La tienda de regalos - Andrés Olave

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1° Edición Abducción Editorial: julio 2015

© Andrés Olave, 2015 Ilustración de portada: Francisco Schilling Diseño: Gwendolyn Stinger isbn: 978-956-9673-01-6 Reservados todos los derechos de esta edición para Abducción Editorial Curicó 372, Santiago de Chile

Impreso en Santiago de Chile


La tienda de regalos



La tienda de regalos AndrĂŠs Olave



Esta enorme maldad... ¿de dónde viene? ¿Cómo llegó al mundo? ¿De qué semilla, de qué raíz creció? ¿Quién está haciendo esto? ¿Quién nos está matando? Robándonos la risa y la luz. Marcándonos con lo triste de lo que debimos saber. ¿Beneficia nuestra ruina a la tierra? ¿Ayuda al pasto a crecer y al sol a brillar? ¿Está esta oscuridad también en ustedes? ¿No han pasado ustedes por esto? La delgada línea roja



1.

La tienda de regalos del Muelle Barón, abierta las 24 horas, solía ser frecuentada por vagabundos y prostitutas que buscaban huir del frío de la noche. Recostado sobre el mostrador, Ted Bogger, el dueño, bostezaba y se aburría frente a la pequeña tv en blanco y negro. A Ted los vagabundos no le importaban demasiado. A veces robaban tazones de recuerdo, o algún llavero, pero eso no ocurría con tanta frecuencia como para tener que preocuparse seriamente. Las prostitutas, en cambio, eran interesantes: se podía hablar de la vida con ellas, aunque la mayor parte de la vida para las prostitutas se reducía al dinero, a la falta de este y a la breve felicidad que les proporcionaba las escasas veces que lo tenían entre sus manos. —Me compraré un vestido en Ripley. Un elegante vestido negro con tirantes y adornos en lamé dorado —decía Karla Mayo. —Te verás fantástica. Eran hermosas aunque todas estaban un poco arrasadas por la melancolía y el tiempo. Todas tenían hijos, y muchas de ellas maridos, lo que constituía un misterio para Ted, que no comprendía cómo esos maridos podían quedarse tranquilos en sus casas mientras sus mujeres se pateaban las calles en

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busca del sustento. Cuando él les mencionaba el tema, ellas solían decir: —Es muy difícil encontrar trabajo en estos días. Ted asentía, un poco triste por la forma en que aquellas mujeres justificaban a sus maridos perezosos y buenos para la bebida. Pero ciertamente Valparaíso se caía a pedazos, no había trabajo, y sólo quedaban muy pocas tiendas en pie. Entonces, ¿qué podían hacer esas familias más que mandar a sus mujeres a vender su cuerpo a los marineros y turistas que visitaban la ciudad? —La vida es complicada —decía Karla Mayo, y Ted volvía a asentir y le regalaba cigarrillos. —Podrías irte. Tomar un barco. Viajar hasta el otro lado del mundo. Karla Mayo miraba fijamente a través del cristal la calle cubierta por la bruma, esperando que algún auto, algún peatón desprevenido apareciera por la acera. —No hay donde ir. Valparaíso es igual a cualquier otra ciudad —decía y lanzaba una gruesa voluta de humo—. No hay un lugar donde escapar. Ted jugaba con la antena de su pequeño televisor a ver si podía obtener mejor señal, y sí, podía ser que Karla tuviese razón. Aparecía entonces un peatón y Karla salía y le hacía proposiciones. A veces ellos decían que sí, y desaparecían detrás del callejón. Otras veces, la mayoría, se negaban de plano, y Karla volvía a entrar a la tienda de regalos y se encogía de hombros. —Un maricón. No hay nada que pueda hacer con ellos. Ted miraba a Karla, que estaba gorda y con los ojos caídos, arrastrando gruesas ojeras que el maquillaje no alcanzaba del todo a ocultar. Puede que ni siquiera gratis me acostaría con ella, pensaba Ted, pero no decía nada y le

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ofrecía otro cigarrillo a Karla y ella se acercaba y se estiraba hacia el mostrador para que Ted viera sus tetas enormes mientras le pasaba el cigarrillo y, sin decir nada, lo encendía. Ella hubiese querido que él alguna vez le lanzara un cumplido, le dijera lo bella que estaba (aunque fuera mentira), pero no, Ted Bogger siempre parecía distraído y distante, y más que mirar la tele, se quedaba mirando el horizonte lejano, el lugar de donde provenían los barcos y los sueños. Cuando eran las tres, las cuatro de la mañana, y ya no había posibilidad que aparecieran nuevos clientes, Karla Mayo decía: —Ya debo irme a casa. —Hasta mañana, Karla. Y ella hubiese querido que él alguna vez se ofreciera a acompañarla, se quisiera ir con ella, pero no, eso nunca, a Ted le gustaba que la maldita tienda estuviese siempre abierta, y el hombre dormía de día y dejaba al frente a un chino que apenas hablaba castellano, y esa era la vida de aquel hombre, otro misterio, pues a Ted le gustaba escuchar las historias de los demás, pero nunca contar la suya, y creaba entonces un aura de misterio a su alrededor, un aura leve por supuesto, pues todos suponían que había una mujer en esa historia, o mejor dicho, faltaba una mujer en esa historia, una esposa que se había ido, o se había muerto, y entonces Ted había abandonado el lugar que lo vio nacer para viajar hasta Valparaíso e instalar esa inútil pero consoladora tienda de regalos que ayudaba a tantos vagabundos y prostitutas a que no murieran de frío en las heladas noches del invierno.

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2.

Rogelio Ministro despertó a mitad de la noche. Le dolía el pecho, le latían las sienes violentamente, le faltaba el aire y tenía el cuerpo empapado en sudor. Se puso de pie y, tambaleante y mareado, como si estuviese completamente borracho, fue hasta el teléfono. Marcó el número de emergencias, pero sonaba ocupado. Dios mío, dijo mientras volvía a marcar y el dolor en el pecho se sentía cada vez más fuerte. Alguien al otro lado de la línea contestó. —Necesito una ambulancia. Creo que tengo un ataque al corazón. —Deme su dirección. Rogelio se la dijo. —Apúrense. Por favor. El operador le dijo que una ambulancia iba en camino. —Gracias. Muchas gracias. Hubo una pausa al otro lado de la línea. —Señor… —la voz dudó un momento—, ¿está seguro de que nadie puede ayudarlo a llegar a un servicio de urgencias? —No. Vivo solo —Rogelio titubeó—, ¿acaso la ambulancia no va a venir a buscarme? Hubo otra pausa. Esta vez más breve. —Señor —dijo la operadora—, esta noche ha sido

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bastante ajetreada, puede que la ambulancia se demore una hora, quizás dos. Pero tenga paciencia. Rogelio no dijo nada, el dolor en el pecho arreciaba. ¿Era posible que estos fuesen sus últimos momentos? —Señor, ¿se encuentra usted bien? —Esperaré a la ambulancia —dijo, y cortó. Se dejó caer pesadamente sobre la alfombra. Por lo demás, casi no podía moverse. ¿Qué haré, cómo saldré adelante? Pensó que si los enfermeros llegaban, podía no tener las fuerzas suficientes como para levantarse y abrirles la puerta. Pasaron cinco minutos. A cada instante, Rogelio repetía «estaré bien», pero su corazón congestionado no estaba en modo alguno de acuerdo a ese precepto. El tiempo se desgranaba con lentitud, marcando el paso a cada adolorido latido. Pensó en llamar de nuevo a la operadora de emergencias, pero comprendió que sería inútil. La maldita burocracia que te ponía a esperar hasta cuando estabas al borde de… Debo intentar salir de aquí, pensó, y poniéndose a gatas, a la manera de los bebés, comenzó, muy lentamente, a avanzar hacia la entrada. Cada gateo era un dolor espantoso, y entendió que el peligro que enfrentaba era mortal. Le costó un dolor espantoso girar el pomo de la puerta, y tras abrirla se derrumbó en el pasillo esperando a que alguien lo encontrara. Pero el pasillo estaba desierto, apenas iluminado por una pequeña ampolleta ubicada al final del corredor, junto a la escalera. La alfombra, gastada por el paso de diez mil pies olía mal, a tierra y excremento, pero Rogelio Ministro, con la cabeza pegada al piso producto del cansancio bestial, tenía ahora preocupaciones mucho más acuciantes. —Ayuda, ayuda —susurraba tan despacio que nadie era capaz de oírle. Pasaron tres, cuatro minutos, pero nadie aparecía para

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ayudarlo. Desesperado, Rogelio se arrastró hasta el departamento más cercano, donde vivía la señora Wilma. Golpeó la puerta lo mejor que pudo, aunque más que nada lo que hacía era rasguñarla débilmente, a la manera de los gatos. Al otro lado, oculta tras la puerta de su dormitorio, drogada con cuatro píldoras de Alprazolam que siempre tomaba para dormir, la señora Wilma soñaba con un patio de naranjos que solía visitar cuando era joven, y con amigas que hacía muchos años habían muerto, o al menos habían desaparecido de su vida. Y aunque hubiese estado despierta, ni loca hubiese abierto la puerta a mitad de la noche, ni siquiera a un moribundo como Rogelio Ministro, a quien, por lo demás, rara vez veía, y mucho menos saludaba las escasas veces que se encontraban en el pasillo o en la entrada del edificio. No tiene caso. La vieja duerme o ha muerto, pensó y sin querer rendirse (¡no todavía!) se arrastró al siguiente departamento donde vivía una pareja de franceses desde hacía un par de meses. Los franceses, a esa hora, estaban perdidos en su pasión, untados con mucha vaselina en todo el cuerpo mientras jugaban a deslizarse uno encima del otro, dando vueltas hacia todos lados, por toda la habitación, mientras el olor a vaselina líquida se mezclaba con sus propios olores corporales, que eran bastante fuertes por lo demás. Al otro lado de la puerta, Rogelio oía los gemidos de la chica y los de él. ¿Pierre y Francoise eran sus nombres? ¿Didier y Francoise? Sabía el nombre de ella con toda certeza. No olvidaría sus pechos en las pocas veces que la encontró en el corredor, sus labios, su abundante cabellera rubia, sus largas piernas como torres de marfil, en cambio, el nombre del novio era borroso, odiado acaso, aquel que tiene la fortuna de

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su parte, aquel que posee la belleza mientras la mayor parte de nosotros se limita a soñar con ella. —Ayuda —dijo al fin—. Help me —agregó, sin saber que los franceses detestan a los ingleses y que por consiguiente saben casi nada de ese idioma. Un gemido largo, un gemido de placer le llegó desde el otro lado de la puerta. Fracoise había llegado al orgasmo, un orgasmo potente, múltiple acaso. Rogelio siguió golpeando débilmente. Puede que ahora me hagan caso. Pero los minutos pasaban y los franceses seguían hundidos en los meandros de sus artes amatorias. Se revolcarían hasta las cinco, seis de la mañana, sin atender los ruegos de Rogelio al otro lado de la puerta, sin atender a nada, embelesados como estaban en el infinito placer que les proporcionaban sus cuerpos. Me quedaré tieso si sigo aquí. El dolor había evolucionado, ya no era punzante, sino como un peso, como si tuviera metida en el pecho una pelota de goma llena de agua que presionara el resto de los órganos, que no los dejara funcionar con normalidad. Rogelio comenzó a arrastrarse de vuelta por el pasillo, con la esperanza de que si se dejaba caer por la escalera alguien oiría el impacto e iría en su ayuda. Ya casi llegaba al final del rellano cuando vio una sombra de pie sobre el primer peldaño, alguien que permanecía inmóvil, como si fuera una antigua estatua de una civilización olvidada. —Buenas noches —dijo la sombra. Era una voz grave, ronca, que dejaba un leve eco al pasar. El ángel de la muerte, pensó Rogelio, estoy condenado. Con un gran esfuerzo Rogelio levantó la vista. Ahí estaba. Era un hombre gordo de edad mediana. Tenía una nariz ganchuda y una barba que terminaba en una estilizada

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puntita. De cejas muy pobladas, llevaba el pelo largo, levemente ondulado, muy brillante. Sus ropas eran del todo atípicas, como del Imperio Romano, y Rogelio pensó que aquel hombre venía de una fiesta de disfraces. —Ayuda —le rogó. —¡Por Enki! ¡Vaya desfachatez! Ni siquiera saber dar las buenas noches antes de pedir algún favor —y se cruzó de brazos. Rogelio lo miro y pensó que soñaba. —Buenas noches —dijo con mucha dificultad—. Por favor, ¿podría ayudarme? El hombre negó con la cabeza repetidas veces. —Primero las presentaciones —dijo—. En Caldea nadie presta ayuda a los desconocidos. ¿Tu nombre es? —Rogelio. Rogelio Andrés Ministro. —Muy bien. El mío es Ningizzida. Mucho gusto. Rogelio bufó de impaciencia, aunque la garganta se le llenó de hiel de paso. —¿Podrías ayudarme ahora? —No faltaba más. Ningún sumerio dejaría abandonado a su suerte a un viajero durante su dura travesía por la noche oscura, aún en la más oscura de las noches, aunque el viajero haya tenido las desventuras más aciagas. Rogelio asintió débilmente. —Un hospital. Necesito que me lleven al hospital. Luego se desvaneció en las tinieblas.

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3.

El viejo Ted Bogger se iba a dormir a las nueve de la mañana, la hora en que Liu Tan venía en su reemplazo. Al joven —hijo de inmigrantes chinos que habían venido desde Shangái— le encantaba su trabajo en la tienda. Si bien el sueldo era el mínimo (no porque Ted fuera un tacaño, sino porque realmente las ventas eran escasas, casi nulas) a Liu Tan le gustaba estar ahí. El lugar era tranquilo, luminoso, y Ted le dejaba poner la estación de radio que fuera de su agrado. Liu Tan escuchaba jazz y fingía todo el día escribir poemas en una libreta negra por si entraba alguna chica extranjera, una alemana o italiana por lo general. La pose de artista le ayudaba a seducirlas. Muchas veces fracasaba, por cierto, pero Liu Tan se mantenía conforme con su porcentaje de éxito. De diez chicas que entraban a la tienda, Liu Tan lograba encamarse con una y a veces dos, lo que siempre era una buena cifra, y donde los fracasos se pagaban con creces considerando las veces que tenía éxito. Se reunía con las chicas de noche, tras salir de la tienda, y las llevaba a los bares del Cerro Placeres, donde procuraba emborracharlas con cuidado antes de llevarlas a su habitación. Sin embargo, algunas veces las chicas que conocía en la tienda estaban dispuestas a hacerlo de inmediato, por lo que Liu Tan debía

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cerrar el negocio a toda prisa y llevar a cabo la transacción en la bodega de la trastienda. —Buenos días, jefe —dijo Liu Tan. A esas horas de la mañana, Ted Bogger tenía los ojos enrojecidos y el estómago irritado por el café. Más que ninguna otra cosa, quería irse a casa. Le lanzó las llaves de la entrada a Liu Tan y, asintiendo a modo de saludo, cruzó la puerta. Un buen hombre, pensó Liu Tan y apagó la televisión. Liu Tan estaba consciente de que ninguna chica viajaría desde Berlín o Milán hasta el otro lado del mundo sólo para acostarse con un chino que se la pasara pegado a un programa de concursos. Abrió su cuaderno, que estaba lleno de poemas chinos (escritos tanto en inglés como en cantonés) que había plagiado de distintos libros que tenía en casa, y que años atrás habían pertenecido a su abuelo, quien había sido profesor de música hasta que la Revolución Cultural lo envío a arar los campos. La puerta de la tienda se abrió. Liu Tan levantó la vista (fingía estar absorto en su libreta). Esperó encontrar a una esbelta finlandesa o noruega en busca de postales para enviar a Helsinki u Oslo. Pero en vez de eso, sólo encontró a Raquel, la mejor amiga de Karla Mayo, prostituta ladina que solía venir por las mañanas para birlarle un billete a Ted Bogger. —El patlón acaba de malchalse —dijo Liu Tan y entrecerró los ojos lo más que pudo. —Mierda —dijo Raquel—. Perdí mi monedero. ¿Estás seguro de que no lo has visto por aquí? Liu Tan negó con la cabeza repetidas veces. —No monedelo. No habel ningún monedelo en la tienda. Raquel fingió que miraba el suelo por si lo encontraba por ahí.

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—Ahí tenía mi dinero para tomar el tranvía. ¿Podrías prestarme un poco para poder volver a casa? Liu Tan sonrió mostrando todos sus dientes. Dos o tres veces al mes Raquel perdía su monedero, una y otra vez, siempre en la tienda, por supuesto. —La caja estal vacía. No habel tenido inglesos la noche anteriol. Nadie venil a complal. No dinelo, lo siento, no dinelo. Raquel examinó fijamente a Liu Tan, que seguía sonriendo como un enigmático Buda. —Sólo necesito mil pesos. No creerás que es mucho dinero. —Es muy poco dinelo —reconoció Liu Tan—, pelo en la tienda no habel nada de dinelo. Celo pesos. —¿Y tú? ¿No tienes nada? Yo podría devolverte el dinero el lunes que viene, cuando cobre mi pensión. Sí claro, tu maravillosa pensión, pensó Liu Tan que por ningún momento dejaba de sonreír y entrecerraba con tanta fuerza los ojos que a duras penas lograba distinguir la figura torneada de la prostituta. —Mi familia sel muy poble. Tenel catolce helmanos que mantenel. Mucha hamble pala todos, no dinelo de tlanvias. Caminal es un buen ejelcicio siemple. Raquel pareció pensar estas últimas palabras y retrocedió, como un depredador que cambia de opinión al comprobar el tamaño de su presa. Pensó en coger un tazón e intentar venderlo en el puerto, pero el maldito chino no le quitaba el ojo de encima hasta que llegó a la puerta. —Hasta la vista, señola. Apenas Raquel salió, el rostro de Liu Tan se ensombreció, la sonrisa desapareció de su cara y se transformó en una mueca de desdén. —Perra sarnosa —dijo en correcto castellano, marcando cada una de las sílabas.

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Luego, de golpe, volvi贸 a la pose de poeta, al aire so帽ador, a la espera de que alguna chica de ojos azules hiciera su felicidad aquella noche.

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4.

Lo despertó el ronroneo de un viejo motor que se echaba a andar. Rogelio abrió los ojos y descubrió que estaba a bordo de una destartalada camioneta, que lentamente, y rechinando por todas partes, comenzaba a bajar por avenida Barón. Rogelio miró a su lado. Ningizzida manejaba muy concentrado, con la misma atención que tendría una abuelita a quien están a punto de cancelar su licencia. No quitaba los ojos del camino, y cuando veía una luz roja se detenía con mucha antelación, de modo que quedaban varados en medio de la calle vacía. —¿Podrías ir más rápido? Te lo agradecería infinitamente. Ningizzida se sobresaltó, como si se hubiera sentado en una silla con un clavo. —¡Truenos de Ur! ¿Estás seguro que eso es lo que quieres? ¿Pedirme un favor y luego quedar en deuda conmigo? Oscuramente Rogelio presintió que estaba a punto de meterse en un lío. —Es sólo un favor —expresó—. ¿Puedes ir más rápido? El hombre clavó el pie en el freno y se volteó hacía Rogelio. Su mirada era feroz, destilaba un frenesí ilimitado, lo que parecía ser hambre de batalla, de impiadosas guerras antiguas. —Pero quedarás en deuda conmigo —repitió—. ¿Estás seguro de entender las implicancias?

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No sé si tenga vida suficiente como para pagar una deuda de esa clase, pensó Rogelio. —Está bien —dijo—. Quedaré en deuda contigo. —¡Excelente! —gritó Ningizzida, y clavó el pie en el acelerador e, inmediatamente, como si aquella camioneta tuviera un turbo incorporado, salió a toda velocidad, a cien, doscientos, trescientos kilómetros por las calles desiertas. Llegaron en cosa de segundos al hospital. Ningizzida hizo un viraje muy ágil en la entrada, casi volteando la camioneta, para permitir que la puerta de Rogelio quedara frente a la entrada de la sala de urgencias, justo al lado de la camilla que allí había siempre dispuesta, casi posándolo encima de ella. Rogelio a duras penas abrió la puerta, pero ya los brazos de dos enfermeros lo recibieron, como un santo es recibido por los ángeles en el cielo. —Muchas gracias —dijo Rogelio a modo de despedida mientras era arrastrado al interior del hospital. —¡Nada de eso! —gritó Ningizzida—. ¡Me debes un favor! ¡Un favor inmenso! Rogelio hizo un gesto cansado, y desapareció tras las puertas batientes. Los enfermeros lo condujeron a través de la sala de espera que, como un atestado purgatorio, contenía las cientos de almas que aquella noche requerían de forma imperiosa la ayuda de la ciencia médica. Cruzaron otra puerta batiente de vidrio esmerilado, rumbo a una amplia zona separada por pudorosos biombos blancos, que limitaban el espacio del dolor entre un paciente y otro. Estaban todos llenos a esa hora de la noche, por lo que los enfermeros siguieron de largo, salieron de la sala y arribaron a un frío y mal iluminado pasillo donde abandonaron a su suerte a Rogelio, quien miró fijamente la ampolleta de veinte vatios sin encandilarse siquiera. Los camilleros, por su parte, regresaron

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a su lugar junto a la entrada, pues al parecer su única función consistía, en esencia, en mantenerla despejada. Tras media hora de acuciante espera, apareció finalmente un joven interno. No tendría más de veinte años, y su rostro espinilludo y provisto de unos gruesos lentes lo hacían parecer de quince: un joven nerd adicto a los videojuegos y, posiblemente, al porno de chicas con animales de la selva. —¿Qué es lo que le duele? —El corazón. Un infarto —dijo Rogelio y se desmayó. El joven médico meneó la cabeza. Llevaba apenas tres días en la rotación de la sala de urgencias y no tenía muy claro qué debía hacer a continuación. Miró el box cercano donde cuatro internistas montados sobre un hombre obeso pujaban inútilmente por volverlo a la vida. Comprendiendo que ninguno de ellos vendría en su ayuda, el joven médico intentó recordar la dosis de anticoagulantes que debía inyectar al paciente. Había terminado de anotar la cifra en la ficha cuando sintió una voz a sus espaldas. —Demasiadas ovejas. Con eso lo mandarás a dormir de forma definitiva. El joven se dio la vuelta. Ningizzida. —Dale la mitad de lo que has anotado y se pondrá bien —dijo. —Disculpe. ¿Es usted médico? —Claro que no. Pero estoy velando por mis intereses. —¡Seguridad! —chilló al instante el joven nerd. Un guardia peruano apareció en el umbral. —¿Señor? —¡Llévese a este hombre inmediatamente! —indicando con el brazo tembloroso la corpulenta mole de aquel insolente extraño.

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El guardia, ni corto ni perezoso, le hizo una llave inglesa a Ningizzida, y a la rastra lo sacó por la puerta. —¡Mi venganza será terrible! —gritó el sumerio antes de desaparecer por el umbral. El joven médico volvió a su historial. ¿Cuál era la dosis de anticoagulantes que debía aplicar? Aquel hombre lo había distraído. Como si nada, borró la cifra anterior y subió al doble la dosis de anticoagulantes, lo suficiente como para matar a una vaca y su ternero. —La enfermera vendrá pronto. Descanse, se pondrá bien —le dijo el joven al inconsciente Rogelio, y fue en busca de nuevos pacientes que necesitaban ser sanados. Efectivamente, una mujer entrada en años hizo su aparición media hora después. Leyó las instrucciones dejadas por el joven médico y, si bien le pareció que aquella dosis era excesiva, no estaba de humor para cuestionar las decisiones de los hombres de ciencia. Metió la jeringa en el frasco, extrajo toda la dosis que había sido indicada, un poco más inclusive, y se la clavó en el brazo a Rogelio. —Procure descansar —dijo, y desapareció también. Rogelio puso los ojos en blanco. Suavemente, sin hacer mucho ruido comenzó a convulsionar. La saliva le caía por las comisuras e inútilmente trataba de mover los brazos que, al igual que el resto de su cuerpo, habían dejado de responderle por completo. Su alma se separó de su cuerpo, y suavemente, como flotando, comenzó a ascender hacia las alturas. Rogelio se volteó hacía atrás y se vio a sí mismo tendido en la camilla, completamente inerte y ya empezando a enfriarse. Así con la ciencia médica, pensó y se volteó para ver qué le esperaba allá arriba. El cielo era blanco como la leche, aunque algunas sombras se dejaban ver aquí y allá. Había

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una especie de pórtico, demarcado por dos columnas blancas. Allí dos hombres muy delgados que parecían usar vestidos de novia discutían enérgicamente. —¡Es mío! ¡No me lo puedes quitar ahora! —decía uno que tenía las cejas muy gruesas. El otro se encogió de hombros. —Ya deberías estar acostumbrado a estos percances. Los dos hombres discutieron largamente. A ratos uno de ellos se volvía hacia Rogelio, lo miraba con fijeza y volvía a discutir con su interlocutor, esta vez con los ímpetus renovados. —Está bien —dijo al fin el otro—. Que quede a tu servicio hasta la próxima luna llena. El de las cejas gruesas hizo una venia muy leve. —Muchas gracias.

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5.

Ted Bogger vivía en un altillo del cerro Barón. Para llegar no sólo tenía que subir tres pisos de empinadas escaleras sino que además una escalera de mano que daba al rellano de su cuarto. Era trabajoso, sobre todo cuando se emborrachaba a solas y tenía que bajar al baño, que estaba en el segundo piso. Corría siempre el peligro de romperse la cabeza al bajar en esas condiciones. Lo pensaba continuamente cada vez que le entraban ganas de orinar y discutía largamente con su vejiga. —¿Estás segura? Que esta podría ser la última vez… Se dejó caer sobre la cama, puesta en el medio de la habitación, pues las paredes de madera destilaban calor al mediodía, lo que siempre le despertaba. Había un par de cuadros sin terminar en una esquina. Durante el último tiempo, Bogger había empezado pintar con un objetivo entre manos, un objetivo que nunca acaba por cumplir satisfactoriamente. Miraba los cuadros y meneaba la cabeza, molesto consigo mismo. Había siempre detalles, elementos que pasaban por encima de su escasa técnica y que le impedían sentirse satisfecho y darla por terminada de una vez. No. En vez de eso, iniciaba otro cuadro, multiplicaba su obsesión, los arrumbaba por toda la habitación diminuta y sentía que acabaría por

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sentir una adicción por el perfume a óleo y trementina que inundaba su espacio. Se quitó la ropa, quedándose sólo en calzoncillos, y fue hasta el último cuadro en que había trabajado la tarde anterior. Descorrió el velo que lo cubría, y vio la figura del ashur elevándose hacia los cielos: la mirada orgullosa, altiva, victoriosa. No estaba bien. No era la imagen fidedigna, exacta, del ashur tal cual él lo había visto con sus propios ojos, pero por el momento parecía que era lo mejor que podía hacer. Por supuesto, había intentado fotografiarlos, pero fuese cual fuese la cámara, digital o de película, la imagen nunca era capturada; quedaba a veces un cierto brillo, un vago resplandor en medio del vacío del fondo, pero nada más. El encargado de la tienda de revelado siempre le lanzaba unas miradas raras por esas cientos de fotos del cielo desnudo. A Ted eso le tenía sin cuidado. Después de todo, parecía ser sólo él quien era capaz de ver a decenas de ashures todos los días, cruzando el cielo de un lado a otro, a la manera de los aviones, yendo de aquí para allá, de este mundo a otro, uno secreto y desconocido. Aún no se decidía a ir al médico para averiguar si sus visiones eran místicas o era simplemente que se había vuelto loco. Posponiendo la decisión era que había comenzado a pintarlos, teniendo como herramienta su pura memoria pues, fugaces y orgullosos como eran, no parecían muy dispuestos a prestarse como modelos, mucho menos de alguien como él, un simple aficionado. —Falta brillo en los ojos —dijo Ted, hablándole a la pintura—, el color de tus ojos es incendiario, pero no sé cuál amarillo sea el más apropiado. El ashur de la pintura, el rostro severo, inmaterial, no le contestó. Ted estuvo tentado de comenzar a pintar de inme-

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diato, pero su mano temblorosa por las largas noches de café en la tienda de regalos le hicieron comprender que sería mala idea. Regresó a la cama y se dejó caer, mientras intentaba recordar cuándo había sido la primera vez que había visto uno. No hacía mucho en realidad, seis o siete meses atrás. Lo vio en mitad de la noche. Caminaba a casa después de un par de copas cuando vio la sombra brillante del ashur pasar por encima de su cabeza. Lo primero que pensó fue en un accidente de tráfico, esos accidentes brutales donde, fruto del impacto, la gente sale volando, despedida por los aires. Pero no había ningún ruido a sus espaldas y, en vez de caer, aquella figura flotante, levemente brillante, prosiguió su vuelo rasante por los edificios y las casas hasta perderse de vista. Ted miró para todos lados, por si alguien más había sido testigo de aquella extraña aparición, pero el resto de los transeúntes parecían distraídos o estaban demasiado borrachos como para percatarse del acontecimiento. Dos días después, de nuevo en la noche, vio otro, esta vez subiendo a los cielos. Se encontraba en su altillo, mirando la ciudad mientras bajaba una cerveza cuando vio la figura, muy similar a la anterior, aunque no exactamente igual, o al menos, incapaz de notar la diferencia. No era tarde, las diez apenas cuando vio al ashur ascender: un hombre de barba muy larga y cortada de manera recta, sentado en una pequeña máquina voladora —alas incluidas— saliendo de un edificio cercano, que parecía ser una empresa contable, y elevarse a los cielos. Me he vuelto loco. Continuó viéndolos, cada vez con más regularidad, atento como estaba ahora. Los veía de día y de noche, yendo de un lado a otro, a veces volando muy bajo, y otras, a gran altura, lejos, en fronteras lejanas. Llevaban el pecho descubierto,

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solían ser fornidos y en la cabeza usaban una gorra púrpura muy alta. No estaba seguro de si sus máquinas tenían alas, podía ser que no fueran alas en realidad, sino simplemente tecnología avanzada de la que él aún no había oído. Cierto día, cerca de la playa, vio a uno quieto en el aire, a mediana altura. No estaba exactamente quieto, sino que subía y bajaba rápidamente mientras ciertas líneas se dibujaban a su alrededor, líneas como latigazos que lo cubrían y que dejaban entrever que realmente tenía alas, pero que se movían a gran velocidad. Como los colibríes, pensó Ted, y desde entonces se sintió un poco más tranquilo, pues había una explicación, remota y complicada que, en cualquier caso, justificaba la imposibilidad de su vuelo. —¿Has visto alguna vez a un hombre que pueda volar? —le preguntó una mañana a Liu Tan, pregunta que había tenido atragantada en la garganta toda la noche. Liu Tan negó gentilmente con la cabeza —¿Arriba de un avión? —Por sí mismos. Montados en pequeñas máquinas voladoras. —¿Cómo un jet pack? —Algo así. Liu Tan se encogió de hombros. —Hombres con el tiempo suficiente y el dinero suficiente. Son capaces de todo. Ted intentó cambiar de ángulo. —¿Crees en los dioses Liu? Liu Tan se lo pensó un momento. Luego asintió. —Sí. Por generaciones ha sido así. —¿Has visto alguna vez a uno de tus dioses? Liu Tan miró la taza vacía de su jefe, con un pozo de café en el fondo y se preguntó si Ted no le habría echado algún aditivo especial.

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—No en esta vida. Y si vi dioses en mis vidas pasadas lo he olvidado, pero cuando muera, de seguro Hu Ye vendrá a hacerme compañía. Ted hubiera querido seguir interrogando a Liu Tan, pero este parecía incómodo. Tengo que buscarme un cura, pensó, y sin despedirse salió de su tienda.

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6.

Rogelio abrió dolorosamente los ojos. Estaba de nuevo sobre una camilla pero esta vez en un pequeño y solitario cuarto de hospital. Su cuerpo era un amasijo de sufrimiento y tortura. Estaba amarrado como esos soldados que ejecutan dejándolos bajo el sol del desierto, atado de pies y manos, esperando que la sentencia viniese de parte de algún dios solar que osara presentarse en su habitación. En vez de eso, apareció de nuevo el joven interno, la sonrisa de oreja a oreja. —Tuvo usted suerte. Por poco y cruza para el otro lado —dijo sin mirarlo, mientras seguía anotando datos en la ficha médica. —Casi me mata. Me dio una dosis equivocada —dijo débilmente Rogelio. El interno levantó la vista. Miró para todos lados por si alguien había escuchado la ominosa acusación. Su primer impulso fue preguntar: ¿cómo lo sabe? Pero comprendió que dicha frase sólo ayudaría a incriminarlo. Se acercó a Rogelio y casi susurrándole a la oreja le dijo: —Todo el mundo comete errores. —Cometa esos errores sobre otros, pero no en mí. El interno se enderezó de golpe visiblemente ofuscado.

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—¿Qué me dice? ¿Acaso no sabe que vivimos en una sociedad donde todos los hombres son iguales y, por lo mismo, a cualquiera de nosotros le puede caer encima el más horrendo de los infortunios? Nadie tiene privilegios, ni aquí ni en ninguna otra parte. Rogelio dio vuelta la cara sintiéndose tan desgraciado como un pordiosero ruso. El interno le lanzó una mirada fulminante y se marchó. Rogelio nunca más volvería a verle. Llamó a gritos a la primera enfermera que paso por allí. —Suélteme —suplicó. La enfermera revisó la hoja del paciente, buscando el motivo por el que había sido amarrado. Había estado a punto de morir, ciertamente, estaba delicado y debía tener muchos más cuidados de los que ahora tenía, pero sin duda que no había razón para tenerlo cautivo. —Ha sido un error —reconoció mientras soltaba las correas de las muñecas y tobillos de Rogelio. Este se puso dificultosamente de pie, de inmediato se mareó, y debió volver a acostarse. —¿Cómo pueden ser tan bestias? —dijo y se llevó la mano a la frente. La enfermera se acercó muy despacio. —Muchos enfermos y poco personal. Turnos demasiado largos. Años y años de eso, y los errores se convierten en el pan de cada día. Rogelio la miró a los ojos. La enfermera tendría 21 ó 22 años. No era una belleza, pero era muy joven aún, plena de ideales. —Gracias —dijo. La enfermera se acercó aún más, aunque un poco dubitativa. Estaba tentada de acariciarle el cabello a aquel hombre

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al que, según la ficha de su historial médico, le quedaba tan poco tiempo de vida. Pero se resistió. No sería un acto profesional. En vez de eso, retrocedió unos pasos y le sonrió por lástima. Rogelio confundió el gesto y pensó de inmediato en el amor (y en el sexo). Casi sin darse cuenta levantó las cejas en un gesto inequívoco. La sonrisa en la boca de la enfermera se deshizo. —El médico vendrá pronto. —Por favor, Dios, no. La enfermera hizo como si no lo hubiese oído y desapareció por el pasillo. Rogelio se sintió levemente decepcionado, pero, comprendiendo que no tendría otra oportunidad, y, muy lento, por la debilidad, se vistió y salió. Cruzó pasillos atiborrados de enfermos, seres humanos sentados en bancas o en sillas de ruedas esperando ser atendidos, salvados, esperando un milagro que los dejara de vuelta en el mundo de los vivos un tiempo más. La mayoría, sin embargo, empeoraba o moría tras su visita al hospital. Ciertamente, no había recursos o interés o ganas siquiera de ayudarlos. Venderé mi casa si es necesario, pero recurriré a la salud privada la próxima vez, se prometió Rogelio, creyendo que así lograría engañar a la muerte. Afuera, el resplandor del mediodía le pareció insultante para la opacidad y tristeza que embargaba su alma. Cargaba muy poco dinero, así que tomó una micro que lo llevara no a su casa, sino al departamento de su ex mujer. Instintivamente deseaba verla, por mucho que Mónica le hubiese advertido la última vez que le metería una bala entremedio de los ojos si se aproximaba a menos de cien metros de ella. Aunque claro, su corazón dubitativo ya era una bala que tenía dentro del pecho, una condena cierta e irrevocable, y que ya no podría sacar.

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7.

—Usted es un artista —dijo Juan Klaus mientras observaba las misteriosas profundidades de la carta que había puesto sobre la mesa. Ted se lo pensó un poco. —Más bien soy comerciante —dijo rascándose la cabeza—. Tengo una pequeña tienda de regalos. El tarotista levantó la vista. Parecía confundido y un poco asustado. Era un hombre moreno y pequeño, delgado, que usaba lentes y que tenía una barba tan escasa que si se hubiese pegado los pelos uno por uno no se habría tardado demasiado. —Las cartas nunca se equivocan —dijo sacando rápidamente la lengua como un reptil—. ¿Está seguro que no trabaja en nada relacionado con el mundo del arte? Ted dio un respingo. —Sí —reconoció—. He estado pintando cuadros. El tarotista no pudo evitar lanzar un suspiro de alivio, y puso una segunda carta sobre la mesa: los enamorados. —Ha venido en mi busca porque quiere recuperar un viejo amor perdido. Ted negó suavemente. Se preguntó cuánto tardaría el tarotista en adivinar el motivo de su visita.

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Juan Klaus tragó un poco de saliva. Este parecía un cliente difícil. Lanzó la siguiente carta: La Rueda y, haciendo caso omiso de ella, dijo: —Usted tiene deudas muy importantes y quiere saber cómo salir de ellas. Ted Bogger se lo pensó un poco. ¿Ver hombres de barba volando por los cielos a toda hora del día era una especie de deuda? ¿Quizás una deuda con su propia cordura? Miró al tarotista, que tenía las manos clavadas al borde de la mesa, en tensa espera. —Se podría decir que tengo una cierta clase de deuda. —¡Sí! —gritó el tarotista y se puso de pie víctima del entusiasmo. De inmediato se sintió ridículo por haberse levantado y, sin saber qué más hacer, dijo: —¿Gustaría una taza de té? —No, gracias. Juan Klaus se quedó un momento con la boca abierta, sin saber cómo continuar. Su mente se vació y vagó por lejanos confines por un par de segundos. Luego regresó como despertando de un largo sueño. —Si no le molesta, yo tomaré una taza —se dirigió a un rincón de la estancia donde, sobre una repisa, había un hervidor y un pequeño mechero. Había también una caja con cuarenta y cinco huevos y un par de tarros con té barato. No parecía que hubiese otros víveres, y Ted supuso que el tarotista pasaba por una época difícil. —La verdad de las cartas aparece lentamente, tienen un largo camino que recorrer desde lo profundo —dijo mientras echaba cuatro cucharadas de azúcar a su té–. Pero no se preocupe, no debe tener miedo. —No tengo miedo. —Es decir… —el tarotista buscó por largos segundos las

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palabras en su mente—, que saldrá de sus problemas económicos, que el dinero tocará muy pronto a su puerta. Ted frunció el ceño. Juan Klaus había vuelto a perder el rumbo. —¿Puede tirar otra carta? El tarotista asintió, obedientemente. Salió está vez El Juicio, lo que a Juan Klaus le pareció un augurio espantoso. —Puede que haya una orden judicial en su contra, pero no se preocupe, su tienda no corre peligro —había siempre que decir cosas positivas, llenarlos de esperanza. Esa era la regla número uno de cualquier esoterista y, acaso, la única que Juan Klaus conocía. —Olvídese de eso. Vine a verlo por otro motivo —dijo Ted ya sin esperanzas mientras se levantaba para irse. Juan Klaus lo alcanzó en la entrada de la vieja casa y lo agarró por las solapas de la chaqueta. —¿Cuál es el motivo? Ted miró de arriba abajo al tarotista. No olía muy bien y su ropa no era precisamente nueva. Debí haber ido directamente al psiquiatra, pensó. Con un leve empujón se deshizo de él, que lo soltó mansamente. Ya estaba casi en la calle, listo para irse, cuando sintió que debía decírselo a alguien, aún a alguien tan enfermo como Juan Klaus. —Lo que ocurre es que veo ashures. —¿Ashures? —la voz del tarotista era ahogada, como si alguien le tuviera cogido el cuello. —Hombres de largas barbas montados sobre algo que parecen pequeñas máquinas voladoras. Salen en algunos grabados de la vieja Mesopotamia. Una completa locura. El tarotista lo miraba con gravedad mortal, parecía a punto de echarse a llorar.

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—¿Hay uno de esos ashures ahora con nosotros? —dijo con lentitud, casi con miedo. Ted hizo una mueca. —Por supuesto que no. Los veo pasar por los aires, igual como uno ve pasar helicópteros y aviones. —Y parapentistas. —¿Qué? —No olvide los parapentistas. —¿Qué tiene que ver eso con mi problema? —Ellos también andan por los cielos… —Juan Klaus hizo una pausa—, ¿podríamos volver a mi despacho? —preguntó haciendo un ademán que apuntaba a aquella habitación que de seguro también era su dormitorio y su cocina y todo lo demás. Ted lo siguió arrastrando los pies. Quería irse pero sentía que necesitaba una respuesta, aún la respuesta que aquel hombre extraño podría darle. Volvió a sentarse a la silla y vio, para su asombro, cómo el tarotista se hincaba de rodillas ante un viejo baúl abandonado en un rincón y comenzaba a hurguetear en su interior en un estado demasiado parecido al frenesí homicida. Juan Klaus lanzó por el cuarto viejos pañuelos y una que otra revista de físico culturismo, que sin duda no debían ser de su propiedad dado su esmirriado físico. Había montones de cuadernos viejos y sucios, películas en DVD y también en VHS, discos, cintas, pósteres y quizás cuántas otras porquerías que conformaban una especie de diario sentimental de sus predilecciones y aficiones. —¡Helo aquí! —exclamó esgrimiendo un cuaderno que no parecía tener ninguna diferencia con todos los otros que ya había tirado en el piso. El tarotista volvió a sentarse frente a Ted con aire grave y compuesto. Había cogido una lapicera

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y con aire grave comenzó a escribir en el cuaderno. —Dígame cuando empezaron las visiones celestiales. ¿Es una broma? Ted sintió que estaba en medio de un sueño horrendo y particularmente sórdido. —No he venido a contarle mis problemas… —¡Tengo credenciales! —gritó Juan Klaus y volvió a ponerse de pie. De un salto llegó a un viejo estante y de entre unos libros extrajo un viejo cartón. Se lo extendió a Ted. El cartón tenía manchas de café y estaba lleno de polvo, pero sin duda era un título profesional. El diploma decía: JUAN KLAUS PSICOLOGO CLINICO El título era de una universidad que no era precisamente de las mejores, pero sin duda tenía un cierto mérito. —Como ve, estoy en condiciones de atender sus desvaríos —el tarotista se interrumpió—, es decir, sus alucinaciones. —¿Cree que estoy loco? —¡Por supuesto que no! —gritó Juan Klaus de pie y levantó el brazo derecho en alto como para dar más énfasis a su frase, lo que le dio, por un instante, un leve parecido con la estatua de la libertad—. Nadie está loco, ni nadie está cuerdo. Todos tienen sus visiones subjetivas de lo que es la realidad. Ted intentó sopesar las palabras del tarotista/psicólogo. —¿Está diciendo que no hay ningún problema con que vea hombres en el cielo, sino, más bien, que es parte de mi forma de ver el mundo? —¡Exactamente! —exclamó y luego su rostro se oscureció—. ¿Usted también es licenciado en psicología? —preguntó con tono sombrío.

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Ted negó rápidamente con la cabeza. Sentía que sin querer se había metido en un atolladero del que no encontraba la manera de salir. Intentó razonar con Juan Klaus: —Si todo estuviese bien, en primer lugar no hubiese venido. Habría decidido que ver esas cosas por los cielos es lo más natural del mundo y habría continuado con mi vida. —¡Así es! Sin sobresaltos, seguir su vida con toda naturalidad —dijo el tarotista mientras asentía repetidas veces—. ¡Pero no se ha dado cuenta de eso! —hizo una pausa —. Bueno, hasta ahora. Ted miró al tarotista, que se veía exultante. Se preguntó si aquel consejo valía los ocho mil pesos que Juan Klaus cobraba por consulta. —No está bien. No debería verlos —se aventuró Ted Bogger, seguro de que acababa de cometer un error espantoso. —¡Tonterías! ¿Quién tiene la razón en este mundo y quién no? No se deje engañar. Si usted quiere ver ashures, está en todo su derecho de verlos. —Pero yo no quiero verlos. La cara de Juan Klaus se descompuso. De la algarabía pasó a una seriedad mortal, seriedad de funerales y tragedias, de masacres infernales. —En ese caso, debería ver un psiquiatra. Ted Bogger se levantó y tiró la mesa a la pasada con todas sus fuerzas. Sin darle una segunda mirada al tarotista, pegó un portazo y desapareció de aquel antro, dejando tras de sí el eco de su violencia y su frustración. Juan Klaus tenía los ojos brillantes. Un hombre muy interesante, pensó mientras volvía a poner la mesa en orden. Se acodó en el escritorio y en un viejo cuaderno tomó notas de lo que había acontecido para su libro. El tarotista llevaba varios años compilando un libro

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sobre el tarot y la adivinación. Sabía que siempre malviviría con las sesiones, pero tenía la ciega esperanza que la venta de su libro lo liberaría al fin de las estrecheces y la miseria generalizada. —Seré famoso y saldré en televisión. Estoy seguro. Asentía vigorosamente mientras rellenaba la página. Un par de veces se asomó para ver la hora, pero era temprano. Faltaban más de tres horas todavía para que se presentara su próximo cliente, una mujer vieja y sola y gorda a la que Juan Klaus siempre le decía que su amor estaba a la vuelta de la esquina, muy cerca, casi al lado de ella, como una inminencia incuestionable.

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8.

