La última joda de Rinaldi - Santiago Ambao

Page 1


1° Edición Abducción Editorial: octubre 2015

© Santiago Ambao, 2015 www.santiagoambao.com Ilustración de portada: Francisco Schilling Diseño: Gwendolyn Stinger isbn: 978-956-9673-03-0 Reservados todos los derechos de esta edición para Abducción Editorial Curicó 372, Santiago de Chile

Impreso en Santiago de Chile


La última joda de Rinaldi

ABDUCCIÓN Editorial



La última joda de Rinaldi Santiago Ambao

ABDUCCIÓN Editorial



Valdepietro llegó con la lengua afuera. Rinaldi lo esperaba en el hall de Retiro, sonriendo. A Valdepietro le molestó la expresión despreocupada de Rinaldi, porque estaban a punto de perder el tren. Se lo dijo. Rinaldi miró su reloj. Faltaban más de diez minutos para que el tren saliera, aunque prefirió callarse y dejar de sonreír. La valija de Valdepietro no era demasiado grande, pero él estaba cansado de arrastrarla. Le pidió a Rinaldi que la llevara hasta el vagón. Rinaldi accedió, porque siempre accedía; Valdepietro pensó que por lo menos era obediente. Había puteado más de tres veces cuando el director le ordenó viajar con él. Le pareció absurdo: Rinaldi es un pobre cadete, apenas sirve para llevar bultos, le dijo a Serviño, el director. Aparte, su influencia va a hundir el contrato. Donde mete la mano acontece una tragedia, está demostrado, agregó ante la mirada desconfiada de su jefe. En serio, con los

7


muchachos sacamos estadísticas. Iba a volver a su escritorio para mandarle los muestreos por mail pero Serviño lo detuvo con un gesto. Le explicó que se había enfermado Durruti, Somoza había mandado el telegrama de renuncia el día anterior a última hora y Saavedra estaba de vacaciones. Hacía falta otra persona, aunque sea para figurar, porque para un contrato de cincuenta mil pesos quedaba feo que se presentara un tipo solo. Y Valdepietro no pudo más que bajar la cabeza. Ahora caminaba entre las butacas hasta ubicar la suya. Rinaldi lo seguía a un par de metros: se le hacía un poco difícil caminar con tanto bulto: llevaba una valija en cada mano y con el pie derecho iba dándole empujoncitos a una caja amarilla de plástico, pequeña pero pesada, donde guardaban el equipo de demostración. Valdepietro se acomodó en su asiento. Le dijo a Rinaldi que se apurase, estaba tapando el pasillo. Sus asientos eran los últimos del vagón. Las butacas se enfrentaban con otras dos y a Valdepietro le disgustaba la idea de viajar mirando a un desconocido. Rinaldi acomodó los bultos y se sentó en el sitio frente al del acompañante de Valdepietro. Les habían tocado lugares separados porque habían sacado los billetes a última hora, explicó Rinaldi. Valdepietro asintió sin énfasis. Le daba lo mismo. Si al final, no tenían nada que hablar.

8


En ese momento, Valdepietro comprendió que aquella larga cadena de mínimas fatalidades que lo llevaban hasta ese vagón de clase turista no había sido fruto del azar. Su auto se había roto dos días antes del viaje, por entonces no le importó porque pensaba viajar en avión. Pero una huelga de pilotos trastocó los planes. La secretaria buscó algún billete en micro, al menos un viaje en coche cama sería soportable. Pero había una convención religiosa bastante importante en Tucumán, un congreso de curas o algo así, creyó recordar, y los pasajes para ese día estaban agotados. Por el mismo motivo, no encontró lugar disponible en los vagones de primera clase. Cuando Serviño le propuso alquilar un auto, Valdepietro descubrió que acababa de perder sus documentos. Rinaldi, para colmo de males, no sabía manejar. Entonces Serviño le dijo que no le quedaba otra que apechugar y viajar en turista: los uruguayos eran buenos clientes, si todo salía bien, cerrarían contratos por varios miles en los próximos meses. Valdepietro miró su reloj, ya casi era la hora. Sería ideal viajar así, con la butaca de enfrente vacía. Iba a estirar las piernas cuando un gordo enorme entró cargando un bolso de lona, enorme también. El gordo, como no podía ser de otro modo, se sentó frente a Valdepietro. En los

9


portamaletas no había más lugar: el gordo apoyó el bolso junto a sus pies. Valdepietro miró a Rinaldi con resentimiento. Rinaldi bajó la vista. Valdepietro iba a insultarlo, así, abiertamente. Al fin y al cabo, ese cadete sería su ruina. Un rigor matemático regía la fatalidad de su influencia: en donde asomaba la jeta, las cosas salían mal. Se lo había querido explicar a Serviño esa mañana, al pasar por la empresa para recoger unos papeles. Había entrado a la oficina con los muestreos impresos, porque si se los mandaba por mail Serviño los borraría sin leerlos. Las estadísticas eran minuciosas; sus conclusiones, rotundas. Pero Serviño lo echó sin escucharlo. Valdepietro salió para Retiro resignado a perder el tren y así el contrato de cincuenta mil pesos. No perdieron el tren, y recién entonces comprendió que hubiera sido demasiado fácil. La máquina soltó varios bufidos roncos. Una pelirroja de rulos y expresión inocente se sentó junto a Valdepietro. A Valdepietro le recordó a una novia de su adolescencia, a la que nunca había olvidado del todo. Miró a Rinaldi confundido. Lo lógico, si proyectaba el resultado de las estadísticas, hubiera sido que a su lado se sentara una mujer voluminosa con un bebé gritón o una vieja dispuesta a hablar durante todo el viaje. Pero

10


ahí estaba la pelirroja. Valdepietro pensó que tal vez Rinaldi no fuera tan malo. El tren arrancó con diez minutos de retraso; el gordo comentó que dentro de todo no había salido con tanta demora. Parecía resignado, como si las demoras fueran frecuentes. Valdepietro pensó que si el tren no se retrasaba estarían llegando con el tiempo justo para darse una ducha en el hotel y salir al encuentro de los uruguayos. Rinaldi le preguntó al gordo si viajaba seguido. El gordo asintió. El tren nunca llegaba más de una o dos horas tarde, explicó, pero rara vez con puntualidad. La pelirroja dijo que ya bastante tardaba el viaje sin demoras. A Valdepietro le reconfortó su voz lenta. Volvió a mirar a Rinaldi, desconcertado. Aspiró profundo, casi feliz, y sintió un olor agrio, a sudor. Era la pelirroja.

11



Durante las primeras dos horas, nadie habló. Valdepietro quería decirle algo a la pelirroja, pero la lengua se le anudaba cada vez que alguna frase se le venía a la cabeza. Aparte, con el gordo y Rinaldi ahí, se sentía vigilado. Cuando faltaba una hora para llegar a Rosario, el gordo cerró los ojos y soltó el primero de lo que sería una larga serie de ronquidos. Rinaldi se levantó, caminó por el pasillo hasta la punta opuesta del vagón. Valdepietro vislumbró su oportunidad. Pero justo antes de que dijera nada, el gordo liberó un flato rancio y sordo, y la colorada, con una repentina expresión de asco, salió disparada al baño. Valdepietro se quedó ahí, desencajado, masticando resentimiento y el flato espeso. El gordo roncó un poco más fuerte, se babeó la camisa. Una señora de papada floja y ojeras pronunciadas, sentada en la hilera de butacas contigua, se llevó

13


los dedos de la mano izquierda a la nariz mientras miraba a Valdepietro con desagrado. La máquina se detuvo abruptamente una media hora después. El gordo se despertó de golpe, miró exaltado por la ventanilla. Dónde estamos, preguntó. Valdepietro se encogió de hombros. El tren estuvo así, detenido, como cuarenta minutos. Cuando arrancó, Rinaldi y la colorada ya habían vuelto a su sitio. El tren se empezó a mover a paso de hombre. Valdepietro miró el reloj. Hizo un par de cálculos en el aire y concluyó que se le haría imposible llegar en hora. Llamó a su secretaria, ella le prometió hablar con los uruguayos para reorganizar la agenda. En cuanto salieran de Rosario, casi seguro, no tendría cobertura en el celular. Su secretaria lo tranquilizó: le enviaría un mensaje no bien hubiera encontrado una solución. Valdepietro pensó que Miriam no lo defraudaría, ella nunca le fallaba. De seguro convencería a los uruguayos de posponer la cita. También pensó en sus senos, que eran grandes y turgentes. Más de una vez había soñado con ellos: en esas ocasiones, la imagen se le adhería a los sesos durante horas. Cuando se quiso dar cuenta, tenía el sexo agarrotado. El tren se detuvo en la estación de Rosario. Casi todos aprovechaban para bajar un rato. La colorada y Rinaldi caminaron juntos hacia la misma

14


puerta. Valdepietro prefirió quedarse sentado, había encontrado una postura en la que disimulaba la erección. Desde su sitio, no le sacaba los ojos de encima a la pelirroja. Apenas puso un pie en el andén, Rinaldi le dijo algo; ella sonrió. Comenzaron a hablar. Rinaldi parecía suelto, ella lo miraba a los ojos. Valdepietro amagó a levantarse pero no encontró manera de disimular el enorme bulto bajo su bragueta. Se sentó de nuevo, presionado por la mirada inquisidora de una monja entrada en años. El tren estuvo media hora detenido. Cada vez que Valdepietro parecía listo para bajar, contra su voluntad, lo inmovilizaban los senos de Miriam. Mientras tanto, Rinaldi hablaba con la pelirroja. Valdepietro no sólo estaba celoso: deseaba rescatar a la colorada de un mal destino. Sin embargo, poco podía hacer en su estado. Al final, el guarda hizo sonar el silbato varias veces y anunció con voz grave la inminente salida del tren. Para entonces, Valdepietro había recibido un mensaje de Miriam: la reunión con los uruguayos se posponía para la mañana siguiente. Lo leyó, se alivió por la noticia, y un dolor inclemente le atenazó los testículos. La monja seguía dirigiéndole una mirada reprobatoria. Otras dos monjas se acercaron a ella. Cruzaron algunas palabras. Ahora, las tres

15


parecían furiosas con él. La más joven, de anteojos y rasgos todavía infantiles, se persignó. Y Valdepietro se atragantó con la firme sospecha de que Rinaldi estaba amasando mucho más que una simple fatalidad.

16


A la mitad de la noche, el tren se detuvo de golpe. Dio un tirón brusco, avanzó pocos metros y se paró de nuevo. El gordo se despertó exaltado, preguntó dónde estaban. Valdepietro se encogió de hombros. Por la ventanilla se veía una penumbra densa. Valdepietro miró su reloj: eran las tres y media de la madrugada. El frío se colaba en el interior del tren. Poco a poco los ocupantes del vagón se fueron despertando. Los menos murmuraron algo. La mayoría apenas si miró por la ventana y después trató de retomar el sueño. Rinaldi no abrió los ojos. Valdepietro vigilaba ansioso a la colorada. Esa hubiera sido una excelente oportunidad para hablarle: que dónde estamos, que no se puede creer el mal servicio de esta empresa, que yo soy ejecutivo de ventas de una importante multinacional y una cosa lleva a la otra. Valdepietro tenía más o menos organizada la posible charla en su cabeza. La colorada dormía.

