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Puedo contarle una historia?

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Salud y bienestar

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La oración del cirujano

¿Puedo contarle una historia?

DICK DUERKSEN

Todos decían que ella necesitaba ser operada. Era una cirugía mayor. «Tienes que hacer esto si quieres seguir viviendo», le dijo el médico. Sus amigos concordaron con él. Todos. Por eso, comenzó a buscar un cirujano; el cirujano adecuado; el mejor. Quería vivir.

Pero tenía miedo; mucho miedo. * * *

Él era cirujano. Un buen cirujano, buscado por muchos y reconocido como uno de los mejores –dispuesto a tomar los casos que nadie más quería–, pero despreciado por los enfermeros y técnicos que trabajaban con él. «Es un maleducado –dijo una enfermera–. Si uno está en desacuerdo o no es tan rápido como él quiere, grita y vocifera, y arroja las cosas al piso. No es buena persona. Pero es muy buen cirujano». —Hace milagros –le dijo su médico–. Veamos si puede operarla. —Está bien –dijo ella, y comenzó a orar. No por ella sino por el cirujano.

Cuando llegó el día de la cirugía, un amigo la llevó al hospital. Un empleado trajo una silla de ruedas y la llevó a la oficina de ingresos. Cuando la llamaron, se registró, pagó lo que correspondía, y fue acompañada al piso de arriba, a una fría silla de plástico en la sala de espera frente a la sala de cirugías.

Él tenía muchas cirugías ese día, algunas en Sala Uno y otras en Sala Tres. Un equipo de anestesiólogos, enfermeros, técnicos informáticos y asistentes médicos aguardaba en cada sala, para hacer su parte. Con rapidez, sin cuestionar, antes de que se lo ordenaran.

Un empleado repasó la lista y el cronograma y le dijo que pronto la llamarían.

Se sentó, preocupada, y oró. En esa ocasión, oró por su familia, sus amigos, su cirujano y por sí misma. «Oré pidiendo valor, y para que Dios le diera capacidad especial al cirujano cuando abriera mi cuerpo». * * *

El cirujano estaba ocupado haciendo milagros en la Sala Uno cuando su asistente llegó a la sala de espera y la llamó por nombre. «Usted es la siguiente», dijo el asistente, con su nombre bordado en el bolsillo de su impecable chaqueta. —¿Alguna pregunta, señora? —Sí, por favor. Antes de ingresar a la sala de operaciones, me gustaría que el cirujano venga para hablar conmigo. Lo esperaré aquí. —Es alguien muy ocupado, señora. No sale a la sala de espera. Si quiere hablar con él, tendrá que sacar un turno para verlo en su consultorio. —Por favor, dígale al cirujano que no puedo entrar hasta que no hable con él. Lo esperaré aquí.

Sonrió al pronunciar esas palabras, procurando mostrarse muy amable, aunque decidida. —Se lo diré –dijo el asistente con una

mueca. Entonces caminó lentamente hacia la gran puerta de madera que daba a las salas quirúrgicas, que nadie podía trasponer sin autorización.

Oró. El asistente también lo hizo. Nadie había pedido algo semejante antes, y el asistente sabía lo que sucedería a continuación. No sería una buena reacción, por lo que no quería darle el mensaje.

Cuando el cirujano completó el trabajo en la Sala Uno, su asistente le tocó suavemente el hombro.

«Doctor, su siguiente caso es la mujer mayor que necesita esa cirugía tan especial que usted mencionó esta mañana. Está en la sala de espera y dice que quiere hablarle antes de entrar. Es solo un momento, doctor».

Era cirujano; un gran cirujano. Muy buscado, en especial para casos difíciles. Nadie le decía qué hacer. ¡Nadie! Y menos una anciana que moriría si él no hacía un milagro en su cuerpo. Por un segundo, pensó en el mensaje del asistente. Entonces explotó.

El cirujano empezó a insultar. A decir palabrotas al referirse a la anciana. A gritarle al asistente. Gritó más fuerte. «Salga y dígale a esa mujer que entre ahora mismo o jamás la voy a operar, y se va a morir. ¡VAMOS! ¡Dígaselo! ¡AHORA!»

El asistente regresó a la sala de espera. Razonó con ella. Le explicó que el cirujano estaba sumamente ocupado. Fue lo más amable que pudo.

«Dígale por favor que no puedo entrar hasta que no salga aquí a hablar conmigo», respondió. El asistente encontró al cirujano en uno de los lavabos, restregándose las manos y brazos en preparación para la operación de la mujer. Le explicó que la mujer no podía entrar hasta…

El cirujano dio un alarido, dejó escapar unas palabrotas, y salió de un portazo hacia la sala de espera. Esa mujer iba a tener que escucharlo. * * *

Antes de que él pudiera hablar, la mujer se levantó de la silla y salió a su encuentro, con las manos extendidas, como lo haría una madre con su querido hijo.

La voz de ella era firme y amistosa, como si estuviera hablando con un amigo cercano.

«Doctor –comenzó diciendo–. ¿Puede acompañarme en oración antes de que entre?»

Era cirujano, no pastor, y no había orado por años, ni siquiera por sí mismo. Tomado así por sorpresa, pensó en una oración digna de elevar. «Angelito de la guarda», pensó, pero pronto descartó esa plegaria infantil. Entonces escuchó el suave eco de una maestra que en las clases solía decir el Padrenuestro.

Le permitió tomarlo de la mano y cerró los ojos, como esperando leer las palabras de la oración en el interior de sus ojos.

«Padre nuestro», comenzó, sin tener idea cómo seguiría o qué palabras le resultarían significativas a la anciana.

«Que estás en el cielo».

La voz de ella era firme y amistosa, como si estuviera hablando con un amigo cercano. Titubeó, procurando que sus palabras coincidieran con las de ella.

«Santificado sea…»

Siguió balbuceando, sin pensar en las palabras, pero atónito por esa mujer, cuya determinación lo había llevado a hacer algo que no había hecho por años. ¡Estaba orando! Hablaba con Dios, pidiéndole ayuda. Prometiéndole que escucharía, que sería amable, perdonador y solícito.

Ella terminó, lo observó y lo guio de regreso a la puerta grande de madera. «Está bien. Ahora puedo entrar. Gracias por ser un gran cirujano».

Dick Duerksen es un pastor y narrador que vive en Portland, Oregón, Estados

Unidos.

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Vol. 18, No. 10

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