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Puedo contarle una historia?

Mi propia habitación

¿Puedo contarle una historia?

DICK DUERKSEN

Un anciano de iglesia me contó esta historia mientras estábamos en el jardín junto a su casa.—Dick Duerksen.

Tenía una vaca. Una buena vaca de fuertes patas traseras y lomo amplio. Una vaca que conocía el sendero desde su jardín hasta el camino principal. Una vaca que estaba dispuesta a llevarlo el día que había mercado.

El martes había mercado y, el día anterior, él cosechaba los tomates más maduros, desenterraba algunas papas, cortaba algunas verduras de hoja verde y colocaba unos cuantos huevos de ganso en un lugar seguro dentro de su viejo canasto. El canasto necesitaba un nuevo trenzado, pero él estaba demasiado ocupado sacando malezas como para preocuparse por repararlo. Su esposa era buena para eso. Ella pronto arreglaría el canasto. Lo sabía.

Ese martes, ordeñó la vaca antes de la salida del sol, colocó un paño sobre el cubo espumoso de plástico, y lo llevó a la fogata exterior, donde su esposa estaba preparando una simple comida para él y sus dos amados niños. Se reían mientras comían, sentados en el piso afuera de su choza de una habitación. Entonces recogió el canasto de verduras y hortalizas, montó su vaca, y la guio desde la huerta por el camino. * * *

Era una buena distancia. Pero si salía temprano, llegaría a la tienda abandonada al borde de la ruta asfaltada a tiempo para subir a una pequeña furgoneta que lo llevaría al mercado de la ciudad.

Podría haber intercambiado los tomates y huevos con los vecinos, pero no por dinero. Y aun las pocas monedas que podía ganar en el mercado no pagaban el querosene y aceite de cocina que su esposa necesitaba. Además, ese viaje era la única manera de enterarse de las noticias y jugar a las damas con viejos amigos.

Ese martes su vaca caminaba con facilidad, y llegaron antes que la furgoneta. Ató la vaca a un árbol polvoriento, le dijo que se portara bien y se acomodó en un asiento ya atestado. Una hora después, estaba recorriendo detenidamente el mercado. Un anciano trató de venderle una escuálida cabra, mientras otros competían diciendo que tenían en venta el mejor pescado. Las mujeres se sentaban en silencio entre pilas de coles, cebollas, aguacates y tomates. Los niños corrían por todas partes, practicando juegos que solo ellos comprendían.

Su lugar era cerca de un árbol de copa ancha en el extremo más lejano del mercado, un puesto que un astuto hacendado le reservaba a cambio de unos pocos huevos frescos. Pagaba lo que le debía y estiraba su manta en el piso, para formar rápidamente pirámides con sus tomates. Dejaba las papas en círculos serpenteantes, mostrando donde había quitado cuidadosamente sus brotes. Dejaba las verduras colgando del borde del canasto. Entonces se recostaba contra el árbol y aguardaba a sus clientes. Siempre venían porque sabían

«Permítanme que les muestre a Jesús». El extraño se arrodilló junto al tablero, sacó un libro de su maleta, lo abrió y comenzó a leer.

que podían confiar en que sus artículos eran los mejores. Gente que le traía noticias. Noticias de la ciudad.

Para el mediodía, solo le quedaban unas papas y un par de remolachas, de manera que las recogía y llevaba su teléfono celular al cargador. Los muchachos con la conexión eléctrica le cobraban dos papas por cargar el teléfono y, si era cuidadoso, la carga le duraba toda la semana.

Allá abajo del árbol, tres de sus amigos se habían reunido y abierto el tablero. Será una buena tarde, pensó. * * *

Entonces llegó el hombre, un viajero que no conocía, un hombre que parecía estar apurado por encontrar lo que había perdido. Se detuvo, mirando cómo se desarrollaba el juego, y entonces les hizo la siguiente pregunta.

«¿Conocen a Jesús?»

El juego se detuvo, y los cuatro hombres miraron al extraño, deseando que se fuera. —No, no conozco a Jesús –respondió uno de ellos. —No conozco a nadie con ese nombre –dijo otro–, pero me parece recordar que hay alguien que se llama Jesús en una aldea de la costa. —No, no.

El hombre habló rápidamente y sin temor, como si fuera un viejo amigo. «Jesús no es una persona, sino el mismo Dios. ¿Conocen a Dios?»

Eso produjo una deliciosa discusión, en la que cada hombre describió al Dios que conocía y entonces adujo que su Dios era mejor que todos los demás.

«Permítanme que les muestre a Jesús». El extraño se arrodilló junto al tablero, sacó un libro de su maleta, lo abrió y comenzó a leer.

«No se angustien. Confíen en Dios, y confíen también en mí. En el hogar de mi Padre hay muchas viviendas; si no fuera así, ya se lo habría dicho a ustedes. Voy a prepararles un lugar. Y, si me voy y se los preparo, vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté [Juan 14:1-3, NVI]».

«Me gustaría contarles más –dijo el extraño–, pero hoy no tengo tiempo y no tengo libros para venderles. Permítanme, sin embargo, arrancar esta página de la Biblia y dejárselas. En ella encontrarán a Jesús».

El extraño arrancó la página que había estado leyendo y se la entregó al que estaba más cerca. Entonces cerró los ojos, dijo unas palabras en dirección al cielo, y se despidió de los cuatro hombres que estaban bajo el árbol.

Cuando terminó el juego, colocó la página arancada en su gastado canasto y recorrió el mercado de regreso a la furgoneta que lo llevaría hasta su vaca. Cuando llegó a su casa, mostró el papel a su esposa e hijos, contándoles la historia del «Jesús Dios» que estaba construyendo una habitación para cada uno de ellos en su casa.

«Tengo que saber más de este Jesús –le dijo a su familia–. ¡Imaginen! Un lugar en el que cada uno de nosotros tendrá su propia habitación. Quizá incluso una puerta, y con nuestro nombre. ¡Vivir con un Dios que nos ama! ¡Eso sería como estar en el cielo!»

Dick Duerksen es un pastor y narrador que vive en Portland, Oregón,

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Vol. 17, No. 7-8

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