Marlenne y el epistolario

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Marlenne y el epistolario.

Rescatar del Mar de los Sargazos un libro perdido y sentenciado al insoldable abismo del olvido; es un poco como rescatar de las sombras siniestras debajo de la humedad de la escalera un vino tinto añejado por el efecto sabio de la propia naturaleza, es como explotar la piñata de un cumpleaños y en vez de caramelos que lluevan del cielo: aceitunas verdes, picles, cebollitas avinagradas y jamón crudo serrano. Así, con el imperativo de las cosas aparentemente urgentes, Marlenne buscaba una tarde de domingo, el libro perdido que jamás había encontrado. Pero encontrar un libro perdido que jamás había encontrado entre la madeja desordenada que a su paso deja la vida, no es tarea para nada fácil, y aunque el sacrificio conlleve un premio extra y un gozo extraordinario. Encontrar un libro perdido, es un poco como beber humeante el café de Algarroba en una mañana de vidrios empañados mirando el lago, es como encontrar el Aleph en una mamuschka de porcelana y contener el universo entero en una mano, es como encontrar por casualidad en la herencia familiar, el long play Aftermath y escuchar por primera vez Lady Jane en una noche de tormenta, justo en el preciso instante cuando los truenos resquebrajan la tierra, es como descubrir en vinilo la canción “39” en el álbum A Night at the Opera y deleitarse entero hasta el éxtasis como hipertenso con Bondiolita de campo.


Así como; yo por las aceitunas, Marlenne tenía debilidad por los libros usados. Ella era una lectora enfermiza de esas que coleccionan desde los pedorros aforismos de Narosky, hasta la aberración física de tatuarse las frases complejas, incomprendidas, de Nietzsche en un brazo, pasando por acumular en interminables carpetas prolijamente foliadas, bien rotuladas en tediosas secciones de Amor, Amistad, Libertad y…etc etc, todas las frases del chocolate Dos Corazones. Marlenne tenía algunas obsesiones que a mí me fascinaban. Entre todas sus obsesiones había una muy característica, propia de las personas desquiciadas; ella tenía la costumbre de recorrer librerías que solo se dedicaban a la venta de libros usados, no le interesaban en absoluto los libros nuevos con fragancias frías de supermercados, sólo le interesaban los libros usados, con esos aromas tan particulares a muebles viejos, humedades ancestrales, e incontables huellas dactilares, libros con esa extraña procesión imaginaria de desconocer completamente quienes fueron sus dueños anteriores, libros con vida propia que se escapa de las márgenes literarios, libros que por su propia historia podrían ser novelas en sí mismos. Los libros viejos tienen el karma propio de las cosas usadas que luego son brutalmente abandonadas y tal vez, en esa seductora mística de lo desconocido se encuentra la irrefrenable urgencia de encontrar nuevos caminos. Y aunque; entre los libros usados y los inodoros públicos haya ciertas similitudes bastante perturbadoras que mejor no compararlos… Marlenne tenía una fiebre enfermiza por los libros usados, le gustaba olerlos, abrirlos, palparlos. Ella había recorrido cientos del librerías hasta el día que la conocí, llevaba caminados cerca de un siglo y medio más que yo buscando librerías, había cruzado tres veces el Océano Atlántico y una vez discutió fuertemente con un bibliotecario en la Biblioteca de Babel por un asunto de etiquetas. Y ahora que lo pienso Marlenne colecciona una interminable cantidad de objetos extraños: desde prendedores exóticos, hasta frascos de Mostaza. En un viaje a Nueva York había traído de contrabando un enano coreano que luego después de usarlo como objeto sexual, lo embalsamo como a un sapo y lo dejo plantado en el jardín trasero del patio… Marlenne y yo nos conocimos en París. Emir Sharon Yakir Abdul era el hijo de un inmigrante turco que llego a Francia escapando de la persecución religiosa y buscando un futuro mejor. Emir era el dueño de la exclusiva tienda de mostazas “Maille” donde yo trabajaba, y Marlenne solía comprar todos los días la Moutarde à l'ancienne en la misma tienda. Esa tarde salió apurada como siempre de la librería Mona Lisait y cruzo la calle lateral en dirección a la tienda de vinos Nikolas en Bercy… Luego entró en la tienda de mostazas donde yo trabajaba con un libro de Khalil Gibran en sus manos y apoyada sobre la mesada de madera rustica bien tallada del local, abrió el libro en la primera hoja con la delicadeza y la precisión quirúrgica que se abre una manzana fresca y arrancó de cuajo la primera hoja con la dedicatoria entera. Me extraño sobremanera su actitud, y me la quede observando como extasiado, absorbido, casi encantado. Tenía los ojos claros, la piel blanca como una pieza de porcelana y las uñas pintadas de furioso naranja. Balbuceé tímidamente algunas palabras y atine a preguntarle en un precario Francés. - khalil Gibran, ¿El profeta?- Y la repuesta fue inmediata y en un francés muy claro y contundente… - ¡Que te importa idiota!- Y automáticamente me enamore de ella. Los hombres solemos enamorarnos de las cosas que nos duelen en primera instancia casi como único y elemental requisito… Con el tiempo nos fuimos conociendo un poco más amenamente. Pero ese día supe con tremenda claridad que Marlenne buscaba algo que había perdido o algo que jamás había encontrado. Ella arranco la hoja de la dedicatoria y se fue del local de un portazo, yo corrí detrás de ella, crucé la calle repleta de gente y la perdí al instante detrás del Boulevard De Los Sueños Rotos. Marlenne volvió al otro día, como todos los días por varias semanas. Una de esas tardes la vi venir a través del ventanal que daba a la calle Curi; tenía un vestido color violeta con lunares rojos, una boina roja en composé y sandalias de cuero Lonja-Vaqueta bordadas, bastante gastadas. La vi entrar a una librería frente al Jardín de las Tullerias, luego volvió a la tienda de Mostaza como todos los días con otro libro usado, y compró otro frasco de Moutarde à l'ancienne, abrió la primera hoja del libro y arranco nuevamente otra dedicatoria. Luego se fue otra vez de un portazo. Esta vez, le pedí permiso a Emir, el dueño de la tienda y la seguí hasta el laberinto de los frutales, y justo a


