La ciudad sin nombre

Page 1

Los mitos de Cthulhu H.P. Lovecraft


1° Edición Abducción Editorial: octubre 2015

H.P. Lovecraft © de la traducción, Juan Cortés, 2015

Ilustración de portada: Francisco Schilling Diseño: Gwendolyn Stinger Reservados todos los derechos de esta edición para Abducción Editorial Curicó 372, Santiago de Chile

Impreso en Santiago de Chile


Los mitos de Cthulhu h. p. lovecraft Traducci贸n por Juan Cort茅s



uno

La ciudad sin nombre



Apenas me acerqué a la ciudad sin nombre supe que estaba maldita. Atravesaba un valle seco y terrible, bajo la luna, y a lo lejos la vi emerger siniestra por entre la arena, del mismo modo en que emergen las partes de un cuerpo en una tumba deshecha. El miedo cobraba voz desde las corroídas rocas de esta vetusta sobreviviente del diluvio, esta bisabuela de la más antigua de las pirámides, y un aura invisible me repelía y me conminaba a retroceder ante antiguos y siniestros secretos que ningún hombre debería ver, y que ningún otro hombre se había atrevido jamás a ver. Remota en el desierto de Arabia se halla la ciudad sin nombre, ruinosa e inarticulada, sus bajos muros semi-escondidos por las arenas de incontables eras. Así debía de encontrarse ya antes de que las primeras rocas de Memphis fuesen puestas, y cuando los ladrillos de Babilonia aún no habían sido cocidos. No hay leyendas tan antiguas como

7


para darle un nombre, o como para recordar que alguna vez tuvo vida; sin embargo se susurra acerca de ella alrededor de las fogatas, y las abuelas murmuran sobre ella en las tiendas de los jeques, de modo que todas las tribus la evitan sin saber enteramente el porqué. Fue con este lugar con el que Abdul Alhazred, el poeta loco, soñó la noche anterior a que cantara su inexplicable dístico: «Que no está muerto lo que yace eternamente y que con extraños evos aun la muerte puede morir»* Debí haber sabido que los árabes tenían una buena razón para evitar la ciudad sin nombre, la ciudad narrada en extraños cuentos pero nunca vista por algún hombre, sin embargo los desafié y me introduje en las tierras inexploradas con mi camello. Sólo yo la he visto, y esa es la razón de que ningún otro rostro cargue las espantosas arrugas de miedo que ostenta el mío, la razón de que ningún otro hombre tiemble tan horriblemente cuando el viento de la noche hace trepidar las ventanas. Cuando llegué a ella en la turbadora quietud de su sueño interminable, me miró estremecida por los rayos de una luna fría en medio *

«That is not dead which can eternal lie, / And with strange aeons even death may die» (N. del T.)

8


del calor del desierto. Y al devolverle la mirada olvidé el júbilo de haberla encontrado, y permanecí quieto con mi camello esperando el amanecer. Por horas esperé hasta que el Este se volvió gris y las estrellas se desvanecieron, y el gris se transformó en una luz rosácea lacada de oro. Escuché un estertor y vi una tormenta de arena agitándose entre las antiguas rocas pese a que el cielo estaba despejado y las vastas extensiones del desierto permanecían en la quietud. De pronto, sobre el horizonte del desierto surgió el ardiente borde del sol, que asomaba a través de la pequeña tormenta de arena pasajera, y en mi estado febril imaginé que de alguna remota profundidad surgía un estruendo de música metálica que venía a saludar al disco fiero como Memnon lo saluda desde las orillas del Nilo. Mis oídos repicaban y mi imaginación bullía mientras guiaba mi camello lentamente a través de la arena hacia ese lugar de piedra innombrada; ese lugar demasiado viejo como para ser recordado por el antiguo Egipto o Meroe; ese lugar que sólo yo, de entre todos los hombres vivos, he visto. Dentro y fuera y a través de cimientos informes de casas y palacios vagué, sin encontrar nunca un vestigio o una inscripción que hablase de los hombres —si es que hombres fueron— que construyeron y residieron la ciudad hace tanto tiempo. La antigüedad del lugar era maligna, y anhelé