La pieza de alquiler de Liu Tan estaba decorada de la manera en que él pensaba que debía ser la habitación de un poeta. Había libros, montones de libros que había obtenido en una liquidación en una vieja biblioteca, muchos de ellos que jamás habían sido leídos y que ahora, en manos de Liu Tan, no contaban con la menor oportunidad. Liu Tan había pensado en colgar algunos afiches de poetas, pero por mucho que buscó en las ferias artesanales, jamás pudo encontrar. Debió conformarse con colgar afiches de cuadros impresionistas y uno de Escher, que daban el toque moderno o que Liu Tan suponía moderno. Lo más importante en la habitación, más que los libros o los afiches, era en realidad la alfombra. Porque no es fácil que una chica que recién conoces se acueste en tu cama y, si la sientas en un sillón, sería demasiado forzado abordarla. En cambio, sentados en la alfombra, entre cojines y viendo alguna película italiana en blanco y negro (para lo cual, la favorita de Liu Tan era El Eclipse de Antonioni) era mucho más fácil acercarse a las chicas, tomarlas casi sin que se dieran cuenta. No había mucho más en aquella habitación. Liu Tan quería mostrarse lo más minimalista posible o, al menos, que su escaso mobiliario producto de su pobreza pareciera

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minimalista a propósito y no pareciera, en cambio, víctima de la ferocidad de los hechos. La puerta de la habitación se abrió. —Pase usted, madame —dijo Liu Tan. Una joven cruzó la entrada mirando todo atentamente, como suele hacer la gente cuando entra a la habitación de un desconocido. —Es un lugar muy lindo —dijo por cortesía la chica que era holandesa y se llamaba Hagger Talzed. —Un lugar de composición —explicó Liu Tan—, el lugar donde nace la belleza poética —dijo con toda seguridad. Hagger lo miró con la boca abierta. Llevaba seis días en Valparaíso y hasta ahora se había acostado con cinco hombres, pero ninguno tan delgado ni tan blanco como Liu Tan. Un oriental, pensó Hagger. Sería toda una experiencia. Planeaba estar tres meses en Sudamérica y se había prometido que no se marcharía contenta si no se acostaba por lo menos con unos ochenta hombres. El año pasado, Hagger había recorrido Marruecos y Libia, y si bien no había estado con tantos hombres, lo brutal de la experiencia de acostarse con árabes compensaba por mucho el bajo número. —Un sitio muy interesante —dijo Hagger y pasó su lengua por los labios. —Esta es la cinta de la que te hablé —Liu Tan se iba a agachar para encender la videograbadora cuando Hagger se le echó encima. Liu Tan perdió el equilibrio y juntos se fueron directo al suelo. Después de media hora de suspiros, gemidos y algo de gimnasia china, Liu Tan, empapado en sudor, se separó de la chica. El ruido de la respiración acompasada de ambos inundaba la habitación en penumbras. Al entrar, Lui Tan había encendido una lámpara de pie que soltaba una luz tan débil

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(tan apropiada para el amor, pensaba Liu Tan), que él y Hagger apenas podían verse las caras. Era mejor así. Ambos acostados de espalda sobre la alfombra se concentraban en mirar el techo y el pequeño pedazo de cielo que se veía a través de la ventana. —Los vecinos —dijo Hagger—. ¿Nos habrán visto? —Es posible. En Valparaíso todos pueden mirar por la ventana la vida de los otros. Hagger sonrió. —¿Falta mucho para que salga la luna? —No lo sé. La muchacha se puso de pie y se asomó, desnuda como estaba, por la ventana. —Ya la veo. Está en cuarto creciente. Liu Tan no dijo nada y ella regreso a su lado, aunque dejando un pequeño espacio de separación entre ambos, como para que el calor de sus cuerpos no se mezclara. Pensó en vestirse, pero la desnudez de Liu Tan parecía ser el indicio de que volverían a hacerlo en un rato más. Los minutos pasaron y a los amantes los envolvió un pesado silencio. Liu Tan parecía absorto, como si tuviera un serio problema entre manos, y no le prestaba atención a Hagger. Ella hubiese querido irse a la cama para estar más cómoda, pero intuía que en el silencio cada vez más gravoso de Liu Tan se ocultaba una oscura posibilidad. De pronto se estremeció de estar así, en una habitación desconocida de un hombre del que sabía poco o nada en realidad. Decidida, fue hasta la cama y se metió debajo. —¿Por qué no vienes? Liu Tan se puso de pie, pero en vez de ir hasta ella fue hasta un pequeño escritorio atiborrado de libros y de papeles donde seguro era imposible trabajar. Abrió un pequeño

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cajón y sacó una bolsa con hierba y algo de papel de fumar. Mientras Liu Tan liaba el pitillo, Hagger lo miraba, a la espera de un comentario simpático, de alguna frase que pudiera romper la tensión creciente entre ellos. Al final, sintió que el silencio entre ambos tendía hacia lo insoportable y encendió la televisión donde daban un programa de baile sobre hielo donde los participantes sufrían caídas espantosas, lo que hacía las delicias del público. Liu Tan terminó el pitillo y fue hasta la cama. Lo encendió y dio una larga calada antes de pasárselo a Hagger. —Marihuana del valle central. Pruébala. Hagger dio una calada, más que nada por empatizar. Si era por drogarse, prefería siempre las drogas sintéticas y más que nada el sexo, la cual era, al final, su verdadera droga. —Está muy buena —dijo pese a que la hierba de Liu Tan era bastante mediocre y se la devolvió. Se sentía aburrida y comenzó a pensar en el día de mañana, en que iría a la playa de Viña a buscar hombres, y en la fantástica posibilidad de que, si empezaba temprano, podría acostarse con dos en vez de solamente uno. Liu Tan volvió a lanzar una larga calada, a ver si la incomodad creciente que había empezado a experimentar tras llegar al orgasmo podía disminuir. Le lanzaba unas rápidas miradas e intentaba decir algo, pero tenía la mente confusa, sólo pensaba en los defectos de Hagger. En su cutis no muy pulcro y en su ropa barata. En que necesitaba una ducha urgente y en que su piel bronceada denunciaba el excesivo tiempo que ella pasaba en la calle. Chicas hippies, pensó, ¿dónde será que acabarán sus días? Hubiese querido tener más cosas en común con Hagger, pero no había caso. Venían de mundos distintos, irreconciliables, y su encuentro, igual que con cien chicas anteriores

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a ella, estaba marcado por la fugacidad. Liu Tan continuó fumando, ya sin molestarse en pasarle el pitillo a Hagger, y una vez más volvió a darle vueltas a la idea de conseguir una novia estable, alguien en quien confiar, en buscar mutua compañía. Liu Tan se acomodó junto a Hagger y le acarició los pechos, que eran de tamaño mediano y con unos pezones grandes y gordos. —¿Tienes hijos? Hagger asintió como una niña traviesa que es sorprendida haciendo una travesura. —Johan. Vive con mi madre, en Rotterdam. ¿Tú tienes hijos? Dios mío, no. Sería mi fin, pensó Liu Tan. —No, aún no me decido a tener uno. El silencio volvió a caer sobre ellos. Por lo menos ha vuelto a acariciarme, pensó Hagger, mientras Liu Tan pensaba si valía la pena tener una novia o sólo se engañaba miserablemente al respecto. Ciertamente tenía a su novia china con la que hablaba por internet, y había salido varias veces con una misma chica, incluso había estado dos meses completos con una de ellas, pero al final había abdicado, aburrido por las largas conversaciones que no parecían ir a ningún lado, y por lo mala que era ella en la cama. ¿Cuál era su nombre? Martina. Una muchacha mediocre con la que se pudo haber casado si hubiese querido llegar hasta el final. ¿Pero a dónde hubiese ido? Hijos, una casa en las afueras, deudas por montones. Liu Tan meneó la cabeza, lo que llamó la atención de Hagger. Una vida esclava, completamente distinta a mi actual estado de libertad. Liu Tan recordó una cita de Dante que había leído por ahí: «el hombre no está hecho para vivir como bestia». El miedo a la caída más el

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efecto alucinógeno hizo que Liu Tan se abrazara a Hagger. Ella llevó de inmediato su mano hacia abajo y lo acarició. Ciertamente no había mucho más que hacer a esas alturas y Liu Tan, comprendiendo su obligación, volvió a subirse sobre ella intentando no pensar en nada, que la pasión que era capaz de destilar borrara todo. A medianoche, después de hacerlo dos veces más, y hastiado de todo, Liu Tan se atrevió a decir: —Me gusta dormir solo. Hagger fingió ver la hora en su reloj de pulsera. —Es muy tarde. A esta hora me costará encontrar el camino de vuelta a mi hostal. Liu Tan la miró con dureza, a ver si con eso conseguía que se fuera. Hagger pensó en pedirle que le dejara quedarse, pero la amabilidad de Liu Tan, tras dos horas de fornicio ininterrumpido, estaba por los suelos. —Está bien. Me iré —dijo ella. Se vistió en silencio, mientras Liu Tan fingía estar a punto de quedarse dormido. Cuando cerró la puerta lo hizo muy suavemente, como para ocultar la humillación de haber sido expulsada. Luego, sin haber dicho adiós, se perdió en la inmensidad de la noche.

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9.

—Eres un fracasado, ¿lo sabías? Rogelio bajó los ojos. Las duras palabras de Mónica arrasaban con su ego del mismo modo en que las olas de un tsunami arrancan casas de cuajo. Rogelio hubiese querido correr a su hogar y esconderse debajo de la cama. En cambio, sentado como estaba en el inmenso sillón de cuero blanco, en una sala elegante y amplia con una vista al mar que hacía doler las entrañas desde el piso dieciocho del condominio Los Argonautas, en Viña, —el nuevo hogar de Mónica—, Rogelio tenía la impresión de que la única forma realmente digna de huir era correr al balcón y lanzarse a volar por los aires. —Ha sido mala suerte. El hado conjurado en mi contra. —Así hablan los fracasados, no hay duda. Mónica se levantó del sillón para encender un cigarro. Cuando volvió a sentarse, cruzó sus piernas torneadas aunque algo gordas. Vestía de manera impecable, un vestido claro, muy chic, a la antigua, carísimo por supuesto. Su pelo arreglado en peluquerías, sus joyas, manifestaban que ahora era una mujer completamente distinta. No la que había sido su esposa, la que ahora era su ex esposa, la que había encontrado una vida mejor mientras la existencia de Rogelio se arrastraba hacia el abismo.

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—No deberías ser tan dura conmigo. Me han pasado cosas. Rogelio le contó de su infarto, de su estadía en el hospital, de su casi muerte por culpa de un médico incompetente y sanguinario. El ceño de Mónica se desarrugó, pero sólo un poco. Su gesto, así de duro, hizo pensar alguna vez a Rogelio que ella podría ser lesbiana, o, al menos, albergar en su interior ciertos impulsos homosexuales. Pero las fotos de su nuevo marido, un fornido contador experto en tributación de empresas que jugaba al tenis asiduamente, no parecían defender esa hipótesis. —Si te enfermaste es porque no te cuidas. Si no te cuidas es porque no te interesas ni siquiera por ti mismo, muchos menos por otras personas —el tono de Mónica era muy duro, era casi como estar en un tribunal. Rogelio no había venido a verla para eso, pero a estas alturas, ¿cuál va a ser el alma caritativa que respete nuestras intenciones? —Quería que supieras que había estado enfermo. Sólo por eso vine. El rostro de Mónica se ablandó por un momento, se aflojó la máscara de dureza y desdén y, por un momento, apareció el rostro de una madre cariñosa y comprensiva. Sólo por un momento. Igual que el sol que aparece en medio de una tormenta sólo para recordarnos lo lejos que estamos del cielo y que luego desaparece, así se extinguió la breve dulzura de Mónica. —Te engañas a ti mismo. No fue anoche donde comenzó tu desgracia, sino mucho antes. —¿No estás dispuesta a escucharme? —Tu madre debe sentirse tan triste con lo bajo que ha caído su hijo. —No metas a mi madre en esto…

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Rogelio se disponía a ponerse de pie y retirarse cuando sonó el timbre. La ex pareja intercambió una mirada asustada, como si un extraño los hubiese descubierto haciendo algo indebido, siendo que se limitaban a hacer lo que hacen todas las ex parejas: discutir sin fin. Finalmente Mónica fue la primera en reaccionar y se dirigió a abrir. Rogelio oyó una voz muy grave saludando a su ex mujer. Una voz vagamente conocida. Mónica volvió a la sala. A su lado venía Ningizzida. —Saludos. Bendiciones —Ningizzida abrió los brazos como si quisiera estrechar a Rogelio contra sí. —El señor dice que es tu amigo. Mónica tenía los brazos cruzados, de pie aún, visiblemente enfadada por la llegada de aquel intruso tan excéntrico a su hogar. Ningizzida vestía un traje que parecía ser de poliéster, color crema y un gorro de la Universidad de Chile. Era una mezcla rara, a medio camino entre proxeneta y adicto al ácido. O podía ser que Ningizzida fuera ambas cosas al final. —No soy su amigo —dijo Ningizzida—. Por salvarle la vida y traerlo de vuelta, ahora él es mi completo esclavo, un servidor comprometido por entero a mi servicio. Rogelio miró con pánico a Mónica, como pidiendo ayuda. En cambio ella estaba encantada. Al parecer creía que todo era una broma, una broma estupenda. —Qué divertido. Cuénteme más —dijo Mónica—. ¿Cómo fue que el inútil de Rogelio se convirtió en su esclavo? —Me suplicó que lo llevara al hospital. A toda velocidad —remarcó Ningizzida—. Le expliqué que quedaría en deuda conmigo, pero de todos modos aceptó. Mónica se encogió de hombros.

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—Así es Rogelio. Dependiendo siempre de todo el mundo, incapaz de valerse por sí mismo. Mónica sonrió contenta. La visita de aquel extraño estaba siendo una perfecta oportunidad para mortificar a su ex marido. —Desearía una cerveza. Hace mucho calor y el camino hasta aquí ha sido largo. —Se la traeré en seguida —dijo ella. —No es necesario que se tome esa molestia —Ningizzida chasqueó los dedos—. Esclavo: tráeme una cerveza — dijo mirando muy serio a Rogelio. Mónica ahogó una carcajada y Rogelio se puso pálido. No estaba dispuesto a obedecer, por supuesto, pero sin saber cómo, se puso de pie y se dirigió a la cocina. Sus piernas parecían controladas por un poder perverso. Lo mismo que sus manos cuando abrió el refrigerador y sacó una cerveza. Ya iba a volver cuando decidió que debía llevar también un vaso, y con esos dos adminículos regresó a la sala. Descubrió a Mónica y Ningizzida estrechados en un caluroso abrazo. Los dos se miraban fijamente a los ojos. —Eres bella como las colinas de Sumeria, dorada y tempestuosa. A su pesar, ambos se separaron con el regreso de Rogelio. —¿Qué significa esto? —preguntó, mientras sin darse cuenta vaciaba la cerveza en el vaso y se la ofrecía muy gentilmente a Ningizzida. —Soy una mujer independiente. Puedo hacer lo que quiera —Mónica se había soltado de Ningizzida pero seguía junto a él, muy cerca el uno del otro, cómplices ofendidos por la llegada del intruso. —¿Y tu marido? ¿No crees que le gustaría saber lo que andas haciendo?

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—Qué pesado —dijo Mónica y, dirigiéndose a Ningizzida, preguntó— ¿No puedes hacer que se vaya? —Por supuesto. Vete a la cocina —dijo con tono firme—. Quédate allí hasta que yo te llame. Rogelio ya iba a protestar cuando sus piernas dieron la vuelta en ciento ochenta grados y tomaron rumbo a la cocina. —¡Es un abuso! —gritó antes de desaparecer. Ningizzida se volvió a Mónica y le cogió las manos. —Eres una perla. Una perla adorada, una joya de las mares. Mónica sonrió, muy halagada. En la cocina, sentado en el suelo, con la cabeza gacha, medio mareado por la humillación, Rogelio intentaba comprender qué estaba sucediendo. Es un hipnotizador, no hay duda. Ha dicho una palabra clave, o un gesto, y he caído bajo su control. Rogelio consideró la posibilidad de que en el hospital, cuando estaba débil y semiinconsciente, Ningizzida lo hubiese sugestionado. —No hay otra explicación —dijo en un susurro casi inaudible. Desde la sala le llegaban ruidos que sospechosamente se parecían a los ruidos que hacía Mónica cuando hacía el amor. O eran ruidos que le recordaban a Mónica haciendo el amor con él, pero que ahora sonaban aumentados, intensificados. Rogelio pensó en taparse los oídos, pero en realidad quería escuchar. Se imaginó que Ningizzida había sometido a su mujer ahí mismo, que seguramente la estaba poseyendo en el sillón de cuero blanco donde él recién había estado sentado. Había algo terrible en todo eso, pero también había un cierto componente de secreta lujuria. El poder oírlos, y tal vez, que Mónica supiera que los estaba oyendo.

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Y había dolor, por supuesto. Menoscabo. El pasado tensionando a todo dar su presente, convertido en el sirviente del hombre que tomaba a la que antes fue su esposa. ¿Cómo había sido esto posible? Rogelio pensó en sus escasos amigos, y consideró que de seguro ninguno se había sometido a esta clase de humillaciones. Las mujeres a veces se iban con otros hombres, era inevitable, pero eso no significaba que uno tuviese que hundirse de esta forma tan vergonzosa. Había pasado tan dulces momentos junto a Mónica. Su matrimonio no había sido muy largo, cinco, seis años, de los cuales sólo los primeros tres habían sido buenos. Tres años: treinta y seis meses de juego amoroso, de promesas de amor eterno que uno entonces no sabe que son simples espejismos hasta que el amor se muere. Llega el fin, simple y radical. El camino de los seres se divide, cada cual toma su camino, el que más le convenga. Los rostros que eran conocidos mutan hasta convertirse en el rostro de extraños. De gente que simplemente acaba por recordarnos a otra gente. Los gemidos allá afuera continuaban.

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10.

La luz de la media tarde lo recibió con delicadeza mientras Ted Bogger surcaba las calles de la ciudad en una especie de fuga. Corría un poco de viento que le desordenaba los largos cabellos grises. Hacía tiempo ya que necesitaba un corte de pelo, pero su temor por los ashur no le habían dado ocasión para aquellas actividades mundanas. En el cristal de una librería se detuvo y observó su rostro avejentado, arrasado por la dureza de las circunstancias y el tiempo. Quizás si dejara de preocuparme podría recuperar parte de mi antigua belleza. A su alrededor, el mundo del puerto fluía con su habitual vivacidad. Señoras gordas cargaban bolsas de compras, dando largos rodeos para no toparse con los cinco jóvenes que en la esquina, con gestos agresivos y palabras cortantes, pedían monedas para ir a ver un partido de Santiago Wanderers. Había también varios vendedores que, con una cesta en el brazo, igual que la caperucita, regalaban una cucharada de maní al que se cruzara en su camino, para luego intentar venderle a luca un paquetito miniatura. Uno de ellos intentó colarle una porción de aquel maní, pero Ted rápidamente ocultó sus manos en los bolsillos. Volvió a echar a caminar

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mientras llegaban a sus oídos retazos de conversaciones que a su vez eran obstruidas por el ruido de las micros, los tranvías y los autos. Se olía la suciedad del aire y sentía un desagradable cosquilleo en la garganta que le hacía pensar que haría mejor yéndose a vivir a Quillota o Villa Alemana. Rumbo a lo puro, lo etéreo, lo frágil. Cambiar la crueldad urbana por aquellos paraísos inexplorados. Comenzar de nuevo, aún a sus cincuenta años, quizás abrir un pequeño negocio de helados, o tal vez un bazar paquetería. No importaba lo que allí hiciera. De esta manera abandonaría el puerto de una vez y su vida cambiaría. Ted pasó por la entrada de una bodega donde había varios transeúntes arremolinados. Se asomó para ver qué los convocaba y vio cómo dos estibadores, gordos y lentos, estaban enfrascados en un furioso combate. A la distancia, se arrojaban cajones con frutas que esquivaban con relativa facilidad. Los insultos de grueso calibre volaban, lo mismo que las amenazas mortales de mutua destrucción. Peras, manzanas y naranjas volaban de un lado a otro y tapizaban el piso. De pronto, uno de los contrincantes se resbaló al pisar un mango y se fue al suelo. El otro aprovechó para acercarse y levantó un cajón con plátanos por encima de su cabeza, dispuesto a lanzárselo a la cara a su enemigo. —¡Ten piedad! —grito el caído. El otro miró a la multitud, que seguía expectante, como un viejo gladiador a la espera de que los pulgares se elevaran o descendieran. El público no decía nada, pero sus ojos brillantes, sus miradas ansiosas, revelaban que deseaban que algo pasara, que de una vez por todas un hecho atroz rompiera la monotonía monocroma en que habían sumergido sus vidas. Un joven estudiante, enfundado en su gris uniforme de colegio, dijo:

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—¡Hazlo pedazos! Lo cual fundió las pilas del gladiador, que dejó la caja de plátanos en el suelo. De hecho, en un gesto de caballeros le tendió la mano a su contrincante para que se levantara. Este rechazó la mano pero se puso de pie. —No deberíamos pelearnos —dictaminó el gladiador. —Así es —dijo el otro y, con gesto rápido, cogió un cajón y se lo estrelló en la cabeza. La sangre voló por los aires y el gladiador, como queriendo ejecutar un complicado paso de baile, giró sobre sí en una suerte de cabriola antes de caer al piso. —¡El vencedor! —gritó el estudiante, que tenía los puños apretados y creía que estaba relatando una pelea de lucha libre de la WWF. Ted Bogger se alejó en medio de la algarabía y los aplausos para el vencedor. Se sentía cansado y deprimido, y entró a la primera fuente de soda que se cruzó en su camino, creyendo que un bocadillo le haría subir el ánimo. —¿Qué es lo que desea? El joven camarero usaba lentes de marco grueso y tenía un aire extraviado que hizo que Ted recordara a Juan Klaus, su tarotista. Le pidió un sándwich de tomate con queso y una taza de té. ¿Seré yo el que estoy loco o lo están todos los otros? Ted sabía que lo más lógico era que él hubiese perdido un tornillo, pero la pelea que acababa de observar le dejaba ciertas dudas. Puede ser que el mundo entero sea el que ha enloquecido. Ted echó una mirada a la fuente de soda. La mayoría de los parroquianos tenían la vista clavada en las pantallas de sus celulares o en la del televisor más cercano. Un par de parejas jóvenes hablaban entre sí al menos, aunque eso no restaba desconsuelo a la escena en general. Cada

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uno encerrado de forma casi irreversible en su burbuja personal. Y él mismo, atareado en una obsesión extraña y particular que lo separaba de todo el resto: los jodidos ashures. Ted le hizo una seña al camarero y de la barra pasó a sentarse a una mesa que estaba junto a la ventana. No había visto un solo ashur desde que había salido de la casa del tarotista y mantenía la leve esperanza de que tras su confesión podría al fin despertar de esa prolongada alucinación. Se quedó mirando el cielo por varios minutos y a cada instante su ilusión aumentaba, confiando en que ya no vería más a esas cosas. Ya había dado cuenta de buena parte del sándwich cuando, a toda velocidad, desde el norte, vio un ashur a tan baja altura que sus rasgos arios y su pelo rubio y ojos azules eran perfectamente distinguibles. Se había equivocado. Dejó su sándwich con molestia y hasta asco y, pagando el importe justo del valor de su comida, sin nada de propina, abandonó el restaurante. El atardecer caía ya, comenzaba a helar y, automáticamente, Ted enfiló hacia la tienda de regalos, consciente de que ya era hora de reemplazar a Liu Tan. Y entonces lo vio a la distancia, no volando por los aires, sino ahí mismo, en tierra, en medio de la multitud de la Plaza de Mayo. Cruzó la calle a toda carrera y por poco lo atropellan. Había una banda tocando o algo así, y eso explicaba a toda la gente amontonada. Lo que no tenía sentido era que ese ashur, flotando a un metro a nivel del suelo y con ese brillo levemente radiactivo, estuviese moviéndose entre los transeúntes sin que nadie pareciera verlo. Ted, sin considerar el riesgo al que se exponía, corrió directamente a su encuentro. Se plantó frente a él. El ashur era muy alto, alcanzaría con facilidad los dos metros.

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—¿Qué eres? —preguntó. El ashur no era joven, sus cejas y bigotes eran de un blanco invernal, aunque su pelo era de un negro casi azulado. Su boca se torció en una mueca de desdén y arrugó la nariz carnosa y gigantesca, como la de un cocinero francés. Luego movió su máquina y girando hacia un costado se alejó de Ted y se perdió entre la multitud. Increíble. Me ha ignorado. El ashur se alejaba, pero por su gran estatura, Ted podía ver aún su cabeza moviéndose entre la multitud, el gesto duro y despectivo todavía impreso en el rostro, hasta que salió de la plaza y con violencia se elevó a las alturas.

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11.

La tienda de electrónica quedaba al final de la galería del Muelle Barón, donde la tienda de regalos de Ted Bogger era la primera, y la tienda de Max Lancaster quedaba postergada al final, medio oculta por los carteles de las tiendas naturistas que tenía delante y por un oscuro café, atendido por unas refugiadas de las Antillas donde también (se decía) vendían droga. Liu Tan ingresó a la tienda de electrónica, cuyo nombre era Gainax, y vio las paredes blancas y el piso de baldosas relucientes, los mostradores trasparentes donde todos los productos estaban ordenados con eficacia y asepsia, y sintió deseos de que su vida estuviera inspirada por un orden de esa clase, un orden quirúrgico y bien cuidado, donde hasta el último detalle estuviera fríamente calculado. —Buenas tardes —saludó Liu Tan. Había un par de dependientes con cortes de pelo al cero y camisas blancas que levantaron la vista pero no le respondieron, ocupados como estaban con dos parejas de preadolescentes que tenían encima y que les preguntaban sobre los enigmas de las últimas novedades en juegos de videos. —¿Cuál es la diferencia del Batman Arkham Asylum con el Batman Arkham City? —preguntaba uno.

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—En Goodbye to Chastity: New Girlfriends no puedo quitarle la virginidad a la líder explorada —decía otro. —¿Cuántas cabezas debo recolectar en Texas Chainsaw Massacre: Christmas Edition para obtener la sierra circular? —preguntaba un tercero. Los dos vendedores, que gracias a la homologación que les otorgaba la falta de cabello y las camisas blancas tenían un cierto parecido entre sí, como primos o hermanos, cerraban los ojos y respondían muy rápido, como pacientes y certeros budas: —Es una cuestión de evolución. En Arkham Asylum Batman ingresa a un recinto psiquiátrico que paulatinamente se convierte en su infierno personal. En Arhkam City el mundo entero se ha convertido en un infierno para todos. El primero explora las posibilidades solipsistas de la locura, el otro, cómo la locura puede instituirse como un orden social y político. Los dos preadolescentes, que llevaban camisetas de la liga japonesa de fútbol, una del Urawa Red Diamonds y otra del Cerezo Osaka asintieron al mismo tiempo, felices ante la revelación. De inmediato, el otro calvo vendedor dijo: —Para quitarle la virginidad a la líder exploradora debes acumular suficiente material sadomasoquista en el sex shop para que no logre huir. Lo ideal son los látigos y las máscaras de cuero, pero si ya ha empezado a correr por el bosque puedes probar lanzándole cadenas que de cualquier modo ralentizarán su huida. El segundo vendedor le hablaba a la otra pareja de adolescentes, uno era muy gordo y el otro extremadamente alto. El gordo preguntó: —Pero la entrada de la tienda está vedada a los menores de 21 años.

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—Debes ir al falsificador de identificaciones primero, y si tu personaje es demasiado joven, puedes entrar a la tienda de disfraces en pos de una peluca y bigotes. El gordo bajó la cabeza, parecía concentrado intentando digerir dicha información. —Entiendo. El primer vendedor volvió a hablar, de nuevo a los chicos de camisetas japonesas: En Christmas Edition debes primero disfrazarte de Viejito Pascuero, todas las cabezas que recolectes sin ese traje no valen nada. —No lo sabía —se excusó el que llevaba la camiseta del Cerezo Osaka. El vendedor lo fulminó con la mirada por un segundo, pero prosiguió de inmediato: —En teoría necesitas sólo cinco cabezas, pero solamente si están en la combinación: rubia-pelirroja-negra-albina y rubia de nuevo. Cualquier otra combinación de cabezas cortadas no servirá, y tendrás que cortar al menos quince o más aún, hasta que tengas todas las tonalidades de pelo en tu bolsa de cabezas para obtener la sierra circular. —Anota eso —ordenó el de la camiseta del Urawa Red Diamonds. El otro sacó un celular y obediente ingresó los datos. Cuando se retiraron, antes de salir, el del Cerezo Osaka dijo: —Ustedes son los mejores. Mientras el gordo y el alto seguían atosigando a uno de los vendedores, esta vez con preguntas acerca de cuál control ergonómico era el más recomendable para un zurdo, Liu Tan aprovechó para acercarse al que había quedado desocupado. —¿Está el señor Lancaster? —preguntó.

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El vendedor entrecerró los ojos como si tratara de recordar de dónde le sonaba aquel nombre. —¿Tú eres…? Liu Tan se lo dijo y el vendedor, tras anotarlo en una pequeña libreta, se alejó rumbo a la trastienda. Tardó sus buenos cinco minutos en regresar, tiempo que Liu Tan se entretuvo mirando los nuevos juegos porno disponibles para la Xbox 360. —El señor Lancaster te recibirá ahora —dijo el vendedor en tono solemne y echándose hacia atrás para apoyarse en la pared como si pronunciar aquel nombre lo afectara profundamente de algún modo misterioso e inequívoco. Liu Tan asintió y cruzó un corto corredor que llevaba a la oficina de Max Lancaster. No había puerta en la entrada, sino una estera de cuencas blancas por donde se entreveía ya la gruesa figura del dueño de la tienda de electrónica, sentado en una silla muy pequeña, cuyas rueditas crujían al menor movimiento, frente a una mesita muy baja, de esas donde se sirve el café y donde Lancaster tenía un cubo de Rubik y un caballito de madera. —Pase por favor —dijo una voz muy amable. Liu Tan ingresó a la pequeña oficina y de inmediato lo golpeó un fuerte olor a jamón ahumado. Miró a su alrededor y, efectivamente, dos gruesas piernas de cerdo colgaban en una esquina de aquella habitación. —Mi debilidad —dijo Max Lancaster y se puso de pie para estrechar la mano de Liu Tan. Era un hombre corpulento de no menos de 120 kilos de peso. Tenía el pelo enmarañado y unas largas patillas encanecidas recorrían buena parte de su cara—. ¿En qué puedo ayudarle? Liu Tan no sabía muy bien cómo comenzar. De hecho era el propio Max Lancaster quien lo había convocado. Tres

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días atrás se había presentado a mediodía en la tienda de regalos, había comprado un plato de cerámica que decía: Valparaíso, gloria del mundo, y una cigarrera hecha de cuero de lobo marino. Mientras pagaba a Liu Tan, dijo: —Los recuerdos son un consuelo para el alma cansada. Liu Tan guardó el plato en una caja de cartón para que no se rompiera y respondió: —Supongo que sirven para ocultar las cosas que nunca hicimos. La cara de Max Lancaster se iluminó. —Olvidamos casi todo —dijo Lancaster—. Los aeropuertos, el tamaño y forma de las ciudades, el color de las aguas y la arena de una playa que alguna vez amamos, el sabor de los postres y todas las alegrías que alguna vez experimentamos. Necesitamos estos recuerdos a modo de fachada —hizo un amplio ademán por toda la tienda—, para no tener que escrutar en el agujero de nuestra memoria y descubrir que allí no hay nada. Sin estos recuerdos —dijo mostrando el plato en alto como una especie de trofeo— tendremos que enfrentarnos al descubrimiento de que nuestras vidas flotan en medio de un vacío inmisericorde. Liu Tan asintió levemente intentando ocultar su plena aceptación a las palabras de Lancaster, y mencionó el precio a pagar por los regalos. Max le pasó un billete de veinte mil y Liu Tan, sin querer, dijo: —Es un peligro cambiar objetos por experiencias. Una sonrisa se dibujó en los labios de Max Lancaster. —Es una permutación que muy fácilmente se vuelve irreversible. Las personas, de hecho, suelen renunciar a las experiencias y comprar objetos cuya aura permita sugerir o instigar dichas experiencias.

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Liu Tan se encogió de hombros y le dio las bolsas y el vuelto. —El comercio lo devora todo. Max Lancaster salió de la tienda silbando una vieja tonadilla que tenía ciertas reminiscencias a «un elefante se balanceaba…». Liu Tan pensó en su oferta. «¿Cuánto ganas aquí?» le había preguntado después de recibir el vuelto. Se había dado media vuelta, de modo que Liu Tan sólo veía su espalda corpulenta y ancha y la parte posterior del cráneo, esa cabellera abundante y gris, como de director de orquesta. «El sueldo mínimo» había reconocido Liu Tan, «más unas cuantas prestaciones menores». «Puedo triplicar esa cifra. Ven a visitarme» le había dicho Max Lancaster antes de desaparecer. Liu Tan pensó en cómo podría verlo, hasta que vio en el mostrador de vidrio una tarjeta de azul inmaculado que Lancaster le había dejado sin que él lo notara. Y ahora estaba allí, frente a él, de algún modo secreto suplicando por que la promesa de Lancaster se hiciera verdad, pero manteniendo una postura erguida y seria, como si hubiese ido allí en realidad por otro motivo, secreto e inconfesable. —Ha sido un día estupendo, ¿no? Liu Tan asintió, esperando que aquel gesto diera a entender su plena fe en Lancaster, un desconocido que hacía promesas, a diferencia de todos los otros desconocidos que no le hacían promesas de ninguna índole, y que hacían que Lancaster pareciera mágico y especial. —Los niños vienen en miríadas a mi tienda —continuó Lancaster—. ¿Dejad que los niños vengan a mí no fue lo que dijo nuestro Salvador? Pues bien, yo hago que vengan y se diviertan y sueñen con mundos que esta anodina realidad jamás les pondrá frente a sus narices.

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—Es una tienda muy limpia y ordenada —reconoció Liu Tan—. Emana de ella una cierta pureza. Lancaster dio un potente puñetazo sobre la mesa. —¡Pureza! ¡Eso es precisamente lo que le falta a nuestras sociedades! Basta mirar las calles del puerto, tan sucias y contaminadas. Se me llenan los ojos de lágrimas —Lancaster, con teatralidad, sacó un pañuelo del bolsillo y secó unas inexistentes lagrimas—, cuando pienso en todos esos jóvenes vagabundeando en las esquinas y que podrían estar pasando horas y horas en sus casas, divertidos en juegos seductores y que ofrecen miles de maravillosas posibilidades. Liu Tan buscó donde tomar asiento pues al parecer esto tenía para largo. Pero la única silla disponible era la que ocupaba Lancaster y Liu Tan, por un absurdo segundo, consideró la posibilidad de ir a sentarse en sus rodillas y seguir escuchando su historia. —Tengo fe en que la tecnología ayude a encarrilar a nuestra juventud —su tono de voz era duro ahora, enojado casi. Lancaster levantó la vista y miró a Liu Tan fijamente a los ojos. Estiró el índice y le apuntó a la manera en que lo hacían los afiches del Tío Sam, lo que hizo imaginar a Liu Tan que Lancaster era una especie de Tío Sam gordo y decadente, el signo de un imperio que de un día a otro había caído a un oscuro abismo—. Pero para eso, necesito tu ayuda.

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12.

La noche en el Muelle Barón adolecía de una cierta falta de tranquilidad y sosiego. A una cuadra, la actividad del puerto era incesante: llegaban los barcos provenientes de los mares septentrionales, las grúas los aliviaban de su carga y lanzaban sus containers de un lugar a otro, y los camiones tomaban finalmente el precioso cargamento rumbo a algún otro punto lejano del orbe. Dicha actividad generaba un ruido continúo y multiforme; sirenas y alarmas, chirridos de maquinaria en acción, gritos y advertencias que a Karla Mayo se le antojaban como el masticar de dientes de gigantescas fauces metálicas, como de ese gigantesco monstruo robot que devoraba automóviles en un capítulo de Los Simpsons. A las once, la mayoría de las prostitutas se hallaban expectantes: la noche recién comenzaba y tanto podía depararles generosas cantidades de billetes como ser ignoradas continuamente por una docena de clientes que siempre elegirían a cualquier otra (y en este caso la ley de probabilidades les jugaba en contra, en pos de dos o tres chicas que siempre eran privilegiadas por esa misma ley). Karla Mayo fumaba bajo una farola y masticaba chicle al mismo tiempo con la idea de mitigar el olor a humo,

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mientras esperaba que los dioses del azar o del dinero o del sexo se apiadaran de ella. Vio a Raquel bajarse de un Ford Escort, la sonrisa dibujada en el rostro. Era el tercer o cuarto cliente que tenía en lo que iba de esa noche mientras que ella seguía ahí bajo la farola, amarrada a ella como si fuese su guardiana o protectora y las fuerzas de la noche le hubiesen encargado que la cuidara con especial atención. —Un cliente muy leal, muy generoso —dijo Raquel y, sin disimulo, contó los billetes que acababa de ganar. —Guarda eso. Pueden verte. Raquel echó un vistazo. Descontando a tres colombianas paradas en la esquina siguiente y un travesti parado al principio de la calle que usaba una minifalda de un rojo brillante y que intentaba pasar gato por liebre, no había nadie más en la cuadra. —No te pongas celosa, si ya te va a caer algún desesperado que pase por aquí. Karla se miró los zapatos de tacón fijamente mientras pensaba si era buena idea o no lanzarse sobre Raquel y volarle un par de dientes. Es demasiado temprano, pensó al final, no estoy ebria ni drogada y ella podrá decirle a todo el mundo que fue por envidia. Un pequeño Volkswagen escarabajo dobló la esquina. Era un auto humilde y eso hizo que renacieran las esperanzas en Karla Mayo. Levantó el busto y el mentón para verse más atractiva y, ojalá, deseable. El escarabajo había disminuido la velocidad y el conductor escrutaba cuidadosamente lo que el Muelle tenía para ofrecerle. Pasó de largo frente al travesti (menos mal, pensó) y también de largo frente a Raquel. Al final llegó hasta la farola donde estaba ella y se detuvo. Ya se disponía a acercarse cuando el conductor, que era un hombre moreno de gafas redondas, hizo un gesto negativo con la

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cabeza y volvió a poner en marcha su cacharro. Se detuvo en la esquina y Karla, aún con el saludo atorado en la garganta, tuvo que ver cómo una colombiana de casi un metro ochenta de estatura subía al escarabajo y luego desaparecía rumbo a un destino cierto e inevitable y que de algún modo retorcido ella deseaba. —Se ha ido. Se ha ido y no volverá —dijo Raquel. Karla salió de la calle y retrocedió hasta su puesto habitual, aunque hubiese querido seguir retrocediendo hasta perderse entre el cemento y los ladrillos, dejar de ser una presencia no deseada, un bicho de esos que se ocultan en el día, poder perderse en lo insensible, en aquello que no sufre. De reojo, miró la tienda acristalada de Ted Bogger, quien, sentado junto a la caja registradora, luchaba por no quedarse dormido. Karla Mayo pensó en pasar a saludar pero era demasiado temprano y no había ganado un solo peso todavía. Necesitaba un par de clientes para salvar la noche, al menos uno. No por el dinero, para no caer en la desesperación. De pronto se dio cuenta de que seguía mirando fijamente a Ted Bogger y este, que se había desperezado, la saludaba con la mano. Karla miró su reloj de pulsera: a la una iría a darse una vuelta por la tienda, por esa tienda que por alguna razón inexplicable permanecía abierta toda la noche. Había gente que compraba cigarrillos, sí, acaso condones, pero no había nada más en la tienda de Ted Bogger que un alma errabunda pudiese desear a las cuatro o cinco de la mañana. ¿Por qué entonces no cerraba nunca? Intentó imaginar varias opciones. Podría ser que Ted Bogger hubiese estado un tiempo en la cárcel, diez años o acaso veinte. Un crimen pasional seguramente (no parecía alguien obsesionado con el dinero como para llegar a delinquir por él). Eso, en parte, también justificaría

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que fuera soltero. Karla lo imaginaba llegando a una hora inesperada a su antiguo hogar, y encontrando a su esposa en la cama con otro hombre. Pensó en las manos de Ted intentando descubrir si eran lo suficientemente fuertes como para estrangular a alguien. No pudo decantarse por el sí o el no y consideró más probable que hubiese estrellado una lámpara en la cabeza de ambos, o acaso una silla o un televisor. Eso le parecía más decente a que Ted Bogger anduviese armado por la vida y hubiese cometido la simplicidad de descerrajarle cuatro tiros en la cabeza a cada uno, aunque todo el mundo creía que Ted estaba armado hasta los dientes y por eso nadie asaltaba nunca su tienda. O podía ser que los ladrones sabían que no valía la pena arriesgarse a cambio de un botín tan magro o inexistente. Como sea, ella lo miraba desde la calle, contemplaba el perfil adormecido de Ted e intentaba imaginar qué habría sentido él durante esos diez o veinte años tras las rejas. Si se había arrepentido sinceramente de su crimen o simplemente se había prometido nunca más volver temprano a casa y no quedar expuesto a un nuevo y fatal arrebato de celos. Por eso era que prefería quedarse en la tienda por las noches, como una suerte de seguro que también era una penitencia. Así no se metería en problemas, así no volvería a la oscuridad. Un mercedes negro entró a la calle. Resignada de inmediato, Karla apenas le prestó atención. El mercedes se detuvo frente al travesti de minifalda y este, dando grititos de emoción, desapareció en su interior. Llegaron dos autos más, pero eran de esos que devolvían a las chicas a su lugar de trabajo, jóvenes, casi adolescentes, que muy serias se ajustaban las faldas y corsés y en espejos en miniatura revisaban el maquillaje de labios y ojos. Karla encendió otro cigarrillo y volvió a mirar dentro de la tienda. Pensó que otra alternativa era que Ted se hubiese

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ganado la lotería o hubiese recibido una fabulosa herencia o se hubiese encontrado un maletín lleno de billetes debajo de un puente, el pago de un rescate de un secuestro que nunca vio la luz. Como fuera, había tenido mucho dinero a su disposición, pero con el tiempo Ted había descubierto que dicho dinero le repelía y hacía infeliz. Karla imaginaba las fiestas decadentes a las que había asistido, las carreras de autos clandestinas, las mañanas de tedio en Venecia durante vacaciones interminables, la mansión vacía y el frío del mármol, la soledad de todos esos días, y cómo finalmente había liquidado todos esos espejismos de lo que debía ser la vida idílica de un hombre y había buscado una vida normal. Posiblemente había vendido todo y se había quedado con una jugosa cuenta en el banco y suficiente dinero como para no tener que preocuparse nunca más por su seguridad económica. Pero entonces, ¿cómo iba de ahora en adelante a ocupar sus horas? La tienda de regalos era —sin duda— una buena alternativa. Un trabajo relajado y nulo y, sin embargo, una responsabilidad, algo que le permitía tener una razón para levantarse por las mañanas. Sería una buena explicación, pensó, sino fuese porque necesitaría de un golpe de suerte para tener sentido. Quizás estaba desvariando. Miró la calle y descubrió que estaba sola, que en algún momento, mientras estaba absorta en sus pensamientos, Raquel había desaparecido, lo mismo que las adolescentes y las colombianas de la esquina. Al menos el próximo que venga tendrá que elegirme a mí. Y así fue. Llegó una amplia furgoneta amarilla, de esas que llevan a los escolares al colegio, y un hombre gordo, de barba espesa, la hizo subir. La llevó al estacionamiento de un supermercado y se detuvo en la esquina más alejada. Mientras el gordo, que olía a pizzas como si recién hubiese

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acabado de cenar, se afanaba sobre ella, Karla pensó que la última alternativa que se le ocurría sobre el actuar de Ted Bogger era que este, alguna vez, había conocido a una mujer, una mujer inolvidable o por algún motivo distinta a todas las otras, que había dejado una huella indeleble sobre él, que hubiese sugerido o insinuado la idea de una gran promesa entre ambos y que, antes de que Ted Bogger alcanzara a decir sí, había desaparecido. Ted debió creer que era un error que podía corregir, pensó Karla mientras apretaba los muslos para que el gordo se viniera más rápido. Una mujer misteriosa que aparece en medio de la noche y, con la misma celeridad con que aparece, sale de escena sin dejar una pista tras de sí, como una cenicienta olvidadiza que no deja su zapato en la entrada de la gran mansión. Y él, como el príncipe repudiado, se debe resignar a su recuerdo y a la temblorosa espera. Finge trabajar pero lo que hace es esperar a que ella vuelva. —¿Las grandes pasiones se incuban siempre con lentitud? —se preguntó con un susurro. —¿Dijiste algo? —el hombre gordo levantó la cara desde el cuello de Karla y la miró confundido. —Nada. Que estás muy rico papito. Sigue así. El hombre gordo sonrió y reanudó sus embistes sobre ella. En pocos segundos todo había acabado para satisfacción de ambos. El gordo la dejó a casi seis cuadras de donde la había recogido. «Llevo prisa» se había excusado y mientras Karla Mayo caminaba bajo la luna de regreso a su lugar, pensaba en si era probable o no que Ted Bogger guardara un gran amor en su interior. Tarde o temprano pasa, todos se enamoran. Ella también se había enamorado de joven, y luego su amor se había convertido en un esposo deprimido por la falta de trabajo y

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en un par de hijos de miradas ausentes. ¿Y el amor? ¿Se había trasformado o simplemente había huido de su vida, dejándole a cambio ese trío de extraños en casa? Era como el pase de magia de un hábil prestidigitador que se nos pasa completamente por alto, una mutación irreversible, un camino mil veces transitado y que siempre te lleva al mismo lado. Karla no lo sabía, y mientras cruzaba por las esquinas que pertenecían a otras prostitutas y se cuidaba de no mirar a nadie a los ojos, pensaba que había cosas que irremediablemente se le escapaban, que acaso si tuviera más tiempo para pensarlo, o un poco más de inteligencia podría, como un detective que resuelve un caso, descubrir el punto exacto en que se había torcido su vida, el momento en que el Amor todo lo había echado a perder, la había condenado a esta cárcel de puertas abiertas, a este baile sin freno con la adversidad. Cuando llegó a su esquina, Raquel ya estaba de vuelta. —Estoy que saco chispas esta noche. —Espero que me invites un trago —Karla buscó en su bolso unos pañuelos desechables para secar de su cuello el sudor helado del hombre gordo. —Soñar es gratis —Raquel se revisaba las medias por si un fluido de alguna clase la había ensuciado. —Es gratis —repitió Karla y miró la tienda nuevamente. Ted Bogger cabeceaba ahora frente al televisor en blanco y negro, aunque las campanitas atadas frente a la puerta lo despertarían cuando alguien entrara. Karla pensó que le daría las buenas noches y él, mientras se rascaba los ojos, le ofrecería un café y le regalaría un cigarro. Siempre el mismo ritual todas las noches. ¿Qué pretendía Ted Bogger con esto? A Karla le entraron unas ganas mortales de preguntárselo, de averiguar finalmente de qué iba todo el misterio que se tejía a su alrededor.

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—Son casi la una. La ola se aproxima —dijo Raquel. Se refería a todos los hombres que salían de los bares y discotecas después de fracasar en su intento de conocer a una chica e iban por ellas, las prostitutas, que siempre los estaban esperando. Karla comprendió que no podía entrar ahora a la tienda, no podía interrogar a Ted Bogger, ni esta noche ni ninguna otra. Cada uno tiene derecho a su dosis de sueños, pensó ella y se aprestó a esperar a toda esa horda de hombres solitarios que a esas horas de la noche descendían hacia ella.

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13.

La camioneta doblaba siempre por caminos cada vez más pequeños, eligiendo siempre los peores, adentrándose en lo maltrecho, lo recóndito, lo primigenio. El brillo del mediodía impactaba los ojos de Rogelio, quien, de brazos cruzados, no decía palabra desde que habían salido de Valparaíso. Después de acostarse con Mónica, su ex mujer, Ningizzida había ido a buscarlo a la cocina, donde lo encontró sentado en el piso de cerámica con el rostro mustio, como el de un prisionero de guerra. «Debemos irnos» le dijo más como una orden que otra cosa, y ante la anomia de Rogelio, lo cogió al vuelo, sacándolo a rastras del apartamento sin la posibilidad de que Ministro tuviese siquiera la oportunidad de despedirse de su ex esposa. —¿Adónde vamos? —preguntó al fin, un poco como un niño hastiado de un largo viaje con sus padres. —Hay mucho trabajo por hacer. Deudas por saldar — dijo Ningizzida sin apartar la vista del frente. Habían dejado atrás los cerros que rodeaban la ciudad y luego perdido en todos esos pequeños valles que había de espaldas al puerto, territorio olvidado para la gran mayoría, punto ciego del mapa imaginario que unía Valparaíso y Santiago con un hilo invisible, como un salto a través del vacío del espacio.

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Llegaron al fin a una pequeña parcela. Había una casa a los pies de una colina junto a dos cipreses muy altos. Cultivaban girasoles en aquel lugar y los campos, a uno y otro lado del camino, exhibían cientos, acaso miles de aquellas flores, que erguidas y atentas, seguían paso a paso el devenir del sol. —¿Qué hacemos aquí? —preguntó cuando la camioneta al fin se detuvo en el sendero que conducía hacia la pequeña cabaña. Ningizzida, sin contestar, se dirigió a la entrada. Era una cabaña muy pequeña donde no viviría más de una persona. Dio unos cuantos golpes a la puerta pero nadie contestó. El silencio predominaba y era apenas interrumpido por el ruido de los pasos de ellos dos y el suave rumor del viento. —Debe estar en el campo —dijo y aguzando la vista examinó las plantaciones de girasoles—. Ahí, ¿lo ves? Rogelio, quien estaba apoyado en el parachoques de la camioneta, miró en la dirección a donde apuntaban los gordos dedos de Ningizzida. Había efectivamente un hombre en medio del campo de girasoles, sí, un hombre muy alto que llevaba un sombrero de paja. Usaba una camisa de un azul muy vívido, eléctrico casi, y unos pantalones anaranjados. Por los girasoles no podía ver sus zapatos pero imaginó que eran botas de labor, con las cuales, imaginó, aquel hombre recorría día y noche sus terrenos. El hombre era viejo y muy delgado, y parecía no percatarse de la presencia de los dos visitantes. Llegaron hasta el borde de la plantación. Rogelio observó que Ningizzida dudaba, sin saber si seguir acercándose, como si el paso le estuviese vedado. —¡Señor Schilder! —gritó y le hizo grandes aspavientos con la mano a aquel hombre que estaba a una veintena de metros. Este por primera vez levantó la mirada, que no era ni alegre ni triste, sino más bien absorta y distante.

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Tiene el perfil de un hombre condenado, pensó Rogelio y apretó los puños y sintió que acababa de cometer una impiedad. Schilder avanzó hacia ellos con lentitud, procurando no pasar a llevar los girasoles que lo rodeaban como una muchedumbre de fieles seguidores. —Buenas tardes… —dijo y el rumor de su voz se fue apagando, como si viniera desde muy lejos. Se había detenido a unos cinco pasos de ellos dos y, al igual que Ningizzida, parecía que no podía salir del campo de girasoles. No era excesivamente viejo, andaría por los cincuenta, pero la tensión en su rostro lo hacía ver como si hubiese vivido cientos de años. —Este es mi ayudante —explicó Ningizzida mientras con la palma abierta mostraba a Rogelio como si fuera una cabra que estuviera a la venta—. Vine a arreglar la parte de nuestro trato que estaba pendiente. Schilder asintió por pura cortesía, pero su mente parecía estar muy lejos de allí. Cogió una ramita que estaba en el suelo y la masticó mientras se desentendía de ellos y volvía hacía el centro del campo. Ningizzida frunció los labios. —Un tipo difícil. Me hubiese gustado ser su amigo pero no le agradan mucho las conversaciones —echó a caminar—. Debemos darnos prisa, hay mucho trabajo. —¿Trabajo? El sumerio se volvió hacia Rogelio con brusquedad. —Estás en deuda conmigo, ¿no lo recuerdas? Dijiste que si te llevaba al hospital a toda prisa harías lo que yo te dijera. Rogelio no podía creer lo que estaba oyendo. —Me estaba muriendo. Literalmente. ¿Crees que alguien en esa condición no sería capaz de decir cualquier cosa para salvarse?

