El ceremonial

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Los mitos de Cthulhu H.P. Lovecraft



El ceremonial h. p. lovecraft Traducción por Juan Cortés

ABDUCCIÓN Editorial



«Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint, conspicienda hominibus exhibeant» Lactantius* Me encontraba lejos de casa, y el encanto del mar oriental me tenía poseído. En el crepúsculo la oí, estrellándose contra las rocas, y supe que yacía justo sobre el monte donde los sauces encrespados se retorcían contra el cielo claro y las primeras estrellas del anochecer. Y porque mis padres me habían citado con la vieja ciudad de más allá, me abrí paso a través de la profundidad de la nieve recién caída en ese camino que remontaba, solitario, hasta donde Aldebarán titilaba entre los árboles; hacia la antiquísima ciudad que nunca había visto, pero con la que tantas veces había soñado. Eran las fiestas de Yule, que los hombres llaman Navidad pese a ser conscientes, en algún lugar de sus corazones, de que esta es más vieja que Belén y Babilonia, más vieja que Memphis y la humanidad entera. Eran las *«Los demonios hacen que hasta lo que no es se presente a los ojos humanos como si existiese» (N. del T.)

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fiestas de Yule, y yo había llegado por fin a la antigua ciudad marina donde mi gente había vivido y mantenido el ceremonial en los tiempos de antaño, cuando estaba prohibido; en donde ordenaron un día a sus hijos celebrar el ceremonial una vez cada cien años, para que la memoria de los secretos primordiales no fuera olvidada. Era la mía una raza vieja, vieja incluso cuando esta tierra fue colonizada trescientos años atrás. Y era una raza extraña, pues habían venido como gentes lóbregas y furtivas desde los opiáceos jardines sureños de orquídeas, y hablaron otra lengua antes de aprender la lengua de los pescadores de ojos azules. Ahora estaban dispersos, y se reunían sólo para compartir rituales de misterios que ningún ser vivo podría entender. Yo era el único que volvía esa noche a la vieja ciudad pesquera como dictaba la tradición, pues sólo el pobre y el solitario tienen la costumbre de recordar. Entonces, más allá de la cresta del risco, vi Kingsport desplegarse fríamente en el anochecer: la nevada Kingsport con sus vetustas veletas y campanarios, tejados y chimeneas, muelles y pequeños puentes, sauces y cementerios; interminables laberintos de escarpadas, estrechas y torcidas callejuelas, y una vertiginosa colina central coronada por una iglesia que el tiempo no se había atrevido a tocar; incesantes ambages de casas coloniales apiladas y diseminadas en todos los sentidos y niveles como los bloques desordenados de un niño; la antigüedad de alas grises cerniéndose sobre faldones blanquecinos y techos abuhardillados; lunetos y pequeñas ventanas reluciendo una a una en la fría oscuridad para unirse a Orión y a las estrellas arcaicas. Y contra los muelles podridos el mar golpeaba; el sigiloso e inmemorial mar del que emergiera la gente en los viejos tiempos.

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Junto al camino en la cima, un pináculo aún más alto se elevaba, sombrío y azotado por el viento, y vi que era un cementerio donde lápidas negras surgían necrófagas a través de la nieve como las deterioradas uñas de un cuerpo gigantesco. El camino era solitario y libre de huellas, y a veces creía escuchar a la distancia un horrible crujido como de una horca en el viento. Habían ahorcado a cuatro de mis parientes por brujería en 1.692, pero no sabía exactamente dónde. Mientras descendía el camino por la ladera del mar, intenté escuchar el alegre bullicio de los pueblos por la tarde, pero no oí nada. Entonces pensé en la temporada, y caí en la cuenta de que este viejo pueblo puritano bien podría tener costumbres navideñas extrañas a mí, llenas de oraciones silentes y reuniones familiares junto al fuego. Así que dejé de intentar oír alborozo, dejé de buscar caminantes, y seguí senda abajo, dejando atrás los caseríos silenciosamente iluminados y las sombrías paredes de roca en donde las enseñas de antiguas tiendas y tabernas crujían en la brisa salada y brillaban las grotescas aldabas de sus puertas, reflejando en las callejuelas desiertas la luz de pequeñas ventanas encortinadas. Había visto mapas de la ciudad y sabía dónde encontrar la casa de los míos. Se decía que debería ser reconocido y bienvenido, pues las leyendas de los pueblos viven largamente, así que apresuré el paso a través de Back Street hasta Circle Court, y crucé sobre la nieve fresca de Green Lane, única calle pavimentada y enlosada de la ciudad, que desembocaba detrás del edificio del Mercado. Los viejos mapas se mantenían aún correctos, así que no tuve problemas. Sin embargo en Arkham debieron haberme

