Gabriel y las moneditas

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GABRIEL Y LAS MONEDITAS. …Dale come!.. ¿No sabes comer?... –le pregunto él, al ver que no acertaba en su boca ni el mas mínimo bocado… Tomaba la cuchara, la llevaba a la boca, temblaba y se le caía la comida. Una y otra vez insistía, Tomaba la cuchara, la llevaba a la boca, temblaba y se le caía la comida. .. Era una noche de invierno, y yo había llegado de visita, como tantos otros afortunados con culpa de clase, como diría mas tarde una amiga. Era una de esas noches frías de vidrios empañados, en la cual, la soledad de las calles invita a refugiarse bajo la calidez del hogar, frente a la estufa, al calor de la cocina, sobre la alfombra…. Y ahora que recuerdo, mi alfombra estaba un poco vacía.


Era una sopa caliente, de esas que alimentan el alma hambrienta de caricias, de fragancias del hogar perdido, de la sencillez de compartir, de la alegría y la nostalgia de una mesa larga en familia. Y aunque los familiares nunca podemos elegirlos, algunas familias se encuentran bastante lejos de alcanzar lo perfecto, otras rompen abrupta y terminantemente con todos los estereotipos, resquebrajando los cimientos estructurales, derrumban los preceptos moralistas y reformulan completamente la concepción de familia. “Hay olor a mi casa” -Decía Gaby, con esa sonrisa tan característica de colmillos prominentes, cada vez que alguien cocinaba hirviendo las verduras, y mientras el caldo liberaba todas sus fragancias, como si el olfato no evocara por excelencia los recuerdos; Aarón dibujaba extrañas figuras acuchilladas, desmembradas o sodomizadas sobre la mesada… Era en si, a simple vista, una familia extraña. Pero familia al fin. Gabriel era, el hermano menor de Miguel, y nuestra debilidad; la de Martín y la mía. Tenía la estatura de un enano, la picardía de un duende, la frescura de una lechuga, la ternura de un nenuco angelicado, el carisma que todo lo compra con una sonrisa, la viveza de un adulto, la alegría de un pequeño payaso y la tristeza de un niño abandonado. Tenía los contrastes del universo, la luz más encantadora y la oscuridad más tenebrosa… Gabriel era la victima interna de los niños mas grandes del grupo, pero el mas protegido para las amenazas del afuera, como una jauría de niños callejeros protegiendo al cachorrito. A veces, cuando salíamos, había que mirarlo con infinita cantidad de ojos y no sacarle la vista de encima, tenía tan incorporado y naturalizado el acercarse a la ventanilla de los autos en los semáforos a pedir guita, a chorearse frutas en las verdulerías, y como si eso no se perfeccionara con el tiempo, recuerdo al “tiri” un muchacho de un par de años mayor que yo, que conocí en un verano, con un indescriptible y oscuro prontuario de orfanatos, internaciones y escapadas. El “Tiri” Tenia la velocidad de la luz para chorear en los supermercados, nunca vi robar a nadie un melón y esconderlo velozmente entre sus ropas en un cuerpo que era delgado como un fideo con esa tremenda facilidad como lo hacia él, todavía no le encuentro explicación física… (Iba a decir que era fabuloso haciendo lo que hacia, pero siempre hay moralistas ortodoxos ansiosos de imponer su juicio básico) …Después de todo… ¿Quien no se sintió tentado por el espíritu de Robín Hood en algún supermercado? En cambio Gaby cabía tranquilamente por debajo de cualquier cintura y estirar la mano para pedir moneditas le resultaba tan fácil y redituable como tomarte de la mano para cruzar la avenida. Una tarde que volvíamos de los lagos de Palermo. Porque a decir verdad, también a ellos había que sacarlos a pasear cada tanto como a los perros, a que corretearan por el parque y se ensuciaran con el barro, a que gastaran energía y volvieran mas calmados. En unas pocas cuadras, Gabriel se había llenado los bolsillos de moneditas. Al llegar al hogar, todos querían parte del botín recaudado y se armó tremenda trifulca por los centavos. Martín intervino, mediando el conflicto dijo: Quiero que me den todas las monedas, ya no tienen necesidad de pedir dinero. –dijo. Pero la calle es cruda, y el aprender a sobrevivirse a si mismos los vuelve naturalmente desconfiados y aunque todos entendieron el mensaje, pocos devolvieron las moneditas. La cena avanzaba, lentamente, como el invierno crudo que se avecinaba, mientras algunos jugaban a las damas, otros ayudaban en la cocina, y algunos otros renegaban de tener que ducharse. Ese día no habría comida enlatada, insulsa sintética sin fragancias, de esas que las empresas donan sin siquiera saber a quienes donan, esa comida que otra vez no distingue perro de humano (Siempre ubicando al perro en el lugar que lo ubican los miserables)… Esa comida plástica industrial, muy alejada del acto sencillo y del momento preciso de cocinar, de compartir la cena, ese momento perfecto que perdura por años en la percepción de los sentidos, en la comunicación con los pares, en la solidaridad de cada acto, en el disfrute colectivo. Ese día habría comida cacera y ellos celebraban ansiosos, lo que para otros era una costumbre ordinaria. …Dale Come!! -Insistía él, ya sentados alrededor de la mesa. …Come que se te enfría!… Y nada, Nicolás miraba el plato, escondía su cabeza pequeña entre los hombros, los ojos se le llamaban de rabia e impotencia, las manos le temblaban sudorosas y parecía que en cualquier momento explotaba en lágrimas. Tomaba la cuchara, la llevaba a la boca, temblaba y se le caía comida. Una y otra vez insistía… Lo que parecía divertido, cambio drásticamente de atmosfera. Se hizo un silencio eterno, todos nos miramos y lo miramos a Nicolás sin comprenderlo (y ahora que lo pienso nadie de los presentes estaba capacitado para comprenderlo)…. Y Nicolás en un intento desesperado de querer hacerse entender, balbuceo palabras inentendibles, los demás niños no comprendieron, si era un chiste, o un juego y por las dudas contuvieron las