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Ningizzida ni lo miró. —Debemos hacernos responsables de nuestros dichos. Las palabras no deben ser tomadas a la ligera. Si no, créeme, ninguno de los dos estaría aquí. Habían caminado hasta un pequeño trozo de tierra sin cultivar donde crecían malezas y toda clase de arbustos espinosos. Agotado, débil por su reciente operación, Rogelio buscó un lugar donde sentarse y como no lo encontró se dejó caer sobre la tierra desnuda, incapaz de continuar. El sumerio, por su parte, había ido a la cabaña y había regresado con un azadón que dejó caer bruscamente sobre el regazo de Rogelio. —Hay que limpiar este terreno. Desbrozar todas las malas hierbas para preparar una nueva cosecha. Rogelio miró un par de segundos la pala hasta comprender. —¿Quieres que yo lo haga? Ningizzida se encogió de hombros. —Yo no puedo entrar a ese campo. Es territorio sagrado. Rogelio miró el eriazo de terrones duros y secos y pensó en las razones de por qué un lugar así podría ser considerado sagrado. —Estoy débil, estoy enfermo. Puede que cuando me recupere pueda pagar mi deuda, pero no ahora —se quejó con debilidad, esperando que el sumerio se apiadara y lo llevara de vuelta a casa. El calor de la tarde impactaba a ambos. Schilder silenciosamente avanzó por el campo de girasoles hasta quedar cerca de aquellos dos y se puso a estudiar sus figuras. Rogelio, en el suelo, la cabeza baja, derrotado y rendido, tenía un cierto aire de presidiario. El gesto de Ningizzida, por su parte, serio y levemente cruel, correspondía al de un gendarme un poco aburrido con su trabajo pero consciente de su deber.

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La camioneta estaba lejos, más arriba, junto a la cabaña, pero Schilder consideró que sería mejor incluirla en aquel cuadro, dejar a Rogelio de rodillas, apoyado en la camioneta y con la mirada implorante hacia Ningizzida. —No es que quiera castigarte, pero estás en deuda conmigo y yo estoy en deuda con él —Ningizzida apuntó a Schilder, que seguía observándolos mientras pensaba en las distintas formas en que podría pintarlos a ambos. —¿Una deuda? ¿Le debes dinero o algo así? —Le debo respeto. Un dios, mientras más noble sea, más respeto exige al resto. Rogelio se volvió hacia Schilder, que seguía inmóvil, e intentó calzar su imagen con las palabras de Ningizzida. —No parece un dios. —Ningún dios parece un dios en esta tierra de hombres. Vamos, te ayudaré a ponerte de pie —Ningizzida cogió de una solapa a Rogelio, lo elevó con fuerza monstruosa, casi como si pudiera lanzarlo por los aires, y lo empujó hacia los lindes del terreno que debía ser desbrozado—. Date prisa, tenemos que dejar todo listo antes de la puesta de sol. Rogelio pensó en resistirse, pero si lo hacía posiblemente el sumerio le daría una paliza de tal magnitud que lo dejaría listo para regresar al reino de los muertos. Se volvió implorante hacia Schilder, pero este estaba concentrado en las formas en que podía retratar a Rogelio y su azadón, de qué modo dejar patente de la mejor forma su desconsuelo y terror. ¿Qué he hecho yo? ¿Qué hice mal en toda mi vida para llegar a esto? pensaba Rogelio, azadón en mano, mientras, con desgano y lentitud, rastrillaba las malas hierbas de aquel campo que ahora se le antojaba gigantesco. Ningizzida, de brazos cruzados, no le quitaba los ojos de encima y Rogelio sentía que no tenía escapatoria.

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Fui un buen estudiante en la escuela, trabajé siempre tal como se me había ordenado, pagué mis deudas, tuve una esposa, críe a mi hija y luego… Luego había conocido a Carla, su amante, y toda su vida se había venido abajo. ¿Y ahora? Ahora estaba a campo traviesa, lejos de su hogar y de sus seres queridos (que, de paso, ya no lo querían), bajo la vigilancia de un sumerio y de un hombre que no se parecía en nada a un dios pero que aseguraban que lo era. Rogelio lo miraba de reojo, mientras seguía tironeado las plantas. No tienes nada de especial, decía entre dientes, pero mientras la tarde avanzaba y Schilder lo seguía mirando absorto, comprendió que algo distinto debía haber, aunque eso fuese simplemente la fijación que él despertaba en aquel sujeto. Está bien, su forma de mirar es más concentrada, pero eso no lo convierte en un dios. —Cuando era humano tenía esa misma forma de mirar — dijo Ningizzida cuando, de vuelta en la camioneta, regresaban a Valparaíso—, esa clase de cosas no cambian de una vida a otra. Rogelio arrugó el ceño. —¿Dices que fue un hombre y ahora es un dios? Ningizzida asintió, pensativo. —Es lo justo. Los espíritus suben y bajan en su marcha universal. Un hombre que asciende hasta las cumbres más altas… no tiene sentido que vuelva a ser un hombre. —Sin embargo lo parece. —¡Las apariencias! ¡El terror de las apariencias! Duérmete será mejor —dijo y en el acto Rogelio cayó en un sueño profundo. Ningizzida siguió manejando de vuelta a casa mientras pensaba que los destinos de los hombres podían ser tan vastos

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que incluían no una sino muchas vidas. Tan excéntricos que ante la visión de una sola vida, o de parte de esa vida, no tendrían ningún sentido. Tan fugaces que parecían un sueño o, muchas veces, una pesadilla. —Es irremediable. Parte de su caída. Cerca de Valparaíso Ningizzida vio a los ashures que se movían ágiles por toda la ciudad como las abejas alrededor de su colmena. —Pero no falta mucho al menos. Ya es el tiempo —dijo.

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14.

A eso de las nueve de la noche Liu Tan se retiró a toda prisa de la tienda de regalos, apenas despidiéndose a la carrera de un ceñudo Ted Bogger, pues tenía una cita con una chica polaca que había conocido esa mañana. Ted se preparó el primer café mientras veías las gotas caer perezosamente sobre la taza, muy lentamente, en una progresión perezosa pero irreversible. Comprendió que era necesario tomar cartas en el asunto antes de que esto de los ashures acabara con las esmirriadas dosis de lucidez que aún le quedaban. A las once de la noche las prostitutas y los otros animales nocturnos vieron cómo Ted Bogger apagaba las luces y bajaba las cortinas metálicas de la tienda de regalos. Las prostitutas más viejas, aquellas que por casi diez años habían florecido y luego marchitado allí, eran incapaces de recordar una sola noche con la tienda cerrada. Los motivos ajedrezados de la reja tenían un encanto extraño, ese encanto que viene de lo nuevo y lo inesperado, y muchos clientes esa noche no fueron bien atendidos, o acaso fueron derechamente ignorados pues las chicas no se podían sacar de la cabeza la tienda cerrada, sus luces apagadas, aquella tienda que era como un faro en medio de la noche, un puerto para los viajeros cansados y que había desaparecido de pronto,

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había cerrado sus puertas y era, ahora, sólo un ojo ciego, una posibilidad clausurada, la pérdida de un refugio que hacía disminuir un poco más las esperanzas que ellas podían tener en el mundo. Ted Bogger trepó trabajosamente la reja de alambres que cercaba Sueño Mágico, el parque de diversiones que se había apostado en el muelle 14. Acababan de cerrar y a la distancia se podía distinguir la silueta de cansados padres que llevaban a sus hijos en coches o de la mano, volvían a casa tras una vibrante y tensa jornada de largas filas, gritos en la montaña rusa, bocas pegoteadas con nubes de algodón, algarabía y una potente nostalgia de una vida distinta que los embargaba a todos en los momentos de debilidad. Sintiendo que causaba mucho más ruido al bajar al otro lado de la reja y temiendo que hubiese perros sueltos que pudieran en cualquier momento abalanzarse sobre él, Ted Bogger caminó muy agachado por entre las atracciones mecánicas, aquellas fantasías de hierro y luces construidas para crear vértigo y una alegría algo histérica. Cargaba una pesada mochila mientras buscaba el lugar que pareciera más apropiado. Esto debe terminar. Aquí mismo. Esta noche. Había notado que muchos ashures sobrevolaban por encima del parque como polillas cerca de una farola, acaso atraídos por el bullicio y los colores, o quizás por la multitud ingente de almas descarriadas que por allí transitaban. Llegó al pie de la rueda de la fortuna: el punto más alto donde dominaría cada centímetro del parque. Con dificultad, traicionado por los años y el peso de su cuerpo, Ted comenzó a escalar, intentando alcanzar la góndola que estaba en la cima. A mitad de camino cometió la torpeza de mirar hacia abajo y sintió vértigo, tuvo miedo de morir. Se aferró

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al frío metal y trató de respirar profundamente. Puedo hacerlo, repitió, y continuó hasta llegar a la cima. Era más difícil de lo que había supuesto pasar del pilar al que estaba aferrado a la góndola que a casi un metro parecía flotar en medio de la nada. Si fallaba sería el fin. La góndola se mecerá. Lo primero que debo hacer es cogerme firmemente. Sin querer moderar más el asunto (como si no fuese su propia vida la que estuviese en juego) saltó y cayó más o menos donde tenía previsto. La góndola apenas se meció pero la brisa del océano hacía que estuviese húmeda y algo pegajosa. Ted Bogger pasó al otro lado y tomó asiento. El ruido de un cierre al abrirse cortó el silencio que lo oprimía y su mochila exhibió su contenido: una escopeta de dos cañones que su tío Eliot le había legado, pese a que Ted era vegetariano y de paso había jurado desde joven nunca estar implicado en el crimen de un animal. Puede que a su tío le importara un pimiento dicha promesa. O, acaso, hacia el final, buscando trocar la voluntad de su sobrino, le había dado ese regalo sabiendo que era la única manera de modificar el destino vegetariano que Ted Bogger se había auto-impuesto y así traerlo de vuelta al lado oscuro. Sin embargo, de una manera que el tío Eliot jamás había imaginado, los días de cacería habían regresado a la familia. Bogger sabía que debía ser paciente, que tarde o temprano un ashur pasaría cerca y que, si no lo miraban o ignoraban sus palabras, pues bien, era necesario pasar al siguiente nivel de contacto. La escopeta de perdigones no podría matarlos de ninguna manera pero llamaría su atención, los obligaría a mirarlo, a reconocer que él existía. Puede que su respuesta sea atacarme, cortarme en trozos, pero al menos tendré una respuesta de su parte, pensaba

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Ted Bogger y se aferraba a la fría arma que era su llave de entrada hacia un mundo completamente desconocido. La noche avanzaba. Ya había visto pasar un par de ashures, pero a tal velocidad y distancia que no tenía la menor oportunidad de acertarles. Absurdamente recordó cuando tenía nueve o diez años y había estado de vacaciones en el campo de su abuelo. Había pasado la tarde bañándose en el río y cuando volvía a casa oyó el ladrido de un perro, se giró, y vio a un cazador apuntándole con una escopeta. De inmediato el cazador bajó el arma, lo saludó y le preguntó de dónde era, pero Ted tuvo la certeza, una certeza absoluta y a la vez misteriosa, de que el cazador había considerado la posibilidad de dispararle, no porque lo hubiese confundido con una presa sino porque el espíritu de la caza, de la sangre y de la muerte, lo habían poseído por un segundo, un oscuro segundo, de tal modo que el cazador estaba dispuesto a dispararle a todo lo que tuviera vida. Lo instantáneo e injusto que hubiese sido su muerte siempre acababa por perturbarle. Ahora, sin embargo, oprimido por las fuerzas de la incertidumbre y acaso de la locura, se había visto obligado a intercambiar el rol… Un ashur pasó muy cerca. Fue todo muy rápido. Ted, que tenía el arma en posición, la giró apuntando hacia el ashur, acompañó un momento su viaje y disparó. El estampido se oyó en todo el parque, así como el chillido del ashur que, alcanzado por los perdigones, comenzó a caer. ¡Le di! Pero el ashur se recuperó, su nave volvió a volar, más lento y con mayor dificultad y soltando toda clase de quejidos metálicos mientras el tipo arrojaba lo que parecían insultos de grueso calibre en una lengua desconocida pero cuyo tono

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iracundo resultaba inequívoco. Ted vio al ashur acercarse, ir en busca de la inevitable venganza. Consideró que morir bajo sus puños coléricos era, por decir lo menos, un destino excepcional. Le quedaba una bala en la recámara pero no quería utilizarla. Había pedido llamar la atención de uno de ellos, sólo eso quería: obtener una respuesta, aun la respuesta más iracunda, aun la más irracional; saber al fin que al otro lado de la línea existía eso que todos consideraban un sueño, o acaso una alucinación. El ashur volaba directo hacia Ted, lo había visto con la escopeta humeante apuntándole y ahora quería darle su justo castigo. Ted miró sin miedo a aquella criatura excepcional, la túnica de un blanco imposible y a la vez transparente, los ojos salvajes, los cabellos abundantes e iridiscentes, el gesto furioso que le decía que al otro lado de la vida había otros seres que también sentían, que también sufrían. El ashur hizo su aproximación, estirando el brazo derecho para asestarle el golpe de gracia. Sería un golpe horrible capaz de matar a un elefante, un golpe que lo arrasaría, que lo haría saltar en pedazos. Ted cerró los ojos. Nada ocurrió. Ted abrió los ojos y vio al ashur congelado frente a él, todavía el puño en alto, como si una fuerza o un campo de fuerza lo detuviera. Los ojos del ashur exhalaban ira y frustración al mismo tiempo, impotencia suprema, al no poder consumar la venganza. Ted Bogger estudió sus rasgos maravillosos, su belleza que ahora, trastocada como estaba por la tensión, tenía un matiz de locura. Luego, soltándose como de un poderoso abrazo, el ashur retrocedió enseñándole los dientes resplandecientes y amenazantes. Su nave se

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elevó trabajosamente y, yendo hacia el poniente, acabó por desaparecer en la oscuridad de la noche. —Son reales. Completamente reales. Se quedó ahí, de pie en la góndola hasta que lo guardias del parque, alertados por su disparo, le apuntaron con sus linternas. Ted les arrojó la escopeta y se quedó allá arriba, esperando a que llegara la policía. Para bajarlo debieron activar la góndola, seis policías le apuntaban al rostro por si intentaba algo. Un hombre de la prensa le tomó una fotografía que saldría en la portada del diario a la mañana siguiente y donde todos podrían ver el aire de fascinación, de horror sobrenatural que embargaba el rostro del dueño de la tienda de regalos.

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15.

La oscuridad del local, el ruido brutal que venía de una wurlitzer y las luces rojas parpadeantes causaron un profundo estado de malestar y desolación en Liu Tan. En todo caso se recuperó bien pronto, apenas una altísima negra de muslos como columnas jonias vino a su encuentro. —¿Cómo estás mi vida? La mujer llevaba un diminuto bikini que dejaba poco o nada a la imaginación. Tomó la mano de Liu Tan y lo condujo hasta un reservado desde donde se podía apreciar a todas aquellas ninfas semidesnudas acompañando a todos los hombres de edad mediana, que fingían seriedad mientras sus ojos se desviaban sin ton ni son desde un par de senos turgentes a un trasero bien parado que andaba dando vueltas por el local junto a su orgullosa dueña. La canción de la wurlitzer cambió. Ahora era una melodía que decía algo así como «muévete y báteme, muévete y redúceme, cocíname enterita», lo que hizo que Liu Tan se preguntase si no estarían incitando a la población subliminalmente al canibalismo. —Eres el coreano más guapo que he conocido. Me gustas —dijo la voluptuosa chica mientras, a la pasada, como por descuido, se acariciaba los pezones.

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Liu Tan pensó aclararle que era chino pero sabía que no venía al caso. Sonrió, pidió unos tragos para ambos y le contó a la chica que era un estudiante de arquitectura que necesitaba un relajo tras dos días completos que había pasado en vela haciendo una maqueta. —Quizás esto pueda calmarte —dijo ella y, sentándose arriba de Liu Tan, le tomó la cabeza y la hundió en medio de sus senos gigantescos. Perdido en el olor de aquella piel aceitosa y oscura, en aquellos pezones turgentes, Liu Tan pensó que sí, que la apreciación de aquella chica era totalmente cierta. Liu Tan tenía de estudiante de arquitectura lo mismo que de fogonero húngaro, pero era cierto que llevaba un par de noches en inútil vela intentando hacer una maqueta. Max Lancaster se la había encargado dándole instrucciones muy precisas: su primera tarea como empleado de él (y agente doble) era construir una maqueta que emulara punto por punto la tienda de regalos. La extravagante tarea se le hizo a Liu Tan mucho más difícil de lo que creyó en un principio. Para su infinita desazón, comprobó que carecía de la habilidad manual necesaria (y recordó entonces sus reiterados fracasos en el ramo de técnico manual en los olvidados días de la escuela) como de la paciencia necesaria para llevar a cabo la delicada tarea. Debió botar a la basura las dos primeras maquetas que había hecho y ahora construía con temblorosa mano la tercera que aún no acababa por revelarse ante sus ojos como un completo fracaso. Le resultaba enormemente difícil construir una pared que le quedara derecha. O que no hubiese imperfecciones en detalles tan delicados como los anaqueles o la caja registradora. Había renunciado desde el principio a los mil y un objetos que abarrotaban la tienda; en vez de eso, frías e impersonales cajas colmaban los estantes

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y vitrinas en miniatura, cada uno con una etiqueta dibujada a mano que indicaba qué producto iba en su interior. Es lo mejor que puedo hacer pensaba Liu Tan, y no podía evitar imaginarse la desconcertada mirada de Max Lancaster cuando descubriese que había usado tal artilugio. A ratos le daban ganas de mandar todo al demonio, de volver a su vida de siempre, la de humilde conquistador de europeas en la tienda de regalos, pero la promesa brillante que Max Lancaster le había hecho sobre el dinero que podía ganar, lo tenía bien cogido de las solapas y prometían oscurecer este día y muchos otros que estaban por venir. Durante sus descansos, Liu Tan se metía a internet y llamaba a Xiu Ling, su novia que vivía en Shangái, y también su futura esposa, según el acuerdo al que habían llegado los padres de ambos tiempo atrás, mucho antes que Xao Tan, su padre, lo echara de casa. —La maqueta me tiene los nervios de punta. Es un desastre. Xiu Ling asintió muy seria. —Es un trabajo muy arduo. Si quieres puedo pedirles a unos chicos que lo hagan por ti. Se tardarán cuatro o cinco horas. La enviaré por correo expreso y pasado mañana estará en tus gentiles manos. Liu Tan negó con la cabeza. —Debo hacerla yo mismo. Es parte del contrato. Xiu Ling, que era joven y muy guapa, asintió con cierto orgullo al constatar la honorabilidad de su prometido. —Es la mejor decisión quizás. ¿Quieres que te muestre mi galletita para que te animes? —No es necesario —dijo Liu Tan, que llevaba meses viendo los espectáculos eróticos de su prometida, espectáculos que incluían muchas veces frutas o velas, y en ocasiones especiales trencitos eléctricos y mangos de martillos.

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—¿Te complace esto amor? ¿Te complace? —gemía Xiu Ling al otro lado de la pantalla mientras Liu Tan, que había visto ochocientas veces el mismo espectáculo, soñaba con chicas de verdad en vez de aquella fantasía incesante con su prometida que estaba tan lejos. Sentía que su relación tenía mucho de alucinación o de delirio. —¿Cuándo volverás a China? —le preguntaba ella siempre, después del sexo, o del pseudo sexo. —Muy pronto —aseguraba Liu Tan—. Apenas termines tus estudios y podamos casarnos. —Será maravilloso —decía ella, aún desnuda, aún con las trazas de su orgasmo dibujado en el rostro. Liu Tan sonreía mientras aquel lúgubre salto de un mundo a otro lo inquietaba y deprimía. ¿Podía ahora volver a China, a ese país imposible, ese mundo medieval que crecía como una protuberancia maligna al otro lado del Pacifico? Liu Tan acabó por despedirse de su novia, que estaba a punto de irse a clases, y volvió a su noche solitaria y teñida por el aura de la frustración. La tercera maqueta parecía a punto de surgir de entre la niebla, no como otro fracaso, sino como un tibio logro, un paso adelante en el camino a la maqueta definitiva. Mientras se afanaba con los palitos y el oscuro pegamento que siempre acababa por hacerle doler la cabeza, Liu Tan consideró la posibilidad de que acaso esa maqueta perfecta que Max Lancaster le había encargado, esa maqueta impoluta y anhelada, existía no en nuestro mundo sino en otro, un mundo donde vivían todas las cosas de manera perfecta y donde el nuestro era apenas un pálido y borroso reflejo. Pensó qué requisitos serían necesarios para pasar de un lado a otro, coger esa maqueta perfecta con la cual ahora sólo podía soñar, llevársela a Lancaster y ganar de una vez por todas su aceptación y confianza.

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Cuando despertó de su ensueño y vio la triste maqueta que tenía frente a sí, le dieron ganas de desgarrarse la camisa y salir a gritar a las calles. Con el rostro ensombrecido tomó la maqueta y la lanzó por la ventana. Se quedó esperando que algún auto le pasara por encima y destruyera de una vez por todas su sueño, pero no, nada sucedía, ningún vehículo se aproximaba en mitad de la noche, y al final fue él quien tuvo que bajar a toda prisa los cinco pisos de la pensión donde vivía y patear y desgarrar y acabar con aquel artilugio maldito. Cuando acabó, se descubrió a sí mismo como un vándalo post apocalíptico en medio de la calle a oscuras. —¿Y ahora qué? —sentía que coqueteaba con la locura, que veloces flechas de insania volaban hacia él—. Necesito relajarme, alejarme un rato de mí mismo. Y había caminado hacia el Mirador Azul procurando olvidar su maqueta, olvidar a su prometida en Shangái, a sus chicas de una noche o dos, y concentrarse en el cuerpo gigantesco y voluptuoso de aquella colombiana lujuriosa. —¿Quieres ir a la cabina telefónica? —preguntó ella y dijo un precio que a Liu Tan no le pareció excesivo. Se metieron dentro de un pequeño cubículo y ella se abalanzó sobre él. Era como si ella fuese el cliente y Liu Tan hiciese el papel de concubino. ¿Qué pudo haberla puesto en este estado? se preguntó Liu Tan mientras se olvidaba de todas las otras cosas bajo las caricias de aquella, más que mujer, fuerza de la naturaleza desatada. Cuando ella le desabrochó los pantalones y acercó la boca a su entrepierna, Liu Tan pudo notarlo. Tocó su hombro y notó que tenía una extraña cualidad vibratoria, como si se estuviese electrocutando. Después de terminar, y sin poder borrar una sonrisa boba de sus labios, siguió tocando

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a la chica, punto por punto, y descubrió que sus piernas estaban también cargadas de energía. La colombiana no paraba de sonreírle y parecer sugerente, y entonces Liu Tan temió que ella fuese una máquina, una amante robótica instalada allí como prueba para algún consorcio alemán o japonés. Un artefacto, una mujer construida especialmente para su eterno placer y deleite. Liu Tan le dio una generosa propina y caminó a casa, pensando en los artificios, en todas esas cosas que no son reales, como su maqueta o la chica robot, pero que a la vez son objeto de deseo, de un deseo punzante e incontrolable que, acaso, al final, les otorgaba un aura de opresiva, de insospechada realidad.

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16.

Las calles estaban atiborradas de rostros, de color y de risas. Era una mañana radiante y sin embargo gélida, con el sol brillando allá arriba, pero con su calor totalmente ausente. Max Lancaster se movía pesadamente entre la multitud de la feria libre; su mirada iba de un lado a otro buscando referencias conocidas, negocios o calles por las que ya hubiera pasado, pero no, pese a tantos años viviendo en Valparaíso, podía jurar que jamás había puesto un pie en esa calle. El hombre calvo cambia su domicilio con demasiada frecuencia, pensó Max, insiste en ocultarse pese a que no tiene nada que ocultar. Pasó junto a una tienda de mascotas y la fosforescencia de las aves tropicales se le antojó un augurio funesto. Puede que hoy no esté de humor para hablar. Pero entonces… ¿para qué me ha llamado? Malas noticias de seguro, tan malas que nada que yo diga o haga podrá consolarlo. Lancaster había llegado a los límites de la feria, la gente comenzaba a dispersarse, el bullicio disminuía, no a los niveles normales de una gran ciudad, sino que descendía hasta límites anormales como si Lancaster se hubiese trasladado cuánticamente hasta un páramo o un cementerio. Debo estar cerca.

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Sacó un papel arrugado con la dirección que había aprendido de memoria al primer vistazo, pero que quería volver a ver casi como un consuelo. Estaba muy cerca. En una esquina, donde aquella cualidad de silencio se hacía insoportable, había una zapatería. En su interior, Lancaster descubrió a un viejo de bigotes blancos y gruesas gafas que lo miró desde un rincón en el piso. El viejo estaba sentado en una pequeña banca, usaba un delantal celeste pálido que alguna vez había sido azul, rodeado de zapatos y botas amontonados por doquier, y dando la impresión de ser un pobre soldado rodeado por un ejército enemigo. —Buenos días —saludó Lancaster. El viejo levantó la vista, aún con un martillo en la mano y una bota en la otra. En sus ojos había desesperación y una tristeza infinita. Lancaster se lamentó por el pobre diablo e intentó pensar que no había nada que hacer al respecto. —Está allá atrás —dijo el viejo con una voz que hacía pensar que pasaba las noches en ese mismo rincón, totalmente insomne y castañeando los dientes. —Gracias. Es usted muy amable —dijo Lancaster, y se adentró en la trastienda. Apenas cruzó el umbral olvidó al pobre viejo y sus miserias, y se concentró en su propio desconsuelo. El hombre calvo estaba ahí. Apoyado junto a una repisa, de espaldas a una pequeña ventana que dejaba entrar algo de luz a esa mínima bodega, con estantes en todas las paredes, y en ellos, sin orden ni concierto, cientos, acaso miles de viejos zapatos. Olía a cuero, olía también a una cierta impiedad. —Has tardado —dijo el hombre calvo, los brazos cruzados firmemente sobre el pecho, el pie derecho pasado por detrás de la pierna izquierda y apoyándolo sólo con la punta. —Vine tan pronto me has llamado —Lancaster sintió la

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tentación de hacerle una reverencia pero no sabía cómo se lo tomaría el hombre calvo. —Creo que has tardado —insistió el otro—, que tus pasos fueron perezosos, que te dejaste distraer por tonterías, que jugabas mientras te acercabas —Lancaster, sin poder evitarlo, se llevó los brazos a la espalda y ahí apretó fuertemente su mano una con otra intentando inútilmente aliviar la tensión—. Pero bueno, ya estás aquí —dijo el hombre calvo y se quedó estático un minuto entero, como se quedaría una estatua o un muerto—. Cuéntame de los avances. —Pronto me quedaré con la tienda de regalos. He hecho todo lo necesario para que así ocurra. Una sonrisa burlona afloró de los labios del hombre calvo. —¿Crees que eso nos sirva de algo? ¿Crees que esa debe ser la dirección que debe seguir nuestra causa? Lancaster dudó. La pregunta era simple, sin embargo, la mirada feroz del hombre calvo hacía que se le perdiera la respuesta, que se le extraviara en medio de un bosque de otras posibles respuestas, todas posiblemente erróneas, y mientras más buscaba la correcta, esta, como una ninfa de los bosques griegos, proseguía su fuga, quedando fuera de su alcance. —Cuando el pájaro es liberado de su jaula recién se da cuenta de que existe el cielo —Lancaster esperaba que aquella respuesta difusa le hiciera ganar un poco de tiempo. El hombre calvo meneó la cabeza tristemente. —Un hombre que cae al agua en un río torrentoso tiene poca oportunidad. Sólo si es un muy buen nadador y tiene algo de suerte puede que llegue de vuelta a la orilla. Pero no importa qué tanta suerte tenga un hombre o qué tan buen nadador sea si cae, digamos, al borde de las cataratas de Iguazú. Un hombre, cualquiera que sea, enfrentado a esta

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clase de fuerzas, ya no puede hacer nada, sólo recibir el impacto de la corriente, ser arrastrado por el agua que desciende: vuela y cae al mismo tiempo, se hunde en las profundidades y la oscuridad. Lancaster levantó la cabeza. El color de la habitación parecía haber cambiado de un deslavado café a un púrpura vibrante y lleno de vida, como la superficie de un mar. —La situación es precaria —reconoció—. Cerca del abismo, ya todos comenzamos a imaginarnos cosas —se encogió de hombros—. Sin embargo, ¿qué más puedo hacer? Tomaré la tienda de regalos y destruiré a Ted Bogger. Serán mis últimos manotazos de ahogados antes del Nuevo Comienzo. El hombre calvo meneó la cabeza. —La ciclicidad del mundo marea a los hombres. Creen que sus actos tienen valor por sí mismos, olvidándose de que a lo lejos presente, pasado y futuro acaban por confundirse. Lancaster frunció los labios. Empezaba a frustrarle aquella conversación. Había ido en busca de instrucciones, no de reproches. ¿Qué es lo que el hombre calvo quería que hiciera? Cansado, al final dijo: —¿Debo dejar en paz a Ted Bogger? El hombre calvo dio un respingo como si hubiera recibido una descarga eléctrica. En dos zancadas llegó hasta Lancaster, lo cogió de las solapas y le mostró los dientes feroces y que la penumbra, acaso, hacía que pareciesen afilados. Sus ojos amarillos brillaban con odio y su rostro rabioso encerraba al mismo tiempo un gesto de desprecio y de asco. —Juega —dijo con voz sibilante—. Juega todo lo que quieras. Y apresúrate. No pierdas más tiempo. Desde tan cerca, Lancaster podía notar que la piel del hombre calvo era muy delgada, casi trasparente, y además que tenía un leve tinte azulado. También podía sentir su

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aliento, que había imaginado pesado y venenoso, pero que en realidad era suave y tenía un toque a manzanas. —Cumpliré —dijo intentando ocultar el temblor en su voz. Había esperado que el hombre calvo lo dejara marchar, pero este seguía observándolo, los ojos amarillos clavados sobre él, como estudiando cuál sería la mejor forma de cocinarlo, de echarlo a un caldero inmenso y prepararlo para un banquete. —Necesitarás ayuda. Lancaster negó con la cabeza. —No es necesario… yo puedo solo… Entonces el hombre calvo exhaló, lanzando una voluta de humo azulado que tras flotar libremente frente a su rostro pareció cobrar vida, voluntad propia, y en un movimiento brusco y anormal entró a las fosas nasales de Lancaster, sin que este lo buscara, sin inspirar siquiera. Experimentó un dolor muy intenso, una sensación quemante en el pecho. Pensó en pedir ayuda pero comprendió que estaba indefenso. Los ojos inmensos y amarillos del hombre calvo seguían sobre él y, sin saber qué más hacer, simplemente optó por desmayarse.

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17.

El edificio era muy alto, tenía cuarenta o cincuenta pisos. Parado junto a la entrada, Rogelio Ministro levantó la vista hacia aquella cima ignota y comprendió que nada bueno podía estar esperándole allá arriba. A sus espaldas, Ningizzida, con un tono de fastidio le empujaba, invitándolo a cruzar las fauces de la entrada. —Date prisa. Nos están esperando. Rogelio y Ningizzida cruzaron el inmenso vestíbulo. Todo el mundo allí parecía vestir trajes formales, lo que hizo que Rogelio experimentara una cierta sensación de menoscabo, que fue a sumarse a la lista ingente de tormentos que lo acosaban esta temporada. Se encaminó hacía el pasillo de los ascensores, pero con un gesto Ningizzida lo paró en seco. —Es por aquí —dijo y le mostró las escaleras. —¿Cuánto falta? —preguntó Rogelio cuando ya iban por el cuarto piso y le faltaba el aire. —El 17. No falta mucho —dijo el sumerio. —¿Por qué no tomamos el ascensor? —preguntó Rogelio, pero Ningizzida no le contestó, absorto como estaba en subir las escaleras desiertas que nadie se tomaba la molestia de utilizar.

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Es curioso, pensó Rogelio, la primera vez que lo vi estaba a los pies de una escalera. Cuando llegaron, no al piso 17, sino al 22, con Rogelio medio muerto de cansancio, jadeante y sudoroso, y Ningizzida perfectamente compuesto, ingresaron a un pasillo de paredes pintadas de negro y donde el delicado fru-fru de los pies de ambos hombres sobre la alfombra era el único ruido que podía oírse. La pálida luz que salía desde las ampolletas de 10 wattios del techo era un exiguo consuelo para toda la opresión que allí se experimentaba. Ningizzida golpeó una puerta que se abrió de inmediato, como si alguien hubiese estado parado detrás de ella todo el tiempo. —Pasa —ordenó Ningizzida y le dio un empujón al agotado Rogelio—, yo no puedo entrar, por supuesto, pero no te preocupes… La puerta se cerró abruptamente. Ningizzida seguía hablando al otro lado pero Rogelio sólo oía sus palabras como un murmullo borroso y confuso. Rogelio comprendió que era mejor concentrarse en la mujer que estaba allí frente a él. Medía casi un metro ochenta, diez centímetros más que él, y lo miraba más o menos como una cobra mira a un ratoncito entrando a su jaula. —Hola —dijo Rogelio intentando quebrar el hielo. —Sé bienvenido —dijo ella. La mujer usaba unas botas negras de cuero y unos pantaloncitos cortos de idéntico color. Llevaba una camisa trasparente que dejaba ver un sostén de seda que ocultaba unos senos pequeños—. Quiero que hoy te sientas lo más cómodo posible. Rogelio intentó calcular su edad. ¿30? ¿25? Era joven y detrás del gesto hambriento de su rostro había una belleza que Rogelio, en una ocasión más feliz, hubiera considerado más que interesante.

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—Mi nombre es Rogelio —comenzó, intentando que aquel encuentro pudiese desplazarse por los cauces más tradicionales. Ella negó con la cabeza. —No me gusta ese nombre. ¿Qué tal si te llamo Turkey? —¿Turkey? Bueno no estoy acostumbrado a eso… —ella se acercó y con mucha dulzura le dio un larguísimo beso de esos que llevan grandes intercambios de saliva y juegos con la lengua. Junto a ella, Rogelio experimentó una suerte de mareo, algo que no sentía hace años, acaso desde las primeras veces en que se había enamorado. —¿Cómo te gustaría que me llame? ¿Rita quizás? ¿Vera? ¿Cuál es el nombre que prefieres para mí? —preguntó haciendo una pausa y volviendo a besarlo, sin darle tiempo para responder. Consideró que, gracias a Dios, Ningizzida esta vez había sido amable con él, quizás queriendo compensarlo por todos los malos ratos y humillaciones del pasado. —Eres muy bella —dijo. —Dime el nombre. ¿Con qué nombre quieres llamarme? —había una nota de impaciencia en su voz. —Eh… Vera me suena bien —dijo Turkey, es decir, Rogelio. —¿Vera? —ella lo soltó y se puso pálida, de una palidez mortal. ¿Estás seguro? Ella es una mujer muy mala. —Bueno, Rita quizás… —No, no, no —ella se cruzó de brazos y frunció el ceño—. Ya dijiste Vera. Mañana puede ser el día de Rita, pero ya no hay nada que hacer y este será el día de Vera. Hubo un instante de silencio entre ambos. Rogelio no sabía cómo tomarse aquella revelación aunque sentía que su vida estaba a punto de cambiar.

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—¿Qué pasará ahora? —preguntó, arrepintiéndose casi de inmediato. —¿Ahora? —Vera se encogió de hombros y sonrió con ternura—, ahora iremos a mi dormitorio, corazón, y haremos el amor. El rostro de Rogelio/Turkey se iluminó. Sintió que había doblado el cabo de Buena Esperanza, que ahora estaba a salvo. Ella le cogió la mano y lo guió por un estrecho corredor que daba a múltiples habitaciones, dormitorios todos, cada uno con una decoración diferente. Rogelio vio uno con una cama muy grande y sábanas de lino y antiguas pinturas renacentistas colgadas en las paredes. —¿Qué te parece ahí? —preguntó. Ella se frenó en seco. —Esa no es la habitación de Vera. Esa es la habitación de… —se calló, no quería pronunciar ese nombre—. Sígueme, debemos llegar a la habitación de Vera. Rogelio asintió, ligeramente decepcionado. Cuando se detuvieron frente a una puerta cerrada, Rogelio temió que al otro lado se encontrarse con una habitación que tenía algo de pozo de tortura, con gruesas cadenas colgando del techo y extraños y oscuros artefactos medievales salpicados de sangre en cada esquina, además de un sinnúmero de ganchos, lanzas, látigos y tablas de castigo. En vez de eso, Vera abrió la puerta y le dejó ver una habitación de paredes verdes, muy desordenada, con algunos libros y afiches de cantantes puestos de pie contra el suelo. —Parece la habitación de una adolescente. —¿Te gusta? Rogelio se volvió hacia ella. Su voz había subido una octava o dos, y era ahora mucho más aguda. También su rostro

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parecía mucho más joven, ya no de 25, sino menos, 20 ó 18 años tal vez. —Te pareces a mi hija —dijo. —¿Sí? ¿Y qué cosas oscuras te gustaría hacerle a tu hija? —Vera se quitó la blusa transparente con sorprendente celeridad, lo mismo que las botas. Su pantaloncito voló lejos también y quedó frente a Rogelio una chica muy delgada que lo miraba de manera divertida. —No sé si deba hacerlo. —Déjame ayudarte —dijo ella y le desabrochó los pantalones a toda prisa. Rogelio sintió que su miembro se levantaba y de inmediato sobrevino un dolor insoportable. —¡Auch! —¿Qué ocurre? ¿Algún problema? —había en su sonrisa algo malévolo. Ella tiró sus pantalones hacia abajo y Rogelio pudo ver entonces su miembro lleno de pequeñas heridas, heridas que ya estaban cosidas con puntos y vendas. —¿Qué ha ocurrido? ¿Qué pasa? —Discúlpame —dijo Vera—, es que me gusta el sexo un poco salvaje. Pero no te preocupes, lo he cosido y arreglado de la mejor forma que he sido capaz. Rogelio se pasó la mano por la frente. —¿Cuándo ocurrió esto? —Acaba de ocurrir —dijo ella y le acarició la espalda. Fue como si le hubieran dado veinte latigazos. Un dolor monstruoso. Rogelio cayó de rodillas. —De nuevo, lo siento —dijo Vera—, no sé controlarme. Sé que debo andarme con cuidado, pero te lo compensaré. ¿Quieres darme por aquí? —se puso a cuatro patas delante del adolorido Turkey ofreciéndole su trasero, lo meneó coquetamente frente a él, mientras con una mano se abría las nalgas para que él pudiera ver bien lo que le estaban ofreciendo.

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El horrible dolor que Rogelio había experimentado desapareció de pronto. Sólo quedó ante la chica, lista y dispuesta, y pensó que estar con ella sería un consuelo. Se acercó para embestirla, pero apenas entraba cuando un dolor espantoso volvió a caerle encima. Perdiendo todo rastro de pudor, Rogelio se puso a gritar. —¡Ay, mi amor! Discúlpame. Quizás fui demasiado brusca. Rogelio levantó la vista y vio su pene en un estado más deplorable aún, como si hubiese librado su Vietnam personal y hubiese salido completamente derrotado. —Tengo que irme —dijo e intentó ponerse de pie. En un sólo gesto brusco y rápido, ella se montó encima de él y lo cogió del cuello con tanta fuerza que sintió que se desmayaba, mientras comenzaba a subir y a bajar en lo que a Rogelio le pareció un suplicio espantoso. —Aún no es tiempo de que te vayas cariño. No, no, no. Cuando se hizo de noche y oscuras nubes cubrieron el cielo y Rogelio creía que estaba en las condiciones ideales para comprender los tormentos por los cuales había pasado Cristo, ella comenzó a vestirse. —Tengo clases mañana y tengo que hacer un trabajo todavía. ¿No te molesta, mi amor? Era como preguntarle a un fusilado si le molestaba que le dieran el tiro de gracia. Rogelio comprendió, que al igual que Schindler, la señorita Vera tenía muy poco de humana. Ya estaba muy cerca del final, pero de todos modos quería saber: —¿Qué eres? Ella lo miró como si no lo conociera. Pestañeó repetidas veces y a pesar de todo el dolor, Rogelio siguió creyendo que era hermosa.

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—Busco el amor —explicó ella—. ¿Hay algo de malo en ello? Rogelio pensó preguntarle por las toneladas de sufrimiento que le había prodigado, pero luego pensó que el amor siempre es doloroso y se calló la boca. —Sólo soy una chica que busca que la comprendan — continuó ella y bajó la cabeza. Rogelio vio una lágrima deslizarse por su mejilla. Algo en él se partió. Sintió el deseo de tomarle la mano pero intuyó que eso le provocaría una potente sacudida eléctrica que lo tiraría al piso y lo haría chillar como un ratón de laboratorio. En vez de eso, prefirió decir: —Yo podría hacerlo. Ella levantó la vista y lo miró con atención. Sus ojos brillaban producto de las lágrimas, lo que sólo hacía que pareciera aún más bella, una chica de sueño. —No bromees conmigo, por favor. Rogelio negó con la cabeza. Pero, ¿entendía en lo que se estaba metiendo? ¿En todas las complicaciones que lo esperaban, su propia muerte inclusive? Y sí, entendía eso y mucho más, pero aquella chica, que ahora parecía de 21 ó 22 años tenía algo especial, algo único. Rogelio paseó la vista por aquella habitación y se fijó en que había muchos libros debajo de un mueble, y supo de inmediato que eran libros que ella había escrito, y vio pinturas detrás de un sillón que de seguro ella había pintado y oyó una música proveniente de algún lugar remoto que seguramente ella también había compuesto, y comprendió que cada una de las creaciones de aquella diosa madre era un hilo más de la tela de araña en la que había caído, y ella seguía muy seria frente a él, pero sonreía ligeramente y Rogelio miró por la ventana de ese piso 22 y el cielo que hacía un momento estaba cubierto de oscuros nubarrones ahora se despejaba, parecía luminoso y

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optimista, ecos del tiempo que desde el futuro auguraban un final feliz para ambos. —Me gusta la forma de tus ojos —dijo ella y comenzó a acercarse. Rogelio esperaba una descarga o un dolor parecido a una patada en la cara. En vez de eso, sólo sintió la dulce caricia de los labios de ella revoloteando en los suyos. —No me ha dolido —dijo. —El dolor siempre es un misterio. El sonido de un timbre rompió el hechizo entre ambos. Ella miró hacia arriba y sin poder ocultar la tristeza en su voz, dijo: —Vienen a buscarte. De nuevo arriba de la camioneta de Ningizzida, mientras iban camino a una nueva forma de tortura que el sumerio tenía preparada para él, Rogelio miraba el paisaje y pensaba en ella. —Una chica difícil —reconoció Ningizzida—, pero muy creativa, claro está. No te preocupes, mi deuda con ella ya ha sido saldada y no sabrás nunca más de ella. —Quiero volver a verla. Ningizzida se volvió hacia Rogelio con aire confundido. Iba a insistir en que no era necesario que volviese a hacerlo, pero vio la determinación trágica en el rostro de él y comprendió que había conducido a su sirviente, sin querer, al amor por la oscuridad, el primer paso en el camino de los demonios, un ejercicio quizás excesivo y que podría llevar a Rogelio a un territorio más allá de su control. —No es necesario que vuelvas a verla —insistió y se concentró en el camino, cruzando los dedos a la espera de que el tema no volviera a surgir.

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18.

Los gritos resuenan con eco en las paredes de piedra húmeda que brillan suavemente por la luz del pasillo. Es de noche. Ted se encoge en el diminuto e incómodo camastro mientras se pregunta por el origen de esos gritos y si alguna vez tendrán un fin. Se pregunta cómo el alma humana puede permitirse gritar de esa manera. Imagina causas atroces que ha visto en televisión: torturas medievales o de la dinastía Ming, juegos con clavos oxidados o barras de acero caliente. Pero no… los guardias no lo permitirían. ¿O sí? Tal vez el que grita hasta que a uno se le ponga la piel de gallina lo haga de pura histeria o desesperación. En ese caso, no habría nada que temer ni estar obligado a pensar que alguna vez será tu turno, que caeremos bajo la potestad de los demonios y serás tú el que ha de gritar hasta destrozarte las cuerdas vocales mientras otros hombres, en otras celdas, intentan creer que todo es un mal sueño tuyo, una pesadilla. Había previsto que al entrar en prisión le quitarían las ropas y le entregarían un uniforme anaranjado o amarillo. También temió que le dieran una ducha con una manguera de alta potencia o que ceñudos gendarmes examinaran con cuidada atención sus cavidades. En vez de eso (y con alivio)

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comprobó que sólo debía estampar en un libro su firma y su huella digital. Sin embargo no todas eran buenas noticias: un guardia le pasó una cobija tan delgada y mísera que no pudo menos que estremecerse. «Ven» le dijo el guardia y había una indiferencia tan brutal en su voz que Ted sintió ganas de echarse a llorar. En el corredor, camino hacia su celda, los rostros de los otros presos parecían reflejar una crueldad sin límites, la voluntad de hacerlo pedazos a la menor provocación. Sabiamente decidió caminar con la vista al frente hasta que el guardia lo detuvo junto a una celda con cuatro ocupantes, lo que para los estándares penitenciarios de Valparaíso equivalía a una celda casi vacía, y con un empujón lo lanzó dentro y cerró la reja tras él. Ted ignoraba el protocolo en estas situaciones. No sabía si saludar a sus nuevos compañeros de celda o limitarse a guardar silencio. Había sólo cuatro camas en la celda, todas ocupadas, y Ted presintió que debería dormir en el suelo. No era tan terrible después de todo; lo que si echó en falta fue la presencia de un baño. Seguía teniendo en mente imágenes de las prisiones de las películas siendo que la realidad era mucho más anodina y atroz. Se acomodó en el pequeño espacio que había entre los camastros y la reja y se quedó ahí mirando el paisaje desolado de aquella vieja cárcel en ruinas. —Puede acostarse a mi lado —dijo alguien. Ted se volvió: era un hombre gordo y de voz meliflua. Usaba gafas, lo que lo tranquilizó. No podía concebir que un hombre con gafas fuera a hacerle daño. —Estoy bien. Gracias. —No sea tímido —el hombre gordo se incorporó con dificultad—. Siéntese aquí, conmigo —y con gesto coqueto le dio unas palmadas a su camastro.

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Ted consideró que sería mal visto rechazar la invitación y obedeció. El hombre, que dijo llamarse Gonzo, tenía la nariz ancha y enrojecida. Había caído preso por correr borracho por las calles, «y para peor desnudo», aclaró. —Hoy hizo mucho calor. Debió escuchar toda la historia del hombre llamado Gonzo y de algún modo se sintió reanimado. Se alegró de hacer un amigo en prisión, quizás ahora las cosas no serían tan difíciles. —¡Andrés Gonzales! —gritó alguien desde el pasillo. Apareció un guardia, distinto de aquel que lo había encerrado, y abrió la reja. Gonzo se puso de pie y miró a Ted. —Ha sido un gusto conocerlo. Tenga mucho cuidado — dijo y desapareció. Pronto las luces se apagaron. Acurrucado en el camastro que había heredado, Ted sospechaba que los otros presos tenían los ojos puestos en él, aunque no se atrevió a voltear para comprobarlo. Sólo al día siguiente conoció a sus nuevos compañeros. Pese a que hacía rato que había salido el sol, nadie se movía de su camastro y a Ted le dio la impresión de que todos fingían dormir. Atenazado por el hambre, el dueño de la tienda de regalos se atrevió a formular la pregunta en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular. —¿A qué hora es el desayuno? Se hizo un silencio espantoso, como si la prisión completa hubiese quedado horrorizada ante su atrevimiento. De reojo vio a los dos hombres del otro catre pero ninguno le prestó atención. Imaginó que sería el hombre que estaba encima suyo el que bajaría de un salto y le clavaría un puñal en el corazón.

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—A las diez abren las rejas. Puede comer e ir a las duchas. Luego al patio —el hombre flaco, Suazo, levantó las cejas en un inequívoco coqueteo romántico que hizo que las peores pesadillas de Ted se convirtieran en pesadas nubes negras a punto de desencadenar una tormenta—. ¿Es tu primera vez? Era una pregunta fatal. Sabía que si se declaraba un primerizo sería objeto de toda clase de maltratos, y acaso, de violaciones. Pensó en mentir pero comprendió que la pregunta que había hecho lo había desenmascarado. —He estado en lugares peores —dijo creyendo que así saldría del embrollo. Suazo sonrió muy interesado. —¿Qué clase de lugar es peor que este? —Déjalo en paz —gruñó una voz desde el camastro de arriba. Ted recordaba que era un hombre grueso. Quizás podía convertirse en su protector, aunque posiblemente eso también significaría que tuviese que ser su amante. —No es asunto tuyo barman. Mi amigo y yo sólo estamos conversando. —¿Por qué te dicen barman? —preguntó Ted sabiendo que seguir hablando con Suazo era un callejón sin salida. Se escuchó un gruñido allá arriba. De un salto Castro, también llamado barman, se plantó en el centro de la escena. No era muy alto pero sus brazos eran gruesos, lo mismo que sus manos, manos que podían triturar, romper un cráneo posiblemente. —Odio ese apodo —dijo barman y apretó los puños. Suazo, que también se había puesto de pie, retrocedió estudiando la situación. El equilibrio de poder parecía frágil, Ted se preguntó cuál de ellos sería el macho alfa del grupo. Echó una mirada al viejo que seguía en su camastro, la mirada absorta en el techo, como si nada ocurriese.