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mentido cuando dijeron que tranvías atravesaban este lugar, pues no vi una red de cables por ninguna parte. La nieve, en cualquier caso, podría haber escondido los rieles. Me alegraba de haber decidido caminar, pues la aldea blanca se veía muy hermosa desde la colina. Ahora me encontraba ansioso por llamar a la puerta de los míos, la séptima casa a la izquierda en Green Lane, de tejado puntiagudo y prominente segunda planta, todo construido antes de 1650. Había luces dentro de la casa cuando llegué a ella, y vi a través de las vidrieras adiamantadas que debió haber sido mantenida de forma muy cercana a su estado original. El piso superior se inclinaba sobre la angosta calle llena de hierba y casi tocaba el edificio, también inclinado, de enfrente, de modo que yo me encontraba casi en un túnel; los bajos escalones de piedra del umbral totalmente libres de nieve. No había aceras, así que muchas casas tenían puertas elevadas sobre el nivel de la calle que se alcanzaban por un doble tramo de escaleras con barandilla de hierro. Era un escenario extravagante, y por ser yo un extranjero en Nueva Inglaterra nunca había conocido uno similar. Y pese a que me complació, lo hubiese gozado más de haber huellas en la nieve y gente en las calles y una que otra ventana con las cortinas descorridas. Cuando hice sonar la vieja aldaba de hierro me encontraba ligeramente asustado. Cierto temor había hecho acopio en mí, acaso debido a lo extraño de mi herencia y a la desolación de la tarde y a la rareza del silencio en esa antigua ciudad de costumbres curiosas. Y cuando mi llamado fue respondido me estremecí totalmente, pues no oí el ruido de ninguna pisada antes de que se abriese la puerta

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crujiendo. Pero el miedo no se mantuvo por mucho, pues el viejo que me abrió, trajeado y en zapatillas, tenía una cara amable que me tranquilizó. Y aunque me dio a entender por señas que era mudo, escribió una pintoresca y antigua frase de bienvenida con un punzón y una tabilla de cera que traía consigo. Me guió hacia una habitación baja, iluminada por velas, que exhibía gigantescas vigas y algunos escasos, oscuros y rígidos muebles del siglo diecisiete. El pasado era vívido ahí: no faltaba ninguno de sus atributos. Había una chimenea cavernosa y una rueda de hilandería en la cual una encorvada y vieja mujer, vestida con una bata suelta y una profunda gorra de paño, se sentaba de espaldas a mí, hilando silenciosamente pese al aire festivo. Una indefinida humedad parecía cernirse sobre el lugar y me asombró que no flameara ninguna lumbre. Había un banco de alto respaldo encarado hacia la fila de ventanas encortinadas a la izquierda que parecía estar ocupado, aunque no podría asegurarlo. No me gustaba nada de lo que veía, y sentí de nuevo el miedo que había tenido. El temor se hacía más fuerte por la misma razón por la que antes había disminuido, pues mientras más miraba la cara blanda de aquel anciano, más me aterraba esa misma blandura. Sus ojos nunca se habían movido y su piel era demasiado similar a la cera. Al final estuve seguro de que aquello no era un rostro, sino una máscara confeccionada con diabólica astucia. Pero sus manos flácidas, curiosamente enguantadas, escribieron afablemente en la tableta, diciéndome que debía esperar un momento antes de que pudiese ser conducido hacia el lugar del ceremonial.