9


encontrar alguna seña o dispositivo que probase ciertamente que la ciudad había sido erigida por humanos. Había algo en las proporciones y dimensiones de las ruinas que no me gustaba. Llevaba conmigo muchas herramientas y cavé largamente las paredes de los obliterados edificios, pero el progreso era lento y nada significativo me fue revelado. Cuando noche y luna volvieron, sentí un viento helado que me trajo un nuevo temor, así que no me atreví a permanecer en la ciudad. Y mientras salía al exterior de los antiguos muros para dormir, una susurrante y pequeña tormenta de arena se formó detrás de mí, soplando sobre las rocas, que estaban grises aunque la luna era brillante, y pese a que el desierto continuaba inmóvil. Desperté justo al amanecer luego de una paisajada horrible de sueños, mis oídos resonando con un tañido metálico. Vi el sol rojizo asomándose a través de la última brisa de la tormenta de arena que flotaba sobre la ciudad sin nombre, y que hacía recalcar la quietud del resto del paisaje. Una vez más me aventuré hacia esas lúgubres ruinas que se insinuaban en la arena como un ogro bajo un edredón, y de nuevo excavé vanamente en busca de reliquias de la raza olvidada. Al mediodía descansé y en la tarde dediqué mucho tiempo al trazado de las murallas y las calles idas y los contornos de las construcciones casi desvanecidas.

10


Vi que la ciudad había sido indudablemente vasta y divagué en la fuente de su grandeza. Se representó en mi cabeza el esplendor de una era tan distante que ni Caldea podría recordar, y pensé en Sarnath la Condenada, ya en pie en la tierra de Mnar cuando la humanidad era joven, y en Ib, esculpida en piedra gris aun antes de que la humanidad existiese. De pronto llegué a un lugar donde la base rocosa del terreno se elevaba rígida sobre la arena y formaba un pequeño risco, y aquí con regocijo vi lo que parecía prometer nuevas pistas sobre el pueblo antediluviano. Talladas toscamente en la cara del risco se erigían inequívocas fachadas de pequeñas y menguantes casas o templos hechos de roca, y en cuyos interiores podrían preservarse cuantiosos secretos de eras demasiado remotas como para ser calculadas, pese a que las tormentas de arena hacía mucho que habían deshecho los relieves que podrían haber adornado su exterior. Muy bajas y ahogadas por la arena eran las oscuras aberturas próximas a mí, pero despejé una con mi pala y me arrastré a través de ella con una antorcha para revelar los misterios que pudiese esconder. Una vez dentro, vi que la caverna era sin duda un templo, y que cargaba claros signos de la raza que había vivido y orado allí antes de que el desierto

11


fuese desierto. Primitivos altares, pilares y nichos, todos curiosamente bajos, no estaban ausentes. Y pese a que no vi esculturas o frescos, había muchas piedras peculiares, claramente talladas en símbolos por medios artificiales. La poca altura de la cámara cincelada era muy extraña, por lo que apenas podía mantenerme hincado, pero el recinto era tan amplio que mi antorcha sólo mostraba una parte a la vez. Temblaba inusitadamente en alguno de los apartados rincones, pues ciertos altares y rocas sugerían olvidados ritos de terrible, repulsiva e inexplicable naturaleza, y me hacían preguntarme qué clase de hombres pudo haber construido y frecuentado semejante templo. Cuando hube visto todo lo que el lugar contenía, me arrastré hacia afuera nuevamente, ávido por averiguar el contenido de los otros templos. La noche acaecía, pero las cosas tangibles que había visto volvieron mi curiosidad más fuerte que el miedo, así que no hui de las largas sombras convocadas por la luna que me habían amedrentado la primera vez que vi la ciudad sin nombre. Hacia el amanecer despejé otra abertura y con una nueva antorcha me arrastré dentro de ella; encontré rocas y símbolos confusos, sin embargo aún nada más concluyente que lo hallado en el templo anterior. El lugar, que era igual de bajo pero mucho menos amplio, terminaba en