17


Cuando Valdepietro volvió a mirar el reloj eran las cuatro y cuarto. Cada tanto se movía, a ver si así la pelirroja abría aunque sea un ojo. El gordo, que se había dormido tres minutos después de mirar por la ventanilla, se volvió a despertar. Preguntó dónde estaban. Valdepietro se encogió de hombros. El gordo preguntó si el tren había avanzado. Valdepietro negó con un gesto. El gordo empezó a putear mientras se reacomodaba en el asiento. Su puteada fue perdiendo fuelle hasta mutar a un ronquido hiposo. Como a las cinco, el guarda atravesó el pasillo. Valdepietro le preguntó qué pasaba y por única respuesta el guarda dijo «avería». Valdepietro le pidió detalles pero el guarda no lo escuchó o simuló no escuchar. Poco después, un tipo petiso y pelado, de unos treinta y cinco años, se metió en el vagón. Recorrió el pasillo iluminando a los pasajeros con una linterna. Cuchicheó algo con quienes estaban despiertos. Antes de salir del vagón se detuvo junto a Valdepietro: le apuntó con la linterna a los ojos, en una actitud casi policial. Le preguntó con tono intimidante quién era. La tenue luz de la linterna no llegaba a encandilarlo, y a Valdepietro le pareció una situación ridícula. El petiso repitió la pregunta. Valdepietro dijo «soy Valdepietro». Lo dijo con tono serio. El petiso iluminó al gordo, a

18


Rinaldi y a la colorada. Seguían durmiendo. Preguntó si viajaban juntos. Valdepietro respondió que viajaban apretados. El petiso asintió y bajó la linterna. Se acuclilló y, con tono ameno, explicó que la situación parecía difícil. El tren estaba detenido hacía ya hora y media, la cosa podría ir para largo. Dudaban de que la máquina aguantara el viaje hasta Tucumán. Valdepietro preguntó quiénes dudaban y el petiso dijo «nosotros», como si se tratase de una obviedad. Valdepietro iba a formular una réplica, pero el petiso se le adelantó. No podía demorarse más, dijo, debía poner sobre aviso al resto de los pasajeros. Por ahora es una medida precautoria, agregó, sin embargo nos estamos organizando. Si es necesario vamos a actuar. Valdepietro preguntó de nuevo quiénes se estaban organizando y el petiso volvió a decir «nosotros», esta vez un poco fastidiado. Explicó que no querían despertar a nadie, sería prematuro llevar una acción adelante. Valdepietro pensó que el petiso estaba solo pero prefirió no hacer ningún comentario. El petiso le pidió que si sus acompañantes despertaban, les informara de la situación. Tampoco los intranquilice mucho, aclaró, todavía no contamos con elementos suficientes para determinar objetivamente la gravedad de la crisis: conviene manejarse con prudencia. Valdepietro, con un tono que intentó ser irónico, replicó que

19


siempre cabía la posibilidad de esperar un milagro. El petiso lo miró varios segundos, en silencio. Entonces aclaró que él era materialista, no creía en milagros. Antes de terminar la frase se puso de pie y continuó su recorrido. A Valdepietro se le hizo agua la boca: ahora tenía entre manos una historia digna de ser contada. Serviría para sumar varios puntos con la pelirroja. La miró fijamente, casi tratando de despertarla con el peso de su ansiedad. La colorada empezó a roncar. Rinaldi y el gordo continuaban durmiendo. Valdepietro se acercó a la pelirroja. El olor agrio se había vuelto más agrio. Se replegó con un movimiento rápido. Sin querer le dio una patada al gordo, que se despertó nervioso. Miró por la ventanilla, miró su reloj; antes de que dijera nada, Valdepietro se encogió de hombros. Hacía más de ocho horas que habían salido de Buenos Aires. Valdepietro apenas si se había levantado una vez, para ir al baño. Sintió ganas de estirar las piernas. Se puso de pie y caminó hasta el exterior. Afuera había pequeños grupos. Algunas personas fumaban. Hacía frío. Valdepietro se acercó a uno de los grupos y dijo «buenas». Se dieron vuelta las tres monjitas. Sin responder al saludo bajaron su vista hasta escrutarle la bragueta. Valdepietro, instintivamente, se llevó la mano hasta

20


ella. Notó de inmediato que llevaba el cierre abajo. Les dio la espalda y lo subió. Las monjas caminaron varios metros hasta alcanzar al guarda del tren. Le dijeron algo, el guarda miró a Valdepietro con desaprobación. En eso se les acercaron cuatro curas que Valdepietro no había visto antes. Las monjas les hicieron algún comentario. El cura más viejo, uno desgarbado y de pelo canoso, besó una cruz que le colgaba del cuello. Después se persignó. Entonces Valdepietro sintió que lo sujetaban del brazo: era el petiso. Esta vez venía acompañado por una rubia de ojos azules, grandes, vestida con pantalón militar y una musculosa verde oliva. La rubia llevaba el pelo atado, bien tirante; un mechón caía sobre su mejilla. Valdepietro se detuvo varios segundo en ese mechón, en esa mejilla. Cuidado, le dijo el petiso. Valdepietro permaneció en silencio. La rubia de ojos grandes explicó que las monjitas estaban del lado de la empresa, no eran de fiar. Aparte se sentían fuertes en este viaje. Había más monjas y varios curas en los vagones del fondo: iban a un seminario de teología en Tucumán. Como no podía ser de otra forma, son cerdas reaccionarias, agregó la rubia. Después el petiso dijo que la situación empeoraba y los dos se fueron a paso rápido. Las monjas se metieron en el tren. Valdepietro se acercó al guarda y le preguntó si tenía idea de

21


qué sucedía. El guarda dijo «avería», y después dio una larga pitada a su cigarrillo. Valdepietro preguntó si sabía cuándo reanudarían el viaje. El guarda negó con un gesto. Eran casi las siete de la mañana. Valdepietro recordó que la rubia de ojos grandes llevaba sólo una musculosa y no entendió cómo resistía sin más abrigo. Pero como para volver a su sitio debía pasar junto a las monjas, trató de quitarse esa imagen de la cabeza. No debía pensar en la rubia ni en la colorada ni en su secretaria. Recordó el flato rancio del gordo: respiró aliviado. El guarda le explicó que la máquina estaba vieja, iba a ser difícil arreglarla. Lo más probable sería que debieran mandar una nueva locomotora de Rosario o, en el peor de los casos, de Buenos Aires. Según los cálculos de Valdepietro, llevaban más de cinco horas de demora. Si el tren no retomaba la marcha en a lo sumo diez horas, llegaría tarde para la cita con los uruguayos. Pensó en llamar a Miriam. Miró su teléfono celular: no tenía cobertura. Preguntó al guarda por dónde andaban. El guarda se encogió de hombros. Andá a saber, dijo. Valdepietro, resignado, guardó el celular. Por otra parte, pensó, no era un buen momento para hablar con su secretaria. Menos aún para que ella llamase a los uruguayos. También pensó que exageraba: diez horas era mucho tiempo y

22


seguro retomarían el viaje antes. Aparte, escuchar la voz ligeramente áspera de Miriam le recordaría sus pechos descomunales. Entró al vagón con la cabeza gacha. Las tres monjas lo observaban serias. Sin embargo, esta vez, al no encontrar nada reprobable en su aspecto, guardaron silencio mientras él pasaba a su lado. La más joven, eso sí, y casi como si se tratara de una medida preventiva, se persignó. Le faltaban dos metros para llegar a su butaca. Rinaldi dormía plácidamente. Tuvo ganas de darle una bofetada. Perderse el contrato de cincuenta mil pesos sería una catástrofe. El tres por ciento de cincuenta mil pesos era más de medio sueldo, y necesitaba demasiado ese dinero. Aparte estaba el ascenso. Serviño no había mencionado nada al respecto, pero el mercado crecía rápido y en la empresa buscaban un nuevo coordinador de zona. Valdepietro apostaba a ganarse ese puesto; el contrato con los uruguayos le daría un buen empujón. Pensó que si Rinaldi fuera un poco buena persona, él mismo tomaría alguna medida. Quién sabe, irse caminando tal vez. Aunque sea alejarse unos metros del tren para que pudiera arrancar. Si al fin y al cabo en cuatro días pasaría otro. Estuvo a punto de proponérselo. Iba a sacudirle el hombro para despertarlo. Casi lo había hecho cuando desistió. Hubiera sido absurdo, se dijo. Aparte de mufa,

23


Rinaldi era egoísta. Siempre estaba donde causaba daño y sólo se iba para causar daño en otro lado. Valdepietro recordó cómo Insúa se había reído al enterarse de que Rinaldi lo acompañaría a Tucumán. A ver si sos mago y cerrás ese contrato, le había dicho sin ocultar su satisfacción. Dos semanas antes, Insúa se había reunido con gente de la Municipalidad de Merlo. Los venía apalabrando desde hacía once meses, tenía casi cerrada la venta de un equipo caro y obsoleto. Hasta les había girado la gratificación a los muchachos de la Secretaría de Medio Ambiente. Esa reunión era la quinta en tres semanas. Insúa ya se estaba relamiendo por la comisión exagerada. Entonces apareció Rinaldi para alcanzarle los papeles. Según contó Insúa, bastó con su presencia fugaz para que el secretario decidiera replantearse la compra primero, y cancelarla poco después. Pasaron varios días sin mayores novedades —bueno, se había roto la máquina de café y había cerrado el restaurante de la esquina de la empresa, que vendía un menú muy bueno y baratísimo, pero esas eran nimiedades—; ahora, Rinaldi volvería a la carga. Se lo dijo Insúa a Valdepietro: vas a ver cómo con el tema de los uruguayos seguro se arma alguna otra de sus joditas. Lo dijo bastante contento, porque él también perseguía el ascenso. Para esta altura, Valdepietro necesitaba descansar. Buscó en su bolso de mano un blíster con

24


pastillas para dormir que reservaba para casos de emergencia. Se tomó dos. Empujó las piernas del gordo como pudo y se acomodó en su sitio. Cerró los ojos y, esta vez, no tardó en conciliar el sueño.

25



No bien abrió los ojos percibió una confusión desmesurada. La atmósfera se le antojaba enrarecida, aunque hubiera sido incapaz de explicar el origen de esa sensación. En el vagón no había casi nadie, sólo las tres monjas rezando un rosario. Ni Rinaldi, ni el gordo, ni la colorada estaban a su lado. Aún se sentía aturdido por el sueño. Miró el reloj: era la una del mediodía. El sol le daba de lleno en la cara. Hacía mucho calor. El aire apestaba. Escuchó el llanto de un niño acercándose. Recordó retazos de un sueño desagradable. Cuando el llanto del niño sonó más fuerte, entendió que esos retazos no correspondían a un sueño, sino a instantes en los que no había estado del todo dormido. Había oído quejas, discusiones. Desorden. Mientras acomodaba sus ideas, entró al vagón una señora mayor de aspecto humilde, con un niño en brazos. El niño gritaba, parecía desgarrarse de dolor. La mujer se detuvo junto a

27


Valdepietro. Recién entonces, él se incorporó. Llevaba el traje arrugado y sucio. Pensó en cambiarse, aunque desestimó la idea: lo mejor sería hacerlo al llegar a Tucumán. Le dijo a la mujer que avisara al guarda, tal vez habría un médico entre los pasajeros. La mujer respondió que el niño no estaba enfermo, sino sediento. Le preguntó a Valdepietro si tenía agua. Él negó y la mujer continuó su recorrido arrastrando los pies. Entonces entró al vagón el petiso pelado. Le dijo a Valdepietro que la situación empeoraba. Ya no había agua en los baños ni en las despensas del vagón comedor. Con suerte llegaría otra locomotora al día siguiente. Aunque se rumoreaba que la empresa había presentado quiebra y no enviarían ninguna máquina. No habían sido nada inocentes al sacarlos de Rosario, especuló el petiso: ahí, en medio del desierto, lejos de la prensa y de las autoridades, los podían abandonar sin que se generara escándalo. Valdepietro casi no lo escuchaba. Sacó su teléfono celular, seguía sin señal. El tren no se había movido desde la madrugada, dijo el petiso. Hay que tomar medidas, agregó. Es hora de actuar. Valdepietro preguntó qué medidas. Pasito a paso, replicó el petiso, estamos trabajando en eso. Antes de irse, le dijo que se anduviera atento. Había un mocoso sacando fotos, seguro era de los servicios. No se podía hablar con cualquiera

28


así como así. La gente de los servicios es rápida; quién sabe cuándo metieron al pibe en el tren, suponemos que durante la noche, dijo. Valdepietro preguntó qué servicios. Los de inteligencia, hombre, respondió el petiso. Entonces apareció la rubia de ojos grandes, le comentó algo al oído. El petiso asintió y se dispuso a seguirla. Valdepietro se asomó a la puerta del vagón. En el vagón contiguo había un grupo de personas al que se unieron el petiso y la rubia de ojos grandes. En ese grupo estaba la colorada; ahora llevaba el pelo recogido, bien tirante, y una musculosa verde muy parecida a la de la rubia. Valdepietro se puso de pie. Salió del vagón. Una vez fuera, sintió como si el calor le pegara un cachetazo. Vio correr al petiso, a la rubia, a la colorada y a otras personas hacia la parte delantera del tren. Se esforzaban por evitar que el guarda los viera. Parecían estar preparando un sabotaje, pensó Valdepietro. Aunque la idea era ridícula. Si justamente todo el mundo quería que el tren arrancase de una vez. Valdepietro se acercó al guarda y preguntó cómo iba la cosa. El guarda se encogió de hombros. Había llamado por radio a la estación de Rosario, les había puesto al tanto de la avería. Esperaban la locomotora. Valdepietro miró su reloj. Marcaba la una y media. Le quedaban menos

29


de cuatro horas. Y eso sin contar el tiempo para bañarse en el hotel. Miró su ropa: estaba impresentable. Pero bueno, llegado el caso, podría cambiarse en los baños de la estación de Tucumán. Los separaban tres horas de Rosario, Valdepietro no creyó tan descabellado que la máquina llegase a tiempo. Le preguntó al guarda si eran normales semejantes demoras. El guarda, con un tono indiferente, dijo que no. Aunque son cosas que pasan, concluyó. Valdepietro vio a Rinaldi sentado en la puerta de un vagón. Fumaba. Se le acercó. Rinaldi, con un gesto, le ofreció un cigarrillo. Valdepietro negó. —Creo que es hora de dejarnos de hipocresías, de encontrar la forma de resolver esto —dijo Valdepietro. En la expresión de Rinaldi se leía el desconcierto. Valdepietro continuó: —Mirá, si para las cinco el tren no retoma el viaje se nos va a caer el contrato. Si colaborás, estoy dispuesto a darte un porcentaje de la comisión. —La verdad, a mí me gustaría tanto como a usted que el tren arrancara ahora mismo. Si pudiera hacer algo, lo haría. —Basta de dar vueltas —dijo Valdepietro—. Vos sabés tan bien como yo cuál es el problema... vamos, no me mires con esa cara de carnero

30


degollado. Si no viajaras con nosotros, el tren jamás se habría detenido. La expresión de Rinaldi cambió de golpe. Parecía preocupado. —¿Qué me está diciendo? Somos gente grande, y usted una persona inteligente, no me va a venir con que cree eso de... —Acá no se trata de creer o no creer —lo interrumpió Valdepietro—. Te estamos vigilando desde hace meses. Tenemos estadísticas, informes. El rigor de nuestra investigación es científico. Traje los muestreos, si querés te los doy. Tenés suerte de que el infeliz de Serviño sea un incrédulo. Si yo estuviera en su lugar ya te habrías quedado en la calle. Si no, explicame lo del contrato de Insúa con la municipalidad de Merlo, o el encargo que suspendieron los de la Fuerza Aérea el mismo día que les llevaste la carpeta con las especificaciones del equipo. O explicame la renuncia de Sandrita, la única mujer de toda la empresa que estaba buena, o de cómo se atascaron los baños el mes pasado... ¡Dos semanas yendo a cagar al restaurante de la esquina! Rinaldi lo miró en silencio. Luego, con aire resignado, agregó: —¿Y qué sugiere que haga? Valdepietro pareció, por un momento, reflexionar la respuesta.