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Luego de señalarme una silla, una mesa y una pila de libros, el viejo dejó la habitación. Y cuando me senté a leer vi que los libros eran anticuados y mohosos, y que entre ellos estaban el viejo tratado sobre las Maravillas de la ciencia de Morryster, el terrible Saducismus Triumphatus de Joseph Glanvill publicado en 1681, el espantoso Daemonolatreia de Remigius impreso en 1595 en Lyon, y el peor de todos, el innombrable Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred en la prohibida traducción al latín de Olaus Wormius; un libro que nunca había visto, pero del cual había oído en susurros las cosas más monstruosas. Nadie hablaba, pero podía oír afuera el crujido de los carteles agitados por el viento y el callado girar de la rueda mientras la vieja mujer hilaba e hilaba. Tanto la habitación como los libros y las personas me daban una sensación de morbosidad e inquietud, pero debido a que había sido convocado por mis antepasados a esta antigua tradición, me resolví a esperar las cosas más inauditas. Así que intenté leer. Pronto me vi trémulamente absorbido por algo que encontré en ese maldito Necronomicon; un pensamiento y una leyenda demasiado horribles para la razón y la conciencia. Pero me vi libre de la lectura cuando creí escuchar cómo se cerraba una de las ventanas que enfrentaban al banco de respaldo alto, como si justo recién alguien la hubiese abierto a hurtadillas. Se escuchó entonces un zumbido que no provenía de la rueca de la mujer vieja. No pude distinguir bien su procedencia, empero, puesto que la vieja trabajaba afanosamente y el antiguo reloj había estado sonando. Después de eso dejé de sentir que había personas en el banco, y me hallaba estremecido y atento a la lectura cuando el viejo volvió, esta vez calzado

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con botas y vestido en un holgado traje antiguo, y se sentó en aquel mismo banco, de tal forma que no podía verlo. Era ciertamente una espera nerviosa, y el libro blasfemo que sostenía en mis manos duplicaba esa sensación. Cuando dieron las once, no obstante, el viejo se paró, se dirigió a un gigantesco cofre tallado en una esquina, y sacó dos capas con caperuza; se puso una de ellas y envolvió con la otra a la vieja, que había cesado su monótono hilvanar. Luego ambos emprendieron rumbo hacia la puerta de salida; la mujer cojeando sin convicción y el viejo, luego de tomar el mismísimo libro que yo había estado leyendo, haciéndome señas mientras cubría con la caperuza su inmóvil rostro o máscara. Sin luna salimos hacia la tortuosa red de callejuelas de aquella ciudad de antigüedad increíble y, mientras pasábamos, las luces en las ventanas encortinadas desaparecían una a una, y Sirio miraba impúdico al tropel de figuras encapuchadas que se vertía silenciosamente desde cada puerta y formaba una procesión monstruosa aquí y más allá de los crujientes carteles y frontones antediluvianos, los techos de paja y las ventanas de paneles adiamantados, enhebrando callejuelas empinadas donde casas descompuestas se superponían y derrumbaban juntas, a través de patios abiertos y atrios de iglesias en donde el meneo de los faroles formó misteriosas y borrachas constelaciones. Entre medio de la silenciosa multitud seguí a mis guías sin voz. Iba zarandeado por codos que parecían preternaturalmente suaves y me apretujaban pechos y estómagos que parecían anormalmente pulposos, sin embargo no vi nunca un rostro ni oí una sola palabra. Más y más ascendían las misteriosas columnas, y vi que todos los viajeros