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—Por algo será el nombre que nos toca —dijo Suazo y se puso en guardia por si Castro se decidía a atacar. Una pelea en una celda estrecha es siempre complicada y de resultado imprevisible. Castro giró el cuello a un lado y luego al otro. Sus vértebras crujieron de un modo que hizo pensar a Ted en el sonido que hace un puño cuando se estrella contra un rostro. Imaginó que estaba en la campiña inglesa, donde dos caballeros medievales se disputaban a la bella dama de la corte, que para todos los efectos prácticos, resultaba ser él. —No es necesario que peleen —dijo, aunque sintió ridículas y totalmente fuera de lugar dichas palabras apenas salieron de su boca. Suazo y Castro lo ignoraron y continuaron con su duelo personal. Castro miraba a su contendiente con frialdad y un leve matiz de asco mientras Suazo, que era el más alto pero también el menos fornido, sonreía y chasqueaba la lengua y movía los dedos a modo de precalentamiento, como si fuera a intentar la estrangulación. A modo de prólogo a la lucha, comenzaron los insultos de todos los calibres y variaciones, en una escala ascendente y sin respetar el turno del otro, de modo que se superponían hasta formar una especie de coro infernal. Los otros reos asomaban las narices por entremedio de las rejas como si pudieran oler la proximidad de la violencia. Otros sacaban espejos para ver si en algún reflejo afortunado lograban divisar parte del entrevero. La expectativa crecía y los únicos que se mantenían aparte eran los guardias que se apretujaban en la oficina frente a un pequeño televisor del mismo modo que los cavernícolas se apiñaban frente a una hoguera. Mientras, Arismendi seguía en su camastro observando el techo con gesto soñoliento.

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Castro dio un paso atrás, lo mismo que Suazo. Ted, por un segundo, tuvo la esperanza de que fuese una forma de resignar la lucha, pero en realidad cada contendiente quería tomar la mayor cantidad de impulso antes de abalanzarse sobre el otro. Los gritos y vítores de los otros presos se oían ahora como si estuvieran en la arena de un coliseo. Es una completa locura, pensó Ted y se puso de pie y levantó los brazos. Estaba a punto de decir: «arreglemos esto como gente civilizada» cuando Castro y Suazo se lanzaron uno sobre otro, Castro tirando una patada voladora y Suazo mandando un gancho, con tan mala suerte que se lo clavo directo en el mentón a Ted, lo mismo la patada voladora de Castro que le dio en pleno abdomen. Ted perdió el sentido y cayó desplomado mientras los dos contrincantes proseguían la lucha que incluía mordiscos, patadas en las ingles, codazos, dedos en los ojos y otras variables infames de la lucha libre penitenciaria. —Tengan piedad… piedad… —rogaba Ted en el suelo, desde las profundidades de la semi inconsciencia. Al final, los guardias, con movimientos pausados y visiblemente molestos por haber sido alejados del calor de su hoguera catódica, conectaron la manguera (que era una simple manguera de jardín y no esas a presión) e inundaron la celda. El agua despertó a Ted quien a gatas buscó refugio en un rincón, las manos abrazando las rodillas y el rostro oculto entre los muslos aunque el chorro se concentraba en los rostros de Castro y Suazo, quienes ahora ya ni se acordaban de porqué habían comenzado la pelea. Los llevaron a los tres a las duchas y ahí les dieron unos cuantos palos mientras un atónito Ted no se creía su mala suerte. Los devolvieron a los tres a la celda. El castigo: un día sin comida y sin salir al patio. Ateridos de frío, cada uno regresó a su camastro y allí pudieron ver a los otros presos al

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pasar, lanzándoles sonrisas burlonas, camino al comedor en busca de su desayuno. A Arismendi, si bien no lo habían apaleado, tampoco le habían permitido salir. Igual que ellos tres, se quedó sin comida, quizás por pura negligencia de los guardias o porque intuían que de alguna forma había sido el secreto instigador de todo el caos. Ted se desnudó y puso sus ropas a colgar. Helado y molido por los golpes, consideró que los próximos meses o años serían lúgubres. ¿Cuánto tiempo tendría que estar detenido? Miró a Arismendi, que seguía acostado, ajeno a todas las controversias, quizás demasiado habituado a ellas. ¿Acabaría él por actuar de la misma forma? Apartado de todo como un yogi indio o, acaso, un hombre que desea mantener un perfil bajo, que oculta un secreto o una identidad alternativa y que, por lo mismo, opta siempre por el anonimato y la oscuridad.

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19.

Había un profundo vacío en la tienda. Una cualidad de silencio. En apariencia todo seguía igual pero el sólo hecho de tener que abrirla por las mañanas, de encender las luces rápidamente para espantar la oscuridad, de no ser recibido por nadie y presentir la soledad que invadía la tienda por las noches, ya era un motivo para la desolación. Liu Tan daba vueltas en redondo por toda la tienda de regalos, imaginando que Ted Bogger hacía lo mismo por las mañanas en el patio de la prisión. ¿Quién velará por ti ahora? La campanas de la puerta emitieron un suave tintineo. Liu Tan se volvió y se encontró con la gruesa y muy sudada efigie de Max Lancaster, pese a que apenas hacía algo de calor a esas horas. —A falta de champagne bueno es el café —dijo Lancaster. Traía consigo un termo y dos tazas. Lancaster llenó la taza de Liu Tan con un café muy fuerte y aromático, que éste dejó de lado—. ¿No quieres brindar? Liu Tan tomó asiento frente a la caja. Pese a que el aroma del café invadía todo, podía distinguir un olor químico que había llenado la tienda, un olor como a azufre o amoniaco y que parecía proceder desde el propio Lancaster.

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—No te entregaré la tienda. La sonrisa que Lancaster había esbozado desde su entrada se congeló en el acto y se transformó en una mueca de asco. Quizás fuese una tontería pero de todos modos estaba obligado a preguntar: —¿Qué ha sucedido? Liu Tan dudó. No estaba seguro de si debía ser sincero o mentir, qué opción sería la más apropiada para deshacerse de Lancaster. —La tienda me ha pedido que la cuide —dijo al fin. Imaginó que Lancaster lo trataría de romántico o chiflado. —Cuando un barco se hunde las primeras que salen huyendo son las ratas —Lancaster miró de arriba abajo a Liu Tan—. Piensas que no eres una rata, que debes quedarte. Pero cuando ya no haya nada a qué aferrarse y los remolinos te empujen hacia las profundidades, te preguntarás: ¿qué sentido tuvo todo esto? ¿Por qué simplemente no me fui antes de que fuera demasiado tarde? —Si no va a comprar nada debe retirarse. —Teníamos un acuerdo —Lancaster se puso de pie. Escribiré uno nuevo ahora y pondré tu nombre ahí también. Pero será muy tarde cuando sepas lo que he escrito —Lancaster tiró su taza de café al suelo donde estalló en mil pedazos. Una mancha oscura se extendió por el linóleo, escurriéndose hacia todas direcciones, penetrando bajos los estantes, inundando los rincones, y quizás yendo aún más lejos. —Debes limpiar todo este desastre —la voz de Lancaster sonaba hueca, vacía, como si estuviera repitiendo una vieja oración aprendida en la infancia. Se marchó dando un portazo que hizo temblar las campanitas de la entrada. Mientras Liu Tan trapeaba el piso pensó que debía agregar a Lancaster a la innumerable lista

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de personas a las que había decepcionado y que encabeza su padre, Xao Tan. La humillación había sido terrible para él. Después de años hablándoles a parientes y amigos del tremendo talento de su hijo, que lo llevaría acaso a ganar alguna vez una medalla olímpica, todo había acabado en un horrible fracaso. Liu Tan había renunciado al equipo de esgrima y, de paso, a la beca que le había concedido la universidad. Se había autoeliminado, dinamitado su futuro y, con él, las expectativas y sueños de todos aquellos que como los apostadores del hipódromo juegan su propia suerte al destino de otros. —No puedo continuar. Ya le he dado demasiado a la esgrima. Necesito hacer otras cosas. El padre había asentido. —Por supuesto. Es tu vida. Puedes hacer con ella lo que quieras. Esas habían sido sus palabras, que enmascaraban en realidad un odio ciego hacia su hijo, la necesidad imperiosa de alejarlo para siempre. Liu Tan, sin embargo, siguió viviendo en casa, lo que era inconcebible para el padre que no podía seguir compartiendo el techo con alguien que se le antojaba un completo extraño. Había tenido un hijo, sí, un promisorio esgrimista y un futuro ingeniero. Ahora todo eso había desaparecido. ¿A cambio de qué? ¿A cambio de un vago indolente que no estaba seguro de qué hacer ahora con su tiempo libre? Le dolía demasiado, y echaba de menos a su antiguo hijo, al hijo de sus sueños, el que ahora había muerto. Se levantó de la mesa un día, sin probar bocado, después de tensos cinco minutos, en que toda la familia esperaba atenta a que el jefe de la familia diera la orden de que podían comer. —No puedo compartir la mesa un segundo más con este infeliz.

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Se había puesto de pie sin mirarlo y dándole la espalda se fue al dormitorio. Se recluyó allí hasta que esa misma noche Liu Tan hizo sus maletas y se marchó de casa. Todo eso hacía tres años. Sin embargo, oculto en una gaveta con llave en su mesa de noche, Xao Tan tenía aún una fotografía, un retrato que miraba de vez en cuando, la única que le quedaba pues había quemado todas las otras, donde su hijo, en el que tanto había creído y que ahora estaba muerto, paseaba en bicicleta por el parque. Liu Tan terminó de trapear. Se veía limpio, pero el aroma del café seguía invadiendo la tienda de regalos. —Ya se pasará. Todo termina, todo principio tiene atado su final. Intentaba tomárselo con filosofía. Vinieron clientes y compraron, pero todos con una mueca en el rostro, la expresión levemente disgustada, el ceño fruncido y todos parecían pensar lo mismo: ¿a qué diablos huele? Era un aroma indescifrable, insultante, que le ponía los pelos de punta. Por la tarde cerró la tienda y comenzó a mover los estantes, preparándose para limpiar el lugar de punta a cabo. Primero echó detergente al piso, luego cloro, luego ambas cosas. Pasó un paño perfumado por las paredes y los estantes. Acabó por abrir las ventanas para que el aire que provenía del océano lograse purificar el alma de la tienda. Fue un fracaso. Aquel penetrante aroma seguía ahí, sin desvanecerse. Una marca indeleble como una herida profunda que después de sanar deja una horrible cicatriz. Lancaster se había marchado hacía mucho pero su esencia continuaba presente. Liu Tan coqueteó con la idea de prenderle fuego a la tienda, pero tuvo la lúgubre intuición que después de que todo quedara convertido en ruinas y despojos, debajo del olor a humo, de

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la mezcla nauseabunda de agua y ceniza que dejarían los bomberos, ese persistente aroma a azufre continuaría en la tienda, infectando sus cimientos, afectando a cualquier construcción que se erigiera después. Sólo cuando cerraba la tienda, con la vaga esperanza de que al día siguiente las cosas hubiesen mejorado, camino a casa, cabizbajo y preocupado, fue cuando comprendió la gravedad del problema: debía encontrar un modo de eliminar a Lancaster. Sólo si él desaparecía de este mundo lo haría su huella. Hasta ese punto estaba comprometido ahora que se había atrevido a cruzarse en su camino. En su habitación, desde debajo de la cama, Liu Tan sacó su espada de esgrima. Pensó en llamar a su padre, en decirle que estaba listo para volver a su antigua vida de antes. Que todo había sido una grave equivocación. Pero los errores, igual que las tazas arrojadas al suelo, rara vez pueden recomponerse. Liu Tan se asomó al balcón. Un ashur pasó muy cerca, casi encima de su casa, pero él no pudo verlo. Se quedó mirando las estrellas sin saber nada del resto de los misterios que ocultaba la noche. Liu pensó en su vida de exiliado, lejos de sus seres queridos, en la soledad que se iba acrecentado a medida que pasaban los días y que amenazaba con volverse enorme, monstruosa. Pensó en viajar al Tíbet y hacerse monje y aquella idea, desprovista en apariencia de conflictos, le pareció balsámica y tranquilizadora. Acabó por dormirse encima de la cama y soñó con un campeonato de esgrima que remotamente le hizo pensar en el gimnasio de su colegio. Tenía un rival muy importante delante y, acaso, se estaba jugando el título de campeón. Lanzaba estocadas con habilidad, pero su rival era rápido y siempre lograba desviarlas. Frustrado, retrocedía esperando

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el envite del otro, pero este se quedaba inmóvil como una estatua, y por un momento Liu Tan temió estar luchando con algo que no era exactamente humano. La batalla arreciaba entonces, el otro le embestía con energía, marcaba un punto, luego otro, y cuando ya se sentía al borde de sus fuerzas, cuando la derrota parecía inminente, se abalanzaba sobre su enemigo con desesperación más que ímpetu, y clavaba la punta de la lanza en el rostro de su rival. Sonaba la campana y los jueces anunciaban que había cometido falta. Liu Tan iba a protestar cuando de pronto veía la herida: había roto la máscara de su oponente, quizás le había sacado un ojo o le había rasgado la mejilla, de cualquier modo le había herido sin querer, y Liu Tan bajaba la espada instintivamente, pero no, el otro seguía en posición de guardia, sin rendirse ni pedir asistencia médica, y Liu podía entrever en el agujero que había hecho en la máscara un rostro indistinguible, una negrura sangrante; había herido a la oscuridad y ella también podía sentir dolor, pero le gustaba, quería más, y el combate entonces proseguía, un combate atroz que Liu Tan ahora comprendía no podía ganar, y el esgrimista fantasma se abalanzaba sobre él con un movimiento extraordinario y fatal que Liu Tan, en sus últimos momentos antes de despertarse, no pudo sino admirar.

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20.

La vieja fábrica, como un animal herido, agonizaba lentamente a la orilla del mar. Si bien alguna vez majestuosa y atareada, con sus dos inmensas chimeneas apuntando hacia el cielo, quizás como un desafío al propio Dios, ahora de ella sólo quedaban restos y despojos: altísimos muros de acero cubiertos por la herrumbre, amplios salones devastados por la humedad, la madera carcomida de los pisos, las rejas de metal devoradas por la brisa del mar. El espacio que alguna vez ocuparon diez mil hombres para enriquecer a no más de cien, ahora era usado apenas por Ningizzida y un atareado Rogelio Ministro, que reptaba titubeante por los tubos de desechos por donde viajaban los restos de la fábrica, su exudado, hacia su tumba definitiva, allá en las profundidades insondables. —Ayúdame Señor… Por favor, ten piedad de mí. Camino a la fábrica, Ningizzida le había hablado del dios herido, otro dios más a quien debía pagar su deuda y que requería su auxilio en una suerte de rito de purificación, que consistía en destapar un conducto obstruido para que la suciedad saliera a la luz. Y ahora estaba ahí, de rodillas, los pantalones empapados en ese barro espeso, negro y maloliente, y con la completa certeza de que sin un traje

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de esos que se usan en los accidentes nucleares no debiera haber dado un paso ahí. Ningizzida le había provisto de un viejo escobillón de metal, de medio escobillón en verdad, pues sólo eso quedaba: la mitad de las cerdas habían desaparecido con el paso de los años y con esa cosa estaba obligado a quitar todas las basuras, empujarlas lentamente sobre el barro espeso camino hacia la luz que se divisaba al final del túnel, la esperanza de que cuando llegase ahí la tarea habría acabado, el breve instante que separa una tarea de otra, los escasos minutos para recobrar el aliento después del pesado esfuerzo, para sentirse a salvo de todos los peligros, de las conjuras de sus enemigos, el momento que al esclavo le es permitido soñar que es un hombre libre. Finalmente pudo llegar a la salida y arrojar esos cien o ciento cuenta kilos de porquería al mar, como una ofrenda aciaga, queriendo también arrojar el maldito escobillón o tal vez arrojarse él mismo y acabar de una vez con todo. Se sentó en el borde con los pies afuera y contempló el atardecer. Un atardecer más entre mil millones pero que fruto de ese cansancio que lo aproximaba peligrosamente al éxtasis de los místicos, sintió que tenía algo especial, que encerraba algún secreto o revelación. Rogelio entrecerró los ojos e intentó imaginar a todas las clases de seres que a esa hora contemplaban ese mismo atardecer en las cercanías: parejas de adolescentes que pronto se entregarían a la tarea de la fecundación, o vagabundos melancólicos que junto a una botella pensaban en todo lo que habían perdido, o en somnolientas sirvientas que regresaban a casa con las compras después de un día en que nadie les había dirigido la palabra sino para darles una orden, o en ejecutivos de pelo cortísimo y gafas oscuras y pequeñas que les daban la apariencia de cíclopes, que en la terraza de un bar o un hotel, mientras esperaban

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una llamada o hacían una llamada, le lanzaban una breve mirada desdeñosa a ese atardecer, momento justo en que su alma agobiada les gritaba desde las profundidades: «¡tiene que haber algo más!», y ellos se encogían de hombros y volvían a sus teléfonos para hablar de valores, ofertas, movidas de mercado, de dinero a carretadas y se olvidaban de todo, o niños que jugaban al fútbol en la playa y hacían un alto para contemplar el astro rey que parecía partir, alejarse para siempre (pero eran ellos los que partían en realidad) y Rogelio, por un segundo, creyó que todos esos hombres y mujeres que veían ese atardecer junto a él eran sus hermanos, sus amigos, y pudo entonces sentirse menos solo. Le embargó una gran tristeza cuando el sol se hundió en el mar y debió volver al centro de la fábrica. —Te quedan dos desagües más —Ningizzida estaba sentado frente a un viejo escritorio de metal, simplemente esperando, lanzando una mirada ocasional a sus uñas alargadas y dándoles un pequeño retoque con una lima negra que parecía muy gastada y antigua. Rogelio se plantó ante él, cubierto de barro de la cabeza a los pies, el escobillón de metal aún en la mano, arrasado y al mismo tiempo orgulloso, como un centurión que acaba de volver de la guerra. —Ya no puedo más. Ha sido suficiente. Ningizzida lo estudió con atención. Asintió gravemente. —Tienes razón. Se ha hecho tarde. Continuaremos mañana y de camino pasaremos a comprar un escobillón que te sea de mayor utilidad. Rogelio tomó aire. Una rata cruzó la escena encima de ellos por una viga, llevándose un pedazo de madera húmeda entre los dientes, algo que por cierto no es comida pero que creía que podía ser comido.

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—Renuncio. Ya no puedo más —hizo el amago de salir por la puerta mientras veía como Ningizzida levantaba las cejas. Sabía que el sumerio podía detenerlo sin problemas. En realidad, estaba suplicando. Ningizzida parecía apenado. Fue donde Rogelio y le dio unas palmaditas en el hombro. —Entiendo todo esto. No sabes cómo lo entiendo. Puede que alguna vez alguien me haya hecho pasar exactamente por este mismo trance: horror tras horror, barrer, fregar, limpiar, cocinar, hacer un hoyo de quince metros de profundidad con una pala vieja y herrumbrosa o, peor aún, una simple cuchara. Ganarás el pan con el sudor de tu frente. ¿No fue dictado de esa forma? Rogelio dio un paso al costado. No quería estar a su lado, como un viejo camarada, no, nada de eso. Quería enfrentarlo, verlo a los ojos como lo que es realmente: su enemigo mortal. —No me interesan esas historias. Dictámenes viejos y olvidados —subió la voz un punto—. Yo quiero ser libre. Ahora y siempre. Ningizzida abrió los brazos. —¡Pero si falta tan poco! Una semana, dos máximo y tu servicio habrá terminado. Tu deuda quedará completamente saldada. —¿Y mi vida? —Rogelio se cruzó de brazos—. ¿Tendré algo de vida para ese entonces? Escuché lo que dijiste —dijo recordando lo que vio cuando estuvo al otro lado—, no me quedaba más de un mes de vida. —¡Tonterías! —Ningizzida avanzó hacía Rogelio como queriendo darle un gran abrazo de oso estilo ruso que aplacara sus miedos. Ministro no dudó y, esquivando al sumerio, salió corriendo, aún con el escobillón en la mano, pero que a medio camino consideró a bien arrojar al piso.

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—¡No me atraparás! ¡Nunca! —la salida se veía ya cercana e inminente. Estaba casi al borde de alcanzar la libertad. De volver a ser el hombre que antes había sido. Y entonces su corazón dejó de latir, se detuvo por completo. Rogelio ya no pudo mover las piernas. Empujado por la inercia de su carrera se derrumbó lentamente como una muñeca inflable que algún vicioso agotado lanza por la ventana. El contacto con el cemento fue casi un alivio, constató que aún respiraba, un poco al menos. Estaba vivo, o casi vivo. Apretó los músculos del estómago, intentando animar a su decaído corazón, a ver si éste se animaba a volver a latir… Los pies de Ningizzida aparecieron frente a sus ojos, tan encima de su rostro que casi podía besárselos. Tum… tum… tum… tum… La sinfonía interior retornaba. Tambores dubitativos e inarmónicos, una débil música que le significaba una mínima garantía de vida. —No puedo dejarte ir. No hasta que mi deuda sea saldada. Volvía la vida a Rogelio y también volvía la ira: —¿Y por qué tengo que ser yo quien pague tus deudas? —El fin se aproxima —Ningizzida no parecía prestar atención a Rogelio—, el giro mortal, una tortuga que tropieza y se da vuelta, el caparazón contra la tierra, el rostro asustado enfrentando el cielo. —Quiero volver a verla. Ningizzida, que había estado hablando mirando lo que parecía ser un punto remoto e incomprensible, se volvió hacia Rogelio que seguía en el suelo y lo miró como si no lo conociera. —Te hablo del Fin del Mundo y tú sólo puedes pensar en el Fin del Amor —hizo una pausa intentando comprender a su esclavo—. No volverás a verla. No lo soportarías.

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Rogelio imaginó que se levantaba y conectaba un gancho directo a la mandíbula del sumerio que lo dejaría tieso en el piso. Supuso que esa era la verdadera forma de escapar. Pensó que le faltarían fuerzas para la maniobra, lo que era preferible a aceptar que Ningizzida controlaba por entero su voluntad y ese berrinche infantil en el piso era el último recurso del que disponía, el mínimo espacio donde su alma podía elevar una protesta. Volvieron entrada la noche a casa de Rogelio, donde Ningizzida había decidido instalarse de forma permanente. Dormía en la habitación de Rogelio y este se había visto relegado a la habitación de invitados, donde antaño solían dormir sus hijos cuando aún tenían la costumbre de ir a visitarle. Rogelio salió del baño. Se había lavado cuatro veces consecutivas el cabello y aun así rezumaba en su cabeza el vago olor de aquella fábrica que inútilmente Ningizzida le había ordenado limpiar. Se cambió de ropa y fue hasta la sala donde encontró al sumerio sentado en la alfombra, tirando unos viejos dados de hueso sobre una tabla rectangular y con muchos signos pintados. —Ven. Juguemos un poco. Rogelio tiró los dados. Salió un dos, tres palas y una calavera. —¡Marj Nazzium! —exclamó Ningizzida—. Muy buena tirada, os felicito. Sonó el timbre. Rogelio dudó, pero Ningizzida se puso de pie. —¿Quién puede ser a esta hora? —Pedí una pizza. Debemos comer para mantenernos fuertes. La pizza venía con una triple ración de anchoas y jalapeños. Perfectamente incomible. El aroma que despedía

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era terrible, lo que no pareció un inconveniente para que Ningizzida la devorara golosamente. —Tira de nuevo los dados —sugirió, la barba llena de pequeñas migas de masa y colas de pescado. Salió un ave con las alas muy afiladas, un seis y un triángulo con una estrella en el centro. —No lo entiendo. —¡Maravilloso! ¡Cuánta suerte tienes! —exclamó divertido e hizo también una tirada. Siguieron así hasta tarde, Rogelio cayéndose de sueño pero recogiendo siempre los dados y volviendo a tirar, escuchando los comentarios laudatorios u oscuros de su amo sobre aquel juego ininteligible. —¿Qué significa la estrella? —Elevación de parchís. En tres rondas más deberías sacar un… —Ningizzida hablaba pero Rogelio ya no entendía nada, sólo quería dormir, extenuado por la larga jornada. Acabó derrumbándose sobre la alfombra. El sumerio lo sacudió con fuerza—. Vamos, sólo un par de tiradas más. Iba a enviarlo de nuevo al demonio cuando vio su cara de niño anhelante, de niño desamparado, y aceptó. Siguieron un rato más mientras Rogelio pensaba: me necesita tanto como yo lo necesito a él. Un amo que no puede vivir sin su esclavo, un lazo que ha salido de entre la niebla para unirlos indisolublemente. —Háblame del dios que vive en la vieja fábrica. Ningizzida hizo su lanzamiento. No le gustó la barca, ni tampoco el ocho o el fakir dormido y haciendo trampa volvió a lanzar. —Por supuesto. ¿Qué quieres saber de él? —preguntó mientras analizaba con aire ausente la nueva tirada. —Cuéntame todo. Desde el principio…

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Ningizzida levantó la vista y examinó los ojos de Rogelio que habían atravesado mares de cansancio, valles infinitos de tiempo, y ahora estaba ahí, firme y altivo, aguardando. Se sintió completamente orgulloso de su pupilo. —Está bien. El viejo dios cuyo nombre era Nahuz…

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21.

Regresó tambaleante y ofuscado, con la frente ardiendo en fiebre y toda la cara enrojecida, apoyándose en los estantes y las paredes, observado atentamente por sus súbditos, los dependientes de la tienda de electrónica, pero sin que estos lo mirasen nunca directamente o le dirigieran la palabra. Lancaster caminó, o más bien corrió hasta su oficina al final del pasillo y se derrumbó sobre la pequeña silla giratoria que crujió y se quejó magníficamente ante su peso. Se secó la frente con un pañuelo de seda de brillantes colores que había comprado en la India. El pañuelo quedó empapado. Debería ver a un médico pensó y se sacó la chaqueta que también estaba empapada, se abrió la camisa y jugó con la idea de seguir desnudándose pero no… no todavía. Quería mirarse al espejo pero intuyó que lo que ahí vería reflejado sería terrible. Mi rostro ya no es mi rostro sino el de otro. Recordó la vieja historia de Temístocles el Traidor, quien después de su acto de infamia pidió a los dioses que le cambiaran el rostro para volver a su pueblo y ver por última vez a su esposa. Lancaster hundió la cabeza contra el pecho como un ave herida. ¿En qué me he convertido? Uno de los vendedores entró a la oficina pese a que él no lo había mandado a llamar.

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—¿Señor? Su mirada tenía algo de súplica y de verdadero horror. ¿Qué podría haber en su rostro que provocara semejante impresión? —Necesito estar solo, Bruno —su propia voz parecía que venía de muy lejos. Lancaster giró la silla y quedó de frente a la pared desnuda, a la nada acuciante. —Por supuesto señor —el empleado se retiró aunque Lancaster se dio cuenta de que se había quedado inmóvil en el pasillo contiguo, aguardando aún. Decidió esperar una hora al menos como castigo por la intromisión de su siervo, que al otro lado de la delgada pared le espiaba, atento a cada uno de sus latidos, a cada suspiro. Aguzó el oído pero nada, no podía escucharlo aunque estaba seguro de que estaba ahí clavado como una maldita estatua. —¿Qué demonios haces? Bruno se dio la vuelta lentamente. Parecía congelado, detenido en el tiempo. —Me preocupa su salud señor —lo decía sin insolencia, en sus ojos no había más que genuina preocupación. —¿Tan mal me veo? Bruno asintió. Lancaster recordó que en el baño, al final del corredor, había un pequeño espejo que podría servirle. Se sintió tentado a ir, encender la luz y contemplarse, ver cuál era la maldita suerte que le esperaba al final del camino. —Lo lamento. Espero que no sea demasiado tarde — avergonzado, como si fuera su culpa, Bruno clavó la vista en el suelo. Max Lancaster intentó pensar. En todo embrollo, en cada problema intrincado, hay siempre al final una solución o salida. Debía concentrarse, distinguir la luz al final del túnel. —¿Cuánto me das?

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Bruno negó suavemente. —No soy médico. No podría decirlo. —Eso no tiene ninguna importancia ahora. Sólo debes imaginar que eres médico, que fuiste un estudiante aplicado desde pequeño, que sin pestañear te tragaste los siete condenados años en la escuela de medicina. Que los enfermos te adoran y conduces un mercedes y tus vacaciones siempre son en el caribe. Y entonces puedes verme y saber a ciencia cierta cuánto es el tiempo que me queda. Mírame a los ojos. Dime… ¿qué es lo que ves? Bruno levantó la vista sólo por un momento. Apretó los puños. Murmuró una cifra que a Lancaster le resultó inaudible. —¿Qué? ¿Qué has dicho? Repítelo. Bruno tragó saliva. —Dos semanas. No creo que le queden más de dos semanas, a lo sumo tres. Lancaster asintió repetidas veces. Hubiese querido sonreír pero no pudo. Quería también tocar a Bruno, darle un par de palmaditas en el hombro para felicitarlo pero no, no debía. —Eres un buen muchacho. Te lo agradezco —Señor —ahora la voz de Bruno volvía a ser suplicante—. Usted sabe que yo haría lo que fuese por ayudarlo. Todos estos años usted ha sido como un padre para mí. ¡Haría lo que fuese! Una luz se había encendido en su interior, una idea cuya fuente desconocía pero que sabía que no le convenía desoír. —Eres muy amable. He intentado tratarlos lo mejor posible. No como un patrón a su empleado, sino precisamente, tú lo has dicho, como un padre a su hijo. Los ojos de Bruno brillaban ahora. Parecía querer abrazarlo, pero el aspecto de Lancaster lo hacía dudar. —Señor…

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Lancaster estaba meditabundo. —Así es la vida. A todos nos llega nuestra hora. Debemos tomarlo con toda la calma que nos sea posible. Bruno dio un respingo. Una señal de alerta. Peligro. —Lo siento mucho —dijo mientras la tristeza se retiraba a toda prisa de su rostro y era reemplazada por otra emoción, aún más oscura—. Creo que volveré a la tienda. —Sí. Por supuesto —dijo Lancaster y sujetó la manga de Bruno firmemente, con decisión—. Ya es tiempo de que vuelvas al trabajo. Bruno asintió. Se preguntó en qué clase de delirio se había extraviado su jefe. Peor que eso: ¿acaso ese delirio no sería contagioso? Pensó en liberarse de la garra de Lancaster con un manotazo, pero no, no podía hacerlo. —¿Desea algo más señor? Lancaster sonrió, como a un niño ciego al que le entregan un dulce. —¿Dijiste que harías cualquier cosa por mí? Bruno se puso pálido. —Lo que estuviera en mis manos —dijo sin poder ocultar el miedo. Ahora estaba dispuesto a echarse a correr y no mirar nunca más atrás. —Es algo muy simple en realidad. Casi nada —Lancaster retrocedía ahora, tirando de la manga de Bruno, yendo de vuelta a su despacho. ¡No entres ahí! ¡Por lo que más quieras no entres allí! —Tengo trabajo, señor. —Sólo será un minuto. Menos que eso. Apenas un instante. Te prometo que será de mucha ayuda. Bruno se vio a sí mismo arrastrado a la oficina de Lancaster, como si estuviera en medio de un sueño, como si se estuvieran llevando a otro individuo a la condenación, y no a

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él. Pese a que hacía apenas una hora que había estado allí, la habitación parecía distinta, menos iluminada, y un extraño olor, un olor como a metal oxidado parecía venir desde el sitio donde había estado sentado Lancaster. —No quiero estar aquí. Voy a retirarme —dijo Bruno pero no pudo moverse. De nuevo estaba paralizado. Igual que en el pasillo. ¿Por qué no se había movido entonces? Pensó que le preocupaba su jefe que tan mal se veía, pero ahora comprendió que había algo más, una fuerza gravitatoria asentada en el interior de aquella oficina, que lo obligaba a quedarse ahí, inmóvil, completamente a su merced. —Un minuto. Apenas un minuto —repitió Lancaster. —No me haga daño. Por favor, recuerde que tengo una hija. —Ni una gota de daño. Te lo prometo —dijo. Soltó la manga de Bruno y llevó su mano, que estaba recogida como una garra hasta el pecho de su empleado, y estiró el dedo índice y con fuerza, con fatal decisión tocó el lado izquierdo, el punto exacto donde debía estar el centro de su corazón y Bruno sintió como si lo hubiesen apuñalado con un acero extremadamente frío. Todo el calor de su cuerpo se esfumó, lo mismo que su ánimo. Sintió que navegaba por ríos de tristeza infinita en una barca maltrecha a punto de naufragar. Vio la oscuridad de un mundo subterráneo al que descendía bajo la mirada atenta de criaturas salvajes que se movían entre las rocas de la orilla. Creyó que mientras siguiera en la barca estaría a salvo pero pronto comprobó que esta avanzaba corriente abajo, rumbo a territorios aciagos. Pudo divisar a la distancia castillos fosforescentes de donde emanaban los más espantosos gritos y a lo lejos el rumor de batallas y entrechocar de espadas saturaba el ambiente. Pensó en saltar de la barca e intentar nadar río arriba, como Orfeo, escapar de aquellos infiernos mientras aún tuviese las fuerzas, pero

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todo era muy rápido; fue sólo un instante en que su condena le fue perfectamente visible y luego fue sólo alejarse, seguir descendiendo, haciendo irremediable la separación, y al otro lado del abismo seguía de pie frente a Lancaster, sin ser ya exactamente él, sino puro pellejo y huesos y piel húmeda y fría como la de un reptil, y los ojos de Max Lancaster se iluminaron mientras retiraba su dedo y sonreía. —¿Ves que no ha sido nada? Apuesto a que ni siquiera ha dolido. —No me ha dolido —los ojos de Bruno estaban apagados, habían perdido por completo su brillo. —Puedes volver al trabajo ahora. Tienes mucho que hacer. —Volveré ahora mismo —dijo y dio la vuelta para regresar a su puesto, donde se quedó muy quieto, esperando al próximo cliente, la mente totalmente en blanco. Eso es. He encontrado una forma. Lancaster respiró hondo. Las fuerzas habían vuelto a él, tenía energías de nuevo, podía continuar su obra, al menos por un tiempo. Ahora tengo que ir por Ted Bogger. Se asomó por la ventana. Faltaban un par de horas para el atardecer. Quiso mirarse al espejo pero supo de inmediato que ya no era necesario. Pensó en las miles de personas que vivían en las cercanías y comprendió que mientras ellos existiesen nada más le haría falta.

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22.

Los pasillos iban siempre abarrotados. Chocaba hombro con hombro contra los otros presos como ganado rumbo al patio, al comedor, al baño, los talleres, la enfermería, la sala de visitas o de regreso a las celdas. No había más destinos posibles, pero lo extenso de los corredores y lo obtuso que le parecían durante los primeros días lo hacían soñar con un intrincado laberinto, donde todas las posibilidades estaban abiertas: tanto caer en la celda individual, una especie de sótano sin ventanas y llena de agua –el área de castigo–, o de milagro cruzar una puerta secundaria que algún gendarme distraído hubiese olvidado cerrar y por ella huir hacia la libertad. Había otra posibilidad también: que no fuese a ninguno de esos lugares al final y acabase por errar infinitamente por aquellos corredores, un extraño entre extraños, dentro de un remolino de delincuentes de poca o mucha monta que allí vivían. Que su identidad acabara por perderse dentro de la muchedumbre de almas agobiadas, que fuera simplemente uno más en una masa cuyo valor tendía peligrosamente a cero. Cada mañana lo invadía el miedo a desaparecer. Podía ser que ese fuese el destino que el hado le tenía preparado. ¿Era digno de un destino de esa clase? ¿No merecía estar en

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el caribe o paseando por Nueva York o simplemente libre yendo cada mañana a su tienda? Sin embargo, tenía este destino y no otro; sabía que eso era parte de la irrevocabilidad de las cosas. De nada le servía lamentarse, gemir, volver una y otra vez al pasado y arrepentirse de lo que había hecho. Los ashur le habían arrebatado su libertad. Ahora sólo quedaba el hundimiento. Podía jurar que las miradas de los otros eran cada vez más ariscas. Después de la paliza inicial había andado con más cuidado, aunque sabía que ese apartarse y bajar los ojos y evitar el conflicto era un polvorín en ciernes. En la cárcel no llamar la atención es también una forma de llamar la atención. Los presos más fuertes están continuamente a la caza de siervos o esclavos sexuales y Ted Bogger —lo sabía—, en cualquier momento podía ser reclutado para alguna de las dos infames tareas, si no para ambas. Muy pronto tendría que descender. O volverse un esclavo o un salvaje que lucha por su vida. Y cualquiera de las dos situaciones implicaba problemas. Pensó en realizar un ataque kamikaze, apuñalar arteramente a Rojas, el jefe de la prisión, y acabar de una vez por todas, pero no creyó disponer de las fuerzas suficientes. Sólo podía resignarse y vagar por los pasillos oscuros, perdido entre rostros oscuros, arrastrando los pies, apenas lo suficiente para avanzar como si ya le hubiesen puesto los grilletes hasta ver a Arismendi cruzarse en su camino con una sonrisa en los labios. Dirigida hacia él, una amable sonrisa, ni amenazadora ni de burla, simplemente de comprensión, de simpatía, y Arismendi se había cruzado por un segundo apenas, luego había desaparecido rumbo a otros pasillos, otros rumbos privados, pero el resto de aquel día Ted Bogger tuvo el recuerdo de esa sonrisa como cálida compañía.

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Por las mañanas, tras el desayuno, los presos eran devueltos para ser contados. Como vacas debían esperar, cada uno envuelto en su propia soledad, en su celda, junto a otros que después de quince horas en su compañía, quince horas como infernal eternidad, nada querían saber del resto y miraban al techo o afuera o al vacío pero no a los otros y pasaba una hora tranquilamente, a veces dos, hasta que un guardia ceñudo con cara de haber recibido un insulto terrible pasaba frente a la celda, anotaba en su planilla y se alejaba mientras se oían sus pasos a la distancia, haciéndose cada vez más remotos hasta que desaparecían, y entonces había que esperar media hora más, acaso una hora completa hasta que dos guardias más aparecían y abrían las rejas y esperaban a que los presos salieran al pasillo donde dos gendarmes más los harían cruzar por otra reja, y sólo ahí abrían la siguiente celda. Era una rutina engorrosa, realizada para evitar motines, pero también para mantenerse ocupados, para que los gendarmes no sintieran que su vida era un desperdicio sin fin, y que regular los flujos de prisioneros hacia el patio era tener algo parecido a un objetivo. Se tardaban así casi toda la mañana en salir al patio. A veces Ted Bogger y sus compañeros eran los primeros, muchas veces fueron también los últimos, pero al final estaban todos afuera. No eran pocos los presos que para evitar tales rituales escogían vivir en el patio y Ted Bogger los envidiaba. No recibían desayuno o cena, vivían en precarias tiendas y seguro pasaban frío y se mojaban con las lluvias, pero a cambio había siempre un cielo sobre sus cabezas y no el granito apagado de la espera en prisión. El patio era amplio, rectangular y húmedo. Lo atravesaba el hedor a orines y a sudor humano, a esos dos mil seres que allí se amontonaban, que buscaban un metro cuadrado libre para conversar con

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otros, jugar acaso a que habían regresado a la sociedad. Arrinconado en una esquina, luchando por pasar inadvertido, Ted se preguntaba quién podría ser su igual, su alter ego con el que podría intimar. Busca instintivamente a Arismendi pero no lo ve por ningún lado. Siempre era así; cada vez que salían al patio Arismendi se esfumaba, desaparecía entre el mar de tiendas montadas (puede que allí vivan sus iguales). Había considerado seguirlo, permitirse tal descaro basado exclusivamente en la sonrisa que alguna vez le era prodigada. Pasó dos semanas estudiando las tiendas a lo lejos, pues rara vez dejaban entrar a un novato como él y, como en la antigua Persia, había un vigilante en cada uno de estrechos callejones que formaban las hileras de tiendas una al lado de otra. Era obvio que Arismendi estaba ahí aunque Ted no podía imaginar qué estaba haciendo. Hubiese quedado atrapado en ese punto si no hubiese sido por la charla ocasional de dos presos. Eran días de calor y oyó que pese a la oscuridad, era mejor pasársela en los subterráneos que achicharrarse todo el día en el patio. —¿Qué son los subterráneos? Los dos presos miraron con asombro a Ted Bogger, incapaces de creer que un recién llegado como él se hubiese atrevido a hablarles. Lo miraron de arriba abajo, y tras considerar que lo único de valor que llevaba eran sus zapatos procedieron a propinarle unos veinte puñetazos en el rostro más media docena de patadas en las costillas, para luego robarle los zapatos y dejarlo tirado en medio del patio y continuar tranquilamente su conversación. Cuando salió de la inconciencia y con el sol dándole directo a los ojos como una flecha de Apolo, Ted Bogger consideró prudente arrastrarse hasta el muro más cercano y se concentró en tratar de no volver a desmayarse.

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Sus heridas sanaron rápido, apenas tres o cuatro días, y ya estaba pensando de nuevo en los subterráneos y en la forma de entrar allí. Pasaba un día por el baño del patio principal cuando lo notó. No es que fueran baños propiamente tal, apenas un par de cañerías adosadas al techo del que caían dos pequeños chorros de agua y seis agujeros en el suelo para los desechos. Pero había también una alcantarilla, una tapa cuadrada de cemento apenas entreabierta, una señal exigua pero que en aquel mundo hermético de la prisión adquiría la dimensión de un aviso de neón de doce metros cuadrados. Ted tiró con fuerza de la tapa pero esta apenas se movió. Es un error: allá abajo no hay nada, pensó y comprendió que aquel mensaje venía desde el interior, la impresión de la nada para ahuyentar a los intrusos. Ted buscó en los rincones alguna herramienta que pudiera servirle de palanca. Debió resignarse con una piedra de borde cortante con la que dio ruidosos golpes a la tapa mientras rezaba por no ser descubierto (lo que posiblemente implicaba nuevas palizas o acaso una puñalada en el estómago) hasta que la cedió progresivamente y Ted estaba seguro de que allí abajo había un misterio pero no podía imaginar exactamente qué misterio. Cuando ya podía pasar su cuerpo por el agujero oyó que unos presos se aproximaban y sin calcular la altura de la caída se hundió sin más en esa locura. Podía romperse una pierna o el cuello, pero ya estaba en el aire —un horrible instante en el aire—, y sabía que debía flectar las rodillas apenas tocar el piso y dejarse caer hacia un costado. Alcanzó a pensar: ¿y si el piso no llega? ¿Si me he lanzado sin más al abismo? Tocó la superficie y se fue de bruces, todos sus planes saltando destrozados, pero bien de todas formas pues tras casi tres metros de caída (en eso consistía su abismo) había aterrizado sobre un montón de ropa maloliente que

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los presos habían apilado allí precisamente para amortiguar la caída. Ted miró hacia arriba y vio dispuesta una larga cadena que colgaba hasta casi rozar el techo: el camino de regreso. Se preguntó si tendría las fuerzas necesarias para cargar consigo mismo pero decidió dejarlo para después; debía averiguar primero dónde se encontraba, a qué clase de círculo infernal había descendido. Debió esperar a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad para comenzar a moverse. Las galerías subterráneas eran amplias, húmedas y frías. Una opresión se asentó en el pecho de Ted: sintió que aquí abajo corría mucho más peligro que en la prisión. Quiso volver de inmediato, pero la serie de figuras que ya divisaba a la distancia lo disuadieron; quería saber, comprender, apartar de una vez el velo de tinieblas que habían puesto frente a sus ojos. Las figuras al final de la galería, que a la distancia le habían parecido una multitud de espectros, recibían una luz mustia y de donde vio de pronto descender otra figura desde el centro de esa luz, colgada también de una cadena. Calculó que esa entrada se hallaba en el centro del patio, donde estaban las tiendas y supo que ya había descubierto el lugar donde se dirigía Arismendi todos los días. ¿Pero para hacer qué? Avanzó a tientas pues sus ojos aún no se amoldaban del todo a la falta de luz, sólo distinguía las formas, aquellos hombres desnudos que brillaban pálidamente a lo lejos, sumidos en una larga danza de pasos temblorosos y equívocos que los hacía chocar entre ellos y, al final, fundir sus cuerpos. Ted Bogger se detuvo. El sonido de los quejidos y las maldiciones tendían hacia lo inequívoco. Quiso largarse de inmediato, pero también quería presenciar aquel espectáculo atroz. Manos como garras sosteniendo al otro, apresándolo con fuerza; rostros donde el placer y el dolor se entremezclaban produciendo mutaciones inesperadas, donde se pasaba de

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un instante a otro de la placidez al espanto, del dolor torturante y ominoso a una especie de alivio que también era paz. Ted vio a hombres corpulentos y sudorosos que arrojaban al piso a aquellos que ya habían utilizado y entonces, se entremezclaban en la danza para buscar a un nuevo hombre que pudiera usarlos a ellos. Era un juego terrible y Ted instintivamente retrocedió, no fuese que al final la oscura fascinación que esa comunidad le producía, las oleadas de terrible placer resultaran para él como un canto de sirena, un atractivo maldito, al cual se podía descender. Hizo el camino de vuelta, todavía oyendo los lamentos y las exclamaciones, los insultos de horror y sorpresa que salían de aquellas gargantas. Condenados, todos están condenados, y le dieron ganas de echar a correr pero no quería hacer ruido, no quería darles la oportunidad de atraparlo para que no pudiese ya volver a elevarse. Regresó al montón de ropa sucia y comprendió entonces que a ese mundo sólo se podía ingresar completamente desnudo y de un salto se aferró a la cadena y subió a toda velocidad, como huyendo, y la adrenalina y el miedo le dieron fuerzas y regresó a aquel baño maloliente y destartalado y extrañamente fue como si regresara a casa.

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23.

La soledad en que se encontraba la tienda de regalos, más la presencia inexorable de ese olor agreste, puso a Liu Tan de un humor oscuro. Pese a las innumerables limpiezas y pese a haber inundado la tienda con toda clase de desodorantes ambientales, podía jurar que el perfume de Lancaster, como una férrea maldición, seguiría allí por siempre, encima suyo, como un perro de presa. Los últimos días casi no entraban clientes. Liu pensaba que se debía a la maldición, lo que lo obligaría más temprano que tarde a cerrar la tienda, y con ello sepultar para siempre el sueño de Ted Bogger. ¿Hasta cuándo podremos resistir? Utilizaba el plural porque pensaba que su jefe, pese al confinamiento, de alguna forma seguía acompañándolo. Necesitaba aferrarse a esa creencia para amortiguar el creciente malestar que le generaba el silencio de la tienda. Durante el día, el Muelle Barón era una avenida muy concurrida, frecuentada por toda clase de trabajadores, la mayor parte de ellos de rostros desafiantes, predispuestos a la batalla, como si a la orilla del mar un ejército submarino los estuviese esperando. También había turistas, sí, o se suponía que había hasta un tiempo atrás. Pero ahora se habían esfumado, dejando la tienda a su suerte y haciendo que a Liu Tan

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la soledad en el aire le pareciera un objeto tangible. Como naufragar en una isla habitada por fantasmas o entidades de otra dimensión. Estar solo y al mismo sentir que allí había alguien, cruzándote con sombras, sintiendo escalofríos en la nuca, avizorando por el rabillo del ojo una presencia maligna que ansiaba devorar su alma. ¿Era posible vivir de esa manera? Cualquier náufrago sometido a esa clase de presiones acabaría por añorar su regreso al mar. Construir una balsa o un pequeño bote y con él surcar las aguas, aun a riesgo de no volver jamás a ver tierra firme, perderse en el infinito. Era esa alternativa o acaso colgarse y entonces convertirse en un espectro, pasar a engrosar las filas del ejército invisible que lo acosaba de forma incesante. Ciertamente la tienda de regalos había sido durante mucho tiempo un oasis, un pequeño refugio donde ocultarse y sobrellevar mejor las innumerables dificultades que uno enfrenta por el solo hecho de estar vivo. Pero ahora que la maldición de Lancaster se había desencadenado ya no era posible continuar, y Liu pensaba que ya no le quedaba más alternativa que coger sus cosas y dirigirse hacia la salida. Lo despertaron de sus oscuras cavilaciones el sonido de las campanitas de la entrada. Un cliente. El primer cliente en mucho tiempo. Liu Tan levantó los ojos y se quedó sin aliento. Era una chica rubia, muy alta, mucho más alta que él, de contextura atlética, fornida casi, pero no por eso menos provista de esa belleza excepcional de las mujeres noruegas o suecas, que hacen soñar a buena parte del orbe con sus favores sexuales, sin importar qué tan gélidas puedan ser sus miradas, que tan adustos sus rostros. Llevaba un vestido rojo muy largo y un cinturón dorado. Sus labios eran muy rojos también y Liu Tan se preguntó qué sentiría exactamente si alguna vez pudiera besarlos.