31


—Empezá a caminar para el lado de Rosario. No debe haber mucho, estamos a tres horas de tren, nomás. Serán unos doscientos kilómetros. Seguro encontrás algún pueblo antes. —¿En serio me lo dice? —Claro. Cuando estés lo suficientemente lejos, el tren va a arrancar. Rinaldi parecía no dar crédito a esas palabras. Se metió en el vagón después de insultar a Valdepietro, que se quedó de pie, gritándole que no fuera egoísta. Le recordó su oferta de compartir la comisión. Rinaldi no respondió. Se tiró en una butaca y empezó a llorar. La más vieja de las monjas, que había escuchado la conversación, vio que Rinaldi lloraba y se persignó. Caminó hasta donde estaban sus compañeras y dos curas. Cuchichearon con aire grave. Los curas se escandalizaron. Aferraron las manos de las monjas, comenzaron a rezar. Valdepietro notó que varias personas se agrupaban junto a la locomotora, a unos cincuenta metros de donde él estaba. Caminó en esa dirección, curioso y cansado. Una vez allí, vio al petiso dando un discurso. Lo escoltaban la rubia de ojos grandes y la colorada. Ambas cruzaban sus brazos tras la espalda y fruncían el ceño. Treinta o cuarenta personas escuchaban atentas.

32


El petiso decía algo sobre lo insostenible de la situación. Había serios indicios para creer que la compañía pensaba declarar la quiebra y dejarlos allí, abandonados. Los pasajeros, dijo, estaban siendo víctimas de los intereses de una empresa despiadada. La gente se mostró de acuerdo y empezó a insultar. Valdepietro prefería pensar que la empresa resolvería aquel incidente tan pronto como le fuera posible. Dijo algo de eso y el petiso le respondió que no esperase milagros. Si el trayecto no era rentable, la empresa lo cerraría y punto. Ellos no importaban, nadie importaba. Un tipo de unos cuarenta años, vestido con pantalón de trabajo y camiseta, preguntó qué debían hacer. El petiso dijo «organizarnos». Formarían comisiones para generar propuestas. Las propuestas se elevarían a una asamblea. La asamblea, integrada por un representante de cada comisión, las reformularía de ser necesario y las enviaría de nuevo a las comisiones para que las revisasen. De ser aprobadas volverían a la asamblea. Harían lo que la asamblea decidiera, siempre en función de las propuestas elevadas por las comisiones. Una mujer joven dijo que todo eso estaba muy bien, pero la única solución sería conseguir una locomotora. El petiso pidió calma: le correspondía a las comisiones formular propuestas.

33


Valdepietro miró su reloj. Eran las dos. Le quedaban tres horas. Comenzaba a pensar que no habría forma de llegar a tiempo para la cita con los uruguayos. El petiso dijo que los de su comisión se reunirían en diez minutos, en el primer vagón. Los delegados de cada vagón se reunirían al caer la tarde. La colorada, en lugar de volver a su vagón, se quedó en el primero con el petiso y la rubia de ojos grandes. Valdepietro tuvo la necesidad de confiar en esas personas decididas: sintió deseos de formar parte de ese grupo. Por otro lado, la colorada seguía siendo muy linda. Cuando el petiso, la rubia de ojos grandes, la colorada y quienes habían sido desde el principio los integrantes del primer vagón se metieron en el tren, Valdepietro los siguió.

34


Un tipo alto y flaco lo detuvo en la puerta. Valdepietro quiso entrar a pesar de aquel tipo. Alegó su derecho a participar. El tipo flaco y alto respondió que no: tenía derecho a participar en los debates que se generasen en su vagón, no en cualquiera. Valdepietro primero pidió por favor, pero ante la negativa del tipo alto y flaco le dijo que se estaba comportando como un reaccionario. La cara del tipo alto y flaco palideció. El ligero murmullo de los presentes se transformó de golpe en silencio. El petiso se acercó hasta Valdepietro. Qué te pasa, preguntó. Quiero pasar, dijo Valdepietro, quiero formar parte de la comisión. El petiso lo miró de arriba abajo. Dos veces. Se volteó hacia donde estaba la rubia de ojos grandes. La rubia asintió con un gesto sutil. El petiso volvió a mirar al tipo alto y flaco y asintió con un gesto sutil. El tipo alto y flaco miró a Valdepietro y asintió con un gesto sutil. Valdepietro dio tres pasos hasta

35


ubicarse muy cerca de la colorada; en su musculosa, bajo los brazos, había dos aureolas oscuras. El petiso abrió el debate: según expuso, les urgía decidir qué hacer. Una joven excedida de peso manifestó con palabras difíciles que el error había sido dejar atrás Rosario. Deberían haber exigido garantías allí, donde hubieran podido contar con la prensa. Un tipo de unos setenta y pico de años apoyó esa opinión. Una mujer mal vestida, que hablaba y fumaba al mismo tiempo, disintió. Ahora parecía fácil, dijo, pero aquel no había sido el momento histórico oportuno para actuar. Habría sido precipitado. La joven excedida de peso le preguntó con ironía de qué les servía eso del momento histórico en el medio de la nada, hambrientos, sucios, sin agua. Un mozo del servicio comedor, que había renunciado ese mismo día para unirse a los activistas, le sugirió a la mujer mal vestida meterse el momento histórico en el bolsillo. Varias miradas recriminatorias confluyeron hacia él. No es la forma de expresar las ideas, compañero, lo reprendió el petiso. El tipo alto y flaco observó cuán importante era mantener las formas. La rubia de ojos grandes asintió. Estalló una discusión sobre cuáles deberían ser las formas. La discusión subió de tono. El petiso terció intentando mantener el debate dentro de un contexto de camaradería. Propuso votar qué

36


formas se deberían manejar en la discusión. El tipo de setenta y pico de años dijo que la prioridad debería ser, en todo caso, votar si habían hecho bien o no en permitir la salida del tren de Rosario. O vamos a terminar con un árbol tapándonos a los otros árboles, agregó. Lo dijo así, y Valdepietro lo miró sorprendido. Hubo un murmullo. Alguien lo corrigió. El viejo dijo que a él le gustaba decirlo así porque así lo decía en vida su ahora difunta esposa, y ningún mocoso iba a corregirle. Un treintañero de barba y pelo largo, que a consecuencia de su sobretodo negro sudaba muchísimo, intervino para decir, con voz engolada, que los dichos populares representaban la sabiduría de un pueblo adquirida a lo largo de generaciones y sólo la soberbia o la ignorancia podrían motivar su mutilación. El tipo alto y flaco sorprendió a todos al refutar el argumento del treintañero de sobretodo negro con un extenso discurso sobre lo nocivo que era aceptar la tradición sin más, pues suponía la reivindicación de los valores morales arbitrarios que conformaban la superestructura. El petiso se mostró de acuerdo, aunque eso de un árbol tapando a los otros árboles le parecía demasiado. La colorada, con voz tímida, propuso votar cuál sería la mejor expresión. La rubia de ojos grandes la miró con alegría, tal vez satisfecha por su aporte coherente con el espíritu del movimiento.

37


La mujer mal vestida estuvo de acuerdo en eso de la votación. Valdepietro miró su reloj: habían pasado más de una hora discutiendo. Propuso buscar una solución al problema del viaje interrumpido. Las miradas recayeron en él. El viejo del árbol tapando a los otros árboles subrayó que debían tener prioridades: no era justo desatender las cuestiones planteadas. El resto asintió, incluso la colorada. Valdepietro le preguntó a la mujer mal vestida si acaso ese no era un buen momento histórico para encontrar la forma de llegar a Tucumán. La mujer tiró su cigarrillo al suelo, lo pisó, sacó otro, lo encendió con parsimonia. Todos esperaban su respuesta. Tras una pausa, dijo que eso se lo podría responder recién la semana siguiente. Se le hacía difícil reconocer los momentos históricos si no los miraba en perspectiva. Entonces, el petiso, buscando orden, aclaró que debían votar si habían hecho bien en permitir al tren salir de Rosario, que también debían votar si aceptarían esa frase de un árbol tapando a los otros árboles y que debían votar cuáles eran las formas adecuadas para exponer las diferentes opiniones. La mujer mal vestida propuso organizarse antes en comisiones para desarrollar propuestas sobre las posibles formas de presentar propuestas que la comisión aceptaría. La rubia de ojos grandes

38


preguntó cuántas comisiones sería conveniente formar. El tipo alto y flaco contó a los presentes. Eran treinta y tres. Las comisiones no debían ser más de dieciséis ni menos de dos, sentenció. Los otros treinta y uno se manifestaron de acuerdo. Valdepietro, resignado, también. Aun así, el viejo propuso votar si estaban de acuerdo. El resto asintió. El petiso pidió que levantaran la mano quienes estuvieran de acuerdo. Todos levantaron la mano, incluso Valdepietro. Sin embargo la joven excedida de peso, mientras mantenía la mano levantada, se mostró disconforme: sería conveniente llevar a cabo la votación en secreto, para evitar presiones, dijo. El mozo que había renunciado a su puesto en el servicio comedor no compartió su punto de vista: la comisión era democrática y respetuosa, nadie tenía motivos para sentirse presionado. El resto asintió. Valdepietro volvió a mirar su reloj. El petiso le preguntó con mal tono por qué no asentía. Valdepietro se excusó, se había distraído. La rubia de ojos grandes le exigió atención, no querían tibios sino activistas valientes. Valdepietro dijo «bueno». La mujer mal vestida propuso formar tres comisiones para elaborar las propuestas. El resto votó a favor. El petiso los dividió a ojo. Valdepietro escuchaba las propuestas sobre cuál sería el modo correcto de elaborar las propuestas.

39


No se mostraba interesado. El tipo alto y flaco lo vigilaba con desconfianza. Valdepietro miraba a la pelirroja. Ella estaba en otra comisión, parecía cada vez más a gusto en aquel ambiente. Valdepietro empezó a hacerse a la idea de que debía resignarse. Ya habría perdido el contrato. Se disculpó y bajó del tren. El tipo alto y flaco lo siguió con la mirada. Afuera, Valdepietro sacó el celular. Caminó varios metros: en ningún lado había cobertura. Vio al maquinista revisando la locomotora. El guarda estaba con él. Se les acercó. Preguntó si habían recibido alguna novedad por radio. El guarda negó. Valdepietro comprendió que todo estaba perdido. Ya eran las cuatro y media. Para llegar a tiempo, el tren debería retomar viaje antes de las cinco. Rosario estaba a tres horas, y si la locomotora aún no había salido, entonces no quedaban esperanzas. Preguntó si había alguna posibilidad de que reparasen la locomotora. El maquinista lo veía complicado: no contaba con los repuestos necesarios. Valdepietro se sentó sobre una piedra. Los planes y los sueños se habían torcido de golpe. El ascenso se le había ido de las manos. También los mil quinientos pesos de la comisión. Recordó el viaje de egresados que no podría pagarle a su hija, recordó el cumpleaños de su mujer y el fin de

40


semana en Colonia que no le regalaría. Se sintió exhausto, como si hubiera corrido una maratón larguísima, y como si todavía le faltaran kilómetros hasta la meta. No comprendía cómo podían salir las cosas tan mal. Una ira repentina le nació en las tripas. Se metió en el tren y comenzó a avanzar, vagón por vagón, cada vez más rápido. Miró su reloj: eran las cinco menos cuarto. Aún quedan unos minutos, pensó. Por el camino se cruzó con las tres monjas, con el curita desgarbado y con otros dos muchachos que debían de ser seminaristas. Las monjas señalaron a Valdepietro y le dijeron algo al curita. Valdepietro empezó a correr. Llegó al vagón donde descansaba Rinaldi. Se acercó hasta él, lo tomó de la camisa y lo arrastró hasta el exterior. Le gritó que se fuera. Estaban a tiempo, todavía quedaban diez minutos. Rinaldi le preguntó si se había vuelto loco. Valdepietro le pegó en la cara, con la mano abierta, y un hilo de sangre empezó a correr por la nariz de Rinaldi. Forcejearon. Rinaldi intentó defenderse, pero Valdepietro era más fuerte. Valdepietro lo arrastró hasta la maleza, alejándolo varios metros del tren. No le soltaba la camisa, le daba sacudones bruscos mientras repetía que todo era su culpa, perderían el contrato y todavía peor: quedarían allí varados, en medio de la nada, para siempre.