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convergían a medida que se acercaban a una especie de foco de incoherentes callejones en el tope de un alto risco en el centro de la ciudad, donde se encaramaba una gran iglesia blanca. Ya la había visto antes desde la cresta del camino, cuando contemplé Kingsport en el nuevo atardecer y me vi estremecido debido a que Aldebarán pareció por un momento balancearse sobre el chapitel fantasmal. Había un espacio abierto alrededor de la iglesia; en parte un camposanto de espectrales lápidas, y en parte una plaza a medio pavimentar, casi desnuda de nieve ahí donde barría el viento, y flanqueada por casas de malsana vejez, techos puntiagudos y frontones sobresalientes. Fuegos fatuos danzaban sobre las tumbas, revelando un espectáculo espeluznante, pero fallaban extrañamente en generar sombras. Más allá del cementerio, donde ya no había casas, podía ver sobre el pináculo de la colina y contemplar el centelleo de las estrellas sobre el puerto, aunque el pueblo era invisible en la oscuridad. Sólo de vez en cuando se veía una farola oscilando horriblemente a través de los callejones serpenteantes en su intento de alcanzar a la multitud, que ahora se deslizaba en silencio hacia el templo. Esperé hasta que la muchedumbre y todos los rezagados que le seguían entraran en el corredor negro. El viejo me tiraba de la manga, pero yo estaba determinado a ser el último. Hasta que finalmente entré, el viejo siniestro y la vieja tejedora adelante. Mientras cruzábamos el umbral hacia ese rebosante templo de oscuridad desconocida, me volví una vez para ver el mundo exterior: la iglesia fosforescente conjuraba un resplandor enfermizo sobre el pavimento. Y entonces sentí un escalofrío, pues pese a que el viento no había dejado mucha nieve, algunos remansos se

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mantenían en el paso cerca del pórtico, y en la fugaz mirada que eché hacia atrás le pareció a mis ojos turbados que no habían quedado huellas de pies, ni siquiera las mías. La iglesia estaba escasamente iluminada pese a todas las lámparas que en ella habían entrado, pues la mayor parte del gentío ya se había desvanecido. Habían atravesado la nave lateral, sorteando altos bancos blancos, hacia una trampilla en la bóveda que yacía abierta justo debajo del púlpito con extraña repugnancia, y se adentraban ahora sin ruido en ella. Los seguí torpemente y bajé por los peldaños roídos hacia la húmeda, sofocante cripta. La cola de la sinuosa línea de marchantes nocturnos ya era aterradora, pero el verla retorcerse dentro de un venerable sepulcro la hacía más aterradora inclusive. Entonces me di cuenta de que el piso de la cripta tenía otra apertura por la cual la multitud se deslizaba, y un momento después todos descendíamos por una ominosa y gigantesca escalera de áspera roca labrada; una estrecha escalera en espiral, húmeda y de olor peculiar, que se enroscaba interminablemente hacia las entrañas de la colina entre monótonos muros hechos de chorreantes bloques de piedra y cal desmoronada. Era un descenso silencioso, chocante, y luego de un horrible intervalo vi que las paredes y los peldaños cambiaban su naturaleza, como si hubiesen sido cincelados en la roca viva. Lo que más me asombraba era que la miríada de pisadas no hacía ningún ruido ni producía ningún eco. Luego de eones de descenso, vi algunos pasajes laterales o túneles que conducían desde lo más hondo de la negrura desconocida hasta este pozo de misterio nocturno. Pronto se hicieron excesivamente numerosos, eran como impías catacumbas que proferían una amenaza

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innombrable, y pronto el punzante olor a descomposición que de ellos venía se hizo casi insoportable. Supe entonces que debíamos haber atravesado ya la base de la montaña y que nuestro descenso continuaba más allá del nivel del suelo de la propia Kingsport, y temblé al pensar que una ciudad pudiese estar tan socavada y agusanada por aquel mal subterráneo. Luego vi el cárdeno resplandor de una luz pálida y escuché el insidioso murmullo de las aguas sin sol. De nuevo temblé pues no me gustaban las cosas que la noche había traído consigo, y deseé con amargura que ningún antepasado me hubiese exigido venir a este rito primitivo. Cuando los peldaños y el pasaje comenzaban a hacerse más amplios, escuché otro ruido: la diáfana, gimiente burla de una flauta delgada. Y de pronto se expandió ante mí el paisaje ilimitado del mundo interior: una vasta costa fungosa iluminada por el crepitar de columnas de fuego verde enfermizo, y bañada por un extenso río oleoso que manaba desde los abismos, atemorizante e insospechado, para unirse a la más negra de las simas del océano inmemorial. Desfallecido y jadeante, contemplé aquel impío Érebo de titánicas setas, fuegos leprosos y aguas limosas, y vi a las multitudes encapotadas formar un semicírculo alrededor de un pilar flameante. Era el rito de Yule, más antiguo que la humanidad, y destinado a sobrevivirla; el rito primordial del solsticio y la promesa de la primavera más allá de las nieves; el rito del fuego y las hojas perennes, luz y música. Y en la gruta estigia los vi ejecutar el rito y adorar la enferma columna de fuego, y lanzar a las aguas puñados arrancados de la viscosa vegetación que resplandecía verde en la clorótica luz. Vi esto y vi también algo que