un pasaje muy estrecho, repleto de oscuros y crípticos sagrarios. Examinaba estos sagrarios cuando el ruido de un viento y de mi camello afuera irrumpieron la quietud, y me hicieron salir para ver qué pudo haber asustado a la bestia. La luna brillaba vivamente sobre las primitivas ruinas, iluminando una densa nube de arena que parecía incitada por un fuerte aunque decreciente viento desde algún punto del risco sobre mí. Supe que había sido este frío y arenoso viento lo que había alborotado al camello, y estaba a punto de dirigirlo hacia un mejor refugio cuando lancé una mirada hacia arriba y vi que no había viento alguno en lo alto del risco. Esto me desconcertó y me hizo temeroso de nuevo, pero inmediatamente recordé los súbitos vientos locales que había visto y oído antes, al amanecer y al ocaso, y los juzgué como algo normal. Supuse que había venido desde alguna fisura en la roca que comunicaba con alguna caverna, y observé el remolino de arena para rastrear su fuente; pronto percibí que venía desde el orificio negro de un templo lejano al Sur, casi fuera de mi vista. En contra de la sofocante nube de arena avancé hacia este templo, que descubrí más grande que el resto a medida que me acercaba, y con una entrada mucho menos obstruida de arena solidificada. Hubiese entrado si no fuese por la terrible fuerza del viento

13


helado que casi extingue mi antorcha. Brotaba furioso desde la oscura puerta, susurrando misteriosamente mientras hacía volar la arena y la esparcía por las inauditas ruinas. Pronto se hizo más débil y la arena se fue aquietando poco a poco, hasta que finalmente todo volvió a su descanso, pero una presencia parecía acechar entre las piedras espectrales de la ciudad, y cuando alcé la mirada la luna parecía tremolar como si se reflejara en aguas inquietas. Estaba más asustado de lo que podría explicar, pero no lo suficiente como para calmar mi sed de indagación; así que tan pronto como el viento se apaciguó, me adentré en la oscura cámara de donde había venido. Este templo, como había imaginado desde el exterior, era el más grande de cuantos había visitado hasta ahora, y era presumiblemente una caverna natural puesto que la recorrían vientos provenientes de alguna región interior. Aquí podía estar totalmente de pie, pero vi que las rocas y los altares eran igual de bajos que los de los otros templos. En las paredes y el techo pude observar por primera vez algunos vestigios del arte pictórico de la antigua raza, curiosos trazos ondulados de pintura que casi se había desvanecido o resquebrajado, y en dos de los altares vi con creciente excitación un laberinto de bien definidos grabados curvilíneos. Mientras alzaba mi antorcha me pareció

14


que la forma del techo era demasiado regular como para ser natural, y me pregunte en qué habían trabajado previamente sus prehistóricos escultores. Sus habilidades de ingeniería deben haber sido inmensas. Entonces una llamarada más potente de la antojadiza antorcha me mostró lo que había estado buscando, la apertura a esos remotos abismos desde donde el inesperado viento había brotado, y me sentí desvanecer cuando vi que había una puerta pequeña y plenamente artificialcincelada en la roca sólida. Introduje mi antorcha y pude ver un túnel negro de techo bajo y abovedado que se curvaba sobre un tosco conjunto de muy pequeños, numerosos y abruptos escalones descendentes. Veré por siempre esos escalones en mis sueños, pues llegué a aprender su significado. En ese momento difícilmente supe si llamarlos peldaños o meros apoyos en una caída precipitada. Mi mente era un torbellino de locos pensamientos, y las palabras de advertencia de los profetas árabes parecían flotar hacia mí, atravesando el desierto desde las tierras que los hombres conocen hasta la ciudad sin nombre que los hombres no se atreven a conocer. Sin embargo vacilé sólo un momento antes de cruzar el umbral y comenzar el descenso cauteloso por el empinado pasadizo, con los pies por delante, como por una escalera de mano.