41


Algunas personas se acercaron. Presenciaban la pelea sin intervenir, confundidos o temerosos. Entre ellos estaba el curita desgarbado, los dos seminaristas y las monjas, que se persignaban una y otra vez. El curita mandó a la monja más joven en busca de la autoridad. Se lo dijo así, «la autoridad», y la monjita le preguntó qué autoridad. El curita se demoró unos segundos. Al guarda, mujer, traiga al guarda, agregó exaltado. La monjita salió corriendo justo cuando Valdepietro aferraba a Rinaldi por el cuello. Los ojos de Rinaldi se salían de órbita, su piel se amorataba. Valdepietro presionaba cada vez más fuerte mientras gruñía unos insultos. De pronto, Rinaldi dejó de forcejear. En ese momento, la máquina del tren gimió. El curita se dio vuelta, vio al maquinista subido a la locomotora, lleno de grasa. ¡Milagro!, exclamó el curita. Aquel motor parecía listo para retomar el viaje. Todos dieron la espalda a Valdepietro, que ahorcaba a Rinaldi con furia. La locomotora daba gritos vigorosos. Valdepietro escuchó el ronquido de la locomotora vieja y apretó más fuerte, entre eufórico y feliz. Faltaba poco para que la vida de Rinaldi se extinguiese cuando Valdepietro sintió un terrible golpe en la espalda. Cayó a un par de metros de distancia.

42


Antes de perder el conocimiento escuchó a Rinaldi toser muy fuerte y escuchó también cómo la máquina se detenía de golpe.

43



Cuando Valdepietro despertó, no supo dónde estaba ni qué hora era. Yacía en el suelo de un cubículo pequeño y oscuro; olía mal. Al ponerse de pie sintió un tirón en la espalda, una contractura en el cuello, un dolor punzante en la cabeza. Trató de comprender cómo había llegado hasta ahí. Al hilar los recuerdos del viaje en tren, de su enfrentamiento con Rinaldi, se sintió culpable. Era absurdo considerar a Rinaldi responsable de nada. Poco a poco comenzó a distinguir formas en la penumbra. Vio un picaporte e intentó abrirlo, pero la puerta estaba trabada por fuera. Había una claraboya pequeña por la que entraba el tenue reflejo de la luna. Recién entonces descifró en la penumbra un inodoro de metal. Empujó la puerta con la poca violencia de la que fue capaz. Resultó inútil.

45


Se asomó por la ventanita redonda, sobre el inodoro. No distinguió ninguna forma. De a ratos, entraba un chiflido frío. Frío y silencio, nada más. Se sentó en el inodoro mojado y sucio. Pasó unos minutos acomodando sus ideas, separando los recuerdos de los restos de una pesadilla. Al final supo que sólo había recuerdos. Tenía mucha sed, hambre también. Quiso gritar pero de su boca salía apenas un gemido apagado. Quiso golpear la puerta pero el acto de levantarse le parecía imposible. Iba a mirar la hora en su reloj, cuando el dolor de cabeza se hizo repentinamente más punzante y se desmayó.

46


Creyó oír la puerta cerrándose y se incorporó exaltado. Un calambre le agarrotó las piernas. Intentó estirarlas, aunque en aquel minúsculo baño resultaba difícil. Cuando por fin el dolor se calmó, descubrió en el suelo, junto a la puerta, una botellita con algo de agua, un pedazo de pan y una banana. Bebió el agua de un sorbo, comió el pan y la banana. Cayó en la cuenta de que no tenía más agua. Recién entonces comprendió que eso que estaba junto al inodoro, era una pileta. Abrió la canilla. Esperó. Pero no salió nada. Gritó con la poca fuerza de la que fue capaz; golpeó la puerta varias veces. Tras unos minutos, se rindió. Se sentó en el inodoro y permaneció ahí, inmóvil, temblando de frío, hasta que se volvió a desmayar.

47



Al abrir los ojos, descubrió junto a la puerta otra botella con poca agua y más pan. Esta vez bebió apenas un sorbo, comió el pan y luego acabó el agua. Se sentía demasiado resignado como para gritar. Ya le daba todo más o menos lo mismo. Entonces la puerta se abrió: del otro lado estaba el tipo alto y flaco con el que había discutido el día de la asamblea. Tras él vio al petiso pelado y a la rubia de ojos grandes. Valdepietro abrió la boca como para decir algo aunque le salió apenas un sonido extraño, más parecido a un eructo contrahecho que a una palabra. Se puso de pie, pero no bien lo hizo le fallaron las fuerzas y se desplomó. El tipo alto y flaco lo atajó al vuelo. Valdepietro balbuceaba palabras ininteligibles. La rubia dio la orden de llevarlo fuera. Lo recostaron sobre la hierba. La rubia mandó al tipo alto y flaco a traer agua. El tipo parecía

49


dudar, replicó que quedaba poca. Tenía razón, pero no era momento para mezquindades, dijo el petiso pelado. El tipo alto y flaco entró al vagón y regresó con un vaso de agua. La rubia de ojos grandes mojó los labios de Valdepietro, que al verla le sonrió. Ella no se inmutó. Valdepietro se incorporó hasta sentarse en el pasto. El petiso pelado le explicó que había estado encerrado durante tres días. Eso era mucho tiempo, pensó Valdepietro. Recordó la venta frustrada, la comisión perdida, el viaje de egresados de su hija y el cumpleaños de su mujer. Se le escaparon algunas lágrimas. Entonces pensó que estaban abandonados en el medio de la nada. La empresa de ferrocarriles no había enviado otra máquina. Esa preocupación nubló la preocupación del dinero perdido. Preguntó cómo podía ser que estuvieran allí, que nadie los hubiera ayudado. La historia era complicada, respondió el petiso pelado: ahora, lo mejor para él sería descansar. Hablarían al día siguiente; de hecho, comparecería ante una comisión. Valdepietro no hizo preguntas respecto a la comisión. Sí, estaba agotado; necesitaba dormir. Pero su curiosidad no le permitiría pegar un ojo. Insistió en el tema del abandono. La rubia hizo un gesto, y entonces lo levantaron entre el petiso

50


pelado y el tipo alto y flaco. Lo llevaron hasta el interior del vagón. La rubia los siguió. Valdepietro repetía la misma pregunta: ¿cómo podía ser que la empresa no hubiera enviado otra máquina? Lo recostaron en una litera. Valdepietro casi no podía mantener los ojos abiertos. El tipo alto y flaco propuso quedarse haciendo guardia. El petiso estuvo de acuerdo. A la rubia también le pareció acertado tomar precauciones. Lo dijo así: «tomar precauciones». Cualquier medida era poca para evitar que pasara del otro lado, agregó. Valdepietro preguntó qué otro lado. No le respondieron. La rubia y el petiso pelado estaban bajando del vagón cuando Valdepietro insistió una vez más: exigía una explicación, tenía derecho a ella. La rubia y el petiso se miraron. El petiso insinuó un gesto afirmativo. La rubia deshizo sus pasos y se acuclilló junto a Valdepietro. Le explicó que la empresa no existía: había presentado quiebra. No irían por ellos, debían rebuscársela solos. Valdepietro reflexionó en silencio. La rubia y el petiso caminaron otra vez hacia la puerta. Antes de que salieran, Valdepietro dijo que aun cuando la empresa hubiera quebrado, alguien debería hacer algo. El Estado, por ejemplo. La rubia lo miró por primera vez con ternura. Sus facciones se ablandaron, casi se le dibujó una sonrisa. Se le notaba más por unos pequeños

51


hoyitos en sus mejillas que por un movimiento de sus labios. Pero la expresión era inequívoca, y Valdepietro sintió un placer vago. —Es que ya no hay Estado —dijo la rubia.

52


Abrió los ojos cuando un rayo del sol le pegó en la cara. Creía estar en su casa de Tigre; iba a ir hasta la cocina por un vaso de agua. La garganta le ardía. Pero la sensación pastosa en la boca le recordó el tren, el viaje truncado. Junto a él roncaba el tipo alto y flaco. Se puso de pie despacio; aún le dolía el cuerpo. Se asomó al exterior. Hubiera dado cualquier cosa por una ducha, pero a juzgar por el diálogo que había presenciado durante la noche, se conformaría con beber un sorbo de agua. La rubia de ojos grandes se le acercó. Le preguntó cómo se sentía. Él respondió con un gesto vago. La comisión te espera, dijo ella. Valdepietro le pidió detalles sobre eso de que el Estado había desaparecido. Los de la comisión ya te van a poner al tanto, replicó la rubia. Le dijo a Valdepietro que se adelantara, ella iría después de despertar al tipo alto y flaco. Él preguntó qué le hacía pensar

53


que no escaparía. La rubia de ojos grandes respondió que en el primer vagón lo esperaba su ración de agua. En el primer vagón vio a la misma gente de la asamblea anterior. Estaba la colorada linda, lindísima. Estaba el petiso pelado. También el treintañero de voz engolada y sobretodo negro y la mujer mal vestida que hablaba y fumaba al mismo tiempo y el mozo del servicio comedor que se había unido a la causa. También estaba el viejo del árbol tapando a los otros árboles, la joven excedida de peso que hablaba con palabras difíciles, y algunas otras personas que habían presenciado la primera reunión aportando apenas sus rostros graves. El ambiente en el vagón apestaba. Muchos llevaban la misma ropa desde la salida de Buenos Aires. Unos pocos se habían cambiado, pero ninguno había podido asearse. Prevalecía un olor a sudor viejo. Entre esa suma de olores desagradables se destacaba uno particularmente agrio: Valdepietro supo de inmediato que era el de la colorada. Todos hicieron silencio al verlo, algunos se codearon. Valdepietro pidió al petiso pelado su ración de agua. El petiso hizo un gesto al mozo del servicio comedor que ahora formaba parte de la causa. El mozo le sirvió un vaso por la mitad. Valdepietro lo bebió de un trago. La colorada le dijo, con un tono duro, uno cargado

54


de convicción o soberbia, que le convenía cuidar la ración: la próxima le tocaría dentro de seis horas. Valdepietro sintió tristeza por la escasez de agua, porque su boca seguía pastosa, porque deseaba un baño como casi nada en el mundo y por el tono recio de la colorada. Entonces entró al vagón la rubia de ojos grandes seguida por el tipo alto y flaco. Ya estamos todos, dijo el petiso pelado. El tipo alto y flaco se acercó al mozo del servicio comedor. Sin que mediaran palabras el mozo le dio su ración de agua. El tipo alto y flaco la saboreo despacio, con varios sorbos breves. La colorada exigió a Valdepietro contar todo lo que sabía. Él no sabía nada, dijo. Y sobre todo, no sabía a qué se refería ella. La mujer mal vestida encendió un cigarrillo y explicó que necesitaban averiguar la verdad sobre Rinaldi. Valdepietro se encogió de hombros. Vamos, los vimos pelear, lo apuró el hombre alto y flaco, algún motivo habrán tenido. Bueno, se excusó Valdepietro, él estaba muy nervioso cuando pasó aquello. Había cometido una estupidez y les agradecía que lo hubieran detenido a tiempo. El treintañero, con voz engolada, le pidió que definiera la palabra «estupidez». Valdepietro lo miró con la boca entreabierta. La joven excedida de peso que hablaba con palabras difíciles, durante varios minutos, desarrolló un concepto según el