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—Busco mirra fresca. También incienso —dijo ella. Arrastraba mucho las erres, pero su voz era altiva y decidida. Sus ojos azules eran un lago brillante en el que hubiese querido perderse para siempre. —No sé si nos quede incienso. Mirra de ninguna manera. Pero si da una vuelta por la tienda le aseguro que encontrará algo de su agrado —Liu Tan hablaba por hablar, no quería detenerse mientras ella le prestara atención, mientras sus ojos estuvieran sobre él. —Daré una vuelta. Veré si algo me agrada. —A esta tienda venía, viene —se corrigió— gente de todas partes. Y siempre se llevan algo, cualquier objeto que por pequeño que sea les recordará su visita a este pequeño rincón al otro lado del mundo. La muchacha se acercó. —El que parece del otro lado del mundo…. ¿Eres chino? Liu Tan asintió. Comprendió que si decía las palabras adecuadas en el orden adecuado, como un complicado conjuro mágico, le sería posible llevar a esa chica a la cama. Como cruzar las innumerables puertas de un castillo rumbo a la cámara del rey. Esos senos voluptuosos, esos labios, ese rostro podía llegar a pertenecerle aun por una sola noche o parte de una noche. Es suficiente, pensó Liu, ni yo, ni ningún otro hombre necesitan de nada más. Estar en contacto con la belleza, poseer la belleza era acaso el fin último de todas las cosas. ¿Por qué sino los hombres se afanaban? ¿Por qué sino gastaban sus días y sus horas en alcanzar la mejor situación posible dentro del orden jerárquico sino fuese para mejorar sus probabilidades de que alguna vez este milagro fuese posible? —Tú y yo venimos desde el otro lado del mundo sólo para encontrarnos. Quizás… —Liu deseó que la frase no

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fuese demasiado cursi aunque su experiencia le decía que muchas veces las frases cursis eran precisamente lo que las mujeres querían oír—, los dioses han querido que volvamos a encontrarnos. Ella seguía ahí de pie, seria y casi preocupada. Dio un paso adelante y Liu intuyó que estaba en aprietos. La chica noruega o sueca dio la vuelta y fue a buscarlo al otro lado del mostrador. Liu sabía que el movimiento apropiado era salir a su encuentro, pero se encontraba congelado. Ella se acercó y chocó sus labios con los de él, no como un beso de amantes sino más bien como impactaría de frente una chica que alguien ha empujado. Los labios de ella estaban fríos; Liu Tan había soñado con labios cálidos y besos apasionados. Para eso están las brasileñas pensó absurdamente, en vez de concentrarse en la belleza que tenía entre sus brazos. Abrió los ojos. Ella también los tenía abiertos: el azul de su iris era en verdad cuatro tonos distintos del azul, desde un pálido celeste a un azul púrpura en los bordes. Ella parecía no pestañear. Pensó en cerrar los ojos o en encontrar la manera de salir de ese largo beso que a la vez no era un beso sino una postura forzada, casi como un movimiento estudiado en el rugby o el fútbol americano. Finalmente, echó la cabeza atrás y se soltó de ella. —Eres muy hermosa —dijo, menos como un cumplido que como una confesión obtenida a golpes. Ella asintió. Se apoyó en los hombros de Liu de la misma forma en que un soldado apoya una bazuca. La chica tenía fuerza, de seguro mucha más que él, y lo presionaba, lo empujaba hacia las profundidades; quería que él descendiese. Liu se acostó en el piso de linóleo, lo sintió gélido, una tumba en el hielo mientras ella le arrancaba los botones de la camisa. Sintió angustia cuando se dio cuenta de que ella

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no se desnudaría. Apenas se subió un poco la falda cuando acabó por arrancarle toda la ropa. Liu quiso abrazarla, pero ella estaba muy rígida, concentrada, con la mano en la entrepierna de él, estimulando, esperando con ansias. Cuando estuvo lista, ella descendió sobre él, cabalgándolo, y se quedó ahí, moviéndose enérgicamente, con decisión y firmeza. Liu le toqueteaba los senos por encima de la ropa y ella le ignoraba, absorta, pensando en otros lugares u otros hombres o en ambas cosas tal vez. Cuando ella lo había tomado por los hombros, él pensó que acabaría de inmediato, que no podría durar un minuto siquiera. En realidad, ahora era lo opuesto, estaba ahí pero no estaba y acaso hubiese preferido que ella no hubiese entrado nunca a la tienda de regalos. Pero intuía ahora que había sido escogido, que no por puro azar o suerte había llegado hasta ahí, no era un amante más para una historiografía ajetreada de sexo casual sino algo mucho más inquietante: era un objetivo predeterminado, una persona que allá en lo remoto había pronunciado su nombre. ¿Lancaster? Fue lo primero que pensó. Una artimaña excelente del que ahora era su enemigo. Pero si quería matarlo, que aquella bella chica parecida a una valkiria lo estrangulara en el momento crucial…no, no tenía sentido. ¿O era simplemente una casualidad sin trampa la que ahora estaba experimentando? El orgasmo estaba cada vez más cerca. ¿Y el de ella? Seguía allá arriba, concentrada, casi ausente, pero se movía rítmicamente; parte de ella, su cuerpo al menos, estaba ahí. Liu pensó en salirse al final pero consideró que ella regresaría a su patria lejana mucho antes de darse cuenta de que estaba embarazada y acabó. A ella se le subieron los colores a la cara y redobló su empuje, cada vez más fuerte. Liu Tan hubiese querido separarse de ella, dar por terminada la función, pero

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quiso esperar, ver si ella acababa de milagro, y sí, ahora sonreía, no una sonrisa dulce precisamente pero sí parecía emocionada, y sus embistes eran cada vez más potentes y el miembro de Liu daba señales de extenuación pero ella seguía y seguía y a él le dio la impresión de que era ella quien lo guiaba, a su gusto, y no importaba lo que él pudiese decir o querer; si hubiese querido salirse ella no se lo habría permitido y continuaba y la palabra «violación» vino a su mente pero no, él se lo había permitido y ahora que sentía genuino dolor y genuina angustia estaba arrepentido, aunque eso era demasiado típico: todos se arrepienten tras tener sexo con desconocidos, y los que no, esos son los peores, porque creen que el mundo es un campo abierto para encontrar amantes y acaban convirtiendo todo en un puterío espantoso, la clase de lugares donde se puede ser un elegido pero también una víctima. O ambas cosas. Vio en los ojos de ella que ahora sí estaba excitada y continuaba y su miembro era una despojo inútil a estas alturas pero ella continuaba y Liu creyó ver en su mirada el fulgor de remotas guerras; la sombra de cientos de mujeres iguales a ella, valkirias que regresaban del campo de batalla agotadas y heridas pero victoriosas, y deseó que parte de esa fuerza mítica fuera alguna vez suya. Y ella dijo «sí», lo dijo en voz alta (¿o Liu estaba soñando?), y sintió que era ella la que eyaculaba sobre él, se elevaba y le salpicaba la entrepierna y su sonrisa ahora era gélida o acaso monstruosa y Liu Tan sintió que se perdía en un remolino ciego, que su alma se disolvía en pequeñas partículas, que era un diente de león que una mujer bella venida de tierras inclementes soplaba con malicia y hacía que saltara deshecho en miles de fragmentos elevándose hacia los cielos.

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Él se llama a sí mismo esclavo y cree que así lo ha dicho todo. Se queja, rebuzna como un burro, carga de mala gana la pala, mira la tumba frente a la cual nos hemos detenido y no se decide a empezar a excavar como si ¡por Enki! tuviésemos toda la noche. Comienza al fin y sus paladas son lentas, desganadas. Se excusa diciendo que la tierra está muy dura y que hace frío y pienso que si le cortara la lengua quizás cavaría un poco más rápido. Y mientras más se demora más se llena el cementerio de curiosos, que flotando se acercan a ver qué ocurre y por suerte él no puede verlos porque si no echaría a correr dando gritos y la demora sería entonces peor. El corazón de Rogelio sigue débil pero eso se debe también a sus múltiples faltas, a las deudas que tiene con su pasado, en esta vida y todas las anteriores. Veo el sudor correr por su frente, lo ven los otros y sonríen y me dan ganas de apiadarme y decirle que trabajemos por turnos pero entonces el esclavo sería yo. ¿No decía Abbadon el Grande: amaré a mi hermano sólo hasta el punto en que ese afecto no perturbe el amor a mí mismo? Pasa una hora, luego dos, ha cavado casi un metro de profundidad pero faltan dos más para llegar al sarcófago. Ahora se ha congregado una multitud a nuestro alrededor y

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debo mantener la vista baja, no sea que le deba algo también a uno de ellos. ¿Por qué tuve que descender a estos infiernos? Troshak me lo advirtió muchas veces en las puertas del Argopaquita: sólo adquiere deudas que después puedan ser saldadas. Yo dejaba entrar al Círculo a cualquiera que pese a no cumplir los requisitos quisiera ser admitido. Lo mismo para aquellos que quisieran huir. Sólo a cambio de la suma adecuada, que al otro lado no puede ser computada en oro o favores sexuales sino en Sefirots y era maravilloso volverme así de rico a través de los siglos y el viejo Troshak siempre meneando la cabeza y sus cabellos brillaban con el naranja abisal y los derrumbes eran frecuentes (no así los muertos) y jamás vi un solo inspector, un solo guardia que reportara mis malos manejos. El castigo fue sorpresivo e inesperadamente violento. Pese a estar habituado a ese teatro del dolor que era el Círculo y a todas las atrocidades que allí se cometían para el placer de sus habitantes, no esperaba, no soñé ni temí que me dieran un lugar en la rueda. Cien épocas metido en una rueda de engranaje del tamaño de un molino de viento. Siendo oprimido en el vientre por la muela y con la única opción de empujar con brazos y piernas en un esfuerzo descomunal hasta arrancar la muela de mi vientre por un mísero instante hasta que la muela siguiente viniera a caerme encima. Así por cien épocas oyendo de paso el grito de los otros condenados interrumpidos a ratos por las exclamaciones de placer de algún masoquista y de fondo el murmullo de un río que corría cercano y que nos recordaba que el trabajo que tanto dolor y penuria nos causaba, la corriente de un río podría realizarla sin mayor esfuerzo. Y heme aquí ahora, realizando la segunda parte de mi expiación que no por ser menos dolorosa no entraña en su seno una profunda humillación.

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Ya llegamos a la tercera hora de excavación y la pala de Rogelio por fin impacta el sarcófago. —Ya está —dice con alivio. Tiene la cara roja e hinchada y el sudor cae por su frente en gruesas gotas. —Has hecho un buen trabajo —intento motivarlo para lo que viene—. Ahora haz el espacio necesario alrededor del sarcófago para poder abrirlo. Rogelio me mira con terror. Parece que recién comprende lo que ha estado haciendo. —No podemos. Sería profanación. Asiento pesadamente. —Es profanación sólo si pasas por encima de los deseos de los familiares o del propio muerto. Y te aseguro que si hay algo que le pone los pelos de punta a Ashtenband es pasar mucho tiempo sin ser purificado. Así que vamos, ábrelo. Rogelio duda, pero nuestros días juntos le han enseñado que dudar o protestar es inútil. Con manos temblorosas sacude la tierra del sarcófago y ve los dibujos egipcios que la cubren. —Es muy antiguo —dice en un susurro, más para sí mismo que para mí. —Veintidós siglos. Enterrado y desenterrado por los siete continentes, incluida la Antártica. Vino a estas tierras con los españoles. Creo que he perdido la cuenta de todos los reinos y colonias que ha conocido. —No debe haber nada después de tanto tiempo, apenas polvo y sueños resquebrajados —ahora una extraña avidez se le dibuja en el rostro, la silueta del hombre perverso que él realmente es. —Ábrelo y compruébalo por ti mismo. Me mira un segundo y luego se pone a trabajar. Sus dedos renegridos de tierra buscan la división, el punto donde

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la tapa va adosada al resto del sarcófago. La encuentra, tira con todas sus fuerzas, arterias y venas del cuello se le marcan con violencia. —Está pegada. No podría hacerlo a menos que lo destroce —y ya levanta la pala sobre su cabeza. —¡Espera! —mi imprecación lo deja congelado como una estatua de cera. Había olvidado las palabras; las digo en voz alta: ‫یمیدق تسود نیا دیوش یم رادیب باوخ زا امش تقو نآ‬

La puerta del sarcófago se abre sola, aplastando a Rogelio contra la pared de tierra que acababa de excavar. —Socorro —grita. —No seas una niña. —Ayúdame. No puedo... —se queda sin habla al ver el interior del sarcófago. Ashtenband está allí, acostado, los ojos cerrados, la expresión grave, el torso desnudo y musculoso. Una leve fosforescencia lo envolvió, su luz particular que proyectada al rostro de Rogelio dibuja muecas horribles, versiones monstruosas de su persona—. ¿Qué diablos es eso? —El faraón Ashtenband. Creí que ya te lo había dicho. —Intacto. Completamente intacto —Rogelio se zafa de la puerta del sarcófago y ahora, de pie sobre la tapa y apoyado en el borde, mira al joven rey con el gesto de una araña hambrienta. Puede ser que el cansancio le haya afectado al principio de la excavación, pero ahora está eufórico y algo alucinado como si hubiese bebido el licor de una planta sagrada. Baja de la tapa del sarcófago y, caminando por sus bordes, se agacha doblando la espalda en un ángulo muy cerrado para poner su rostro muy cerca del rostro del rey. Parece el encuentro de dos amantes que no se han visto en

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años. Y entonces Ashtenband abre los ojos. Rogelio grita y da un salto al mismo tiempo, elevándose mágicamente hasta la cima. Arrastrándose se aleja hasta llegar a mis pies. —¡Está vivo! —se incorpora a medias, como preparándose para huir a la carrera. Le pongo una mano en el hombro. —Por supuesto que está vivo. Aunque dormido la mayor parte del tiempo. —¿Qué cosa es este ser? Pienso en volver a decirle que es el rey Ashtenband pero lo que Rogelio quiere es una explicación de las que necesitan los hombres simples. —Un dios que duerme. Por siglos o por decenas de miles de años. A veces despierta, quizás cada treinta o cincuenta años. —¿Va a levantarse? —No es su estilo. Sólo está a la espera de su baño. Cuando llevas veintidós siglos durmiendo realmente lo necesitas —busco en mi morral y saco la esponja y el bálsamo—. Debes untarle el cuerpo, cada centímetro. Date prisa, no tenemos más que un par de horas antes de que amanezca. —No volveré a bajar allí —su voz es firme y decidida. Orgullosa. —Respeto completamente tu decisión —digo y le doy un empujón que lo tira de nuevo al agujero. Si Rogelio fuese un gato, caería con pies y manos sobre el rey, pero como es miserablemente humano cae de cabeza sobre el duro estómago de Ashtenband y a punto está de desnucarse. —¡Animal! ¡Bestia sin corazón! Lanzo la botella de bálsamo y la esponja sobre su cabeza. La botella casi le da en la boca y le bota un par de dientes. —Date prisa. Me lanza una mirada furiosa, como diciendo: «no es hu-

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mano ni tiene piedad alguna». Se pone a refunfuñar en voz baja y a ratos alcanzo a oír frases del tipo: «soy un esclavo, un mísero robot» pero al mismo tiempo trabaja. Sin opciones. —Si tan sólo estuviese muerto nadie me daría órdenes —aquella idea parece consolarle y esboza una sonrisa. Parece comprender ahora las razones de los suicidas y de los que se internan en el mar: que no hubiese otro día sobre sus cabezas, que se pudiera al fin detener el tiempo—. No sabes cómo te envidio. El rey Ashtenband, que ha entrecerrado los ojos durante su baño, vuelve a abrirlos. Su iris es amarillento, muy gastado. Su rostro continúa pétreo como una máscara mortuoria, pero los ojos se mueven hacia todas partes como intentando dilucidar dónde se encuentra, para luego clavar la vista con dureza sobre Rogelio. —Vivo. Estás vivo —parece con ganas de tomar al rey y llevarlo a la primera clínica que encuentre. —Debes dejarlo ahí. Es inmortal. Rogelio sube a rastras. —Pero se ve tan frágil —pestañea varias veces como quien sale de un sueño. —Vivo y muerto al mismo tiempo. Un paciente a la espera de que las mareas del tiempo se apiaden de él y lo lleven al otro lado.

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En la habitación pequeña, calmosa y oscura, los niños discutían con dureza y usaban gruesos improperios. Acostada en la habitación contigua, Karla miraba los manchones de humedad en el techo. Los gritos de los niños eran intermitentes, a veces eran apenas susurros y pensaba que la discusión había acabado, pero luego Jonathan volvía a elevar la voz y Jeremy respondía y estaban a punto de golpearse y tendría que levantarse para poner orden, pero no todavía, y seguía allí acostada esperando ese primer golpe o el grito destemplado que seguiría a ese golpe y esos serían sus despertadores y entonces debería encararlos. Sabía que los niños todavía son fáciles de manejar, pero temía por el futuro, cuando sus hijos fueran ya mayores y no tuviera ya las fuerzas para corregirlos. Más aun, corría el peligro de que fueran ellos entonces los que impusieran el orden. Cada día se volvían más peligrosos, pensó, y ahora estaba despierta y la rencilla continuaba en la habitación de al lado y no se decidía si ir o no a golpearlos. Justo entonces se hizo silencio. Un silencio que ella pensó al principio era sólo una pausa, un respiro que se daban ambos para recuperar fuerzas y retornar a la lucha. Pero a medida que la pausa se alargaba, comprendió que la pelea había acabado,

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y sus hijos estaban en su habitación frente a frente, los puños apretados, el gesto ceñudo pero sin la posibilidad ya de continuar. Y esperó entonces, porque quería oír una voz, una risa acaso. Pero al otro lado de la débil pared de pizarra no había nada, ni un suspiro o una tos, ninguna muestra de su presencia. No había oído el rechinar de la puerta ni el sonido de sus pasos rumbo a la calle y creyó que si iba a la habitación contigua vería un ángel oscuro que había descendido de los cielos y les había dado un golpe mortal. Si iba a la habitación de sus hijos, ¿qué encontraría? Los cuerpos tirados en el piso, como durmiendo pero fríos e inmóviles, irrecuperables. Se paró de un salto, el corazón hecho un puño, y a la carrera fue a la habitación, y ahí estaban, pálidos y absortos frente a la pantalla compartiendo auriculares frente a imágenes de pesadilla, hombres en la guerra que morían haciendo aspavientos desesperados, terribles morisquetas. —¿Qué están haciendo? Ellos la miraron boquiabiertos, sin comprender la ira de ella ni compartir sus temores pero sabiendo que el dolor se acercaba. —No queríamos despertarte. Y ella avanzó, arrancó de cuajo el cable a la computadora, y entonces los gritos aterrados, las imprecaciones se hicieron sentir. Entendió que habían discutido por quién era el primero en usar los audífonos. Eso era todo y lo peor había pasado, pero no podía aplacar ahora la furia que llevaba consigo y sabía que estaba siendo injusta pero que no podía, de modo alguno, resistirse a la pulsión de castigarlos. —Vayan a la calle. Jueguen con cosas de verdad —buscó en la pared la correa pero los niños salieron disparados, y ahora podría dormir un par de horas más. Fue hasta el baño y el rostro demacrado que le devolvió

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el espejo le hizo pensar que sería inútil salir esa noche. Que ni cuatro capas de maquillaje podrían cubrir esas ojeras, que ningún hombre podría querer subirla a su auto. Volvió a la cama y hundió la cabeza bajo la almohada. Pero siempre hay hombres, hombres que viven vidas oscuras y donde una, a pesar de todo, resulta ser un alivio, un mínimo consuelo, una pasión barata pero de todas formas una pasión, y donde no importaban las ojeras o la edad, hay horas de la noche en que ninguna clase de defecto importa. Así de grande es su desesperación. Vidas que eran como saltos al vacío, caídas desde alturas formidables, sueños destrozados hacía mucho, trabajos embrutecedores, piezas de alquiler, televisores siempre encendidos, noches de insomnio, y ella, o las mujeres que eran como ella, jugando a ser sirenas que devoran el poco dinero de esos hombres, siendo el maltrecho paraíso al que podían aspirar antes de la muerte. Porque a todos ellos les esperaba la muerte y lo sabían, y sólo querían encontrar la forma de olvidarlo, (y el olvido, que también es desaparición, pasaba de enemigo a ser un aliado), y Karla estaba al tanto de que ese era su verdadero trabajo, el verdadero motivo por el cual debía abandonar a su familia y salir a la calle por las noches. Ninguno de ellos tiene derecho a amar. Ella tampoco. Podía ver películas románticas, podía soñar, pero no tenía derecho a que ninguno de ellos dijera esas palabras. Pensó entonces en Camilo y en lo poco que tienen en común el matrimonio y el amor. Se dio la vuelta al oír la radio a todo volumen del Honda de un chico del barrio, parlantes tan potentes que hacían vibrar los vidrios y se preguntó si era necesario que todo el mundo fuese amado. Todos podían amar, por supuesto, eso no presentaba ninguna complicación, era cosa de abrir bien los ojos, buscar un objeto de pasión en la

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multitud, eso era fácil para ella que a los quince años creía que el amor podía ser hallado en cualquier esquina y hasta hoy, pese a los infinitos desengaños, a las montañas de soledad, seguía creyéndolo. Una parte de ella le exhortaba a poner los pies en la tierra, a desprenderse de esperanzas e ilusiones, y a prepararse para la vejez y sus demonios. Karla tenía cuarenta años, pero se sentía de cincuenta, sesenta en los peores momentos. Pero había otra parte de ella, díscola e irreflexiva, que seguía soñando, que mantenía en alto la expectativa y le susurraba —sobre todo en los momentos aciagos— que una vida distinta le estaba esperando a la vuelta de la esquina. Ted. En el puerto las noticias vuelan y ella sabía que Ted Bogger estaba en la cárcel. Raquel le había mostrado la fotografía en el diario, la cara macilenta y desencajada de Ted siendo conducido a una patrulla, un policía a cada lado, y él que en la imagen parecía seguir siendo él y al mismo tiempo parecía arrasado por visiones de pesadilla. —Se volvió loco —dictaminó Raquel, y caminó por la calle vacía como si no hubiera nada más que decir sobre el asunto. Karla siguió mirando la foto (después la recortaría y la guardaría en la biblia, en el libro de Jeremías), y miró luego la tienda de regalos cerrada y más que nada en el mundo quiso saber qué es lo que había ocurrido. Pensó en visitarlo, llevarle cigarros y manzanas, la clase de cosas que le pedía Camilo cuando cayó seis meses por microtráfico. Pensó —y el corazón le dio un brinco— que Ted podía acceder a recibirla para visitas matrimoniales. El deseo de un hombre se inflama en el confinamiento y aquella desgracia podía al final resultar una bendición. Pero no, no sueñes en vano, le decía la otra voz, sabía que Ted nunca accedería.

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La toleraba porque era un hombre de buen corazón. Nada más. Y ella se puso de pie, se dio una ducha y se maquilló porque ya era hora de que saliera a la calle. Donde el ruido y la agitación eran un obstáculo para los pensamientos, y donde junto a un poste que le daba la porción justa de sombra que ella necesitaba podía contemplar la tienda de regalos y creer que si un hombre se hunde lo suficiente al final podría necesitarla a ella, y pese a la otra voz, los autos, los insultos, el frío de la noche, los hombres crueles que tendían sus brazos fornidos y su aliento ácido sobre ella, en camas rotas, llenas de chinches de tristes habitaciones de mil pesos la hora, supo que podía esperar un milagro. Que era justo que ella tuviera un milagro una sola vez en la vida, y nunca, nunca más, pero sí esa vez, esa ocasión única y perfecta. —Me encomiendo a los santos —dijo en voz baja para que Raquel no pudiera oírla. Pero Raquel estaba absorta en los rostros de los conductores que pasaban, y les sonreía y los miraba a los ojos para que se detuvieran y fueran en su busca.

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Aquel hombre se movía erráticamente por el patio, un novato sin duda, pensó Ted Bogger. Usaba una camisa de lino tan vieja que nadie se había molestado en robársela. Tenía el pelo más largo desde la última vez y se movía a la manera de un pájaro histérico en una jaula recién estrenada. Dudó si ir o no a saludarlo. Podía ser peligroso (cualquier gesto en la cárcel puede volverse aciago) pero más pudieron las ganas de hablar con alguien conocido. —Buenos días. Juan Klaus se volvió y sonrió mostrando todos los dientes amarillentos al mismo tiempo que abría desproporcionadamente los ojos. —¡Mi querido doctor! —Juan Klaus estrechó calurosamente su mano. Ted Bogger, que no era doctor ni de lejos, pensó que Klaus lo confundía con otro cliente. O podía ser que durante todo el tiempo que no se vieron el tarotista hubiera enloquecido. Seguía sin soltar su mano, inclusive la estrechaba con la otra, a la manera en que se saludan los altos dignatarios—. ¡No se imagina lo que me ha costado dar con usted! Ted Bogger se mordió los labios. Recordó a Klaus en su polvorienta habitación leyendo suertes inexistentes a los

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incautos. Imaginó sus paseos por las tardes, antes de regresar a la habitación de siempre y soñar con un mundo distinto. Klaus lo arrastró del brazo hasta el muro, intentando inútilmente apartarse de las miradas en un mundo donde todos están mirando. Sin que viniera a cuento, le contó la historia de su bisabuelo, el mariscal Héctor Von Klaus y su llegada a Valparaíso en 1912 huyendo de la tempestad en la que estaba a punto de sumergirse Alemania. —Él era visionario, igual que yo. Sabía que en estas tierras nos esperaba un futuro mejor. —¿Se da cuenta de que ahora está en la cárcel? Klaus chasqueó la lengua. —Vine en su busca. Necesitaba volver a verlo, doctor. —¿Por qué me dices doctor? Ya te dije que era dueño de una tienda. —Doctor Angelicus —dijo Klaus—. Aquel que puede entenderse con los hombres de los cielos. Un bloque de hielo se asentó en el pecho de Ted. Por supuesto, los ashur. Ocupado como estaba aprendiendo la cosmogonía carcelaria había olvidado el motivo de su caída. Ni siquiera había vigilado el cielo, como si sobre su cabeza hubiese una quinta muralla, otra negación a la posibilidad de la libertad, de otro color, pero apenas eso. —¿Tú también puedes verlos? Los ojos de Juan Klaus reflejaban ansiedad. Su rostro de bufón contrastaba con los rostros mustios y hostiles de los otros prisioneros. Ted calculó que no duraría ni una semana. —Nadie más que usted doctor. Pero no tema, he decidido que la verdad debe llegar a los oídos de todos los hombres —hizo una pausa—. Escribiré un libro, crearé un nuevo evangelio. Ted Bogger bajó los ojos.

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—¿Para eso viniste a la cárcel? Juan Klaus le puso una mano en el hombro. —Así es. Voy a ser su profeta. *** Los días pasan. Pese a lo que Ted esperaba, Juan Klaus no se ha convertido en su amigo más cercano. Lo ve cada día en el patio, pero apenas conversan. Klaus carece del rigor del biógrafo más mediocre y en vez de dedicarse al libro prefiere pasearse por las tiendas del patio, camino de seguro a los subterráneos. A veces, por las tardes, cuando caen las últimas luces, el atardecer de los altos muros de la prisión que antecede al verdadero atardecer, Juan Klaus, el cuerpo sudoroso y acaso atacado por las fiebres, se acerca. No hace preguntas pero habla de sus avances con el libro: —He cambiado la ciudad. Creo que Santiago es un lugar mejor para la aparición de los ashur. Su primer encuentro será durante un paseo dominical por el cerro San Cristóbal. A los pies de la virgen, junto a unos turistas japoneses, fue la primera vez que los vio. Un ashur portentoso, viril, de aire victorioso surcando los cielos. Los japoneses no podrán verlo pero percibirán un cambio, cierta cualidad en el aire, cierta variación de la luz que en un inglés trabado sabrán comunicarle. —Eso nunca paso así. Y los ashur son todos más o menos iguales. Quizás sea siempre el mismo que se multiplica por algún artilugio. —No importa cómo las cosas realmente suceden sino cómo las imaginas. Tenga paciencia doctor y verá el fruto de mi obra. Juan Klaus le dio la espalda y se alejó mientras Ted Bogger sentía cómo aquello se le iba de las manos. Si hasta sus

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propios delirios podían serle arrebatados, ¿qué le quedaba a él entonces? ¿Había algo en el mundo que pudiera llamar suyo? ¿O no era más que un paria, un intocable que nada merecía, ni siquiera sueños? Comenzó a quedarse en su celda durante el día, apenas saliendo para comer o ir a las duchas. Temía que si volvía a hablar con Klaus, este seguiría arrebatándole cosas que él creía suyas y que el tarotista transmutaba a su antojo, enloquecido como estaba por alcanzar lo más pronto posible la fama y la fortuna. Ted consideró volver a pintar antes que fuese demasiado tarde, cuando las visiones de pesadilla de Klaus acabaran por imponerse a sus propios recuerdos. Venía por las tardes. Vivía en otro pabellón pero había sobornado a un guardia o dos para que lo dejaran pasar. —Veo a los ashur, doctor —confesó una noche, la cara pegada a los barrotes, y en voz baja por miedo a que alguien le robara la idea—. Los veo como usted me ve a mí ahora, una visión desgarradoramente real que dejaría a una bestia atónita. Están por todas partes, no sólo en el cielo. He visto a los que se arrastran por las paredes de esta prisión, o aquellos que habitan en las cloacas. Pese a su pureza aparente son capaces de perderse en la inmundicia o de manifestar oscuros deseos —Klaus miró a su alrededor por si alguien los espiaba, y luego miró a Ted, quien sentado en el suelo al otro lado de los barrotes, sin camisa y todo sudoroso por el calor de aquel verano, escuchaba al tarotista con los ojos cerrados—. He hablado con ellos, creo que pueden ayudarnos a salir de aquí. Ted Bogger abrió los ojos. Llevaba más de un mes sin afeitarse y había bajado siete kilos desde el inicio de su confinamiento. Tenía un aire de náufrago, o de mercenario. Hasta ahora su encierro le había parecido igual que a la mayor

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parte de los presidiarios: cruel e inhumano, pero no había pensado en formas de eludir el castigo. Lo había tomado como un designio de los dioses, un retiro forzado y la oportunidad, con suerte, de recuperar la cordura. Pero ahora, junto al infame del tarotista no parecía tener muchas más opciones que seguir descendiendo. —¿Es posible? —temió que Juan Klaus dijera cualquier disparate, que ellos los elevarían por los aires con sus naves, o acaso tuviesen que cometer un suicidio ritual para alcanzar la liberación. —Tu compañero te dará los detalles —Klaus desapareció de golpe, y Ted pensó que era como si se sumergiese en las tinieblas. Se dio la vuelta, y vio a sus tres compañeros de celda, todos dormidos en sus catres sumidos en sus sueños de presidiarios. Ted cruzó hasta el pequeño lavamanos que también funcionaba como orinal. Abrió la llave, pero del caño apenas descendieron unas pocas gotas, antes que emitiera un quejido agudo y se extinguieran por completo. Tenía sed, el calor era insoportable y sabía que no podría ir a las duchas hasta el día siguiente. Volvió a los catres y vio que Arismendi acunaba en su regazo una botella de agua como a un bebe recién nacido. Los tres meses encerrado le habían enseñado que no podía simplemente pedirle la botella, sino que tendría que echar mano de un mecanismo mucho más perverso y complicado. Se quedó ahí de pie, por horas, con cada vez más sed pero aún aguardando a que Arismendi entrara en sueño profundo. Tenía la vista clavada en el piso, consciente de que si lo miraba fijamente este acabaría por despertarse. Cuando ya eran las tres de la mañana finalmente hizo su movimiento. Se había quitado los zapatos para deslizarse silenciosamente y posicionarse junto al catre de Arismendi. El viejo dormía de costado, la botella ya no en su

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regazo, sino a un lado, abandonada a su suerte. Ted estiró la mano, lentamente, sin tratar de hacer ningún movimiento de más, aunque no pudo evitar sobresaltarse con el frío contacto de la botella. La levantó suavemente pese a que Arismendi roncaba a pierna suelta. Con la botella en su poder, Ted se retiró a su esquina y bebió despacio, casi sin emitir sonido. Pensó que lo mejor sería dejar la botella en el suelo, como si hubiese sido derramada por accidente, para que su crimen quedara impune. La colocó en el lugar exacto donde calculó caería desde los brazos de Arismendi. Acabada la labor, se fue a su catre, dispuesto al fin a dormir. Levantó la vista para comprobar una vez más que Arismendi seguía inconsciente. Encontró en cambio dos ojos como platos que lo observaban con frialdad y un rostro contraído por la ira que parecía desprender una furia ilimitada.

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27.

Iba despacio, arrastrando los pies por las calles. Había cerrado temprano la tienda, una hora apenas después de que esa mujer que parecía al mismo tiempo una Fuerza de la Naturaleza desatada, acabara por marcharse, después de violarlo tres o cuatro veces más (no podía recordarlo con exactitud pues varias veces se había desmayado). Ahora caminaba cabizbajo, deteniéndose a ratos para recobrar el aliento, volviéndose a ratos hacia la bahía para ver el brillo del ocaso desparramándose sobre los techos. ¿Por qué todo lo malo acaba por sucederme siempre a mí? Quería volver a casa, desplomarse sobre su cama y no volver a levantarse por una semana. En una esquina le compró a una mujer mayor una lata de fanta. Estaba sediento. Apenas cogió la lata esta se hizo añicos en su mano, se convirtió en un amasijo de aluminio y líquido azucarado que se le escurría entre los dedos. Se disculpó ante la mujer a quien parte de la fanta le había salpicado en la cara. —No medí bien mis fuerzas. —No se preocupe —la mujer que rondaría los setenta se secó el rostro con un pañuelo—. ¿No quiere otra? Liu Tan asintió. Intentó coger la lata con la mayor dulzura

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posible, pero esta crujía y ante la mínima presión de sus dedos se creaban amplias abolladuras. —¡Aléjese! —gritó la vieja—. ¡Va a volver a salpicarme! Al retroceder, Liu Tan se olvidó por un momento de controlar la presión de sus dedos y la lata volvió a deshacerse, esta vez dejando caer la mayor parte de su contenido sobre su pantalón. —Dios santo. —Lo tiene merecido. No pienso venderle más —la mujer se dio la vuelta en su asiento y miró calle abajo como si de esa forma pudiese dar por concluido el asunto. Confundido y humillado, Liu Tan continuó camino a casa, esperando que la inconsciencia habitual de los transeúntes les impidiera advertir la amplia mancha húmeda que decoraba sus pantalones. Iba muy rápido, casi corriendo y, cosa curiosa, el cansancio que antes lo había invadido se había disipado por completo. Se sentía vigoroso y, sorprendido, descubrió que tenía ganas de romper cosas. Había llegado a una empinada cuesta a sólo dos cuadras de su habitación de pensión y las subió a toda carrera, sin siquiera sentir el esfuerzo. Un hombre gordo se cruzó en su camino, un hombre que tenía un remoto parecido a Max Lancaster y Liu anheló poder tener cerca a su enemigo y darle lo que merecía. Lo que sucedió a continuación fue que el hombre gordo estaba tirado de espaldas en el piso, sin sentido, con la cabeza ladeada y de su nariz salía la sangre a borbotones. Liu miró su mano derecha, que le vibraba extrañamente, la tenía roja y empuñada, y mientras se alejaba corriendo intentó poner en orden sus ideas. Se detuvo frente a la vitrina de una lavandería a ver si la piel no se le había puesto verde o se le había desgarrado la ropa, pero seguía siendo el mismo tipo flaco y pálido de siempre. No había ningún cambio en su aspecto,

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y eso le provocó una cierta decepción. Ya en casa, se quitó toda la ropa y volvió a mirarse al espejo. Su palidez fantasmal lo mortificaba, y por años, cada vez que había intentado broncearse, el resultado se traducía en un dramático enrojecimiento y dolorosas quemaduras. Las consecuencias de vivir sin capa de ozono, pensó, y le invadió la idea de que vivía en una época terminal, despojo y consecuencia de todas las otras épocas. Pensó en lo absurdo de tener hijos en un tiempo así, y que como corolario funesto de lo anterior tampoco era necesario tener una esposa. Debería llamarse la época de la soledad, aunque las innumerables chicas que habían pasado por sus brazos contradecían dicha noción. ¿La época de la confusión entonces? Al fin y al cabo, él no tenía idea de qué quería ni adónde se dirigía. Sólo esperar que cada día traiga aparejado su pequeña cuota de placer. Se acostó e intentó dormir, pero imágenes de la sonrisa burlona de Lancaster, entremezclados con los ojos de la chica noruega, venían a su mente. Hoy fui violado. No debería olvidarlo, pensó sin esperanza porque sabía que pronto lo olvidaría. Su pasado era tan brumoso como su futuro; era como ser arrastrado por las aguas. Recordó los cómics que leía de pequeño. Amazing Spider Man. Green Lantern. El momento en que el héroe descubre que tiene poderes y su vida cambia. Se preguntó si su vida estaba a punto de cambiar. A la mañana siguiente dudó si volver o no a abrir la tienda de regalos. No es que temiese volver a ser violado (secretamente lo deseaba) pero creía que lo más importante era encontrar a Lancaster. Era de esas mañanas en que el puerto aparece nublado y erróneamente se cree que está a punto de ponerse a llover. De pequeño, la madre de Liu Tan lo enviaba al liceo con gruesos abrigos y chalecos, prendas que debía cargar trabajosamente

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de vuelta a casa pues el sol del mediodía deshacía cualquier vestigio de tormenta y devolvía a Valparaíso su atmósfera húmeda y fatigosa. Desayunó una sopaipilla y una taza de café. Temió que el vaso de plumavit cayera hecho pedazos y se quemara la mano, pero la fuerza prodigiosa lo había abandonado. Pasó de largo frente a la tienda rumbo al negocio de Lancaster. Lo encontró con la cortina metálica pasada hasta la mitad. Debió agacharse para entrar al local desierto. Notó el piso polvoriento y los estantes vacíos. Había numerosas huellas de pies marcados sobre el polvo y todas ellas conducían hasta la oficina de Lancaster. Liu Tan dudó recordando la última vez que había visitado la oficina de su enemigo. Olisqueó el aire y supo que Lancaster no estaba pero que allí al fondo efectivamente había alguien. Avanzó muy lento, a paso de tortuga, creyendo que dicha morosidad era una forma válida de conjurar todos los peligros. La luz era escasa, apenas penetraba por el borde inferior de la cortina metálica. No quiso encender las luces aunque el aspecto clausurado de la tienda daba a entender que los servicios habían sido cortados. A un par de metros de la entrada de la oficina de Lancaster, percibió un olor dulzón y algo ácido. Una mezcla de lavanda con naftalina, la clase de olor que hay en los sótanos o los áticos cuando se guarda ropa vieja. Liu apartó la cortina de cuentas y vio los cuerpos. Estaban colgados boca abajo, las manos sueltas, las puntas de los dedos rozando casi el piso. Tenían los ojos abiertos, completamente en blanco y los rostros de ambos estaban congelados en una expresión de sorpresa y una sonrisa amplia, incrédula, ante la última visión que se les apareció antes de que los cubriera la sombra. Seguían siendo calvos, pero diminutos brotes de cabello aparecían aquí y allá en

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sus cráneos, como si después de muertos el pelo les hubiera seguido creciendo. Petrificado junto a la entrada, Liu se preguntó cuánto tiempo llevaban así, si debía bajarlos y correr en busca de una ambulancia y la policía. En vez de eso, permaneció ahí, intentando imaginar qué había pasado. No había rastros de violencia y si no fuese por la total inmovilidad podría jurar que los hombres de Lancaster aparentaban estar muertos. ¿Qué hizo que se volviera contra ellos? Liu estiró la mano y tocó la piel de uno de ellos, fría, olvidada en un invierno que prometía ser infinito. Quiso bajarlos al menos, pero los gruesos látigos de cuero que habían sido utilizados para colgarlos no parecían fáciles de cortar. Tuvo la súbita iluminación de que no había ninguna razón para que Lancaster se ensañara con ellos, simplemente algo había cambiado, y se había convertido en un hombre que destruía todo a su paso. Revisó el lugar en busca de señas o pistas pero todo parecía seguir en el mismo desorden de siempre aunque cubierto por una delgada película de polvo que daba para pensar que hacía más de un mes que nadie visitaba la tienda. ¿Pero si la reja estaba a medio abrir… por qué no había sido presa de los ladrones y vándalos? ¿O la tienda había permanecido cerrada y abierta especialmente aquella mañana sólo para él? ¿Lancaster se encontraba cerca?

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No era capaz de mantener el mismo trabajo por demasiado tiempo. Dudaba demasiado, tendía a la permanente oscilación. Cumplía tres meses en una fábrica de colchones y una mañana cualquiera, todavía con sueño, sintiendo una leve amargura por los dientes mal lavados, se detenía en la calle del frente, contemplando al rebaño de compañeros entrando mansamente a las instalaciones y en aquella conformidad discernía un terror, un miedo inconmensurable a la libertad. Daba media vuelta y se iba a caminar a la playa. Sentado junto a la silla del salvavidas y bajo esa leve sombra, se comía el almuerzo que le había preparado Mónica. En esa época Rogelio aún estaba casado y sabía que, más pronto que tarde, debía abandonar la vida del trabajador y montar su propio negocio, volverse económicamente independiente y tomar por fin las riendas de su destino. Dicha idea le servía de consuelo cada vez que renunciaba a un trabajo, olvidándose siempre de que aún no acababa de juntar el dinero necesario y que buena parte del dinero que ya había ahorrado se evaporaría durante los meses que estuviera en paro. Por lo mismo, debía sistemáticamente postergar el sueño de la independencia, encontrar un nuevo trabajo como asalariado y esperar hasta el día en que de nuevo le viniese la sensación

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de la completa inutilidad de todo aquello, se marchase del nuevo trabajo y volviera a caer en el delirio circular. —Los príncipes no están hechos para trabajar —le decía Mónica cuando se enteraba de una nueva renuncia. Todas esas discusiones se hacían siempre frente a Claudia, lo que añadía una suerte de tormento extra que Mónica no quería desperdiciar. —Encontraré otro trabajo. Muy pronto. —Y también lo perderás. Sentía que iba a perder una discusión más. Ensayó una frase: —Todo se pierde en los confines del tiempo y del espacio. Mónica no pareció impresionada. —Los matrimonios también pueden perderse en esos confines. Y mucho antes de lo que piensas. No tenía sentido acostarse tras esas discusiones. Era como dormir completamente solo, tendido en la soledad de un desierto o un lago congelado. Comenzó a salir por las noches, primero frecuentando bares o simplemente caminando por las calles vacías. Se prometía a sí mismo que volvería pronto, que era apenas un paseo, pero caminaba siempre de espaldas al lugar donde estaba su casa, alejándose más y más. En aquellas idas y venidas fue que conoció a la Patrulla LSD, un grupo de estudiantes de filosofía que no eran muy buenos para beber, apenas pasaban de la cerveza y el vino en caja, pero que, en cambio, se metían un sinfín de drogas. Eran diez o doce años menores que Rogelio y, sin embargo, era lo más cercano a genuinos amigos que había podido encontrar. —Esa distinción radical que hace Bataille —decía Megatron Contreras mientras intentaba sacar los últimos resplandores al pito que tenía entre los dedos—, esa distinción entre

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el hombre que busca poseer el mundo y aquel que todavía, siguiendo el instinto infantil, duda de él. El primero opta por convertirse en un conquistador, o al menos, en sirviente de esa clase de hombres. El segundo… —e interrumpió la frase producto de un acceso de tos. —Hombres que han perdido su alma y aquellos que la conservan —intervino Rogelio y le alargó una lata de cerveza al todavía atorado Megatron. —No sé si eso sea del todo exacto —dijo Matus desde la gravedad de su voz mientras miraba a Megatron que tenía la cara roja como un tomate. —Quizás haya que distinguir entre… —un nuevo acceso de tos interrumpió a Megatron y Pizzati tomó la palabra: —Al menos nosotros no hemos caído en la tentación. Y mientras habitemos estos muros permaneceremos a salvo — el tono de su voz era cálido y sus ojos tenían un toque traslúcido como el de un profeta iluminado. —¿Cuántos ácidos te has tomado? Pizzati se encogió de hombros y sonrió con dulzura. —Creo que cuatro. Se reunían en la casa de Matus, cuando el padre de este se iba a los caballos. Rogelio parecía ser el alumno menos aventajado y muchas veces se preguntaba si no sería por compasión que lo aceptaban en el grupo. Entremedio, seguía ganando y perdiendo trabajos como una mujer con problemas de peso. —Estoy condenado —le confesó un día a Pizzati, camino a la botillería—. No podré salir nunca de mi mediocridad. Ni llegaré a ser un filósofo como ustedes ni un buen trabajador. Siempre oscilaré en el medio, hundiéndome en el barro fangoso de un río moribundo, entre dos orillas. —La mayoría no logra nunca salir de la mediocridad.

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En realidad sólo unos pocos santos y demonios han sido capaces de visitar los extremos de la vida —y le palmeó la espalda pero en la mirada desconsolada de Rogelio vio que con eso no bastaba—. Bebemos, nos drogamos para visitar los aspectos dionisíacos de la existencia y, a cambio, huir del temor y del temblor que a diario nos aqueja. Y ni la suma de nuestros logros ni el caudal de nuestro intelecto nos libra de la desesperación pues ella es inherente a la existencia misma de los seres. Rogelio sonrió tibiamente. —Es un consuelo. Muy tibio pero consuelo al fin. Pizzati lo abrazó en medio de la calle, bajo un poste de luz. Había creído que en la amistad podía encontrar un verdadero alivio a los sinsabores de su vida. Pero los muchachos, ya fuese porque abandonaran sus carreras o se titularan, se fueron todos de Valparaíso, para formar familias en otras ciudades o viajando solos —como Pizzati— perderse en otras latitudes, mundos distantes. Rogelio había vuelto a quedarse solo, su mujer se había divorciado y se encontraba en un punto en el que ya no sólo creía que su soledad era impenetrable e inextinguible, sino que en buena medida había perdido las ganas de vivir. Luchaba por aplacar las tentaciones del paganismo y compensaba su tristeza con la ingesta periódica de ácido lisérgico. Tal vez deba hacerme hippie, pensaba, pero le molestaba la idea de tener que dejarse la barba y el pelo largo y usar ropa colorinche sólo para drogarse sin sentirse un inadaptado. ¿Por qué esa pulsión por los disfraces? ¿Adónde nos conduce? Se sentaba a la orilla de la playa, se sacaba los zapatos y esperaba la aparición de las primeras estrellas. El trabajo opresor seguía siendo insufrible pero el ácido lo tranquilizaba por las tardes, le hacía ver la dimensión idílica de las cosas, el palpitar de la

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vida en todas partes. A veces, si tenía suerte y el ácido era lo suficientemente bueno, alucinaba. Oía cantos que parecían venir desde el otro lado del mar, cantos dulces pero infinitamente tristes que hacía que se le llenaran los ojos de lágrimas. A veces veía que los postes de la luz se movían o que las paredes hablaban. Se acercaba a los ladrillos e intentaba entender lo que decían aunque la mayor parte del tiempo sólo distinguía un murmullo apagado que asemejaba una queja. Así había vivido toda su vida hasta el infarto y la aparición de Ningizzida. Y ahora, con los huesos molidos producto de la tarea del día, recordaba ese pasado que estaba tan cerca pero que las semanas de servidumbre bajo el yugo del sumerio hacían parecer remotos e imposibles. ¿Y si él también fuese una alucinación? La idea era intolerable pues llevaba mucho tiempo privado del ácido, como privado de casi todo y, por lo mismo, podría ser que estuviese perdido en una prolongada pesadilla producto del síndrome de abstinencia. —No hay ningún maldito sumerio. Se levantó de la estrecha cama que antaño ocupaba su hija los fines de semana que le tocaba visita, y fue hasta su propio dormitorio del que había sido expulsado por Ningizzida. El sumerio roncaba pesadamente y su prominente panza subía y bajaba. Un tufillo a sudor rancio inundaba la habitación. Rogelio se apoyó en el marco de la entrada, que Ningizzida siempre dejaba abierta. No puede ser una alucinación. Está ahí mismo, es terriblemente real y corpóreo. Se acercó sigilosamente. ¿Lo había tocado alguna vez? ¿No sería apenas una sombra, un fantasma de los tiempos remotos? De puntillas llegó a colocarse al lado de la cabecera y, sin estar seguro de lo que hacía, estiró el dedo índice hacia la nariz regordeta y grasienta del sumerio. Cuando hizo contacto notó que su temperatura era anormalmente fría, como

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tocar una frutilla que se acaba de sacar del refrigerador. Está muerto pensó, pese a que seguía respirando y que ya estaba despierto y miraba a Rogelio con ira, los ojos como platos y este, como un niño pillado en falta, retiró su dedo de la nariz de Ningizzida y tímidamente regresó de vuelta a la habitación de su hija, sabiendo que al día siguiente le esperaba un doloroso castigo en premio a su osadía.