cien metros de los Cipreses, sin demasiados preámbulos la besé por primera vez de arrebato. Pero lejos de ser ese beso como el que describen los poetas, pomposo y enmarañado, de sabores dulces, de bocas frescas rellenas de mariposas, de flores, y canciones desesperadas, de saliva y fruta madura, de labios entregados al placer soberano. Nuestro beso fue más que un beso de enseño, fue un beso fraguado en las tripas del averno. Como por obra suprema del Aquelarre, un arrebato furioso, veloz carnal y violento, como todo lo que surge de las tripas, trepa por el esófago y como fuego abrazador quema hasta los labios, la lengua, los ojos, los pómulos, ¡los papados! Nuestro beso fue putrefacto; con sabores a carne quemada y aroma hediondo de río contaminado, con fragancias de pescado, de insomnio postergado, de nicotina y vino barato… Nuestro primer beso fue esa tarde en Paris, sin pompa y sin lentejuelas, con ropa de fajina, forzoso y trabajado. Fue en el Jardín de las Tullerias, debajo de un Chopo añejado, en el umbral impreciso entre lo divino y lo profano, justo en el lugar exacto donde Baudelaire, hace de la poesía un sublimé y maravilloso encanto Esa tarde bajo los árboles, Marlenne abrió un pequeño cuaderno repleto de hojas arrancadas de libros usados con dedicatorias ajenas; había una variedad incontable de dedicatorias. Ella tomo una hoja cualquiera al azar y me la obsequio sin dudar. Había cientos de frases perdidas, fragmentos de libros, poesías y canciones, y como si fueran peces en una pequeña pecera, como una triste ballena en un acuario, como un cóndor en una jaula, ella encerraba las almas ajenas en un epistolario. Desde esa tarde en París hasta hoy Marlenne había abandonado su obsesión compulsiva de comprar libros usados, y como quien extirpa del cuerpo humano una parte extraña impropia de sus huesos, de su carne, de sus órganos íntimos. Marlenne había dejado de arrancarle a los libros usados las historias escritas en dedicatorias ajenas durante años. Tuvimos tres hijos: Jonás, Marlennne (con tres N) y Jonás Segundo, viajamos por el mundo e hicimos el amor varias veces sobre el piano. Vimos caer el sol al atardecer en Valparaíso y juntamos cangrejos en el puerto de San Clemente todos los veranos. Pero aun sabiendo, que del amor brota cierto grado de altruismo, cierta resiliencia, cierto positivismo amarillo como el que abriga las mañanas en Ostende. Para Marlenne los domingos eran siempre grises…. Para Marlenne los domingos tenían el tinte oscuro del vino picado, y ese sabor profundamente amargo de presagio, esa incertidumbre que perturba, esa cadencia que languidece la existencia humana hasta límites insospechados. Entonces los domingos para matar el tedio solíamos tener bastante sexo y el resto del tiempo armábamos rompecabezas y teníamos charlas infinitas; ella me hablaba de las propiedades antioxidantes del chocolate y yo le hablaba del efecto nocivo de los triglicéridos altos, ella me hablaba de libros, yo le hablaba de cuadros, ella creía que en la literatura hay cierta sonoridad como en las canciones que nada tienen que ver con la rima, y yo le explicaba que en la pintura hay ciertas vibraciones, aun en las pinturas monocromáticas. Y aunque del amor y otras geometrías se sabe demasiado, poco se sabe de los Paralelepípedos; se cree que son aves hermosas, de plumaje multicolor que emergen del estómago, como una luz de esperanza, segundos después que se pudren las larvas y las mariposas mutan en criaturas deformadas. Sin embargo existe una estrecha relación simbiótica entre el amor y la geometría propia de las cosas incomprendidas. Marlenne y yo éramos como esos engranajes geométricamente perfectos que encajan, uno en el otro, con precisión milimétrica, tan milimétrica que el roce constante fue deformando nuestras formas imprecisas hasta concebirnos el uno al otro, como extrañas piezas, ásperas y desencajadas. Y es sabido que la construcción del amor tiene una particularidad similar a la construcción arquitectónica, donde el respeto por el entorno natural es igual de necesario que respetar la naturaleza propia de cada persona, y aunque la naturaleza propia de Marlenne fuese la de destruir todo lo que amaba, y ella me amaba con locura… Pero el des-amor también es una construcción y “si no hay amor, que no haya nada” Solía decir mi vecina Soledad Dolores Solari mientras regaba una planta de ruda macho que inevitablemente, se secaba semana tras semana. Esta tarde Marlenne comenzó a buscar un libro usado con cierta urgencia y desesperación. Como quien sabe con certeza que se agotó el tiempo estimado y ya las formas no caben donde antes cabían. Se arrastró por el suelo, y abrió con violencia los armarios, desparramó centenares de libros usados sobre el living y el patio, quemó algunos libros ya