55


cual los presentes eran capaces de comprender a Valdepietro, pues compartían un background cultural. En su discurso citó a cuatro semiólogos rusos y a uno polaco. El mozo del servicio comedor la miró, en silencio, desencajado. Estaba a punto de decir algo. El resto se calló esperando sus palabras. Ella le preguntó qué pasaba. Se lo preguntó con un dejo de violencia. Él, resignado o harto, respondió que nada, que era lo mismo. La rubia de ojos grandes le explicó a Valdepietro cuál era la situación: estaban incomunicados, no existían posibilidades de lograr, en el corto plazo, seguir viaje o regresar a Buenos Aires. Según las pocas noticias que llegaron a escuchar antes de que se rompiera la radio, Argentina estaba sumida en una guerra civil. No contaban con precisiones de cómo se había desatado, pero el país estaba fracturado en dos. Ellos se encontraban en medio de una franja de cuatrocientos kilómetros que era tierra de nadie. Les preocupaba saber sobre su pelea con Rinaldi porque lo habían capturado los del otro lado. Los de este lado temían por su seguridad, planeaban rescatarlo. Pero al mismo tiempo, no sabían si confiar en él. Tal vez, en lugar de un prisionero de los del otro lado, fuera su cómplice y tuviera por objetivo infiltrarse entre los de este lado. Valdepietro no entendía eso de «los del otro lado». Pidió aclaraciones. El petiso pelado dijo

56


que, tras su pelea con Rinaldi, había estallado una polarización entre los pasajeros del tren. De una parte habían quedado ellos, los hombres dispuestos a construir un mundo justo. Los materialistas. Del otro lado estaban los oscurantistas: un grupo de hombres y mujeres ignorantes, influenciados por los curas y su séquito de monjas sumisas, que habían emulado una sociedad medieval en los últimos vagones del tren. La rubia de ojos grandes retomó la palabra. Según dijo, algunos hombres fuertes del otro lado, guiados por una o dos monjas, realizaban incursiones nocturnas con el objetivo de secuestrar a los desprevenidos. Después los convencían de abandonarse al misticismo como si allí hubiera una resignación respetable. Y agregó, casi a modo de disculpas, que por eso lo habían encerrado en el baño: para protegerlo. Valdepietro no le creyó. Lo habían encerrado porque no confiaban en él, pensó. Tal vez ahora habían cambiado de opinión, le daba lo mismo. Al fin y al cabo, ya nada de eso importaba. Sólo importaba la escasez de agua, la distancia insalvable que los separaba de Buenos Aires, su boca pastosa y la convicción de la pelirroja. La rubia de ojos grandes le contó que se habían dividido en grupos: uno de ellos se encargaba de requisar la comida entre los pasajeros, almacenarla y

57


distribuirla, otro salía a cazar pajaritos o cualquier bicho comestible, otro había emprendido varias expediciones hasta dar con un río, del que trajeron la poca agua que ahora tenían. Siguió enumerando varios grupos más, pero para esta altura Valdepietro había perdido el interés. A Valdepietro le costaba creer esa historia del tren abandonado, de la guerra civil, del bache sin gobierno en el que habían caído. Había escuchado decenas de veces sobre las consecuencias que traería el cambio de milenio, pero eso le parecía un exceso. Si había pasado todo aquello, pensó, ya nada era imposible. Reflexionó sobre la influencia de Rinaldi en el cambio. ¿Sería el responsable de tanto desbarajuste? Antes había descartado esa opción por absurda, pero si la realidad se volvía irracional, entonces esa opción, de pronto, se transformaba en válida. Aunque la crisis no sólo afectaba al tren en que viajaba Rinaldi: afectaba al país entero. Tal vez ellos habrían quedado tirados allí como consecuencia de una guerra súbita y la presencia de Rinaldi fuera una casualidad. O tal vez Rinaldi siempre había sido una bomba de tiempo y recién entonces había estallado. Si Rinaldi era parte del mundo, el mundo entero estaba infectado. Volvió a odiarlo, aunque apenas durante unos segundos. La rubia de ojos grandes interrumpió sus pensamientos, y más que en

58


escucharla, Valdepietro se concentró en rechazar aquellas ideas injustificables. Al notar su expresión desencajada, la rubia le repitió: —Es importante para nosotros entender la postura de tu compañero en el conflicto. Según algunos indicios, hemos deducido que lo van a sacrificar. Contamos con un plan para liberarlo. Pero no descartamos la posibilidad de que lo del sacrificio sea una trampa para infiltrarse en este lado. Sólo vos podés ayudarnos. —¿Cómo que lo van a sacrificar? ¡Eso es completamente ridículo! —Sí, no lo negaremos. Pero ellos han levantado un manto de tinieblas. Ayer, un grupo dirigido por la monja más vieja estuvo cortando leña. Según sospechamos, con esa leña pretenden hacer una pira sacrificial. —Alguien escuchó decir —intervino el petiso pelado— que Rinaldi era responsable de la desgracia del tren y del país: lo consideran un brujo o un poseso. Valdepietro no respondió. Se sintió culpable de la suerte de Rinaldi. Al fin y al cabo, si del otro lado lo creían un brujo, tal vez se debiera a su pelea con él. Recordó la expresión de asombro de la monja cuando él le exigió a Rinaldi que se alejara. Sólo un loco tomaría esas palabras

59


en serio, pensó Valdepietro. Pero aparentemente, eran unos locos. Entonces se escucharon golpes en el exterior. Se asomaron. En los vagones de atrás, un grupo de hombres hachaban unos troncos. Varias mujeres, dirigidas por dos monjas, juntaban los trozos de madera y los apilaban a unos cinco metros del tren, formando con ellos un montículo. Mientras lo hacían, no hablaban. Sin embargo se escuchaba un rumor constante. Tras unos segundos, Valdepietro identificó el rumor: se trataba de plegarias. Rinaldi estaba allí, atado de pies y manos, en el suelo. Valdepietro pensó que Rinaldi era un buen muchacho. Recordó los muestreos y las versiones en la oficina, pero esa gente estaba llevando el asunto a un extremo inadmisible. —Ese chico no merece morir —le dijo a la rubia de ojos grandes—, es un poco tonto, pero no es mal pibe. —¿Entonces confías en él? —preguntó el petiso pelado—. ¿Pensás que debemos ayudarlo? Valdepietro no lo dudó: respondió que sí.

60


Después de la siesta, Valdepietro se acercó a la locomotora. El maquinista la revisaba con la ayuda de un joven corpulento. El joven, un mecánico de coches rosarino, no había visto antes un motor como aquel. Aunque, según dijo a Valdepietro, un motor nunca deja de ser un motor. El maquinista comentó que desde la noche de la avería no había bajado los brazos. Con la ayuda del joven corpulento había detectado el inconveniente. Si tuvieran los repuestos adecuados, pondrían en marcha el tren más o menos rápido. Sin embargó así, agregó, resultaba casi imposible. Aunque no abandonaban las esperanzas, y dieron a Valdepietro una explicación bastante técnica de cómo pensaban hacer una reparación provisoria para tirar unos kilómetros, al menos hasta la próxima ciudad, y tal vez, con suerte, hasta les valiera para llegar a Tucumán. Valdepietro no comprendió ninguno de los tecnicismos. Tampoco preguntó más.

61


El maquinista explicó a Valdepietro que la escasa información sobre la crisis desatada en el país la habían escuchado gracias a la radio de la locomotora. El panorama era confuso pero inequívocamente grave. Sabían algo de una fractura de la República, de varios levantamientos en el norte, de cinco presidentes que se habían sucedido en menos de una semana y de una devaluación fortísima del peso. Para colmo de desgracias, la radio se acababa de romper esa misma mañana y ya no recibirían noticias. Entonces apareció el petiso pelado y se sumó a la charla. Expuso un largo discurso sobre las oportunidades ocultas detrás de una crisis y agregó que, si continuaban viaje hacia el norte, tal vez podrían aprovechar la fractura del país para construir una patria justa. Valdepietro no respondió aunque en su cara mostró la desconfianza. El petiso pelado insistió en su optimismo con varios ejemplos de revoluciones surgidas a partir de crisis institucionales. Valdepietro, recordando las palabras que había usado el petiso días antes, dijo que no debía esperar milagros. En ese momento vieron a la rubia de ojos grandes. Venía caminando despacio y había escuchado la última parte de la charla. Ellos nunca obraban guiados por un pensamiento mágico, explicó la rubia a Valdepietro, sino más bien por un análisis de la realidad desde

62


un punto de vista científico, distanciado de las mezquindades individuales. Mientras escuchaba, el petiso asentía sonriendo. La rubia dio una explicación llena de tecnicismos de cómo construirían la patria nueva. A Valdepietro, la explicación le resultó muy parecida a la que minutos antes le había dado el maquinista sobre la avería del motor. Tampoco la entendió. La rubia dijo que, según los informes de un agente infiltrado del otro lado, el sacrificio de Rinaldi sería por la noche. El plan era actuar tan pronto como fuera posible, aunque no antes de la caída del sol. La rubia hablaba con seguridad y el petiso pelado asentía con gestos austeros. A Valdepietro le impresionó su sangre fría. Aunque del otro lado sólo había un puñado de personas comunes y corrientes guiadas por unos curas viejos y algunas monjas. No parecía una resistencia digna. Lo dijo. La rubia abrió los ojos hasta que Valdepietro temió perderse en un abismo azul, hermoso y asfixiante. Nunca se debe subestimar al enemigo, dijo ella. El poder no es apenas la suma accidental de voluntades incomprensibles, agregó el petiso. Valdepietro dijo «bueno». Un poco por compromiso, aunque también por la culpa de haber atacado a Rinaldi, Valdepietro preguntó en qué podía ayudar. Le respondieron que él estaba demasiado débil para ser parte del

63


plan, no sería útil en el campo de batalla. Así fue como se enteró de que el plan, que él había supuesto como un aceitado mecanismo, una avanzada tipo comando llena de sutilezas y pequeños detalles, se limitaba a la idea de ir con piedras y palos para el vagón donde retenían a Rinaldi y «darles un poco de leña a esos curas roñosos» —según las palabras del petiso—. A Valdepietro le pareció rudimentario. Lo dijo. La rubia respondió que no debían temerle al enfrentamiento ni al uso de la fuerza. Había mucho en juego, más allá de la vida de Rinaldi. Había la lucha por resistir la imposición de una moral injusta, había el ferviente deseo de hacer del mundo un lugar sin privilegiados ni poderosos, y había algunas otras cosas que Valdepietro no escuchó porque se distrajo al sentir el inconfundible aroma agrio de la pelirroja. Se dio vuelta para verla. Seguía caminando con el mismo andar inocente, pero en los labios lucía un rictus severo. Cuando estaba a pocos pasos de la rubia de ojos grandes, dijo que el grupo de intervención estaba listo: ya tenían palos suficientes para los dieciséis voluntarios.

64


En el primer vagón estaban quienes conformarían el grupo de intervención. Valdepietro conocía a algunos: el treintañero de sobretodo negro y voz engolada, el mozo del servicio comedor que se había unido a la causa, la joven excedida de peso que hablaba con palabras difíciles y el viejo del árbol tapando a los otros árboles. A los demás voluntarios Valdepietro los recordaba por haberlos visto en algún momento, aunque con ninguno había hablado demasiado. Cada uno de los presentes llevaba un palo en la mano. El petiso pelado caminó a través del pasillo mientras el resto mantenía un riguroso silencio. La rubia de ojos grandes se quedó junto a la puerta. El petiso fue y volvió. Al regresar, transmitía un aire de satisfacción. Sin embargo, hizo una pequeña mueca en la que Valdepietro leyó una duda. El petiso se miró con la rubia de ojos grandes y ella, adivinándole la inquietud, negó con la cabeza dos veces. El

65


petiso pelado caminó de vuelta hasta pararse junto al viejo del árbol tapando a los otros árboles. Le preguntó qué hacía ahí. Lo mismo que el resto, contestó el viejo, pelear hasta la muerte contra el fanatismo. El petiso le sugirió permanecer en la retaguardia, prestando apoyo logístico. Sería lo mejor para la causa, le dijo. El viejo preguntó qué era eso del apoyo logístico exactamente, y el petiso pelado se quedó con la boca un poco abierta, como a mitad de camino entre una idea y una frase. El viejo insistió. El petiso, con tono ameno, le dijo que él no estaba para esos trotes, que no podían exponerlo a un enfrentamiento contra hombres feroces. El viejo se ofendió. Él, replicó, había tirado miles de piedras en decenas de manifestaciones a cientos de policías a lo largo de toda su vida. Conservaba un resto de energía para tirar alguna piedra más, agregó mientras la fatiga le apagaba la voz. Entonces intervino la rubia de ojos grandes. Usó un tono maternal que sorprendió a Valdepietro. No escatimó argumentos para convencerlo de que su lugar era en el cuartel de operaciones, aportando su experiencia desde la planificación. El viejo, en un último intento, dijo que si bien aceptaba sus limitaciones para enfrentar a los más corpulentos de los fanáticos oscurantistas, prometía, si le daban una posibilidad, cargarse a alguna monja. Y quizá hasta a un cura

