LLORONA Javier Neri Díaz En el pueblo decían verla recorrer las calles cada madrugada en busca de su hija. Una vez la escuché clarito: sonaba como el chillido de un animal frente a la muerte. Después de eso, procuré volver a casa antes de la noche. Fue muy triste, porque jugábamos hasta bien entrada las nueve en la plaza; pero cuando el fantasma apareció, las calles empezaron a vaciarse. Nos convertimos en un panteón, muertos por la quietud del miedo. Mis papás eran muy estrictos con su regla: ‹‹No vayas a ningún lado cuando oscurezca››. Tanto llegaron a creerla que ellos también la respetaban. Dejaron pasar las fiestas patronales y los domingos de béisbol con los amigos, convirtiéndolos en meros recuerdos en la prisión que se volvió nuestra casa. Esperaba hasta que todos estuvieran dormidos para escabullirme a la ventana. Tenía la esperanza de atrapar a la llorona en plena procesión, pero, salvo aquella vez que oí su llanto, jamás pude hacerlo. Lo que sí vi con frecuencia era una camioneta negra. Había poquitos faroles en la cuadra, por lo que nunca pude distinguir quién la iba manejando, ni