señal de encono. Aquí suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba: «… lenta, parsimoniosamente, sus ojos examinaron cada centímetro de ella.» ¡Santo dios! Pero aquí la chica se volvía y se largaba y el asunto terminaba. Me arrellané en el sillón, jadeando de horror. Mi esposa y mi familia me miraron asombrados. —¿Qué pasa, querido? —preguntó mi esposa. No pude decirle. Un conocimiento como este sería demasiado para una persona común y corriente. Debía guardar el secreto. —Nada —respondí. Me levanté de un salto, tomé el libro y me apresuré a salir de la habitación. En el garaje continué leyendo. Había más. Temblando leí el siguiente pasaje revelador: «… puso su brazo alrededor de Julia. Luego
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ella le pidió que se lo quitara. Lo que hizo inmediatamente, con una sonrisa.» No está dicho qué fue del brazo luego de que el tipo se lo quitara. Quizá lo dejó apoyado en una esquina. Quizá lo tiró a la basura. No me importa. En cualquier caso la totalidad del sentido estaba ahí, justo frente a mis ojos. Aquí había una raza de criaturas capaces de remover a voluntad partes de su anatomía. Ojos, brazos y quizá más. Sin pestañear. Mis conocimientos en biología, en este punto, me resultaron útiles. Era obvio que se trataba de seres simples, unicelulares, alguna especie de primitiva criatura compuesta por una sola célula. Seres no más desarrollados que una estrella de mar. Las estrellas de mar pueden hacer lo mismo, ya saben. Continué leyendo. Y entonces me topé con esta increíble revelación, arrojada con toda frialdad por el autor sin el más mínimo temblor: «… afuera del cine nos dividimos. Una parte entró y la otra parte se dirigió al café para cenar.» Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Probablemente las mitades inferiores iba al café, por estar más lejos, y las mitades superiores entraban a ver la película. Seguí leyendo, mis manos temblaban. Realmente había descubierto algo importante.
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Mi mente se tambaleó mientras atravesaba este pasaje: «… me temo que no hay duda. El pobre Bibney ha perdido de nuevo la cabeza.» A lo que seguía: «… y Bob dice que no tiene huevos.» Aun así Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. El siguiente personaje, no obstante, era igual de extraño. Pronto fue descrito como: «… carente por completo de cerebro.» El siguiente pasaje despejaba toda duda. Julia, a quien había tomado por la única persona normal, se revelaba también como un ser alienígena similar al resto: «…muy deliberadamente, Julia había entregado su corazón al joven.» No se relataba cuál era la final disposición del órgano, pero no importaba demasiado. Era evidente que Julia había vuelto a vivir a su manera habitual, como todos los demás en el libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebros, vísceras, dividiéndose en dos cuando la ocasión lo demandaba. Sin escrúpulos. «… entonces le dio su mano.» Me sentí enfermo. El pillo tenía ahora su mano, además de su corazón. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ellos a estas alturas.
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«… tomó su brazo.» No contento con la espera, había empezado a desmantelarla por su cuenta. Rojo mi rostro, cerré de golpe el libro y de un brinco me levanté. Pero no a tiempo para escapar a una última referencia sobre aquellos despreocupados pedazos de anatomía cuyos viajes me habían puesto originalmente sobre la pista: «… sus ojos le siguieron todo el camino hacia la carretera y a través de la pradera.» Corrí desde el garaje y de vuelta al calor de la casa como si las criaturas malditas me siguieran. Mi esposa e hijos jugaban Monopoly en la cocina. Me les uní con fervor frenético, el rostro afiebrado, los dientes castañeantes. Tuve suficiente ya. No quiero saber más al respecto. Dejen que vengan. Dejen que invadan la Tierra. No quiero mezclarme en ello. No tengo estómago para estas cosas.
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Philip K. Dick Publicado originalmente en Science Fiction Stories, 1953 © de la traducción, Juan Cortés, 2016 Traducción por Juan Cortés Ilustración: Francisco Schilling Diseño: Gwendolyn Stinger Reservados todos los derechos de esta edición para Abducción Editorial Curicó 372, Santiago de Chile
Impreso en Santiago de Chile abduccioneditorial.com