66


anciano, agregó con un hilo de voz, casi para sí mismo. La rubia no le respondió: le mantuvo la mirada. Entonces el viejo bajó la vista y le entregó el palo. —¡Compañeros, ya estamos listos para la recuperación de Rinaldi! —arremetió la rubia de ojos grandes—. En un par de horas iremos allí y salvaremos a ese pobre hombre de la garras de un fanatismo místico. Debemos tener claro que su vida depende de nosotros. Pero no es sólo su vida, compañeros. Hay algo más en esta batalla: es el enfrentamiento entre dos futuros posibles. El país está al borde del abismo. Tal vez de este tren aislado surja la semilla del nuevo modelo de sociedad. Esa es, también, la batalla de hoy. Si los del otro lado se refuerzan en su posición, aquellos pocos vagones podrían contagiar a otras tierras esa mancha de odio que promete someter al hombre bajo el yugo de un presente negado. ¡Por eso debemos ser valientes! ¡Por eso debemos atacarlos! ¡Por eso debemos estar preparados para dar la vida si es necesario, y así abrir el camino a una sociedad nueva, a un hombre nuevo! Todos vivaron eufóricos. Después repasaron el plan varias veces. Era sencillo: meterse del otro lado, repartir palazos y traer a Rinaldi. Se evaluó si sería conveniente tomar prisioneros. Surgieron distintas posturas. Algunos la consideraban

67


una buena forma de debilitar al bando contrario. Quienes se oponían, argumentaban la escasez de víveres: si sumaran prisioneros estarían sumando bocas que alimentar. Nadie discutía que en caso de capturar prisioneros, les darían un trato digno. Finalmente, esa postura se impuso; decidieron no capturar a nadie. Hilando con el tema de las provisiones, el mozo que ya no trabajaba en el servicio comedor recordó que, el día que se había averiado el tren, el jefe de camareros se había agenciado, para los pasajeros de primera clase, decenas de bidones de agua mineral. El agua debería de estar en el camarote del susodicho jefe. Entonces acordaron, como segundo objetivo, apropiarse de alimentos y reservas de agua: no sólo para engrosar sus almacenes, sino también para desestabilizar los ánimos del enemigo, al forzarlo a enfrentarse con el hambre y la sed. Sobre este punto no hubo desacuerdos. Unas dos horas después cayó la noche. Una brisa fría se levantó, el sonido constante de los grillos no componía el mejor marco para una batalla encarnizada. La rubia de ojos grandes, el petiso pelado, la pelirroja linda y los demás voluntarios estaban listos. Valdepietro pensó en la posibilidad de que algo le pasara a la pelirroja y, aunque horas antes, al verla con la expresión vacía de sentimientos, había decidido olvidarla, temió por ella

68


y se sintió triste. Trató de encontrar el modo de hacerla desistir de su convicción, de que dejara el palo y volviera a ser la misma colorada inocente que se había sentado junto a él en la estación de Retiro. Pero de la pelirroja lo separaba un mundo. O muchos mundos. Ella había comenzado, junto con ese viaje a Tucumán, una transformación insalvable. Entonces, Valdepietro extrañó a su mujer, con quien estaba bastante cansado de discutir por tonterías. Recordó que ya no le regalaría ese viaje a Colonia. Por primera vez desde que había imaginado aquel viaje, no sólo deseaba cumplir con un capricho de su esposa, también sentía deseos de viajar con ella. Se quedó así, con la mirada perdida en un horizonte invisible, varios minutos. Mientras tanto, el grupo de soñadores embestía contra los vagones del fondo. Lo sacó de aquel sopor un grito lejano: una monja salía despedida de una de las ventanas del tren. El viejo del árbol tapando a los otros árboles, que estaba junto a Valdepietro, dio varios saltitos de alegría, hasta que un tirón en la espalda le arrancó dos lágrimas y lo obligó a sentarse. Al rato se levantó despacio y se fue para los vagones delanteros. Junto a la locomotora, el maquinista y el joven mecánico continuaban imperturbables con su trabajo. Valdepietro miró alternativamente a un lado

69


y a otro e imaginó al tren poniéndose en marcha, llevando esa pelea hasta Tucumán, lanzando por el camino a monjas, curas, viejas religiosas y militantes comunistas. Volvió a concentrarse en lo que pasaba del otro lado. La pelea estaba complicada. Se oían gritos de dolor o de miedo. Una niña de unos doce años, que usaba anteojos y un vestido con voladitos, corrió con una antorcha hasta donde se acumulaba la leña y la encendió. Dos tipos corpulentos intentaron arrastrar hasta allí a Rinaldi. La colorada se abalanzó sobre uno de ellos y le mordió una oreja. El tipo se movía desquiciado; la colorada se aferraba a su cuello como una garrapata furiosa. Atento a la lucha, Valdepietro salió del vagón y se acercó a la zona de conflicto. Cuando llegó a un par de metros de la frontera, escuchó un silbido junto a su oreja, después dos, tres silbidos más. Sintió un golpe fuerte en el hombro; se dio cuenta de que le habían asestado un piedrazo. Miró para arriba. Descubrió, sobre el techo del tren, al cura viejo y desgarbado: con la mano izquierda levantaba la sotana de modo que formaba una especie de bolsa: de allí, con la mano derecha, iba sacando piedras y las arrojaba con vehemencia. Valdepietro corrió hasta su vagón. Justo antes de que entrara, una piedra no muy grande casi le da en la cabeza. Se acurrucó detrás

70


de la puerta y busc贸 la mejor posici贸n para escuchar lo que suced铆a del otro lado. Crey贸 conveniente, a partir de ese momento, no volver a asomarse al exterior. Al menos hasta que se hubiera calmado el ambiente.

71



Permaneció en el vagón durante casi dos horas. Cada tanto oía algún grito, pero le resultaba imposible saber de qué bando provenía. En una ocasión, como cuarenta minutos después de haberse refugiado, asomó la cabeza al exterior. Apenas lo hizo, sintió el silbido de una piedra seguido por un insulto. Metió de nuevo la cabeza adentro y no se volvió a mover. Poco después regresaron del frente tres de los militantes. Durante unos minutos prevaleció el silencio remarcado por su respiración cansada. Valdepietro los miraba curioso, esperaba algún comentario. Antes de que dijeran algo, entraron otros cinco. Entonces, los tres primeros, que ya habían recuperado el aliento, dieron detalles de la pelea. Uno se alegraba porque, según sus propias palabras, le había dibujado los cinco dedos en la jeta a una religiosa, sopapo antológico mediante. Otro contó cómo había apretado bien fuerte los

73


testículos de un cura anciano, hasta ponerlo morado y todo. Durante varios minutos no apareció nadie más. Los recién llegados empezaron a manifestar su preocupación. Un gordito de barba desprolija le preguntó a una bizca de mediana edad si no se habrían apresurado a regresar. La bizca aseguró haber escuchado la orden de retirada, impartida por la rubia de ojos grandes. Ratificaron esa versión dos tipos de raya al costado que eran muy parecidos y hablaban sin usar la «s». Dos mujeres más entraron al vagón. Tras ellas apareció, jadeante y fatigado, Rinaldi. Y apenas un segundo después, la colorada. Valdepietro se puso contento al verlos. Rinaldi parecía débil, tenía unas ojeras profundas y temblaba mucho. Valdepietro, movido por un impulso, se levantó para abrazarlo, pero apenas estuvo de pie, tropezó. Su cabeza golpeó contra el borde de una butaca. Al incorporarse, sintió un ligero mareo; se tocó la frente: la notó manchada de sangre. Se asustó. La bizca se sacó la camiseta mugrienta y, mientras la luz pálida de la luna iluminaba sus pechos tristes contenidos por un corpiño beige, presionó su camiseta contra la herida de Valdepietro. Él sujetó el pedazo de trapo, balbuceó un agradecimiento. La colorada se asomó para ver qué pasaba del otro lado. En ese momento llegó el petiso pelado

74


con otros cuatro militantes. El petiso se sentó en el suelo y empezó a llorar. Valdepietro contó a los presentes. Faltaba la rubia de ojos grandes. La colorada le preguntó al petiso por qué no estaba con ellos. Él no respondió. Entonces la colorada preguntó al resto. Nadie sabía nada. El petiso levantó la vista; miró a la pelirroja con los ojos húmedos, distantes. Dos monjas y un curita joven la habían agarrado cuando estaba volviendo, dijo con voz quebrada. Él había intentado ayudarla, pero ella le ordenó cubrir la retirada de la pelirroja y de Rinaldi. Permanecieron unos minutos en silencio. La pelirroja, cada tanto, se asomaba al exterior. Al asomarse por quinta vez, un piedrazo casi le da en la cabeza. El mozo del servicio comedor que se había unido a la causa propuso ir a los vagones de adelante. No había más por hacer esa noche; estaban cansados, algunos incluso heridos. Lo mejor sería dormir, por la mañana pensarían un plan para rescatar a la rubia de ojos grandes. El treintañero de sobretodo negro y voz engolada dijo «sí», y Valdepietro se asombró porque nunca le había oído decir una frase tan corta. Algunos empezaron a caminar por el interior del tren. La colorada dijo con tono firme que alguien debería hacer guardia. Valdepietro, sin siquiera tomar consciencia de su respuesta, se ofreció

75


como voluntario. Al fin y al cabo, pensó, era el único que no se había arriesgado en la operación. La colorada estuvo de acuerdo. Enseguida se le sumaría un compañero, dijo ella, y en dos horas otro grupo lo relevaría. Apenas se quedó solo, Valdepietro se tocó la herida en su cabeza. Sintió la sangre y se preocupó, aunque no le dolía demasiado. Afuera, ardía la pira sacrificial. Se preguntaba qué suerte correría la rubia de ojos grandes. Reflexionó sobre lo acontecido desde el inicio del viaje, y concluyó que aquello era una locura o una idiotez o tal vez algo peor. Luego pensó que en cuanto se formara una nueva avanzada para rescatar a la rubia, se ofrecería como voluntario.

76


Eran como las tres cuando Valdepietro escuchó unos sonidos extraños. Se puso en guardia. Se asomó al exterior. La pila sacrificial liberaba sus últimos humos. Afiló la vista cuánto pudo. No vio a nadie. A su lado dormía el viejo del árbol tapando a los otros árboles: la colorada lo había enviado para que ayudara en la guardia, aunque no había servido de mucho. Valdepietro entendía que el viejo ya no estaba para trasnochar. Trató de calcular cuántos años tendría. Setenta y pico, casi ochenta, concluyó. Volvió a escuchar ruidos; entonces se dio cuenta de que provenían de este lado. Entraron al vagón tres tipos con cara de empleados bancarios. Valdepietro los había visto antes, una o dos veces. Lo venían a relevar, le explicaron. Ya podía ir con el viejo para adelante y dormir un poco. Al día siguiente, temprano, habría una asamblea en el primer vagón.

77


Los tres tipos vestían de traje aunque, por supuesto, estaban sucios y desaliñados. A Valdepietro le asombró que los tres llevaran corbata. Se preguntó cuál era el sentido de ese cacho de trapo colgado del cuello. Y sobre todo, qué sentido tendría allí: en el medio de la nada, donde los agobiaba el frío y el hambre. Al ponerse de pie, sintió el cuerpo dolorido y cansado. Le cubría una capa de sudor; creyó tener algo de fiebre. La cabeza ya no le sangraba, aunque prefirió dejarse la camiseta atada a modo de venda. Sacudió al viejo del árbol tapando a los otros árboles hasta despertarlo. Le dijo que era hora de ir para adelante, a descansar. El viejo, demasiado dormido para comprenderle, balbuceó algunas frases sin sentido y volvió a roncar. Mientras lo sacudía por segunda vez, Valdepietro vio un cacho de trapo finito y largo, de colores ocres, colgándole del cuello. Zamarreó al viejo hasta que por fin abrió los ojos. Le dijo que podía ir a recostarse en una litera. El viejo lo miró unos segundos como si fuera un niño aturdido por la sorpresa; después asintió. El viejo se paró despacio. Valdepietro, sin esperarlo, caminó hacia los vagones de adelante. Por el camino pensó de nuevo en su corbata y la sintió como algo extraño, algo que le habían puesto

78


por la fuerza, como si de un grillete se tratara. Prefirió no preguntarse a qué lo ataba ese grillete. Aunque comenzó, sí, a formular una idea: que ese cacho de trapo finito y largo, bastante ridículo, era inútil, incómodo y, para colmo, feo.