15


Sólo en las terribles alucinaciones de la droga o el delirio otro hombre podría haber hecho un descenso como el mío. El angosto pasaje bajaba infinitamente como un espantoso pozo encantado, y la antorcha que llevaba sobre mi cabeza no podía iluminar las desconocidas profundidades hacia las que me arrastraba. Perdí la noción de las horas y olvidé consultar mi reloj, pese a que me asustaba pensar en la distancia que había recorrido. Había cambios de dirección y de pendiente, y llegué a un largo y bajo pasaje en donde tuve que serpentear por el suelo rocoso con los pies por delante, sujetando mi antorcha con el brazo totalmente estirado sobre mi cabeza. El lugar no tenía la altura suficiente como para arrodillarse. Después de eso había más peldaños empinados, y estaba yo aún bajando interminablemente cuando mi endeble antorcha se apagó. No creo haberme dado cuenta en ese momento, pues cuando lo noté todavía la sostenía en alto sobre mí como si iluminara. Me encontraba totalmente trastornado con esa propensión hacia lo extraño y lo desconocido que me había hecho un errabundo sobre la tierra y un perseguidor de lugares remotos, antiguos y prohibidos. En la oscuridad destellaban por mi mente fragmentos de mi preciado tesoro de saber demoníaco: sentencias de Alhazred el árabe loco, párrafos

16


de la pesadilla apócrifa de Damascius y líneas infames del delirante Image du Monde de Gauthier de Metz. Repetía peregrinos extractos y murmuraba sobre Afrasiab y los demonios que flotaban con él hacia el Oxus. Más tarde recité una y otra vez la frase de uno de los relatos de Lord Dunsany, «la sorda negrura del abismo». Una vez que el descenso se volvió asombrosamente empinado, recité algo en forma de canción de Thomas Moore hasta que temí recitar más: «Un depósito de oscuridad, negro como los calderos de las brujas, lleno de drogas lunares destiladas en el eclipse. Inclinándome para ver si mi paso podría pasar a través de ese abismo, vi, debajo, tan lejos como la mirada puede explorar, los lados del muelle tan lisos como el cristal, como si hubiesen sido recién pulidos con ese tono oscuro que el Mar de la Muerte arroja sobre su costa cenagal.» *

*

«A reservoir of darkness, black / As witches’ cauldrons are, when fill’d / With moon-drugs in th’ eclipse distill’d. / Leaning to look if foot might pass / Down thro’ that chasm, I saw, beneath, / As faras vision could explore, / The jetty sides as smooth as glass, / Looking as if just varnish’d o’er / With that dark pitch the Sea of Death / Throws out upon its slimy shore.» (N. del T.)

17


El tiempo había dejado de existir cuando mis pies de nuevo sintieron un suelo horizontal y me encontré en un lugar ligeramente más alto que las habitaciones de los dos templos más pequeños, ahora tan incalculablemente lejos sobre mi cabeza. No podía ponerme de pie, pero podía enderezarme de rodillas, y en la oscuridad me arrastré y deslicé de un lado a otro al azar. Pronto supe que estaba en un estrecho pasadizo en cuyas paredes se alineaban estuches de madera con frentes de cristal. En ese paleozoico y abismal lugar, el sentir objetos pulidos en madera y cristal me produjo un estremecimiento, dadas sus posibles implicaciones. Aparentemente, los estuches estaban ordenados a lo largo de cada lado del pasadizo en intervalos regulares, y eran oblongos y horizontales, espantosamente parecidos a ataúdes en forma y tamaño. Cuando intenté mover dos o tres con el fin de examinarlos, descubrí que estaban firmemente pegados. Vi que el pasaje era largo, así que me debatí con mi cuerpo trepidante y avancé rápidamente, en una carrera rastrera que habría parecido horrible de haber habido un ojo observándome en la oscuridad; ocasionalmente me desplazaba de lado a lado para palpar mis alrededores y asegurarme de que las paredes y las filas de estuches seguían allí. El hombre está tan acostumbrado a