desmembrados buscando la dedicatoria precisa y perfecta, buscando las palabras concretas que le den sentido a su existencia, la frase inmortal, el verbo todavía sin conjugar, el poema que atraviese su alma entera. Entonces revoleo por el aire el florero, estalló furioso el cristal del espejo en mil pedazos y se cortó las manos; y como un ave sin cadenas. Marlenne abrió las puertas de su candado y volvió a volar en lo alto. Yo volvía del trabajo, como todos los lunes a las seis bien temprano, lento y despacio, esquive los cristales, arrastre su cuerpo efímero y pesado, bese su boca y bese sus manos, y la Nubole Bianche sonaba una y otra vez, incansablemente al piano, las cortinas de la ventana dejaban entrar un aire fresco de Jazmines prematuros a principios de Septiembre, el sillón de mimbre donde solía sentarse a leer dejaba enmarcada su silueta, su fragancia perpetua, su impronta anárquica, serena y violenta. Me senté frente al ventanal justo cuando las sombras dibujaban extrañas figuras esquizoides sobre la pared, y la vi correr desnuda por el callejón de los pasos perdidos, entre la calle de Los Suspiros y Los Olvidados. Marlenne se había ido como venía anticipando, entonces encendí una vela blanca, tome aire profundamente, casi como un desgarro, y leí por última vez, aquella primera hoja, arrancada con una dedicatoria ajena de su cuaderno epistolario. “La vida es una cárcel con las puertas abiertas, Verónica escribió en la pared con las tripas revueltas…” -Andres CalamaroSi la vida es una cárcel con las puertas abiertas; yo quiero ser tu prisionera. Gracias por ser parte de mi vida Te amo mi amor, Feliz cumpleaños! París 1999. FIN Gabriel Acevedo 2014


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