risas. La sopa estaba exquisita, y nadie quería perderse el manjar caliente por esperar a Nico. Pero de un instante de alegría, la mesa se volvió tensa y dramáticamente incomprendida. Nicolás reboleo su cuchara, estallo en llanto y de un segundo a otro atino a rebolear todos los platos. Yo lo mire a él, a mi amigo de toda la vida, a ese del que mucho he aprendido, y quien tal vez fue marcando el camino, buscando la mirada adulta. Algo que me dijera que lo tenía todo bajo control. Pero su mirada no era la que esperaba y me extraño sobre manera… Años más tarde comprendí aquella expresión… Mostrar debilidad frente a diez niños que habían perdido brutal y violentamente la inocencia, no era la mejor opción como camino y mucho menos el autoritarismo. Y él uso, otra vez su mejor arma, el dialogo y la mediación. -…Dale Nico!... Sentate tranquilo y come… Y ustedes ninguno se ríe, ni come hasta que Nicolás no aprenda a comer.-…Dale Nico, mira a Gabriel, él tiene siete años igual que vos y sabe comer… Dale Gaby… Enséñale a comer!… Nicolás había llegado el mismo día al hogar, que a mi se me había antojado lavar culpas sociales y encontrar el abrigo de hogar, que en mi hogar se había perdido hace largo tiempo. Pero Nicolás era especial, tenía un problema motriz, que le impedía mover las manitos con agilidad, tenia un problema en el habla, que le impedía comunicarse con fluidez, tenia apenas siete años y siglos de indiferencia, de abandono de los padres, de insensibilidad del estado y de la siempre indiferente y elitista sociedad, de marginación, y de retraso. Nicolás había llegado al hogar por una denuncia de maltrato en un juzgado. Directamente los padres lo habían abandonado, como se abandona un perro en la calle, habían renunciado a la responsabilidad de criarlo y se habían declarado incompetentes. Ese día, para su tortura, era su primera comida compartida con extraños… Los ojos se le desorbitaron, de un segundo a otro nos convirtió a todos los presentes en sus enemigos de muerte, parecía un animalito amenazado, desconfiado, confundido arrinconado. Gabriel se sentó al lado de Nicolás, con el carisma y la sencillez que lo caracterizaban, y con la paciencia y la ternura que habían perdido los adultos, tomo su cuchara, la ungió en la sopa ya entibiada, compartiendo el plato y le dio de comer a Nicolás, una y otra vez… Mientras tanto, tenuemente, fue volviendo todo a la normalidad, los chistes no se hicieron esperar con la crudeza y la sinceridad de los niños que muchas veces alcanza la contundente condición de verdad. Pronto volvió la alegría de compartir la mesa y poco a poco volvieron las risas, y hasta el mismo Nicolás con el tiempo, aprendió a comer y luego un poco después… A reírse de si mismo... Esa fue la última vez que pude ver a Gabriel. Dicen que escapo por los techos, que se perdió en un semáforo pidiendo moneditas para comer, o tal vez, el padre-padrastro lo retiro del hogar para que siguiera juntando moneditas para él… Nunca se supo bien, o no se quiso saber… A veces la justicia, el estado y la sociedad hacen agua por los agujeros y el patio de la viaja casona de Palermo se inunda de tristeza con un agrio e indefinido sabor a impotencia. A veces me parece verlo en algún semáforo… Debe tener cerca de veinte años, quizás robando frutas en algún supermercado y al mismo tiempo me condeno y reprimo el pensamiento, creo que Dios se apiado de ese enano, y que en la vida le aguardaba un mejor destino del que ya tenia profundamente marcado. Fin. Hogar de Caritas. Ave María. Julio de 1999.

Gabriel Acevedo ® 2014


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