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La perspectiva desde el callejón era limitada: apenas un trozo de calle inclinada y hundida en la penumbra pues se había encargado de romper con una piedra el foco que estaba sobre la entrada. Agazapado tras un barranco, veía a los adolescentes bajar en parejas o en grupos rumbo a los bares bajo el sueño de una noche dionisíaca que les permitiera olvidar sus problemas y elevar su espíritu siquiera por unas pocas horas. El callejón olía a humedad y a basura, pero como un experto cazador, Lancaster ya se sentía acostumbrado a los rigores de la jornada, la incomodidad de tener que estar agachado o tirarse en el piso y fingir ser un vagabundo borracho si alguna víctima se acercaba. A cambio, conocía lo dulce de la recompensa, que podía encarnar cualquiera, como ese metalero que acababa de llegar para orinar, separado del resto de su manada en un arrebato de inconsciencia y al que se acercó a toda prisa: —¿Podría darme fuego? La voz elegante sorprende al metalero, más aún cuando mira a aquel hombre viejo y demacrado que viste un impermeable sucio y harapiento. De todos modos saca su encendedor Zippo, pese a que el cigarrillo que tiene Lancaster entre los dedos está torcido y mojado y es apenas una excusa para lo que viene a continuación.

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—Has sido muy amable —dice con el cigarro apagado en los labios y las fuerzas suficientes para comenzar una nueva jornada. Tras él, el metalero sale también del callejón, la mirada fría y la piel enfriándose a toda prisa. Camina hasta su grupo de amigos que, absortos en su conversación, lo esperan junto a un kiosco de revistas. Alguien le pregunta algo y él asiente, pero no es una pregunta de sí o no, sino una pregunta que requiere una respuesta mucho más concreta y le preguntan de nuevo, y él vuelve a asentir como un idiota, y los amigos piensan que ha fumado pasta sin querer convidarles, y se alejan entonces calle abajo y él los sigue mansamente a la distancia, como un perrito faldero, sin posibilidad de disentir ahora, convertido en un simple esclavo, sin ningún otro destino posible. Lancaster camina hacia el puerto, evitando siempre las calles principales e intentando ocultar con ridículas muecas, su rostro ansioso y eufórico. A estas alturas le es difícil recordar cuánto tiempo lleva de cacería inclemente. Había comenzado como un juego, ver cuántas almas podían pertenecerle al final de cada jornada. Luego, degeneró en vicio cuando notó que el pneuma de sus víctimas le saciaba cada vez menos, y cada día iba requiriendo de una mayor cantidad para mantenerse en pie. De día dormía, no por temor a la luz sino porque la mayor cantidad de eventuales testigos en las calles complicaba las cacerías. Era un placer inesperado poder absorber el pneuma de cualquiera de esos desgraciados, que seguían vivos tras sus ataques, pero cuyas vidas carecían ahora de sentido. Como la barca que avanza río abajo después de que el viajero se ha hundido en lo profundo de las aguas. Se transformaban en cascarones vacíos, naves a la deriva, aunque el brillo en los

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rostros de muchos ellos apenas menguaba, lo que siempre sorprendía a Lancaster. Han vivido como zombies casi toda su vida, no pierden casi nada, pensaba, y así evadía cualquier reparo moral que pudiera salirle al paso. Se detuvo junto a un pub abarrotado. Era una casa de tres pisos, luces estroboscópicas escapando de todas las ventanas, música tan fuerte que nadie podría oír los gritos. En la entrada un guardia le cerró el paso. Mencionó una cifra muy alta, excesiva, pero Lancaster de todos modos hizo el teatro de buscar en sus bolsillos vacíos. El guardia lo miró de arriba abajo y apretó los puños. Su aspecto de vagabundo le estaba jugando una mala pasada. Por lo demás, ¿hacía cuánto que no se molestaba en bañarse o cambiarse de ropa? El guardia era gordo (y también calvo) pero sus gruesos brazos daban a entender que tenía la fuerza suficiente para dejarlo frío en la calle. Consideró bajar ahí mismo al guardia, pero la considerable fila que se había formado a sus espaldas hacía poco viable el plan. Hubiese dado lo que fuera por desafiar al guardia a un duelo ahí mismo en la calle, pero eso podía implicar que llegaran los carabineros y tuviese que caer en la cárcel antes de lo previsto. Era mejor encogerse de hombros, sonreír, darse la media vuelta, ir hasta el callejón más cercano, esperar una nueva víctima y, esta vez, aparte de robarle su pneuma, robarle también su billetera. Me estoy diversificando, pensó Lancaster cuando le extendió los billetes al guardia calvo y entró al pub donde posiblemente podría segar cincuenta o cien vidas en apenas un par de horas. Debía darse prisa pues no sabía cuánto tiempo le quedaba a Ted Bogger antes de ser liberado. Quería reunir todas las fuerzas posibles, ir por él y asestarle el golpe definitivo. Sin un atisbo de duda, sin compasión, ir por él y matarle con toda la celeridad que fuere posible. No darle una mísera

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explicación como en las películas ni planear un crimen espectacular. Simplemente atacarlo por la espalda, sacar un cuchillo afilado, cercenarle el cuello y c’est finit, sería el fin del dueño de la tienda de regalos. A Lancaster le cayó encima la noción de que no podría sobrevivir por mucho tiempo a Ted Bogger, pero negó con la cabeza. Habré hecho mi parte. Es suficiente, pensó e intentó bloquear esos pensamientos que ya no le eran de utilidad. —Después de cierto punto, sólo queda obedecer. Caminó hasta la pista de baile que estaba repleta, moviéndose entre la multitud, tocándolos con descaro y arrebatándoles lo que les era más caro sin que estos se dieran cuenta aunque sus movimientos de inmediato se hacían más torpes, lentos, inseguros. Diez minutos después, Lancaster abandonó la pista con la boca abierta, mareado ante tanto placer, tanta gula. Sintió genuinas ganas de bailar, de perderse en el movimiento de todos esos cuerpos que ahora le pertenecían. Fue directo a las mesas repletas y mientras arrasaba sobre ellas, las conversaciones se tornaban lánguidas y tristes hasta apagarse irremediablemente. Fue una jornada perfecta, idílica, y Lancaster habría podido jurar que ni uno sólo de esos desgraciados habría podido salvarse, salir de ahí con vida. Salió del pub al amanecer cuando hasta el propio guardia gordo tenía la mirada vidriosa y los brazos caídos. Había sido una magnífica noche y probablemente en el futuro habría otras mejores. A ese ritmo no faltaría mucho para su golpe definitivo. Subía por los cerros, en busca de un refugio para capear las horas de sol, cuando, de pie en medio de la calle, se recortó una delgada figura contra la luz de la mañana. Estaba plantada ahí y Lancaster se preguntó si se había vuelto loco o guardaría un par de pistolas a sus espaldas.

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Será inútil, las balas ya no pueden lastimarme. Caminó riendo los últimos pasos hacía su enemigo. —Bien, bien, bien, volvemos a encontrarnos señor oriental. Liu Tan lo miró fijamente: había cambiado, estaba mucho más viejo, pero también era más corpulento y más alto. ¿Cuántos habrían muerto ya bajo su mano?

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—¡Te has bebido mi agua! ¡Perro! Ted Bogger levantó las manos como niño pillado en falta. —Se ha caído —sabía que su mentira no lo conduciría a ningún lado, pero tampoco la verdad podría serle de la más mínima ayuda. Arismendi se incorporó y, si bien era más bajo que él, sus brazos fornidos parecían capaces de golpearlo hasta dejarlo inconsciente. —Me has faltado el respeto. Como a un mendigo de la calle o a un loco de los bosques. Y de paso eres tan cobarde que crees que no mereces la guillotina o el cepo por tu falta. Le descargó un primer puñetazo en la mejilla que no dolió tanto como imaginaba e incluso alcanzó a considerar la posibilidad de responder apropiadamente cuando se dio cuenta de que caía cuan largo era y su conciencia se evaporaba a toda prisa de modo que casi ni sintió el impacto de su humanidad estampándose contra el suelo. Despertó con el silbato de los guardias que temprano llamaban a los primeros grupos de reos al desayuno de medio mendrugo de pan duro y una taza de café aguado. La celda se abrió y tanto Suazo como Castro salieron en busca de aquella pérfida comida mientras Arismendi permanecía en

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su camastro, sentado con las piernas cruzadas, los ojos entrecerrados como un viejo maestro zen. —No es conveniente que sigas aquí —dijo cuando Ted Bogger ya pensaba que se había quedado dormido—. Te matarán sin que te des cuenta o te violarán con tanto ahínco que no podrás superarlo. De cualquier forma debes partir. Ted Bogger se incorporó y se apoyó sobre el camastro. Tenía dormido el lado izquierdo de la cara. —¿Se puede salir así sin más? —se rio con la idea—. Aún no me llaman a juicio, tengo para seis meses más por lo menos. Arismendi guardó silencio. A lo lejos se oían las voces agrias de los hombres despedazándose unos a otros, gritos, quejidos tan roncos que parecían mugidos de vacas y también el cántico de una pequeña radio a pilas con música tropical. —Curioso es el hombre que se resigna sin más a ser violado o asesinado o incluso ambas cosas —dio un largo suspiro—. ¿Tan poco es que aprecias tu propia vida? Bogger negó con la cabeza. —¿Y qué otra cosa podría hacer? Arismendi bajó de un salto del camastro con una agilidad que Ted no se esperaba y fue hasta los barrotes para ver si alguien cerca podía estar escuchándolos. —Puedes intentar pensar en qué diablos hacer al respecto. Bogger se sentó en el camastro y esperó que Arismendi volviera a hablar. Parecía conocer su situación mejor que él mismo. De hecho, había llegado a un punto en su vida en que era como si todo el mundo supiera, mejor que él, cómo manejar su vida. El presidiario sacó un viejo y sucio pañuelo del bolsillo y se sonó ruidosamente.

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—Sé que no pediste esto. Simplemente ha sucedido. ¿Pero quién sabe el destino que los dioses o los astros han escrito para nosotros? —Nadie lo sabe —dijo Ted mientras consideraba seriamente la posibilidad de que aquella cháchara lo condujera a ser víctima de una posible violación o un homicidio. Caviló cuál de las dos alternativas podría ser peor. No es un juego, pensó. He caído en la maldita cárcel y ahora cualquier desgracia es posible. Se propuso seguirle la corriente a Arismendi y, a la primera oportunidad, salir de la celda. No tenía sentido tratar de llamar a los guardias (ellos no lo salvarían), pero podía auto infringirse una herida lo suficientemente seria como para caer en la enfermería y así ganar un poco más de tiempo. Arismendi seguía mirando a través de las rejas, como si tuviera visión de rayos x y pudiera ver tras las paredes el patio de los reos o, quizás aún más lejos, las calles de la ciudad, los campos, el mar, la libertad. —¿Qué ha sido de tu tienda? Ted Bogger sintió que le preguntaban por una vida pasada, y se perdió en el recuerdo de aquel refugio de donde toda la maldad del mundo parecía exiliada. —No lo sé. Nadie me ha dicho nada —y su voz amenazó con quebrarse. Se miró los pies mientras le asaltaba la duda de cómo era que Arismendi se había enterado de su tienda—. Fue un regalo —dijo—. Un espacio vacío, un lugar abierto a todas las posibilidades, la que yo eligiese. —¿Quién te la regaló? —Arismendi se había volteado y ahora lo miraba fijamente. —Fue más bien una especie de herencia —se corrigió Ted Bogger—. Un hermano de mi madre deseaba heredármela en vida. Yo apenas lo conocía pero era la clase de regalos que no se pueden rechazar.

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—Ya quisiera yo que me regalaran una tienda. No habría terminado en esta jaula —dijo Arismendi y Ted notó la amargura en su voz. —Es un trabajo aburrido. Y solitario. A muchos no les gusta. —Pero a ti sí. Ted volvió a bajar la cabeza. —A mí sí —dijo y le contó cómo había venido desde el norte a un Valparaíso que hasta entonces era sólo un nombre y un par de postales en su imaginario. Cómo aquel tío perfectamente desconocido fue a recibirlo a la estación de buses y que, aduciendo que tenía un largo viaje por delante, quería dejarle a su sobrino la tienda que durante toda su vida había regentado. —¿Y qué era? —interrumpió Arismendi—. ¿De qué iba la tienda en esa época? Ted Bogger pareció dudar. —Ya estaba vacía cuando mi tío me llevó a verla. Desnuda. Como un niño que recién cae al mundo. Arismendi se acercó a Ted Bogger. Era diez centímetros más pequeño, pero al dueño de la tienda de regalos le pareció que al menos estaban frente a frente. —Entonces no sabes lo que la tienda era antes. En otra vida. Tal vez fue un prostíbulo, o una sala de torturas. Cualquier infamia pudo haber sido cometida. Ted tragó saliva. —Miro al pasado y sólo veo una tienda vacía. Nada más —se encogió de hombros. Arismendi torció el cuello hacia la derecha y luego a la izquierda. En ambas ocasiones sus vértebras cervicales crujieron con fuerza. —¿Quieres volver a verla? —lo dijo con gravedad, no había una pizca de burla, de ironía en su voz.

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—Quiero que mi vida vuelva a ser la de antes. —¿Antes de los ashur? —ahora Arismendi sí sonreía y Ted se sintió correctamente acorralado. —También antes de ellos. —¡Ja! ¡Ese es tu problema! Crees que hay vida después de los ashur, cuando en verdad tras ellos sólo hay un vacío atroz, un grito mudo lanzado hacia los cielos. El tono de la conversación ya comenzaba a preocupar a Ted Bogger. —Quiero de vuelta mi vida de antes, pues es la única que conozco. He estado recorriendo los pasillos de esta prisión, de arriba abajo, pero no hay nada en ella donde pueda reconocerme, donde pueda creer que aún sigo vivo. Arismendi se rascó la cabeza y renunció a su idea de seguir aturdiendo a Ted hasta hacerlo llorar como un bebé. En cambio, regresó a su camastro y del doblez de una manta sacó un par de cigarrillos que tenía escondidos. —¿Fumas? —Ted asintió y los dos hombres dejaron la conversación de lado perdidos en el calmo paraíso del tabaco. —Es una especie de limbo, efectivamente —reconoció finalmente Arismendi—, algo que sólo se parece a la vida pero no tiene forma de serlo. Pero bueno, aún no me lo has dicho: ¿quieres largarte de aquí? ¿Sí o no? Respóndeme ahora. Ted Bogger aspiró la última calada de ese cigarrillo que había fumado demasiado rápido y por el cual ahora le dolía la cabeza. Arismendi esperaba su respuesta con una mueca apagada dibujada en el rostro y Ted no sabía si ante su respuesta afirmativa el viejo presidiario lanzaría una nueva carcajada o, como un mago que saca un conejo del sombrero, le ofrecería algún truco que pudiese abrir las llaves del ansiado regreso.

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31.

Ninguno de los dos quería realizar el primer movimiento. Liu Tan examinó con detención el rostro oscuro y hosco del viejo Lancaster, cuyos ojos nerviosos se movían de un lado a otro como si no supiese cuál era el mejor momento para atacar. El sol que acababa de despuntar le daba de lleno en la mitad derecha del rostro al oriental, obligándole a girarse de medio perfil y verse menos amenazante de lo que hubiese querido. La calle estaba desierta a esa hora y era una suerte: se aseguraba de que no hubiera víctimas colaterales en la batalla que estaba a punto de comenzar. A su alrededor sólo eran observados por pequeñas casas pintadas de azul, verde, rojo y amarillos, una confusión policromática que daba a los oponentes el aire de luchadores de carnaval. Liu Tan podía oler la brisa marina del puerto, y a la distancia, en el centro de la ciudad, veía tranvías, autos, peatones y bicicletas, los signos de un mundo que seguía en movimiento pese a que ahora, frente a Lancaster, podría llegar a creer que había dado una especie de salto en el tiempo rumbo a una época prehumana, remota y protagonizada por fuerzas que no conocía pero que ya podía sentir. Atacará, está a punto de saltar sobre mí. Lancaster había girado y daba pasitos cortos hacia la

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izquierda, como si buscase el flanco. Liu Tan se movió en la misma dirección, manteniéndose frente a frente, luchando por demostrar frialdad. Lo veré venir. Puede que se mueva muy rápido, pero lo veré venir. No fue así. Lancaster atacó, y si bien Liu Tan vio el movimiento, fue incapaz de reaccionar. Lancaster dio dos zancadas tan rápidas que parecían dignas de un plusmarquista de salto largo y, en el aire con ambas piernas por delante, impactó el brazo y el hombro izquierdo. Liu Tan salió disparado. Cayó pesadamente sobre la vereda sólo para ver cómo Lancaster se le echaba encima dispuesto a quitarle su pneuma —la avidez y la gula infestando su rostro, los ojos muy abiertos, la mandíbula desencajada y la lengua afuera, ansiosa de probar bocado. Suficiente estimó Liu Tan y le lanzó un derechazo en pleno cachete que desfiguró parcialmente el rostro hasta hace un segundo extasiado de Lancaster y lo hizo rodar por cinco o seis metros calle abajo. Liu se puso de pie. Lancaster, de rodillas y con las manos en el piso, parecía confundido. —Has mejorado mucho —levantó la vista—. ¿Cómo hiciste? ¿Lecciones de karate? —Algunos suben, la mayoría desciende —Liu Tan dudaba ahora. Había jurado que Lancaster no era tan difícil de vencer, pero acababa de ponerse de pie y estaba listo para volver a atacar. Tan gordo y tan ágil. ¿Cómo es posible? —Los milagros ocurren —Lancaster se tocó el cachete amoratado—. Un flacucho dependiente de tienda adquiere de la noche a la mañana la fuerza de un boxeador de peso completo. De acuerdo. ¿Pero qué vas a hacer a continuación?

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Atacarte, pensó decir, pero sintió que sonaba ridículo. Detenerte sonaba más factible. Lancaster se había transformado en un monstruo y era necesario darle caza, pero, ¿por qué precisamente era él quien debía hacerlo? —Te llevaré a la policía y responderás por tus crímenes —dijo al fin, sin saber si aquella frase sería suficiente. Lancaster esbozó una sonrisa burlona. —¿La policía? ¿Tú me vas a…? —no acabó la frase pues dio un nuevo salto, el puño cerrado dispuesto a aplastar el cráneo del oriental. Esta vez Liu Tan sí lo vio venir, se puso en guardia, pero cuando atajó el golpe con el antebrazo fue como si le hubieran dado con un mazo. No era sólo la velocidad, la fuerza de Lancaster había aumentado ostensiblemente. Liu retrocedió mientras se esforzaba por no mirar su antebrazo dolorido y palpitante y por tratar de no quitarle los ojos de encima a su enemigo. Había ido a su encuentro creyendo que podía derrotarlo, pero ahora no estaba seguro y podría ser él quien tuviese que caer. Lancaster no tendría compasión, el final de la batalla no sería sólo dejarlo inconsciente tirado en el piso, no, sino la muerte misma, la terrible oscuridad. Podría intentar huir pensó, pero recordó el rostro de la rubia valkiria que lo había violado y comprendió que si ella se había cruzado en su destino, no era para que se comportase como un cobarde. Heme aquí. Obligado a resistir. Era su primera pelea en más de diez años. Había peleado como todos los niños en el colegio, peleas breves, de esas que no se alcanzan a dar más de tres combos o un par de patadas, antes de que el inspector o los propios compañeros separen a los incipientes luchadores. La clase de peleas que siempre son empates, pues por su brevedad no es posible discernir a un eventual ganador. En el colegio había matones,

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por supuesto, y a ellos había que evitarlos (y eso tácitamente convertía en perdedores a todos los que no eran matones), pero aparte de esos übermensch bastardos que le quitaban el dinero de la colación y le daban uno que otro puntapié ocasional, no podía saber cuál era su lugar exacto en el mundo de las luchas. Ahora Lancaster era su rival y era poderoso, y no tenía la menor idea de a qué distancia se encontraba y cómo salir airoso del encuentro. Una anciana con su bolsa de pan de tela apareció por la esquina. Los quedó mirando presa de la curiosidad, lo que parecía un vagabundo gordo y un coreano flaco y vestido de blanco, peleando en mitad de la calle. Se preguntó si el vagabundo estaría intentado robarle al coreano, y si debía llamar a los carabineros. Recordó a su marido en casa, esperando el pan para tomar desayuno, y consideró que lo mejor era bajar la vista, simular que no los había visto (o que no existían) y siguió su camino calle abajo para retomar los cauces de su vida corriente y rutinaria. Pronto vendrá más gente. Pronto esta batalla no será posible. Lancaster dio un grito y se abalanzó sobre Liu. Fue como en cámara lenta. Liu se agachó, casi como si se rindiera, casi como si supiese que había llegado al límite, pero cuando lo tuvo a su alcance le dio un gancho en pleno mentón que cambió totalmente la trayectoria de caída de Lancaster, mandándolo a volar calle abajo. Toda su gorda inhumanidad quedó clavada en el piso, dejando hasta huellas de su caída en el asfalto, al modo de los neumáticos que frenan bruscamente en los autos que están a punto de chocar. —¿Qué diablos? No alcanzó a saber más pues Liu Tan ya le había saltado encima dándole de patadas en la cabeza con todas sus

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fuerzas a ver si lograba hacerle perder el sentido. La cabeza de Lancaster se meneaba como el cascabel de un gato, pero pese a que su cara se iba poniendo cada vez más morada, tenía los ojos abiertos y miraba con más rabia que otra cosa al oriental. Dios. El dueño de la tienda de electrónica le dio un fuerte puñetazo en el muslo a Liu, quien emitió un gruñido sordo y tuvo que retroceder. Tiene la fuerza de un loco. De reojo, vio que se encontraban junto a la vitrina de una tienda de discos. Pudo ver el reflejo de ambos, su pequeñez contra la figura de un Lancaster que parecía agigantarse a cada momento, un enemigo que peligrosamente amenazaba con volverse invencible. Ahora fue él quien atacó por primera vez (y esperó que Lancaster no notara su desesperación al hacerlo), lanzando un gancho de nuevo a su mentón, a la espera de que el golpe lo noqueara de una vez. Hizo contacto con la gruesa y sudorosa papada de su enemigo, y con todas sus fuerzas subió lo más que pudo, elevándose hasta él mismo en el aire y llevando a Lancaster aún más lejos. Liu cayó al suelo con las rodillas dobladas. Tres metros más allá cayó Lancaster, 135 kilos de peso muerto directo contra el asfalto. ¿Se ha acabado ya? Lancaster se echó a reír. —Realmente te has hecho muy fuerte, basurita china. Se puso de pie, pero tenía el rostro descompuesto y se tambaleaba. Podía estar fingiendo debilidad, por si las dudas Liu Tan corrió y con un nuevo derechazo lo mandó de vuelta al suelo.

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Ahora Lancaster se quedó quieto. Tosió y botó un escupo verdoso. —No sé qué he hecho como para que me quieras tan poco. —Tus empleados… —Buenos muchachos. Obedientes y respetuosos. Podrías aprender un poco de ellos en cómo tratar a los mayores — dijo mientras se acariciaba la quijada adolorida. —Los mataste. Lancaster frunció el ceño. —Nada de eso. Sólo les quite su pneuma, igual que a todo el mundo —hizo una pausa—. Ellos son como mis hijos. Es una estrategia. Te quiere distraer. Se alejó unos pasos por si Lancaster se recomponía y volvía a ponerse de pie. Al retroceder, sintió aquella presencia y una oscura tristeza lo invadió. ¿Qué era aquello? Se dio la vuelta sin creérselo. Llevaba traje y corbata pero no tenía una pizca de humano. Sus ojos eran de un amarillo brillante, su mueca era cruenta y pese a toda la base que se había echado encima era demasiado obvio que el color natural de su piel era azul. Un hombre calvo que era completamente azul.

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32.

El olor es como el pie de un gigante aplastándolo contra el suelo. Ha estado en situaciones parecidas, atroces o humillantes, pero nunca creyó que Ningizzida fuera capaz de llevarlo tan lejos. El basural se extiende más allá de lo que puede alcanzar su vista; parece que todos esos desperdicios y despojos algún día acabarán por cubrir el mundo. En ese entonces, si le fuera permitido huir ¿adónde iría? Vagaría errante por años, cubriendo ese ponzoñoso laberinto, sin nunca tener oportunidad de encontrar la salida. Amanece. Trae una pala y una picota y se dedica a excavar donde le indique el sumerio, nunca demasiado, pues al cabo de un par de metros de hurgar entre los desperdicios innombrables, Ningizzida arruga el ceño, revisa una especie de brújula que trae consigo y, caminando una veintena de pasos en cualquier dirección, marca un nuevo sitio donde debe volver a comenzar. —Tiene que estar cerca —asegura. Si estuviera menos cansado, Rogelio podría notar la creciente perplejidad de su amo. Pero obligado a cavar, sin que tenga sentido a estas alturas preguntar la naturaleza de su labor, no le queda otra que hundirse en la ciega obediencia. Hundirse en ella y en los desperdicios que le salen al paso:

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peligrosos cristales rotos donde podría dejar lo poco que le queda de sangre, afiladas latas abiertas de sardinas y jurel, alambres de púas oxidados, materia orgánica, podrida y rica en gusanos y larvas, el espectáculo terrible de la descomposición en toda su magnificencia, y las plumas, las malditas plumas por todos lados, como si aquello fuera el nido del rey de los pájaros. ¿Qué he hecho yo para pasar esto? Ha excavado en medio centenar de lugares desde la medianoche. Al principio, a sus espaldas Ningizzida sostenía una lámpara de aceite para ayudarlo, pero a medida que las primeras luces del día los acompañan (y a medida que la búsqueda parece ser cada vez más infructuosa), ha acabado apartándose y se ha vuelto cada vez más huraño. —Aquí me parece, deberías probar —dice indicando junto a un viejo poste de teléfonos de madera destrozado y medio enterrado en la porquería. —Es un lugar tan bueno como cualquier otro. Rogelio da paladas desganadas a la espera de la señal que se detenga. Pero esta no llega con el correr de los minutos. Levanta la vista sólo para ver la cara de Ningizzida oscurecida por la preocupación y totalmente enfocada en el naciente agujero. Y en realidad, él también puede sentirlo, la proximidad del cofre del tesoro o del faraón egipcio o de la planta sagrada, o cualquier otra de las tonterías que interesan al sumerio y que tan caro le cuestan a él. La pala golpea el metal de lleno y emite un clamor ahogado, como el de un gong que lleva muchos años muerto. Va a volver a la carga, pero Ningizzida lo detiene. —Espera —dice y es ahora él quien coge la pala y empieza a trabajar, desenterrando aquel objeto con sumo cuidado. La estructura se va haciendo distinguible. Es un orificio

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de un metro de diámetro recubierto de gruesas paredes de metal. Hay una compuerta, que está abierta, deformada incluso, como si alguien desde dentro hubiese salido con más violencia de la necesaria y hubiese estrellado la cabeza contra ella, abollándola. Lo que alcanza a divisar del oscuro pasillo está, de nuevo, atiborrado de gruesas y brillantes plumas, como si proviniesen de una especie desconocida, una cruza bastarda entre un halcón y un pavo real. —¿Qué clase de pájaros serán estos? Ningizzida levanta las cejas. —¿Qué has dicho? —pregunta, pero sin darle tiempo a contestar recoge una pluma del piso y se la pone a Rogelio frente a sus ojos—. ¿Qué es lo que tengo aquí? —Una pluma. Una bastante rara. Ningizzida abre los ojos más allá de lo que parece posible. —¿Puedes verla? —¿Tú no? —Yo sí puedo verla, eres tú el que no… —se interrumpe, alertado por un rumor vago pero creciente, que parece venir desde las profundidades del túnel. Un chillido que asemeja a un hombre al que acaban de lanzar al fuego, un clamor desesperado y rabioso que les pone la piel de gallina. Ningizzida suelta la pala y echa a correr. Rogelio le sigue. —¿De qué estamos huyendo? —grita. Oye a sus espaldas un clamor salvaje. Teme mirar, como miró la mujer de Lot, y convertirse en una estatua de sal, pero la curiosidad le gana y se gira. Son pájaros, grandes como buitres, pero con una cara muy extraña, una cara terrible que salvo por el pico, tiene todos los rasgos de ser humana. Son miles elevándose hacía el cielo, oscureciendo el esplendor del naciente día y pareciera que todos chillaran al mismo tiempo.

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Ningizzida acaba por detenerse bajo el esqueleto de un viejo Ford del año sesenta. Al fin y al cabo los pájaros pueden verlos perfectamente adonde sea que vayan. —¿Qué diablos son esas cosas? El sumerio tiene la cara roja y sudorosa por el esfuerzo, la mirada clavada al frente, a la fuente, al agujero de donde salen todavía hacia todas direcciones esas aves espantosas. ¿Cuándo se había acabado su tiempo? ¿Por qué no le avisaron que ya era la hora? La Transmutación en todos los mundos era un proceso traumático, y aquí no sería la excepción. —Emri Natasen, los emisarios del Señor. Rogelio asiente, si como conocer su nombre pudiese en algo amortiguar la gravedad de la situación. —¿Esos pájaros son lo que venimos a buscar? El sumerio se encogió de hombros. —Tanto trabajo y ahora todo se ha perdido. ¿Qué significa eso? ¿Soy libre acaso? ¿Ha llegado el fin de la condena? Iba a preguntarlo, cuando uno de aquellos pájaros terribles se posa sobre el oxidado techo del Ford. —Ningizzida, Ningizzida —dice. ¿Hablan? El sumerio trata de mantener la compostura frente a aquel prodigio del infierno. —Qué tal. Tiempo sin vernos. —Ya estás muerto, ya estás muerto —repite el pájaro. Pese a que el instinto le dicta que salga corriendo de ahí a toda prisa, Rogelio no puede evitar fijarse en los rasgos del pájaro. No es el tono perfectamente claro de su voz, como de alguien que realmente habla en vez de, como cualquier otro pájaro, repetir palabras y frases ya aprendidas; ni que tenga esa cabeza tan fea y calva. En realidad son los ojos, los ojos

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perfectamente humanos (o demoníacos), la inteligencia que brilla detrás, lo que lo descompone, que le hace pensar que es una pesadilla, o un mal viaje de drogas. Estas cosas no son reales sino producto de mi imaginación, quiere pensar. Pesadillas de las que pronto voy a despertar. —Mi plazo no vence sino hasta la próxima luna llena — dice Ningizzida con una serenidad indescriptible. El pájaro sacude las alas, no para echar a volar, sino más bien como si quisiera dar muestras de su enojo. —El plazo venció hoy. —¿Y qué hay de los intermediarios? Ninguno de ellos se haya preparado. —Ya no importa. Sabes que eso nunca importa. Rogelio mira la cara de Ningizzida, que está lívida, parece un hombre que acaba de enterarse de que sus hijos no son suyos. —Pero habrá muchas pérdidas. Muchos no serán capaces de sobrevivir al trauma de la Transmutación —su tono es grave, el sumerio argumenta como si no se diera cuenta de que está discutiendo con un pájaro. El pájaro con cara de hombre está ocupado escarbando el suelo. Rasca con la pata y cuando encuentra un gusano se lo echa golosamente a la boca. Sin siquiera darle una última mirada emprende el vuelo. —Siempre has sido un inútil, Ningizzida —grita y vuelve a unirse a la inmensa bandada que ahora parece cubrir el cielo por completo. El sumerio se aleja y Rogelio lo sigue mansamente, guiado por la costumbre. Sólo a la salida del basurero se da cuenta de que podía ser que ya no tuviera que seguirlo en absoluto. Lo mira de reojo, Ningizzida sigue serio y concentrado, con un aire absoluto de derrota. Piensa en decirle: «ha sido

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un gusto» o «nos vemos pronto», pero en vez de eso, sólo toma un camino distinto y comienza a alejarse del sumerio, decidido ahora sí a no mirar atrás. Ocupado en la derrota, sólo cuando se ve solo en medio de la nada, se percata de la partida de Rogelio. Y encima, una traición. Todavía puede distinguir el hilo zemut que lo une al corazón de Rogelio. Si tira de él, su esclavo sentirá un dolor similar a un infarto y tendrá que volver arrastrándose hasta caer de rodillas a sus pies. ¿Pero qué sentido tiene tenerlo a su servicio ahora que su trabajo ha sido decapitado violentamente? Los Emri Natasen eran el mejor ejemplo de que el Señor estaba con prisas y le traía sin cuidado el impacto que la Transmutación podría tener sobre la población local. —Que los dioses te acompañen —dice para despedirse de Rogelio, a quien lejos de su protección no le quedarán más que un par de horas de vida. Quizás sea hora de volver a casa. Ningizzida echa a caminar por un prado verde rumbo a lo alto de una colina. Tras ella, a unos veinte kilómetros, se encuentra Valparaíso. Si Rogelio se había llevado su auto (y el sumerio estaba seguro de que así sería), no le quedaba otra que caminar dicho trecho a pie. Llegaría a la tarde, a la hora en que los Emri Natasen hubiesen acabado ya con buena parte de la población. Seguían saliendo por aquel agujero clavado en la tierra, un portal oculto que él sólo quería revisar para ver de cuánto tiempo disponía, no para ser despedido abruptamente de su labor humanitaria. —Un romántico ecologista. Eso es todo lo que soy — dice para no perder del todo los ánimos mientras miles de aves terribles, arriba de su cabeza, llenan el cielo.

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33.

Descendieron por la cadena herrumbrosa, que estaba sudada y llena de grasa, hasta dejarse caer en el montón de ropa sucia que hacía las veces de colchón y sumidero de amores. —Hace frío —dijo Juan Klaus, quien para la fuga se había puesto un vestido largo y de un verde fosforescente que vaya a saber Dios de dónde había sacado. Seguro que así, una vez en la calle, lo confundirían con una mujer y no con un reo recién escapado de la cárcel. —Avancen —ordenó Arismendi. Los tres caminaban en fila india, casi en punta de pies, mirando a todos lados y con el miedo a flor de piel. Las galerías habían sido inundadas por el silencio: ya no estaban los presos y sus oscuras orgías, pero tampoco les llegaba desde arriba el alboroto rutinario de la prisión. Era una suerte de limbo auditivo que les llenaba el corazón de tristeza: sentían que se alejaban del mundo. Hubiesen querido incluso oír las bacanales orgiásticas —habría sido un consuelo, incluso aquella compañía perversa les habría hecho sentirse menos solos. Muy pronto llegaron hasta el límite exterior de la prisión: un grueso muro de concreto, sin recovecos ni sorpresas, negación pura.

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—Parece el fin del camino —dijo Ted. Juan Klaus pareció perder la paciencia: —¿Para esto es que nos jugamos la vida? Demonios. Ted se acercó para buscar alguna falla en la estructura, un pequeño recoveco provocado por la humedad o los sismos que les diera una mínima oportunidad. Pero al entrar en contacto con aquella pared fría se dio cuenta de que estaba en orden, y de que pese a su descenso a la zona prohibida seguía irremediablemente preso. —Tendremos que volver antes de que nos echen de menos. Juan Klaus se rascó la cabeza que parecía no haberse lavado en una semana: —Aún podemos pedir ayuda a mis amigos… Arismendi le cruzó la cara de una bofetada. —Ni se te ocurra mencionarlos. Klaus se llevó la mano al rostro, visiblemente ofendido, y lanzó un par de improperios de grueso calibre en voz baja. Arismendi le lanzó una mirada desdeñosa y se alejó, caminando junto al muro. Costaba ver a través de las penumbras y Ted temió que desapareciera. —Espérenme ahí mismo, no se muevan —dijo desde la oscuridad. Solos los dos, en medio de la nada, a Ted le vino a la mente la imagen de dos amantes furtivos que se reúnen en lo profundo del bosque. —Mira que traernos a este callejón sin salida, sin un plan ni nada mejor que esperar a que los guardias nos descubran y nos muelan a palos. ¡Si sólo me dejaran hacer las cosas a mi modo! Habríamos salido volando de esta prisión, riéndonos en la cara de todo el mundo y haciéndole adioses con la mano rumbo a los mundos superiores. Ted lo miró y ladeó levemente la cabeza:

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—¿De qué estás hablando? Juan Klaus iba a responder pero justo se oyó la voz de Arismendi. —Por aquí. Síganme —su silueta se recortaba a la distancia. Caminaron sin esperanzas hasta el punto desde donde Arismendi los llamaba. Estaba parado junto al muro. Al principio no lo vieron por la oscuridad, pero de pronto Juan Klaus estiró la mano hacia el vacío, sin poder creérselo. —Un pasaje oculto. —Vamos —dijo Arismendi. Ted dudó. El pasaje había sido cortado perfectamente en la piedra del muro, un rectángulo perfecto de más de dos metros de alto y similar anchura. Pero no era lo bien que estaba hecho lo que perturbó a Ted Bogger, sino la intuición, imposible pero inevitable, de que hace cinco minutos ese pasaje no estaba allí. —Está muy oscuro —dijo Ted. Fue la única objeción que se le ocurrió. Arismendi lo cogió del brazo, con fuerza. —Date prisa. Cruzaron el umbral y un escalofrío le subió a Ted por la espalda. Debían ir tocando las paredes para guiarse en medio de aquella noche infinita. A Ted le dio la impresión de que el pasaje a sus espaldas, por imposible que pareciera, se iba cerrando. ¿Dónde nos hemos metido? A medida que avanzaban por aquel pasillo recto, sin curvas ni pendientes, fueron oyéndolo con más claridad. Al ruido apagado de sus pasos se fue agregando una vibración, algo que parecía el eco de un diapasón gigante colgado en el cielo, una frecuencia distinta a cualquier cosa que habían

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escuchado a lo largo de todas sus vidas en la Tierra. —¿Pueden oírlo? Lo escuchan, ¿verdad? —repetía Juan Klaus. La oscuridad fue decreciendo. Una cierta fosforescencia azulada inundó el pasillo, una luz que parecía salir de las paredes, como la corriente de un río rumbo al océano. Ted se acercó a tocar, pero era como si pasara por encima de aquella fosforescencia, que era líquida y al mismo tiempo lo que parecía ser un holograma. Ted ya no pudo avanzar más, abstraído por el fenómeno. —Por favor, tenemos que darnos prisa —pidió Arismendi. Ted pestañeó preguntándose si todo aquello sería un sueño. —¿Adónde nos has traído? —Hemos cruzado al otro lado —fue Juan Klaus quien respondió—. Al mundo superior. Ahora fue Ted quien hubiese querido darle una bofetada a Juan Klaus, más que nada para ver si así podía calmar sus propios nervios. Reemprendieron camino, mientras el pasaje seguía iluminándose cada vez más, todavía recto y, en apariencia, infinito. La fosforescencia de las paredes comenzó a interrumpirse. De trecho en trecho fueron apareciendo grandes placas de vidrio de color blanco, una al lado de otra, por las que no se podía ver nada, pero sí distinguir formas y tener una conciencia clara de que había algo al otro lado. —No se acerquen —pidió Arismendi, más como un ruego que como una orden. Sobrecogidos por el paisaje caminaron en silencio, por el centro del pasillo. Pero de pronto Juan Klaus se apartó del grupo y tocó una de aquellas ventanas. —Sólo quiero saber…

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Al contacto con su mano, el vidrio opaco se volvió transparente, aunque bien podría haber desaparecido; así de clara era la visión que había al otro lado. —Dios mío —dijo Klaus. Los tres se detuvieron, congelados por algo parecido al miedo. Al otro lado del ventanal, muy abajo —como si ellos estuviesen en la cima de una montaña—, había una explanada de color tierra, muy ancha, y donde formas pequeñas que parecían hormigas —pero que eran hombres— se movían de un lado a otro. En el centro de la explanada había una estructura muy grande, que no supieron precisar qué era al principio. Los descolocaba demasiado el cielo de aquella sala gigantesca, que si bien parecía un techo, presentaba en todo su esplendor, como en un planetario gigantesco, constelaciones y nebulosas de una parte muy remota de la galaxia. Un gigantesco mapa estelar que cubría aquella sala, que caía encima de ella, como la niebla —Todo esto es un sueño. En cualquier momento voy a despertar —dijo Ted. —Miren —dijo Klaus. Apuntaba a la estructura que había en el centro, lo que a la distancia sería un edificio de cuatro o cinco pisos, pero que en realidad era una especie de altar, con cuatro columnas negras, profusamente decoradas, de unos cuarenta metros de altura, que acababan en un entablamento de largas puntas afiladas que hacían aún más grande aquel monumento. En el centro, abajo, había un trono, también negro, que pese a la distancia, calcularon, debía ser inmenso. Estaban de espaldas y no podían ver quién lo ocupaba, pero sentían su presencia, alguien allí sentado que era dueño de todo aquello, el rey de mundos distantes. Había una multitud de seres (ya no estaban seguros de que fueran hombres)

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postrados a sus pies, recibiendo órdenes. De pronto aquel dios alzó un brazo, un brazo negro, y aquel movimiento tan simple que seguro buscaba dar énfasis a alguna de sus palabras, les llenó el alma de terror. Sintieron que las vidas que hasta ahora habían vivido no tenían el menor sentido, y sucumbieron a las ganas de echarse a llorar. —Salgamos de aquí —dijo Ted. Retrocedían sin ser capaces de quitarle un ojo de encima, y ya casi lo perdían de vista a través del marco de aquella ventana, cuando Juan Klaus se apartó de ellos. —Tengo que verlo. Tengo que postrarme a sus pies. Ted ahogó un grito cuando Juan Klaus, poseído quizás por algún espíritu, se lanzó contra el ventanal, con todas sus fuerzas. Ted pensó que sobrevendría un estrépito de vidrios rotos, pero nada, Juan Klaus cruzó al otro lado como si no hubiera vidrio alguno y de inmediato desapareció, aún en medio del salto, no como por una bala o un láser, sino que simplemente se esfumó, su vestido verde evaporizándose en el aire, aniquilado por el poder de un arma desconocida. —Corre —susurró Arismendi. Se lanzaron por el pasillo a todo lo que daban sus piernas. No había guardias detrás de ellos, o el ruido de una alarma, sólo la tristeza insoslayable, el deseo de volver ahí, a esa sala de trono monumental, y como Klaus, entregarse en sacrificio a ese dios desconocido. Corrieron por espacio de media hora, hasta quedar sin aliento. En el vasto pasillo ya no había ventanales velados y la fosforescencia azulada seguía brillando, aunque ahora con menos intensidad. —Creo que ya estamos a salvo. Ted Bogger, agachado, las manos sobre las rodillas, luchaba por recuperar el aliento.

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—Necesito que me expliques lo que ha ocurrido. Arismendi tenía un aire resignado. —¿Qué quieres saber? Ted levantó la vista. —¿Quién eres? Sus ojos brillaban en medio de la oscuridad. A Ted le parecieron ojos antiguos, milenarios, anteriores a Cristo o a las pirámides. ¿Qué hacía él junto a esa clase de hombre? ¿Por qué alguien así querría ayudarlo a escapar? —Lo siento. No puedo decirte quién soy. Ted respiró hondo. —¿Saldremos alguna vez de aquí? Arismendi le palmeó el hombro. No era el consuelo de un padre o un amigo, era un consuelo distante y profesional, como de alguien que sólo ayuda al prójimo a cambio de dinero. —Ya no falta mucho. Era cierto. El pasillo a medida que avanzaban se iba estrechando hasta no sobrepasar el medio metro de altura. Debieron caminar agachados un largo tramo, que Ted ya no supo medir pues había perdido la noción del tiempo. La fosforescencia azulada en las paredes también se había ido debilitando, hasta devolverlos a la oscuridad primigenia de la que habían venido. Llegaron hasta una pequeña puerta, tan pequeña que apenas podía pasar Ted pero no Arismendi. —Es aquí. Cruzando la calle, doblando la primera esquina, la encontrarás. Ted pestañeó, temiendo una nueva trampa. —¿Qué es lo que voy a encontrar? Por primera vez desde que comenzaron su travesía, Arismendi sonrió.

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—Tu tienda de regalos. Abrió la puerta con un ademán algo ampuloso, y era cierto, al otro lado estaba la calle, era de día, los pies de la gente corrían de un lado a otro, había gritos… —¿Qué sucede? Arismendi se asomó levemente, y luego cerró la puerta. —Ya comenzó el ataque. Tendremos que esperar un momento, al menos hasta el anochecer. —¿De qué diablos hablas? ¿De qué estás hablando? Arismendi no contestó. Volvió a abrir la puerta y, si bien se veía el mismo pedazo de calle que la vez anterior, ahora era de noche. No había gente tampoco, ni gritos. —Debes salir de ahí e ir a tu tienda a toda prisa. Sólo allí estarás seguro. —¿Qué ocurre? ¿Es un ataque terrorista? ¿Un terremoto? —Ojalá fuera sólo eso —Arismendi meneó la cabeza—. Pero no estoy autorizado a contestar casi ninguna de tus preguntas. Casi ninguna, repitió Ted y trató de pensar cuál pregunta sí le sería permitida. Con un gesto brusco Arismendi lo empujó a la calle vacía. Ted chocó con la calle empedrada y cuando se dio la vuelta, vio que Arismendi ya cerraba la puerta por donde había venido. —¿Quién era aquel en el trono? —susurró por miedo a ser oído. Arismendi se detuvo, pasmado ante aquella pregunta terrible, la única que sí debía contestar, no importaba el precio que después tuviera que pagar, y antes de cerrar la puerta de forma definitiva y prepararse para nunca más volver a ver a Ted Bogger, se vio obligado a pronunciar esas dos sílabas fatídicas. Enki.

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34.