18


pensar visualmente que casi olvido la oscuridad, y me representé el corredor interminable de madera y cristal en su monotonía como si pudiese verlo. Y entonces, en un momento de indescriptible emoción, lo vi. No podría decir cuándo mi fantasía se fundió con la vista real, pero surgió de forma gradual un resplandor adelante, y de pronto supe que veía los contornos oscuros del corredor y los estuches, revelados por una desconocida fosforescencia subterránea. Por un momento todo era exactamente como lo había imaginado, puesto que la luminosidad era muy débil, pero a medida que avanzaba mecánicamente hacia la luz me di cuenta de que mi imaginación había sido endeble. Esta sala no era una reliquia cruda como los templos en la ciudad arriba, sino un monumento del más magnífico y exótico arte. Ricos, vívidos y atrevidamente fantásticos diseños y pinturas formaban un esquema continuo de murales cuyas líneas y colores estaban más allá de cualquier descripción. Los estuches eran de una extraña madera dorada, con un frente de exquisito cristal, y contenían las formas momificadas de criaturas que superarían en lo grotesco a los más caóticos sueños humanos. Transmitir una idea de estas monstruosidades es imposible. Eran de naturaleza reptil, con rasgos corporales que a veces se asemejaban al cocodrilo,

19


a veces a la foca, pero más a menudo a nada que los naturalistas o paleontólogos hayan conocido jamás. En tamaño se aproximaban a un hombre pequeño, y sus patas delanteras portaban delicadas y flexibles zarpas que mantenían un parecido curioso a las manos y dedos humanos. Pero lo más extraño de todo eran sus cabezas, de un contorno que violaba todos los principios biológicos conocidos. A nada podían estas criaturas compararse con propiedad —fugazmente pensé en posibilidades tan variadas como el gato, el bulldog, el mítico sátiro y el ser humano. Ni el propio Júpiter tuvo una tan colosal y prominente faz. Con todo, los cuernos, la falta de nariz y la mandíbula de caimán, les situaba fuera de cualquier categoría establecida. Dudé por un momento acerca de la realidad de las momias, medio sospechando que eran ídolos artificiales, pero pronto me convencí de que eran indudablemente algunas especies paleógenas que habían vivido cuando la ciudad sin nombre seguía con vida. Para coronar su carácter grotesco, la mayoría de ellas estaba suntuosamente enfundada en el más costoso de los tejidos, y pródigamente cargada con adornos de oro, joyas y desconocidos metales brillantes. La importancia de estas criaturas reptiles debe haber sido inmensa, pues ocupaban el primer lugar entre los desmandados diseños de los

20


frescos en las paredes y el techo. Con habilidad inigualable el artista las había retratado en su propio mundo, en el cual tenían ciudades y jardines diseñados acorde a sus dimensiones; y no pude si no pensar que su historia representada era alegórica, revelando quizá el progreso de la raza que las adoraba. Estas criaturas, me dije a mí mismo, debían ser para los hombres de la ciudad sin nombre lo que la loba fue para Roma, o las bestias totémicas para una tribu de indios. Siguiendo esta teoría, creí poder trazar someramente una asombrosa épica de la ciudad sin nombre; el relato de una poderosa metrópoli costera que rigió el mundo antes de que África surgiera de las olas, y de sus luchas cuando el mar se retiró y el desierto invadió el valle que la albergaba. Vi sus guerras y triunfos, sus tormentos y derrotas, y luego su terrible lucha contra el desierto cuando miles de sus habitantes —aquí representados alegóricamente como los grotescos reptiles— fueron forzados a abrirse paso hacia abajo, cincelando la roca de manera insólita, en busca del otro mundo del cual les habían hablado sus profetas. Todo era vívidamente extraño y realista, y su conexión con el asombroso descenso que yo había hecho era inequívoca. Incluso reconocí los pasajes. Mientras me deslizaba a través del corredor hacia la luz más brillante, vi etapas posteriores