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ocupaba el espacio amorfamente, lejos de lo luminoso, y que tocaba una flauta emitiendo una especie de extraño ruido; y mientras la cosa pitaba me pareció escuchar unos aleteos sordos y nocivos en la fétida oscuridad donde nada podía ver. Pero lo que más me asustaba era la columna de fuego; brotaba volcánica desde abismos profundos e inconcebibles, no arrojaba sombras como una llama normal debiese, y revestía la piedra nitrosa con un malévolo, venenoso verde gris. Toda aquella hirviente combustión no producía calor, sino sólo la viscosidad de la muerte y la corrupción. El viejo que me había traído se escurrió ahora hasta un punto directamente junto a la horrible llama e hizo unos rígidos ademanes ceremoniales hacia el semicírculo que había encarado. En ciertas etapas del ritual los demás rendían un homenaje rastrero, especialmente cuando sostenía sobre su cabeza el abominable Necronomicon que había traído con él. Y yo también, que había sido convocado al ceremonial por los escritos de mis antepasados, compartí con ellos en reverencia. Después el viejo hizo una señal hacia el flautista que tocaba oculto en la oscuridad, el cual cambió el monótono y endeble zumbido que mantenía para pasar a un tono más fuerte en otra escala, precipitando así un horror impensable e inesperado. Frente a este horror estuve a punto de hundirme en los líquenes de la tierra, paralizado por un pavor que no podía provenir de este ni de ningún otro mundo, sino sólo de los espacios dementes entre las estrellas. Desde la inimaginable negrura más allá del resplandor gangrenoso de la llama fría, desde las regiones tartáreas a través de las cuales el río oleoso se retorcía misterioso,

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inaudible, insospechado, surgió, en convulsión rítmica, una horda de dóciles, entrenadas, híbridas criaturas aladas que ningún ojo sensato podría nunca comprender del todo y que ningún cerebro sensato podría jamás recordar enteramente. No eran del todo cuervos, ni topos, ni buitres, ni hormigas, ni murciélagos vampiros, ni descompuestos seres humanos, sino algo que no puedo y no debo recordar. Se arrastraban sin fuerzas, apoyados a medias en sus pies palmeados y a medias en sus alas membranosas; y cuando alcanzaron a la multitud de celebrantes, las figuras encapuchadas los tomaron y los montaron, y se alejaron cabalgando uno a uno a lo largo del río tenebroso, hacia unos pozos y galerías de pánico en donde manantiales de veneno alimentaban espantosas e inencontrables cataratas. La vieja hilandera se había ido con el gentío, y el viejo permanecía sólo debido a que me había rehusado cuando me hizo señas para que me acercara a una bestia y cabalgara como el resto. Cuando dejé de tambalearme sobre mis pies vi que el amorfo flautista había desaparecido de vista, pero dos de las bestias seguían ahí de pie, pacientes. Como me quedaba atrás, el viejo sacó su punzón y su tablilla y escribió que él era el verdadero delegado de mis ancestros que habían fundado el culto de Yule en este lugar aciago, que había sido decretado que yo volviera allí, y que los misterios más secretos aún no se habían celebrado. Escribió esto en letras muy antiguas, y aún dudaba yo cuando sacó de sus amplios ropajes un anillo de sello y un reloj, ambos con las armas de mi familia, para probar que él era quien decía ser. Pero era una prueba espantosa, pues yo sabía por antiguos documentos que ese reloj había sido enterrado con mi tátara-tatarabuelo en 1698.