79



Cuando Valdepietro quiso entrar a su vagón, el guarda lo paró en seco. Valdepietro preguntó qué pasaba. Bajo ningún concepto subiría así, respondió el guarda. Así ¿cómo? La corbata, respondió el guarda. ¿Qué corbata? La que no lleva puesta: sin corbata no entra. Valdepietro miró por una ventana y allí estaban, listos para salir, la rubia de ojos grandes, el petiso pelado, la colorada linda, el tipo alto y flaco, el treintañero de sobretodo negro y voz engolada, el viejo del árbol tapando a los otros árboles, cinco curas de semblante amargado y siete monjas bellísimas: todos llevaban corbata. Valdepietro pensó en la carita de su hija llorando por el viaje de egresados que no haría, en la desilusión de su mujer por otro año sin que compartieran aunque sea un fin de semana fuera de Buenos Aires, pensó en el ascenso frustrado o peor: en la ira de su jefe por la venta perdida. Intentó meterse al vagón de prepo, pero el guarda

81


pitó y la colorada linda y la rubia de ojos grandes lo echaron a empujones. El guarda, que ahora era Rinaldi, le dijo que aunque subiera al tren, los uruguayos nunca comprarían un equipo de cincuenta mil pesos, por mejor que fuera su calidad, el precio, la financiación y el servicio posventa, a un tipo sin corbata. Entonces la locomotora arrancó. Rinaldi estaba en lo cierto, concluía Valdepietro mientras el tren tomaba envión. Aun así, lo corrió. Al fin y al cabo, podría comprar una corbata al llegar a Tucumán. El tren avanzaba a paso de hombre, aunque Valdepietro, como si estuviera corriendo en el agua, parecía incapaz de alcanzarlo. De pronto, se sintió desnudo. Se detuvo, se echó una rápida mirada a sí mismo: llevaba un traje carísimo y hermosos zapatos que brillaban bajo el sol de Retiro y una camisa blanca como el almidón y un reloj de oro, pero no llevaba corbata. Sintió mucha tristeza y mucho miedo y mucha angustia. Sobre todo eso: mucha, pero mucha angustia.

82


Despertó cansadísimo. Como si en lugar de dormir se hubiera pasado la noche huyendo. Le dolía el cuerpo, estaba bañado en sudor. Se puso de pie y sintió un mareo. Se sujetó del borde de la litera para no caer. Rinaldi descansaba a su lado. Al verlo, recordó el golpe de la noche anterior. Miró su reflejo en el vidrio de una ventana: la venda sucia le envolvía la cabeza. Se la quitó y observó la herida: estaba morada. Se tocó: el mínimo roce fue como si le clavaran una daga. Escuchó rumores en el vagón contiguo, caminó hasta allí. Quienes habían intervenido en la primera asamblea, aquella que había tenido lugar el mismo día que él había querido matar a Rinaldi, estaban reunidos. También los voluntarios de la incursión nocturna y algunas personas más. —Compañeros —dijo la pelirroja—, lo que hay que hacer es sencillo: una nueva avanzada al otro lado, rescatar a la compañera capturada.

83


—No sé, compañera —repuso el treintañero de sobretodo negro y voz engolada—, todos queremos ayudar a la compañera en desgracia, pero tampoco podemos arriesgar la vida de otros compañeros, y menos aún la causa. —Si bajamos los brazos, ellos habrán dado un paso, y esa sería la única traición a la causa. —Es que ahora no va a ser tan fácil, nos van a estar esperando —repuso el mozo del servicio comedor. —¡Pues será una doble victoria cuando les rompamos el culo! —gritó el petiso pelado. —Lo que deberíamos analizar —intervino la mujer mal vestida que fumaba y hablaba al mismo tiempo— es si nos encontramos en un momento histórico propicio para golpear o para esperar... —Y dale con el momento histórico... —dijo el viejo del árbol tapando a los otros árboles. —Compañero, un poco de respeto, acá la compañera quiere hacer un análisis científico de los acontecimientos para actuar en consecuencia —agregó el tipo alto y flaco. —¿Y vos de qué lado estás? —le preguntó el petiso pelado. —Tranquilos, compañeros —retomó la palabra la pelirroja—, no perdamos la unidad. —Lo fundamental es evitar que el árbol nos tape a los otros árboles —dijo el viejo.

84


—Bueno, bueno, abuelo, sobre ese tema ya hemos conversado, y hemos concluido cuán desafortunada es su expresión —dijo el treintañero de sobretodo negro y voz engolada. —¿Qué? —Que hable bien, hombre —simplificó el petiso. —Por favor, más allá de las pretensiones de quienes han intentando establecer un canon que verse sobre lo correcto y lo incorrecto en el discurso, el lenguaje se caracteriza por ser una materia viva, en constante cambio, que se define por el uso, y sobre el cual no podemos establecer, a priori, condicionamientos tajantes —dijo la joven excedida de peso. —¿Qué? —Lo está defendiendo, abuelo —le explicó la mujer de pechos tristes que, durante la noche, le había dado su camiseta a Valdepietro. —¿Está segura? —Me parece que sí... —¿Y ustedes qué cuchichean? —preguntó la colorada. —Bueno, acá los compañeros tienen derecho a hablar si les gusta, no estamos bajo las órdenes de un gobierno totalitario —dijo la mujer mal vestida. —Una cosa es tomar las decisiones por consenso, y otra bien distinta es hacer cada uno lo que se le antoja —dijo el mozo del servicio comedor.

85


—Tampoco es cuestión confundir libertad con libertinaje —sentenció el viejo. Durante un instante, todos se miraron en silencio. Finalmente el treintañero de sobretodo negro y voz engolada, dijo: —Abuelo, ¿no preferiría descansar un poco? —No... ¡Y no soy tu abuelo! —Y la posibilidad de evitar intervenciones improductivas, al menos hasta que hayamos arribado a una conclusión común sobre cuál debe ser nuestro accionar, ¿no la contempló? —dijo la mujer mal vestida. —¿Qué? —Que se calle un poco o lo van a linchar —le suplicó al oído la mujer de pechos tristes. —Ah... —El tema es ¿rescatamos a la compañera y les rompemos bien el culo a esos oscurantistas de mierda, o nos quedamos a llorar acá como unos maricones perdidos? —dijo el petiso pelado. —Bueno, compañero, tampoco es conveniente formular la disyuntiva de esa manera tendenciosa... —replicó el tipo alto y flaco. —Al final estás con ellos —espetó la colorada. —Se está evidenciando una falta de respeto por la libertad de expresión... —dijo el mozo del servicio comedor—. En estas condiciones nosotros no podemos formar parte de la asamblea.

86


—¿Quiénes son «ustedes»? —preguntó el petiso. —Bueno, yo. —Si alguien más discrepa con las formas, se puede retirar. En situaciones críticas, son necesarias acciones rotundas —dijo la pelirroja. Los integrantes de la asamblea se miraron confundidos. Tímidamente empezaron a moverse. Todo parecía indicar que nadie se quedaría allí. El petiso intervino: —Compañeros, por favor, no podemos dividirnos ahora. Tenemos un objetivo claro, debemos permanecer unidos para luchar por él. —¿Y cuál es el objetivo? —preguntó la mujer de pechos tristes. —Rescatar a la compañera en desgracia —respondió la colorada. —Yo diría que es apuntalarnos en una posición sólida como para negociar un pacto de no agresión con los del otro lado, y así enfocar nuestras energías en el desarrollo de una sociedad justa —dijo la mujer que fumaba y hablaba al mismo tiempo. —La convivencia con el enemigo nos desgastaría. El objetivo debe ser destruir a los del otro lado, y si para lograr tal objetivo es necesario sacrificar a la compañera capturada, no hay que dudarlo —dijo el treintañero de sobretodo negro.

87


—No nos equivoquemos, debemos ser un grupo sólido, y como tal estamos en la obligación de auxiliar a la compañera; si no, ¿quién se arriesgaría en otras misiones, sabiendo que podría ser abandonado al enemigo? —dijo el petiso pelado. —Hoy tenemos este enemigo y mañana tendremos otros; si esperamos acabar con las formas de organización distintas a la que nos proponemos, estamos listos. El objetivo es establecer relaciones de poder sanas dentro de nuestro núcleo de convivencia y no caer bajo la presión externa. Debemos negociar con los del otro lado la libertad de la compañera secuestrada, pero no llevar el conflicto a una escalada bélica que difícilmente vaya a tener una resolución satisfactoria —propuso la joven excedida de peso. —¡Negociar una mierda! ¡Coherencia! ¡Necesitamos coherencia! ¡No podemos negociar con esos hijos de puta! —exclamó el viejo. —Bueno, bueno, otra vez lo mismo, con lo bien que estábamos callados... —Pero ¿y usted qué propone? —No sé, ¡pero negociar no! Eso sería como... como... —¿Que un árbol nos tape a los otros árboles? —sugirió la mujer de pechos tristes. —Claro, eso. —No, esto así no va más, en estas condiciones nosotros nos retiramos —intervino el tipo alto y flaco.

88


—¿Y quiénes son ustedes? —preguntó la colorada. —Nosotros... bueno, yo y los que estén conmigo. Tras decir estas palabras, el tipo alto y flaco miró en derredor. Nadie dijo nada. Ante la falta de respuesta, le sostuvo la mirada al mozo del servicio comedor. El mozo dijo: —Nosotros entendemos su postura, y también evaluamos la alternativa de retirarnos. Pero consideramos fundamental aclarar que, si lo hacemos, no es porque formemos un frente común con ustedes, sino por una coincidencia coyuntural. —Nos estamos yendo por las ramas —tomó la palabra la mujer mal vestida que hablaba y fumaba al mismo tiempo—. El objetivo de la asamblea de hoy era tomar decisiones sobre nuestro proceder en el futuro inmediato, y para eso dijimos que antes deberíamos fijar los objetivos de la revolución. —¿Qué revolución? —preguntó el viejo. —Supongo que esto es una revolución —respondió la mujer de pechos tristes. —¿Sí? —¡Por supuesto! —gritó la colorada. —Ah. —El objetivo está claro: establecer bases sólidas para una sociedad más justa —dijo el treintañero de sobretodo negro.

89


—Y para eso es fundamental rescatar a la compañera capturada: si iniciamos nuestro camino abandonando a quienes nos necesitan, ¿de qué justicia estamos hablando? —Por el contrario: el camino hacia una sociedad mejor no necesariamente será placentero o cómodo. Deberemos tomar decisiones difíciles, y es mejor empezar ahora —dijo el tipo alto y flaco. —Al final nos cagaste, vos —le recriminó el petiso pelado—. Y pensar que yo te expliqué lo de la plusvalía y la superestructura cuando no entendías nada de nada... —Pero, más allá de tanta discusión, ¿con eso del hombre nuevo qué pasó? —preguntó el viejo. —Ay... a mí me parecía tan lindo lo del hombre nuevo —agregó la mujer de pechos tristes. Hicieron silencio. Tal vez alguno pensó que nada era importante si no conducía a una sociedad sana, formada por hombres generosos y leales a la causa del bien común. Tal vez otros creyeron que eso del hombre nuevo era una exageración, y que con organizarse más o menos bien ya habrían logrado bastante. Tal vez otros se preguntaron de qué sirve la justicia cuando no hay agua. Entonces, Rinaldi entró al vagón. Pasó junto a Valdepietro, que había presenciado el debate como si fuera un fantasma: no había intervenido ni una vez y hasta se había perdido

90


en algunos momentos; le dolía mucho la cabeza, estaba completamente sudado. Rinaldi se quedó ahí parado, en silencio. Le preguntaron si se sentía bien. Estaba mejor, respondió, pero tenía sed. Alguien propuso que, atendiendo a su estado, se le diera una ración doble de agua. Pronto, el resto estuvo de acuerdo. En una cacerola grande habría diez o doce litros; mientras el mozo se acercó con un vaso, comentó que esas eran sus últimas reservas. Valdepietro hubiera matado por algo de beber. Su garganta estaba reseca. Le faltaban fuerzas hasta para pedir su ración. Finalmente, con sus últimos restos de energía, se acercó al mozo del servicio comedor. Se paró a su lado, esperó que le sirviera el vaso a Rinaldi. Cuando estaba a punto de pedir uno para él, sintió un fuego abrasándole la garganta, la cabeza, las tripas. El mozo del servicio comedor lo vio de pronto pálido y le preguntó qué le pasaba. Valdepietro abrió los labios, quería responder. Pero el aire no llegaba a sus pulmones. Sintió que le pesaba el cuerpo. Entonces se desplomó sobre la cacerola y cayó al suelo, justo al lado del charco que se acababa de formar.