21


de la pintura épica: la despedida de la raza que había habitado la ciudad sin nombre y el valle de los alrededores durante diez millones de años; la raza cuyas almas se negaban a abandonar los escenarios que sus cuerpos habían conocido durante tanto tiempo, donde se habían asentado como nómadas en la juventud de la Tierra, tallando en la tierra virgen esos primeros santuarios en los que nunca cesaron su culto. Ahora que la luz era mejor, estudié las imágenes con más detenimiento, y, recordando que los extraños reptiles debían representar a los hombres desconocidos, pensé en las costumbres de la ciudad sin nombre. Muchas cosas eran peculiares e inexplicables. La civilización, que incluía un alfabeto escrito, aparentemente había ascendido a un orden superior al alcanzado por civilizaciones inconmensurablemente posteriores como Egipto o Caldea, sin embargo había curiosas omisiones. No pude, por ejemplo, encontrar ninguna representación de muertes o ritos funerarios, salvo en aquellas relacionadas a la guerra, a la violencia o a las plagas; me pregunté acerca de su reticencia mostrada en lo concerniente a la muerte natural. Era como si un ideal de inmortalidad terrenal hubiese sido promovido como una ilusión consoladora. Más cerca del final del pasadizo había pintadas escenas del mayor pintoresquismo y

22


extravagancia; contrastantes vistas de la ciudad sin nombre en su abandono y ruina, y del extraño nuevo reino o paraíso hacia el cual la raza había abierto su camino a través de la roca. En estas vistas la ciudad y el valle desierto eran siempre mostrados a la luz de la luna, un nimbo dorado revoloteando sobre los muros caídos y medio revelando la espléndida perfección de los tiempos pasados, espectralmente trazados por el artista. Las escenas paradisíacas eran casi demasiado extravagantes para ser creíbles; retrataban un escondido mundo de día eterno lleno de gloriosas ciudades y etéreos montes y valles. Hacia el final me pareció ver signos de un anticlímax artístico. Las pinturas se tornaron menos hábiles y más bizarras incluso que las más salvajes de las anteriores. Parecían registrar una lenta decadencia de la antigua estirpe, aparejada a una creciente ferocidad hacia el mundo exterior de donde había sido expulsada por el desierto. Las formas de las gentes —siempre representadas por reptiles sagrados— parecían ir consumiéndose gradualmente, aunque su espíritu, mostrado flotante sobre las ruinas bajo la luz de la luna, aumentaba en proporción. Sacerdotes escuálidos, representados como reptiles en túnicas ornamentales, maldecían el aire de la superficie y a todos quienes lo respiraban; y una terrible escena final mostraba a un

23


hombre de aspecto primitivo, acaso un pionero de la antigua Irem, la Ciudad de los Pilares, hecho pedazos por los miembros de la raza anterior. Recordé el temor de los árabes hacia la ciudad sin nombre, y me alegré de que más allá de este punto las murallas grises y el techo estuviesen desnudos. Mientras contemplaba el desfile de la historia mural, me fui acercando al final del hall de bajo techo y descubrí una gran puerta a través de la cual venía toda la luminosa fosforescencia. Me arrastré hacia ella y dejé escapar un alarido de trascendente asombro ante lo que había más allá, pues en vez de otras cámaras más brillantes sólo había un ilimitado vacío de uniforme resplandor, como podría uno imaginarse que se vería desde la cumbre del Monte Everest un mar de bruma bañada por el sol. Detrás de mí había un pasaje tan estrecho que no podía ponerme totalmente de pie; frente a mí había un infinito de refulgencia subterránea. Bajando desde el pasadizo hacia el abismo podía verse un tramo de escaleras —de numerosos y pequeños escalones como los del pasaje oscuro que había atravesado—, aunque unos pies más abajo los vapores luminosos lo ocultaban todo. Volcada contra el muro de la izquierda del pasaje había una enorme puerta de bronce,