Frente a aquel prodigio de la naturaleza, Liu Tan se dio cuenta de que ahora Lancaster era el menor de sus problemas. Desde que lo vio, el hombre calvo seguía inmóvil, de pie junto a la acera como si estuviera clavado a ella, la sonrisa cruenta dibujada en el rostro. El oriental no podía calcular la magnitud de su fuerza, pero temió que averiguarlo le costaría la vida. —El hombre sin fe vive como si no existieran los dioses, y cuando al fin se encuentra frente a ellos, no sabe comportarse con propiedad —su voz era clara y levemente irónica, Liu no podía saber si bromeaba o estaba hablando en serio. —Buenos días. No esperaba compañía en medio de esta situación tan delicada pero si quiere puede unirse a nosotros —intentó que no hubiera una pizca de miedo en su voz. —Los necios suelen guiarse por fantasías y sueños. Cierran los ojos sin ganas de ver la realidad y la ilusión domina su vida de modo que están muertos antes de llegar a la propia muerte —el hombre calvo cambió levemente el peso de una pierna a otra y al fin Liu pudo comprobar que tenía una fuerza monstruosa y que era capaz, si se le antojaba, de matarlo de un solo golpe. —Me gustan tus palabras. Son muy profundas. Quizás

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podrías cobrarle a la gente por tus enseñanzas y llenarte de dinero —divagaba en el vacío, ahora que sabía que no podía vencerlo, ¿qué salida le quedaba? El hombre calvo se giró a un costado y fijó la vista sobre el amanecer que próximamente ya se dibujaba sobre los bordes de los cerros. —Con el odio sólo puedes alcanzar la derrota. Sólo la sumisión, sincera e inmediata, puede acercarte a algo parecido a la salvación. Era un ultimátum, el último barco que le estaba permitido tomar. —Podría unirme a tu causa. Pero eso depende de cuánto sea lo que pagues. El hombre calvo pareció sobresaltarse. —¿Tu vida no te parece un precio adecuado? —frunció el ceño—. Quizás es demasiado corta y por eso te parece que puedes malgastarla peleando. Como respuesta Liu Tan echó a correr. Ya no le quedaban más alternativas. Lancaster aún seguía en el suelo, medio inconsciente, pero ya no tenía margen de maniobra. Llegando a la esquina, divisó un tranvía y corrió a toda carrera hasta él. Subió, resoplando y cubierto por el sudor de la breve carrera hecha a la velocidad máxima que podía dar con sus nuevas fuerzas, una carrera que no tendría nada que envidiarle a un plusmarquista olímpico. Miró hacía atrás por si el hombre calvo lo había seguido, pero no le parecía, de modo alguno, la clase de personas que se hunde en una persecución. Le asaltó la oscura intuición de que podría estar ahí mismo ya, mezclado entre los escolares, las oficinistas y los turistas que esperaban sacarle el máximo provecho a su viaje por el puerto. Recorrió el tranvía de punta a cabo para cerciorarse de que esos ojos amarillos no estaban allí,

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que se había librado por los pelos, que tendría la oportunidad de ver el final de ese día. Había sentido miedo, más miedo del que nunca había experimentado. Ni siquiera era por la posibilidad de morir, sino de no saber qué era aquello, de dónde provenía. Comprendió que Lancaster decía la verdad, que seguramente él no había exterminado a sus ayudantes, sino que aquel hombre calvo de ojos amarillos era quien lo había hecho. ¿De dónde surgen estos enemigos formidables? ¿Y qué buscan? Las preguntas se arremolinaban en su mente, golpeándose inútilmente unas con otras, sin saber qué más hacer. El tranvía bajaba por avenida Brasil, y Liu recordó que estaba cerca de la tienda de regalos. Claro. Todo se remonta a ella. Lancaster quería la tienda y cuando Liu se había negado a cedérsela la había cubierto por una especie de maldición. Y luego vinieron los asesinatos. Todo por una tienda pequeña y olvidada. ¿Qué valor tenía realmente? Se bajó en la plaza Victoria, dispuesto a caminar lo que quedaba del viaje, de regreso a la tienda. No traía las llaves pero quería cerciorarse de que la tienda estaba a salvo, o acaso, si al menos seguía allí. Podía imaginar perfectamente a Lancaster o a aquel calvo prendiéndole fuego, o llenándola de dinamita para después hacerla saltar por los aires. Caminaba por la plaza junto a la avenida cuando un auto salió de la calle y se le echó encima. Por milésimas alcanzó a lanzarse a un costado, mientras aquel bólido seguía su camino desbocado hasta estrellarse contra una palmera con un estruendo sordo que fue acompañado por los murmullos y gritos de sorpresa de los transeúntes. Liu Tan rodó por el suelo y rápidamente se puso de pie. Sabía que debía

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echarse a correr nuevamente, pero quiso mirar, ver quién iba a bordo del auto estrellado, y si sus ocupantes aún seguían con vida. La puerta abollada del lado del acompañante se abrió y apareció el hombre calvo. Liu miró tras él, para ver quién conducía —temió que fuera Lancaster—, pero allí no había nadie más. El hombre calvo no parecía tener ni un rasguño. —Me has juzgado por adelantado, sin siquiera pensarlo con cuidado o intentar comprender —el hombre calvo se acercaba, sus ojos amarillos como otro par de faros brillantes queriendo estrellarse por encima. —Eres un tipo muy raro —gritó Liu y echó a correr sin esperanzas ya de que pudiera librarse con tanta facilidad de aquel energúmeno. Podría conseguir un arma, pensó a la desesperada cuando ya había corrido un par de cuadras y tenía la certeza de que, de nuevo, estaba solo, pero eso se le antojaba inútil, que muy pronto otro auto se estrellaría encima suyo o acaso le caería un avión. ¿De dónde salen estos tipos? Ya estaba cerca de la tienda de regalos, sólo tenía que doblar la esquina, cerciorarse de que la tienda estaba bien y luego podría seguir huyendo. Quizás subirme a una lancha y perderme en el mar. Dobló en Bellavista y recibió el impacto de lleno, un puño cerrado que se había insertado en su costado derecho a una velocidad tal que lo único que había podido hacer su hígado era estallar en mil pedazos. Ya no había aire en sus pulmones, tampoco era capaz de retroceder para sacarse ese puño incrustado en su costado y poder caer al fin. —Puedes abrir las manos ahora. Te vas sin nada, dejas este mundo igual como viniste —el hombre calvo cargó un

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poco más su puño de hierro, y sólo ahí Liu Tan pudo caer. Sonrió débilmente. —¿Por qué? —La ciudad entera se derrumba a su alrededor por la llegada de los nuevos dioses. Y él pregunta por qué. Un cúmulo de curiosos se había arremolinado a su alrededor. Para ellos, incapaces de ver el mundo en su real dimensión, sólo había sido el choque de dos peatones en una esquina, más culpa del joven coreano o chino que iba corriendo como carterista, que del señor de traje. —No soy un espectáculo. Déjenme solo —pidió inútilmente. El dolor cedía por momentos, pero tenía el estómago revuelto, sentía que estaba a punto de vomitar. El hombre calvo lo ayudó a ponerse de pie. —Mil disculpas señores, pero llevaré a este joven a un hospital —gritó en voz alta, tan fuerte que las personas a su alrededor se quedaron paralizadas y algunas bajaron la cabeza. Dio un chiflido e hizo parar un taxi. La cara de Liu estaba verdosa. Subió con mucha dificultad al taxi. —Cerro Los Placeres —dijo el hombre calvo. Un destino suficientemente lejano para no tener opción de recuperarse. Y además el sitio donde había caído Lancaster. —¿Qué quieres hacer ahora? —estaba agotado y le costó mucho emitir la pregunta. —Todos los seres tiemblan ante la violencia. Todos temen a la muerte. Todos aman la vida. —No sé de qué hablas —ahora tenía sueño, un poderoso impulso de sólo dejarse caer en el asiento y dormir. —Hay virtud en ti, pero también pesar. ¿No te parece extraño? —Sería agradable que te callaras por un buen tiempo.

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—Ahora es el momento de flotar hacia el océano, déjate llevar, conducir a los otros territorios. Liu Tan cerró los ojos. El suave meneo del taxi, ascendiendo por los cerros que se le antojaban un camino hacia un mundo distinto. Se preguntó si en el más allá lo recibiría la chica valkiria, la que le había dado toda su fuerza y le había permitido emprender esa breve batalla. ¿Cuál será su nombre? Será lo primero que le pregunte cuando la vuelva a ver. El hombre calvo seguía hablando pero por suerte ya no era capaz de oírlo. Sentía que se alejaba de su propia mente, no podía pensar enfocado como estaba en la transición, en volverse cada vez más liviano, ligero, y alejarse hacia las alturas, hacia cualquiera de las otras vidas que la rueda de reencarnaciones podía tener deparada para él. Imaginaba que entre todos los cielos había una ciudad dorada, llena de bellas mujeres, esperando por él. Ya casi sentía sus cantos, las caricias de sus besos, la tersura de su piel. —¿Quieres comprender? —ahora el hombre calvo tenía que gritar para estar seguro de que Liu Tan lo oyese—. ¿Quieres conocer a los mensajeros de la muerte? —Estoy descansando. Déjame seguir mi camino. Un destello de ira cruzó los ojos amarillos. El taxista, encogido en su asiento, sin atreverse a elevar la más mínima protesta, intentaba llegar a su destino lo más rápido posible. El hombre calvo dibujó un pequeño signo en el aire, un gesto en el vacío que parecía representar una variante bizarra de un alfabeto para sordos. Eran movimientos lentos y ampulosos, pero cargados de energía. A su lado, el agonizante Liu Tan ya estaba a punto de partir, de elevarse rumbo a la plenitud soñada, pero en cambio, un nuevo peso, una cierta molestia, lo empujaba ahora hacia abajo, más allá de su

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cuerpo, el taxi o la calle, hundiéndose en el subsuelo, cruzando las alcantarillas y yendo más abajo, más allá de los despojos de las ciudades del pasado y sus muertos, más abajo, donde nuevas galerías brillantes aparecían habitadas por seres que no creía posibles, que allí caminaban, paseaban, se divertían, en resumidas cuentas que allí vivían.

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35.

Voy a explicarte esta historia, dijo Ningizzida, oculto tras unas cortinas verdes, solo en su habitación de hotel recién usurpada, pero imaginando que Rogelio aún le hacía compañía. Afuera el caos era considerable: no había tráfico y los Emri Natasen se abalanzaban con ferocidad sobre cuanto transeúnte pasara y, acercándose a las orejas de sus víctimas, susurraban palabras oscuras e hipnóticas, nuevas líneas del código madre que reemplazaban al anterior. Hombres, mujeres y niños, los mismos que habían luchado desesperados contra las aves horribles, dejaban caer sus brazos, acallaban sus gritos histéricos y bajaban de autos y tranvías y continuaban a pie, retomaban sus caminos, como si nada hubiese ocurrido. Ningizzida podía leer en sus ojos el nuevo vacío que se había formado, la falta de sorpresa, la pasividad, la aceptación resignada necesaria para el regreso de Enki. —Morirán por millones. Cientos de millones —dijo y se alejó de la ventana. Seguía oyendo el clamor de los gritos ahogados, los aleteos brutales de los Emri Natasen y sirenas de policías y ambulancias que más pronto que tarde serían acalladas—. Piensa en las personas ricas. En las muy ricas, en los máximos privilegiados. ¿Qué ocurre cuando se van de vacaciones? Se largan a París, Bangkok o Moscú. Es decir,

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van adónde quieran. Piensa, imagina ahora si algún día se alcanza la tecnología del viaje espacial. ¿Esos mismos ricos no se permitirán vacaciones en Marte o incluso en los anillos de Saturno? Y más adelante, en el tiempo, ¿no caerías en la tentación de hacer largos viajes hacia mundos aún más distantes? Un grito desolado interrumpe las cavilaciones de Ningizzida y da por terminada abruptamente la clase imaginaria. Vuelve a la ventana: hay una mujer tirada en medio de la calle que se retuerce desesperada mientras dos Emri Natasen, uno a cada lado, le gritan al oído. Ningizzida frunce el ceño pero vuelve al centro de la habitación antes incluso de que los gritos de la mujer se calmen y sus ojos queden vacíos y se ponga de pie y eche a caminar, sin destino fijo. —Por supuesto —sigue Ningizzida—, cualquier hombre, por muy rico que sea, es susceptible a las trampas de la nostalgia. Por eso regresa, aun cuando hace tanto tiempo que sus palacios están en ruinas y su nombre ha sido olvidado. Este hombre —sabía que no quería volver a decir su nombre—, hasta cierto punto es razonable, y sabe que tomará un tiempo para que sus palacios vuelvan a estar en pie. Y, sin embargo, tampoco es completamente razonable y pide obediencia inmediata, que el mundo que le pertenece, apenas él aparezca, se postre a sus pies —tomó asiento al borde de la cama, y se rascó la barba con gesto distraído—. Puede que te parezca injusto, pero antes de que él viniera por primera vez ustedes seguían atados a la edad de las cavernas. Llevaban dos millones de años así, y hubieran tenido que pasar tres o cuatro millones más hasta que hubieran alcanzado un cambio realmente llamativo. En cambio Enki —y aquel nombre lo ponía incómodo—, trajo el progreso a sus mentes, es decir, él puso el progreso en sus mentes. ¿Te das cuenta?

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Pero Rogelio no está ahí, apenas su fantasma, un absurdo que él ha dibujado en el aire para mejor simular su desaliento. Tantos meses, años y vidas enteras desperdiciadas, ¿para qué, desde un principio, me dejaron venir? Las jerarquías y sus juegos retorcidos: la intención de dar un trabajo a una facción que sólo sirve para estimular a una facción opuesta a acabar más rápido: el principio de competitividad puesto en práctica y donde él resultaba ser la víctima. Quedaba por saber si los Emri Natasen también lo reprogramarían a él: la tristeza y la vergüenza infinita de olvidar todo lo que sabía para volver a cero y con la prerrogativa clavada en el centro de los lóbulos frontales: obedece. ¿Al menos podré volver a casa? Pero ya no hay casa, ya no queda nada allá abajo. Todos comienzan a subir, abandonan el reino antiguo para saludar las naves gigantescas de Enki. La noche desciende, desprovista de estrellas; obliga a todos a estirar las manos y andar a tientas por aquel mundo nuevo. Ningizzida evalúa quedarse en aquella habitación de hotel hasta que los Emri Natasen den con él —acabar sus días en aquella habitación (y son muchos los que mueren en habitaciones de hoteles), bajo su confort y discreta elegancia; o, en cambio, salir a la calle, y enfrentar posibilidades inciertas. Escucha los gritos cada vez desde más cerca, podría jurar que ya han entrado en los pasillos, y tienen la fuerza suficiente como para derribar la puerta, como para acabar con él, sin importar cuánta resistencia ofrezca. ¿Y cuánta resistencia habrá ofrecido todo el resto? No lo parecen, pero los Emri Natasen pueden resistir las balas —tienen una suerte de armadura—, que sólo proyectiles de muy grueso calibre podrían penetrar. Quizás un lanzallamas podría detenerlos, pero… ¿quién diablos anda con un lanzallamas por las calles?

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Y son muchos además. Millones. —Pero claro —dice. Mira a su alrededor, y si se esfuerza lo suficiente, puede ver a Rogelio todavía ahí, un rostro a ratos claro y a ratos borroso, pero que siempre está presente, el único rostro humano al que había prestado atención en mucho tiempo. Alguien que podría ser su hijo. ¿Había caído ya? ¿Sería a estas horas un zombie desacompasado caminando sin rumbo fijo por Valparaíso? Sale al pasillo. Busca las escaleras de servicio y baja hasta el subterráneo, donde supone deben estar los comedores y la cocina. Ahora todo es silencio, que es lo peor que podría suceder: los Emri Natasen avanzando sigilosos en busca de nuevas víctimas, sin apenas abrir las alas, seguros de que apenas puedan olfatear a una nueva víctima se abalanzarán sobre ella. El aire está plagado de miedo, la misma atmosfera que ronda después de un terremoto o un huracán, el aura de un día nefasto. Entra a la cocina desierta, allí hay una sartén donde unas papas fritas yacen carbonizadas. Ningizzida apaga el fuego y revisa los rincones en busca de algún balón de gas de tamaño manejable para hacerse un mini-lanzallamas, pero la cocina funciona a gas de cañería y no hay nada que pueda serle de ayuda. Ninguna esperanza de salvación a la vista. Sólo la idea de dar el gas, esperar un tiempo prudencial, el suficiente para no perder el conocimiento y encender un fósforo para hacer saltar todo en pedazos y poder llevarse unos cuantos Emri Natasen consigo. —Apenas nada. Aún no cae la tarde. El día ha sido largo y extenuante, deprimente, un día del juicio carente de trompetas pero donde cada uno ha tenido la oportunidad de un juicio sumario y también de una condena. Todo mucho más rápido de

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lo previsto, sin advertencias, sin oportunidad de huir a los bosques o las montañas. Ningizzida quiere salir a la calle, aunque sabe que eso apenas podría servirle para apresurar su final. Se asoma a una pequeña ventana que da a la calle por donde cree que, con un poco de suerte, podrá pasar su rechoncho cuerpo. Hay una multitud ya: hombres y mujeres caminando lentamente, mientras las aves vuelan en círculo en el cielo, vigilantes. Podría fingir, caminar entre ellos con la mirada perdida hasta alejarme lo suficiente. Va en busca de un banco para encaramarse mejor a la ventana cuando ve al pájaro, de pie en medio de una mesa metálica, mordisqueando unas truchas que algún infeliz cocinero no alcanzó a terminar. Por un segundo, el sumerio piensa que el Emri Natasen no lo ha visto, que todavía tiene esperanza de salir de esta. —Ya estás muerto Ningizzida, ya estás muerto —el ave está de espaldas a él. Por supuesto, ellos no necesitan ver para saber dónde están sus presas. Ningizzida toma una sartén por el mango y se agacha de forma cautelosa. —Sólo quiero volver al Mundo Inferior. —¿Crees que Enlil tiene ganas de verte Ningizzida? ¿Lo crees? Enlil era el hermano de Enki, quien gobernaba el Mundo Inferior de los Anunnakis que vivían en las profundidades aguardando el regreso del Señor de la Tierra. Ningizzida ahora comprendía que podía ser que los Emri Natasen pudiesen abrir un pasaje al Mundo Inferior, donde había pensado escapar, pero eso no sería de gran ayuda. No era la salvación la que encontraría en ese reino oscuro. —Tu tiempo se ha terminado, Ningizzida. Se ha terminado. —Significa que no hay esperanzas.

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—Ni la más mínima esperanza. Esperanza —repitió el Emri Natasen y por primera vez se dio la vuelta y Ningizzida pudo ver su cara. Tenía la misma cara que aquel que lo había fastidiado en el basural, todos tenían la misma cara. —Espero que no duela demasiado —Ningizzida dejo caer la sartén que con estrépito rebotó en el piso. —Duele mucho. Duele terriblemente. Pero nadie se queja. Nadie —respondió el Emri Natasen y dando un rápido aleteo se le echó encima.

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36.

No parece fácil el regreso a casa. Tengo las llaves, me alejo de Ningizzida y nada ocurre, ningún retorcijón de tripas, ninguna sensación de muerte. Soy libre. Pero los pájaros, esos pájaros terribles pueblan el cielo. Manejo a una velocidad prudente, en dirección al oeste, asomándome de vez en cuando, soñando que la bandada deja de fluir, pero siempre constatando que la brutalidad de su número no hace sino aumentar, hasta que ya no quede una gota de celeste y el cielo se oscurezca por completo bajo sus formas danzantes. ¿Qué harán estos pájaros cuando lleguen a las ciudades? Son simples pájaros y cualquier ejército podría derribarlos, pero ¿qué pasará entretanto? ¿Qué será de nosotros antes de que los militares se presenten con sus trajes de camuflajes listos para salvarnos? Porque hay una salvación, ¿cierto? ¿Hay una ayuda sorpresiva que nos libre de esta oscuridad? Mis ojos reflejados sobre el vidrio del conductor, ojos enrojecidos y agotados que son una advertencia: ya no es tiempo de nuevas odiseas, sólo requiero una habitación a solas y una larga temporada en cama. Lejos de la esclavitud. ¿Cómo estará Claudia?

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Deberé detenerme a verla primero, sólo ahí podré irme a casa. O no a casa, que allí Ningizzida podría encontrarme. Tendré que buscar una nueva casa para darle un cierre definitivo a esta mala temporada. Con la mano se seca el sudor de la frente. ¿Tiene fiebre? ¿Está gravemente enfermo? Quisiera tener ahora una mujer a su lado, alguien que lo conforte después de la larga batalla. Pero su madre está muerta, su esposa lo ha dejado por otro hombre, y hace mucho tiempo que no ve a su hija como para saber si ella está dispuesta a preocuparse por él. Está solo. Se mira en el espejo retrovisor, flaco y arrugado, la sombra del hombre que fue, una llama que se apaga muy despacio en la oscuridad. Sabe que no ha sido él mismo todo este tiempo. Que ha pasado etapas en donde era un ser humano más o menos definido y luego vinieron cambios, transiciones mayores que lo devaluaron a una versión inferior, siempre hacia abajo, y ahora, como guinda de la torta, esta invasión que sabe lo llevará a su mutación final, la última antes de que caiga el telón y todo acabe de una jodida vez. A medida que se acerca a Valparaíso los carteles de publicidad van aumentando su densidad, todos llenos de mentiras, incapaces de explicar el tormento que ahora está atravesando. Un hombre se cruza por la carretera. Rogelio lo esquiva por un pelo. El hombre atraviesa con tanta suerte que nadie lo arrolla, continúa su huida y se pierde de vista. ¿Qué ha sido eso? Pronto la escena se repite, puede ver a la gente huyendo, escapando por los cerros mientras esas cosas — no cree que sean exactamente pájaros—, los persiguen y les picotean la cabeza. Un escenario peligroso. La percepción de un Apocalipsis en curso. Mientras se acerca a la ciudad,

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quiere pensar que estará a salvo pero ahora recién cae en la cuenta de que la mayor parte de los pájaros se dirige precisamente hacia allá. Ve a lo lejos los descensos en masa: cómo caen desde el cielo en nutridas bandadas que dibujan complicadas figuras antes de dispersarse en parejas o tríos que van a la caza de víctimas. Rogelio piensa en bajarse, ayudar a alguna mujer o niño desesperado, los mismos que empiezan a reproducirse por todas partes, que se baten en fuga o inútilmente con una escoba o fierro intentan alejar a aquellos demonios. ¿Podría él convertirse en el héroe de la jornada y rescatar a una bella joven o a un niño inocente? Pero lo que hace al final es acelerar el auto, poner la quinta marcha, concentrarse en el camino y no mirar atrás, dejando tras de sí una estela de humo y silencio. —Necesito ver a mi hija —se justifica. Y entrando en Valparaíso, comprueba que el cataclismo ya se ha iniciado: hay autos volcados en el camino al vergel que lo obligan a disminuir la velocidad, ve que los pájaros superan ampliamente el número de transeúntes (¿y cuántos son al final? ¿Un millón? ¿Cinco millones?). Ve las multitudes escapando o intentando escapar y ser rápidamente atrapados por las aves que parecieran devorarles los cerebros. Ya es muy difícil conducir a estas alturas, entre autos detenidos y los otros conductores que, compartiendo su desesperación, manejan a velocidades superlativas que bien pronto los hacen estrellarse contra un poste o una muralla y salen despedidos cruzando los parabrisas para luego caer en la calle como marionetas rotas. El caos reina. Su propia existencia parece de golpe haber perdido importancia ante la constancia brutal del exterminio colectivo.

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Cientos de miles que han sido arrastrados, presas de una fugacidad espantosa, no tuvieron un día para prepararse, una hora siquiera, pasar de una vida normal al total hundimiento, subyugados por aquellos emisarios de un mundo oscuro y que acaso sólo él conocía. Y sin embargo su declaración, sus explicaciones parciales no solucionarían ningún misterio, todos están demasiado concentrados en su propia muerte como para prestar atención. Y él, ¿está ahora mismo prestando atención? Un taxi se pasa una luz roja en la calle que tiene en frente y si bien clava los frenos no puede evitar estrellarse, pegándole de frente, justo en el lado del conductor, y, de paso, creándole numerosos traumas al chofer del taxi, traumas de los que seguro no podrá recuperarse. Rogelio baja del auto, tiene el primer instinto de ayudar al hombre herido, pero las formas danzantes que pululan en el aire a una velocidad espantosa lo convencen de que lo mejor que puede hacer es salir corriendo a todo lo que le den las piernas en busca del más mínimo refugio que encuentre. No tiene mucho tiempo, sabe que no puede ir muy lejos. Y entonces ve esa tienda abierta, aquel hombre que a gritos dice: «¡vengan acá, entren!», y no sabe si esa tienda minúscula puede realmente ser un refugio útil, pero es lo único que le queda a estas alturas y él necesita que ese refugio sea real, aun cuando no tenga ninguna razón de peso para creerlo, y puede que sea sólo su mortalidad frágil adhiriéndose a la primera esperanza que se le ofrece y más que a la salvación está corriendo hacia su tumba, pero no importa, ya está ahí y juraría que tiene un millón de Emri Natasen encima de su espalda, pero no va a mirar esta vez y, pasando por el lado de aquel hombre delgado y de ojos claros, da un salto, y entra a la tienda.

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Una mano amiga lo ayuda a levantarse. Rogelio mira a su alrededor. Se encuentra en una tienda de recuerdos o un bazar. La tienda está completamente llena de personas de rostros aterrados. En la entrada, como su guardia, se encuentra ese hombre que sigue gritando que entre más gente a la tienda, pese a que no hay espacio. Algunos, unos pocos, lo logran. Pero hay algo más. Rogelio ve cómo los Emri Natasen entran a las casas o departamentos y sin empacho rompen vidrios o puertas para ir tras sus víctimas. En cambio, no se acercan a la tienda, como si esta disfrutara de una especie de campo de fuerza, o un hechizo de protección. No puede saber lo que es pero da resultados: los malditos pájaros le están dando un respiro y, mientras se quede allí, puede que se mantenga a salvo. Una mujer de ojos azules viene a caer en sus brazos. —Por favor. No me deje sola. Rogelio la abraza. Por supuesto, es una mujer desesperada. Se conforta junto a ella, es un poco gorda pero es muy bella. Si sólo pudieran superar este trance, quizás allá, en el futuro… —Mientras estemos aquí estaremos bien. Ella se lleva la mano a la oreja derecha. —Él me dijo algo. Pero no recuerdo exactamente qué. Rogelio se aparta. —¿Se refiere a él? —Rogelio apunta a Ted Bogger que sigue parado en la puerta llamando a gritos a la gente. La mujer de ojos azules niega con la cabeza. —Dijo algo muy importante. Rogelio vuelve a abrazarla sin entender muy bien a que se refiere. Quizás sólo esté en shock. Vuelve a mirar a su alrededor. La gente sigue nerviosa pero todos tienen los brazos pegados al cuerpo, nadie gesticula o llora. No sabe cómo, pero no le parece una buena señal.

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—Siento que me estoy alejando —vuelve a decir la mujer. Rogelio la mira dubitativo—. Siento que me estoy alejando de mí misma. —Debe tranquilizarse. Ya pronto pasará —y es entonces él quien la abraza, pero ella parece que se va tensando en sus brazos, y poco a poco lo va soltando, ya no se aferra a él, sus brazos descienden hasta, igual que todo el resto, quedar pegados al cuerpo. —Tenga cuidado —dice ella en un tono neutro, muy distinto al de hace un momento, nervioso y desesperado. Se separa de él y se queda ahí mismo, de pie, sin hacer nada. La tienda se va llenando de silencio. Sólo afuera Ted sigue gritando, aunque ya pareciera que no hay nadie dispuesto a escucharle. Rogelio se acerca. —Algo raro está sucediendo. Ted lo mira de arriba a abajo, perplejo. —Si supiera todas las cosas extrañas que yo he visto. Rogelio se inclina hacia delante. —Me refiero a que algo le pasa a la gente que está dentro de la tienda. Y entonces Ted los ve y comprende de inmediato. Se maldice a sí mismo por no haberse dado cuenta a tiempo. Todas esas figuras rígidas ahí, con los puños crispados, cascarones vacíos irremediablemente perdidos. Desde que cruzó la puerta que le abrió Arismendi llegó a su tienda milagrosamente abierta y comenzó su salvataje, esperando que esta vez sí podría ganarle la mano a la adversidad. Pero todo ha sido en vano. —Déjelos que salgan —dice. —Allá afuera estarán perdidos. Ted se encoge de hombros. —Eso ya ha ocurrido —Ted entra a la tienda y se hace a

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un lado, mostrando lo que la puerta está abierta. Hombres y mujeres forman una masa imprecisa ahora, terriblemente inhumana. Rogelio piensa en robots, los nuevos habitantes de un mundo completamente distinto. La posibilidad lo aterra. Y ellos se mueven ya, van hacia la puerta —también va la mujer de ojos azules—, traspasan el umbral y desaparecen calle abajo, todos en la misma dirección. —¿Adónde van? —Tendrías que seguirlos para averiguarlo. Y en el camino, de paso, te convertirías en uno de ellos —la mueca de Ted es triste, abrumada. Cierra la puerta cuando el último hombre de aquella multitud se ha ido y se sienta junto a la ventana. La calle está desierta ahora, los Emri Natasen, igual que la gente, parecen haberse marchado. Hay una bicicleta tirada en el piso y la rueda trasera en el aire todavía gira. Calle arriba, a la distancia, se ve el humo de uno o varios incendios. A lo lejos una radio suena, una canción de amor, una canción dulce y melodiosa que habla de sueños en un mundo que ya no existe. Ted y Rogelio se quedan dentro de la tienda, mirando a través del cristal. Ambos han sido arrastrados a una batalla de la que nunca quisieron ser partes, cayeron bajo la sombra de un dios terrible cuya sola visión los podría aniquilar. Y están tan cansados. Rogelio quiere preguntarle a aquel desconocido si puede dormir un rato, pero aún no le tiene suficiente confianza, aún no sabe si está completamente seguro, y espera en aquella tienda que todo termine o comience y, entre tanto, no hacer ruido y quedarse quietos, como muertos los dos, descansando en el ojo del huracán, el lugar donde todo está en calma pero que a la vez parece ser el centro y motivo de toda la catástrofe.

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37.

Lo primero que nota Lancaster es que el lugar, sea donde sea que se encuentre, está atiborrado de gente. Oye sus conversaciones a lo lejos, en un idioma que no le suena ni a alemán, chino o finlandés, un idioma que para él es totalmente desconocido. Oye también sus risas, sus murmullos, el abrir y cerrar de puertas metálicas y más allá, en la calle, el ladrido ocasional de una sirena. Logra sacar un brazo del camastro donde está tendido y toca el linóleo frío del piso. Debe esperar a que sus ojos hinchados y adoloridos se acostumbren nuevamente a la luz para distinguir la amplia sala dormitorio donde se encuentra: camas uniformes y perfectamente tendidas, armarios sin puertas al lado de las camas donde cuelgan muy ordenados uniformes de bomberos y cascos. Hay un par de libros también, lo que parecen biblias desparramadas en el piso, como si los últimos voluntarios hubiesen querido encomendarse a los cielos antes de enfrentar el fin. Puede reincorporarse con alguna dificultad. Descubre que está vendado de la cabeza a los pies, parece una momia, pero más importante: alguien se ha dado el trabajo de curar sus heridas. Las cortinas de las ventanas están cerradas y él las prefiere así, no está seguro de si al abrirlas encontrará

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algo parecido al mundo conocido, al lugar hasta el que hace unos días estaba seguro de habitar. Se pone de pie y se da cuenta de que está mucho más delgado que la última vez, debe pesar 60 ó 70 kilos apenas, pero no porque lleve seis meses en coma, sino porque además de curarlo al parecer le han lipoaspirado casi toda su grasa. —Mi energía —dice Lancaster con una voz tan rasposa que apenas puede reconocer como suya. Cruza las puertas de la sala dormitorio con paso tembloroso (desearía tener un bastón a su alcance pero no lo tiene). El pasillo está desierto, pero la barra de acero que lo espera al final y que desaparece en un agujero en el piso confirma de modo inequívoco que se encuentra en un cuartel de bomberos. Las conversaciones y las risas que vienen del primer piso resuenan ahora mucho más fuertes, pero él sigue sin poder entenderlas. Hay también una música que suena muy despacio, una música ambiental podría creer si no fuera porque los giros y volteretas de la composición son tan enloquecidos que le ponen los pelos de punta. No puede bajar por el tubo y debe buscar una puerta lateral que lo conduzca a las escaleras. A la mitad del recorrido, de frente al gran salón principal, donde sólo una vieja bomba manual queda aún estacionada, ve a la multitud: cientos de ellos con copas de cristal en la mano, vestidos de todos los colores posibles, festejando por supuesto, y todos, igual que el hombre calvo, sólo pareciendo, de forma muy remota e impostada, seres humanos. Hay hombres y mujeres, pero las mujeres llevan el pelo tan corto y son tan delgadas y altas como los hombres, por lo que cuesta diferenciarlas. Hay conversaciones en grupos o en parejas y todos asienten y lanzan risas que pese a ser ruidosas, apenas van acompañadas de nulos movimientos

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corporales, risas paralizadas que hacen que a Lancaster le tiemblen las rodillas. Ellos siguen hablando en esa lengua desconocida (¿alto sumerio?), pero ahora Lancaster, demasiado mezclado con ellos, podría jurar que empieza a entenderla. Se sienta con mucho cuidado al pie de la escalera y trata de prestar atención a las conversaciones más cercanas. Entiende sólo palabras sueltas, o algunas frases: dominación, arribo de Enki, alegría, reestablecimiento del antiguo orden, ganado humano. Una mujer muy alta, de casi dos metros se acerca y le pasa una copa. Dice algo en un tono muy agudo, y Lancaster juraría que lo que dice es: «usted también puede celebrar con nosotros». Recibe la copa y bebe un brebaje lechoso, ligeramente agrio pero que ciertamente tiene buen sabor. La mujer le habla pero Lancaster está demasiado cansado ya como para intentar seguir entendiéndole. Nuevos invitados van entrando por las amplias puertas de la bomba de bomberos, todos de la misma raza que el hombre calvo. —Pienso que usted tendrá un rol muy importante en el nuevo gobierno local —la mujer ahora ha pasado a hablar en correcto castellano y Lancaster ya no puede desentenderse de ella. —Seré un pastor cuidando ovejas, ¿no? —es, a fin de cuentas, el trato que había planeado con el hombre calvo: después de la Transición, él no se convertiría en un zombie más, sino que tendría que velar por el buen funcionamiento de los esclavos en sus nuevas tareas. Y era el mejor trato que podía obtener bajo las nuevas circunstancias. ¿O eso era lo que ellos querían que creyera? La mujer sonríe gélidamente, como si aparte de escucharlo también pudiera oír sus pensamientos.

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—Espero que pueda estar con nosotros mucho tiempo —dice en un tono ligeramente amenazante y le da la espalda. La celebración no hace más que seguir creciendo. Las risotadas abundan, también los abrazos. Lancaster ve cómo dos humanos de mirada vacía son los encargados de rellenar las grandes fuentes de cristal donde tienen el brebaje lechoso. Lo sacan de unos tarros de color metálico que arrastran de un lado a otro. Es un hombre joven de pelo largo y una mujer algo gorda que debe rondar los cincuenta. Forman una pareja desigual, totalmente forzada. Elegidos simplemente al azar, para que hagan el trabajo que se les encomiende. El destino final de la humanidad. Y él, ¿qué es a estas alturas? Un traidor por supuesto, pero también un sobreviviente. Si no hubiese ayudado al hombre calvo, él sería ahora quien estuviese sirviendo ponche, o apagando incendios, o preparando la gigantesca plataforma para la llegada de Enki. O peor aún, sería de aquellos que están ahora mismo haciendo la fila para arrojarse voluntariamente a las fosas comunes. No necesitaremos a tantos humanos después de la Transición. Pero sí necesitamos a los más valiosos, le había dicho la primera vez el hombre calvo. Dos tipos se acercan y conversan entre ellos en la lengua desconocida mientras lo apuntan a él. ¿Qué es lo que dicen? Lancaster se siente como un simio en un zoológico, la exhibición vergonzosa de una especie inferior ante las elites dominantes, una simple pelota de ping pong al servicio de las potencias. Ellos, de nuevo, dan un saltito y ponen caras de sorpresa al ritmo de sus pensamientos. Ahora le resulta demasiado obvio que pueden leerle la mente. ¿Dónde se ocultará en este nuevo mundo para tener un momento a solas? ¿Quedará

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algo de su individualidad en una existencia que parece estar destinada a ser consagrada de forma exclusiva al servicio? ¿Queda algo del viejo Lancaster, ese que no era una aspiradora de almas ni una momia en exhibición, del viejo comerciante y conocedor de la sabiduría primitiva? —Un joven problemático —dice, de nuevo en castellano uno de ellos y le da calurosas palmaditas en la cabeza como alguien que acaricia un perro. Lancaster sabía que sobrevivir a la llegada del nuevo dios no sería fácil, pero había querido imaginar su nueva vida en el futuro como un poco menos humillante. De ahora en adelante se limitará a ser una versión inferior de sí mismo, una sombra. Ahora entiende por qué los japoneses caídos en desgracia se clavan una espada en el vientre: perdidos los honores o la libertad, la vida realmente ya no tiene sentido. Pero pese a todo, Lancaster aún quiere vivir. —Aun en este exilio, aun bajo su mando. Se pone de pie y sube las escaleras, de vuelta a lo que parecen ser sus aposentos. Cuando llega al segundo piso descubre al hombre calvo, enfundado en un correcto traje italiano, apoyado en el balcón metálico. —¿Planeas abandonarnos? ¿Así de rápido? —hace una mueca y pareciera que estuviese realmente apenado ante dicha posibilidad. La momia Lancaster niega con el brazo. —Sabes que no puedo ir a ninguna parte. No estoy en condiciones. La mueca del hombre calvo se torna en una ancha sonrisa que exhibe todos los dientes que puede mostrar a modo de afiladas fauces. —Puedes morir. Todos podemos morir.

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Siente que las rodillas le tiemblan. Desde el principio sabía que era un ser terrible, pero ahora tiene la evidencia de los miles de muertos de los cuales el hombre calvo es responsable. Y apenas es un agente de campo más, uno de los miles que se han encargado de la idéntica tarea en todos los rincones del planeta: apagar las fuentes de luz, ensombrecer los ambientes, abrir paso a la invasión. Su tarea ahora está lista y le corresponde celebrar junto con los suyos. —No quiero morir todavía. Pero tampoco siento que tenga fuerzas para continuar —dice Lancaster con desbordada sinceridad. —Tienes que escoger. Y tienes que hacerlo ahora. Lancaster se siente perdido mientras observa fijamente el brillo perverso de los ojos del hombre calvo. ¿Para esto ha venido al mundo? ¿Para sentirse temporalmente libre y luego comprobar que no era más que un esclavo? ¿Para vivir como un buen salvaje y luego ser avasallado, humillado y expoliado? Morir tiene más sentido. Y basta con pronunciar una palabra. La tiene en medio de los dientes, casi a punto de salir. El hombre calvo parece divertido, como si la misma escena la hubiese ya vivido en otras épocas y otros mundos. El encuentro arquetípico del hombre y del simio. Una relación sin tapujos ni excusas, cerrada en sí misma, el amo y el esclavo. Lancaster no puede evitar estirar los dedos hacia la manga del traje italiano para comprobar si es real. —Tienes la cara de un hombre que está a punto de lanzarse por la ventana. Lo arrastra de vuelta a la cama y allí lo deja a solas con sus pensamientos. Abajo, el ruido de la fiesta no hace sino aumentar. En determinado momento oye gritos, gritos desgarradores, y tiene la certeza que están llevando a cabo un sacrificio humano.

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Intenta pensar en el día siguiente, cuando esa fiesta del horror haya acabado. Sabe que es probable que mil fiestas más hayan sido agendadas en el futuro pero sólo necesitaba estar lejos en ese momento, perderse en un pequeño infinito mental a la manera de los monjes budistas. Ahora añora más que nunca el consuelo de la religión pero, ¿no era la propia religión la que lo había llevado hasta este punto? Los evangelios apócrifos del apóstol Felipe encontrados en las cuevas de Nag Hammadi que hablaban de los hijos del cielo, aquellos que habían alterado nuestro ADN primitivo y habían acelerado nuestro desarrollo. Puso la cabeza sobre la almohada y fingió dormir. Estaba completamente despierto pero sabía que si se concentraba en dormir tarde o temprano el sueño iría en su busca; el descenso a un remolino tibio, la caída en solitario mientras allá afuera un millar de rostros siniestros se reían de su sufrimiento.

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38.

Se mueve entre las paredes metálicas, se pierde entre los rostros innumerables, va en una dirección y después regresa, flota, sin saber al final si tendrá la oportunidad de desandar el camino y alguna vez volver a casa. Presuroso, oscila de una pared a otra (puede atravesarlas), de un nivel a otro, y experimenta una suerte de pánico, no por el vértigo del viaje en sí mismo sino por la magnitud de aquellas instalaciones. ¿Qué son estas ciudades ocultas bajo tierra? No ruinas o esqueletos sino ciudades completas y modernas: grandes edificios, viviendas, museos, parques, ríos, montañas. Lo que parecen cielos artificiales allá arriba y abajo miríadas de seres iguales al hombre calvo, de ojos brillantes y excitados. ¿Son siempre así? Liu Tan pasa entre ellos sin ser visto —es un fantasma ahora, una sombra—, ansioso por comprender a esta raza oscura que está tomando el control de la superficie. ¿Quiénes son ustedes? ¿De qué parte de la oscuridad han venido? Ha intentado volar sobre los cielos tantas veces que ya ha perdido la cuenta. Sabe que el hombre calvo lo arrastró hasta allí en un último movimiento de batalla, un supremo golpe de gracia, cogió su espíritu a punto de elevarse y lo lanzó hacia abajo, directo al mundo inferior. Al principio Liu Tan

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creyó que estaba siendo enterrado vivo mientras atravesaba los estratos de sedimentos geológicos en un descenso que no parecía aminorar su velocidad y que amenazaba conducirlo al núcleo de hierro fundido del centro de la tierra. ¿Moriré allí? ¿Ese será mi fin?, se preguntó innumerables veces hasta que de golpe la oscuridad se retiró y se encontró de frente con esa ciudad desconocida, magnifica, terrible. La violenta evidencia de que no sabía nada o casi nada del mundo en el que hasta hace poco había vivido. Su caída fue enlenteciéndose hasta llegar al nivel del suelo. Flotó hasta caer en medio de una ancha avenida por donde no se veía ningún vehículo a la vista; calles silenciosas e inmaculadas, donde sólo las risas de los transeúntes y una que otra sirena proveniente de las torres cercanas eran los ruidos discernibles. Los peatones avanzaban en parejas o tríos, nunca solos, y se veían divertidos siempre, poseedores de sonrisas enigmáticas que parecían significar un conocimiento y una comprensión del mundo que para Liu Tan estaba vedado. No tardó en notar que era invisible, lo que no le sorprendió demasiado, considerando que producto del golpe propinado por el hombre calvo había muerto. Más le costaba adaptarse a la idea de que había llegado a un mundo distinto, e incluso, en un primer momento, habido preferido creer que había viajado en el tiempo, que estaba de vuelta en la tierra, en una ciudad como Santiago pero del futuro. Esa idea era mejor a soportar la existencia de los amos, los monstruos sonrientes. Se acercó a uno que estaba en un parque, sentado en una banca bajo un árbol similar a un sauce. Llevaba puesto una especie de túnica y en un primer momento creyó que dormía, de tan cabizbajo que se encontraba. Luego vio que hacía cálculos en una pantalla que parecía flotar frente

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a sus manos y que él, con gestos muy rápidos, hacía avanzar. A veces, se quedaba abstraído frente a una complicada secuencia y otras se movía muy rápido entre largas columnas de información. El mundo exterior parecía invisible para él, y Liu Tan acabó por sentarse a su lado pues le parecía una persona razonable y alguien con quien tal vez podría llegar a comunicarse. Esperó lo que le parecieron horas a que aquel individuo acabará sus cálculos y acaso levantara la cabeza y se diera cuenta de su presencia. Nada de eso ocurrió. Él seguía abstraído y Liu Tan intentó tocarle el hombro, aunque claro, pasó de largo. Después puso la mano por delante de la pantalla, e intentó gritar incluso. Al hablar, comprendió que no decía nada, que ya no tenía voz, como tampoco un cuerpo, comprendió que no era más que una sombra. Se alejó flotando, desconsolado, perdido en la idea de que ya no podría relacionarse con nadie, ni siquiera con esos monstruos. Se elevó lo más que pudo sobre la ciudad de los anunnakis. No entendía por qué justo ahora habían elegido salir a la superficie y tomar el control (¿qué estaban esperando?), pero al sobrevolar la ciudad reconoció los preparativos de la mudanza, las largas filas en torno a esas torres que parecían contener ascensores gigantes y por donde desaparecía la mayor parte de la población, de regreso a la superficie. —De vuelta al mundo que les pertenece —dice sin darse cuenta. Cree que nadie podrá oírlo, pero de pronto siente una presencia a su lado. Se encuentra en un callejón o, al menos, en una calle muy delgada cuando vuelve a verla, los cabellos rubios cayendo con gracia sobre los hombros, los ojos azules cargados de dureza, los labios tan rojos que parecen ensangrentados. Le dan ganas de abrazarla, al fin un rostro conocido, alguien con quien hablar. Se acerca lo más que

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puede pero no se atreve a tocarla por miedo a pasar de largo. Es ella quien le pone una mano en el hombro. —Lo siento —dice. Su voz denota culpa, también su rostro. ¿Pero de qué podría sentirse culpable? —Hice lo que pude. Lamento no haber podido hacer más. Ella le pasa la palma de la mano, rugosa y dura por la mejilla en algo que pretende ser una caricia. —La guerra busca a la muerte —dice la valkiria— no puede evitarse y todo se pierde en ella. —Nunca me dijiste tu nombre. Ella aprieta los labios. —Nydia. Me llamó Nydia. Echan a caminar por esas calles extrañas con las que ninguno de los dos podrá alguna vez sentir una mínima familiaridad o cercanía. Es la negación del asilo, la certeza del extrañamiento, el instinto de que hay lugares que nunca podremos sentir como propios, en los que viviremos como perpetuos extranjeros. Ambos lo sienten y ambos se niegan a decirlo. —¿De dónde vienes? Nydia vuelve a clavar sus ojos en Liu Tan. Intenta hablarle de los mundos superiores, de las valkirias, de la lucha contra el mundo inferior, los anunnakis y los seres de su especie, pero Liu Tan asiente y olvida incapaz de fijar nuevos recuerdos de modo permanente. Después de la muerte su conciencia no hace más que disolverse y todo lo que pueda decirle al final cae a un pozo de olvido. —Vengo de muy lejos —dice al final— ¿Te gustaría venir conmigo? Liu Tan asiente y le toma la mano. Caminan por la ciudad metálica hasta sus bordes, donde la naturaleza abunda, menos como un deleite para la vista que como una simple

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frontera que delimita su forma y la contiene. Nydia nota que el rostro de Liu Tan es cada vez más transparente y se horroriza al pensar en la maldad suprema de los anunnakis que no dudaron en enviarlo a su mundo para que su energía residual se disolviera en sus dominios en vez de dejarlo que se elevara libre hacia las alturas. Ni siquiera la muerte puede liberarnos de su control. Ella misma no puede sentirse bien en ese territorio aciago, molécula a molécula su cuerpo se va desgranando como una estatua de arena y si siguiera allí mucho tiempo más también acabaría por disolverse. Se detienen junto a un prado verde y extenso pero que a Nydia le parece el fin del camino. Si continuaran hasta el final del prado se toparían con un poderoso campo de fuerza, recibirían una descarga de mil o dos mil voltios que dejaría a cualquier ser humano reducido a un montón de restos chamuscados. Pero ella no es humana por suerte, ni tampoco lo es ahora Liu Tan. —Espero que esto funcione —dice y saca una delgada cuerda de su bolsillo. La desenrolla y con todas las fuerzas posibles la lanza al cielo. La cuerda vuelve a caer a sus pies. —¿Qué estás haciendo? Intento encontrar una salida, piensa en ella y vuelve a lanzar la cuerda dos o tres veces más. Irremediablemente la cuerda siempre regresa, incapaz de cruzar el campo de fuerza. Es el mismo camino que la valkiria ha utilizado para llegar hasta la ciudad subterránea pero parece ser un camino de una sola vía. Este lugar me afecta. Aprieta la cuerda entre sus dedos, se concentra, susurra una oración y vuelve a arrojarla hacia arriba con todas sus fuerzas. La cuerda se eleva y, por un momento, alcanza una cierta verticalidad, como si hubiese quedado enganchada en el aire, colgando de una percha invisible. Cree que lo ha logrado, pero es sólo

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una ilusión, en un instante se desarma en el aire y vuelve a caer a tierra. Estoy atrapada. Las lágrimas le nublan la vista. Intenta coger la cuerda una vez más, pero Liu Tan se cruza en su camino. —Déjame intentarlo. Ella lo mira a los ojos. El castaño de su iris es muy claro ahora, casi brillante. —No —dice—. Yo vine a salvarte a ti. —Pero no puedes hacerlo. Déjame. Nydia da un tirón a la cuerda y Liu Tan resiste. Por un rato forcejean intentando quedarse con ella, incapaces de decidir quién debe ser la salvación de quién. Acaba por mostrarle los dientes y gruñir a la manera de los perros salvajes para que Liu Tan desista y se aparte. Lanza la cuerda por vez más con sus últimas fuerzas. Se eleva casi cincuenta metros hacia arriba hasta chocar contra el muro invisible, duda, se engancha de un mínimo asidero y entonces queda allí plantada, firme, recta y vertical, se abre el portal, la última oportunidad para volver a casa. —Ya está —dice triunfante—. Sube. Debería ser el fin de la odisea pero no es posible. Liu Tan no puede sostenerse. Si aprieta demasiado sus manos pasan de largo a través de la cuerda, resbala y cae. Es demasiado tarde. —No puedo hacerlo. Ella quisiera insistir pero es demasiado evidente que el oriental no podrá acompañarla. O al menos no de la forma prevista en un principio. —Abrázame. Lo más fuerte que puedas. Liu asiente. Cree que es una despedida y le echa los brazos al cuello. Se aferra a ella y es como si lo hubiesen arrastrado

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al fondo del mar. No sólo no puede respirar sino que hay una presión, una horrible presión que castiga todos los puntos de su cuerpo psíquico. Muros que se vienen abajo, casas derribadas hasta los cimientos, túneles tan profundos que horadan sin fin las entrañas de la tierra. Es la descomposición, el final de todo. Intenta mantener los ojos abiertos pese a que ahora todo lo que ve es oscuridad. Pero si cierro mis ojos…, y entonces, sin querer, los cierra, como si una mano invisible hubiese venido a posarse sobre sus parpados, y ya no puede oír sus propios pensamientos mientras sigue descendiendo a ese abismo. Despierta en una pequeña habitación de paredes ocres. El piso parece estar hecho de miles de hojas de árboles muertos. Avanza, los pies hundidos en el mar de hojas quebradizas hacia una amplia ventana rectangular. Lo primero que ve son las manos de ella subiendo por la cuerda, subiendo trabajosamente. Comprende que está viendo desde el punto de vista de Nydia, pero no entiende el porqué. ¿Qué me ha sucedido ahora? —Era el único modo de traerte conmigo —la voz de ella resuena en toda la habitación. —¿Estoy muerto? —Hace mucho que estás muerto. —¿Podremos salir de aquí? —Eso intento. —Y cuando salgamos, ¿volveré a ser yo mismo? Ella no responde y Liu entiende el porqué. Al final está todo escrito en el interior, en el sentido del final. No le ha salvado de la muerte, sino de la disolución en un mundo aciago. Ella lo llevará de vuelta al cielo, a uno de los tantos cielos que hay, mejor dicho. Es la mejor oferta que puede recibir.

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Las manos de Nydia suben y suben y Liu ya no siente miedo o cansancio. Pero su alma se va haciendo mรกs tenue a medida que se alejan, que cruzan las fronteras de la luz.