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Después el viejo echó hacia atrás su capucha y mostró el parecido familiar en su rostro, pero ello sólo logró estremecerme, por tanto que yo estaba seguro de que su cara no era más que una diabólica máscara de cera. Las bestias ahora arañaban inquietas los líquenes del suelo, y me di cuenta de que el viejo estaba a punto de perder la paciencia también. Cuando una de ellas comenzó a anadear y a alejarse, el viejo se volvió rápidamente para pararla, de modo que lo repentino del movimiento separó la máscara de lo que debía haber sido su cabeza. Y entonces, puesto que aquella pesadilla se interponía entre mí y la escalera de piedra por la que habíamos bajado, me arrojé hacia el oleaginoso río subterráneo que debía burbujear en algún lugar hasta las cavernas del mar, me arrojé a ese jugo putrescente de los horrores más hondos de la Tierra antes de que la locura de mis gritos trajese sobre mí todas las legiones sepulcrales que los abismos pestilentes pudiesen encubrir. En el hospital me dijeron que había sido encontrado medio congelado en el puerto de Kingsport al amanecer, pegado al trozo de madera a la deriva que la casualidad había mandado para salvarme. Me dijeron que había tomado la bifurcación equivocada en el camino de la colina la noche anterior, y que había caído en los acantilados de Orange Point, cosa que dedujeron por las huellas que habían encontrado en la nieve. No había nada que yo pudiese decir, pues todo era un error. Todo era un error: la ventana ancha exhibiendo un mar de techos de los cuales sólo uno de cada cinco era ancestral, y el sonido de tranvías y motores en las calles de abajo. Insistieron en que nos encontrábamos en Kingsport, y yo no pude negarme.

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Cuando entré en delirio al enterarme de que el hospital se cernía cerca del cementerio parroquial de Central Hill, me trasladaron al Hospital St. Mary, en Arkham, donde podría tener mejores cuidados. Me gustó el lugar; los doctores eran de una mentalidad muy abierta e incluso utilizaron su influencia para proveerme de la cuidadosamente protegida copia del reprensible Necronomicon de Alhazred de la biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Dijeron algo acerca de una «psicosis» y acordaron en que lo mejor sería que agotara cualquier obsesión hostigosa de mi mente. Así que leí otra vez ese capítulo espantoso y tirité doblemente porque no era en ningún caso nuevo para mí. Yo había visto lo que contaba, dejad que las huellas de mis pies digan lo que quieran; el lugar en donde lo había visto todo mejor era olvidarlo. No había nadie (durante el día) que pudiese recordármelo, pero mis sueños están llenos de terror debido a algunas frases que no me atrevo a citar. Me atrevo, eso sí, con un párrafo que traduciré lo mejor que pueda de ese desgarbado bajo latín en el que está escrito: «Las más bajas cavernas», escribió el árabe loco, «no son para el sondeo de los ojos que ven, pues sus maravillas son extrañas y terroríficas. Maldita la tierra donde pensamientos muertos se encarnan de nuevo y viven singularmente, y maligna la mente que no habita en cabeza alguna. Sabiamente dijo Ibn Schacabao que dichosa es la tumba en la que ningún hechicero ha yacido, y dichosa es la noche en la ciudad cuyos hechiceros son todos cenizas. Pues de antiguo se rumorea que el alma que ha sido comprada por el demonio no se precipita a abandonar el lecho

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de muerte, sino que alimenta e instruye al mismo gusano que roe su cuerpo hasta que de la corrupción surge vida horrible, y los sombríos carroñeros del cerumen de la tierra la moldean y la hinchan monstruosamente para afligir y plagar el mundo. Grandes túneles son cavados en secreto en donde debían bastar los poros de la tierra, y criaturas que sólo se deberían arrastrar han aprendido a caminar.»

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