24


increíblemente gruesa y decorada con fantásticos bajorrelieves, la cual si se cerraba era capaz de aislar todo el mundo interior de luz de las bóvedas y los pasadizos de roca. Miré los peldaños y por el momento no me atreví a descender por ellos. Tiré de la puerta de bronce pero no pude moverla. Entonces me tumbé en el suelo de roca, mi mente inflamada de prodigiosas reflexiones que ni siquiera el mortal agotamiento podía disipar. Mientras estaba tendido con los ojos cerrados, libre para reflexionar, muchas de las cosas que había notado ligeramente en los frescos volvieron a mí con nuevo y terrible significado: escenas que representaban la ciudad sin nombre en su apogeo, la vegetación del valle que la rodeaba y las tierras distantes con las cuales sus mercaderes habían comerciado. La alegoría de las criaturas reptantes me desconcertaba por su prominencia universal, y me asombraba que pudiese ser seguida tan de cerca la representación de una historia de tal importancia. En los frescos se mostraba la ciudad sin nombre guardando las proporciones con los reptiles. Me preguntaba cuáles serían sus reales proporciones y magnificencia, y reflexioné un momento sobre ciertas peculiaridades que había notado en las ruinas. Juzgué curiosa la escasa altura de los templos principales y de los corredores subterráneos, que estaban

25


indudablemente tallados en deferencia a las deidades reptiles que honoraban, pese a que por fuerza obligaba a los adoradores a arrastrarse. Quizá los mismos ritos involucraban una imitación reptante de las criaturas adoradas. Sin embargo ninguna teoría religiosa podría explicar fácilmente por qué el nivel del pasaje en ese horrendo descenso debía ser tan bajo como el de los templos —o más bajo incluso, dado que no era posible arrodillarse siquiera en él. Al pensar en las criaturas reptiles, cuyas espantosas formas momificadas se encontraban tan cerca de mí, sentí un nuevo estremecimiento de terror. Las asociaciones mentales son curiosas, y me encogí ante la idea de que, exceptuando al pobre hombre primitivo que había sido despedazado en la última pintura, la mía era la única forma humana en medio de las muchas reliquias y símbolos de vida primordial. Pero como siempre en mi extraña y errabunda existencia, la fascinación pronto se impuso al miedo, pues el abismo luminoso y lo que pudiese contener planteaba un problema digno del más grande de los exploradores. Que un extraño mundo de misterios se encontraba al pie de esos peculiares y pequeños peldaños era algo que no podía dudar, y esperaba encontrar allí esos memoriales humanos que el corredor pintado no me había


podido ofrecer. Los frescos habían representado increíbles ciudades, montañas y valles en este reino inferior, y mi imaginación habitaba en las ricas y colosales ruinas que me esperaban. Mis temores, ciertamente, concernían más al pasado que al futuro. Ni siquiera el horror físico de mi posición en aquel angosto corredor de reptiles muertos y frescos antediluvianos, millas por debajo del mundo que yo conocía y enfrentado a otro mundo de espectrales luces y niebla, podía compararse al miedo letal que sentía ante la antigüedad de la escena y de su alma. Una antigüedad tan vasta que cualquier medida parecía inerme bajo las rocas primitivas y los templos tallados en piedra de la ciudad sin nombre, mientras que los últimos de los asombrosos mapas en los frescos mostraban océanos y continentes que el hombre ha olvidado, con sólo uno que otro contorno vagamente familiar. Nadie podría saber lo sucedido durante los eones geológicos desde que las pinturas se interrumpían y la raza aborrecedora de la muerte había sucumbido a la decadencia. Vida había pululado una vez en estas cavernas y en el luminoso reino de más allá; ahora me encontraba solo entre vívidas reliquias, y temblaba al pensar en las incontables edades a través de las cuales estas habían mantenido una vigilia desierta y silente.

27


De repente vino otra descarga de ese agudo terror que intermitentemente me había poseído desde que había visto el terrible valle y la ciudad sin nombre bajo la luna fría, y a pesar de mi cansancio me sorprendí a mí mismo incorporándome frenéticamente y mirando hacia el corredor negro, hacia los túneles que se elevaban hasta el mundo exterior. Me invadieron sensaciones muy similares a las que me habían hecho huir de la ciudad sin nombre al anochecer, y que eran tan inexplicables como acuciantes. En otro momento, sin embargo, recibí una conmoción aún más grande en la forma de un ruido definido: el primero que había quebrado el silencio total de estas profundidades sepulcrales. Era un gemido profundo, bajo, como una distante multitud de espíritus condenados, que venía desde la dirección que yo estaba mirando. El rumor fue creciendo rápidamente, hasta que pronto empezó a reverberar espantosamente a través del bajo pasadizo, al mismo tiempo que me hacía consciente de una creciente corriente de aire frío, idéntica a la que fluía por los túneles y la ciudad en la superficie. El contacto de este viento pareció restaurar mi equilibrio, pues instantáneamente recordé las súbitas ráfagas que se habían elevado en torno a la boca del abismo cada amanecer y atardecer, una de las cuales ciertamente había servido