91



La mujer de pechos tristes gritó. El tipo alto y flaco, al ver el agua derramada, soltó una puteada larga, sostenida. La colorada pidió ayuda al mozo del servicio comedor para llevar a Valdepietro hasta el vagón con literas. La mujer mal vestida que hablaba y fumaba al mismo tiempo se acercó para dar una mano, pero el treintañero de sobretodo negro la apartó con un movimiento suave, ofreciéndose en su lugar. Entre ellos tres y el petiso pelado trasladaron a Valdepietro al vagón contiguo. Lo dejaron sobre una litera. La colorada le acarició la frente: ardía. Tenían que bajar la fiebre cuánto antes, dijo. La joven excedida de peso preguntó si contaban con algún médico entre los de este lado. El petiso pelado negó. El mozo del servicio comedor dijo que, antes de llegar a Rosario, había conocido a un tipo bastante mayor, bajito y escuálido, que era un cirujano muy importante,

93


catedrático de una universidad de Inglaterra o algo así, según lo que el mismo viejo le había contado en una charla de pasillo. Ese hombre formaba parte de los del otro lado, aclaró la mujer de pechos tristes. Recordaba cómo le había mordido el cuello durante la incursión para recuperar a Rinaldi. Mientras decía esto, mostró una marca bastante profunda en la nuca. La colorada ordenó al tipo alto y flaco elegir a tres o cuatro compañeros para ir por más agua. Sin medicinas, la única forma de contener la fiebre sería con paños húmedos. El tipo alto y flaco retrucó que cualquier decisión debería ser votada en asamblea. La mujer de pechos tristes repuso que el agua urgía. El mozo del servicio comedor indicó que ninguna urgencia justificaba la construcción de un sistema totalitario. Entonces Valdepietro gimió, se removió en la litera. Sudaba mucho, hablaba entre sueños. Deliraba. No paraba de decir algo sobre corbatas perversas y la mala influencia de Rinaldi. El petiso pelado se ofreció para ir por agua, le preguntó al treintañero de sobretodo negro y voz engolada si estaba dispuesto a acompañarlo. El treintañero asintió. Iban a salir cuando el tipo alto y flaco les dijo que iría con ellos. También se sumó el mozo del servicio comedor. La colorada y la mujer de pechos tristes se quedaron con Valdepietro, que respiraba con

94


agitación y cada tanto daba saltitos en la cama. La colorada le hablaba con voz suave mientras acariciaba su frente. Debía ser fuerte, le decía, pronto estarían los compañeros de regreso. En cuanto rescatasen a la rubia de ojos grandes se habría restituido la autoridad, entonces nadie dudaría en hacer una tercera incursión para ir por el cirujano. Valdepietro pareció relajarse tras estas palabras. Cuando lo notó calmado, la pelirroja le dijo al oído que así le gustaba, que fuera fuerte, que la causa lo necesitaba. Valdepietro se agitó de nuevo. Unos veinte minutos después, la pelirroja le pidió a la mujer de pechos tristes que lo cuidase. Le dijo que le hablara; al fin y al cabo, no se podía hacer mucho más. Al menos hasta el regreso de los compañeros. La mujer de pechos tristes preguntó cuánto tardarían en volver. A juzgar por las expediciones anteriores, contestó la colorada bajando la voz, y si la suerte estaba de su lado, no menos de cuatro horas.

95



Su garganta estaba seca, cada bocanada de aire parecía arena. Se sentía incómodo en aquel vagón, en aquella litera, en su propio cuerpo. La mujer de pechos tristes estaba a su lado aunque él hubiera preferido el olor agrio de la colorada. Los músculos le dolían con un dolor antiquísimo. Pensó en la corbata, aunque de forma difusa, porque le ganaba el ardor y sed. Se miró a sí mismo: por más caro que fuese el traje y aunque sus zapatos brillaran bajo el sol tibio de Buenos Aires, no habría venta si no había corbata. No habría venta ni tres por ciento ni ascenso. Ahora el tren estaba más o menos cerca, se movía a paso de hombre y Valdepietro veía a la colorada y al petiso pelado y a la rubia de ojos grandes y a las monjas y a los curas, todos con corbata, riéndose de él. Rinaldi, vestido de guarda de tren, firmaba el contrato con los uruguayos en una mesa del vagón comedor. Sintió una mano rozándole la mejilla. Pensó en su

97


esposa, quiso estar con ella en Colonia y no en esa litera que sería su tumba. Pero estaba en la litera, cerca de Rinaldi, que en ningún momento bajó los brazos hasta culminar esa gran joda, pensó o creyó pensar Valdepietro. La mano que lo acariciaba no era ni de su esposa ni de la colorada. Y él sí tenía corbata: una con rayas ocres, un pedazo de trapo absurdo. Deseaba agua más que ninguna otra cosa. En un momento de lucidez escuchó que el petiso pelado volvía con el resto: no habían dado con el río. Discutían sobre ir al otro lado y sacarles el agua a los oscurantistas, discutían sobre salvar a la rubia de ojos grandes. Alguien recalcó la urgencia de ayudar a Valdepietro; para otros Valdepietro estaba frito. Valdepietro podía cagarse muriendo, dijo el tipo alto y flaco. Y la colorada calló. Todos callaron.

98


Hasta él mismo esperaba la muerte. Cualquier lugar sería mejor que ese tren. Un fuego lo consumía vivo, flotaba en un lugar indeterminado, distante de todo. Era cuestión de tiempo y lo sabía. Ya no estaba a su lado la mujer de pechos tristes ni nadie más. Cada tanto, se colaban gritos provenientes del vagón contiguo. Valdepietro escuchaba discusiones, dudas, miedos. Supo de una nueva expedición que iría por agua. Aunque la colorada sostenía que debían atacar a los del otro lado mientras tuvieran fuerzas, porque así obtendrían agua y también rescatarían a la rubia de ojos grandes. El tipo alto y flaco disentía: no estaban en condiciones para pelear. En el ataque anterior se les había hecho imposible llegar hasta las reservas de los oscurantistas; ahora, que estaban agotados, sería más difícil aún. El mozo del servicio comedor juró recordar, de súbito, la ubicación del río. El treintañero de

99


sobretodo negro insistió en ir de inmediato, cualquier demora sólo serviría para perder fuerzas. El petiso pelado trató de convencerlos de que otra expedición significaría una táctica absurda. Los consumiría el esfuerzo, nunca darían con el río. Del otro lado había agua: apenas a cincuenta metros. La joven excedida de peso que hablaba con palabras difíciles pidió calma; las decisiones debían tomarse con frialdad. El tiempo se agotaba, cualquier error incrementaría las desavenencias entre los integrantes de la revolución. El mozo del servicio comedor, con tono cortés, le invitó a meterse la revolución por el ojete. La única prioridad era sobrevivir, encontrar la manera de llegar a algún lugar civilizado, agregó. El petiso pelado le recriminó que al final nunca había entendido nada. El viejo dijo que no podían permitir que un árbol les tapase a los otros árboles. Un rato más tarde —o tal vez horas más tarde— Valdepietro sintió cómo la discusión subía de tono, hasta volverse violenta. Poco a poco los sonidos se fueron apagando, el mundo se iba apagando. Valdepietro, por fin, se abandonaba a una tranquilidad vaga. Le gustaba esa sensación, lo reconfortaba. Sonrió o trató de sonreír o creyó sonreír. Cuando abrazó la convicción de que la comisión perdida y el ascenso frustrado eran aspectos irrelevantes de su

100


historia, escuchó una detonación breve. Un tiro, pensó. Después, la colorada dijo volviste, íbamos a ir a buscarte, y el petiso pelado preguntó cómo pudiste hacer algo así y un silencio distinto al silencio anterior, uno de espanto, colmó los vagones de este lado.

101



Valdepietro tuvo la repentina sensación de que volvía al mundo, de que cuando estaba a un paso de dejar atrás varios problemas sin importancia, alguien lo sujetaba con fuerza y lo traía de nuevo al tren. Se supo de pronto bajo una lluvia torrencial; pensó que tal vez la detonación no había sido un tiro sino un trueno y sintió o recordó sentir un pinchazo en su brazo izquierdo. Fue como si se le abriera el pecho, un montón de oxígeno entrándole a raudales. Vio a un hombre viejo de barba blanca a su lado, vio a la colorada y a la rubia de ojos grandes. Escuchó también el rugido de una bestia. Pero no era una bestia: era la locomotora, dispuesta a continuar viaje.

103



Valdepietro terminaría de recordar, poco a poco, lo que pasó tras su desmayo. Ahora mira el atardecer en medio del desierto santiagueño y lo vivido le parece distante e inverosímil. Recibe el movimiento suave del tren como una caricia. Mientras disfruta de esa calma imprevista, soporta en los huesos el cansancio de su lucha, el rastro del miedo y del frío contradictorio de la fiebre. Las imágenes le llegan en un orden absurdo. Valdepietro recuerda la lluvia cayendo sobre su cuerpo y el fuego anterior a la lluvia quemándole las entrañas, recuerda la convulsión y el silencio repentino cuando entró la rubia de ojos grandes. Recuerda un disparo en la noche y un grito. Recuerda discusiones inacabables, recuerda silencios y la aguja en su brazo y la mirada apacible de un hombre de barba blanca. Recuerda el sudor agrio de la colorada y las caricias de aquella mujer de pechos tristes y al tipo alto y flaco diciendo que

105


él era un lastre para todos. Recuerda algún diálogo que se coló a través de su ventana, en el que el maquinista juraba estar cada vez más cerca de reparar la locomotora. Recuerda gritos, muchos gritos, y un grito conocido: el de Rinaldi, un Rinaldi desgarrado. Recuerda haber querido quitarse la corbata en medio de una noche larguísima, y la impotencia de no poder siquiera levantar el brazo: toda una noche de lucha contra sus músculos malogrados por la fatiga, intentando arrancarse ese trapo o grillete que lo ataba a sus vicios. Recuerda que recordó, en medio del ardor de la fiebre, la comisión perdida, el viaje de egresados de su hija, el ascenso frustrado, el fin de semana en Colonia que ya no iba a disfrutar. Recuerda con una claridad imposible cómo corría vestido con un traje carísimo y con zapatos hermosos que brillaban bajo el sol de Buenos Aires, cómo se sentía desnudo y desprotegido a pesar del traje y los zapatos. Recuerda a Rinaldi, con el uniforme de guarda, riéndose de él. Ahora Valdepietro mira el atardecer de Santiago. Repasa las palabras recientes de la mujer de pechos tristes. Arma en su cabeza esa historia que no vivió, la une con sus sensaciones inciertas. Piensa en las eternas discusiones, en los innumerables planes, en la rubia de ojos grandes secuestrada por los del otro lado, en la rubia

106


entrando para sorpresa de todos con una pistola que quién sabe de dónde sacó y con una convicción irrebatible. Mientras siente sobre la cara la brisa y sobre la piel la suavidad de la ropa limpia, evoca el milagro que le narró la mujer de pechos tristes: primero la rubia entrando frenética, después un tiro inesperado, después el rugido de la locomotora, después el trueno y la lluvia torrencial y los pasajeros fuera, chapoteando como si fueran chicos. Más tarde, cuando todos eligieran callar la muerte del único culpable, la rubia de ojos grandes diría que no había habido ningún milagro. Las explicaciones estaban en los papeles que le habían dado los del otro lado y dejó caer tras presionar el gatillo con convicción u odio o miedo. Valdepietro no lo vio pero fue como si lo hubiera visto: se lo contó la mujer de pechos tristes sin ahorrar detalles. Se lo contó cuando él empezaba a recomponer su idea del mundo, una idea distorsionada por los delirios de la fiebre. Se lo contó justo antes de que sonara su teléfono celular, que lo atendiera para saber que los uruguayos permanecían en Tucumán y aún les interesaba el equipo de cincuenta mil pesos. Está cansado, le pesan los ojos. Pero no quiere cerrarlos. Un poco por ese atardecer hermoso,

107


aunque hay algo más: una certeza que desea mantener lejana. Como si supiera que todavía no se concretó la última joda de Rinaldi, que todavía lo acecha. La sembró al volver del otro lado y esperó paciente. Tal vez sabía que no la vería consumada. Es lo mismo. Ahora que está tan cerca de la comisión, de la palmada en la espalda de su jefe, del ascenso merecido, ahora todo se terminará. No quiere cerrar los ojos aún, quiere al menos disfrutar del último atardecer. Le explica a la mujer de pechos tristes lo que le acabó de contar su secretaria: de guerra civil, nada. Hubo revuelo en la Capital y en varias provincias; hubo la renuncia de algunos presidentes y el desconcierto de muchos, pero fue apenas una convulsión de principio de siglo. Y ahora se termina todo, dice. La mujer de pechos tristes no le responde ni entiende. Lo ve cansado, lo deja dormir. Valdepietro sostiene los muestreos, las estadísticas sobre Rinaldi, aquellas que demuestran empíricamente el peligro que representaba. Mira por última vez el sol cayendo. Cuando llegue la noche cerrará los ojos. Es como si viera a la rubia de ojos grandes entrando con el arma en la mano y disparando sobre el pecho de Rinaldi, y a Rinaldi

108


cayendo, y el tren dando el tirĂłn y la locomotora rugiendo y el trueno y la lluvia torrencial desatĂĄndose como si fuera un milagro. Aunque no lo habĂ­a sido.

109



Durante los meses de octubre y noviembre del 2015, esta novela fue publicada por entregas y en formato digital en www.abduccioneditorial.com



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.