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Le dieron a elegir. Había muchas formas de morir. Podía internarse en el mar con los bolsillos llenos de piedras y un ladrillo colgado al cuello. Podía dejarse caer al interior de una fosa común y esperar a ser cubierto de cal y tierra. Podía arder en alguna de las numerosas hogueras dispuestas en plazas y parques. Podía ir a un cuartel militar y allí ser baleado previa excavación en el patio de su propia tumba. Había innumerables formas, rápidas o lentas, formas para morir en soledad o acompañado, con dolor o de modo casi imperceptible, al amanecer o durante la noche, como fuera, la idea era siempre la misma: era el tiempo de morir. Escogió el volcán. Quería pensar y el camino al volcán era largo, casi ochenta kilómetros que debería cubrir a pie en tres o cuatro días. Tiempo suficiente para repasar todos sus pensamientos: las consideraciones finales antes de desaparecer. La fila era muy larga. No era el único que había escogido el volcán. Comprendía sus propias motivaciones pero le daban un poco de extrañeza las del resto. Había ancianos muy viejos que apenas podían con su alma. Había mujeres cargadas con dos o tres niños a la espalda. Había hombres apoyados en muletas o incluso en sillas de ruedas. Para todos ellos el camino sería

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durísimo, una pesadilla de agonía que los dejaría exhaustos y agotados antes del fin. ¿Qué sentido tenía? ¿Por qué mejor no acabar de una vez con todo? No había salvación posible, todos estaban bajo el control del programa mental de los Emri Natasen. Ninguno de ellos dudaría antes de morir. Y, sin embargo, aún quedaba un mínimo instinto de conservación que los hacía escoger la opción más lenta, la, en apariencia, opción más piadosa. La marcha era dura. Nadie llevaba provisiones pues no tenía ningún sentido. Ni siquiera agua. Al segundo día de marcha a Ningizzida lo atormentaba la sed. Miraba a su alrededor en busca de una casa o un canal pero no había suerte. Tampoco es que fuera capaz de salirse de la fila, que había comenzado en las afueras mismas de Viña y que de allí se extendía, infinita y ominosa, hasta donde la vista pudiera alcanzarla. Cuando las personas caían a tierra, producto de la fatiga y de la sed, seguían avanzando, se arrastraban hasta el colapso. Entonces los pájaros volvían a caer sobre ellos, les picoteaban el cráneo con fuerza hasta devolverlos a la conciencia. Susurraban nuevas órdenes en los oídos y aquellos pobres desgraciados echaban a correr, buscando un árbol o una piedra lo suficientemente grandes donde estrellaban su cabeza con fuerza, una o todas las veces que fuera necesario, hasta la muerte. Ese era el fin del camino para los más débiles. O el final de todos, pensó Ningizzida. Nadie será lo suficientemente fuerte para llegar sin descanso o agua al volcán; la condena es morir caminando. El camino ascendía por la cordillera, yendo siempre por las partes más difíciles. Había crestas y precipicios por los que no pocos se despeñaban. Ningizzida vio a una mujer en el fondo de un barranco, abrazada a su pequeño hijo, los ojos cerrados, como durmiendo. No conocía para nada

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a esa mujer pero al verla sintió unas ganas irrefrenables de echarse a llorar. ¿Cómo es que llegamos a este punto? El sudor le corría por la frente y lo mejor que podía hacer era humedecer su pañuelo con ese sudor y tratar de beber. Somos anunnakis, así ha sido escrita toda nuestra historia. Conquistas y genocidios, opresión y soberanía. ¿Alguna vez fue de otra forma? Le habría gustado recordarlo pero el programa de los Emri Natasen le nublaba la mente. Sólo quedaban retazos: las ciudades en el cielo, los ejércitos colosales, la invasión de cualquier mundo habitado que estuviese a su alcance, los mismos que luego de un tiempo eran abandonados, dejando apenas unas cuantas colonias bajo tierra a modo de control. La flota partía hacia otros mundos mientras añoraba el día en que cada mundo habitado estuviese bajo su dominio. Una fantasía de posesión. La mayoría de los mundos los consideraban dioses. Se arrodillaban ante Enki cegados por su magnificencia. Pero no somos más que hombres, los más avanzados quizás, los más temibles. Con suficiente tecnología para llevar la paz y la prosperidad al universo entero y, en vez de eso, llevando siempre sólo destrucción y muerte. Había disidentes por supuesto, pensó en Kasi Ommon, el científico que entregó a la nación Varita el secreto de los rayos Volza, con los que los varitas crearon cañones tan poderosos que mantuvieron alejada a la flota de Enki por casi cincuenta años terrestres. Algo parecido a un éxito si no fuese porque los anunnakis habían optado al final por cubrir los cielos del planeta con sesenta mil torpedos fotónicos con suficiente carga explosiva para destruir el planeta un millón de veces. O la historia de Mulan B’Tecjh quien en el propio Marduk se atrevió a liderar una revolución separatista. A modo de castigo lo

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habían torturado, asesinado y revivido innumerables veces hasta que Enki, todavía molesto, había pedido que conectaran su cerebro a un soporte vital artificial, una especie de pecera de cristal donde Mulan B’Tecjh ya estaba muerto pero todavía con ciertos niveles de conciencia de su existencia y donde recibía periódicas descargas eléctricas en zonas particularmente sensibles del encéfalo que debían causarle un dolor espantoso, cien veces al día, todos los días, hasta el fin de los tiempos. Impiedad pura. Y claro, él era también un disidente, uno a menor escala, un ecologista casi, que sólo pretendía hacer más fácil la transición, evitar que aquellos que se convirtieron en esclavos (un 20% de la población total aproximadamente) cayeran en el nihilismo y el frenesí autodestructivo. Así había pasado en otros mundos y los esclavos habían perecido por millones. Intentar cuadrar los viejos dioses con los nuevos era una misión delicada y valiosa, armonizar un mundo antiguo con el que está por venir. Ahora ya todo se había perdido. Tienes 1500 millones de esclavos y el próximo verano sólo tendrás la mitad, le hubiese querido decir al propio Enki. Pero eso a la Suprema Autoridad le traía sin cuidado. Si faltaba mano de obra usaría robots, y si los robots no eran suficientes, cultivaría nuevos humanos en las granjas. Lo que sea por su beneficio; mientras todo marche para ellos, da lo mismo si el mundo se cae a pedazos. Ya había caído la noche del segundo día. La marcha continuaba. La fila se había desgarrado, habían ido cayendo uno a uno, tullidos y ancianos primero, hasta quedar ahora sólo unos pocos, la mayoría hombres jóvenes, pero también unas cuantas mujeres. Ningizzida sabía que le faltaban las fuerzas pero intuía que podía resistir. ¿No soy acaso mejor

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que todo el resto, el übermensch que había sido fantaseado desde tiempos antiguos? Caminaba a paso muy lento, sabiendo que mientras avanzara los Emri Natasen no lo atormentarían. Podía incluso probar a dormir mientras caminaba. Echar una pequeña cabeceada. Soñar. Lo despertó el picoteo brutal del pájaro sobre su cráneo. Se levantó de inmediato y volvió a la fila. El dolor de las heridas recibidas era terrible, tenía ganas de ponerse a gritar, llorar, de arrancarse los cabellos. Perdió las ganas de vivir y deseó llegar a la cumbre del maldito volcán lo antes posible. Al amanecer del tercer día parecía que ya nadie quedaba en la fila salvo él. Caminó gran parte de la mañana sin ver nadie, siguiendo sólo el delgado hilo de plata dibujado en la arena, el camino de la condena. A eso del mediodía divisó a un hombre muy fornido de casi dos metros de altura. Caminaba muy despacio, apenas poniendo un pie delante de otro y supo que no tardaría en darle alcance. Al pasar a su lado lo saludó pero, como esperaba, el hombre no le contestó. Ningizzida vio sus ojos y leyó en ellos pura desesperación: la certeza de que el final de su vida era inminente. El sumerio sonrió tratando de animarlo. —Falta poco. Puede que hoy por la noche lleguemos a nuestro destino. El hombre asintió repetidas veces. El cuerpo le temblaba entero. Tenía los ojos vidriosos y la boca reseca y llena de costras. —¿Cuál es el destino del que habla? Ningizzida se llevó la mano a los ojos para así mejor otear el horizonte. —El que los dioses hayan elegido para nosotros. Un destino que no conocemos pero que ha sido preparado especialmente para nosotros con siglos de anticipación.

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El hombre bajó la cabeza. —No lo entiendo. Lo que te serviría saberlo. Agradeció el gesto veloz de los anunnakis, no hubo apariciones en televisión, o profecías mesiánicas, la menor advertencia siquiera. Antes de una transición sólo unos pocos espíritus sensibles eran capaces de advertirla. Pensó en Rogelio, obviamente, pero había más aunque nunca los suficientes, profetas escuálidos en los que nadie creería demasiado y cuyo destino era siempre la cárcel o el manicomio, o que simplemente eran tachados de paranoicos y dejados de lado. Nunca hay espacio suficiente para la verdad. ¿Pero de qué servía esa verdad al final si no era para destruirte? Quizás era mejor obviarla, vivir en la mentira, aguantar lo mejor que puedas hasta que un día dos o tres pájaros del tamaño de un cóndor te saltaran encima y te programaran neuralmente para que por tu propia voluntad te tires al cráter seco de un volcán. Un destino encantador. —No hay nada que entender —dijo con más dureza de la que hubiera querido—. Ya veo la cima. Pronto todo habrá acabado. —La cima… —el hombre levantó la cabeza casi con indiferencia. No tiene caso, pensó Ningizzida y apuró el paso. Ya no podía entablar la más mínima conversación sin que lo invadiera la amargura. Había vivido demasiadas vidas como para lamentar su soledad, pero hubiese agradecido tener un compañero al lado ahora que venía el final. Rogelio. No dudaba ni por un segundo de que estaba muerto a estas alturas, desvanecido, hundido en las sombras. No importaba de qué forma quisiera referirse a aquello; el resultado era siempre el mismo.

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Además, él también desaparecería, aunque no por mucho tiempo. Los anunnakis no permitirían que una sola figura falte en su panteón. A estas horas ya estarían criando en los laboratorios un nuevo clon: el próximo Ningizzida, tan ampuloso, arrogante y equivocado como él, pero sin embargo un yo otro, alguien distinto. Otra conciencia, otro cuerpo, otra alma. No yo sino otro. Y yo desapareceré. La última parte del viaje era ascender por la ladera del volcán. No parecía demasiado lejos pero el sumerio sabía que dicha percepciones eran engañosas. Debía estar a unos tres mil metros por sobre el nivel del mar. Tardaría un día más por lo menos en completar el trayecto. No hay modo de que lo logre, pensó. Pero divisó algunos manchones de nieve en las partes más cercanas a la cumbre y eso le sirvió de consuelo. Podré calmar mi terrible sed antes del fin. Caminó todo el día y cuando ya se perdía el sol entre las montañas comprobó que todavía seguía en los primeros faldones. Faltaba demasiado. No podré caminar entre la oscuridad, me despeñaré en algún momento y ellos entonces susurraran el último programa en mi oído y entones me lanzaré de cabeza contra una roca. Era un final espantoso y por eso prefería continuar, ir tras el delgado hilo de plata en el suelo, sin fuerzas, sin esperanza, sin la mínima posibilidad de algo parecido a la salvación. La luna llena en el cielo le permitía advertir los accidentes en el camino. Sabía que no tendría fuerzas suficientes para llegar a la cima y que lo mejor era detenerse al lado de una piedra lo suficientemente grande, tenderse a sus pies y esperar que los Emri Natasen le cayeran encima. Alcanzó una roca de casi diez metros de altura. Es suficiente, dijo, y ya sin fuerzas cayó a su lado. Aguardó nervioso la embestida de los pájaros, pero como estos se

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tardaban acabó por quedarse dormido, en un sueño tan pesado que no supo nada más hasta que despertó por la mañana, atenazado por la sed. ¿Todavía estoy vivo? Miro hacia el cielo. Miro hacia todas partes. Los pájaros se habían ido. ¿Libre? Cincuenta metros más abajo divisó la figura del hombre fornido. También se había desmayado. Buscó en las cercanías, un poco más arriba había un manchón de nieve y corrió a su encuentro. La devoró hasta que sintió la garganta inflamada pero no le importó, era agua a fin de cuentas, lo único que necesitaba. Recordó al hombre y se sacó la camisa y en ella puso un montón de nieve. Lo salvaré y nos esconderemos en alguna cueva a esperar que pase lo peor de la transición. Será un mes, a lo más dos. Luego nos internaremos en las montañas y allí pastorearemos cabras hasta los últimos días. Era todo un plan, un bello plan que se vino abajo cuando intentó descender. Los pies no le respondían, se le quedaban pegados al piso, como piedras. Podía ir a la izquierda o derecha, o avanzar hacia la cima pero, de forma irrevocable, no le estaba permitido bajar. Miserables. Una profunda pena invadió su alma. Era peor que morir: permitirle concebir una leve esperanza y luego hacerla estallar en pedazos. Agachó la cara y vio cómo unas lágrimas caían a la tierra. Se quedó allí un tiempo inconmensurable, un día entero de pie, abrumado por la derrota. Ya caía la noche cuando se acordó del hombre fornido. Lo único que pudo hacer entonces fue gritarle, arrojarle piedras, decirle cien veces que subiera allá arriba donde había agua. Fue inútil. El hombre ya no respiraba. Muy pronto yo estaré igual.

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Ningizzida volvió al manchón de nieve y comió hasta sentir que se estaba quedando ciego. Es suficiente. Ahora a dormir. Pasó así casi una semana. El verano avanzaba y la nieve se derretía, así que subía un poco más cada día consciente de lo irrevocable. Buscaba en el cielo señales del regreso de los pájaros pero sabía en lo más íntimo que ya no volverían. No era necesario. Ahora sus propias piernas eran sus verdugos. También su estómago. En aquellas alturas no había nada para comer excepto tierra y piedras. Sólo le restaba elegir la causa de su muerte: inanición o dejarse caer al cráter del volcán como una virgen del sacrificio. Al décimo tercer día sus manos temblaban sin control y supo que si seguía esperando perdería la oportunidad de tener una elección. Caminó a la cima e intentó pensar si aquel tiempo extra que le habían concedido había servido para algo. Tuvo que decir que no. Había sido una lastimosa pérdida de tiempo. Más me hubiera convenido hundirme en el mar. Quizás en mi próxima vida pueda elegir esa sentencia, se consoló, aunque sabía que no había una próxima vida. Al menos no para un anunnaki: esta es toda la vida que tenemos y más nos vale aprovecharla. Llegó a la cima del volcán a eso de las siete de la tarde, cuando el sol aún brillaba con fuerza y le quemaba el rostro de manera horrible. Se irguió al borde del cráter. Era una caída modesta, apenas unos cincuenta metros hasta el lecho de cenizas, piedra volcánica y lava congelada. No me extrañaría que quedara vivo. Solo y malherido en un lecho de piedra. No había otras víctimas para acompañarle, de todos los que habían iniciado la larga marcha, él había sido el único capaz de completarla. Debería sentirme orgulloso. Intentaba pensar en unas

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煤ltimas grandes palabras cuando vio que su pierna derecha, presa del automatismo, daba un paso adelante. No grit贸 pero en su mente no dej贸 de repetir: miserables, miserables.

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Con el ocaso, el Apocalipsis allá afuera fue perdiéndose entre las sombras. Podían oír los gritos a lo lejos, el ulular de las sirenas, el crepitar de los incendios, pero la pesadilla fue diluyéndose paulatinamente hasta sumergirse por completo en la oscuridad. Esperaron en vano que volviera la luz eléctrica. Ted recorrió la tienda y encontró un paquete de velas y una linterna pero se negó a utilizarlas. —Es mejor así. Pasar la mayor parte del tiempo sin ser vistos. —¿Hasta cuándo? ¿Alguna vez se irán esas cosas? Ted clavó la mirada en la oscuridad exterior, haciendo un esfuerzo por distinguir cualquier cosa, amigo o enemigo, pero algo. —No creo que alguna vez vengan —le contó de su visión, de los ashur, su estadía en la cárcel, de su encuentro, remoto pero terrible con Enki. En cualquier otra ocasión lo habrían considerado un loco pero ahora tenía de su lado a los desastrosos eventos. Rogelio pensó en Ningizzida. Incluso se permitió echarlo un poco de menos. —Es 1492 de nuevo. Una casta de conquistadores que vienen a arrasarlo todo.

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Ted estuvo de acuerdo. La historia ya anunciaba como acabaría. No había salvación ni deus ex machina que a último minuto pudieran voltear el curso de los acontecimientos. Sólo el progresivo avance de la destrucción y el caos, una mano nerviosa que quita las migas de la mesa hasta dejarla limpia, una tabula rasa donde construir un nuevo orden. —¿Qué vamos a hacer ahora? —Ahora debemos dormir —sugirió Ted. —¿Hacemos turnos? Ted soltó una risa seca. —No tiene sentido. Ya estamos los suficientemente acorralados. Si vienen por nosotros, preferiría no darme por enterado. Se acostaron al final de la tienda, en el pasillo que daba al cuarto de baño. Ted llevó unos ponchos y unos cojines. Rogelio creyó que no podría conciliar el sueño, pero no bien recostó su cabeza cayó profundamente dormido. Estaba exhausto. A la mañana siguiente despertó de golpe: había soñado con los pájaros, con esas bestias horribles, que saltaban sobre su rostro y le devoraban los ojos. Miró la hora: eran casi las diez. Estaba solo. Encontró a Ted Bogger en medio de la tienda, oculto tras unos estantes. Había acomodado cajas de cartón como formando un pequeño búnker desde donde podía ver sin ser visto. —¿Novedades? —Estoy aquí desde las cinco. Oí algo, pensé que era un grito o alguien pidiendo ayuda. Pero era lo contrario. Era la ausencia de esos gritos, o de cualquier ruido. Lo que me despertó fue el silencio. —¿Ya se ha terminado? Ted lo miró sin ocultar su molestia. ¿Hasta cuándo insiste en tener esperanzas? Pero claro: todos queríamos tener

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algo a lo que aferrarnos, saber que este día podría no ser el último. Estaban ahí, esperando, sin saber qué hacer, indecisos, cuando oyeron el chirrido de unos frenos agónicos, luego el choque, y a continuación la aparición de un robusto jeep rojo que pasó rodando, volcándose una y otra vez frente a sus ojos, hasta seguir calle abajo y perderse en la distancia. Rogelio quiso correr pero Ted le cogió el brazo y lo tiró hacia abajo para que se ocultara. —Mira. Vio entre los resquicios de las cajas a los Emri Natasen, más que de los que alguna vez soñó, cientos o miles, volando a baja altura en busca de los ocupantes del jeep. Se oyó un grito, muy breve, y luego todo fue el murmullo del aleteo de esas cosas, sus gruñidos lúgubres, su aire de muerte. Rogelio cayó de rodillas. —¿Y ahora? —No lo sé. Podemos aguantar un tiempo aquí. Hay algunas galletas y todavía sale agua del baño. Quizás podemos ocultarnos por unos pocos días. Después… —Creo que me voy a volver loco. —Puedes irte cuando quieras —no lo dijo en tono de amenaza. Era la constatación de lo evidente: podía irse cuando quisiera, nada al final cambiaría demasiado. Una semana aguantando y luego… Al rato volvieron al pasillo y se tendieron sobre sus ponchos. Las paredes estrechas y el olor a humedad deberían representar una molestia pero en realidad eran un alivio. Era el mundo entero el que se había vuelto amenazante. —¿Cuántas galletas…? —a Rogelio le rechinaban las tripas. —No lo sé. Veinte paquetes. Treinta. Quizás haya más

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golosinas, quizás menos. Llevo mucho tiempo sin venir. Esperaron un par de horas más hasta que la conmoción allá afuera se calmara para ir en busca de sus exiguas provisiones. Quedaban menos galletas de lo que Ted recordaba, pero en cambio Liu Tan había comprado bebidas en lata, alfajores y chocolates. Lo llevaron todo de vuelta al pasillo y contabilizaron. Racionando al máximo podían aguantar una semana, quizás un par de días más, pero sólo eso. Ahora debían esperar. —¿Tienes cartas? —Deben haber. Pero no sé si tenga demasiadas ganas de jugar. Acabó jugando de todos modos, para matar la espera, las horas muertas antes de la llegada de la propia muerte. —¿Dolerá? —era Rogelio quien siempre hacía las preguntas. —Debe doler. Quizás de una forma espantosa. Pero al menos no creo que dure demasiado. Pasaron el día ocultos, y cuando cayó la noche fueron a ver. La calle parecía desierta y jugaron con la idea de salir a las tiendas cercanas en busca de más provisiones cuando alguien pasó. Caminaba muy rápido por la vereda y, pese a la oscuridad y a que ambos estaban ocultos, los vio de inmediato. Se detuvo y se quedó frente a la ventana, la sonrisa cruenta dibujada en el rostro. —Nos ha visto. Es uno de ellos. —Sí que lo es —Ted no tenía la menor intención de morir de rodillas y se puso de pie. Había decidido enfrentar su destino. —No lo hagas —Rogelio seguía allá abajo. El anunnaki los saludó con una leve inclinación de cabeza. Se acercó a la puerta dispuesto a entrar cuando algo lo hizo dudar. La puerta de la tienda de regalos estaba abierta,

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incluso se veía un poco entornada fuera del marco. Sólo tenía que darle un pequeño empujón a la puerta de cristal y ya estaría adentro, pero no se decidía. Dio un paso adelante pero luego retrocedió mientras murmuraba frases en su idioma natal. Dos veces más intentó el asalto, llevar simplemente la mano hacía el cristal y dos veces más fue rechazado. Era como si hubiese un campo de fuerza protegiendo la tienda, un campo invisible que sólo él podía notar. —No puede entrar —dijo Ted—. Quiere hacerlo pero hay algo que se lo impide. Lentamente Rogelio se incorporó. El anunnaki seguía ante la puerta pero la sonrisa se había esfumado de su rostro. Los miraba a ambos con franco desagrado. Retrocedió hasta quedar en medio de la calle, sacó un pequeño objeto de su bolsillo e hizo la mímica de alguien que toma una fotografía. Volvió a lanzarles una mirada malhumorada a los dos habitantes de la tienda de regalos y desapareció calle abajo. —Ha ido en busca de refuerzos. Ted se rascó la barbilla. —Es otra cosa. Me parece que no puede entrar. Y los pájaros tampoco podrán. —¿Eso significa que estamos a salvo? —El tiempo que podamos aguantar —ahora era Ted quien tenía sueño y fue a recostarse. Pasó una hora o dos, Ted no podría decirlo, cuando Rogelio fue a despertarlo sacudiéndole el hombro. —¿Por qué no pueden entrar? —Me encantaría saberlo. En la cárcel algo oí de la tienda. No entendí qué era. Arismendi habló de un campo de fuerzas, algo que protegía la tienda. No fue suficiente para Rogelio.

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—¿Significa que aquí siempre estaremos a salvo? —Claro. Hasta que muramos de hambre. —La puta comida. Esa noche Ted se marchó. Podía ser que no se sintiera con fuerzas para seguir acompañando a Rogelio, quien recién, a la mañana siguiente, se dio cuenta de que estaba solo. Me ha abandonado. Era el último regalo del dueño de la tienda de regalos. Rogelio comprobó que no había tocado las provisiones, las que ahora, a él solo, le durarían un par de semanas. Ese es todo mi tiempo. Pasó la mañana revisando la tienda pero aparte de montones de souvenirs y juguetes no pudo encontrar nada de utilidad. ¿Y ahora? Se paseaba por la tienda meditabundo, como un tigre enjaulado. Ya no le importaba ser visto por los anunnakis que habían ido progresivamente aumentando su presencia en las calles y que, ya alertados de su presencia, lo observaban, más que nada como a una curiosidad. Al quinto día pasó un camión recogiendo basura y volvió a ver seres humanos. Vestían trajes amarillos, tenían la mirada apagada y una intensa tristeza les abatía el rostro. Trabajaban en silencio y con desgana. Rogelio se quedó junto al cristal, sin molestarse en llamarlos, y al mismo tiempo extrañándolos, incluso deseando estar junto a ellos. Mis hermanos, los condenados. Por la tarde una grúa vino a buscar los autos volcados. Las labores de limpieza prosiguieron y se diversificaron: aparecieron jardineros, pintores, paisajistas. Los cables eléctricos fueron retirados de los postes de alumbrado, también la publicidad. Ahora Rogelio se aproximaba lo más que podía

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a los cristales para así extender su mirada lo más posible y admirar el nuevo esplendor. Una mañana una brigada de esclavos estuvo pintando los negocios pero se detuvieron ante la tienda de regalos. Se quedaron inmóviles, como muñecos muertos, sin saber si repintar la descascarada fachada blanca, hasta que llegó un superior anunnaki. Lanzó una mirada concentrada, revisó sus instrumentos y luego dio la orden de que la obviaran y pasaran al negocio de al lado. Soy una especie de reliquia. Algo del pasado que se debe preservar intacto. A partir de entonces se obligó a interesarse en el misterio de la tienda. ¿Por qué estaba a salvo? No había libros ni manuales que pudieran explicar el prodigio, y si Ted Bogger lo supo alguna vez se había llevado el secreto, posiblemente a la tumba. Era un hombre singular, pero Rogelio estaba seguro de que ni el hombre más especial del mundo lograría detener a los invasores. Pero tampoco es él, proviene de la tienda misma. O del lugar donde había sido construida. ¿Tierra santa? Consideró la idea de sacar una baldosa y excavar hasta tocar la tierra de los cimientos. ¿Y luego qué? Quizás si comía esa tierra se volvería invulnerable y los anunnakis ya no podrían hacerle daño. Pensaba esa clase de cosas tendido sobre su poncho, en el pasillo, atenazado por el hambre. Se habían acabado las provisiones, ni siquiera le habían durado una semana, y ahora lo único que hacía era llenarse el estómago con agua y esperar el fin. Moriría de hambre. Prefería que fuera de ese modo. Y, estaba seguro, podría jurar que los anunnakis jamás volverían. ¿Cuántos días habían transcurrido? Ya había perdido la cuenta. Pero el mundo continuaba allá afuera, los había visto pasear por las calles y también en vehículos voladores que eran la última

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prueba que necesitaba para saber que el planeta entero había sido rápidamente colonizado por una raza extraterrestre. No había nada que hacer al respecto, sólo lamentarse y, claro, seguir dándole vueltas al maldito misterio de la tienda. Porque si ellos no podían entrar era posible articular una oposición, una Resistencia que teniendo de cuartel a la tienda pudiera expulsarlos del planeta. ¿Pero qué fuerza de resistencia sería esa? Estaba solo, sin armas, flaco y sin energías. Y Ted Bogger lo había abandonado, se había marchado, imposibilitando de nuevo la creación de un plan, aun el más tímido, aun el más falible de todos. La noche que había partido, Ted le había dicho: —No puedo olvidarlo, ¿sabes? Lo vi solo a lo lejos y estaba de espaldas. Realmente no lo vi. Pero estaba allí y era suficiente. No lo soporto. Que algo como él exista te quita todas las ganas de vivir. Rogelio guardó silencio. Midió las palabras que iba a decir a continuación: —¿Sabes quién era? Ted sonríe. Es una sonrisa dolorosa. —Me parece que ese era su dios.

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Le habían dejado un traje de gala sobre la cama. O lo que ellos entendían por lo que debía ser un traje de gala. Las botas eran negras, igual que los pantalones, que estaban hechos de una pesada tela de lona. La camisa era roja, muy almidonada y rígida. Pero la camisa no era nada comparada con esa especie de sábana también roja que le habían dejado. Lancaster tardó un momento en comprender que era una capa. ¿Es una broma? ¿Esto es parte de su sentido del humor? Pero cuando se presentó en el salón principal nadie pareció darse cuenta del chiste. Incluso algunas mujeres llevaban también elegantes capas cortas de color blanco. Lancaster no podía considerarse elegante pero, al menos, el atuendo de ellos le hizo comprender que no se veía del todo ridículo. Salieron todos a la calle a la espera del vehículo que los conduciría a la ceremonia. Tenía el tamaño de un bus, era completamente blanco y flotaba a casi un metro del piso. Lancaster se acercó para ver más de cerca el prodigio. No habían turbinas debajo, tampoco imanes. Sólo una superficie nívea y pulida provista de una pasarela para que pudieran subir, y arriba una amplia plataforma sin techo lista para que dieran un cómodo paseo al aire libre. Nunca hacían mucha ostentación de su tecnología pero cada muestra

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ocasional, por pequeña que fuera, acababa por hundirlo en la soledad más irresoluta. El transporte no tenía techo y sin embargo al poco andar Lancaster se dio cuenta de que no les llegaba la luz del sol. Algo encima de ellos, algo que no podían ver ni sentir les daba sombra, algo que él nunca iba a poder comprender. Monstruos omnipotentes. No eran dioses pero estaban demasiado cerca de serlo. ¿Cuántos años los separaban de su especie moribunda? ¿Mil años? ¿Diez mil? ¿Un millón de años? Pensar en tantos bloques de tiempo lo mareaba. Tengo que guardar la compostura. Fingir que nada de esto me afecta, y aunque puedan leerme la mente y saber que finjo, he de hacer como si no me diera cuenta. Es la única manera de sobrevivir, de seguir adentrándome en este mundo. Iba a ser un día esplendoroso. Valparaíso solía tener mañanas brumosas, pero hoy no se observaba ni una sola nube. Probablemente algo que también era obra de ellos. Iba a ser un día importante y no permitirían que nada ni nadie pudiese ensuciarlo. Era el regreso de Enki. Lancaster no manejaba detalles, ni se atrevía a preguntarlos. Pero el hombre calvo, a su modo, estaba entusiasmado y no había podido evitar contarle un par de cosas: Enki había elegido el hemisferio sur para vivir y en especial Sudamérica. Su corte estaba siempre en movimiento, pero era probable que se quedara en Valparaíso un tiempo al menos, quizás un par de años. Descendería en una nave sobre el centro de la ciudad y allí se le rendirían los honores correspondientes. Todos los anunnakis y los humanos libertos debían ir a rendirse a sus pies.

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—Será el momento más grandioso de tu vida —le había dicho el hombre calvo. Puede que lo sea. Pero no de la forma que yo hubiera escogido. Será el momento más grandioso en cuanto a derrota: la forma más terrible de derrota que pueda imaginar. Los invitados sonreían o conversaban en voz baja. Lancaster se dio cuenta de que estaban muy emocionados con lo que estaba por venir. El hombre calvo se había ido mucho más temprano, y él se encontraba solo y aislado al final de aquel transporte. Miraba al cielo en busca de la nave de Enki, pero en vez de eso notó cómo en el cielo totalmente despejado de nubes se iba formando una aurora con todos los colores del arcoíris. Las luces se unían en formas como anillos o nubes, bajando siempre, hasta un punto que Lancaster identificó como la Plaza Colón. Aparecieron otros transportes en el camino, la mayoría igual de blancos, pero también de color marfil o celestes. Había anunnakis a pie también, todos caminando en la misma dirección. Las luces de la aurora caían finalmente sobre el centro de la plaza y por un momento Lancaster olvidó su aflicción anonadado por el magnífico espectáculo. El transporte se detuvo a un costado de la calle y descendieron. Sólo quedaba caminar un par de cuadras hasta la plaza, envueltos en esa niebla estrellada. Era como estar en medio de un sueño. Una mujer a su lado le habló, pero como siempre no pudo entenderla. Se limitó a asentir y a poner cara de obediencia. Ella se giró hacia su acompañante, un anunnaki que medía casi dos metros y medio, y le dijo algo que sonaba a reproche. ¿Qué quieren de mí? ¿Por qué se empeñan en que vaya con ustedes a todas partes? La cortina de luces acababa en el centro de la plaza. Había

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una multitud, tres mil o cuatro mil de ellos, todos de pie, todos expectantes. El lugar había sido modificado hasta dejarlo irreconocible. Habían sacado todos los árboles, todos los cables, todos los postes de la luz. Habían borrado el pasto y las baldosas, y construido encima una explanada que llegaba hasta el borde de las casas, quitando incluso las calles. Lancaster miró con sorpresa esa superficie lisa y regular de color perla. Brillaba tanto que podía ver reflejado su rostro trémulo. Se acomodó en el primer espacio vacío que encontró, resignado a ver la ceremonia desde lejos. Un pitido sonó frente a sus ojos. Sorprendido, vio una pantalla flotando delante suyo que mostraba un esquema con, al parecer, la ubicación de cada uno de los invitados a la ceremonia. Habían dibujado un camino desde donde se encontraba, hasta una posición muy cercana a la plataforma todavía vacía. El pitido sonaba de forma insistente. Lancaster se giró, pensando que aquel ruido incomodaría a los anunnakis a su alrededor. Pero todos ellos hacían como que nada ocurría, se mantenían impertérritos en sus puestos. Tardó un poco en comprender que aquel pitido y aquella pantalla estaban en realidad en su propia cabeza y sólo en apariencia las veía proyectadas en el mundo exterior. Maravillas encima de otras maravillas. Caminó por entre la multitud uniforme que sólo se diferenciaba por las estaturas. Había anunnakis que medían casi tres metros, aunque la mayoría rondaba los dos. Rara vez alguna mujer alcanzaba apenas el metro ochenta, la estatura de Lancaster. Era como caminar por un bosque blanco. Lancaster destacaba entre todos por su atuendo como una oveja negra de una comunidad impoluta, la mancha, aquel que ya no tiene lugar en el mundo. No había escalones, pero Lancaster notaba cómo el terreno se iba elevando progresivamente.

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Hacia al altar. De pronto vio al hombre calvo, y por primera vez en su vida se alegró de verlo. Se apuró para ir a su encuentro, estaba en la cuarta o quinta fila, muy cerca ya de la plataforma. —¿Qué se supone que va a pasar ahora? —Su gracia. Poder verlo con tus propios ojos debería bastar para iluminar todo lo que te queda de vida. Cada vez que te sientas solo, cada vez que desesperes, el recuerdo de Enki servirá para colmarte y será tu mejor consuelo. Lancaster asintió, esperando que la famosa visión se presentara de una vez por todas. Se sentía impaciente. ¿En qué podía ser tan distinto un tirano de otro? Había visto reyes y presidentes, en televisión la mayor parte de las veces, pero también en vivo y en directo. Había visto a todos los presidentes de Chile de los últimos cuarenta años... —Esos apenas eran jefes tribales, los líderes locales —le interrumpió el hombre calvo—, lo que vas a ver es al rey del mundo. Había olvidado que podían leerle la mente. Era como ir por la calle desnudo. Expuesto a todas las miradas, víctima de un millón de inquisiciones. Se quedó mirando al cielo, pero todavía no veía nada parecido a una nave espacial. Se preguntó cuánto más tendría que esperar. Y entonces un murmullo subió por toda la muchedumbre, escuchó gritos y vio que los ojos de todo el mundo estaban clavados en la plataforma y miró hacia allá también y, dios mío, había algo allí, algo inmenso. Un trono gigantesco, de diez o quince metros, todo de negro y lleno de ornamentos espantosos que, le parecía, indicaban horrores innombrables. Y había alguien sentado en el trono, el anunnaki más grande que hubiese visto en su vida, tres metros y medio, posiblemente cuatro, y además era el único que tenía la piel de color

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oscura, y sus rasgos no eran finos y delicados como los que ya había conocido sino que tenía unos dientes terribles que eran puros colmillos y sus ojos eran amarillos, y era horrible verlo ahí, mientras le sonreía a la multitud y a Lancaster le dieron ganas de caer de rodillas y su alma se llenó de terror. No es posible. No puede ser posible. Hasta ahora se había permitido creer que los anunnakis eran una raza superior, más antigua que la raza humana y mucho más avanzada, pero ni mejor ni peor. Pero ahora, viendo a Enki, comprendió que eran malvados, o peor que eso, que eran dioses destructores, fuerzas opresivas y sanguinarias. Y vio cómo la multitud se dejaba caer al piso y se inclinaba ante su señor y él también se dejó caer y agachó la cabeza contra el piso para apaciguar la visión. Pero ya lo había visto y tenía su imagen clavada en la mente: los terribles ojos amarillos de Enki, ojos inmortales que llevaban vivos al menos los últimos doscientos mil años. Que habían recorrido cientos de miles de mundos. Que habían hecho morir a millones. Cuánto horror, cuánta desesperación. Tenía ganas de salir corriendo. Temblaba de pies a cabeza. Los anunnakis seguían de rodillas pero se incorporaban a medias para hacer reverencias con los brazos levantados y, luego, tras un par de gritos de éxtasis, volvían a caer al piso. Lancaster los imitó sólo para ver si Enki seguía ahí y era tan terrible como le pareció en un primer momento. Los ojos amarillos miraban a todas partes, pero por un instante le dio la impresión de que lo estaba mirando directamente a él. Sintió que su alma salía de su cuerpo y volaba en dirección a Enki. Escuchó una música, las voces de los santos entonando un lamento por su propia incineración. Vio espadas afiladas dirigiéndose a su cuello, se vio a sí mismo vagando

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por un desierto de ceniza, y sabía que la ceniza pertenecía a los millones de hombres que habían muerto a lo largo de toda la historia de la humanidad. Por culpa de Enki. Ya no tenía fuerzas para nada pero pensó en echar a correr y apuñalar a ese dios terrible que tenía en frente. Sólo lo pensó y no cargaba con arma alguna, pero cientos a su alrededor se levantaron al instante y le lanzaron miradas fieras. Fue sólo un segundo, un segundo congelado donde Lancaster se sintió el héroe de una función apenas se descubre el telón. Luego se le echaron al unísono encima, los cuatro o cinco que tenía más cerca y le dieron una paliza. Por supuesto, me leyeron la mente. Lo golpearon a conciencia y lo desnudaron. Comprobarán que no tengo un arma y entonces me dejaran morir. En vez de eso se sintió elevado, casi como si flotara por los aires hasta aterrizar en un piso muy frío y que de alguna manera vibraba. Levantó la vista, le dio un poco de trabajo enfocar. Pero sabía dónde estaba. Lo habían subido a la plataforma. Estaba a los pies del Dios Supremo. —Piedad —rogó. Fue la primera palabra que se le vino a la mente. Enki seguía clavado en su asiento. Pero Lancaster fue elevado nuevamente, como si un guerrero invisible lo tomará férreamente del cuello. En el aire, flotando de pie, fue acercándose al dios hasta quedar a la altura de su rostro. Era una visión insoportable pero no podía cerrar los ojos ni voltear la cara. Estaba frente a él. Sintió que contemplaba la muerte del universo. Veía cada detalle grotesco de la cara, los pelos que surgían entre las profundas arrugas, los lunares, los colmillos babeantes, las huellas del tiempo inconmensurable, y los ojos, los malditos ojos encima de él todo el tiempo.

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—Debes servirme —dijo Enki. No lo dijo en castellano, pero Lancaster comprendió. Algo se aflojó dentro de él. Algo fue olvidado. Retrocedió en el aire y luego fue dejado en el piso de nuevo, casi con delicadeza. De inmediato Lancaster se inclinó ante su señor y el resto de los anunnakis lo imitaron. Pasaron así el resto del día, hasta que el sol se puso y Enki, tan rápido como había llegado, desapareció. Los anunnakis, los rostros henchidos de alegría, se dispersaron, de vuelta a sus nuevas moradas, las casas más nobles que habían encontrado y que remodelaban a toda prisa. La noche cayó y ahora toda la explanada estaba desierta, salvo por esa pequeña figura postrada en el centro, de rodillas aún y con la frente clavada al piso, rindiendo honores al dios supremo, a la voz que lo había purificado por completo, olvidado todo lo demás excepto el servicio, que había de continuar, por los días y semanas, porque la grandeza de su dios así lo exigía. Había encontrado su lugar en el mundo, su sentido. Postrado a los pies de un dios invisible. Permanecería adorando hasta la muerte.

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La bruma matinal era siempre la misma. También el olor del mar y la brisa. A su paso dejaba sus huellas dibujadas en todas las playas desiertas. Caminaba cerca de la orilla, siempre en dirección al norte. Por las noches se acercaba a las casas, a las más humildes y retiradas, y buscaba en ellas refugio y comida. Despertaba por las mañanas en lechos incómodos y desordenados producto de las pesadillas que lo hacían desear ser un completo insomne, no dormir en absoluto y así librarse de la oscuridad. Sus mañanas pasaban intoxicadas por el aroma a cenizas. Venía desde los cerros, a veces remoto y difuso, otras con la terrible consistencia de lo cercano y peligroso. El olor de un mundo que había desaparecido. Por mucho que recorriera las calles de los pueblos donde osaba internarse, no encontraba nunca alguien que le saliera al paso. Ted no lograba acostumbrarse a la idea de tamaña soledad. Por eso prefería caminar junto a la orilla del mar, donde mejor se podía librar del aroma a ceniza, donde podía cerrar los ojos si seguía los sonidos de las olas y caminar en línea recta, alejándose de todo. A veces, incluso, dormía en la playa. Había encontrado un saco de dormir en caso de que no hubiese ningún pueblo

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cercano cuando cayera la noche, o si las casas eran demasiado grandes o elegantes: la clases de lugares que elegían ellos para vivir. Era mejor mantenerse alejado. Resistir lo más que pudiera. Sabía que cualquier día un par de pájaros bestiales podrían caerle encima y hacerle olvidar quién era, pero ese día aún no llegaba y por eso continuaba caminando. Era todo lo que podía hacer. Miraba el mar todo el tiempo. Casi hubiese querido abandonarse, dejar la mochila y desprenderse de toda su ropa y perderse en el azul del océano. Era un buen final, uno mucho mejor del que habían planeado para él. Pero seguía caminando, las pesadas botas verdes militares clavándose profundo en la arena, dejando que la bruma de la mañana lo ocultara, rozando la humedad con las palmas desnudas de las manos, jugando a estirar los brazos en la bruma y ver si podía desaparecer dentro de ella. Cuando recorría los tramos desiertos, lejos de casas o edificios, sumido en la plena aridez de la costa, pensaba en el mundo perdido. En los hombres que hace tres o mil o cuatro mil años vagaban por estas mismas costas, indígenas que iban de paso, gente como él, a la busca de pesca y caza, resistiendo contra los elementos, subiendo por toda la costa, hasta encontrarse con un pueblo enemigo y luego de regreso, vuelta a comenzar. Pero ahora el pueblo enemigo estaba en todas partes. Había visto sus naves. Majestuosas estructuras rectangulares, formas de ataúdes, gigantescas como tres trasatlánticos juntos, saliendo desde el agua y elevándose hacía los cielos hasta perderse en el horizonte. El corazón se le oprimió la primera vez que las vio. Sabía que no había nada en la Tierra que fuera capaz de destruir dichas naves y a los seres que había dentro de ellas. Sintió el triste sabor de la derrota.

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El fin de un orden que cuando imperaba no había amado, apenas tolerado quizás, pero que así y todo le había dado un cierto cobijo, el mismo que ahora le era negado. El único don que ellos regalan es la muerte. Miraba con atención las habitaciones antes de acostarse. Los afiches en las paredes de cantantes o actores de telenovelas, las únicas sonrisas disponibles a mil kilómetros a la redonda. Si encontraba un calendario, arrancaba las hojas vencidas hasta ponerlo al día. Encendía las radios a pilas y pasaba el dial saturado de estática a la espera de que alguna voz surgiera desde lo invisible. Esperaba los atardeceres sentado en las puertas de las casas. Hubiese querido poder extrañar de mejores formas el mundo que había caído, pero con cada hora que pasaba se acostumbraba más a la nueva jornada, a la nueva vida que ellos le habían ofrecido. Sabía que podían verlo, que lo estudiaban como a una fiera de zoológico. Los animales de a poco volvían a tomar posesión de ese mundo desnudo. Vio caballos que corrían libres por la playa. Vio perros muy flacos que lo seguían a todas partes y que tenía que echar con piedras. Una tarde vio una bandada de pelícanos pescando y se internó en el mar para ir a su encuentro. Los pájaros volaban alrededor de un banco de peces cercanos, se hundían con ferocidad en el agua y salían victoriosos con su botín mientras daban chillidos histéricos de victoria. Cuando encontraba un árbol cerca, se acostaba a sus pies y le hablaba como si al que le hablara fuera a su padre muerto. Le contaba los detalles del día, lo que había visto y oído, sus esperanzas en su destino próximo. Los árboles siempre lo escuchaban. Un mínimo consuelo que le quedaba es que ya nadie los cortaría, ya nada depredaría la flora y la fauna.

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Buscaba consolarse de algún modo. Una mañana en que había dormido en la playa despertó al sentir una presencia insoportable. Abrió los ojos (sin querer realmente abrirlos) y ahí vio a un hombre calvo de ojos almendrados. Tenía las manos en los bolsillos y lo miraba como quien mira, no sin cierta ternura, a su perro o su gato. Ted no se lo pensó dos veces y echó a correr dejando de paso sus provisiones y agua a merced del anunnaki. Se convirtió en un delincuente común. Los veía cada vez con más frecuencia, paseando por los pueblos o los caminos, solos o en grupos, siempre notándolos cuando ellos ya lo habían notado a él, huyendo siempre y sintiendo un aire de burla y risas detrás de sí. Hubiese sido más agradable que lo cogieran y lo ahorcaran en la plaza pública, una ceremonia sencilla pero digna que le diera un justo final a sus días. En cambio, el trato de perro callejero que le prodigaban le resultaba cada día más humillante. Intentó vivir de la forma más aislada posible desde entonces, oculto en una cueva en las montañas, como un ermitaño, un hombre que ha decidido valerse por sí mismo, un aprendiz de brujo que por medio de encantamientos y hechizos puede procurarse un cierto bienestar. En sus largas noches de soledad escribió largos tratados de magia que buscaban conjurar la invasión de los enemigos. Pasó un año entero escribiendo esos tratados imposibles y un año más transcurrió hasta constatar su completo fracaso. Las naves seguían surcando los cielos, imperturbables y orgullosas, nada podía hacer ya. Rogaba que la lluvia y el viento derrumbaran las ciudades nuevas que los anunnakis construían, que algún terremoto o tsunami extendiera su mano en ayuda de su raza casi extinta. Ahora se moría de ganas de haber tenido hijos, diez o veinte hijos que aliviaran

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su soledad, aunque los hijos, como cualquier otra gracia, a estas alturas ya le habrían sido negados de antemano. Una noche sintió el costado atenazado por el dolor. Un dolor pulsante y caliente a la derecha del ombligo. El apéndice. Había llegado la hora de elegir. Podía morir en la simple y tosca cueva que le dio refugio durante los últimos años o podía ir a su encuentro, morir entre los enemigos, entre aquellos otros. No necesitó pensarlo demasiado, y sin siquiera lanzarle una última mirada a su cueva echó a andar rumbo al pueblo más cercano. Llegó a un mundo completamente nuevo. Todos parecían más altos que él, y claro, más alegres. La mayor parte de las construcciones eran nuevas, no exactamente edificios pues en cierto modo eran también transparentes, y se podía ver a sus ocupantes, sentados, de pie, conversando o durmiendo. Ted intentó no parecer demasiado impertinente con tal de que le permitieran llegar al final de su trayecto. Obviar la irrevocabilidad de ese infierno futurista, del misterio del millón de puertas que no podía cruzar. Sabe que lo observan pero quiere creer que es invisible y es entonces él quien finge que no puede verlos. Entra por fin a la plaza, o al vestigio de la plaza de pueblo que alguna vez fue y busca un lugar donde tenderse y morir. Ya no hay bancas ni árboles, sólo un cuadrado de cemento amarillo y una especie de escultura en el centro que, de seguro, celebra la gesta de la conquista. No está exactamente solo pero cierra los ojos y se tiende sobre la plataforma central para perderse en los meandros de su dolor. Ha entregado su destino y ya sólo resta esperar. Entre la batalla de la luz contra la oscuridad ha ganado la oscuridad. Pero todo el bienestar que le rodea le hace pensar si acaso antes

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habitaba la oscuridad y lo que habita ahora es sólo una oscuridad distinta. ¿En qué parte exactamente se encuentra el bien? ¿Existió alguna vez? La fiebre producto de la apendicitis arrecia y cae en un infierno de visiones que, perfectamente, podrían ser sólo el fruto de su imaginación. Casi ni se da cuenta cuando una joven anunnaki, curiosa y preocupada, se sienta a su lado y pasa encima de él una especie de scanner que deshincha su apéndice al momento y destruye todos los rastros de infección. Ted Bogger abre los ojos. La chica lo mira fascinada. Le dice algo pero Ted no lo entiende. La chica asiente divertida y de inmediato aprieta un nuevo comando en su aparato milagroso. Suena una voz chirriante en inglés. Ted hace el gesto de no entender y la chica ajusta nuevamente el comando, ahora en castellano. Sigue siendo chirriante pero ahora Ted sí puede entenderla: «Ya no estás enfermo. Vuelve a tu hogar en las montañas, pequeño. Sé libre».

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Durante los meses de mayo y junio del 2015, esta novela fue publicada por entregas y en formato digital en www.abduccioneditorial.com



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