28


para revelarme los túneles escondidos. Consulté mi reloj y vi que la mañana se encontraba cerca, así que me preparé para resistir el vendaval que barría de vuelta hacia su cavernario hogar del mismo modo en que había salido la tarde anterior. Y puesto que los fenómenos naturales tienden a disipar las cavilaciones sobre lo desconocido, mi miedo otra vez disminuyó. Cada vez más furiosamente se precipitaba el gemido del viento nocturno en el sumidero subterráneo. Me dejé caer de nuevo y me agarré vanamente al piso por temor a que mi cuerpo fuese barrido a través de la puerta, hacia el abismo fosforescente. No me había esperado semejante furia, y al darme cuenta de que en efecto mi cuerpo se deslizaba hacia el abismo, me vi acosado por un millar de nuevos terrores de aprehensión e imaginación. La malignidad de aquella ráfaga despertaba increíbles fantasías; una vez más me comparé, con estremecimiento, a la única otra imagen humana en el horrendo corredor, el hombre que había sido despedazado por la raza sin nombre, pues en los zarpazos demoníacos de las corrientes arremolinadas parecía morar una ira vengativa tanto más fuerte por ser en gran medida impotente. Creo que grité frenéticamente cerca del final —casi enloquecido—, pero si fue así mis gritos se perdieron en aquella babel infernal

29


de espíritus aulladores. Traté de arrastrarme en contra del asesino e invisible torrente, pero no podía afiatarme siquiera mientras era tirado lenta e inexorablemente hacia el mundo desconocido. Al final mi razón debe haberse quebrado totalmente, pues empecé a balbucear una y otra vez aquel inexplicable dístico del árabe loco Alhazred, que había soñado la ciudad sin nombre: «Que no está muerto lo que yace eternamente y que con extraños evos aun la muerte puede morir» Sólo los siniestros dioses del desierto saben qué ocurrió realmente, qué indescriptibles luchas y altercados aguanté en la oscuridad o qué Abadón me guió de nuevo a la vida, donde siempre deberé recordar y temblar en el viento de la noche hasta que el olvido —o algo peor— me reclame. Monstruoso, antinatural, colosal fue... mucho más allá de cualquier idea que el hombre pueda concebir, salvo en las silentes y detestables primeras horas cuando uno no puede dormir. He dicho que la furia de la ráfaga veloz era infernal —cacodemoníaca— y que sus voces estaban espantadas de perversidad reprimida durante eternidades desoladas. Pronto esas voces, si bien caóticas frente a mí, parecieron para mi palpitante

30


cerebro tomar forma detrás de mí; y allí abajo, en la tumba de innumerables antigüedades muertas hace eones, kilómetros debajo del mundo iluminado por el amanecer de los hombres, oí las fatales maldiciones y gruñidos de demonios de extrañas lenguas. Al voltearme, vi recortarse contra el éter luminoso del abismo lo que no podía verse en las tinieblas del corredor: una horda pesadillesca de precipitados demonios, distorsionados por el odio, grotescamente ataviados, semitransparentes: demonios de una raza que nadie podría confundir: las criaturas reptiles de la ciudad sin nombre. Y mientras el viento se desvanecía, fui sumido en la necrófaga oscuridad de las entrañas de la tierra; pues detrás de la última de las criaturas, la gran puerta de bronce se cerró con un estruendo ensordecedor de música metálica cuya reverberación ascendió hasta el mundo distante para saludar al sol naciente como Memnón lo saluda desde las orillas del río.

31



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.